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Cuadernos del CILHA

versión On-line ISSN 1852-9615

Cuad. CILHA vol.16 no.2 Mendoza dic. 2015

 

DOSSIER

Introducción

Introduction

 

Jorge Fornet

(coordinador)
Casa de las Américas - Cuba
direccioncil@casa.cult.cu

 

La Cuba que viene

 

I

Cuando se iniciaba la última década del siglo xx, la Revolución cubana debió reinventarse. La caída del Muro de Berlín y, sobre todo, el desmembramiento de la Unión Soviética, principal sostén económico y político de la Isla, provocaron una crisis sin precedentes. De forma abrupta el país se vio sin mercados y sin una perspectiva medianamente clara, y en un abrir y cerrar de ojos sobrevino la tragedia tanto a nivel macroeconómico y de la alta política como en la vida cotidiana. De repente, toda una época había llegado a su fin. El entorno no podía ser menos propicio pues la embriaguez neoliberal había conquistado América Latina. El gobierno cubano se había quedado solo, y para el pueblo de la Isla la angustiosa década del noventa fue –como para el joven Dedalus– una pesadilla de la que trataba de despertar.

Ese cambio de rumbo había alterado dramáticamente, también, el contexto en que se había desarrollado y alcanzado su legitimidad mayor el proceso cubano. Es imposible pasar por alto que la Revolución y la política cultural que ella promovió tuvieron lugar en medio de la guerra fría. La propia Revolución puede ser entendida, de hecho, como una inesperada anomalía. No era previsible que en medio de un conflicto con áreas de exclusión claramente delimitadas, ocurriera lo que ocurrió en Cuba. Por si fuera poco, el mismo proceso cubano contribuyó a reorientar la agenda mundial. La confrontación no sería exclusivamente, a partir de entonces, entre las grandes potencias, sino que en ella tomarían parte también, en calidad de personajes protagónicos, nuevos sujetos. En consecuencia, se apelaba a los pueblos de Asia, África y América Latina, y se ponía en el centro de la mesa el tema de la descolonización y de la lucha contra el imperialismo y sus diversas formas de dominio. ("Esta gran humanidad ha dicho basta y ha echado a andar", fue una de las proclamas fundamentales lanzadas desde Cuba al mundo). Se entiende mejor, en ese contexto, que la descolonización de la cultura fuera uno de los objetivos prioritarios de la política cultural cubana. No era un reto menor para un país cuya dependencia cultural de los Estados Unidos era sobrecogedora, desde el elemental dominio de las pantallas de cine por parte de Hollywood hasta la fascinación por el modo de vida estadounidense, en sentido general. Construir una nueva cultura, sobre esas bases, era un desafío de envergadura, imaginable solo en la medida en que formaba parte de una transformación radical en la sociedad cubana, en un entorno de descolonización de lo que ya para entonces se conocía como Tercer Mundo.

Todo ese entorno, en los noventa, parecía ser historia antigua. Si muy al comienzo de lo que en Cuba se denominó "Período especial en tiempo de paz" se tenía la esperanza de que bastaba resistir un poco el temporal para recuperar la estabilidad y relativa bonanza de la década precedente, pronto se hizo claro que el proceso sería arduo y de que, sobre todo, no había regreso posible al punto de partida. El camino a recorrer nunca sería el mismo. Poco a poco, sin embargo, se logró en la Isla cierta estabilidad que permitió –en el terreno de la cultura– un repunte creativo y una institucionalidad más o menos sólida que lo sostuviera. En apretada síntesis podría decir que cuando, con el nuevo siglo, comenzaron a arribar al poder en la América Latina gobiernos de izquierda (el más influyente de los cuales fue el de Hugo Chávez en Venezuela) que llegaban desafiando al neoliberalismo hegemónico entonces, ya Cuba había sorteado lo peor de la crisis, y recibía con entusiasmo este viento a favor.

La entrega de poderes del presidente Fidel Castro el 31 de julio de 2006, y su renuncia definitiva al cargo algunos meses después, puede ser visto en la distancia como un punto de inflexión, no solo por lo que significa en términos simbólicos, sino también porque el gobierno de Raúl Castro aceleró cambios que ya se habían iniciado e introdujo otros que, paulatinamente, han ido modificando la sociedad cubana y sentando las bases para otros más profundos por venir.

II

Desde hace dos décadas la prosa reflexiva ha experimentado un repunte en Cuba. El hecho resulta paradójico si se tiene en cuenta que ese ascenso, como ya señalé, coincide con la mayor crisis experimentada por el país en medio siglo. En un artículo publicado en diciembre de 1968 en el semanario uruguayo Marcha, Mario Benedetti reconocía la pujanza que la cultura de la Isla había vivido en casi todas las esferas después del triunfo de la Revolución. Se sorprendía, no obstante, ante el hecho de que la prosa reflexiva "es quizá el único campo cultural en que la Revolución se encuentra en notoria desventaja con respecto a la época anterior a 1959", ya que evidentemente –precisaba– el nuevo ensayo cubano no había logrado acercarse al nivel de figuras como Fernando Ortiz, Medardo Vitier, Juan Marinello, Raúl Roa, Jorge Mañach y Cintio Vitier.

Aunque la década del ochenta conoció una distensión y una efervescencia creadoras en la literatura, el cine y, sobre todo, las artes plásticas, fue en la década siguiente cuando el ensayo y la crítica alcanzarían un momento de particular intensidad. El hecho parece inexplicable porque con la aguda crisis económica de los noventa sobrevino también una crisis de valores y de posibilidades editoriales. Con la brújula alterada y sin siquiera papel para publicar, era difícil concebir una resurrección. Curiosamente, ese momento generó la necesidad de repensar el proyecto nacional y, en consecuencia, dio un notable impulso a la prosa reflexiva, estimulada por un clima de mayor distensión ideológica.

Tras un difícil inicio de la década en el cual se redujeron al mínimo las publicaciones y muchas revistas dejaron de existir, ya para mediados de los años noventa eran visibles los primeros síntomas de renacimiento editorial. En esa época se consolidó –presionada sobre todo por el raquitismo poligráfico– una manera peculiar de ejercer la crítica literaria: proliferaron antologías como forma de agrupar y dar a conocer a los autores. Si bien es cierto que más que antologías propiamente dichas se trataba de compilaciones, lo cierto es que algunas de ellas marcaron pautas en la discusión pública que se gestaba. Ya para mediados de la década recobraron vida revistas que habían visto dilatada o detenida su aparición, como Casa de las Américas, La Gaceta de Cuba, Unión y Revolución y Cultura, y habían surgido otras como Temas y Contracorriente. La primera de estas no tardaría en convertirse en la más importante en cuestiones de ciencias sociales, introdujo en la agenda de debates asuntos como transición, migraciones, raza y sexualidad, y propició espacios de diálogo poco usuales hasta entonces. La aparición de la colección Pinos Nuevos, fruto de un premio para autores inéditos, puso en circulación, de la noche a la mañana, un centenar de nombres incluido un notable número de ensayistas y críticos.

Si las últimas dos décadas han sido testigos de la contundente aparición de un movimiento literario femenino y de una intelectualidad negra, así como de un empuje creador y editorial que desborda a La Habana y a las más importantes ciudades del país, otro fenómeno ha tenido particular relevancia. Fue en los años noventa –siguiendo una tendencia iniciada en la década anterior– cuando el debate en torno a las relaciones de la Isla con su diáspora se profundizó. Por lo pronto, dentro de la inevitable confrontación ideológica que el tema suscitaba, prevaleció la noción de que la cultura cubana era una sola, al margen del lugar en que se expresara y de la opción política de sus autores. Aunque se trata de un proceso no exento de escollos dentro y fuera del país (libros, por ejemplo, que hoy parecen impublicables en la isla o autores que se resisten a ser editados en Cuba) la verdad es que comenzó a naturalizarse la aparición en editoriales nacionales de autores del exilio.

Si la apertura moderada de los años ochenta abrió el camino a clásicos desaparecidos, la amplitud de los noventa dio acceso a autores (y sobre todo a narradores) en plena ebullición. Se hicieron habituales para los lectores de publicaciones cubanas los nombres de escritores de la diáspora. Al mismo tiempo crecieron las lecturas recíprocas y los encuentros entre intelectuales de una y otra orilla, y no es extraño ver incorporados en estudios de la isla –como parte de un diálogo productivo– nombres de uno y otro lados. También es frecuentemente citado y discutido por intelectuales de la diáspora –sin que medie descalificación alguna– el pensamiento producido en la isla. No se trata, naturalmente, de anular las discrepancias ni de suponer un futuro libre de contradicciones (cuando, incluso, es el pasado lo que está en juego), sino de llevar los desencuentros a un territorio donde puedan dirimirse sobre la base del respeto y de una discusión mutuamente enriquecedora.

Los años noventa devolvieron vitalidad a las polémicas, género que había sufrido con particular intensidad el dogmatismo de la política cultural desde la década del setenta. Aumentan ahora los polemistas y los temas en discusión, desde los estrictamente literarios hasta otros de carácter histórico, social o político. La desaparición del llamado socialismo real en Europa del Este, principal espacio de legitimación política e ideológica, y sostén económico de la revolución cubana, obligó a repensar el proyecto nacional y estimuló la elaboración de nuevas preguntas que ya parecían respondidas. En 2006 –como forma de recuperar una genealogía del debate cultural dentro del proceso revolucionario– apareció el volumen Polémicas culturales de los 60, compilado porGraziella Pogolotti, el cual, antes que un trabajo de índole arqueológica, implicaba una relectura y puesta al día de confrontaciones que en el fondo continuaban siendo pertinentes.

Una polémica fue de particular interés porque movió como nunca antes la discusión, obligó a releer el pasado y juntó a diversas generaciones. Inauguró, además, un nuevo modo de participación. A inicios de 2007 un programa televisivo rindió homenaje a quien había sido responsable directo de la política cultural dogmática, excluyente y represiva en los años setenta. De inmediato se generó por vía electrónica una avalancha de mensajes de estupor y condena a la que no tardarían en sumarse intelectuales de todo el país y de la diáspora. Fue el preámbulo del uso del correo electrónico como campo de transmisión y confrontación de ideas. Como consecuencia de aquella avalancha, el Centro Teórico-Cultural Criterios convocó al ciclo "La política cultural del período revolucionario: memoria y reflexión". En resumen, durante los últimos veinticinco años se ha producido un sostenido avance del ensayo, la crítica y la historiografía cubanos, de los temas y profundidad del debate intelectual, y de un diálogo que parte de la inclusión de contendientes, más allá del lugar geográfico e ideológico desde el cual se manifiestan.

III

Una de las mejores fotografías de los años iniciales de la Revolución cubana pertenece a Roberto Salas, y su discreto título es –sin parecerlo– una declaración de principios: Primer día. Aunque la imagen merece un estudio profundo, me limitaré por el momento a señalar un par de detalles. Está tomada en una fecha fácil de precisar (4 de enero de 1961) porque en ella aparece, delante del edificio en que hasta el día anterior había funcionado la embajada de los Estados Unidos, un vendedor de periódicos cuya tez negra contrasta con la de quienes esperan para entrar al recinto, presumiblemente con el propósito de abandonar el país. Sonriente, el vendedor muestra el diario Revolución que esa mañana luce un enorme desplegado en primera plana donde se lee: "¡Viva Cuba libre! / Rompen los E.U. sus relaciones con Cuba", seguido por la bandera nacional y un poco más abajo, semioculta por el brazo del hombre, la palabra "¡Venceremos!".

El 17 de diciembre de 2014 los presidentes Raúl Castro y Barack Obama anunciaron a sus pueblos y al mundo el fin de ese período cuyo primer día había sido retratado por Salas casi cincuenta y cuatro años antes. Pocos acuerdos han logrado, al menos dentro de la Isla, el consenso generado por ese anuncio. Visto desde aquí, se trata de una victoria en el sentido de que el gobierno estadounidense reconoció el fracaso de su sostenida política contra Cuba a lo largo de once administraciones y más de cinco décadas; a la vez, el cambio de rumbo tendría lugar sin exigir a la Isla ninguna de las tantas condiciones que se le intentaron imponer durante todos esos años. De algún modo, se trataba de un premio a su resistencia. Fue relevante, además, que el acuerdo se lograra directamente entre los gobiernos, sin pasar por esa poderosa porción del exilio cubano en los Estados Unidos (y especialmente en el Congreso de ese país) que secuestró durante décadas el tema Cuba. Y resultó importante también que del lado cubano tal acuerdo fuera alcanzado por el llamado liderazgo histórico de la Revolución, lo que permite cerrar un ciclo por quienes fueran sus protagonistas, al tiempo que quita un pesado fardo a la generación que accederá a la dirección del país en las elecciones de 2018.

Lo cierto es que la decisión de restablecer relaciones diplomáticas y lo que se desprende de ella, concluye un capítulo abierto en pleno apogeo de la guerra fría, la cual se vio alimentada, a su vez, por la confrontación entre los dos países. Es obvio, y se ha repetido hasta el cansancio, que se tratará de un proceso largo, zigzagueante y preñado de obstáculos. No es difícil conjeturar que incluso una vez que el bloqueo haya desaparecido o haya sido reducido a un cascarón sin sentido, quedarán importantes reivindicaciones para las que tomará años hallar una solución satisfactoria, como la devolución a Cuba del territorio ocupado por la base naval de Guantánamo. En cualquier caso, el panorama parece significar también un cambio positivo a nivel hemisférico, pues el deshielo debería suponer una distensión a nivel continental y anunciar una nueva forma en que la potencia del Norte se relacionará con sus vecinos del Sur; sin embargo, varias de las tensiones que están viviendo otros países latinoamericanos –en las cuales se asoma de un modo u otro la mano de los Estados Unidos–, atemperan cualquier optimismo exacerbado.

Mirada desde este presunto final podría parecer que la confrontación entre los dos países fue un extraño y evitable incidente, debido a circunstancias accidentales y a la voluntad de políticos empecinados; que la Revolución misma vino a provocar un problema allí donde no existía o que los posibles conflictos pudieron haberse sorteado de manera más o menos amigable; que a fin de cuentas la persistente relación de amor-odio que los cubanos han sostenido con los Estados Unidos ha durado más de un siglo, sin que eso implique, necesariamente, tropiezos mayores. En estos momentos, por cierto, estamos viendo el lado amable de los antiguos rivales. Escuchamos cada día en los medios cubanos a políticos y empresarios estadounidenses de amplia sonrisa hablar de intereses compartidos y de lo mucho que podemos avanzar juntos. Nadie quiere expresar en voz alta, al menos por ahora, lo que pudiera pasar el día en que los halcones retornen a la Casa Blanca. Porque así como Cuba intenta ser fiel a sus principios, los Estados Unidos no van a renunciar a ser ellos mismos. De hecho, el propio Obama dejó claro en su discurso del día 17 que aunque la política hacia Cuba cambiara, los objetivos seguirían siendo idénticos. Esta paz no sería, en tal caso, sino la continuación de la política por otros medios. Y si bien todos lo hemos repetido, no es cierto que el bloqueo y el clima de hostilidad hacia Cuba hubieran fracasado, o al menos no es cierto que hubieran fracasado del todo. En no poca medida fueron exitosos al dislocar y distorsionar su economía, y al contribuir a acentuar sus propios errores y limitaciones; lo fueron al empujar al país a un enfrentamiento que no dejaba margen a muchos matices, bajo la lógica de fortaleza sitiada y, en consecuencia, a reforzar el verticalismo y debilitar formas de participación popular y de toma de decisiones por parte de la sociedad cubana; lo fueron al forzar a los habitantes de la Isla a vivir en un estado de excepcionalidad desgastante.

En ese sentido, el nuevo período brinda oportunidades favorables que van desde mejores condiciones para llevar adelante una economía que –también por méritos propios– ha vivido en perpetuo estado de sobresalto, hasta un clima más distendido que favorece una democratización de la sociedad sin las presiones a que estaba sometida y nos permita decidir con mayor libertad lo que queramos. Será importante incluso (aunque parezca un argumento puramente emotivo) para evitar que muera un niño por falta de alguna medicina o equipo que solo pueden adquirirse en los Estados Unidos. Al mismo tiempo se producirá una mayor comprensión y conocimiento entre las partes, un redescubrimiento que ayudará a eliminar prejuicios, y tendrá lugar un mayor intercambio cultural y académico entre los dos países, un flujo de información y tecnologías que en general resultará positivo.

Finalmente el pasado 20 de julio ambos países reestablecieron relaciones formales, y el 14 de agosto el secretario de Estado John Kerry izó, en el edificio que vuelve a ser embajada de los Estados Unidos en Cuba, la bandera de ese país, que desde ese día se ve ondear en el malecón habanero. Ese paso decisivo, no cabe duda, abre un anhelado y estimulante escenario. Pero los retos que plantea son enormes e imprevisibles. Porque el desafío no concluyó el día en que las embajadas de La Habana y Washington entraron en funciones, ni lo hará cuando el bloqueo haya sido desmontado, el flujo de personas, mercancías y capitales marche sobre ruedas, y los presidentes de ambos países se reúnan amistosos. Entonces, el desafío apenas habrá comenzado.

Para enfrentarlo desde Cuba con conocimiento de causa resulta inevitable formularse una pregunta: ¿Qué proyecto de país queremos y podemos construir en las actuales circunstancias? Hasta hoy, parte de su sentido y de su cohesión se la daba esa misma confrontación con los Estados Unidos, en un momento en que, como en las malas películas, los héroes y los villanos estaban bien definidos. Pero esas posiciones son cada vez menos claras, y no es difícil predecir que dentro de cinco años, por limitarnos a una fecha no muy lejana, el país se parecerá poco, para bien y para mal, al que conocemos. Cada vez seremos más semejantes, para bien y para mal, a cualquier otro país latinoamericano.

No es difícil presagiar que en los próximos años el espectro político cubano se diversificará y hallará sus propios representantes. Hasta ahora los líderes de la Revolución gozaban de una autoridad histórica y política irrepetible, en la que influía involuntariamente –dicho sea de paso– la política del gobierno estadounidense. Como parte de la dinámica dominante en estos años, la radicalidad del proceso cubano y el apoyo por parte del gobierno de los Estados Unidos a cualquier alternativa, toda oposición se ubicaba, casi de modo tan inexorable como la ley de la gravitación universal, a la derecha de ese espectro. Pero no es extraño que a la vuelta de unos años, en un clima más o menos distendido, se consoliden fuerzas y movimientos que abarquen incluso una oposición de izquierda. Será en ese complejo contexto donde, en no poca medida y una vez más, deberemos reinventarnos.

IV

La invitación de Cuadernos del CILHA a preparar un dossier sobre cultura cubana me ha permitido proponer este botón de muestra. Aunque pudo haberse centrado en muchos otros temas, se detiene en cuatro que proporcionan un acercamiento a la Cuba actual desde la literatura, el cine, el debate sobre la raza y la historiografía. Hubiera sido posible abordar también (para limitarme a algunos de los temas más relevantes de hoy, y entendiendo la cultura en un sentido amplio) la economía –talón de Aquiles de la sociedad cubana y epicentro de los cambios que están teniendo lugar en el país–; el ya mencionado tema de las relaciones entre Cuba y los Estados Unidos, cuya complejidad rebasa cierto entendimiento momentáneo; la peculiar presencia de internet, las redes sociales y las nuevas tecnologías en Cuba, y los modos y tretas que los habitantes de la Isla han desarrollado para mantenerse "conectados" pese a vivir en un universo off line; el envejecimiento poblacional y los desafíos que plantea; las cuestiones de género, cuyos estudios y conciencia han avanzado de modo notable en los últimos veinte años; un tema clave como democracia y participación ciudadana, necesitado de una transformación profunda, e imprescindible para decidir de conjunto el rumbo que deseamos tomar; la sociedad actual vista desde otras manifestaciones artísticas como el teatro, las artes plásticas, etcétera. Pero era inevitable limitarse a abordar algunos de los muchos temas posibles y varios están implícitos en las páginas que siguen.

El trabajo de Caridad Tamayo Fernández, "Diseccionar un país. Literatura cubana en el siglo xxi", se centra sobre todo en la narrativa actual, con especial énfasis en autores menores de cuarenta años. La literatura y las artes, como sabemos, pueden ser instrumentos fabulosos para entender las sociedades que las generan. En este caso, los temas abordados, los estilos narrativos y ciertas recurrencias suelen ser elocuentes y permiten entender cuáles son los principales debates y preocupaciones en el panorama cubano de hoy. La "disección" que se anuncia en el título ha sido realizada por jóvenes autores, la mayor parte de los cuales pertenece a la segunda, o incluso a la tercera generación nacida tras el triunfo revolucionario, de manera que su relación con la épica de los sesenta es vaga. De hecho, para muchos de ellos los recuerdos más lejanos de su infancia y adolescencia, los que los marcaron de forma indeleble, son los de la Cuba de los años noventa. No es extraño, por tanto, que suelan adentrarse en zonas que desafían el discurso hegemónico de la Revolución, con una lectura propia y atrevida de nuestra historia y nuestro presente. La bibliografía que ofrece Tamayo Fernández incluye un exhaustivo y útil inventario de obras recientes publicadas en la Isla y, en general, escasamente conocidas fuera de ella.

El artículo de Ann Marie Stock sobre "El paisaje audiovisual en la Cuba del siglo XXI" también se detiene en las obras y propuestas de los creadores jóvenes, quienes experimentan nuevos modos de hacer y enriquecen la ya larga tradición del cine nacional. Los profundos cambios que tuvieron lugar en el país coincidieron con la emergencia de nuevas tecnologías que les han facilitado, como a los cineastas del resto del mundo, la realización de sus obras. De manera que esta nueva generación –menos dependiente del sistema de producción sostenido hasta poco antes por la industria nacional del cine, representada en primer lugar por el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC)– ha tomado las cámaras para, desde la ficción o el documental, dar fe de una nueva visión de su entorno. Por otra parte, han encontrado formas innovadoras no solo de crear, sino también de divulgar sus películas. Desde los años sesenta, los cineastas cubanos protagonizaron varias de las batallas y polémicas culturales más influyentes sostenidas a lo largo de cinco décadas; como parte de esa tradición, los cineastas de hoy siguen dando batallas, desde dentro o fuera del ICAIC, de manera explícita o por medio de sus obras, imaginando la Cuba que quieren.

En "Háblame de colores. Cultura y política en el debate racial cubano", Zuleica Romay Guerra postula que la historia de una sociedad es, en parte, la de sus debates diferidos o inconclusos; el silencio y el olvido también pueden hablarnos sobre los conflictos que generan ciertas cuestiones que la sociedad misma no ha logrado resolver. El accidentado debate racial en Cuba –que dura más de un siglo– ha adquirido impulso en los años recientes y revela, entre otras cosas, las dificultades para establecer una discusión abierta sobre él incluso en un contexto revolucionario, así como los posibles riesgos de una creciente discriminación racial en la Cuba que se está erigiendo. La consolidación de una nueva clase empresarial, la reinstauración de la propiedad privada en zonas cada vez más amplias de nuestra economía, con las consecuentes diferencias sociales que ella produce, parecen traer consigo el retroceso de conquistas que creíamos obtenidas para siempre. La lucha contra esa persistente forma de discriminación, su éxito y el debate imprescindible para conseguirlo son –además de un elemental instrumento de justicia y de dignidad humana– un barómetro de los alcances o limitaciones de la herencia de la Revolución misma. Entre los muchos desafíos que enfrenta el proyecto heredado de ella, en un momento en que coinciden cambios concretos y visibles con no poca incertidumbre sobre cómo llevarlos a cabo y sobre el futuro que estamos construyendo, es bueno no olvidar la advertencia que C.L.R. James hacía en Los jacobinos negros a propósito de Toussaint L’Ouverture, y que –aunque lo incluye– desborda el tema racial: "No hizo caso de los trabajadores negros, los desconcertaba en el preciso momento en que más los necesitaba y desconcertar a las masas es dar el golpe más letal a la Revolución."

Finalmente, "Apuntes para un mapa de la historiografía cubana más reciente (1985-2015)", de Félix Julio Alfonso López, es un recorrido por uno de los espacios intelectuales de mayor actividad e influencia en la Cuba contemporánea. De más está decir que la producción historiográfica es parte fundamental del modo que toda sociedad tiene de verse e interpretarse a sí misma. Por eso es importante observar las transformaciones que han tenido lugar en la historiografía cubana durante las últimas tres décadas. El abordaje de nuevos temas, espacios y preocupaciones, así como la perspectiva desde la que se les aborda, son síntomas claros de formas nuevas de entender y releer el pasado y, en consecuencia, también el presente, según una lógica que funciona igualmente en sentido inverso: los cambios de hoy inducen a modificar la interpretación del ayer. Este "mapa" integrado por centenares de referencias –buena parte de las cuales son mencionadas por Alfonso López– es una muestra de la producción del período, tanto como una puerta de entrada a la Cuba que se desprende de él. Es llamativo, por cierto, que sea relativamente escasa la historiografía dedicada al período revolucionario, sin dudas por ser más polémico e involucrar conflictos que nos tocan más de cerca. Es un desafío que a los historiadores les corresponde enfrentar, pues como ellos mismos suelen decir, "si nosotros no escribimos nuestra historia, otros la escribirán por nosotros".

Reconozco que el título de estas páginas ("La Cuba que viene") es más bien una provocación, porque ni ellas ni los textos que siguen pretenden "adivinar" nuestro futuro. Pero hablar del presente, de las preocupaciones que él genera, del modo en que una sociedad intenta comprenderlo y la manera en que los sujetos pretenden ubicarse en él, implica imaginar nuevos escenarios. Este dossier puede servir, por tanto, para entender ciertas zonas de la Cuba de hoy, tanto como para imaginar la que se está gestando.

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