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Cuadernos del CILHA

versão On-line ISSN 1852-9615

Cuad. CILHA vol.13 no.1 Mendoza jul. 2012

 

DOSSIER

Introducción

Introduction

 

Axel Gasquet (coordinador)

Université Blaise Pascal / CERHAC, Francia

 

La temática del Oriente parece un motivo exógeno al corpus clásico de la literatura hispanoamericana. Los más reacios la consideran casi como una aberración, y los más benévolos como una mera excentricidad académica. A pesar de las fuertes resistencias que despierta esta propuesta, el interés histórico y cultural genuino por el Oriente, junto con el motivo oriental como fuente de inspiración literaria, tienen desde la conquista una extensa genealogía americana. Esta remonta al siglo XVI, cuando los navegantes españoles dieron comienzo a la colonización de Las Filipinas. Dicha empresa marítima no sólo se realizó desde el puerto de Acapulco, sino que la Nueva España fue hasta la independencia de México cabecera de la administración colonial asiática durante dos siglos y medio. La primera crónica histórica de la conquista del archipiélago filipino se publica en México y es obra de Antonio de Morga (Sucesos de las Islas Filipinas, 1609). La ruta transpacífica o ruta de Manila fue inaugurada aún más temprano, en 1565, para interrumpirse con la independencia americana. Semejante vía de contacto entre la América hispánica y el extremo asiático dejó huellas perdurables en ambos lados. La primera novela hispanoamericana tras la emancipación, El Periquillo Sarniento (1816-1831) del mejicano José Joaquín Fernández de Lizardi, ilustra a través de su protagonista la importancia y ascendencia que entonces tenían estos territorios asiáticos en la vida americana. Amén del lógico intercambio humano y de funcionarios coloniales, también los productos chinos, japoneses o filipinos se desparramaron por casi todo el continente, a cambio del oro y la plata americana -el peso mejicano en metálico fue durante largo tiempo la moneda franca del extremo oriente para el comercio-.

El período de emancipación silencia este fecundo intercambio de siglos, al punto que la relación entre ambas regiones se desvanece de la memoria colectiva de las nuevas naciones americanas. Luego el vínculo se reanuda con el llamado de la nueva mano de obra asiática, los coolíes, que promediando el siglo XIX se incorporan a ciertos países americanos del Pacífico. La hora final de la esclavitud requirió la sustitución de los negros por jornaleros asiáticos en las plantaciones de caña y otros cultivos litoraleños. Pero estos contingentes inmigratorios no cuestionan la jerarquía de los antiguos intercambios comerciales y culturales, que mantienen su mirada puesta en el Viejo Mundo, y secundariamente en los Estados Unidos. El árbol impidió durante largo tiempo ver el bosque.

En el caso específico de los territorios del Plata, esta historia es más oblicua pues nunca existió como en México y el Perú un lazo de unión directo con aquellos países y culturas que, de tan lejanas, eran consideradas remotas. En la Argentina, la puerta de acceso al Oriente fue diferente, pero igualmente fecunda tras la independencia. En efecto, la generación de 1837 utilizó con profusión las categorías mentales y conceptuales del orientalismo europeo del siglo XVIII, de raigambre ilustrada y asimismo romántica, para delinear el debate entorno a un proyecto de nación. Esto es, de un esbozo de civilización ajustado a la nueva realidad de la independencia política sudamericana y la consecuente búsqueda de valores estéticos propios. Estos argumentos los expusimos detalladamente en un trabajo anterior (Oriente al Sur, el orientalismo literario argentino de Esteban Echeverría a Roberto Arlt. Buenos Aires: Eudeba, 2007). Dicha entrega, más que clausurar el debate, procuró fijar las bases para una interrogación diferente de nuestra historia cultural y literaria. Un nuevo y despejado horizonte se amplió en forma vertiginosa, dando cuenta de que mucho quedaba por hacer para estudiar este tema, hasta hoy poco explorado.

En la última década un número considerable de investigadores han comenzado a orientar sus esfuerzos en esta nueva dirección, tanto en las Américas como en Europa. Varios proyectos colectivos vieron la luz y otros aún están en curso, que aquí no podemos detallar. En cualquier caso, hoy parece evidente constatar que un nuevo y legítimo campo de estudio se abre ante los investigadores.

Con las cuatro colaboraciones de esta entrega buscamos afirmar las posibilidades que dicho nuevo campo auspicia, y en ningún modo agotarlas. Este nuevo terreno es fecundo y proporcional a las anteojeras que hasta hace poco limitaban el horizonte investigativo a la exclusiva relación de América con Europa. Desde luego, este nuevo espacio exploratorio no significa que el Viejo Continente no desempeña ya ningún papel, ni que gran parte del orientalismo americano no tenga como punto de partida una filiación con el orientalismo fundacional europeo desde el siglo XVIII hasta el presente. Los estudios orientales hispanoamericanos son a menudo un diálogo a tres bandas: entre América, Europa y el Oriente (Asia y África).

El dossier da inicio con el trabajo de Assia Mohssine sobre el mejicano Fray José María Guzmán (c1800-1873), religioso que nos dejó el primer testimonio americano sobre su viaje por Palestina y Tierra Santa en 1835. Aún cuando en esta época la mirada estaba todavía muy sesgada por la herencia europea, la investigadora permite visualizar con su interpretación sociocrítica cómo este relato de viaje entronca con la actualidad política mejicana durante el régimen del general Santa Anna y los primeros intentos por introducir reformas liberales a fin de secularizar el clero.

El trabajo de Esther Espinar-Castañer, se aboca en cambio al estudio del orientalismo pictórico y artístico a través de la obra señera de Gregorio López Naguil (1894-1953), un importante plástico argentino durante las primeras décadas del siglo XX y frecuentador del japonismo iconográfico. López Naguil fue un artista prolífico que junto a su obra, ofició como escenógrafo teatral y cinematográfico, ilustrador de libros, revistas y periódicos entre los años 1920 y 1940. Su japonismo lo asimiló en contacto con las vanguardias artísticas parisinas y europeas de comienzos del siglo XX y en particular bajo el tutelaje estético de Hermenegildo Anglada-Camarasa, un destacado pintor catalán cultor del orientalismo pictórico.

El ensayo que suscribo, se ocupa de estudiar la obra de Emir Emín Arslán (1866-1943), un destacado intelectual druso-libanés que llegó a la Argentina poco después del Centenario como representante diplomático del Imperio Otomano. Tras haber sido radiado del servicio diplomático turco por discrepancias políticas, se afinca en nuestro país hasta su muerte. Arslán no fue sólo un animador cultural importante en el medio letrado argentino a partir de 1915, como director del semanario La Nota, sino la primera figura pública surgida en el seno de la comunidad musulmana. Produjo una cuantiosa obra de divulgación y debate sobre la cultura e historia del mundo árabe y musulmán contemporáneo. Su análisis tiene un interés adicional: Arslán fue testigo presencial de muchos de los sucesos sobre los que escribe. No se trata ya de una aproximación al Oriente hecha exteriormente por un escritor argentino; su singularidad es la de ser un intelectual musulmán y político reformista emigrado que acerca la acuciante discusión sobre el Oriente al medio cultural argentino.

Por último, el aporte de Lila Bujaldón de Esteves analiza los escritos de viaje de Atahualpa Yupanqui por el Japón. El notable folklorista reunió sus escritos bajo el título Del Algarrobo al Cerezo, Apuntes de un viaje por el país japonés  (1977). Estos textos son el testimonio de sus varias y prolongadas estancias en dicho país. El ensayo investiga cómo la vida ordinaria y la tradición cultural japonesa impacta en el compositor e intérprete argentino, cuyas canciones y obra escrita gozaron de una gran aceptación por parte de los japoneses. Cabe destacar que Lila Bujadón es una fecunda precursora de las investigaciones orientalistas en la Argentina, especialmente en lo que se refiere a los testimonios de escritores argentinos en el Japón.

Para concluir, dos elementos o desideratas para relanzar el debate sobre el orientalismo en América.

Algunos críticos han sostenido que el orientalismo americano no es un fenómeno original y que el corpus que ha producido es sumamente heterogéneo y secundario respecto al modelo canónico europeo. Para estos críticos, hablar de "orientalismo hispanoamericano" sería exagerado y arrogante, pretencioso e inapropiado. Las razones avanzadas son atendibles: la evidencia histórica de que Hispanoamérica es una región cultural periférica y que el orientalismo clásico se limita al escenario de las naciones centrales; que el orientalismo vernáculo es epifenoménico, discontínuo y superficial; que sus aportes no son originales sino malas adaptaciones del orientalismo europeo; que estas tierras no han sabido producir una tradición auténticamente académica del orientalismo, etc. Pero esta crítica, al mismo tiempo que reproduce el discurso neocolonial en materia intelectual (discurso según el cual sólo los países centrales cuentan con una tradición orientalista, o una tradición filosófica, o escuelas intelectuales o estéticas que en América sólo propician malos epígonos), supone que la verdadera creación intelectual, artística o investigativa puede observarse en las naciones centrales -pasando por alto los elementos originales del orientalismo americano-. Se olvida de este modo que en toda "adaptación" hay un proceso creativo y no únicamente repetición dogmática (aunque esta la verifiquemos en los malos epígonos). Adaptar el orientalismo europeo al ámbito americano, no se hace sin esfuerzos y aportes propios, ejercicio que se sitúa en las antípodas de la pereza intelectual. Hay una historia y visión propia de América con Oriente, que excede los límites de la mera hegemonía intelectual de los países centrales o dominantes, aunque esta cronología esté grandemente inspirada en los debates de otras latitudes. Otro tanto puede asegurarse sobre el orientalismo en los Estados Unidos que, aunque emparentado y legatario del europeo, evoluciona en condiciones específicas promediando el siglo XIX. En la medida en que se estudie y profundice el legado oriental en América, estaremos en situación de clarificar los aportes genuinos realizados por los americanos en estos temas. Ya lo dijimos más arriba, reafirmar la existencia de un corpus orientalista hispanoamericano, no supone eliminar de la ecuación la herencia europea en dicho debate, sino que procura observar lo que hay de original en los textos sobre Oriente producidos en América. Hay una historia cultural propia a la relación de América con Oriente, que no se subsume ni reduce al discurso orientalista europeo.

Este primer elemento, la justificación misma de la existencia de un corpus orientalista americano, nos conduce a otro interrogante ineludible y anexo: este conflictivo orientalismo hispanoamericano, diletante y multiforme, ¿podemos calificarlo de neo-orientalismo o de post-orientalismo para distinguirlo del europeo? No pretendemos concluir aquí este debate, que sin duda permanece abierto. Pero al respecto conviene apelar al recaudo, para prevenirnos de toda precipitación intelectual. Las etiquetas son fáciles de acuñar, pero difíciles de eliminar o rectificar. La tentación del atajo teórico, de la simplificación, resulta siempre un camino minado. En Oriente al Sur traté de mostrar que a lo largo de casi dos siglos de historia cultural y literaria argentina, el orientalismo vernacular conoció diferentes períodos y evoluciones en la percepción, uso o conocimiento del Oriente. Mostré que la noción misma de Oriente es un concepto vago, maleable y de geometría variable según las épocas, los países y también los autores estudiados. El orientalismo es también la ignorancia de dichos pueblos, culturas y literaturas de Oriente, pues su conocimiento es siempre parcial y con frecuencia equívoco. Procuré encontrar un hilo conductor a pesar de estas diferencias, sin apartarme de la definición de discurso "orientalista" clásico. Mi preocupación intelectual se centró en la comprensión de tal fenómeno en el ámbito americano, buscando elucidar sus determinaciones sincrónicas y diacrónicas, sus redes de interconexión con disciplinas variadas, su complejo tejido intertextual, etc. Solo teniendo en cuenta estos recaudos podemos esbozar una periodización, identificar modelos y evoluciones en el discurso orientalista americano, dentro de la cronología histórica en que se inscriben los diferentes textos del corpus. Si en cada una de estas etapas o registros orientalistas que distinguimos en el tiempo, hubiésemos adosado las etiquetas "neo" o "post", la acumulación de prefijos para cada etapa identificada hubiese resultado ridícula y vana. Esta elemental precaución historiográfica también me parece aplicable a los estudios literarios y culturales.

Asumimos una amplitud de miras respecto a aquello que designan o delimitan los términos "Oriente" y "orientalismo". Se trata aquí de escritos que abordan todo lo relativo a los pueblos y culturas del Magreb africano o el universo asiático, del Cercano, Medio o Extremo Oriente, en sus múltiples dimensiones históricas, culturales, antropológicas y creativas. El Oriente no se restringe al mundo árabo-musulmán. Esto también solicita la colaboración de distintas disciplinas, aplicadas a diferentes registros discursivos y/o de materiales textuales.

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