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Cuadernos del CILHA

versión On-line ISSN 1852-9615

Cuad. CILHA vol.14 no.2 Mendoza dic. 2013

 

DOSSIER

La novela histórica en la Argentina, del romanticismo a la posmodernidad

The Historical Novel in Argentina, from Romanticism to Postmodernism

 

María Rosa Lojo

CONICET - Universidad de Buenos Aires - Universidad del Salvador
mrlojo@gmail.com

 

Recibido: 16/IX/2013
Aceptado: 19/IX/2013

 


Resumen

Este trabajo describe la evolución de la novela histórica argentina desde su nacimiento en el Romanticismo hasta la actualidad. Se establece su peculiaridad dentro del contexto latinoamericano, donde la mayoría de los "romances nacionales" de carácter histórico (Doris Sommer) ponen en escena la unión de los opuestos en el mestizaje fundador. Esto no es frecuente en la novela histórica argentina, salvo por la singular mirada de algunas escritoras, fuera del canon, que anticipan preocupaciones de la novela histórica a fin del siglo XX.

Más allá de los debates de la crítica sobre los procedimientos que debieran, o no, considerarse posmodernos, quizá lo que marca verdaderamente la diferencia es la certidumbre de que la Historia no es "el hecho" sino "el relato" de hechos en sí inaccesibles. La novela se autopropone como "relato alternativo", otra versión", que incluye la perspectiva de los excluidos, y repone, en las vidas de los héroes, la intimidad, la corporalidad, la sexualidad. También busca rescatar la interioridad subjetiva de mujeres y subalternos en general (étnicos y de clase), pero sacándolos de la multitud anónima y el espacio privado, para dotarlos de personalidades diferenciadas, relevantes en los espacios públicos.

Palabras clave: Novela; Historia; Posmodernidad.

Abstract

This work describes the evolution of Argentine Historical Novel from its origins in Romanticism to the present times. It establishes its peculiarity within the Latin American context, where most of historical "national romances" (Doris Sommer) put on scene the union of opposites in the founding race mixture. This seldom occurs in Argentine Historical Novel, except for the particular outlook present in several female writers, out of canon. So, they anticipate the concerns of Historical Novel in the end of 20th Century.

Beyond the critical discussions about the proceedings that should, or not, be considered as "postmodernist", maybe the difference lays in the certainty that History is not "the fact", but "the narration" of facts not accessible by themselves. Historical Novel claims, then, to be the "alternative narrative", another version that includes the perspective of the excluded ones. It relocates a dimension of intimacy, corporeality, sexuality, in heroes' lives. And it also pursues the rescue of inner subjective experience of women and subalterns (ethnical and of social class), but by bringing them out of the anonymous crowd, the private space, in order to endow then with distinct personalities, relevant on public spaces. 

Keywords: Novel; History; Postmodernism.


 

1. El surgimiento de la novela histórica. Un género decimonónico y romántico

Aunque registre antecedentes desde la Antigüedad clásica (García Gual, 1995),  la novela histórica nace verdaderamente como tal con el literato escocés Walter Scott (1771-1832). Si bien Quéreas y Calírroe, de Caritón de Afrodisias, trascurre en un tiempo lejano (siglo V a.C.) con respecto al presente del autor (siglo I d.C.), es desestimada por la crítica como novela histórica propiamente dicha: se trata básicamente de un relato de amor y aventuras, donde el pasado es más bien decoración, fondo y entorno. La representación del propio pasado histórico no es en ella una función axial, como sí sucede, empero, en la novela scottiana.

No es casual que también en el siglo de Scott, la Historia alcance realmente el estatuto de disciplina científica, y que se adquiera una "conciencia histórica" por la cual el pasado, aunque distinto (un país extranjero donde se hacen las cosas de una manera diferente, según la célebre frase de Leslie P. Hartley), sin embargo se percibe también como encadenado con el presente por vínculos inextricables: los que hacen del tiempo un proceso generador y transformador de las sociedades humanas.

Hasta el siglo XIV, apunta Jacques Le Goff (2005), la Historia fue considerada sólo como una disciplina auxiliar de la moral, el derecho, la teología. Si bajo el reinado de Luis XIV se estimula la erudición (siempre al servicio de legitimaciones institucionales), se mantiene un divorcio entre erudición e historia. Antes del siglo XVIII, con Gibbon y Mommsem, no habría habido "verdadera historia", esto es, el "estudio, al mismo tiempo crítico y constructivo cuyo campo es el pasado humano en su integridad y cuyo método es la reconstrucción de ese pasado a partir de los documentos escritos y no escritos, críticamente analizados e interpretados" (Collingwood 1990, 201).

Con la Revolución Francesa y el Imperio Napoleónico se constituyen los Archives Nationales, y las diversas escuelas, sociedades y academias destinadas a la investigación histórica. Aunque la Revolución, por un lado, no favoreció demasiado la reflexión historiográfica, porque se buscaba destruir un pasado aborrecido, se crearon las instituciones que la habilitarían; desde este acontecimiento clave data la "religión de la patria" y la Historia se vuelve objeto de enseñanza (con fines ejemplarizantes) en los manuales escolares.

Si en 1834 el ministro Guizot conforma un Comité de Trabajos Históricos encargado de publicar una Collection de Documents Inédits sur l'Histoire de France, podemos establecer un paralelo significativo con el erudito don Pedro de Ángelis, al servicio de Juan Manuel de Rosas, que dio a conocer en Buenos Aires la Colección de Obras y Documentos del Río de la Plata, a partir de 1836. Gracias a él accede a la imprenta por primera vez la crónica fundacional La Argentina manuscrita, de Ruy Díaz de Guzmán, que había permanecido inédita desde su conclusión, alrededor del año 1612, así como otros textos de capital importancia para pensar los orígenes de una República aún no constituida formalmente como tal.

La primera mitad del siglo XIX es pródiga en emprendimientos académicos que colocan la disciplina histórica en un lugar privilegiado: Se fundan en diversas universidades europeas cátedras de Historia, se constituye en 1835 la Société de l'Histoire de France. Aparecen revistas históricas nacionales en los distintos países del Viejo Mundo. Prusia se erige en centro de una historia erudita, que produce colecciones como los Monumentae Historiae Germaniae, a partir de 1826. Leopold von Ranke (1795-1886) se consolida como la figura cumbre del historicismo científico alemán.  

Este prestigioso historiador manifiesta en una primera etapa su admiración declarada por Walter Scott, un escritor que desde Waverley (1814) responde por lo menos a dos demandas de las sociedades europeas y del campo disciplinar de la Historia misma: (1) Satisfacer el creciente interés por el conocimiento del propio pasado nacional. (2) Expandir el campo de la historiografía hacia un colectivo popular, hacia las estructuras y los panoramas. Como lo quería Jules Michelet (1798-1874) "hacer hablar los silencios de la historia" (Fernández Prieto 1998, 87), hacer una historia "que no se limite a reseñar los grandes acontecimientos militares o políticos sino que atienda a la vida cotidiana de las gentes burguesas, del pueblo anónimo cuya voz permanece silenciada." (ibídem) Así, Scott destaca por sus vastos y minuciosos frescos de época, donde los protagonistas no son ya los grandes personajes (monarcas, héroes militares, etc.) de existencia empírica, sino creaturas de ficción que representan al "héroe mediocre" (Lukács), al "hombre del común". Tanto Voltaire, como otro ilustrado, el erudito español de la Orden benedictina Martín Sarmiento, habían abogado ya por una "historia total" que contemplase la vida de las comunidades en su conjunto, en sus particularidades culturales, sus evoluciones y transformaciones.

La demanda por ampliar el campo del pasado "narrable" y conocible volverá de renovada manera en la novela histórica latinoamericana, a fines del siglo XX, como mirada "desde el margen y desde abajo" (Pons 1996 y 1999). Y, también dentro de América Latina, el género conocerá sus momentos de auge en las épocas de cambios y de crisis, cuando se busque en la novela histórica una respuesta a las convulsiones e incertidumbres del presente1

2. La novela histórica del Romanticismo en Latinoamérica.

Las novelas de Scott tuvieron una rápida difusión en Latinoamérica, que se desprendía violentamente del vínculo colonial; hacia 1830 ya se leían en  traducciones. Por otro lado, las nuevas repúblicas americanas, de norte a sur, ofrecían al viejo continente modelos audaces, en cuanto a la práctica de formar nuevas naciones, al decir de Benedict Anderson (1993, 75) "comunidades imaginadas", que, de forma pionera, "prepararon el escenario para la nación moderna". Con tanta más razón, estas nacionalidades recién creadas necesitaban fortalecer un imaginario cohesivo a través de una forma de difusión que había sido fundamental para la gestación y afirmación de sus propias revoluciones: la letra impresa.

Durante la Colonia, las políticas de la Corona habían ejercido una fuerte tutela sobre los lectores. La novela es un género cuestionado (por la censura) y relativamente tardío, en cuanto a su producción local. La Real Cédula de 1531, o los Índex de 1747 a 1807, prohíben la entrada de diversos libros, sobre todo los de "romances" e "historias vanas y profanas". A pesar de todo, llegan clandestinamente (un hermoso cuento de Manuel Mujica Láinez en su Misteriosa Buenos Aires, titulado "El libro", gira en torno a la aparición de un ejemplar del Quijote entre fardos de contrabando venidos de Porto Bello, en 1605). Luego de la emancipación, el flujo de novelas que arriban al Nuevo Mundo sigue aumentando. Se utiliza el término "novela" (de tradición italiana y aplicación española) para designar este tipo de producción ficcional, pero también el de "romance", no ya con el sentido que lo asimilaba a las novelas de caballerías, sino más bien como galicismo (del francés "roman"). En el Río de la Plata, según las investigaciones del bibliotecólogo Alejandro Parada (2007, 99) avisos y catálogos de librerías en la década 1820-1830, permiten constatar que el 80% de los autores eran españoles, franceses e ingleses, y que la tendencia predominante se orientaba hacia la literatura, campo donde la novela jugó un papel fundamental.

Pero las sociedades latinoamericanas comienzan pronto a generar su propia narrativa. Las novelas fundadoras se remontan a los orígenes de las naciones con el fin de crear un imaginario legitimador, así como los modelos a seguir. Se trata de lo que Doris Sommer (1993) llama "romances nacionales", cuyas proyecciones alegóricas exceden los moldes realistas. Cabe señalar que Sommer usa el término "romance" en el sentido de Northorp Frye, como narración de proyección épica, representativa de la historia colectiva. Los ejemplos típicos que propone son las historias de amantes que representan regiones particulares, razas, partidos, intereses económicos, y que desean unirse más allá de los obstáculos. Estas novelas románticas van de la mano con la historia patriótica, y ofrecen alegorías de fuerte contenido político, en relación con un no menos fuerte contenido erótico, encarrilado hacia lo doméstico y ejemplarizante ("domestic romance").  Señala Doris Sommer que las grandes novelas del Boom (como Cien años de soledad) reescriben, en clave de fracaso, los "romances" originales. Podríamos añadir que la tendencia continúa en novelas históricas recientes. Así, Historia secreta de Costaguana (2008), del colombiano Juan Gabriel Vázquez, que narra, en términos de antiepopeya, los trágicos avatares de una nación (Colombia) desgarrada por la eterna guerra civil y los desatinos de los gobernantes de turno, bien aprovechados por la rapacidad de las naciones poderosas.

Desde 1850 a 1880, las novelas proyectaban los ideales de la sociedad civil a través de héroes masculinos considerablemente "feminizados" (belleza física, sentimientos e ideales sublimes). Sommer plantea diferencias con respecto al deseo romántico triangular descrito por René Girard, a las relaciones de poder plasmadas en las novelas de Balzac o Stendhal, al desencanto y las fisuras en la familia burguesa. Aquí se trata de fundar esas familias y armonizar las tensiones, aunque el precio sean las "hermosas mentiras" ("pretty lies") de esos relatos que enmascaran, dice, el proyecto de dominación del orden burgués.

El entrelazamiento de historia y ficción nacional con proyección política, es reafirmado en metatextos y peritextos de  ensayistas y escritores (Andrés Bello, Bartolomé Mitre -en el prólogo a su novelita Soledad de 1847-, José Martí).

No todas las "novelas fundacionales" son históricas. Pero muchas sí lo son, como por ejemplo, las obras del escritor y político brasileño José de Alencar, en Iracema (1865) y O guaraní (1857), Enriquillo (1882) del dominicano Manuel de Jesús Galván, Ynguermina (1844) del colombiano Juan José Nieto, que se focalizan en idilios interétnicos (conquistadores, indígenas, mestizas), La novia del hereje o La Inquisición de Lima (1854), del argentino Vicente Fidel López no integra el elemento indígena, pero sí el hispanocriollo con el anglosajón, en contra de la represión del librepensamiento instalada por los procedimientos inquisitoriales de la Colonia, a través del romance entre la católica María y el inglés "hereje" Henderson.

Comentario aparte merece la novela Jicoténcal (1826), publicada en Filadelfia, imprenta de Guillermo Stavely, en dos volúmenes pequeños. Esta obra, sin firma de autor, fue atribuida a tres personas: el español Salvador García Bahamonde, el cubano Félix Varela, el cubano-mexicano José María de Heredia. Alejandro González Acosta (2000) sostiene que es de José María de Heredia. Rosa María Grillo (2007, 2010), después de detallado estudio, no toma posición al respecto y la sigue citando como de autor anónimo. Esta es la primera novela indigenista e histórica escrita en lengua española2. También es la primera que pone en escena a un personaje real y no a un protagonista ficcional. Elección pionera que luego será la preferida por la nueva corriente de narrativa histórica en el siglo XX, sobre todo en su vertiente deconstructiva de los próceres. La obra también se anticipa a otra opción de la novela histórica actual: la perspectiva de los vencidos. Pero -señala Grillo- en su idealización del mundo indígena obstaculiza, por otro lado, la comprensión de la identidad mexicana como una identidad mestiza.

3. El caso argentino

3.1. A la búsqueda de una "utilidad ejemplar"

Los autores de las nuevas novelas decimonónicas (inspiradas en la novela histórica scottiana, o en la sentimental de Richardson) son por lo general intelectuales antirrosistas que han ido al exilio en Chile, Perú, Bolivia, la Banda Oriental. Aunque el público argentino ya ha cobrado afición a la novela romántica europea (que llega al país por lo menos desde 1830 y antes aún), los preceptistas miran al género con recelo.

En el pre-romanticismo y sus ecos republicanos y rioplatenses, se busca una literatura activamente moralizadora, adaptada a la época y situación. Se privilegia la dimensión didáctica e informativa, la utilidad. La novela, como "historia ficticia" tiene un lugar menor ante el relato historiográfico de la "historia verdadera". Tampoco posee el prestigio de la poesía. Por eso habla Hebe Molina (2006) del "nacimiento acomplejado" de nuestra novelística.

Sólo Vicente Fidel López (él mismo, novelista histórico) coloca la novela como composición poética, con sus características propias, en su Curso de Bellas Letras (Chile, 1845). Muchas de las nuevas novelas buscan consolidar modelos de nación. Y todas pretenden ser morales, aleccionar, y franquearse así la entrada a las casas de familia y a las jóvenes lectoras.

El periodismo, a través de la publicación de folletines, era un buen marco para las ficciones, además de adoptar recursos literarios (amenidad, dramatización de diálogos, etc). Por lo demás, también daba un respaldo de credibilidad al enjuiciado nuevo género. Con todo, los folletines son resistidos por los periódicos más conservadores, como El Orden (Molina 2008, 35), a pesar de lo cual prima la demanda del público. De a poco, se empiezan a imprimir también obras de novelistas autóctonos con  la acotación "original", aclarando así que no se trata de una traducción.

Para López, la fantasía del autor debe hallarse en relación con la realidad. A través de la novela propone impulsar una reforma social, así como americanizar. Detenta el proyecto político de independizar la cultura argentina de la española y construir una nación moderna en el marco del romanticismo social, que postula la literatura como una herramienta al servicio del pueblo, para educar y movilizar las conciencias. Lo literario y lo político se funden en la finalidad estética. Dentro de la abundante producción de la época y en consonancia con estas pautas, se privilegió la canonización y la conservación de aquellas novelas que respondieran, como dice Molina (2008, 42), "a la finalidad estético-formativa que requiere la patria en proceso de gestación", subestimando y arrinconando otras producciones.

El primer relato histórico argentino pertenece a Miguel Cané (padre). Publicado en El Iniciador de Montevideo en 1838 con el título de "Una historia", se ambienta durante el bloqueo brasileño de 1826 al Río de la Plata. Le siguen el relato "Alí Bajá", de Vicente Fidel López, aparecido en El Progreso de Santiago de Chile en 1843, y la novela del mismo autor La novia del hereje (1854). Desde 1850, por su parte, Juana Manuela Gorriti da a conocer diversas narraciones de carácter histórico. En cuanto a Amalia (1851 y 1855) de José Mármol, en realidad es una novela prospectivamente histórica  (Curia, 1983) que finge tomar distancia de sucesos muy recientes. El prestigio de la "verdad documentada" que se le atribuía, desde el modelo scottiano, al género histórico, es desviado así para proyectar hacia el futuro una visión "objetiva" de las atrocidades del régimen rosista. Entre 1852 y 1872 se publican un centenar de novelas y nouvelles y el género se afianza. El proyecto sigue siendo argentinizar la literatura, no ya sólo, o no ya tanto, a través de la temática, sino también de la autoría.

3.2. Los "romances nacionales" y la voz desviada  de las escritoras 

En la novela histórica argentina el tipo de "romance nacional" descrito por Doris Sommer, que mezcla en una alianza fundadora lo "alto" y lo "bajo", los conquistadores europeos y las etnias no blancas (aborígenes o africanas) no está representado por los textos del canon. Amalia ocupa el lugar prototípico del "romance nacional" como novela canónica, que ofrece un poderoso "modelo de civilización": ciertamente, un modelo de "nación blanca" (Ortiz, 2009), del que las etnias no europeas, portadoras de la "barbarie", se hallan excluidas, o si en todo caso se incluyen, no lo hacen en la categoría de pares, sino en la de servidores y subalternos.

Sommer (1993 y 2006) encuentra una "unión de los opuestos" en la pareja que forman la joven viuda tucumana Amalia Sáez de Olabarrieta y Eduardo Belgrano. Sin embargo, las oposiciones que así se unen están lejos de ser tan significativas como las coincidencias: Amalia es provinciana, Eduardo porteño; Amalia no está (al menos al comienzo de la novela, antes de involucrarse con Eduardo), políticamente comprometida, su enamorado sí. Pero se trata de dos amantes de  raza blanca y clase social elevada, cuyas simpatías culturales, sociales, humanas, se vuelcan del mismo lado, y que encarnan un común "proyecto civilizador".

Dentro de las novelas históricas decimonónicas, Hebe Molina (2011, 246 y ss) distingue varios tipos, según la clase de pasado que abordan. Fuera de las escasas excepciones3 que trascurren en tierras lejanas, la mayoría desarrolla sus argumentos en América del Sur. De éstas, algunas, muy pocas, se ocupan del período de Conquista y Colonización. Otras trabajan sobre la guerra de la Independencia, de manera central o lateral. Las más, son las "prospectivamente históricas", que integran el llamado "Ciclo de la tiranía" y se consagran al período del régimen rosista bajo la pátina de "distanciamiento" y de "conocimiento verdadero y documentado" que proporciona el género. Fuera de La novia del hereje, de V. F. López, ya mencionada (y donde la alianza es la pareja de criolla y anglosajón), en ninguna de las novelas escritas por varones, aparece un mestizaje de opuestos -étnicos o políticos- que redunde en un efecto fundador  de la nacionalidad presente y/o futura. Solo la literatura escrita por mujeres marca una diferencia, también en cuanto a la visión del adversario político en las guerras civiles, más compleja y matizada en el caso de las escritoras, cuyos relatos incluyen la posibilidad de enamorarse del enemigo y aun de inmolarse por él.

Posicionadas en la sociedad de una manera ambigua, mediadoras entre Naturaleza y Cultura, siervas y reinas, matriarcas sin derechos civiles y políticos, pero con poder oficioso según los casos (Lojo 2000), las mujeres parecen ser capaces de mirar desde un ángulo distinto la posición del subalterno y marginal, del "otro" y del salvaje, muy en particular, de los pueblos originarios, desplazados del imaginario fundacional de la nación (Lojo 2005).  Así, autoras como Juana Manuela Gorriti, Rosa Guerra y Eduarda Mansilla, se plantean la cuestión de las relaciones amorosas (de grado, o por la fuerza) entre españoles, criollos blancos, mestizos e indígenas.

Los relatos de Gorriti muestran condiciones de brutal asimetría entre los amantes, establecidas por los vínculos de dominación. Tanto en La quena como en El tesoro de los incas, las mujeres aborígenes son seducidas por españoles, que les arrebatan los bienes cuyo secreto poseen, o el hijo que han engendrado con ellas. El mestizaje está radicalmente dañado por la violencia o la traición ejercida por el más fuerte. Los relatos de la decadencia incaica denuncian en Gorriti (Molina 2011, 261-262), situaciones de sojuzgamiento aún existentes. "La Cangallé", historia de un "cautiverio feliz" que se incluye en Peregrinaciones de una alma triste, se centra en la joven Inés, cautiva cuando niña de los mocovíes, que no puede volver a acostumbrarse a la vida civilizada en la Villa de la Cangallé, regida por los jesuitas. Un cacique mocoví se enamora de ella y es correspondido. Aunque el cacique está dispuesto a convertirse en cristiano por su amor, el romance tiene un final trágico, porque la tribu entera, guiada por la esposa indígena, invade e incendia la misión jesuítica.

Con una escena similar (el incendio, por parte de los indios timbúes, del fuerte Sancti Spiritus, primer asentamiento español en la tierra que sería argentina) se cierra un mito de origen de trayectoria secular: el de Lucía Miranda, forjado en un episodio de la crónica conocida como La Argentina manuscrita, que el asunceño Ruy Díaz de Guzmán concluyó alrededor de 1612. Dos escritoras: Rosa Guerra y Eduarda Mansilla, reelaboran el asunto en sendas novelas publicadas en 1860: Lucía Miranda y Lucía. Novela sacada de la historia argentina. Ambas son sumamente significativas en relación con la narrativa histórica finisecular del siglo XX, por varios motivos:

(1) Aunque la leyenda de una supuesta "primera cautiva española" encubra, bajo el tópico del deseo amoroso por la mujer blanca, la invasión, la lucha por la tierra y la dominación de los nativos, también repone a la sociedad indígena en la escena original de la nación argentina.

(2) Las dos señalan la posibilidad de interacciones profundas entre blancos y aborígenes, más allá del terreno bélico y la función épica: a través de la ilustración, la instrucción religiosa y la aceptación parcial de los elementos culturales no incompatibles con los parámetros civilizados. La heroína de Mansilla descuella en su rol activo y autorizado de intérprete y educadora; la heroína de Guerra, que también ocupa ese papel, aunque con menor iniciativa propia, se permite incluso la pasión (prohibida y no consumada) por el apuesto cacique Mangora, al que seduce y engaña de algún modo con la ambigüedad de sus palabras y su conducta (Lojo 2005 y 2007). El enfoque, más antropológico, de la novela de Mansilla, es relacionable con novelas históricas de fines del siglo XX que volverán sobre la cuestión del intercambio y rescate cultural (aunque ahora será el "salvaje" quien tendrá algo para enseñar a los "civilizados/as"). La novela sentimental de Guerra, pero en clave de pasión desatada, podría colocarse en el origen de la actual corriente de narrativa "histórico-romántica" o novela rosa de fondo histórico. De algún modo, ésta se plantea como reparación de un olvido vergonzante: el del mestizaje hispanoindígena, ausente del romance nacional fundador, aunque siga manteniendo la ideología de la supresión de las diferencias mediante un "dispositivo civilizatorio" (Barroso 2009).

(3) Más allá de la anécdota sentimental misma, la única novela decimonónica que, al margen del canon, intenta reescribir el mestizaje originario en tierra argentina, es la Lucía mansillana. La protagonista, si bien admira y compadece a Marangoré, no puede corresponderle, ni a él ni a su hermano Siripo, porque está unida a Sebastián, su marido, por la pasión y por el deber. Pero hay otra pareja: los prometidos Alejo (cristiano) y Anté (la ahijada timbú de Lucía) para quienes la pampa no será desierto ni intemperie sino "un abrigo para su amor"4; ellos sembrarán en la "inmensidad" la semilla de una sociedad futura.             

3.3. Las marcas genéricas de la novela histórica romántica y su versión rioplatense

El Romanticismo, europeo y rioplatense, produce una novela histórica prestigiosa y también popular, con alta conciencia de sí. Los peritextos (tapas, prólogos, títulos, subtítulos, ilustraciones, etc.) son claros y enfatizan la pertenencia de estas ficciones al circuito seguro de la "verdad" comprobada. Se exalta la construcción verosímil, y también la originalidad nacional de las novelas que van apareciendo en los distintos países.

Convergen en este género, nuevo en temática y forma, diversas tradiciones y procedimientos (Fernández Prieto 1998, Mata Induráin 1998). En cuanto a los elementos genéricos: (1). Tradición del romance5 antiguo (trama, acciones, suspense, elementos maravillosos, en función de las creencias de la época representada). (2) Novela gótica con su escenario típico (castillos, mazmorras, pasadizos, pero dentro de un marco histórico localizado, que aporta verosimilitud). (3) Novela social realista6 (en el tratamiento de personajes cuyos sentimientos y deseos se ven afectados por los acontecimientos públicos). (4) Costumbrismo, descripción minuciosa, detalles cotidianos, "color local". "Peculiaridades" del pasado.

En lo que hace a procedimientos, funciones y proyectos: (1) Recursos de verosimilización y también de ironía: apelación a la fuente documental, al "manuscrito hallado", pero el autor-narrador (como figura de saber), se reserva el derecho de cuestionar, comentar y corregir. Proyección metanarrativa e irónica.  (2) Defensa de las licencias que se toma el escritor, así como del anacronismo moderado y necesario, para acercar el pasado y hacerlo inteligible. (3) Proyecto de representar con verosimilitud el pasado histórico nacional (en particular el medieval). (4) Función didáctica y socioideológica ligada directamente a la situación política y a la historiografía romántica. (5) Respeto (al menos, proclamado) a la versión consensuada de una historiografía documentalista. (6) Los grandes protagonistas no son las figuras de la Historia, sino personajes sin correlato empírico, pero construidos según los cánones de verosimilitud del género. (7) Narrador omnisciente, que formula sus opiniones y que suele apelar al lector.

La novela romántica rioplatense tomó elementos fundamentales del modelo europeo y scottiano: peripecias y aventuras, escenarios y situaciones del gótico (a gusto del autor/a; son frecuentes, por ejemplo, en Juana Manuela Gorriti); voluntad de verosimilitud en la reconstrucción de ambientes; función didáctica, pedagogía social en la representación de un pasado nacional; desarrollo en primer plano de personajes ficticios, o de personajes considerados históricos, pero muy secundarios, que pueden ser libremente tratados  (como los del episodio de Lucía Miranda); narrador omnisciente con intervenciones textuales explícitas; fidelidad programática a las fuentes historiográficas. 

Pero también se distanció de este modelo en otros aspectos: en la mayoría de estas novelas el pasado no es remoto, como en las obras de Scott. No podría serlo, en países de historia relativamente corta que atravesaban etapas postindependentistas de consolidación constitucional, donde el interés de los autores no solía estar puesto en una recreación de la Colonia7. En cambio, como ya apuntamos, florece lo que Curia (1983) y Molina llaman "novela prospectivamente histórica", cuyo modelo es Amalia, iniciadora del llamado "Ciclo de la tiranía" (Molina 2011, 77-88, 285-316). Podría hablarse, mutatis mutandis, de una suerte de "ostranenie", de "extrañamiento" poético, practicado sobre un tiempo que se pone entre paréntesis y se mira como si fuera distinto y remoto. Pero lejos de trabajar sobre conflictos ya superados, esta novelística se instala en ellos y forma parte, soterrada o evidente, de un debate vivo. En realidad, y aunque la brecha temporal se ensanche, esto es lo que seguirá sucediendo con la novela histórica latinoamericana y argentina en su desarrollo posterior y en particular, a fines del siglo XX. Como señala Rosa Maria Grillo8 (2010) quizá no hay género ficcional más vinculado al presente que el histórico. En ese punto neurálgico: el presente, la novela proclamada histórica confluye con la novela política. Y aunque ya no se tome partido en forma más o menos ingenua, al modo de los novelistas decimonónicos del Ciclo de la tiranía, se apela al aquí y ahora, desde y por el relato del pasado, y se exhiben los nudos problemáticos irresueltos en la trama de los procesos histórico-sociales.   

3.4. La novela histórica argentina en la primera mitad del siglo XX

Nacida en el Romanticismo, la novela histórica sobrevive a los cambios de paradigma filosóficos y artísticos. Histórica ella también, como toda producción humana, se transforma según los tiempos y se (re)adapta a ellos. La novela modernista de Larreta y la realista de Gálvez representan en la Argentina las inflexiones fundamentales que adoptará el género hasta la mitad de la pasada centuria.

La gloria de don Ramiro (1908) de Enrique Larreta es la novela emblemática del modernismo local. La búsqueda de una exquisita reconstrucción de época no sólo obedece a la exigencia de verosimilitud, como en la novela histórica romántica. El pasado se transfigura en símbolo y se (re)construye como objeto estético. Una densa intertextualidad, una verdadera red de citas literarias y culturales de todo tipo (especialmente las referencias a la plástica) se erige en procedimiento constructivo fundamental de una novela profundamente irónica (Cardona Colom, 1990), en la que autor y lector no sólo saben lo mismo que el héroe de la historia, sino siempre más (el secreto de su origen bastardo) y pueden prever, desde ese lugar, los efectos trágicos de su falsa autopercepción y sus decisiones equivocadas. Se ha hablado de "escapismo" y de "exotismo" en esta novela ciertamente (pero no solo) preciosista. Sin embargo, se delinea en ella también una fuerte lectura política, que implica la crítica al poder absolutista del soberano español y al fanatismo de la Inquisición, en la que se cimenta un Estado imperial opresor, que busca la cohesión a través de la "limpieza" étnica y religiosa. El único futuro posible para el héroe fallado y pecador, y para España misma, estará del otro lado del mar, donde la raíz hispánica se ensamblará en el mestizaje racial y cultural y la santidad será posible de otra manera, en la figura joven y fresca de Santa Rosa de Lima, primera santa de las Indias y patrona de América: "No ha escogido esa vida guiada por el remordimiento o los pesares. Ha nacido santa. Es milagrosa desde la cuna. Su primer aliento difundió en su morada un hálito del Paraíso." (265)

Manuel Gálvez (1882-1962) es el mayor y más popular exponente del tardío realismo argentino, así como de la novela histórica realista. Sigue en general el modelo de Scott (narrador ominisciente, personajes protagónicos ficticios), pero, lejos de los ingredientes fabulosos y góticos, adopta la perspectiva del realismo balzaciano, y acusa el impacto de los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós. En su lectura de la Historia, en biografías y novelas, se coloca (aunque no siempre lo declare) en la perspectiva revisionista, que invierte a veces los signos positivo/negativo de la antinomia sarmientina civilización/barbarie y reivindica a los caudillos federales, desde las bases culturales y las tradiciones ancestrales de la cultura criolla. Sigue en esto la línea iniciada por Manuel Bilbao, los hermanos Vicente y Ernesto Quesada, José Luis Busaniche, David Peña, Ricardo Rojas, Emilio Ravignani. Sus novelas históricas muestran así la posibilidad de un "país alternativo", ahogado por la derrota de los caudillos y el triunfo del unitarismo liberal. 

Escribió un ciclo de novelas sobre la Guerra del Paraguay o de la Triple Alianza: Los caminos de la muerte (1928), Humaitá (1929) y Jornadas de agonía. Según Rubione (2002), aquí el revisionismo es moderado. No hay crítica encarnizada contra Mitre: en realidad, Inglaterra es el ganador oculto de esta contienda que desangró a los pueblos que en ella intervinieron. Fiel a Scott, narra desde el mundo privado de familias argentinas y paraguayas, tanto de la clase alta como de las clases bajas.

Otro ciclo de novela histórica lo conforman  las Escenas de la época de Rosas (siete novelas), escritas desde 1930 a 1954. El gaucho de los Cerrillos es la primera y se sitúa en el comienzo de la guerra civil, con el asesinato del gobernador legítimo de Buenos Aires, Manuel Dorrego (federal), por obra del general unitario Juan Galo de Lavalle. Rosas, retratado con luces y sombras (esta perspectiva matizada es constante en el resto del ciclo), es no obstante presentado como el hombre que las circunstancias exigen para defender los intereses de la nueva nación.

4. Hacia la posmodernidad.

4.1. Cambios en la segunda mitad del siglo XX

Ya desde el período de transición entre dos siglos, los teóricos del género detectan, en la novela europea, cambios relacionados con tres ejes fundamentales: subjetivización, trascendencia de la Historia (que adquiere una creciente proyección simbólica) y autoreflexividad (Wesseling 1991). Estos cambios van parejos con el cuestionamiento de la historiografía positivista, cuya figura central fue Ranke. Convertido en crítico de Walter Scott, luego de su admiración inicial, el erudito germano es el adalid de una historia "trasparente", avalada por la evidencia documental, que garantizaría la objetividad del historiador como única voz autorizada. Corrientes espiritualistas e irracionalistas dudan de esta confianza. Lo que está en crisis es el modelo de conocimiento que sostiene la mentalidad realista, convencida de la inteligibilidad de la Historia, y de la posibilidad de narrar los hechos "tal como fueron". La (re)interpretación comenzará a imponerse sobre la reconstrucción. Se debilitan las conexiones causales y el peso de lo informativo, avanzan la ambigüedad y el pluriperspectivismo (Fernández Prieto 1998, 127 y ss.).

Después de la Segunda Guerra Mundial, la erosión de los grandes relatos y de los principios unificantes, la pérdida de la fe en el Progreso como idea-fuerza, la relativización de la mirada etnocéntrica europea, la crisis de las certezas absolutas que desemboca en el "pensamiento débil", afectan la percepción y valoración del pasado, tanto en el campo literario como en el historiográfico. El llamado "giro narrativista", cuyo más notorio exponente es Hayden White (1992, 2011), después del intento de una historia objetivista sostenido en la primera etapa de la Escuela de los Annales, retorna sobre la condición ineludiblemente interpretativa y narrativa de la historiografía misma, explora sus relaciones con la ficción y su carácter tropológico.

La llamada "metaficción historiográfica" (Hutcheon 1998) avanza, concomitante, en la problematización de los documentos (siempre "recortados" e insertados en relatos previos), exhibe la compleja construcción narrativa de todo abordaje del ayer, convierte las "verdades" en "versiones", se interroga, epistemológicamente, sobre los procesos y procedimientos de intelección del pasado, y pone en jaque el estatuto ontológico de la frontera ficción/realidad. Se deja de aspirar a la verosimilitud e incluso se contradice el discurso historiográfico consensuado; se introducen, deliberadamente, anacronismos y ucronismos, se trabaja desde la sátira, la ironía, la parodia. La mirada se fragmenta en puntos de vista múltiples, en perspectivas excéntricas y marginales.

4.2. ¿Posmodernidad latinoamericana?

No pocas veces se ha planteado la crítica este interrogante: si es lícito hablar de posmodernidad en un subcontinente que (lejos del post industrialismo) en muchos aspectos quedó al margen de la modernidad, y subsumido en la dependencia económica (Kohut 1997).

Por otra parte, mientras en el mundo desarrollado se proclamaba el fin de la Historia y de la Utopía, ese otro mundo sumergido intentaba "adueñarse de aquel pasado que le había sido negado por la invasión del sujeto europeo" (Grillo 2010, 30). En lo que hace a la llamada "posmodernidad literaria", la misma Grillo advierte que los rasgos considerados por los teóricos europeos como "posmodernos", en realidad han caracterizado desde siempre la literatura de Latinoamérica; la parodia, el pastiche, la hibridación, la polifonía, las prácticas de ruptura y desestabilización del canon, el descentramiento, pueden rastrearse ya en los comienzos de la escritura en Latinoamericana. En cualquier caso, Latinoamérica habría practicado una posmodernidad avant la lettre, desde el rechazo al pensamiento único y la apertura constitutiva hacia una ambigua pluralidad.

Sería lícito afirmar que la llamada "nueva novela histórica", definida justamente por tales rasgos (Menton 1993), retoma con fuerza estos orígenes a partir de la mitad de la mitad del siglo XX. Tanto por el hecho político de que, así lo señala Carlos Fuentes (2012) percibimos que nuestra Historia se halla inconclusa y que el pasado es "nuestra agenda", nuestra asignatura pendiente, como porque esa novela estaba ya, latente, en las crónicas de Indias, en la "épica vacilante" de Bernal Díaz del Castillo, o añadiremos, en la voz desdoblada de un Ruy Díaz de Guzmán, que -aun siendo el hijo de su padre conquistador, y funcionario de la Corona-  es también el hijo de la mestiza Úrsula de Irala. Y se permite darles la oportunidad a los jefes indígenas Mangoré y Siripo, para que desde ellos se expresen las razones profundas de su insurrección contra los españoles9, dentro del mismo mito legitimador de la ocupación territorial (el episodio de Lucía Miranda) que no obstante construye.  

5. En la Argentina: desde la segunda mitad del siglo XX hasta el siglo XXI

La novela histórica continúa con otras modulaciones después de Gálvez. Heredero de Enrique Larreta en varios sentidos (la matriz modernista, la ironía, la gravitación de la cultura española, el amor por el Renacimiento), Manuel Mujica Láinez crea una singular narrativa histórica, con rupturas de la poética realista y fuerte incidencia de elementos metaficcionales. Al mendocino Abelardo Arias, inscripto en una línea revisionista en cuanto a la acción de los caudillos provinciales, se deben la novela Polvo y espanto (1971) -donde anticipa, en su impresionante heroína, doña Agustina Palacio de Libarona, la revaloración del papel femenino que se dará en las próximas décadas- y Él, Juan Facundo (1995), sobre el célebre caudillo Juan Facundo Quiroga, en una lectura disidente de la sarmientina. Ambas destacan por la proyección de lo histórico en el campo mítico-simbólico. Otro mendocino, Antonio Di Benedetto, se inscribe en la vanguardia de la narración histórica latinoamericana con Zama (1956), que aúna la innovación literaria y la densidad existencial en la conciencia de su atormentado protagonista, don Diego de Zama. La única novela del poeta Enrique Molina: Una sombra donde sueña Camila O'Gorman (1973), erige, con alto vuelo lírico, la pasión de Camila y Ladislao en símbolo de la rebelión contra el orden autoritario. Sara Gallardo publica en 1979 una novela pluriperspectivista y polifónica, construida con pétalos centrífugos, como lo sugiere su título: La rosa en el viento, donde Olaf, el nórdico, llega al sur patagónico bajo el signo de amores desgraciados y se compromete en una empresa liberadora con el pueblo mapuche, que lo recibe como a un salvador.

A comienzos de los '80 aparecen ficciones como Respiración artificial de Ricardo Piglia, Río de las congojas de Libertad Demitrópulos, Juanamanuela, mucha mujer, de Marta Mercader. Estas obras exhiben (aunque todas no simultáneamente) peculiaridades constructivas que se han atribuido a la "nueva novela histórica"10 (Menton 1993, Pons 1996 y 1999, Kohut 1997), línea dominante en la novela hispanoamericana desde mediados del siglo XX (Pacheco 2001), en la que se inscriben grandes autores del llamado Boom, desde Alejo Carpentier a Carlos Fuentes. Encontramos en ellas polifonía, registro poético y oral (muy acentuado en el caso de Demitrópulos), voluntad de disolver estereotipos y mitificaciones escolares; por momentos, tratamiento paródico, carnavalesco e irreverente de personajes, situaciones, tópicos, conciencia metanarrativa y metaficcional. Precisamente una novela sobre un período histórico más reciente: Santa Evita (1995), de Tomás Eloy Martínez es analizada por Celia Fernández Prieto (1998) como narración donde se exponen de manera modélica estas dos últimas características.

5.1. Popularidad, legitimidad, posmodernidad.

En otro trabajo (Lojo 2008) me he referido ya a las discusiones surgidas a partir de la enorme popularización de los relatos de la Historia (los ficcionales y también los incluidos en la llamada "divulgación histórica"), que se había iniciado en los '80, y que se profundiza a partir de la década de 1990. Desde núcleos académicos, tanto en el ámbito de la crítica literaria como en el de la historiografía, esta difusión masiva llevó a cuestionamientos varios, que podrían resumirse en dos fundamentales: (1) El carácter mercenario y consumístico de tales productos, que serían fruto de manipulaciones de mercado, digitadas, en su mayor parte, por los grandes grupos multinacionales de la industria editorial instalados en la Argentina durante la presidencia de Carlos Menem. (2) Su baja calidad intelectual y/o estética, directamente asociada a su carácter de "mercancía" demandada y consumida por un vasto circuito de lectores no especializados11.

Como ya he señalado anteriormente, y ampliaré aquí, estos argumentos dejan fuera muchos matices y aspectos de la cuestión tanto en lo que hace a los procesos de escritura como de recepción de las obras. Por cierto, todo libro, destinado o no a un público de connoisseurs o especialistas, es también una mercancía, que no solo no puede escapar del soporte mercantil, sino que lo necesita para asegurar su llegada a los lectores12; al menos así sucedía aún en las décadas del 80 y 90 en el siglo XX13. Achacar la demanda de "relatos de la Historia" a una operación editorial dirigida desde los centros de la globalización es, cuando menos, simplificador. La renovada vigencia de la novela histórica (y del interés por la Historia) es un fenómeno central en el panorama literario de América Latina, profundamente relacionado, en lo político, con la creciente demanda de los países que la integran por completar un proceso independentista que fue solo parcial, y alcanzar la tan mentada "segunda independencia", capaz de resolver la deuda interna (con los sectores postergados y subsumidos) y la deuda externa (dependencia con respecto a los países hegemónicos en la globalización asimétrica). Después del obligado silencio de los debates durante la última Dictadura y de los obstáculos hallados en los primeros años de democracia para la soberanía económico-política, la Argentina del período neoliberal vuelve a preguntarse por su origen y destino, y no todo  queda en una coyuntura comercial que las editoriales aprovechan (aunque esto también haya existido). Los interrogantes recrudecen al trasponer el segundo milenio, ante una situación de bancarrota y de crisis del mismo pacto constitutivo de la nación, que lleva, más que nunca, a través del ensayo y de las ficciones, a sondear las razones y las raíces del "mal argentino". En todo caso, lejos de convertirse en público dócilmente "importador" de relatos históricos generados en los centros de Occidente, los lectores vuelcan su interés en el pasado de su comunidad en riesgo para desentrañar, de algún modo, las causas de la desventura presente. No debe olvidarse, por fin, que también las investigaciones y colecciones académicas suscitan renovado interés y encuentran una más amplia visibilidad, junto con el ensayo, la ficción y la divulgación histórica.

En lo que respecta a la cuestión de la "calidad literaria", es tan variada como los autores y sus propuestas individuales, aunque todos quedaron englobados bajo la ofensiva contra la "llamada novela histórica". Algunos, incluso, prefirieron negar esta adscripción genérica (entre otros, Andrés Rivera y Eduardo Belgrano Rawson) a pesar de ser obvio que, desde los mismos epitextos y peritextos, sus obras (que alcanzaron a veces picos de venta) se inscriben en la ficción histórica. Si de peritextos se trata, desmarcarse del género desde el diseño de cubierta resulta prácticamente imposible. Parte del contrato de la novela histórica es la posibilidad de reconocimiento, por parte del lector, de la época (connotada y denotada por grabados, pinturas, acuarelas o ilustraciones varias), y de sus protagonistas, que suelen ser, en la nueva novela histórica latinoamericana y en la argentina en particular, personajes públicos y notorios del pasado nacional. Así, aun dentro de editoriales sin diseño uniforme de caja por género, como Alfaguara, las novelas El farmer y Ese manco Paz, de Andrés Rivera, ostentan sendos medallones con el retrato de sus respectivos héroes (Juan Manuel de Rosas y José María Paz). En otras editoriales que lanzaron colecciones de novela histórica, como Sudamericana, la misma caja incluía en su diseño el medallón con ilustración antigua. Así, autores provenientes del mundo académico, como Elsa Drucaroff o Martín Kohan14, se avinieron al pacto popular y figurativo del género desde el balcón de las tapas, aunque el ingreso al interior del texto pudiese abrir otras dimensiones del contrato de lectura. Otros, por fin, como Federico Jeanmaire en Montevideo, o Julio Torres, en El oro de los Césares, redoblaron la apuesta: en un Sarmiento de cabello color platino con reminiscencias de Andy Warhol (Jeanmaire), o un Jerónimo Luis de Cabrera encerrado (Torres) dentro de un medallón neo-kitsch15, debajo del cual se posiciona el título de la novela escrito en letras doradas con relieve16.

La interacción fluida entre la llamada "alta cultura", la cultura popular y la cultura/literatura de masas, es, por otra parte, un rasgo reconocido como posmoderno (Amar Sánchez, 2000), presente también en la novela histórica de fin de milenio, que suele practicar cruces fecundos con géneros "menores": el policial, la novela de espionaje, la novela de aventuras, ciertas estrategias del folletín, el melodrama, la novela gótica17, utilizando sus poderes de seducción sin agotarse necesariamente en ellos18

5.2. Un giro representativo

Llamo "giro representativo" (Lojo 2010) a la nueva mirada que la novela histórica argentina de fines del siglo XX  arroja sobre la figura de los héroes, de las heroínas y de las etnias no blancas (habitualmente excluidas del imaginario oficial de la nacionalidad). Mirada que involucra, con diferentes grados de profundidad, tanto las creaciones de factura más tradicional o codificada, como las de mayor sofisticación o ambición experimental, identificables con estrategias de escritura consideradas "posmodernas".

Los héroes y próceres fundadores no sólo rompen los moldes de acartonada virtud ejemplar donde los colocó la enseñanza escolar. Además de volverse capaces de temores, defecciones y debilidades, se abre en ellos un espacio de intimidad corporal, sexual y sentimental. La vejez, la enfermedad, la muerte, el sexo y las pasiones, ingresan, para quedarse, al relato novelesco de la historia patria. Esto va de la mano con la publicación de historias de la vida privada y con el interés de los académicos (Ollier y Sagastizábal 1994, Gálvez 2001, entre otros) por el amor como asignatura pendiente de la historiografía nacional. No por ello toda la ficción resulta tipificable como "histórico-sentimental"19 (Barroso 2009). Pero el amor deja de ser un incidente, una anécdota marginal, para ser visto como fuerza impulsora y transformadora de la Historia (pequeña y grande). Para alguna crítica, esta elección temática parecería conducir a la depreciación estética. Aduce María Cristina Pons (1999): "Se trata […] de novelas que conforman un cuerpo relativamente homogéneo, de fácil lectura en cuanto a la sofisticación de sus técnicas de representación, así como por la manera en que se aborda la historia. Por lo general, se trata de romances de personajes históricos o marginales, algunas con tonalidades melodramáticas o de un heroísmo trágico, o las aventuras amorosas de grandes figuras históricas, ninguna de ellas necesariamente controversial" (162). La verdad es que ni el tema ni las técnicas de representación (la autora del trabajo no explicita a cuáles se refiere), determinan, por sí mismos, la calidad de las obras. Quizás opere en este juicio el habitus naturalizado que asocia un tema "femenino" o "feminizado" por excelencia: el amor, a la minusvaloración de la que suelen ser objeto las mujeres y sus ocupaciones y producciones habitualmente desprestigiadas.

Aunque Pons señala como representante paradigmática de este tipo de novelas (hasta el punto de adjudicarle el haber establecido un "patrón"), a la escritora María Esther de Miguel (1993 y 1994), lo cierto es que no hay menos amor (y del tipo que Pons ha descrito) en ficciones históricas escritas por varones, algunos de ellos notorios y premiados: Andrés Rivera, Abel Posse, Dalmiro Sáenz, Adolfo Colombres, Federico Jeanmaire, entre los más conocidos. Sus héroes, vulnerables, sucumben al erotismo y a la obsesión por la belleza y el glamour hasta los extremos del ridículo (el Sarmiento de Montevideo, el Cristóbal Colón de Los perros del Paraíso); recuerdan, con deseo imposible, a la única mujer que han amado y que valoran realmente solo cuando la han perdido (el Manco Paz de Andrés Rivera); meditan en prisión sobre la belleza y la poesía de la barbarie, mientras se entregan al amor y al sexo (el Paz de Dalmiro Sáenz, en Mis olvidos)20; mueren en la miseria con "heroísmo trágico", evocando a la mujer prohibida que les ha dado una hija (el Belgrano de Adolfo Colombres en la nouvelle El ropaje de la gloria). Cabe citar especialmente La lengua del malón (2003), de Guillermo Saccomanno, una novela que cruza la caída del primer peronismo, tiempo del relato primero en el que dos amigas viven un amor lésbico, con la novela escrita por una de ellas sobre la pasión entre un indio y una cautiva. El narrador principal de la historia es el homosexual y peronista profesor Gómez, que reivindica la literatura de los márgenes (231), así como el autor empírico, en una entrevista, asume orgullosamente el carácter melodramático de su propia novela21.

Las heroínas, por su lado, vuelven desde la memoria privada al ruedo público, se reinventan. Lo hacen a veces desde el "rol excepcional", donde aparecen desempeñando actividades o papeles no habituales para su género, o en situaciones jerárquicas que sólo podía ocupar un pequeño número. Novelas de "rol excepcional" son, por ejemplo: La Peñaloza. Una pasión armada, de Marta Merkin (1999), que da voz y cuerpo a Victoria Romero, la esposa de Ángel Vicente Peñaloza, el Chacho, que guerreó junto a él en sus campañas. Martina, montonera del Zonda (2000), de Mabel Pagano, hace lo propio con la legendaria Martina Chapanay, montonera, rastreadora, baqueana, y eventual salteadora. Son varias las biografías y novelas sobre las mujeres de la familia de Rosas, que sostuvieron, desde los salones, la trama del poder político (el estudio biográfico Mujeres de Rosas, de Sáenz Quesada, la novela María Josefa Ezcurra, de Carmen Verlichak; la biografía Encarnación Ezcurra, de Vera Pichel, la novela La princesa federal, de quien escribe, sobre Manuela Rosas). Vuelven bellas e intrigantes amantes y cortesanas como Ana Perichon de Vandeuil, alias la Perichona (Ana y el virrey, de Silvia Miguens), o Manuela Sáenz, la Libertadora (La gloria eres tú, también de Silvia Miguens), que conforman el "poder detrás del poder". Emergen las actrices destacadas (Trinidad Guevara, de Carmen Sampedro), las pioneras y co-gobernadoras (la María Vernet de Nostalgias de Malvinas, de Silvia Plager y Elsa Fraga Vidal), las escritoras audaces que rompieron con su vida, con su obra, o con ambas, los moldes establecidos: Juana Manuela Gorriti en Juanamanuela, mucha mujer, de Marta Mercader, Eduarda Mansilla en Una mujer de fin de siglo, Victoria Ocampo en Las libres del Sur, ambas de la que firma, o Juana Manso (poeta, novelista y educadora de avanzada) en Cómo se atreve. Una vida de Juana Paula Manso, de Silvia Miguens.

Pero aun en las novelas de "rol habitual": el de las esposas, madres, hermanas que organizan la familia, las mujeres domésticas, implicadas en el flujo de la Historia, terminan saliendo del sagrado recinto del hogar y el gineceo hacia la visibilidad del espacio público o los riesgos de la intemperie, donde combaten por (y al lado de) sus hermanos, sus maridos, sus amantes, sus hijos. Así lo ejemplifican obras como Lorenza Reynafé (1991), de Mabel Pagano o La patria de las mujeres (1999) y Conspiración contra Güemes (2002), de Elsa Drucaroff.

Esta (re)invención de las heroínas intentó empezar a construir una "memoria de las fundadoras" escamoteada. Además, al tratarse de obras en su mayor parte escritas por autoras, plantearon una promesa que, si bien muchas veces no fue cumplida, al menos se mantuvo como fecunda incitación: la de pensar desde adentro al sujeto femenino. Pocos autores varones argentinos (Benito Lynch, Eduardo Mallea, Manuel Puig, Mujica Láinez, entre otros) se hicieron cargo de esa "mirada interior" capaz de recoger plenamente una experiencia que parecía mantenerse elusiva para ellos.

A la desconstrucción de los héroes (tanto paródica como pasional y sentimental) y la reposición del cuerpo y la intimidad en sus figuras planas, a la reinvención de las heroínas, desde el rol habitual o el rol excepcional, se une la memoria resistente de las etnias no blancas: aborígenes y afroargentinos. Las últimas décadas del siglo XX expandieron y ahondaron la tematización de lo aborigen en la novela22, y no ya sólo bajo la clásica figura de los malones en el área rioplatense, sino dentro de configuraciones y comunidades culturales de distintas áreas del país y con diversos grados de integración a la sociedad hegemónica. Pueden citarse, entre otras, las novelas de Adolfo Colombres (Karaí, el héroe), Laura del Castillo (Borrasca en las clepsidras), referidas al área guaranítica; las de Eduardo Belgrano Rawson (Fuegia), Sylvia Iparraguirre (La tierra del fuego), Leopoldo Brizuela (Inglaterra) en torno a las etnias extinguidas de la Patagonia austral; otras novelas del mismo Colombres sobre el Tucumán (Portal del paraíso, Territorio final). Las culturas pampeanas, mapuches y ranqueles, retornan en textos de Pedro Orgambide (2000), de María Angélica Scotti (2006), del citado Brizuela, y de quien esto escribe (La pasión de los nómades, Finisterre)23. Los aborígenes de la época de la Conquista (argentinos o no) reaparecen en obras de Juan José Saer (El entenado), Abel Posse (Daimón, Los perros del paraíso, El largo atardecer del caminante), María Angélica Scotti (Señales del cielo). Estos textos se inscriben en distintas poéticas; según el caso, introducen elementos ucrónicos o anacrónicos, juegan con lo mítico y lo maravilloso, practican la parodia, pero en todos ellos los aborígenes, abordados en su condición de pueblos originarios, se incluyen plenamente, con diferentes grados de drama y de conflicto, en la Historia argentina (y/o iberoamericana) y en la condición humana y cultural. A menudo juegan como "civilizados" frente a los "bárbaros" invasores, o pagan el precio de la degradación y la pérdida de sus propios saberes por la aculturación y la subordinación al conquistador (Lojo 2006 y 2007). Lo que antes fue ensalzado como epopeya (la llamada Conquista del Desierto, entre 1879 y 1885 y sus secuelas), hoy es leído por la ficción como genocidio (Lojo 2007b) y la Conquista española, que determinó la primera dependencia se revisa también desde ese lugar.           

Los afroargentinos, por su parte, resurgen con fuerza, como sujetos agonistas y deuteragonistas, ya desde la memorable Inucha, servidora y compañera de la escritora Gorriti en Juanamanuela, mucha mujer, de Marta Mercader (1980), o desde el amigo de Castelli, Segundo Reyes, ex esclavo y capitán de los ejércitos del Alto Perú, en La revolución es un sueño eterno (1987) de Andrés Rivera, hasta personajes de textos más recientes: los que aparecen en las Historias imaginarias de la Argentina (2000) de Pedro Orgambide; las "morenas" que transitan la obra de Cristina Bajo, a veces con fuerte protagonismo, como la Severa -otra nodriza- en Como vivido cien veces (1995); María Kumbá, la soldadera, heroína (y también voz narrativa) de Cielo de tambores (2003), o la negra Benita, primero esclava y luego liberta y hábil espía (Conspiración contra Güemes, de Elsa Drucaroff, 2002). En estas obras también hay indios e indias, individualizados y partícipes de la sociedad que se describe: la Argentina de las luchas por la independencia y de las guerras civiles, que estaba lejos de ser, como se ha dicho, un cuerpo étnico blanco y europeo (Lojo 2004). Las ideas-fuerza (alineadas en la eugenesia y la biopolítica) así como los intereses económicos dominantes a fines del siglo XIX, determinaron que, o no existiera posibilidad de integración para los aborígenes considerados como razas inferiores, condenadas a desaparecer, o bien, que en el mejor de los casos, la única posibilidad asimiladora fuese la renuncia a la alteridad cultural (Lojo 2004b). Buena parte de la novela histórica actual rescata, precisamente, esa diferencia. El antes depreciado "salvaje" es visto como portador de un saber (sobre el mundo natural, sobre el sentido de la vida) que la imposición del hombre blanco occidental degrada y pervierte (así ocurre en novelas como Fuegia, de Belgrano Rawson, o La tierra del fuego, de Sylvia Iparraguirre). Desde este conocimiento puede transformarse incluso en maestro e iniciador del huinca o extranjero24.  

Escéptico en cuanto a la posibilidad de establecer claras separaciones entre novela histórica "tradicional" y "nueva novela histórica" posmoderna solo por sus procedimientos, se pregunta Lukasz Grützmacher (2006) si lo que realmente tienen en común las novelas históricas de las últimas décadas no es una "retórica de la historia postoficial". Ésta sustituiría una historia oficial considerada no sólo falsa sino además, injusta, por "su propia versión inventada si esta resulta más 'justa' desde la perspectiva postmoderna, es decir, si representa el punto de vista de las minorías marginadas" (163). En este sentido, apunta, todas compartirían cierto tipo de ortodoxia: la "proyección de lo políticamente correcto en el pasado", más allá de la supuesta capacidad subversiva y polifónica que les atribuye la crítica.

En cualquier caso como ya se ha dicho, la novela histórica no es una mera arqueología del pasado, sino que expresa, ante todo, las preocupaciones intelectuales y éticas de cada presente. En el nuestro, en el de Argentina y en el de Latinoamérica en general, la voz de los vencidos y el lugar de los excluidos y marginados conforman los lugares simbólicos inexcusables para volver a imaginarnos y a pensarnos en el difícil camino hacia la construcción, esta vez integral, de la demorada "segunda independencia25". 

6. Conclusiones

Desde sus inicios en el Romanticismo, la novela histórica se halla ligada a un objetivo fundamental: imaginar la nación, revisar los orígenes y el cumplimiento de los pactos comunitarios, trazar un mapa de las creencias y de las culturas quie antropológicamente la definen, establecer identificaciones.

Aunque este objetivo no es el único (las novelas históricas viajan también más allá de las fronteras nacionales, hacia territorios exóticos y remotos, o acuden a los fundamentos de la propia civilización occidental), sí puede decirse que es un objetivo axial y primario, al menos en Latinoamérica y en la Argentina en particular. Como observa Carlos Fuentes, percibimos que "el pasado es nuestra agenda". Desde ese ángulo, nada hay más revulsivo, más creativo, que mirar hacia atrás para rehacer el presente.

La novela histórica latinoamericana y argentina experimenta cambios históricos ella misma: está sujeta al Zeitgeist, a la transformación de los paradigmas de conocimiento y percepción del mundo en cada época. En ese sentido, y más allá de los debates de la crítica sobre los procedimientos que debieran, o no, considerarse posmodernos, quizá lo que marca verdaderamente la diferencia es la certidumbre de que la Historia no es "el hecho" sino "el relato" de hechos en sí inaccesibles, que solo nos llegan a través de construcciones conceptuales y narrativas. La novela de los últimos tiempos problematiza, justamente, toda posibilidad de acceder al "hecho en sí", y se autopropone, por otra parte, como "relato alternativo". No "la verdad" sino "otra verdad", "otra versión", que, en efecto, aspira a incluir la perspectiva de los excluidos, y reponer, en las vidas "heroicas", los registros que no se tenían en cuenta al relatarlas: la "intrahistoria" (Rivas 2004, Biasetti 2009) en este caso de los héroes masculinos mismos, a los que la pedagogía oficial había despojado de vulnerabilidad, de intimidad, de cuerpos deseantes. Por otro lado, se busca rescatar la interioridad subjetiva de mujeres y subalternos en general (étnicos y de clase), pero sacándolos de la multitud, el anonimato, el espacio privado, el telón de fondo, para dotarlos de personalidades diferenciadas y también de relieve en el espacio público.

Pasada la primera década del siglo XXI, se presentan a la novela histórica argentina nuevos desafíos. Una distancia de varias décadas nos separa ya de traumáticos hechos colectivos, como la última dictadura militar y sus prolegómenos, o la Guerra de Malvinas. A la literatura testimonial e imaginativa que escribieron sobre esos acontecimientos los contemporáneos activos de los hechos, se empieza a sumar en los últimos años la de generaciones más jóvenes, que no los vivieron como actores protagonistas. Se abre así una nueva mirada histórica -la del primer milenio- sobre el reciente pasado nacional.

Notas

1. Es importante puntualizar que mientras en la actualidad, dentro de la producción europea, abundan las novelas (tanto de factura artística compleja como de consumo) situadas en un pasado remoto (preferentemente el occidental), en Latinoamérica, desde los comienzos, la inmensa mayoría de la producción local se refiere al propio y más inmediato pasado en tierras americanas, el de la Colonia y la Conquista y sobre todo, el de la creación y consolidación de las repúblicas independientes.  

2. La primera novela histórica escrita en español es -apunta González Acosta (2000, 46)- Ramiro, conde de Lucena (1823), de Rafael de Húmara y Salamanca, anterior a la primera novela histórica de Walter Scott traducida en América (Waverley, 1833).

3. Alí Bajá, de Vicente Fidel López; Un drama en el Adriático, de Juana Manuela Gorriti; Emma, o la hija de un proscripto, de Mercedes Rosas (Molina 2011, 247).

4. Lucía Miranda (1860) de Eduarda Mansilla. Edición crítica de María Rosa Lojo (directora) y equipo. Madrid/Frankfurt: Iberoamericana/Vervuert, Colección Teci (Textos y estudios coloniales y de la independencia), 2007, 359.

5. La novela de caballerías y aventuras, con sus extraordinarias peripecias.

6. También en el sentido anglosajón: se refiere a la novela que se ocupa de la vida cotidiana (Fielding, Richardson, Sterne). Así lo hace la novela histórica, solo que en el escenario del pasado. Sus personajes experimentan las pasiones humanas "de todos los tiempos" (según la consideración de Scott y sus epígonos), dentro de su contexto de época.

7. Salvo -cfr. supra- en los casos ya citados de las escritoras (Guerra, Mansilla, Gorriti) a quienes interesa marcar vínculos fundacionales con el elemento étnico indígena, o separarse críticamente de lo español entendido como autoritarismo inquisitorial (V.F. López).

8. "Más que otros géneros, la novela histórica refleja la conciencia histórica del tiempo del escritor y, por lo tanto, propone una lectura de la Historia Oficial interpretada desde el presente" (Grillo 2010, 57)

9. Dice el cacique Mangoré: "eran [los españoles] tan señores y absolutos en sus cosas, que en pocos días lo supeditarían todo como las muestras lo decían, y si con tiempo no se preveía este inconveniente, después cuando quisiesen no lo podrían hacer, con lo que quedarían sujetos a perpetua servidumbre" (Díaz de Guzmán 1974, 80).

10. Grützmacher (2006) discute la pertinencia del término y señala que también en la llamada novela tradicional se hallan rasgos atribuidos por Menton a la nueva novela histórica, así como en novelas rotuladas de este modo es posible identificar procedimientos de la novela tradicional. En todo caso -advierte-resultaría más pertinente hablar de tendencias deconstructivas y reconstructivas de la Historia que se ponen en tensión dentro de una misma obra.

11. Como señala Celia Fernández Prieto la novela histórica es, por una parte, un género lleno de posibilidades "formales, semánticas y pragmáticas" y con indiscutibles cumbres, que se han vuelto clásicas. Sin embargo, también (en la Argentina y en el mundo) padece el estigma de "producto en serie, de fácil consumo, fraudulento", lo que suele desterrarla del canon. Todo depende, en suma "de la creatividad y la fuerza de los autores" (2004, 93).

12. Y también, claro, para que los escritores, como trabajadores culturales, reciban alguna remuneración por el trabajo que realizan.

13. Esta relación de dependencia entre el libro y el mercado ha cambiado (y amenaza cambiar más sustancialmente aún) con el uso extendido de internet, donde desde diversos portales o blogs se ofrece la posibilidad de descargar todo tipo de textos (las más de las veces sin costo alguno, o con la condición de que el usuario done a su vez un trabajo), con o sin el consentimiento de sus autores. De éste y otros temas relacionados se ocupa el dossier "Piraterías" en el último número (13, 2012) de la revista Boca de Sapo.

14. Con dos novelas cada uno, publicadas en la colección de Sudamericana "Narrativas históricas": La patria de las mujeres. Una historia de espías en la Salta de Güemes  (1999), y Conspiración contra Güemes. Una novela de bandidos, patriotas, traidores (2002), de Drucaroff; El informe. San Martín y el otro cruce de los Andes (1997), Los cautivos. El exilio de Echeverría. Buenos Aires: Sudamericana (2000), de Kohan.

15. Se trata de una obra plástica contemporánea, llamada, irónicamente, "Identikit de Jerónimo Luis de Cabrera", realizada por Miguel Torres.

16. Como autora de novelas históricas, mi experiencia personal no fue muy distinta. Aunque no formé parte de la colección de Sudamericana, mis libros, publicados también en esta editorial, así como en Planeta y en Alfaguara, se sujetaron desde el diseño al retrato de personajes conocidos (Manuela Rosas, por Prilidiano Pueyrredón en La princesa federal) o a un cuadro del tiempo de la narración (Finisterre, con una obra del prerrafaelista Waterhouse). La edición bolsillo de las novelas La pasión de los nómades y Una mujer de fin de siglo, sobre los hermanos Lucio y Eduarda Mansilla, escritores menos célebres, se permitió un diseño en tinta de carácter lúdico, que presentaba, por ejemplo, una Eduarda Mansilla con galera masculina en lugar de la cabeza, o un Lucio V. sobre un caballo de juguete con ruedas de bicicleta. Habría que añadir, quizá, que cuanto menos popularmente conocidos son los personajes, disminuye también el compromiso con sus efigies.

17. Cabe señalar el interesante papel precursor de Sobre héroes y tumbas (1961). Sin ser una novela histórica propiamente dicha, incluye esta dimensión desde una estética gótica, tanto en la cabalgata que acompaña al cádaver de Lavalle, como en el ambiente oscuro y preñado de misterio de la casa de Barracas con su Mirador, cuyos sobrevivientes invocan los fantasmas y los crímenes de la historia patria. De otra manera, el gótico se hace presente en las novelas de Cristina Bajo, quizá, sobre todo, en El jardín de los venenos, publicada en su primera edición como Sierva de Dios, ama de la muerte.

18. Rivas (2004) y Biasetti (2009), apuntan que tanto el recurso a las producciones de la cultura popular y de la cultura de masas como el cruce con los géneros "menores", son sobre todo frecuentes en las novelas "intrahistóricas" femeninas. Pero, más allá de la novela histórica y del género del autor empírico (o de marcas textuales asociables por algunas corrientes críticas a lo femenino) se trata de elecciones de la estética (posmoderna) de fin del siglo XX, una de cuyas figuras centrales en la Argentina fue Manuel Puig.

19. Serían éstas las producciones fieles a los códigos de la novela rosa, con romances turbulentos y finales felices, donde lo histórico y antropológico se subordinan al eje sentimental. Barroso elige un corpus contemporáneo discutible, pues tiende a homogeneizar en el mismo molde novelas diferentes (y de autoras que desarrollan distintos proyectos de escritura) más por coincidencias anecdóticas y temáticas que por patrones realmente genéricos. De los libros que cita, son las novelas de Florencia Bonelli, exponente más notoria del género histórico-sentimental, las que responden cabalmente a sus códigos.

20. Es interesante destacar, en estas novelas, la apelación a la escritura confesional, en forma de rememoración, de "memorias alternativas" (Lo que no dijo el General Paz en sus Memorias se subtitula la novela de Dalmiro Sáenz), de diario íntimo. Como ya ha dicho supra, Luz Marina Rivas (2004, 25) señala la preferencia de las escritoras mujeres por estos "discursos de la intimidad" para construir novelas "intrahistóricas". En este caso, son utilizadas por escritores varones para des/construir la figura plana de los héroes y otorgarles una hasta entonces inalcanzable o inexistente intimidad.

21. "¿Sos consciente de hasta qué punto el libro es un consumado melodrama? -Absolutamente. Si hablamos de fascinación, también sentí desde chico la fascinación por el melodrama. Me llevaban al cine dos veces por semana. Los miércoles, la Función de Damas, mamá y una vecina nos llevaban a los chicos, con los sandwiches para comer en el cine. Ibamos de dos a siete de la tarde y veíamos tres películas. ¿Por qué no usar el cine visto, las historietas, los westerns, las películas de romances desgarrados? ¿Por qué no contar una historia que sea entretenida, emocionante, que puedas identificarte con los personajes, que tengan coraje?" ("Victoria y derrota". Entrevista de Claudio Zeiger. Radar, Página 12, 31 de agosto de 2003). Cualquier parecido con Manuel Puig seguramente no es mera coincidencia.

22. Así lo destacan y analizan Alejandra Lamberti y Sonia Jostic en el trabajo "Emergencias y nuevas construcciones. La imagen del aborigen en la novelística de las últimas décadas", en Vázquez, María Celia, y Pastormerlo, Sergio (compiladores), Literatura argentina. Perspectivas de fin de siglo, Buenos Aires, Eudeba, 2001.

23. Aparecen también, desde luego, en diversas obras de César Aira, como Ema, la cautiva, o La liebre. Pero no sólo estas novelas se colocan por fuera de cualquier pacto de verosimilitud, sino que se eximen de la "conciencia histórica" (Rivas 2004, 49-52) y la consiguiente dimensión política, privilegiando el juego ingenioso con categorías estéticas y filosóficas.

24. En Finisterre, de quien firma, se trata de una mujer extranjera cautiva.

25. Concluye Celia Fernández Prieto: "En todo caso, y a la vista de cuanto se ha dicho, tal vez habría que matizar aquel diagnóstico inicial que veía en la cultura posmoderna sólo un juego libre e irónico con el pasado exento de compromisos y responsabilidades. Las nuevas formas de la novela histórica parecen mostrar un renovado interés por el pasado y por las formas de su representación estético-literaria, lo que casi inevitablemente implica la tarea ética e ideológica de (re)pensar históricamente nuestro presente." (2004, 104)

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