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Cuadernos del CILHA

versión On-line ISSN 1852-9615

Cuad. CILHA vol.13 no.2 Mendoza dic. 2012

 

MISCELÁNEAS

La prosa melancólica de Fernando Vallejo

The melancholic prose of Fernando Vallejo

 

Julia Musitano

Facultad de Humanidades y Artes
UNR - CONICET, Argentina
luchinaj@hotmail.com

Recibido: 1/VII/2011
Aceptado: 28/X/2011

 


Resumen: En este trabajo, me propongo, analizar la obra narrativa de Fernando Vallejo, con la voluntad de indagar en la relación que el autor-narrador-personaje mantiene con la muerte (la propia y la de sus seres queridos). La principal hipótesis que me planteo es que la prosa de Fernando Vallejo se inscribe en la tradición cultural melancólica (ambigüedad, mezcla, proliferación, digresión), y a partir de allí, sería interesante articular esta melancolía decadente con el concepto de ironía romántica (ocultamiento, mezcla, mistificación, mixtificación) para el análisis de una singularísima imagen de autor que se construye en el marco de la literatura iberoamericana actual, y más específicamente, inscripto en el género autoficticio.

Palabras clave: Melancolía; Ironía; Decadentismo; Fernando Vallejo.

Abstract: My aim, in this paper, is to analyze Fernando Vallejo's narrative, with the desire to make inquiries in the relationship that the author-narrator-character has with death. The main hypothesis is that Fernando Vallejo's prose is included in the melancholic cultural tradition (ambiguity, mixture, proliferation, digression), and that it would be interesting to articulate this decadent melancholy with the concept of romantic irony (ocultance, mixture, mystification, mixtification) to analyze the singular author's image which is built in the context of contemporary Latin American literature, and more specifically, in the context of the autofiction genre.

Keywords: Melancholy; Irony; Decadentismo; Fernando Vallejo.


 

"El que vive mucho carga con muchos muertos, es natural. Así lo establece la primera ley de los vivos o la ley de la proporcionalidad de los muertos, que yo descubrí y que estipula una relación directa entre los años que vive el cristiano y los muertos que carga, cargando más el que vive más: v = m2 x d (ve igual a eme al cuadrado por de), donde v es vivo, m es muerto y d la constante universal del desastre, que por ser una 'constante' cambia 'constantemente' como el espacio de Einstein: se curva, se encoge, se estira, se expande, se alarga" (Vallejo, 2001: 152).

La muerte y con ella, la pérdida, la descomposición, el desastre y el desbarrancadero del mundo y de la propia vida son los tópicos que cruzan transversalmente la obra narrativa de Fernando Vallejo. El autor colombiano aparece en la portada de sus libros, es el autor y al mismo tiempo, el protagonista con nombre y apellido de todas sus autoficciones. Cuenta su vida en clave ficticia, habla en primera persona con nombre propio conjugando en la escritura, literatura y vida, ficción y realidad. Se inscribe en la autoficción, género paradójico por excelencia, que vacila entre dos mundos, el de la autobiografía y el de la novela, y que no nos permite como lectores discernir entre verdad o invención.

Las autoficciones se presentan como novelas aunque se sostenga la identidad entre autor, narrador y personaje -identidad que Philippe Lejeune (1975) concibe como condición del pacto autobiográfico-. En ellas se alteran las claves de los géneros autobiográficos y de los novelescos. En la autoficción, el pacto se concibe como el soporte de un juego literario en el que se afirman simultáneamente las posibilidades de leer un texto como ficción y como realidad autobiográfica1. La autoficción se halla en el acto de mezclar mismo, como configuración de fuerzas en tensión que inciden unas sobre otras. No hay resolución, mediación o dialéctica posible entre realidad y ficción o entre verdad y mentira; hay alteración, superposición y tensión irreductible de diferencias entre dominios incompatibles: entre vida y obra, entre vivencia y experiencia, entre la lógica de representación de los hechos y el flujo de la recordación, entre el yo y lo otro del yo, entre el pasado, el presente y el futuro. Es una confesión ficticia sobre el carácter real de una existencia. El carácter autobiográfico o referencial del texto estará dado y legitimado siempre por la escritura, en la que se entretejen procesos de autofiguración y experiencias de lo íntimo, y la posibilidad de diferenciación entre realidad y ficción es negada.

Vallejo lo cuenta todo, todo lo acaecido y más aún, desde su infancia y su hogar, su juventud y su exilio voluntario a Europa, más tarde a Nueva York y finalmente a México; hasta su vejez. Cuenta desde la vejez ya cerca de la muerte, sentado en un escritorio negro con la perra Bruja que lo acompaña, como si sólo fuera posible el relato de una vida una vez ésta concluida. Cuenta también desde la muerte -porque se muere en El desbarrancadero al enterarse de la muerte de su hermano y desde la muerte sigue hablando y lo hace también a partir de la segunda página de La rambla paralela al descubrirse muerto en el espejo- narra el dolor no sólo por la pérdida de sus seres queridos, sino por el abismo de la propia vida, la descomposición de todo aquello que en algún momento pensó como la felicidad. Desde el horror de la muerte, narra el horror de la vida, la vida como un desbarrancarse constante.     

Erótica de la destrucción

Vallejo, con la desmesura y la furia que lo caracteriza, acumula y destruye todo a su paso. Destruye y se destruye. Necesita recordar para olvidar y para no ser olvidado, porque el paso del tiempo es enemigo del hombre, destructor, es la fuerza ciega que mueve los pasos del narrador. Por el tiempo, olvidamos y el olvido, para Vallejo, es la muerte. El tiempo todo lo desmorona: la felicidad inocente de la infancia, la finca de los recuerdos más amorosos, las aventuras de  juventud con el hermano Darío, los seres queridos que se van muriendo de a poco, el idioma, la ciudad natal y la patria.

La prosa, en especial la de El río del tiempo y El desbarrancadero, es una prosa sumamente conmovedora y, paradójicamente, nada sentimental. La ambigüedad del relato que va desde el encanto con la ciudad de Medellín y con la finca de Santa Anita en Los días azules, hasta la degradación más cínica de una ciudad que en su dispersión se cae a pedazos en El desbarrancadero o en La virgen. O que va desde los recuerdos de una Colombia que añora en el exilio europeo hasta el retrato de una Colombia a la que no quiere regresar jamás. Desde el cariño y la entrega por el hermano Darío hasta los reproches más despiadados contra él y sus elecciones en la vida. Y así podría seguir por páginas y páginas enumerando las significaciones sucesivas, que se acumulan sin cancelarse ni dividirse, de la prosa vallejiana. El relato acoge lo inconmensurable, lo disperso, lo diferente, lo contradictorio, destruye al mismo tiempo que da forma. Cuenta, por un lado, en unos pocos pasajes, los momentos más intensos donde aparece una voz serena a la que le faltan las palabras para decir lo que quiere decir, una voz que recuerda la felicidad: son los pasajes que irrumpen desde la infancia, que hablan de la abuela Raquel, a veces del abuelo y otras, de la perra Bruja y que se localizan en la finca Santa Anita.

Vienen ahora a mi lado mis primos, mis tíos y mis hermanos, y es la última caminata de diciembre hacia Sabaneta. Poco a poco voy quedándome solo. Ya no vienen mis tíos. Ya no vienen mis primos. Ya no vienen mis hermanos. Y un desconocido terror me invade porque la noche se vuelve silencio, y he dejado en Santa Anita a la abuela esperándome. (...) En el momento privilegiado, irrepetible, único, comprendo de súbito que no camino hacia Sabaneta: avanzo solo hacia el fondo de la noche, y me adentro en el infierno. Me detengo, si doy un paso más sé que nunca podré regresar a Santa Anita. Adelante está la casa campesina de amplio corredor con barandal y la ilumina un foco. Doy el paso y voy hacia ella. Estoy parado ahora ante su ventana, y mis manos agarran los barrotes, y mis ojos van hacia el interior, hacia el pesebre. Mas no hay pesebre: veo un señor muy viejo, acompañado por una perra negra, que escribe en un escritorio negro (Vallejo, 1985: 120).

Y por el otro lado,  paradójicamente, escribe sobre sí, sobre los que más quiere, sobre Colombia y sobre todos sus enemigos de un modo excesivo, exagerado, proliferante, agresivo y cínico. Viaja en el tiempo del presente al futuro y del futuro al pasado que no deja de convivir con el presente para elaborar el duelo de todo aquello que perdió en el tiempo. Sin embargo, es un duelo paradójico que no busca resolverse, no intenta llegar al equilibrio saludable que propone el proceso, sino que se espectaculariza. Se establece un duelo que, primero da sepultura al cadáver y luego convierte la sepultura en una tumba vacía. El duelo se transforma en algo exuberante y destructivo. Las muertes del hermano Darío, del padre y de la propia en El desbarrancadero se constituyen en una organicidad monstruosa por la mezcla proliferante y excesiva de elementos no mezclables.

En ese momento le pedí a Dios que el laboratista se hubiera equivocado, que hubiera confundido los frascos, y que el resultado fuera al revés, el mío positivo, y el suyo negativo. Pero no, Dios no existe, y en prueba el hecho de que él ya está muerto y yo aquí siga recordándolo. Por lo demás, si el enfermo de sida hubiera sido yo y el sano él, juro por Dios que me oye que él me habría dado una patada en el culo y tirado a la calle. Así era mi hermano Darío: irresponsable a carta cabal (Vallejo, 2001: 43).

Entre sus injurias y desmedros están incluidos presidentes colombianos, funcionarios públicos, periodistas, y el papa Juan Pablo II. La madre, que en El río del tiempo, era mami o Liíta se convierte en "La Loca" en El desbarrancadero,  y el hermano menor, el último de la gran paridera es calificado de "Gran Güevón". Y por supuesto, a esta lista se suma Colombia, la asesina, la mentirosa, la paridera. Algunos dicen que el tono de la narrativa de Vallejo es el del odio, la furia, el resentimiento contra un país que le quitó todo, otros que Vallejo es un sujeto posnacional que se interesa únicamente en descomponer, destrozar, arruinar todo aquello que tenga que ver con lo nacional, o simplemente un reaccionario y conservador que busca una Colombia fascista. Sin embargo, su particular diatriba antinacional no responde a otra cosa más que al profundo amor por su tierra natal. La narrativa de Vallejo no se constituye, como dice Reinaldo Ladagga, desde un tono del que detesta todo. Al contrario, se afirma desde un tono melancólico que pugna por olvidar, pero no puede dejar de recordar, desde una ternura agresiva que no tiene otro interés que la propia Colombia. Vallejo es un melancólico que ve todo en el estado decadente de la ruina. Un melancólico al que le pesa el sufrimiento del mundo, y que paradójicamente, lo retiene en el centro de la tierra. El odio que Vallejo demuestra sentir por su patria es directamente proporcional al gran afecto que lo une, o mejor, lo ata a ella.

La melancolía abarca un conjunto de nociones desde diversas disciplinas: comenzando por la medicina, pasando por la filosofía, la astronomía y la mitología, hasta el psicoanálisis. El concepto ha variado en definiciones y connotaciones a través del tiempo: las significaciones patológicas que le otorgó la Antigüedad con la teoría de los cuatro temperamentos y la Edad media con la astrología; las connotaciones positivas que le otorgó Platón con el furor divino, Aristóteles con el genio creador, y más tarde en el Renacimiento Marsilio Ficino, releyendo a ambos. Marsilio Ficino, a fines del siglo V, en su libro Sobre la vida triple, identificó el temperamento descripto en Aristóteles con el furor divino de Platón y reveló además el origen astrológico de ese estado de ánimo: los melancólicos geniales habían nacido bajo el signo de Saturno (Burucúa, 1993: 128). El nacimiento de esta nueva conciencia humanista se produjo, por lo tanto, en una atmósfera de contradicción intelectual. El autosuficiente homo literatus, al ocupar su posición, se veía desgarrado entre los extremos de la autoafirmación, a veces elevada hasta la hybris, y la duda de sí, que a veces llegaba a ser desesperación, y la experiencia de ese dualismo le espoleó a descubrir la nueva pauta intelectual que sería un reflejo de esa falta de unidad trágica y heroica: la pauta intelectual del genio moderno (Klibansky, Panofsky  y Saxl, 1964).

Juan Bautista Ritvo define al melancólico desde la imposibilidad radical de iniciar un proceso de duelo. Pero, ya lejos de la melancolía clínica freudiana porque, explica, la tradición del humor  melancólico  es un vasto dispositivo cultural de resistencia, cuando el clínico carece de resistencia. La melancolía es un contrapensamiento que sigue los pasos de la filosofía oficial como a su sombra, y que desconoce el lazo pasional que une a los hombres, como la ambigüedad del bien y del mal en sentido moral o la pobreza de los ideales de equilibrio y templanza que censuran la pasión de y por lo inconmensurable.

Se comprende así como la iconografía tradicional ha mostrado al hombre melancólico en actitudes contrastantes, extrañas, en las que la pesadez se alterna y hasta llega a confundirse con la pasión por las alturas y las transparencias; avaricia, mezquindad, dignidad, amor por el estudio y la soledad y erotismo desenfrenado, alianza de la furia y la depresión; rasgos que bruscamente se empobrecen y pierden su poder enigmático cuando una psicología sabia y una no menos pretenciosa psiquiatría, los reducen a un cuadro funcional, portátil, casi insignificante (1999: 14).

La melancolía no debe confundirse con tristeza ni con nostalgia o depresión sino que representa la mezcla como configuración de fuerzas en tensión que inciden unas sobre otras. El melancólico está habitado por la pasión de la ambigüedad, se pasa de uno a otro extremo sin intermedio (Ritvo, 2006: 311-345). De la pasividad quejumbrosa a brotes de demencia violentos y un exceso libidinal invasor (Premat, 2002: 29). Es el exceso y el agotamiento; el cansancio y la furia; el tedio y el arrebato.

Pareciera que en el mundo de Vallejo todo está en descomposición, en el estado decadente de la ruina, y que por esto, debería arrasarlo una ola de pesimismo y agotamiento. Sin embargo, el tedio se disuelve en el arrebato, el cansancio en entusiasmo y vuelve al ruedo con sus desmedros, injurias, abusos, desenfrenos, inmoralidades para seguir demoliendo todo lo que ya parece estar en descomposición2. El pesimismo no es triste, es estético, es un pesimismo que hace obra, que construye. "Si el mundo carece de fundamento, gocemos de su inexistencia en la plenitud del instante hasta que la entropía todo lo nivele". (Ritvo, 2006: 198) Hay un regodeo en la disolución, un impulso vital ligado a la muerte, una erótica de la destrucción. Como él mismo dice, le da de palmaditas a la muerte en el trasero.

A él en Medellín, en la casa de laureles, atiborrado de morfina. A mí unas horas después, en mi apartamento de México, cuando me dieron la noticia por teléfono. Me encontraron con el aparato en la mano, azuloso, translúcido, rígido, cual un San José estofado tallado en madera. Como no alcancé a colgar, la llamada a Medellín le costó a Carlos, que fue el que la hizo, lo que valía esa casa. (...) Vinieron los de la funeraria, colgaron el teléfono, y tras envolverme en una sábana y montarme en una camilla me sacaron los originales con los pies por delante. Al de la Procu (la Procuraduría venal mexicana) hubo que darle mordida para que me dejaran cremar. (...) Entré al horno desnudo, avanzando sobre una banda mecánica. Y no bien transpuse la boca ardiente del monstruo, umbral de la eternidad, estallé en fuegos de artificio (Vallejo, 2001: 178).

Humor melancólico

Vallejo elige para hablar de todos y de sí mismo un tono burlón y profanador que le permite subvertir los fundamentos históricos, culturales y psicológicos del lector. Todos sus desmedros están redimidos por el distanciamiento irónico, lo que a su vez, cuando pareciera que va a "ponerse sentimental" hace que el relato se fracture, se rompa el hilo del discurso. Utiliza la ironía y comienza a hablar de otra cosa. Pero, no hablo del concepto retórico clásico de la ironía ni de una ironía vulgar en la que el sentido contrario oculta el directo y nos hace reír, sino de la ironía romántica3 que nos hace reír sin ganas porque en ella habita la ambigüedad de lo sublime, lo cómico y lo trágico. La ironía romántica es burlona, pero sombría; alegre, pero melancólica. Ha de ser todo broma y seriedad, todo dolorosamente franco y todo profundamente disimulado. El ironista tiene una conciencia superficial, sabe coquetear con la frivolidad y liberarse de toda responsabilidad. Explica Ritvo que el ironista es insidioso no porque afirme una cosa y piense otra sino "en cuanto fuerza el pensamiento hasta el extremo y le confiere una prioridad absoluta" y lo que quiere expresar con ello "es cabalmente la forma de la más profunda melancolía...concentrada en una sola frase dialéctica..." (Ritvo, 1992: 79).

Esta tensión, de la que hablábamos más arriba, entre depresión y exaltación vino a comunicar de la mano del Barroco en la España de Cervantes y en la Inglaterra de Shakespeare, una nueva vitalidad a la poesía, al teatro, a la literatura. Allí aparece el humor moderno en correlación con la melancolía. Ambos se nutren de la contradicción entre el tiempo y la eternidad.

Los dos comparten la característica de obtener a la vez placer y dolor de la conciencia de esa contradicción. El melancólico sufre primordialmente de la contradicción entre el tiempo y la infinitud, a la vez que da un valor positivo a su propia pena sub especie aeternitatis, porque siente que en virtud de su misma melancolía participa en la eternidad. El humorista, en cambio, se divierte primordialmente por la misma contradicción, a la vez que menosprecia su propia diversión   sub especie aeternitatis porque reconoce que él mismo está aherrojado sin remedio a lo temporal. Así se puede entender que en el hombre moderno el humor, con su sentido de la limitación del yo, se desarrollará al lado de esa melancolía que había venido a ser el sentimiento de un yo acrecentado (Klibansky, Panofsky y Saxl, 2006: 233).

El instante, dice Juan Bautista Ritvo parafraseando a Kierkegaard, es el equívoco en el que el tiempo y la eternidad se tocan. Es el médium por el cual todo transita en el pasaje de lo muerto a lo vivo, en él todo se conecta, se mezcla. Es el punto de articulación de todas las diferencias posibles. Dice Ritvo que los operadores del instante repetitivo son la ironía y el humor porque el instante opera en la frontera entre esas modalidades diversas (1992: 97-98). El anhelo ideal de la literatura es cuando la melancolía se funde con el humor, es decir, cuando aquel que aparenta ser un melancólico cómico, es en verdad uno trágico que sabe hacer burla de su propio Weltschmertz en público y acorazar su sensibilidad. 

La acumulación de diversos registros y elementos de toda índole, y la digresión típica de la melancolía introducen la particularidad del humor del melancólico. Digresión que Ritvo define como el desvío de un conjunto en la proximidad del límite de la disgregación. Establece un puente entre dos entredichos, uno actual y el otro por venir. El humor representa lo serio dentro de la burla, es lo serio de la apariencia, siempre hay en él una pizca de desgracia. Los humoristas llevan en su mano la máscara de la tragedia. El humor acarrea la ambigüedad de lo sublime porque sublime no es lo bello, es el terror deleitoso, dice Ritvo, que engendran las ideas de dolor y peligro. Pertenece a la dimensión del deleite que "implica la voluptuosa complacencia con el dolor" (Ritvo, 1992: 120).

Vallejo tiene la certidumbre melancólica de que es un genio. Considera tener la autoridad moral e intelectual para hablar de todo y de todos como le plazca. El exceso de genialidad se combina con la ambigua presencia de la divinidad dionisíaca y la mezcla que es propia del demonismo4. Además del grupo de textos autoficcionales, Vallejo también ha escrito un guión cinematográfico inédito Oh, Nueva York, Nueva York (1972) y otro llevado a la pantalla La virgen de los sicarios (2000), dos obras de teatro El médico de las locas (1972) y El reino misterioso (1973), una gramática del lenguaje literario Logoi, una Gramática del lenguaje literario (1983) que es un tratado de retórica en donde, en un intento por apresar toda la ambigüedad del lenguaje, se enumeran procedimientos narrativos, figuras retóricas y ejemplos de textos originales en varios idiomas. También es autor de tres biografías donde construye, bajo la admiración que le provocan, demoliendo las imágenes de dos poetas colombianos importantísimos para las letras hispanoamericanas y "canonizando" a uno de los gramáticos más reconocidos de la lengua española: el modernista José Asunción Silva, en Almas en pena,  y la versión posterior, Almas en pena Chapolas negras (1995 y 2008), el conocido como Porfirio Barba Jacob en Barba Jacob: el mensajero y la versión posterior El mensajero: una biografía de Porfirio Barba Jacob (1984 y 1991) y Rufino José Cuervo en El cuervo blanco (2012). Y tres ensayos o tratados de la destrucción -La tautología darwinista y otros ensayos de biología (1998), Manualito de imposturología física (2005)- dirigidos hacia la teoría darwiniana de la evolución y otro hacia la iglesia, La puta de Babilonia (2007). Ha dirigido dos documentales -Un hombre y un pueblo (1968) y Una vía hacia el desarrollo (1969)- y también tres películas filmadas en México Crónica roja (1977),  En la tormenta (1980) y Barrio de campeones (1983). De más está decir que la publicación de estos libros construyen una imagen de escritor muy particular. Un autor que tiene conocimiento sobre áreas muy diversas, desde la religión hasta la biología, pasando por la gramática o el cine y volviendo sobre la literatura. Como buen melancólico, Vallejo no sólo posee una conciencia ultralúcida y una dinámica de aprendizaje y de saber sin límites, sino también que superpone códigos y materias inconexas como los intelectuales del período decadente. En una búsqueda de sentido de un mundo absurdo, una mirada irreverente e irónica es la que le permite hablar sobre aquello.

Hay una superposición de códigos sin mediación, una alteración de elementos constante. La ironía mezcla los incompatibles, realiza la coincidencia de los opuestos, los extremos se reúnen. De la misma manera que Vallejo maldice al papa mientras cuenta el dolor que les  genera al hermano Aníbal y a su mujer el duro trabajo de cuidar animales enfermos y abandonados;  intenta relatar el momento en que se entera de que el padre está enfermo y se distrae criticando la Constitución colombiana y la violencia en Medellín. También en El desbarrancadero, Vallejo quiere describir los efectos de la diarrea que le causa el sida al hermano Darío y se entretiene haciendo cálculos sobre qué dosis de antibióticos para vaca inyectarle a un hombre de treinta kilos.

Los últimos en enterarse fueron los de mi casa, en el último mes, cuando Darío regresó a morir. Un año antes había muerto papi, quien por lo tanto no lo supo.  Y ese era el más intenso terror entre los terrores y alucinaciones que acometían a mi hermano: que papi lo supiera. No lo supo. La muerte le llegó antes que la noticia. ¡Y papi que iniciaba el día leyendo El Colombiano, el periódico de Medellín,  para estar enterado! Así suele suceder (Vallejo, 2001: 54).

En este punto se reúnen la mistificación y la mixtificación, el ocultamiento y la mezcla. Hay, dice Ritvo, un decir abrupto e inquieto tan cierto de su heterogénea verdad como incierto acerca de su contenido. (Ritvo, 1992:80) Si bien, el melancólico Vallejo está cansado y hastiado del horror de la vida y arremete contra quienes cree responsables del derrumbe de la humanidad; se renueva constantemente para seguir demoliendo lo que ya parece estar en descomposición5 porque allí reside su goce, su placer, la libertad radical por la cual seguir viviendo. El decadente se siente atraído por el abismo y se complace en la miseria.

El humor de Vallejo con su verbosidad agresiva y macabra envuelta en un tono excesivamente irónico, no hace reír, la sonrisa, a medida que avanza el relato, deviene en mueca porque logra incomodar, porque hay que levantar más de una vez la cabeza durante la lectura y acomodarse dos o tres veces en el sillón antes de continuar. Esta es la forma extrema del humor, el humor negro o melancólico.

Esa noche fue la última: al amanecer me marché para siempre de esa casa. Y de Medellín y de Antioquia y de Colombia y de esta vida. Pero de esta vida no, eso fue unos días después, cuando me llamó Carlos por teléfono a México a informarme que le acababan de apurar la muerte a Darío porque se estaba asfixiando, porque ya no aguantaba más y rogaba que lo mataran. Y en ese instante, con el teléfono en la mano, me morí. Colombia es un país afortunado. Tiene un escritor único. Uno que escribe muerto (2001: 208).

La ambigüedad vallejiana de afirmación omnipotente de sí y de negación desencantada del mundo proviene de una herida. Una herida, que se localiza en el origen de su diatriba, y es provocada por el abismo de la propia vida y por la devastación que promueve el tiempo. Esa fisura es cifra de su identidad. Un pasado encantado y un presente en descomposición imposibles de conciliar. Imágenes idealizadas que enaltecen el paraíso de la infancia y, que tarde o temprano se superponen con la impiadosa realidad del presente. Porque Vallejo no conoce de medios, sólo de extremos que no pueden conectarse, pero que inciden unos sobre otros. Del amor al odio, del horror a la seducción, de la alteridad a la mismidad, del tedio al arrebato, de la vida a la muerte, de la realidad a la ficción.

El melancólico Fernando Vallejo arremete contra todo con un pesimismo que no piensa en la posibilidad de un mundo mejor, que todo lo desmorona, pero la destrucción deviene erótica, una estética que hace obra, construye, edifica6. De allí proviene lo controversial de su figura pública. Algunos críticos, sobre todo colombianos, lo consideran un fascista, reaccionario, que pintó una Colombia mentirosa y que se dedicó a derrumbar a su patria. Sin embargo, entiendo que Vallejo, -y sin ánimos de adentrarme en sus creencias personales, que sinceramente se alejan de mi interés- como buen decadente, traza una pose, simula ser, se disfraza, se esconde tras una máscara. Esa pose, que es un gesto decisivo en la política cultural de la Hispanoamérica de fines del XIX, lleva consigo una fuerza desestabilizadora, y al mismo tiempo, a pesar de su impostura, una fuerza identificatoria (Molloy, 1994:132). Sin embargo, como señala Mónica Bernabé sobre Darío, detrás de la máscara no hay nada. "El yo dandy existe en el espejo que le devuelve su imagen y, separado de su imagen, cesa de existir" (Bernabé, 2006: 42).

Notas

1. La autoficción hace su primera aparición (a escondidas) en aquel cuadro de doble entrada por el que Philippe Lejeune intenta explicar la relación de identidad entre el nombre del personaje y del autor y la naturaleza del pacto al que pertenece. En una de las casillas vacías, excluida de toda posibilidad, porque el crítico no puede pensar en un ejemplo en el que el héroe de la novela tenga el mismo nombre que el autor, el escritor francés Serge Doubrowskyconcibe por primera vez la autoficción. Llena la casilla con un neologismo de su creación en las advertencias de su novela Fils en 1977. A partir de allí, muchas definiciones y teorizaciones emergieron en el campo de la crítica francesa, entre ellas el mismo Lejeune, Philippe Gasparini, Marie Darrieusecq, Gerard Genette y Vincent Colonna, aunque siempre tratando de mediar o de inclinar la balanza entre realidad y ficción. Por esto, prefiero inscribirme en la línea teórica del crítico español Manuel Alberca quien no hace decantar al nuevo género hacia ninguno de los dos pactos, ni al autobiográfico ni al novelesco y propone un antipacto para la autoficción. Ver artículos de mi autoría "Ironía y autoficción en la narrativa de Fernando Vallejo" en las Actas del Coloquio de Escrituras del Yo, 2010 http://www.celarg.org/coloquios/index.php?pg=1&cat=8. U "Autoficción, ¿género literario o estrategia de autofiguración?" en: Boletín 15 del Centro de Estudios de Teoría y crítica Literaria, Noviembre 2010 http://www.celarg.org/int/arch_publi/musitano.pdf.

2. Y no digo ya devastado o ya descompuesto porque la operación que realiza el melancólico, como todos los decadentes finiseculares,  es la de fijar la descomposición. No se trata, como bien indica Ritvo, del estado de podredumbre sino del de la perfección última ya al comienzo de decaer (Ritvo, 2006: 179-245).

3. Vladimir Jankélévitch, en L'ironie, un estudio exhaustivo sobre la figura retórica, define el concepto de ironía romántica en relación con el humor y el amor. También Ritvo en La edad de la lectura dedica  un capítulo a la definición del tropo y a sus procedimientos.

4. Me detengo en la definición de cada concepto. Ritvo explica que la ambigüedad es el paso de un extremo al otro sin intermedio, a diferencia de la ambivalencia en la que la dialéctica es posible. La mezcla de los contrarios no forma nunca un híbrido, nunca se resuelve, los elementos siempre están en tensión. Por eso, la melancolía es el espectáculo de los contrastes agudos. Evoluciona entre dos figuras mitológicas: Apolo y Diónisos. El último se inclina a la embriaguez, a la unión de los contrarios (placer y dolor, vida y muerte), al exceso, al poder de lo irracional; mientras que el primero, corresponde a la pulsión ordenadora, estabilizadora.

5. Y no digo ya devastado o ya descompuesto porque la operación que realiza el melancólico, como todos los decadentes finiseculares,  es la de fijar la descomposición. No se trata, como bien indica Ritvo, del estado de podredumbre sino del de la perfección última ya al comienzo de decaer  (Ritvo, 2006: 179-245).

6. No hay que confundir erotismo con posesión del objeto ni con búsqueda de sentido, que es lo que hace Giorgio Agamben, en Estancias, donde plantea a la melancolía como la heredera laica de la tristeza claustral cuya intención erótica es la de poseer y tocar aquello que debería ser sólo objeto de contemplación. Ritvo lee ese erotismo justamente en el encuentro anterior a toda búsqueda, en las fracturas anteriores a toda intencionalidad.

Bibliografía

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