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Población y sociedad

versión impresa ISSN 0328-3445versión On-line ISSN 1852-8562

Poblac. soc. vol.29 no.1 San Miguel de Tucumán jun. 2022

http://dx.doi.org/https://doi.org/10.19137/pys-2021-290106 

Artículos

Territorialidades y movilidades: una aproximación a su análisis a propósito de las trayectorias de dos comunidades mapuche (Patagonia norte, Argentina)

Territorialities and Mobilities: an Approach to its Analysis regarding the Trajectories of two Mapuche Communities (Northern Patagonia, Argentina)

Valeria Iñigo Carrera1  valsic@yahoo.com

Ana Catania Maldonado2  ana_nqn2004@yahoo.com.ar

1Universidad Nacional de Río Negro, Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Instituto de Investigaciones en Diversidad Cultural y Procesos de Cambio, Argentina.

2Universidad Nacional de Río Negro, Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Instituto de Investigaciones en Diversidad Cultural y Procesos de Cambio, Argentina

Resumen

Este trabajo explicita una propuesta teórica y una estrategia metodológica para el análisis de los lugares producidos mediante tránsitos desplegados en el marco de desplazamientos condicionados por el curso del proceso nacional de acumulación de capital y su forma política. Para ello, desarrolla dos procesos socio-territoriales, que involucran a sendas comunidades mapuche en la provincia de Río Negro. El argumento es que el énfasis en la movilidad posibilita entender esas trayectorias, en particular, las territorialidades pasadas y presentes entramadas en las disputas actuales por la tierra.

Palabras clave procesos socio-territoriales; movilidad; lugar; comunidades mapuche; disputas; Patagonia norte

Abstract

This article elaborates on a theoretical proposal and a methodological strategy to analyze the spaces that ensue from transits unfolded in the context of conditioned displacements resulting from the national process of capital accumulation and its political shaping. To this end, the study develops two socio-territorial processes, involving two Mapuche communities in the province of Río Negro. The contention is that the emphasis on mobility makes it possible to understand these trajectories, particularly past and present territorialities involved in current land disputes.

Keywords socio-territorial processes; mobility; place; Mapuche communities; disputes; Northern Patagonia

Introducción

En los últimos años, la provincia de Río Negro ha sido escenario corriente de la emergencia de disputas por el acceso, uso y propiedad de la tierra, dando forma a una problemática que es materia central de la agenda académica y política.[1] Y es que, en un contexto en que la generalidad de la Patagonia norte argentina se ha constituido en un renovado foco de atención para los capitales ligados a la explotación intensiva de distintos recursos naturales, la tierra –en gran medida– pública es objeto de transferencias irregulares a manos privadas, de compra a bajos precios, de operaciones con ánimo de lucro. Algunas disputas se han vuelto paradigmáticas, como el cierre del camino público a un lago en la zona andina por parte de un terrateniente y capitalista extranjero, y la recurrente movilización social en demanda de su apertura. Otras han adquirido menor visibilidad, tal vez porque las tierras y los sujetos sociales involucrados sean más marginales en relación con el proceso nacional de acumulación de capital –uno que encuentra su especificidad en la producción de materias primas y en la apropiación, sobre su base, de renta de la tierra (Iñigo Carrera, J., 2017)–.

Son disputas que acontecen en el presente, pero sólo como emergentes situados de un proceso de larga duración (Kropff y Pérez, 2019). En efecto, su ocurrencia es expresión del despliegue de distintos proyectos políticos de territorialización estatal, con inicio a fines del siglo XIX. Pero de un despliegue dado en plena vinculación histórica con la imposición del modo capitalista como la forma social general del proceso de producción –una que transforma toda forma social anterior a él en otra concreta suya, es decir, que opera para la valorización del capital–. En particular, son resultado de uno de los aspectos de ese proceso: el acceso desigual a la tierra según la disponibilidad de capital para ponerla en producción, y también según prácticas culturales y aun características fenotípicas; y la configuración, sobre su base, de fijaciones y movilidades diferenciales para los distintos sujetos sociales. Así, quienes no han sido considerados aptos para contratar con el Estado por portar alguno de los atributos marcados como indeseables, o bien por no personificar otros deseables, fueron objeto de sucesivos desplazamientos condicionados, en muchos casos, desde parajes rurales hacia las ciudades de la Patagonia norte, y en particular hacia sus periferias (Kropff, 2019; Pérez, 2016).

Se trata de desplazamientos, entonces, que dan forma a largas trayectorias de movilidad, unas que se desarrollan desde la incorporación de los territorios del sur y su población a los Estados argentino y chileno hasta la –en muchos casos reciente– constitución formal como comunidades mapuche que demandan un territorio propio. Es el amplio marco temporal en que se despliegan estos procesos socio-territoriales el que nos permite acercar la mirada tanto a las territorialidades del pasado como a las territorialidades del presente. A las de las personas, familias y comunidades obligadas a desplazarse, o a convivir con la amenaza de serlo, pero también, del otro lado, a las de los capitales aplicados a las actividades agropecuaria, comercial, forestal, hidrocarburífera y turística y a la especulación inmobiliaria, a las de los terratenientes, a las del Estado en sus diferentes niveles. El análisis que nos convoca, en esa aproximación, es el de los particulares lugares que se producen y conectan a través de tránsitos desplegados de manera individual y/o colectiva, en determinados momentos históricos en los que arraigan los condicionamientos y las motivaciones que los guían, desde una perspectiva histórico-antropológica.[2]

Con el objeto de explicitar y sistematizar, en este trabajo, una propuesta teórica y una estrategia metodológica para dicho análisis, revisitamos algunas contribuciones de distintas ciencias sociales al entendimiento de los procesos socio-territoriales, en base a las que desarrollamos nuestra propia aproximación. Así, en el primer apartado sentamos las bases de nuestro argumento: que aquellas trayectorias pueden entenderse mejor si hacemos foco en la movilidad, en las maneras en que ésta se erige en una práctica constituyente y constitutiva de las territorialidades que son producto del doble movimiento de desterritorialización y reterritorialización encerrado desde los inicios del curso histórico concreto que siguió el proceso nacional de acumulación de capital y en su forma política.[3] En un segundo apartado, anclamos esta argumentación en dos procesos socio-territoriales concretos desplegados en contextos de avance del capital y en el marco de demandas por el reconocimiento de derechos. Se trata de las trayectorias de las comunidades mapuche Lof Llanquín-Antimilla, en la localidad de Comallo (departamento Pilcaniyeu), y Newen Mapu, en la localidad de Catriel (departamento General Roca); es decir, situadas de manera respectiva en dos zonas diferentes de la provincia: la meseta, donde las disputas son en torno a tierras destinadas a la cría de ganado menor (ovinos y caprinos) y, de manera incipiente, al desarrollo de industrias extractivas (en particular, la minería); y el alto valle y su periferia, donde los hidrocarburos se han constituido en el recurso central alrededor del que se disputa la tierra. Antes que analizar de forma comparada ambos casos, nuestro propósito es ilustrar dos maneras posibles en que el énfasis en la movilidad y en las trayectorias con eje en ella se revela potente para explicar territorialidades del pasado y del presente, unas que se entraman en las disputas actuales por la tierra. Por último, realizamos algunas formulaciones conclusivas.

Territorialidad, movilidad, lugar

Como dijimos en la Introducción, nuestra reposición de los procesos socio-territoriales tiene un punto de partida empírico y a la vez conceptual: la conquista militar de fines del siglo XIX constituyó un evento que estructuró, de ahí en más, las relaciones sociales en la Patagonia norte argentina (Pérez, 2016). Lo hizo, en tanto forma política del curso histórico concreto que siguió el proceso nacional de acumulación de capital, uno en el que la violencia estatal se erigió en potencia económica (Iñigo Carrera, N., 1988). La desterritorialización y reterritorialización que el capital –en los inicios de su acumulación, primero, y en su acumulación propiamente dicha, después– y el Estado –como forma directa o representante político del capital total de la sociedad (Iñigo Carrera, J., 2013; Müller y Neussüß, 2017)– pusieron en marcha resultaron en la ya mencionada configuración de fijaciones y movilidades diferenciales para los distintos sujetos sociales.

Para hacer inteligible este punto de partida, y nuestro desarrollo posterior, vale la pena revisar de forma sintética algunas de las maneras en que los procesos socio-territoriales, o más bien el espacio, el territorio, la territorialidad, la movilidad, el lugar, han sido concebidos desde distintas ciencias sociales, en particular desde la geografía y la antropología. En dichas ciencias se afirma de manera consensuada, desde fundamentalmente mediados de la década de 1980, que el espacio es necesariamente un producto social, antes que una vacuidad, un soporte natural o una materia inerte para el desarrollo de la vida social (Benedetti, 2011). Este consenso ancla, en gran medida, en los desarrollos de Henri Lefebvre, de quien Neil Smith dice es “el proponente más sólido, imaginativo y explícito de la producción del espacio, y hasta donde sé, fue él quien acuñó la frase” (2020, p.129). Ese consenso se inscribe, además, en el denominado giro espacial, en el redescubrimiento del espacio como una categoría a tener en cuenta en la explicación de los procesos sociales; uno que tiene en su base diagnósticos como el realizado por Akhil Gupta y James Ferguson (2008) para la antropología. En los noventa, referían que, en ella, el espacio era comúnmente sustraído del análisis, si bien era una disciplina en la que la espacialización atravesaba tanto la forma de concebir y recortar el objeto de estudio (expresada en la presunción de un isomorfismo entre espacio y cultura, y en la constitución del espacio en un plano neutro sobre el que se inscriben las diferencias culturales) como la forma de acercarse a ese objeto (expresada en el interés por la perspectiva local y en la realización de trabajo de campo).

En aquella afirmación respecto del espacio crítica de su concepción en términos absolutos ancla la concepción del territorio en los términos del producto, necesariamente histórico, de una específica apropiación y/o dominación social del espacio. Por cierto, así como se redescubría el espacio, también a mediados de los noventa se anunciaba “el retorno del territorio” (Santos, 2005). Con ello, en las últimas décadas se volvió central para la geografía y también para otras ciencias; difusión que ha sido acompañada de una enorme polisemia. Excedería ampliamente los propósitos de este trabajo detenernos en las diferentes líneas desarrolladas dentro de las concepciones críticas; sólo nos limitaremos a realizar algunos señalamientos más bien generales –a riesgo de ser esquemáticos–.

La que aquí nos interesa recuperar es la que tiene en su base una concepción materialista de la historia (y la geografía) que resulta en su atención al proceso de producción del espacio, en particular, bajo el capitalismo –en tanto el capital es la forma general de relación social en el presente (Iñigo Carrera, J., 2013)–. Cómo el capital produce el espacio –y, antes, la naturaleza– a su imagen y semejanza, cómo uno –y otra– son modos de existencia de aquél como parte del proceso de intercambio metabólico entre seres humanos y naturaleza es la contribución principal de Neil Smith (2020), en el marco de su elaboración de una teoría sobre el desarrollo geográfico desigual del capitalismo global. Antes, también David Harvey (2001) se interesaba por la cuestión de la organización espacial y la expansión geográfica como productos necesarios del proceso de acumulación de capital. Lejos de ser novedosas, estas elaboraciones remiten a la argumentación de Karl Marx (1968) según la que los seres humanos se diferencian de las especies animales al apropiarse de la naturaleza a través de su trabajo, produciéndose a sí mismos y también a la propia naturaleza en ese acto. Claro está que la especificidad de esa producción –hasta allí, general– responde a la forma social concreta que asume el proceso de trabajo. En Latinoamérica, es Milton Santos quien, ya hacia fines de la década de 1970, pone el énfasis en el proceso de producción del espacio, en el momento en que la sociedad se apropia de la naturaleza; proceso que asume un carácter global y, a la vez, localmente diferenciado (Zusman, 2002). Dice esta autora que, en el desarrollo de Santos, “la visión del espacio como una construcción social no pone en duda su carácter material y evidente: el espacio existe, él es «la materia trabajada por excelencia»” (2002, p.210). Es así como, en los noventa, introduce la noción de territorio usado, utilizado por una población dada (Santos, 2000). Es justamente el uso lo que lo transforma en objeto del análisis social.

Ahora bien, aquel proceso de apropiación y/o dominio social del espacio, al que se denomina territorialización (Haesbaert, 2013), encierra de un lado la desterritorialización, que remite a la destrucción de territorios, a “la separación de actores y relaciones sociales de ciertas geografías”, como dice Gastón Gordillo (2010, p.210), y del otro la reterritorialización, que refiere a su reconstrucción sobre bases nuevas.[4] Mucha de la literatura antropológica producida sobre ese proceso, uno concomitante, puede ser leída haciendo foco en las maneras en que él se imbrica en la producción de sujetos colectivos. Autoras y autores se detienen en el análisis de proyectos políticos y de vida con base en el territorio a través de abordar, no sólo las prácticas materiales que producen el espacio, sino también las representaciones que los sujetos hacen del espacio o los significados que le otorgan desde su experiencia, y por último, las subjetividades que construyen en el marco de aquellos proyectos (Bello, 2011; Gordillo, 2004, 2010; Pacheco de Oliveira, 2010; Vivaldi, 2010).

Si el proceso de territorializacion es uno en su concomitancia, las territorialidades que se entraman en él son muchas y diferentes. Entre quienes se alejan de su reducción a un comportamiento innato, instintivo o genéticamente determinado, Robert Sack considera la territorialidad como “el intento de un individuo o grupo orientada a influir, afectar o controlar objetos, personas y sus relaciones, a través de la delimitación y ejerciendo control sobre un área geográfica” (1983, p.56). Por su parte, en Claude Raffestin (2011) la territorialidad tiene un sentido más amplio: refiere al conjunto de relaciones mantenidas con el territorio. De modo que una concepción extendida de la territorialidad la identifica con el control de recursos y el acceso a su uso (Vandergeest y Peluso, 1995), a la manera de una estrategia definida por y a partir de relaciones sociales en general y de poder en particular. Al respecto, a lo que consideramos debemos atender es, no sólo a la desigual posición ocupada por los sujetos sociales en esas relaciones, sino también y principalmente a que se trata de unos sujetos cuya existencia social está dada por su carácter de portadores de determinadas relaciones económicas.[5]

Ahora bien, si la territorialidad puede ser construida en la fijación también puede serlo en el movimiento. Es decir, la movilidad no define necesariamente la condición de desterritorialización y la fijación no significa sólo territorialización (Haesbaert, 2013). La preocupación por la movilidad en tanto configuradora de un paradigma en la antropología y otras ciencias sociales parece relativamente reciente (década de 2000) (Scheller y Urry, 2006). No obstante, la movilidad en sí misma, y los territorios construidos a través suyo, no lo son –aunque hoy esa movilidad pueda tener otro grado (otra velocidad, otra intensidad) y el territorio otra naturaleza (discontinua, fragmentada, superpuesta)–. Sí hay algunos aspectos de los análisis críticos de la movilidad que nos interesa recuperar aquí. Primero, el socavamiento del sedentarismo presente en muchos estudios de la geografía, la antropología y la sociología, que identifica la estabilidad con la normalidad y el movimiento con la excepción, y que iguala lugar con autenticidad e identidad (o del nomadismo que celebra lo opuesto); a él contraponen el énfasis en las conexiones entre geometrías de poder locales y globales. En segundo lugar, la atención a las maneras en que la movilidad está materialmente anclada en procesos económicos y políticos; es mediante éstos que las personas están limitadas, emplazadas, permitidas u obligadas a moverse. Tercero, el énfasis en que la movilidad implica mucho más que un simple movimiento o desplazamiento físico, dado que es uno infundido con significados atribuidos por una/o misma/o y atribuidos por otras/os; en síntesis, la movilidad es una construcción sociocultural experimentada e imaginada (Salazar, 2017; Scheller y Urry, 2006).

Sobre estas bases teóricas, la estrategia metodológica seguida para la reconstrucción que emprendemos de los desplazamientos (de personas, familias, comunidades) condicionados por el curso del proceso nacional de acumulación de capital y su forma política se funda, primero, en un trabajo en colaboración que aúna intereses de investigación y motivaciones personales y políticas, en este último caso, en el contexto de la construcción de sentidos de pertenencia específicos y de la reivindicación de un territorio propio. Segundo, aquella estrategia encuentra en el enfoque etnográfico (Guber, 2001) una herramienta privilegiada, de modo de recuperar para el análisis no sólo los sucesos contenidos en las trayectorias de movilidad sino también los marcos de interpretación activados en las memorias sobre la experiencia de desplazamiento. Claro está, sin dejar de dar cuenta de las múltiples relaciones que se hilvanan a lo largo de esas trayectorias en tanto se inscriben en procesos económicos, políticos, sociales de carácter histórico y de mayor alcance. En síntesis, se trata de un diseño de investigación que avanza en el conocimiento de los aspectos cotidianos y localizados de la experiencia a través de la recuperación de los sujetos sociales, de sus prácticas y construcciones de sentido, en sus vínculos de condicionamientos objetivos (Achilli, 2005).

Entonces, para reconstruir las trayectorias de movilidad el diseño comprendió la realización de trabajo de campo, desplegando instancias de observación participante en eventos cotidianos y extraordinarios y de entrevista semi-estructurada en sucesivos encuentros sostenidos de manera presencial y a través de tecnologías digitales. En dichas instancias desplegamos también métodos propuestos para el estudio de las movilidades (Sheller y Urry, 2006), como el empleo de cartas, imágenes, objetos que permitieran activar memorias en el presente, interpretando sus contextos de producción. Asimismo, aquella reconstrucción ha sido mediante el desarrollo de trabajo en archivos públicos y propios de las comunidades (en particular, la consulta de expedientes de tierras y legislativos), y en distintos medios de comunicación locales y regionales. Por último, utilizamos la técnica de la cartografía social para la elaboración de mapas construidos a partir del diálogo, la memoria, las representaciones subjetivas, el conocimiento social sobre el espacio (Chapin, Lamb y Threlkeld, 2005; Diez Tetamanti y Escudero, 2012; Salamanca y Espina, 2012). Al considerar estas cartografías, así como las narrativas, es importante advertir que revisitar el pasado a partir de relatos elaborados en el presente conlleva una lectura desfasada en términos temporales de los sucesos a que refieren, una que contiene mucho del tiempo en el que esas narrativas y cartografías se producen (Bacci y Oberti, 2014).

La reconstrucción de los desplazamientos repone los lugares que se identificaron como significativos en el desarrollo de la investigación, así como los significados atribuidos a esos lugares (Gupta y Ferguson, 2008). Si el lugar constituye un entramado de relaciones sociales delineado por el movimiento –antes que un punto geométrico en el espacio, una localización, un sitio, esencialmente estático, contiguo, de límites precisos, homogéneo, no conflictivo–, lo que nos importa es cómo esas relaciones se articularon en determinados momentos como lugares. Es decir, cómo configuraron “eventos espacio-temporales” consistentes en una constelación de trayectorias (múltiples, contrastantes, antagónicas, siempre cambiantes y con la dominancia de alguna de ellas) inserta en geografías más amplias que trascienden la localidad (Massey, 1994, 2005, p.130). Se trata de una reposición relevante para quienes, desde las territorialidades construidas en el presente, narran, cartografían y, al hacerlo, producen sentidos sobre sus largas trayectorias individuales y colectivas de movilidad.

Las movilidades en la trayectoria de la comunidad Lof Llanquín-Antimilla[6]

Hacia mediados del siglo XIX, en un contexto de crisis del modelo agroexportador sobre el que se sustentaba la economía nacional chilena, se impuso la ocupación de la Araucanía, en manos del pueblo mapuche. Luego de las campañas de conquista militar (Pacificación de la Araucanía, 1861-1884), las tierras al sur del río Biobío fueron incorporadas al fisco de Chile, destinadas a colonos extranjeros y nacionales, y repartidas a través de remates, conformándose grandes propiedades. Por su parte, a la población mapuche se le entregó títulos de merced sobre pequeñas porciones, muchas veces restringidas a las tierras de labranza próximas a las casas y dejando por fuera aquellas otra ocupadas para pastoreo, extracción de leña y recolección de frutos (Bengoa, 2004). En síntesis, de manera similar a lo sucedido en nuestro país, fueron corrientes allí la distribución de las tierras consideradas públicas y el despojo de quienes históricamente las ocupaban, como expresión de su puesta en producción capitalista. Apuntábamos anteriormente que el capital y el Estado desterritorializan las formas de producir la vida social preexistentes y las reterritorializan según su propia dinámica.

Sobre la base de ese proceso, ocurrieron los desplazamientos de población desde un lado al otro de la cordillera. Entre ellos, el de la familia Antimilla, en la década de 1910, desde la provincia de Cautín de la IX Región (véase Figura 1). Según cuenta Elías, el recorrido emprendido por su bisabuelo paterno Saturnino, su bisabuela Ángela, sus hijos e hijas a través de los pasos cordilleranos insumió meses, durante los que enfrentaron las condiciones del terreno y del clima, así como la pérdida de animales. Sobre la base de un conocimiento previo y una red de relaciones también previas, que habilitaron el acceso a o la detención en sitios particulares, ese recorrido construyó y conectó lugares: San Ignacio, paraje distante unos 60 km de Junín de los Andes (Territorio Nacional del Neuquén), donde se asentó la gente de Manuel Namunkura (Cañuqueo, 2005); Pilquiniyeu del Limay, por entonces en cercanías de la confluencia de los ríos Limay y Collón Cura (Territorio Nacional del Río Negro), donde coincidió distinta gente desplazada luego de las campañas militares y como consecuencia de la expansión de estancias para el desarrollo de una ganadería (vacuna y ovina) capitalista (Radovich y Balazote, 1990);[7] Comallo Abajo (Territorio Nacional del Río Negro), donde se ubicaron.

Por cierto, en ese último paraje ubicado a unos 15 km al norte del pueblo de Comallo, fundado en 1918 a 115 km al noreste de la ciudad de San Carlos de Bariloche, se asentó uno de los hijos de Saturnino, Nicolás. Fue central para la ocupación la posibilidad de poner la tierra en producción sobre la base, en particular, de la disponibilidad de agua. Pero esas mismas condiciones naturales del suelo, unas favorables, resultaron en que esas tierras fueran también objeto del avance de otros sujetos. Entre ellos, los hermanos españoles que, inicialmente dueños de una casa comercial,[8] ocuparon luego una chacra con cultivos de alfalfa, para lo que se apropiaron de tierras y levantaron sucesivos alambrados. De resultas, los Antimilla fueron compulsivamente desplazados, por quienes contaban con un mayor capital, de su asentamiento en una chacra cercana al arroyo Comallo a una zona de rocas, Cañadón Bonito. Limitados en la posibilidad de continuar con la producción hortícola, adoptaron la cría extensiva de ganado menor como práctica económica dominante:

[…] mi abuelo se había asentado en ese lugar, Comallo Abajo, más pegado al arroyo, donde en su momento se armaron un montón de chacras, todo esto es chacra, chacra, hasta donde se pudo porque el terreno daba. Y de ahí es donde los corren […]. Entonces, cuando los corrieron de ahí no se pudieron quedar en una zona cerca del arroyo porque era un lugar que ya estaba siendo ocupado por otra gente. […] lo que fue quedando era alejarse de la zona del arroyo, del agua, y ahí dedicarse a otra cosa, digamos, que es la opción de criar cabras.[9]

Fuente: Elaboración propia.

Figura 1 Desplazamientos de la comunidad Lof Llanquín-Antimilla 

Lejos de constituir Cañadón Bonito un destino final, ocurrió el desplazamiento a zonas más marginales aún en cuanto a sus condiciones naturales para la producción. En este movimiento intervinieron otras motivaciones personales y familiares igualmente significativas, aunque no tan claramente expuestas. Quedaron, entonces, a unos 5 km del pueblo de Comallo, donde se crió Francisco, hijo de Nicolás:

Se cría mi papá acá. Después mi papá, ya siendo grande, y empezó a tener más animales y demás, se queda en este lugar y lo conserva. Al lado está su primo, toda la zona está familia de él. Por ahí cerca hay una familia, que con ellos se ve que se conocieron acá en el Limay, muchos de los que llegaron acá se habían conocido acá en el Limay. Entonces, […] se trata con alguna gente de ahí del lugar que son familia, pero no tienen nada que ver, nada que ver hablando de lo consanguíneo, tiene mucho que ver en la historia de vida. […] muchos de los que armaron su casa en este, en esta zona de piedras acá algunos son familia, primos, otros no son nada, pero sí son, porque vienen de este recorrido.[10]

Es decir que la experiencia de movilidad compartida proveyó los términos –además de los meramente genealógicos– para el despliegue de las tramas de relacionamiento (Carsten, 2000) que entraron en juego, como un elemento significativo, a la hora de la ocupación de ese lugar. Los vínculos de parentesco, vecindad y amistad mediaban, también, en la organización del trabajo, guiando la cooperación en las tareas productivas, el uso compartido de las tierras de pastoreo, el acceso a las aguadas, el préstamo de insumos y herramientas para el proceso productivo. Pero, a la par de la recreación de aquellas relaciones, se operó una progresiva, aunque inconclusa, separación de los medios de producción: la cría de ganado y el cultivo en las propias tierras eran concomitantes con la ocupación estacional en la esquila en campos de mayor tamaño, las ya mencionadas estancias de la zona, evidenciando un proceso de creciente proletarización.

Otro elemento de importancia en aquella ocupación fue su realización a través de la identificación de mojones referenciados en elementos de la naturaleza (la piedra grande, el cerro mirador, la aguada escondida), unos que no necesariamente establecían límites, ya que se trataba de campos abiertos en los que el tránsito se revelaba sin restricciones. Es claro que los mismos elementos intervenían al momento de nombrar los parajes, unos configurados en el anclaje y entramado, a la manera de un evento-lugar, de distintas trayectorias individuales, familiares, comunitarias que, en tanto compartidas, crean sentidos colectivos de pertenencia incluso en el presente (Cañuqueo, Kropff y Pérez, 2015), expresando una territorialidad singular.

Ahora bien, los desplazamientos entre parajes, entre los de la cuenca del arroyo Comallo y los de la cercana cuenca del río Pichileufu, marcaron asimismo la trayectoria de la familia Llanquimil. Refiere Elías que su bisabuelo materno Domingo, también nacido en la provincia de Cautín de la IX Región, ocupaba hacia la década de 1920 un campo en el paraje Neneo Ruca, en el tramo superior del arroyo Comallo, a unos 20 km al sur del pueblo. Su hijo Andrés casó con Rosa, cuya familia, en un principio comprendida en las tierras de la concesión otorgada por el Estado nacional al cacique Juan Andrés Antemil y su tribu,[11] había sido luego desplazada desde Arroyo Blanco por el dueño de una casa comercial instalado en el paraje. Dedicado, también, a la ganadería, presionaba y encerraba a los pobladores vecinos en porciones de tierra cada vez menores, para que liberaran los campos y le vendieran sus mejoras –personificando, así, la ya señalada conjunción entre capital mercantil y propiedad territorial–. De esta manera, conformó una estancia de cerca de 16.000 ha, en cuyo interior hay infinidad de taperas que indican los puestos de los antiguos pobladores (Cano y Pérez, 2019).

El avance de terceros que mensuraban y alambraban motivó, asimismo, los intentos individuales realizados por Andrés para regularizar la situación precaria de tenencia de la tierra. Finalmente, en 1971, les fue otorgado a sus sucesoras/es un permiso precario de ocupación y, en los noventa, obtuvieron el título de propiedad. Con esto, las prácticas de arrinconamiento de las que habían sido objeto tanto por parte de un español que contaba con una casa de comercio y animales en tierras lindantes, como por parte del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA) que luego las adquiriría,[12] encontraron un freno. No obstante, el alambrado, propio de aquellas prácticas y de la titulación de las tierras, se constituiría –de manera respectiva– en mecanismo del despojo de la tierra y en elemento disruptivo del manejo del ganado que demarcaba el espacio en el que cada uno repuntaría sus animales a partir de los elementos de la naturaleza presentes. En otras palabras, fueron objeto de desarticulación la lógica de vinculación con la tierra, la forma del proceso de trabajo, el vínculo con el territorio, como hechos de desposesión propios del movimiento de desterritorialización encerrado en el desarrollo de las relaciones capitalistas de producción.

Con el tiempo, la familia Llanquimil mejoró la vivienda, construyó galpones y corrales, aumentó las cabezas de ganado, hizo mejoramiento genético de las majadas. Si bien todas ellas pueden ser vistas como expresiones de una fijación a la tierra, el movimiento no fue clausurado: de manera progresiva, fueron estableciendo su residencia en una casa en el pueblo de Comallo, donde realizaban trabajos asalariados y accedían a los servicios básicos (educación, salud). Una vez instalados allí, se volvieron corrientes las movilidades entre el pueblo y los parajes los fines de semana: al campo de los Llanquimil, al de los Antimilla, o bien a la chacra de los Llanquín (con quienes estaban emparentados). Pero los campos de la zona no sólo se vaciaron de población que residiera en ellos de manera permanente sino también de animales: entre 1984 y 2013, la población descendió del 91% al 46% y el stock de animales menores cayó un 78% (Muzi y Losardo, 2015):

Estuvieron ahí hasta viejitos, se quedaron con unas chivas, unas ovejas, y estaban viviendo muy mal […]. Aguantaron los viejitos hasta el último, y después trataban de dejar algunos animales. Pero ya entraron en otro, en otra forma de administrar el lugar. Terminó yendo, dejando de vivir ahí, se iban al pueblo […] no daba, no daba para vivir, porque, digamos, son, todo ese sector es muy árido. […] es inviable ahora, es inviable porque no hay pasto, hay menos agua […]. De hecho, lo que hay ahora es chivas en esos lugares, y con la modalidad esta, tiene unas chivas, las van a ver en el día, y la gente no se queda ahí viviendo. De hecho, algunos familiares de esta gente que históricamente vivieron ahí, y que son más jóvenes, tienen otros trabajos. Y en realidad, o sea, ellos saben que ese lugar es como ‘bueno, tengo algunas chivas, conservo ese lugar, si puedo saco algo’, pero imposible vivir de eso. Tienen otros trabajos, lo que fuere. Es como otra lógica, ya ese lugar no…[13]

Las condiciones materiales y hasta naturales de la producción han cambiado. Si bien la privación de medios de vida no ha sido total, pues las tierras siguen –en gran medida, de manera precaria– en sus manos, aquel cambio ha determinado que formas de organización del trabajo social anteriores sean cada vez menos viables para reproducir la propia vida. De ahí que los desalojos, los alambrados de las tierras y su corrimiento, y los arrinconamientos de las familias en parcelas pequeñas resulten ya no en movilidades entre unos campos y otros, o hacia núcleos de población y servicios locales (pueblo de Comallo), sino en movilidades del campo a los centros urbanos (ciudad de San Carlos de Bariloche) en búsqueda de mejores condiciones de trabajo y de vida. En la provincia de Río Negro en general, y en la zona de meseta en particular, se registra una tendencia a la pérdida de población rural en términos absolutos y relativos, y a la disminución de la población rural dispersa de manera más intensa que la población rural aglomerada (Kropff et al., 2019). Si, en un primer momento, se trató de una movilidad acotada en el tiempo, ésta sedimentó, luego, en una estadía permanente en San Carlos de Bariloche, en sus barrios populares, al constituirse esta ciudad en lugar de estudio, trabajo y residencia. Sin embargo, no se trata de una movilidad con una sola dirección.

En 2011, en el marco de la implementación de la Ley Nº 26.160 de Emergencia en materia de posesión y propiedad de las tierras que tradicionalmente ocupan las comunidades indígenas originarias del país, se relevó técnica, jurídica y catastralmente la situación dominial del territorio ocupado de manera tradicional por la comunidad Lof Llanquín-Antimilla.[14] La asunción, por parte del colectivo familiar, de la forma de comunidad encontró dos motivaciones. Por un lado, fue el producto del encuentro de quienes transitaron sus vidas en el campo, pero también en pueblos y ciudades de la zona o más alejadas aún. Por otro, fue el resultado de la necesidad de sostener una forma de vida ante la amenaza concreta de pérdida de las tierras en manos de privados con vínculos con el poder local. En este sentido, la comunidad constituye una figura posible, legible, reconocible y reconocida para, al menos, tres propósitos: la producción de sentido con relación a la propia experiencia, la visibilización de la presencia del colectivo y su inscripción en el espacio, y la reafirmación territorial en contextos de conflicto. Lo que resulta claro es que el proceso de constitución formal de esta comunidad ocurre en el marco de la reivindicación de una subjetividad y un territorio diferenciados, en el contexto del recorte de los pueblos indígenas en una ciudadanía particular, con derechos específicos, como forma de administrar –desde los ochenta en adelante– las diferencias culturales sobre la base de su reconocimiento y promoción –y no de su exclusión o disolución– (Bello, 2009; Coulthard, 2014), una forma propia de los Estados en su carácter neoliberal.

El territorio que la comunidad delimitó como de ocupación tradicional comprende unas 641 ha. Es un territorio de carácter discontinuo, resultante de su construcción a través de la movilidad; en tanto tal, reconoce dos porciones diferenciadas, unidas por la ruta nacional y los caminos vecinales que las conectan. Una de ellas es la chacra de los Llanquín, ubicada sobre la orilla del arroyo Comallo, donde crecían los cultivos de alfalfa; la otra es la zona de pedrerío donde quedó la familia Antimilla tras los sucesivos desplazamientos. Sobre este territorio la comunidad demanda un título comunitario. Esta demanda no es invalidada por la simultánea posesión de un título de propiedad individual sobre las tierras ocupadas por la familia Llanquimil, producto de la política de Estado que de manera preferente reconoció individuos a la hora de fijarlos a la tierra (Cañuqueo, Kropff y Pérez, 2015). Y esto, porque una y otra configuran dos formas jurídicas y políticas de unas mismas trayectorias individuales y colectivas que, en su desarrollo, han encerrado la posibilidad de la existencia de distintas territorialidades en las que la movilidad se revela una práctica constituyente y constitutiva.

Las movilidades en la trayectoria de la comunidad Newen Mapu[15]

Los primeros integrantes de la comunidad Newen Mapu de los que se tiene recuerdo provienen del norte de la actual provincia de Neuquén. Cuenta la lonko (autoridad comunitaria) Rosa Quintana que en la zona rural de Taquimilán, a unos 15 km de Chos Malal, nació Delmira, su abuela, alrededor de 1910 (véase Figura 2). En ese momento, el desarrollo del proyecto político de territorialización del Estado argentino era aún incipiente en el norte del entonces Territorio Nacional del Neuquén, en vinculación con tres formas de avance del capital. Mientras que en el área de confluencia de los ríos Limay y Neuquén se desarrollaba la producción agrícola con destino a los mercados interno y externo, con utilización de mano de obra familiar y asalariada, en la zona sur la principal actividad era la ganadería extensiva realizada en grandes estancias que empleaban trabajadores asalariados de tipo permanente y estacional. En el resto del Territorio persistían formas de producción como la agricultura de subsistencia y la ganadería trashumante, realizadas por pequeños productores en tierras fiscales (Mases, 1995). La trashumancia comprendía el desplazamiento estacional entre los campos bajos y áridos de invernada y los valles altos, con mejores pasturas, de las veranadas cordilleranas. Es así como esta práctica económica implicaba un patrón de asentamiento y movilidad que implicaba contar durante el año con dos y hasta tres espacios habitacionales (de invernada, de veranada y, en ocasiones, uno intermedio de primavera) (Padín, 2019):

Cruzábamos para el otro lado [de la cordillera del Viento] para ir a la veranada, porque ahí veranábamos nosotros y nos íbamos caminando con mi prima. A veces demorábamos un día, a veces demorábamos horas y llegábamos hasta la cordillera del Viento. Nosotros lo que teníamos era que llegar al lindero y después, vuelve así, había que bajar de a pie. La cordillera del Viento era la más alta. Después está la cruzada del Tucuyu. Ahí es donde hay una parte que le llaman la… ay, ahora no me voy a acordar… las ramadas, porque hay como unas ramadas muy bonitas.[16]

A la vez que vinculada a una práctica económica, esta movilidad producía instancias de encuentro con parientes y otras personas no cercanas. Las ramadas, unas estructuras construidas con techos de coirón, generalmente de carácter provisorio, se constituían en lugares de reunión donde se entretejían redes de socialización (Silla, 2011). A modo de ilustrar el entramado social que daba carnadura a esos lugares, Rosa evoca que sus abuelos paternos se conocieron mientras hacían la veranada:

Ahí se conocieron y se pusieron de novios. Formaron su familia y nacieron mi padre y mis dos tíos mayores en ese lugar. Ellos se casaron en la cordillera del Viento. Hoy es un lugar turístico y, en ese entonces, era un lugar de paso.[17]

Fuente: Elaboración propia.

Figura 2 Desplazamientos de la comunidad Newen Mapu 

La fijación a la tierra de una población rural dedicada a la ganadería trashumante fue una de las preocupaciones nodales de la administración estatal en la zona centro y norte del Neuquén. Al respecto, Liisa Malkki (1992) analiza la metafísica sedentaria como una territorialidad propia de los Estados nacionales, una que se funda en el establecimiento de una relación naturalizada entre personas y lugar, apelando a metáforas botánicas, y que valora negativamente y condena en términos morales el desplazamiento territorial, concibiéndolo como patológico. Fue desde esta lógica que la forma de movilidad tradicional de la población comenzó a verse tempranamente como un problema de Estado. El tránsito a ambos lados de la cordillera, uno sobre el que no se tenía control, y que era realizado por ocupantes sin título de tierras fiscales con sus respectivas familias y rebaños de animales para su subsistencia, no sólo era representado como un peligro; también imposibilitaba la imposición tributaria, justamente por su carácter móvil. La necesidad del arraigo se expresó, en las primeras décadas del siglo XX, en la implementación de diversas disposiciones para regular la actividad trashumante: se establecieron la determinación de las fechas en que sería permitido llevar el ganado a las veranadas y aquéllas en que podrían retornar a las invernadas, el cobro de impuestos o multas, y el despliegue de políticas de erradicación caprina (Silla, 2010). De resultas, esta norma de la fijación promovida desde el Estado no hizo sino alterar la organización económica, política, social de la población local.

Del otro lado, los diversos mecanismos legales puestos en práctica luego de las campañas militares (Conquista del Desierto, 1878-1885) resultaron en que, ya para las dos últimas décadas del siglo XIX, el 83,8% de la superficie del Territorio Nacional del Neuquén hubiera sido distribuido a propietarios privados (Blanco, 2007). En la zona de Taquimilán, esto se tradujo en la concentración de grandes extensiones de tierras en pocas manos. En particular, se otorgaron en concesión 65.000 ha, que constituían la invernada de pobladores trashumantes, a la firma Mallman & Cía.; poco después, fueron transferidas a Luis Cahen D’Anvers y Carlos Frendelburg (Blanco, 2007). Con esto, los pobladores también vieron jaqueada la posibilidad de realización de su principal forma de sustento, la producción ganadera.

A partir de la década de 1930, en consonancia con la crisis de acumulación de capital a nivel mundial y con el inicio del desarrollo de ese proceso a nivel nacional, se impuso el límite para la circulación de personas y bienes entre los Estados argentino y chileno. Por supuesto, esto impactó en las prácticas de pastoreo y comercialización. De igual manera lo hizo la posterior sanción de legislación que reguló el uso de las tierras fiscales en general y de veranada en particular, que estableció la necesidad de contar con un permiso, personal e intransferible, para la utilización temporaria de los campos de veranada hasta tanto se definiera su adjudicación (Bendini, Tsakoumagkos y Nogues, 2005). Pero, de manera paradójica, la fijación, una precaria en términos dominiales y amenazada de manera constante, provocó nuevas movilidades de esos pobladores que se veían impelidos a buscar trabajo asalariado. Su camino hacia la proletarización conllevaba desplazamientos hacia los núcleos productivos emergentes (Cano y Pérez, 2019).

La minería fue uno de ellos. Su auge, en el norte neuquino, fue hacia fines de los treinta y principios de los cuarenta, en respuesta a la necesidad de satisfacer las demandas de una industria nacional en expansión. En la zona de Taquimilán y sus alrededores se instalaron los principales productores de minerales (carbón, asfaltita, rafaelita, baritina, entre otros). Se trataba de empresas de capital nacional y extranjero que explotaron las minas de Santa Marta, San Eduardo, La Riqueza, Fortuna, La Esperanza, Curaco, Auca Mahuida y La Escondida, entre otras. Bernabé, casado con Delmira, trabajó desde la década de 1940 en la mina de carbón San Eduardo, lo que implicó el traslado de la familia desde el campo hacia el campamento. Esta mina, perteneciente a la empresa de capitales alemanes Tungar Sociedad Anónima Minera, estaba ubicada sobre la margen oeste del río Neuquén, a 20 km de Taquimilán. Debido a la gran afluencia de obreros que llegaron al lugar y luego al arribo de sus familias, se formó un pueblo de más de 5.000 personas que dependía exclusivamente de la extracción del carbón (Rafart, 1998). Según este autor, la empresa asumió un poder casi omnímodo, siguiendo el modelo de Sistema de Fábrica y Villa Obrera que organizaba la vida de los pobladores.[18] Además de ofrecer bajos salarios y condiciones habitacionales precarias –en particular, a los trabajadores de menor calificación–, la empresa regulaba los precios de los alimentos y la vestimenta así como el acceso al agua e, inclusive, cumplía con la tarea de registro civil:

Los bautizaron a todos en esa minera. Entonces contrataron a mi abuelo que es una mina de carbón, San Eduardo se llama. Recién ahí pudieron asentarla [a la abuela Delmira], ahí tuvo su primer documento y dice que ella era “señorita” así que tampoco está con la fecha que nace. La asentaron el día que la llevaron a la minera y la bautizaron.[19]

No sólo se produjo una fijación material al campamento, sino también una identitaria a la nación. En este sentido, Rogério Haesbaert (2011) plantea que toda relación mediada por el territorio es también generadora de identidad, en este caso nacional, ya que distingue, separa y, al separar, de algún modo nombra y clasifica a los sujetos.

En 1945, la empresa Tungar fue intervenida por la Junta de Vigilancia y Disposición de Propiedad Enemiga y expropiada por Yacimientos Carboníferos Fiscales (YCF), propiedad del Estado nacional. En 1951, tras una explosión de gas metano, un turno completo de obreros quedó sepultado en los túneles de San Eduardo. En poco tiempo, la mina dejó de producir (Lator, 1998). Con el cierre, algunos de los trabajadores y el equipamiento fueron transferidos a los distintos lugares donde la empresa nacional tenía sus explotaciones, como Río Turbio (provincia de Santa Cruz), y otros trabajadores fueron despedidos. Este último fue el caso de Bernabé, con lo que la familia debió abandonar el campamento en busca de trabajo:

Mi abuela no habla mucho de eso, pero mi papá ya había nacido y tenía ocho años. Él recuerda y dice que, de repente, estaban a arriba de un tren y fueron hasta un lugar que creo que era hasta Zapala. Los subieron ahí [en el vagón de carga] donde traían carbón y de ahí llegaron a Cinco Saltos [provincia de Río Negro] a trabajar las chacras.[20]

La llegada fue al alto valle de Río Negro donde, por entonces, estaba en auge la producción frutícola. En Allen, nació Rosa. La familia se instaló inicialmente en la zona rural hoy conocida como área de concesión petrolera Entre Lomas. Allí, se dedicó a la labor agrícola, ganadera y de producción de leña para su posterior venta en Cinco Saltos. Pero, a mediados de 1970, Audorindo, su padre, consiguió trabajo en una empresa de Catriel y, por esa razón, se desplazaron nuevamente asentándose en esa localidad.[21] Para entonces, la explotación de hidrocarburos de carácter convencional, iniciada a principios de los sesenta, ya estaba consolidada y en su momento de mayor producción (Tagliavini, 1999). Incluso, esta industria le otorgaba sustento a una nueva identidad para el lugar: de colonia mapuche a pueblo petrolero (Mombello y Spivak, 2019). De manera paralela a este desarrollo de la producción hidrocarburífera, que otorgaba derechos de exploración y explotación de los recursos del subsuelo a distintas empresas estatales, privadas y mixtas, y empleaba a migrantes internos y limítrofes como profesionales y mano de obra calificada o bien de baja calificación, se inició un proceso de revitalización agroindustrial, promovido por la acción privada en las inmediaciones de Catriel. En este contexto, los miembros de la comunidad se trasladaron hacia la periferia de la ciudad de Catriel, cuando su escala era todavía pequeña. Llegaron a tener, allí, un corral con animales. Pero el crecimiento poblacional exponencial en que se expresó la expansión de la industria hidrocarburífera resultó en que el ejido urbano se fuera ampliando, con lo que las tierras dejaron de ser progresivamente aptas para la cría de animales y fueron objeto de la generación de otros proyectos productivos y recreativos.

Fue entonces que la comunidad Newen Mapu se instaló de manera definitiva en el puesto Rincón del Indio. Este territorio, que ocupa tradicionalmente desde los años ochenta, está ubicado en una parcela rural al noroeste del ejido urbano de Catriel, sobre la costa del río Colorado. Se trata de tierras fiscales municipales y provinciales. Allí, se dedican a la cría de animales (chivas, caballos, vacas, pollos) para consumo familiar y, en menor medida, para la venta. El campo no cuenta con los servicios básicos de agua potable, electricidad o gas natural, por lo que la mayoría de los integrantes de la comunidad residen en la ciudad. Si bien la comunidad está registrada, desde 2017, con personería jurídica de carácter provincial, hay otros dos aspectos reveladores en mayor medida de su práctica de ocupación tradicional del territorio. El primero está vinculado a la forma de su acceso a la tierra:

Para mi padre la palabra tiene valor. Y hasta el día de hoy, lo que usted le dice, es como un sello, como una firma. Él cuándo llegó ahí [a Catriel] habló con un ingeniero del Departamento de Aguas que ya no está […]. Le preguntó si había alguien ahí y el ingeniero le dijo que no: ‘quédese tranquilo que acá nadie lo va a molestar’. Él hasta el día de hoy está con esa palabra.[22]

Es decir que la palabra asume el carácter de hilo con el que se tejen las relaciones sociales constitutivas del territorio, en tanto fundamento de acuerdos, negociaciones y compromisos que vinculan a las personas entre sí y a éstas con los seres no humanos con los que lo cohabitan, sobre la base del cuidado mutuo, la escucha atenta y el respeto (Ramos y Cañuqueo, 2016). La sanción del libre tránsito por el territorio de humanos y no humanos, en tanto conceptualización que permea las maneras de apropiarse de y ocupar el espacio, es el segundo de los aspectos propios de aquella práctica. Aquí también, el alambrado pone de manifiesto la imposición de una lógica que expresa, ya al capital, ya al Estado. Sobre esta base, la comunidad no ha alambrado su territorio, referenciándolo en elementos de la naturaleza –aunque algunos revelen ya su apropiación y producción–: el límite superior de la barda, el canal de riego sobre el río, la isla seca, entre otros. En síntesis, las memorias sobre las formas de ocupar el espacio se ofrecen como un marco de interpretación compartido desde el cual establecer continuidades con territorialidades pasadas, que legitiman la producción de las del presente.

A modo de conclusión

Decíamos, en la Introducción, que el interés por los procesos socio-territoriales que se encuentran en la base de las disputas actuales por el acceso, uso y propiedad de la tierra en la provincia de Río Negro encuentra un objeto de indagación en los desplazamientos (de personas, familias, comunidades) condicionados por el curso del proceso nacional de acumulación de capital y su forma política. En particular, en los tránsitos desplegados en su marco –en muchos casos, desde parajes rurales hacia las periferias de las ciudades de la región norpatagónica– y en los lugares que se producen y conectan a través suyo. Y adelantábamos nuestro argumento: que las territorialidades pasadas y presentes comprendidas en esas trayectorias, y entramadas en aquellas disputas, son inteligibles en mayor grado si se coloca a la movilidad en el centro del análisis. Es sobre la base de ese argumento, y a partir de la revisión de algunas contribuciones que desde distintas ciencias sociales se realizaron para el entendimiento de los procesos socio-territoriales, que emprendimos la reposición de dos trayectorias particulares, las de las comunidades mapuche Lof Llanquín-Antimilla y Newen Mapu. Nos guió, en suma, el ánimo de ilustrar dos maneras posibles en que aquel énfasis se revela potente para explicar las territorialidades tanto en la actualidad como en clave histórica.

En esas trayectorias ya sintónicas, ya discordantes, identificamos que la movilidad se revela con un doble carácter. Por un lado, se manifiesta múltiple. Desde la incorporación de las personas y familias a los Estados argentino y chileno hasta el proceso de constitución formal como comunidades, el desplazamiento no fue uno solo. Además de muchos, fueron unos desplazamientos sucesivos, no necesariamente unidireccionales, acaecidos en el campo, traspasando lo que luego serían fronteras nacionales, dentro y entre jurisdicciones entonces territorianas distintas, entre parajes rurales, entre los parajes y los pueblos, desde el campo a la ciudad, y entre la ciudad y el campo. En todos los casos, ya consistieran en desplazamientos entre grandes distancias, o bien a pequeña escala, cotidianos, se trató de unos constitutivos de lugares significativos (i.e. parajes, comunidades) producidos y conectados de manera individual y/o colectiva.

Pero en esa producción y conexión, en tanto forma específica de apropiación, ocupación y conceptualización del espacio, no intervinieron sólo las trayectorias de personas, familias y comunidades, sino que también se articularon, dando forma al entramado de relaciones sociales delineado por el movimiento, otras trayectorias, la del capital y la del Estado. En efecto, se trata de unos desplazamientos anclados en y, más aún, condicionados por las expresiones históricamente localizadas de procesos económicos y políticos más generales, relacionados con el avance del capital bajo la forma de su aplicación a distintas actividades (agropecuaria, comercial, minera, hidrocarburífera) y con las políticas de Estado en materia indígena (de eliminación, asimilación, invisibilización, reconocimiento).

En este sentido, es particularmente evidente que la consolidación del capital como relación social general no hizo sino limitar cada vez más las posibilidades de producir la vida social sobre la base de la unión de los individuos y colectivos con sus condiciones materiales de existencia, desencadenando los desplazamientos. En otras palabras, aunque estuvieron presentes motivaciones de distinta índole, todas ellas significativas, las que guiaron los desplazamientos fueron en gran medida las de sujetos cuyo acceso a la tierra fue objeto de una creciente inestabilidad.

Pero, a la vez, la multiplicidad no impide ver la unicidad de la movilidad. En efecto, se muestra única al trascender las particularidades y erigirse –tal como argumentábamos al comenzar nuestro trabajo– en práctica constituyente y constitutiva –una cotidiana, institucionalizada, condicionada y disputada– de las territorialidades del pasado, encerradas en los inicios del curso histórico concreto que siguió el proceso nacional de acumulación de capital. Y también, de las territorialidades del presente, cuando ese proceso se encuentra ya plenamente desarrollado. La invitación a complejizar la lectura de unas y otras a partir de acompañar y desplegar las trayectorias individuales y/o colectivas es, en última instancia, una a avanzar en el entendimiento de los procesos que se encuentran en la base de las disputas actuales por el acceso, uso y propiedad de la tierra.

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Notas

[1]De la conflictividad territorial existente en Río Negro dan cuenta las denuncias recibidas entre 2012 y 2015 por la Comisión Investigadora para el Relevamiento de Transferencias de Tierras Rurales creada en el ámbito de la Legislatura provincial, referidas a irregularidades en las transferencias de tierras fiscales a manos privadas (Kropff et al., 2019).

[2]Nuestros planteamientos son en gran medida elaboraciones colectivas, aunque con énfasis vinculados a intereses particulares. Se inscriben en los proyectos PICT 2017-1706 “Conflictos por el acceso a la tierra en la provincia de Río Negro: un abordaje etnográfico e histórico a la territorialización de formaciones sociales de alteridad”, financiado por la Agencia Nacional de Promoción Científica y Tecnológica, y PI UNRN 40-B-637 “El desplazamiento a las ciudades como efecto del genocidio indígena: una aproximación etnográfica al caso de Bariloche”, financiado por la Universidad Nacional de Río Negro, ambos dirigidos por la Dra. Laura Kropff. Estos proyectos suponen investigaciones interdisciplinarias en las que se reúnen desarrollos teóricos y herramientas metodológicas de, en mayor grado, la antropología y la historia, aunque también de la geografía, la arqueología, la comunicación y las artes escénicas. Son, además, investigaciones en colaboración con personas ajenas al ámbito académico (funcionarios/as y asesores/as técnicos, directivos/as y docentes de escuelas). Agradecemos, entonces, los ricos intercambios con quienes integran dichos proyectos, que han nutrido este trabajo.

[3]La recuperación de dicho énfasis, antes que la suposición de subjetividades mapuche cristalizadas, ha informado nuestros desarrollos previos sobre el proceso de configuración de barrios populares en la ciudad de San Carlos de Bariloche en relación con prácticas instaladas a partir del genocidio indígena (Guiñazú, Iñigo Carrera y Kropff, 2018). Asimismo, el énfasis en la movilidad, en los términos de una práctica social estructurada por fricciones diferenciales producidas en la intersección entre distintos clivajes y como práctica constitutiva de los procesos de territorialización estatal disputada, fue desarrollado por Laura Kropff (2019) a propósito del caso de la cacería entre jóvenes mapuche.

[4]Aquí está contenida una doble posibilidad, central para nuestro desarrollo: la de la existencia de múltiples territorios y ya no uno solo asociado al Estado-nación, y la de la existencia de territorios discontinuos, fragmentados, móviles, organizados en forma de redes y ya no sólo en forma de zonas (Agnew y Oslender, 2010; Haesbaert, 2013).

[5]En palabras de Karl Marx, “su propio movimiento social posee para ellos la forma de un movimiento de cosas bajo cuyo control se encuentran, en lugar de controlarlas” (1998, p.91).

[6]Se encuentra en proceso de escritura un capítulo que trata con un mayor despliegue esta trayectoria, a ser incluido en el libro producto del proyecto de investigación, ya referido, sobre los desplazamientos a la ciudad de San Carlos de Bariloche resultantes del genocidio indígena.

[7]Entre las concesiones de tierras a gran escala, la conformación de la estancia Pilcañeu en el paraje Pilcaniyeu resulta paradigmática de las maneras en que procesos globales asumen sentidos locales (Massey, 1994): inicialmente un campo de paso, se constituyó luego en un centro estratégico de las estancias de la Compañía de Tierras del Sud Argentino S.A. en los arreos de vacunos desde los campos cordilleranos hacia el litoral y centro del país, en la recepción y reenvío de lanas a ser exportadas y en la explotación del ovino. Desde 1991, las tierras de la Compañía pertenecen a la firma Luciano Benetton, bajo la denominación de Edizioni Holding International N.V. (Minieri, 2006).

[8]Muchas casas comerciales proliferaron en la zona acompañando el tendido del ferrocarril, iniciado en 1910 como expresión de la Ley Nº 5.559 de Fomento de los Territorios Nacionales y llegado a Comallo en 1926 (Rey, 2007). Pero otras fueron anteriores; entre éstas, algunas de importancia, como la Compañía Comercial y Ganadera Chile-Argentina de capitales germano-chilenos.

[9]Entrevista realizada a Elías Antimilla el 20 de mayo de 2020 en San Carlos de Bariloche.

[10]Entrevista realizada a Elías Antimilla el 17 de agosto de 2018 en San Carlos de Bariloche.

[11]La concesión, precaria, fue establecida en 1903 sobre unas 6.000 ha ubicadas inmediatamente al sur del río Limay, tras la gestión de Antemil para ser comprendido por la ley de premios a los expedicionarios al desierto (Moldes, 2003). Fue ampliada en 1904 a unas 12.000 ha y dejada sin efecto en 1931.

[12]Se encuentra allí el Campo Experimental Anexo Pilcaniyeu, sede del INTA orientada a la generación de nuevas técnicas de producción, a su difusión, a la capacitación de productores.

[13]Entrevista realizada a Elías Antimilla el 20 de mayo de 2020 en San Carlos de Bariloche.

[14]Resulta pertinente realizar dos aclaraciones. La primera es que Lof y comunidad constituyen, ambos, sujetos colectivos fundados en relaciones de carácter familiar y territorial, no necesariamente idénticos. Y una segunda: antes que con el grado de regularización dominial de la tierra o con la profundidad y continuidad temporal de su ocupación, la tradicional refiere a la forma de relacionamiento de un pueblo con su medio, una identificable en los usos sociales. Con ese sentido recuperan el término, en nuestro país, la Constitución Nacional y la Ley Nº 26.160, retomándolo de la noción incluida en el Convenio Nº 169 sobre Pueblos Indígenas y Tribales en Países Independientes de la Organización Internacional del Trabajo.

[15]Esta trayectoria, y en mayor medida los conflictos territoriales atravesados hoy por la comunidad, han sido objeto de un informe histórico antropológico producido en el marco del proyecto de investigación sobre los conflictos por el acceso a la tierra en Río Negro ya mencionado y del Proyecto de Desarrollo y Transferencia de Tecnología IP-DTT 40-B-839 “Relevamiento territorial de comunidades mapuche en conflicto”, financiado por La Universidad Nacional de Río Negro y dirigido por la Dra. Laura Kropff.

[16]Testimonio de Delmira contenido en un video que forma parte del archivo de la comunidad.

[17]Entrevista realizada a Rosa Quintana el 8 de agosto de 2019 en Catriel.

[18]Las características de este sistema fueron: el aislamiento de los trabajadores en términos espaciales y respecto de otros conjuntos laborales ligados a actividades similares; la dependencia entre lugares de trabajo y de vivienda, desdibujando los ámbitos privado y público; la regulación en las esferas de la reproducción del trabajador (Rafart, 1998).

[19]Entrevista realizada a Rosa Quintana el 8 de agosto de 2019 en Catriel.

[20]Entrevista realizada a Rosa Quintana el 10 de febrero de 2020 en Catriel.

[21]Sobre estas tierras del norte rionegrino se habían asentado, hacia fines del siglo XIX, los descendientes de Catriel, luego de sucesivos desplazamientos forzosos con inicio en la zona de Azul (provincia de Buenos Aires). La creación de la Colonia Agrícola Pastoril Catriel fue producto de la articulación del proyecto estatal destinado a solucionar el reclamo de las familias sobrevivientes a las campañas militares con la demanda de tierras sostenida por décadas por los referentes catrieleros. En 1899, Bibiana García logró el otorgamiento por decreto de las 125.000 ha de tierras que constituyeron la colonia, destinadas a ella y su tribu. Si bien no poseían título de propiedad, aquellos descendientes conservaron el derecho de ocupación otorgado por el decreto. Luego, las tierras fiscales fueron siendo privatizadas mediante la venta y el otorgamiento de permisos de ocupación a migrantes, colonos, de distinta procedencia, que organizaron las primeras estancias con cultivos de alfalfa, viñedos, manzanas. Muchas de esas tierras formaron parte, luego, del ejido urbano y periurbano (Mombello, 2016).

[22]Entrevista realizada a Rosa Quintana el 8 de agosto de 2019 en Catriel.

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