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Cuadernos del CILHA

versión On-line ISSN 1852-9615

Cuad. CILHA vol.18 no.1 Mendoza jun. 2017

 

MISCELÁNEAS

 

Literatura testimonial en la Argentina: un itinerario histórico (1957-2012)

Testimonial literature in Argentina: a historical itinerary (1957-2012)

 

Victoria García

CONICET - Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires
Argentina
victoriaggarcia@gmail.com

 

Recibido: 19/12/2017
Aceptado: 20/2/2017


Resumen

La historia del género testimonial en la Argentina, cuyos orígenes se vinculan a la politización del campo cultural iniciada en la segunda mitad de la década de 1950, plantea una tarea aún pendiente para la crítica literaria. Aunque el interés por el testimonio ha sido creciente en los círculos académicos en los últimos años, la crítica se ha concentrado en la producción testimonial de la postdictadura, de modo tal que las continuidades y rupturas que pueden detectarse al contrastar distintas etapas de la literatura testimonial, permanecen poco exploradas. Orientado en esa línea, el presente trabajo presenta una introducción a la historia del testimonio en la Argentina, a partir del análisis de cuatro textos representativos de etapas diferentes en el desarrollo del género: Operación masacre y la “Carta de un escritor a la Junta Militar” de Rodolfo Walsh (1957 y 1977), Recuerdo de la muerte de Miguel Bonasso (1984) y el Diario de una princesa montonera de Mariana Eva Perez (2012). El análisis permitirá observar inflexiones significativas del género testimonial en distintos momentos de su historia, desde los politizados años 60-70 hasta un presente cuyos ritos de memoria se focalizan en aquellos años. En particular, el recorrido mostrará las diferentes formas que en los textos cobra la tensión entre literatura y política -entre ficción y testimonio, invención y verdad-, que atraviesa al género desde sus orígenes hasta la actualidad.

Palabras clave: Literatura argentina; Testimonio; Ficción; Literatura y política.

Abstract

The history of testimonial literature in Argentina, whose origins are linked to the politicization of the cultural field after the second half of the 1950 decade, poses relevant questions for literary critic. Although critical interest in testimony has increased lately, critics have focused on postdictatorial testimonial production; therefore continuities and ruptures which can be analyzed if different stages of testimonial literature are compared, have been rarely explored. In such sense, this paper provides an introduction to the history of testimonial literature in Argentina, basing on an analysis of four texts which represent different stages of the genre’s development: Operación masacre (1957) and the “Carta de un escritor a la Junta Militar” (1977), by Rodolfo Walsh, Recuerdo de la muerte by Miguel Bonasso (1984) and Diario de una princesa montonera (2012) by Mariana Eva Perez. The analysis shows relevant inflections of testimonial genre in different moments of its history, from the politicized 60-70s to a present in which memorial rituals look backward to such years. More specifically, the study exposes different textual expressions of the tension between literature and politics –between fiction and testimony, invention and truth-, which shapes the genre from its origins to its present.

Keywords: Argentine literature; Testimony; Fiction; Literature and politics.


 

Introducción: hacia una historia argentina de la literatura testimonial

La historia de la literatura testimonial en la Argentina plantea una tarea aún pendiente para la crítica. Si bien el interés por el testimonio ha sido creciente en los círculos académicos locales desde la segunda mitad de los años 2000, tal como lo exponen trabajos enteramente dedicados al género como los de Nofal (2002), Sarlo (2005), Strejilevich (2006), Longoni (2007), Goicochea (2008) y Vallina (2009), los estudios se han concentrado en la producción testimonial argentina posterior a la década de 1980. De ese modo, el desarrollo previo del género, y las continuidades y rupturas que pueden detectarse al comparar los distintos momentos de su historia, permanecen poco explorados1. Resulta significativo, así, que los trabajos mencionados, al reflexionar sobre las características de la literatura testimonial y sobre sus implicaciones socio-culturales, tiendan a desconsiderar los orígenes históricos del testimonio como género literario. De hecho, la literatura testimonial argentina suele aparecer como un producto de la postdictadura; pero el testimonio postdictatorial no puede comprenderse sino como transfiguración de un género que surgió como literario en el contexto de los álgidos debates sobre el rol social y político de la literatura, que atravesaron en los años 60-70 al campo cultural argentino y latinoamericano.

En efecto, la inclusión de la categoría “Testimonio” en el certamen literario de Casa de las Américas de 1970 señala el origen literario del género testimonial, como hecho relativo a la historia de la literatura latinoamericana (Ochando Aymerich, 1998: 31; Gilman, 2012: 342-343; García, 2012). Precisemos el sentido y las implicancias de este origen. No se trata -claro está- de que antes de 1970 no existiese el testimonio como género discursivo. Este, por el contrario, remite a una práctica de lenguaje ancestral ligada a los litigios sociales, tal como lo expone la presencia del acto de atestar en textos antiguos centrales en la cultura occidental -el Antiguo Testamento, la poesía épica y la tragedia griegas- (cfr. Foucault, 1978 y Hartog, 2001). En el mundo contemporáneo, el testimonio existió como género de la oralidad cotidiana, de la esfera jurídica y de la historiografía, mucho antes de ser considerado literario (Dulong, 1998; Ricoeur, 2002: 208). Si 1970 marca el origen del testimonio como género literario, es porque en ese momento se consagra un cambio en los parámetros de legitimación literaria -más profundamente, de definición de lo literario como tal-, según el cual distintas prácticas de escritura tradicionalmente asociadas al periodismo, a la antropología y a la política, consideradas no literarias, pasan a ser entendidas como literarias, y englobadas bajo la categoría genérica de literatura testimonial2.

En este sentido, la institucionalización del testimonio en Cuba, como centro del campo literario latinoamericano de los años 60-70 (Gilman, 2012: 130-142), instaura dos principios básicos de producción literaria que ciertos sectores del campo cultural buscaban poner en valor en la etapa: en primer lugar, el compromiso político de los escritores con la realidad latinoamericana, expresado en su obra; en segundo lugar, y en la misma línea, la referencialidad de la literatura, manifestada paradigmáticamente en el testimonio por su carácter de narrativa factual3. Si el primer principio ancla en el espíritu politizado de los 60-70, el segundo representa un hito dentro de una historia de más amplio alcance. En efecto, la legitimación literaria de la narrativa factual, involucrada en la consagración del testimonio en Latinoamérica, había orientado pocos años antes en los Estados Unidos la reivindicación de la nonfiction novel como nuevo género literario, impulsada por Truman Capote a partir de la publicación de In cold blood (1966)4. Mucho después, en el campo literario globalizado de las últimas décadas, es la crónica la que se ve despojada de su condición “meramente” periodística y se desplaza desde los márgenes hacia el centro de la institución literaria (Bernabé, 2010; Sabo, 2011).

Lo que hay que subrayar es que la historia de la literatura testimonial mantiene un vínculo ineludible con el proceso político-cultural ligado a la Revolución Cubana. Trabajos como los de Quintero Herencia (2002) y Morejón Arnaiz (2006) han mostrado cómo, desde el triunfo de la Revolución en 1959, distintos actores del campo político y cultural cubano promovieron el testimonio como manera legítima e incluso privilegiada de contar la experiencia revolucionaria, promoción que se consolidaría con la inclusión del testimonio como categoría del certamen de Casa. El proceso transcurrido en Cuba en absoluto es ajeno a la historia del testimonio en la Argentina. De hecho, ciertos escritores argentinos que cultivaron y defendieron el género en los años 60-70, como Francisco Urondo y Rodolfo Walsh, mantuvieron en el período fluidas y productivas relaciones con el campo artístico cubano -como muchos otros intelectuales de la izquierda local, en quienes la Revolución despertó simpatías políticas y culturales (Terán, 2013: 175)-.

Ahora bien: la historia del testimonio en la Argentina reviste otras significativas particularidades. Podría decirse que empieza antes que la historia cubana del género testimonial, pues integra un proceso de politización del campo literario que se inició con el derrocamiento del gobierno de Juan Domingo Perón por la “Revolución Libertadora”, en 1955. A partir de ese momento, los escritores argentinos llevaron adelante una revisión profunda sobre su rol social y político, así como sobre su relación con los sectores populares y con el peronismo con el que aquellos mayoritariamente se identificaban (cfr. entre otros Altamirano, 2011: 217; Terán, 2013: 80). Dicha revisión resulta ineludible al explicar los posicionamientos afines a las luchas populares que asumieron los escritores de testimonio en los años 60-70. De hecho, no azarosamente Operación masacre, un texto clásico de la literatura testimonial argentina, data del año 1957. Walsh escribió, en el complejo contexto posperonista, un relato a la vez novelesco y documental sobre la violencia del gobierno militar que había derrocado a Perón (vid. infra), que solo mucho más tarde sería valorado como literario. El escritor argentino, en ese sentido, fue pionero. Ya hacia el final de la década de 1960, durante los debates que llevaron en Cuba a la consagración del género testimonial, su obra fue considerada como un precedente que marcaba la necesidad de ampliar las fronteras de la institución literaria (Rama, 1976 y Rama et al, 1995). Walsh, además, fue convocado a actuar como jurado en el certamen de Casa que por primera vez incluyó al testimonio (Casañas y Fornet, 1999: 72). Esa importancia otorgada a la obra de Walsh en la Cuba de los años 70 se debió a que había escrito un texto que ameritaba ser valorado como literatura, y lo había hecho antes de que los actores del campo cultural considerasen necesaria la creación del testimonio como categoría literaria.

A partir de la institucionalización del género, la excepcional obra de Walsh pasaría a constituir un ejemplo paradigmático de la literatura testimonial, categoría que resultaría productiva mucho más allá de los años 60-70. De hecho en la Argentina, y como veremos a continuación, el testimonio como modalidad de representación literaria se encuentra vigente incluso en la producción narrativa reciente, con inflexiones discursivas que resultan relevantes para el análisis.

Literatura testimonial argentina: un itinerario histórico, 1957-2012

En lo que sigue, plantearemos un recorrido por el desarrollo del género testimonial en la Argentina, desde la segunda mitad de la década de 1950 hasta el presente. Dado que no será posible emprender aquí un análisis exhaustivo del corpus del género en su vertiente local, plantearemos dicho panorama histórico a partir del análisis de cuatro textos representativos de distintas etapas en la historia de la literatura testimonial argentina. En primer lugar, nos centraremos en Operación masacre de Rodolfo Walsh (1957), que como clásico del género permite considerar sus características en los años 60-70, período en que el testimonio dio cuenta de la politización de los parámetros de legitimación estética, que se verificó progresivamente en el campo. En segundo lugar, abordaremos la “Carta de un escritor a la Junta Militar”, del mismo Walsh (1977), que posibilita la reflexión sobre las difíciles condiciones de producción y circulación de la literatura y del testimonio en el período represivo de la dictadura militar. En tercer lugar, consideraremos Recuerdo de la muerte de Miguel Bonasso (1984), que permite reflexionar sobre los interrogantes que atraviesan a la literatura testimonial en el contexto postdictatorial y, más específicamente, en el marco de los procesos de revisión sobre un pasado reciente signado por la violencia política, que inaugura la recuperación del sistema democrático. Finalmente, analizaremos Diario de una princesa montonera. 110– verdad de Mariana Eva Perez (2012), como expresión de la literatura testimonial argentina contemporánea. Esta tiende a deconstruir la estética politizada que caracterizó al testimonio en las décadas anteriores, pues instaura la primacía del artificio literario por sobre cualquier pretensión de veracidad y, en el mismo sentido, inscribe al testimonio en el ámbito del discurso (auto) ficcional5.

En su conjunto, el recorrido expondrá inflexiones históricas relevantes de la literatura testimonial argentina, y permitirá observar tensiones y debates que atraviesan al género en distintos momentos de la historia literaria y política local. A partir de este análisis, buscamos aportar al estudio del género tal como se ha desarrollado en la literatura argentina desde la mitad del siglo XX hasta la actualidad.

Testimonio y politización del campo literarioen los años 60-70. Operación masacre de Walsh

Comencemos, entonces, por el principio: Operación masacre, de Rodolfo Walsh, cuya edición original data de 1957. El libro, publicado inicialmente como serie de notas en la prensa periódica (Ferro, 2010; García, 2014: 67-110), surgió como respuesta a los dilemas que planteaba, para un campo intelectual y literario que, hasta 1955, había sido uniformemente antiperonista, el carácter violento del antiperonismo que ahora se imponía desde el gobierno dictatorial (Altamirano, 2011; Terán, 2013: 65). Los fusilamientos con los que la autodenominada “Revolución Libertadora” reprimió el levantamiento cívico-militar de junio de 1956 (Melón Pirro, 2009: 67-75), y que Walsh tematizó en el libro que nos ocupa, agudizaron dichos dilemas (Terán, 2013: 86-87). De hecho, en el caso particular de Walsh, su toma de posición en el difícil contexto político no estuvo exenta de perplejidad y de vacilaciones: en su origen, Operación masacre está lejos de representar la intervención combativa, políticamente resuelta contra la violencia de Estado, en la cual se convertiría a partir del final de la década de 1960, a fuerza de revisiones del propio autor.

Distintos críticos han señalado la irresolución político-ideológica del Walsh que escribió originalmente Operación masacre (Ford, 1969: 163; Jozami, 2011: 71; Hernaiz, 2012: 29-36). Más que reiterar ese argumento, examinaremos aquí la relación entre la posición política vacilante del Walsh de 1957, por un lado, y la forma literaria del relato, por otro. Enunciemos, para ello, los aspectos centrales del posicionamiento de Walsh frente a los hechos de junio de 1956. La defensa de las víctimas de los fusilamientos que llevó adelante el escritor marcó una distancia significativa respecto de posicionamientos intelectuales firmemente antiperonistas, como el del grupo de escritores nucleados en torno de Sur. Dos de los referentes principales de ese grupo, Borges y Bioy Casares, impulsaron poco tiempo después de la represión al levantamiento de Valle -en septiembre de 1956- la redacción de una solicitada de intelectuales, en la cual los firmantes ratificaron su “plena confianza” en el gobierno dictatorial (Podlubne, 2014: 57). Asimismo, la denuncia de Walsh contrarió el apoyo que distintos sectores del espectro político y los grandes medios de la prensa gráfica brindaron a la represión al levantamiento (Spinelli, 2005: 83; Melón Pirro, 2009: 79-80). Sin embargo, y aún ateniéndonos al plano del contenido histórico-político del libro, la perspectiva que Walsh imprimió a la narración de los hechos del 9 y el 10 de junio de 1956 no dejaba de ser sesgada. En efecto, Operación masacre cuenta la historia de los civiles fusilados en el procedimiento irregular llevado a cabo en José León Suárez, pese a que dicho episodio constituyó solo una pieza de la más amplia represión ejecutada por el gobierno dictatorial -más aún, demostraba cabalmente el escarmiento a la sociedad civil que el buscó ejercer la “Libertadora” (Melón Pirro, 2009: 74)-. El mismo Walsh expresa en la primera edición del libro el carácter deliberado de su foco en el episodio de Suárez, así como los argumentos que por entonces justificaban el recorte:

En todo este libro he procurado deliberadamente no referirme a los militares rebeldes que fueron ejecutados dentro de los cuarteles. […] Los jefes del 9 de junio jugaron, perdieron y murieron militarmente […].

El caso de los fusilados de José León Suárez es completamente distinto. Porque esos hombres eran civiles desarmados e indefensos. Porque esos hombres no se habían sublevado ni se jugaban nada. Porque algunos de esos hombres ni siquiera eran peronistas (1957: 142, nuestro subrayado).

Resulta notoria la defensa de los civiles de Suárez como “víctimas inocentes” de la represión del 10 de junio -frente a las víctimas militares, cuyo asesinato, en cierto sentido, el escritor presenta como justificables-. En la misma línea, llama la atención la asociación entre peronistas y culpables que se desliza –aun por la negativa– en el discurso de Walsh. Se trataba, de hecho, de un momento complejo de revisión de las “culpabilidades” e “inocencias” políticas en el campo intelectual argentino, atravesado por el antagonismo entre peronismo y antiperonismo6. Desde ese mismo punto de vista, observemos que es el entonces Jefe de Policía de la provincia de Buenos Aires, Desiderio Fernández Suárez, quien se señala en el libro como culpable de los fusilamientos –y no el gobierno militar, cuya responsabilidad política aparece negada o eludida por el escritor– (Jozami, 2011: 71).

La postura político-ideológica de Walsh en el contexto posperonista no solamente se deja ver en declaraciones del autor, que explicitan su interpretación de los hechos del 9 y el 10 de junio. Más significativamente aun, la forma textual de Operación masacre, en tanto novela sobre hechos reales, no puede comprenderse sin atender a la perspectiva ideológica de Walsh sobre el levantamiento cívico-militar de 1956. En efecto, es el foco en el procedimiento irregular de Suárez lo que da lugar al tratamiento de sus protagonistas como personajes de una novela y, a la inversa, es de su mirada de escritor de ficción que surge -al menos en parte- la mirada novelesca proyectada sobre los hechos. No solo se trata de que, para el Walsh de entonces, el episodio de José León Suárez presentaba una violencia ajena a los parámetros de su realidad conocida, y en ese sentido aparecía como una historia inverosímil, “cinematográfica” o propia de una “novela por entregas” -como el autor la caracteriza en la “Introducción” de 1957 (11)-. Tampoco se trata solo del carácter “novelesco” que el escritor atribuye a la figura de quien señala como responsable de los fusilamientos de Suárez –en la oratio de “La evidencia” se refiere a Desiderio Fernández Suárez como figura “casi novelesca […], típicamente sudamericana y aunque nos pese típicamente nuestra, imagen perfecta de la arbitrariedad, la soberbia y la prepotencia militares” (Walsh, 1957:140)–. Más todavía, está en juego la posición compleja de Walsh frente a los protagonistas de los hechos de junio de 1956. En este sentido, la empatía de Walsh respecto de los civiles fusilados representaba un avance frente al tradicional “divorcio entre doctores y pueblo”, que se empezaba a diagnosticar como antipopular en los autocríticos debates intelectuales desarrollados después de 1955 (Altamirano, 2011: 226-227). Pero, al mismo tiempo, el acercamiento del Walsh de 1957 a las víctimas de José León Suárez estaba atravesado por un límite ideológico, que da forma al relato: el escritor parece mirar los sucesos desde demasiado cerca, pues elige colocar el foco en el episodio de Suárez, separándolo del marco político más amplio de la represión ordenada por la “Revolución Libertadora”. Su conmiseración con las víctimas civiles de Suárez, y solo con ellas, expresa al mismo tiempo el aval brindado al antiperonismo de la “Libertadora” y la crisis de dicha posición, que hasta 1955 Walsh y otros escritores e intelectuales habían sostenido sin cuestionamientos ni dilemas.

En esta línea, el hecho de que Walsh haya escrito una novela sobre los fusilados de Suárez no solo quiere decir que el escritor proyectase los parámetros genéricos del policial clásico sobre los sucesos de 1956, como lo ha señalado a menudo la crítica (Amar Sánchez, 2008; Ferro, 2010). Además, y sobre todo, significa que en Operación masacre Walsh narra los acontecimientos desde la perspectiva singularizante y particularista que es característica de la literatura –centrada en pequeñas historias de personajes individualizados–, y no del relato historiográfico ni de la proclama política –que se ocupan de los grandes protagonistas de la historia: sus personajes sobresalientes y los actores sociales en términos generales–7. Walsh afirmó años más tarde que con Operación masacre quería “ganar el Pulitzer” (Ford, 2000: 11), y no tanto intervenir en la difícil coyuntura política posterior a 1955. Más allá de la intencionalidad del autor, lo que importa son los efectos de su complejo posicionamiento de escritor desde el punto de vista del sentido histórico de su libro.

Así, se plantea una significativa paradoja: el potencial de Operación masacre como obra literaria se asocia a la perspectiva política sesgada de Walsh en el contexto de escritura original del libro. Esta paradoja explica que, aunque el escritor años después llegó a ver las falencias de su tratamiento histórico de los sucesos de 19568, nunca realizó modificaciones sustanciales en el relato novelesco de “Las personas” y “Los hechos”, que proveía al libro su originalidad y su fuerza narrativa. En efecto, los desplazamientos importantes en la posición política que orienta el relato se encuentran en el paratexto: prefacios y postfacios, que Walsh no deja de revisar –con supresiones, añadidos y modificaciones– en las sucesivas ediciones del libro. Es en el “Epílogo” de la edición de 1969, donde se encuentra la más clara rectificación ideológica respecto del enfoque inicial: “Las ejecuciones de militares en los cuarteles fueron, por supuesto, tan bárbaras, ilegales y arbitrarias como las de ci­viles en el basural” (Walsh, 1969: 193), enfatiza allí el escritor9. Para ese momento, Walsh había iniciado una participación política orgánica, en la central sindical combativa CGTA (Confederación General del Trabajo de los Argentinos). Su compromiso público como escritor político le requería una revisión de su posicionamiento en la Operación masacre original. Pero, más allá de su politización, Walsh seguía siendo escritor: de allí que preservase la forma literaria básica que originalmente había dado al libro.

Operación masacre constituye una obra ineludible para comprender el proceso complejo que culmina, a comienzos de la década de 1970, en la consolidación del testimonio como género literario. Lejos de exponer un vínculo directo entre literatura y testimonio o compromiso político, el libro expresa las tensiones que se tejen entre la búsqueda de verdad asociada a la denuncia y la eficacia estética de la obra, ligada a la forma novelesca del relato.

En este sentido, es necesario notar que, así como el libro de Walsh solo llegó a ser expresión de un compromiso con la militancia popular asumido por el autor -pues, como señalamos, no lo fue resueltamente al comienzo-, también llegó a ser, en cierto sentido, el libro testimonial que no había sido en su escritura original. Clarifiquemos este punto de vista. En todas sus versiones desde 1957, Operación masacre tiene un componente documental, desplegado en la tercera parte del libro, “La evidencia”. La intercalación de documentos en el texto -fragmentos de artículos periodísticos y del expediente judicial del caso investigado- se asocia a la crítica que el autor plantea a las inconsistencias y a las tergiversaciones presentes en el discurso oficial sobre los fusilamientos de Suárez. En cuanto al discurso testimonial, la transcripción de la palabra oral de los protagonistas de los hechos, que ha constituido uno los rasgos distintivos de la literatura testimonial latinoamericana10, no caracteriza a Operación masacre, pues, como señalamos, el relato de los fusilamientos se construye con las técnicas narrativas propias de la novela -básicamente, empleo de diálogos y de focalización interna-. El único testimonio constatable en el libro -en todas sus versiones- es el relato del escritor sobre su vivencia de los hechos de junio de 1956, acotado a la zona paratextual del libro: “La violencia me ha salpicado las paredes de mi casa, en las ventanas hay agujeros de bala, he visto un coche agujereado y dentro un hombre con los sesos al aire, pero es solamente el azar lo que me ha puesto eso ante los ojos” (Walsh, 1964: 10), dice el célebre “Prólogo”, escrito para la edición de 1964.

Cuando afirmamos que Operación masacre llegó a ser testimonial, no nos referimos a los mencionados relatos autobiográficos del paratexto autorial, sino a los efectos de sentido que operó sobre la historia narrada en el libro su transposición cinematográfica, realizada entre 1971 y 1972 con dirección de Jorge Cedrón, y con participación de Walsh en la confección del guión. En efecto, la película coloca a Julio Troxler, sobreviviente de los fusilamientos de 1956 y después militante del peronismo de izquierda –igual que el propio escritor en aquellos años (Jozami, 2011: 217)–, como actor en papel de sí mismo y como relator de la historia. De esa manera, Troxler aparece como testigo y narrador privilegiado de Operación masacre. En clave testimonial y politizada, toma a su cargo el relato novelesco que el escritor sostenía en la versión literaria (Mestman, 2013; García, 2014: 369 y ss.). Esta última, a la vez, se revisaría en la línea de los desplazamientos de sentido operados en el filme. En la versión de 1973, el autor añade como apéndice un fragmento del guión de la película, y comenta que: “Una militancia de casi 20 años autorizaba a Troxler a resumir la experiencia colectiva del peronismo en los años duros de la resistencia, la proscripción y la lucha armada” (Walsh, 1973: 200). Walsh estipuló de esta forma lo que consideraba el “sentido último” del libro (ibíd.), ligado a su consolidación como literatura militante y testimonial. Efectivamente, se trataría de la última de las ediciones de Operación masacre que contiene modificaciones implementadas por el autor.

De esa forma, el origen de Operación masacre y las reescrituras de las que fue objeto el libro dan cuenta cabal del proceso de politización que atravesó el campo artístico y literario argentino a lo largo de los años 60-70. Sin embargo, la presencia del testimonio en la literatura argentina de ese período no se reduce solo a Operación masacre ni solo a la obra de Walsh. Este escritor publicó, además, otros dos libros con características testimoniales y/o documentales: ¿Quién mató a Rosendo? (1966), su libro “estrictamente” testimonial –se compone a partir de las voces de los protagonistas, que aparecen “transcriptas” en el relato-, y Caso Satanowsky (1973), de características documentales (García, 2014:252-347)–. En tanto, bajo el impulso de la efímera recuperación de la democracia en 1973 y en el contexto de auge inicial del testimonio literario en América Latina, otros escritores argentinos optaron, de distintas maneras, por la escritura testimonial o documental: Francisco Urondo –La patria fusilada (1973) y Los pasos previos (1974)–, Tomás Eloy Martínez –La pasión según Trelew (1973)–, e incluso Julio Cortázar –Libro de Manuel (1973)–11.

Testimonio y dictadura. La “Carta de un escritor a la Junta Militar”

Luego del auge testimonial de los primeros años 70, la violencia paraestatal desplegada a partir de 1973 y, sobre todo, la represión estatal sistemática implementada en la dictadura que se inició en 1976, plantearon contextos difíciles para la producción de literatura testimonial en la Argentina. Escritores residentes en el país, que habían optado por el género en el período anterior como expresión literaria de su compromiso político, fueron perseguidos por el régimen dictatorial. Esa persecución forzó su exilio en ciertos casos, como en el de Tomás Eloy Martínez, y en los casos de mayor gravedad, como en los de Paco Urondo y Rodolfo Walsh, llegó al asesinato.

Un texto paradigmático del período, la “Carta de un escritor a la Junta Militar”, difundida por Walsh al cumplirse un año del golpe militar, solo unos minutos antes de que el escritor fuese asesinado, constituye un claro ejemplo de las complejas condiciones de producción y circulación de la literatura testimonial durante la dictadura. En esa línea, hay que notar la apuesta por una escritura factual y argumentativa que toma Walsh en la “Carta”. En cuanto a la opción por el discurso factual, se trata de un aspecto ineludible del proyecto literario de Walsh a partir de Operación masacre. Desde el final de los años 60, el escritor difícilmente pudo compatibilizar dicha opción, vinculada con su compromiso político, con la escritura de ficción, que había desarrollado desde los inicios de su carrera literaria. Walsh se refiere a este tema en una entrevista de 1972: “En 1967 aparecieron mis últimas narraciones”, afirma en La Opinión, aludiendo a su volumen de cuentos Un kilo de oro, y agrega: “De 1968 en adelante yo no he sido capaz de escribir narraciones” (“Narrativa argentina”, 1972: 6)12. La capacidad de la cual hablaba Walsh en esa entrevista, en términos de carencia, no era un talento ni un genio narrativo, sino una disposición para animarse a hacer ficción, en un contexto en que imperaba el compromiso político y los criterios del campo literario –de cuya construcción no dejaba de participar el escritor– tendían a desacreditarla. Sin tener en cuenta ese descrédito no es posible comprender el ascenso del testimonio como género literario hacia el final de la década de 1960. Pero es necesario remarcar que el hecho de que la ficción dejase de aparecer ante Walsh como un fin válido en sí mismo -pues se trataba de hacer política a través de la literatura- no impidió, en el caso de la narrativa testimonial que cultivó hasta el comienzo de la década de 1970, que las técnicas propias de la literatura de ficción se integrasen al testimonio como recurso para volver eficaz la denuncia de hechos reales. De allí que, como sostuvimos, la forma novelesca resultase decisiva en Operación masacre, desde el punto de vista de su potencial literario. En este sentido, la “Carta de un escritor a la Junta Militar” de 1977 expone un momento posterior y diferente en el proceso de politización de Walsh como escritor: en las circunstancias graves de la dictadura a las que responde la “Carta”, la ficción con su vocación lúdica y su reenvío oblicuo a la realidad ya no parece tener lugar, ni como fin estético en sí mismo ni como medio de la escritura literaria. Así, la “Carta” es pura realidad. Frente al régimen militar, se imponía hablar contundentemente y sin rodeos sobre sus atrocidades. Walsh, de hecho, firma el texto con su nombre y apellido, no solo como escritor sino además como ciudadano –especifica incluso su cédula de identidad–.

Ahora bien, en la entrevista de La Opinión que citamos más arriba, Walsh llama “narraciones” a sus cuentos, como sugiriendo que lo que ha postergado en su tarea literaria desde el final de los 60 no es solo ficción, sino también relato. En realidad, no había dejado de escribir narraciones, porque lo eran sus textos testimoniales. Pero lo que importa es la puesta en crisis de la narrativa en su manifestación literaria privilegiada, la ficción, que deja ver aquella afirmación. Ya en 1977, la “Carta” plantea una posición similar, pues como hemos señalado se trata de argumentación y no solo de discurso factual. El hecho de que Walsh haya utilizado las Catilinarias de Cicerón como modelo para la escritura resulta notable en este sentido (Ferreyra, 1999; Gamerro, 2006: 56). En tanto forma que toma la escritura literaria en la “Carta”, la argumentación tiene antecedentes en la trayectoria previa de Walsh y, en particular, remite a la misma literatura testimonial del escritor, que había desarrollado en el período anterior. De hecho, aunque sus libros de testimonio eran –como afirmamos- básicamente narrativa, presentaban una dimensión argumentativa ligada a la interpretación histórica y política de los hechos narrados, interpretación que inscribía el caso particular en un esquema conceptual general, vinculado en Walsh al carácter violento del Estado. Este se expresaba en zonas textuales particulares: el “Epílogo” en Operación masacre, la sección “El vandorismo” en Rosendo y “Las enseñanzas” en Caso Satanowsky13. Se trataba de una modalidad de representación de hechos reales, ligada a la estructura del caso, que respondía a condiciones históricas concretas y, más específicamente, a la apuesta por denunciar un poder político cuya funcionalidad represiva se exponía con claridad en los episodios de violencia narrados por el relato testimonial –los fusilamientos de 1956, el asesinato de los militantes populares Blajaquis y Zalazar que denuncia Rosendo, así como la desaparición de Felipe Vallese que Urondo relató en Los pasos previos–. Frente a ello, la dictadura militar de 1976-1983 pone en práctica una represión diferente y desconocida hasta entonces: una violencia no esporádica sino sistemática y vasta, dirigida como plan de exterminio a sectores politizados de la sociedad. Es esa represión omnipresente, que no involucra uno o varios sino miles de casos, lo que Walsh describe en la “Carta”: “Quince mil desaparecidos, diez mil presos, cuatro mil muertos, decenas de miles de desterrados son la cifra desnuda de ese terror” (Walsh, 1984: 205). La “cifra desnuda”, como prueba veraz e irrebatible de la sistematicidad abrumadora del terrorismo de Estado, y la enumeración, como representación de la acumulación de razones para la denuncia, son procedimientos retóricos básicos de la argumentación walshiana.

Hay, además, otro sentido en que la “Carta” de Walsh expresa las particulares condiciones de producción y circulación de testimonio y de literatura en la Argentina, en lo que definimos como el segundo momento de su historia: se trata del pasaje de la denuncia abierta de los libros testimoniales a la denuncia clandestina, como lo señala el escritor en el comienzo de la “Carta”:

La censura de prensa, la persecución a intelectuales, el allanamiento de mi casa en el Tigre, el asesinato de amigos queridos y la pérdida de una hija que murió combatiéndolos, son algunos de los hechos que me obligan a esta forma de expresión clandestina después de haber opinado libremente como escritor y periodista durante casi treinta años (Walsh, 1984: 205).

Walsh escribió la “Carta” durante su estadía en una casa en las afueras de Buenos Aires: en las palabras de su compañera Lilia Ferreyra (1999), lejos del “territorio cercado” por la represión dictatorial, que la ciudad representaba en 1977. En este sentido, y en los términos del mismo Walsh, la “Carta” fue una expresión del “repliegue”: una estrategia de resistencia frente a la escalada represiva, que “consiste en desplazarse de posiciones más expuestas hacia posiciones menos expuestas” (cit. en Verbitsky, 1985:9). Para un escritor como él, miembro por entonces de la organización Montoneros, el repliegue como posición política autodefensiva conformaba, a la vez, un momento propio, definido aparte de las exigencias que planteaba el compromiso con lo colectivo ligado a la militancia. No por ello, sin embargo, la “Carta” deja de ser un texto político: eran precisamente las circunstancias políticas las que atravesaban la subjetividad profunda del escritor, su intimidad que se despliega en la forma del género epistolar (cfr. Aguilar, 2000: 71). De ese modo, cuando Walsh escribe la “Carta”, afirma que vuelve a escribir (Jozami, 2011: 337), que vuelve a ser Rodolfo Walsh (Ferreyra, 1999). Lo que se encuentra al pie del texto es un nombre de autor –un renombre portador de capital simbólico, que legitima la denuncia–, pero también la seña básica de una identidad que ineludiblemente, y como lo indica el título que Walsh dio al texto, se vincula con su condición de escritor.

Así, hay que subrayar que la “Carta” fue concebida por Walsh como literatura. Pero también que fue concebida como testimonio, es decir, como eslabón de la serie que había inaugurado con Operación masacre, eslabón quizás final, si se considera el tono de despedida que parece impregnar al final de la carta: “Estas son las reflexiones que en el primer aniversario de su infausto gobierno he querido hacer llegar a los miembros de esa Junta, sin esperanza de ser escuchado, con la certeza de ser perseguido, pero fiel al compromiso que asumí hace mucho tiempo de dar testimonio en momentos difíciles” (Walsh, 1984: 213). En la dictadura, las dificultades planteadas por el contexto político eran tales que acotaron el alcance de su escritura testimonial. El texto de la carta circuló localmente en forma clandestina, y su divulgación pública se produjo en el exterior, como parte de la denuncia internacional del terrorismo estatal14. Walsh, además –como ya señalamos–, fue asesinado el mismo día en que distribuyó la carta, no como represalia directa por dicha acción (Kohan, 2007), pero sí como escarmiento frente al compromiso político y militante asumido por el escritor, del cual era expresión la “Carta”.

En resumidas cuentas, la “Carta de un escritor a la Junta Militar” no es literatura testimonial en el sentido en que Walsh la había desarrollado hasta antes de la dictadura, ni se ajusta a las definiciones con las que la crítica suele describir las características del género -no es narrativa sobre hechos reales, elaborada a partir de un diálogo entre el escritor y los protagonistas de la historia-. Pero, por ese mismo motivo, resulta ineludible en la historia del género en la Argentina: constituye una manifestación clave de las paradojas y dificultades que atraviesan a la literatura testimonial escrita en la Argentina en la etapa dictatorial. Estas paradojas quedan expresadas cabalmente en el hecho de que el texto de Walsh se conozca públicamente –hasta la actualidad– como “Carta abierta”, cuando originalmente Walsh la tituló “Carta de un escritor a la Junta Militar”: no tenemos acceso al texto original sino solo a la versión publicada luego de la reinstauración de la democracia, con el título a(dul)lterado (cfr. Hernaiz, 2012: 24). En dicho nuevo contexto, Walsh ya no estaba allí para validar como autor la identidad de su obra, y el intento de otros por reparar aquella ausencia derivaría en la “apertura” de la “Carta” hacia una esfera pública ahora democrática15. En efecto, la reflexión sobre la violencia política en las décadas de 1960 y 1970 fue una característica central del período inaugurado en 1983. Así lo expone con claridad, como veremos en el próximo apartado, la literatura testimonial de la etapa.

Recuerdo de la muerte de Bonasso. Testimonio y tiempo pasado

El tercer momento de la relación entre testimonio y literatura argentina que consideraremos es el que se inicia con la recuperación de la democracia en 1983. En este contexto, la literatura testimonial pasa a constituir un espacio discursivo central de los procesos de reflexión y discusión sobre el pasado reciente, que comenzaron con la denuncia de los hechos vinculados al terrorismo de Estado en la dictadura, y continuaron con la revisión de las militancias setentistas, especialmente enfocada en el papel político de las organizaciones armadas (Dalmaroni, 2004: 155-174; Pittaluga, 2007: 125). Observemos, en esta línea, un desplazamiento relevante respecto del rol político y estético que el género tomaba en el período anterior: si, en los años 60-70, la opción por el testimonio aparecía como una intervención literaria en un presente políticamente movilizado, intervención asociada al compromiso de los escritores con una transformación del orden social que se concebía como posible y necesaria, a partir de los años 80 la literatura testimonial argentina se caracteriza, en términos generales, por colocar la mirada en un tiempo pasado16. Notemos, en la misma línea, que la producción literaria testimonial es muy abundante en la Argentina a partir de la década de 1980: la “era del testigo” argentina que comenzó entonces (Calveiro, 2006: 69; Jelin, 2012: 113), y cuyos hitos en los inicios de la transición democrática fueron la investigación de la CONADEP que culminó en el Nunca más (1984) y el Juicio a las Juntas (1985), tuvo implicaciones profundas que no dejaron de impactar en la creación literaria.

Dentro del amplio conjunto de testimonios sobre el pasado reciente producidos a partir de 198317, nos dedicaremos en particular a Recuerdo de la muerte, texto aparecido en marzo de 1984, que inaugura la serie de testimonios de denuncia sobre el terrorismo estatal publicados en la Argentina, pero además anticipa las perspectivas narrativas sobre las experiencias militantes de los años 70, que se expandirán solo una década más tarde18. El análisis del libro de Bonasso, sin pretender agotar la cuestión de la literatura testimonial argentina postdictatorial, permitirá plantear ciertas problemáticas que atraviesan, en su conjunto, al género testimonial en la Argentina democrática.

Recuerdo de la muerte narra, como es sabido, la historia de Jaime Dri, militante montonero secuestrado en 1977 por las fuerzas armadas, que al año siguiente se fugó de su detención clandestina, durante un operativo militar en Paraguay. Miguel Bonasso, quien había sido compañero de Dri en Montoneros, escribió el libro sobre la base del testimonio de aquel, en un momento en que ambos habían dejado de pertenecer a la organización, pues habían encabezado una ruptura con la dirigencia de la organización en el año 1980 (Pozzoni, 2012: 28).

Entendido como expresión de la postdictadura, Recuerdo de la muerte da cuenta de dos importantes interrogantes a los que intenta dar respuesta la literatura testimonial producida en la Argentina luego de 1983. El primer interrogante se vincula con el proceso complejo de reconfiguración de los imaginarios y las subjetividades en el contexto de la transición democrática. Aparece formulado explícitamente en la “Crónica final” del libro, postfacio que funciona a modo de declaración de intenciones políticas y literarias del autor: “cómo dar por superada una etapa, una determinada concepción”, se pregunta allí Bonasso, “sin convertirse en renegados” (Bonasso, 1984: 405). La pregunta concierne al pasado político de Jaime Dri y al del propio autor. Más todavía, es una pregunta por la identidad, concebida desde un punto de vista centralmente político, y ligada a la pertenencia de Dri y Bonasso a la organización Montoneros. El libro tematiza al mismo tiempo la crisis y la persistencia de esa identidad: “Les costaba demasiado desprenderse definitivamente de la identidad política que habían asumido durante tantos años” (Bonasso, 1984: 405), reafirma el autor acerca de Dri y de sí mismo, en la “Crónica final”.

En efecto, en Recuerdo de la muerte la difícil reconstrucción de las identidades en la postdictadura no es solo un tema del libro, sino además es el objeto de una toma de posición del autor, que da su forma al relato. Así, el texto de Bonasso presenta una denuncia sobre el terrorismo de Estado en la dictadura de 1976-1983 que es, a la vez, un alegato en defensa del “Pelado” Dri, en tanto “héroe” militante que “triunfó” frente a sus adversarios políticos –pues fue el único que se fugó de la ESMA y logró sobrevivir–, y que lo hizo sin “traicionar” a sus compañeros –esto es, sin dar información a los represores acerca del paradero de otros militantes– (Longoni, 2007: 81-88). El autor enfatiza la solidez ética de Dri y se identifica manifiestamente con el protagonista de su libro. De ese modo, Recuerdo de la muerte reinstaura y reivindica la épica militante característica de los años 60-70 y de su literatura testimonial –Rodolfo Walsh, de hecho, aparece evocado explícitamente como referente de Bonasso (1984: 404)–. Dicha reivindicación, sin embargo, plantea una paradoja significativa: como intento de revisión del pasado, el libro de Bonasso no deja de expresar la dificultad de reconocer la derrota política de las experiencias militantes setentistas –a cuyo análisis escasamente contribuye la lógica de los héroes y los traidores– (cfr. Longoni, 2007: 43) y, por lo tanto, de elaborar aquel pasado traumático en su complejidad para eventualmente “superarlo”, según se lo propone el autor en la “Crónica final”.

El segundo interrogante al que intenta responder Recuerdo de la muerte, como ejemplar de la literatura testimonial postdictatorial, se asocia al tema de la difícil representación de las experiencias sociales traumáticas. El libro de Bonasso se plantea, en efecto, la pregunta por cómo narrar lo inenarrable del terrorismo de Estado –cuestión muy discutida en los trabajos sobre el discurso testimonial (cfr., para una revisión general, Jelin, 2012: 109-126)–. En esta línea, habría que decir primero que el libro retoma una forma narrativa característica de la literatura testimonial del período setentista, tal como la había desarrollado Walsh: se trata de un relato del escritor basado en el testimonio de protagonistas de los hechos, en este caso, un testigo en particular, Jaime Dri. Esta forma narrativa contrasta con otra variante de la literatura testimonial postdictatorial, en que el escritor –o, más frecuentemente, la escritora: Alicia Partnoy, Alicia Kozameh, Nora Strejilevich (cfr. Davidovich, 2014)– da testimonio sobre su propia experiencia como sobreviviente del terrorismo estatal. En Recuerdo de la muerte, Bonasso se basa en el testimonio de Dri, contando con el consentimiento del propio testigo, y reelabora dicho testimonio hasta invisibilizarlo, bajo un relato construido con procedimientos narrativos propios del discurso ficcional.

El recurso a la ficción en Recuerdo de la muerte se explica, en parte, por las características complejas de la experiencia narrada. Así, y en primer lugar, en el texto son frecuentes las descripciones de la vida en el centro clandestino de detención como experiencia cercana a la ficción: “alucinación colectiva” (Bonasso, 1984: 93) o “reino de los espectros” (Bonasso, 1984: 63), que difumina las fronteras entre vivos y muertos. Los sucesos ligados a la detención clandestina aparecen como ajenos a los parámetros de verosimilitud de la realidad histórica argentina conocida hasta el autodenominado “Proceso”. Por eso Bonasso define a su libro, en la “Crónica final”, como “novela-real o realidad-novelada” (Bonasso, 1984: 397). Ese cariz inverosímil de historias como la de Dri impacta, asimismo, en la audibilidad del testimonio de los sobrevivientes: “Si yo estuviera en el lugar de ellos, me costaría creer en una fuga tan inverosímil como la mía”, comenta el protagonista en la “Crónica final” (Bonasso, 1984: 399), imaginando la escena de testimoniar frente a quienes no han atravesado la experiencia concentracionaria.

En segundo lugar, la apelación a la ficción en Recuerdo de la muerte parece representar un intento por reparar el carácter constitutivamente lacunar del discurso testimonial (Agamben, 2002: 39). En efecto, con las técnicas propias de la ficción –básicamente, diálogos y focalización interna–, Bonasso recrea o simplemente inventa la palabra de quienes no han sobrevivido al poder concentracionario y, por lo tanto, no pueden dar testimonio por fuera de un dispositivo ficcional (Foster, 1995: 37; Strejilevich, 2006: 91).

En tercer lugar, el discurso ficcional en el libro de Bonassointerviene en el relato de escenas protagonizadas por los represores, que ni el autor ni Dri pudieron haber conocido tal como sucedieron en los hechos reales (Foster, 1995: 37). Este procedimiento, como lo ha observado Longoni (2007: 64), apunta a reforzar el verosímil realista del texto, ya que los múltiples puntos de vista que la novela despliega se entraman en un relato totalizador, que parece comprender en forma completa y acabada la historia de la dictadura, encarnada en la figura del “Pelado”.

En cuarto lugar, la ficción ingresa a Recuerdo de la muerte cuando se trata de narrar situaciones ligadas a la prisión clandestina, controversiales desde el punto de vista de la defensa de las víctimas de la represión que despliega Bonasso, al denunciar el accionar terrorista del gobierno dictatorial. En particular, nos referimos al tema de las relaciones íntimas entre prisioneras y represores, condensado en el personaje de Pelusa, que en el relato se involucra en un vínculo íntimo con uno de los represores, el Tigre Acosta (cfr. los capítulos “De muerte natural” y “El Tigre y Pelusa”). Pelusa es una construcción ficcional, que si bien remite a vivencias reales de las prisioneras en los centros clandestinos de detención, como personaje no tiene correlato en los protagonistas reales de la experiencia del terrorismo de Estado (Longoni, 2007: 60; Jozami, 2011: 132). Los efectos polémicos del relato, que el autor busca moderar al introducir a este personaje inventado, no pueden comprenderse sin considerar que Recuerdo de la muerte, aunque apele a la ficción, se postula como relato verídico o “novela real”.

De hecho, al tiempo que Bonasso dice que escribe una novela, no deja de afirmar la indiscutible verdad de su relato: “la voluntad de novelar no encubre aquí el designio de modificar los hechos. Todo lo que se dice es rigurosamente cierto y está apoyado en una base documental enorme y concluyente” (Bonasso, 1984: 404), sostiene el escritor en la “Crónica final”. Pero, ¿en qué sentido puede considerarse como “rigurosamente cierto” un texto que, al postularse como novelesco, se sustrae de las condiciones de verdad que debe satisfacer el discurso factual? ¿En qué sentido la “base documental enorme y concluyente” que menciona Bonasso funcionaría como fuente contrastable que sustenta la veracidad del relato, si lo que se encuentra disponible frente al lector es una novela, y no una serie de testimonios o de textos documentales? El mismo Bonasso se refirió –en la Edición definitiva del libro (1994) y en su reciente Lo que no dije en Recuerdo de la muerte (2014) – a las polémicas que suscitó el texto en los momentos previos a la publicación, entre algunos sobrevivientes de la ESMA que planteaban un relato sobre la experiencia concentracionaria distinto e incluso contrario al del “héroe” Dri, formulado por Bonasso. No azarosamente las críticas se dirigían al género novelesco que el autor eligió para narrar la historia: la apelación a la ficción parecía constituir, desde esta perspectiva, un mero artificio retórico que desligaba al autor de las exigencias de rigor histórico que pesan sobre el relato factual19.

Incluso con su carácter polémico –y más aun, debido a dicho carácter– Recuerdo de la muerte se presenta como un texto ineludible para considerar los interrogantes y las paradojas que atraviesan a la literatura testimonial de la postdictadura en la Argentina. En esa línea, hay que resaltar la extensa difusión que alcanzó el texto en los años que siguieron a la recuperación de la democracia: la primera edición del libro se agotó en diez días, alcanzando los cinco mil ejemplares, y en múltiples reediciones posteriores llegó a vender doscientos mil ejemplares (Longoni, 2007: 50). Surge, de esa manera, un contrasentido similar al que observábamos con Operación masacre: en el libro de Bonasso, los desajustes históricos en el relato de hechos tienen lugar bajo la forma ficcional del texto, que explica, no obstante, su capacidad singular para atrapar a los lectores y, en última instancia, de volver comunicables ciertos hechos de la realidad, particularmente complejos cuando se trata de la experiencia del terrorismo de Estado. Desde esa perspectiva, la eficacia narrativa de un texto que se propone como denuncia resulta central. Como veremos a continuación, las expresiones recientes de la literatura testimonial tienden a apartarse de la finalidad de denuncia. Al mismo tiempo, redoblan la apuesta por el potencial estético -y también político- del discurso ficcional.

Testimonio y/o ficción. El Diario de una princesa montonera de Mariana Eva Perez

En la última década, el género testimonial adquiere modalidades novedosas en la literatura argentina. En particular, es posible observar la emergencia y la expansión de una serie de narrativas que, aún remitiendo a la historia nacional de los años 70 como un núcleo temático central, dejan de lado la denuncia del terrorismo de Estado y la rememoración de las militancias setentistas, para pasar a poner en evidencia ciertos problemas políticos, éticos y estéticos que atraviesan la elaboración simbólica de dichas experiencias sociales en la Argentina del presente. El testimonio aparece, entonces, como modalidad discursiva de representación del pasado pero también como objeto de un cuestionamiento, centrado en sus prerrogativas de veracidad y en sus limitaciones para dar cuenta de las experiencias sociales traumáticas. Ejemplos de la serie de narrativas a las que nos referimos son: 76 y Los topos de Félix Bruzzone (2007 y 2008), La casa de los conejos y Los pasajeros del Anna C. de Laura Alcoba (2007 y 2012), el Diario de una princesa montonera 110– verdad– de Mariana Eva Perez (2012) –todos ellos, producidos por hijos de desaparecidos o sobrevivientes de la última dictadura militar20– y Montoneros o la ballena blanca de Federico Lorenz (2012) (cfr. Nofal, 2014). En los textos de este grupo, la ficción se ubica en el primer plano de la configuración narrativa. Ya no se trata de una concepción de la relación entre literatura y testimonio en la cual la primera –en particular, la ficción– constituye instrumento del segundo. Más bien, las obras a las que nos referimos hacen del testimonio una construcción literaria, e incluso ficcional. Por eso, en ciertos casos, la literatura testimonial llega a ser relato autoficcional21.

El Diario de una princesa montonera 110 – verdad–, texto que aquí consideraremos, permite analizar las características que adopta el uso del testimonio en la literatura argentina en los últimos años. El Diario cuenta las vivencias de la narradora como hija de militantes montoneros secuestrados y desaparecidos en la dictadura militar, en un contexto específico: el del gobierno kirchnerista, en el que la producción de memoria, verdad y justicia sobre dicho proceso político pasó a integrar una política de Estado.

Lo primero que habría que notar a propósito del libro de Mariana Eva Perez es su condición de diario, que plantea implicaciones relevantes desde el punto de vista del tiempo histórico y cultural que construye la literatura testimonial. Así, si los escritores testimonialistas de los años 60-70 se propusieron participar de su presente, y los de los años 80 volvieron la mirada al pasado, el Diario de una princesa montonera parece ubicar de nuevo en el presente el ámbito de intervención del testimonio literario. Se trata, sin embargo, de un presente que, más que denunciarse como injusto en pos de una transformación social, se registra tal como transcurre en el devenir cotidiano. El hecho de que el libro de Perez haya surgido como reescritura del diario del blog homónimo22, en el que el registro de la vida personal de la autora parecía ocurrir en tiempo real –pues las publicaciones tenían frecuencia hasta diaria–, resulta significativo en este sentido. Podríamos, pues, recurrir a la observación de Sarlo sobre la novela argentina de los años 90 y 2000, como matriz cultural que atravesaría asimismo a la narrativa testimonial actual: “lo que impacta es el peso del presente no como enigma a resolver sino como escenario a representar”; “una línea visible de la novela actual es “etnográfica”” (2006: 2). El escenario presente que construye el Diario de Mariana Eva Perez se vincula –como señalamos– a los procesos de construcción de memoria, verdad y justicia sobre el pasado reciente, que conciernen a la identidad de la escritora, narradora y protagonista como hija de desaparecidos en la última dictadura militar.

En este sentido, el Diario de una princesa montonera plantea un doble movimiento respecto de la evocación del pasado setentista que caracterizó a la literatura testimonial en las décadas de 1980 y 1990. Por un lado, el libro de Perez toma distancia de ciertas maneras de ser y pensar ligadas al ethos combativo de la generación anterior –que asimismo se reivindicaba en ciertos discursos sobre los años 70 posteriores a la recuperación de la democracia, como vimos en Recuerdo de la muerte de Bonasso–. Por ejemplo, al compararse con su padre militante y desaparecido, la narradora del Diario comenta: “La Princesa está en las antípodas del Fervor Montonero pregonado por su padre. Las demostraciones políticas enardecidas le dan un poquito de vergüenza ajena. Ella es todo recato y pensamiento crítico” (Perez, 2012: 70). Por otro lado, la Princesa Montonera desafía la solemnidad y los lugares comunes de lo que denomina los “hijis” y la “militoncia” en derechos humanos, que habitan la cotidianeidad del Diario. De ese modo, lo que resulta interrogado no es solo una épica militante perteneciente al pasado, sino además -y sobre todo- la manera en que en el presente se ejerce la memoria sobre aquella etapa. Se cuestiona, en efecto, toda una ritualidad de “la memoria y la reparación, la de la pérdida y el dolor por la pérdida” (Kohan, 2014: 26), en cuya institucionalización tienen un papel central el gobierno kirchnerista –bajo el cual la Argentina “pasó de ser el reino de la impunidad a convertirse en esta Disneylandia des Droits de l’Homme que hoy disfrutamos todos y todas” (Perez, 2012: 126)– y los organismos de derechos humanos. Veamos, por ejemplo, las expresiones de disconformidad de la protagonista en oportunidad de un acto de homenaje a su madre y a otros desaparecidos durante la dictadura:

Trato de no prestar atención a nada más. Ni a la semblanza lavada de la generación de los 70, ni al autobombo de la institución homenajeada, ni a la lectura de los nombres, ni mucho menos al grito (¿por qué hay que gritar?) treinta-mil-compañeros-detenidos-desaparecidos-presentes-ahora-y-siempre. No contesto, ni siquiera murmuro. Como en los casamientos por iglesia, me mantengo en hosco silencio aunque me sé la liturgia de memoria (Perez, 2012: 27).

El Diario rompe con la solemnidad de una “liturgia” de la memoria que se reproduce en forma maquinal y automática –paradójicamente, “de memoria”–, apelando a la ironía, el sarcasmo y el humor. En otras palabras, vuelve risibles unas prácticas ritualizadas de la memoria en las que solo parecen posibles la gravedad y el llanto. No se trata de reír para eludir el duelo ni de evitar la memoria, sino de llevarlos delante de una manera particular, nueva frente a las formas de elaboración simbólica del pasado reciente características de los primeros años de la democracia. Hay que subrayar, en esta línea, que el gesto irónico y rebelde de la Princesa no va ligado a una postura desideologizada o escéptica, ni tampoco a una negación per se del legado político de los sectores militantes de los años 70. De hecho, la narradora reconoce el papel constructivo de las identificaciones y de las participaciones políticas –”Estuve en H.I.J.O.S. y con mi participación conflictuada, yo también le di forma a esa experiencia” (Perez, 2012: 173)–. También establece continuidades entre la vida política en el presente y la protagonizada por la generación setentista –por ejemplo, a propósito de uno de sus sueños comenta: “[Mauricio] Macri se queda callado y me sonríe con la sonrisa de [Alfredo] Astiz” (Perez, 2012: 83)–. En efecto, para la Princesa Montonera se trata de evitar tanto la apropiación acrítica del pasado como su negación y su crítica irracional. Es cuestión, en sus términos, de “hacer de eso heredado algo propio. Un poco como los collages” (Perez, 2012: 165).

La idea de una reapropiación creativa de lo heredado permite comprender el significado que en el Diario adquiere el testimonio, como modalidad privilegiada de la producción de la memoria en la Argentina contemporánea. En esta línea, la Princesa ironiza sobre el mandato social de dar testimonio que pesa sobre las víctimas del terrorismo de Estado –”Lo cuento por puro deber de memoria, porque me parece de muy poco vuelo metafórico” (Perez, 2012: 23)–, sobre la dimensión teatral o impostada de la escena de testimoniar –”Fue mi única camisa linda por años y me la ponía siempre para testimoniar” (Perez, 2012: 172)– y sobre la institucionalización burocratizada de la práctica de atestar –”Por primera vez en toda mi carrera de testimoniante, todo el mundo me dijo que salí muy linda” (Perez, 2012: 204)–. En fin, termina por demostrar su hastío frente a la proliferación testimonial en la sociedad argentina contemporánea –”no tolero otro testimonio más” (Perez, 2012: 127)–. La artificialidad que el Diario adjudica al testimonio, ligada a un dispositivo de estatización de la memoria que lo burocratiza y termina por convertirlo en un ejercicio vacuo, opera en el libro como presupuesto estético y político de una opción por la ficción que la Princesa explicita y representa como tal. La explicitación aparece en la primera de las piezas narrativas del libro, titulada “Saludo”, que establece el pacto de lectura en que se enmarcará el relato de allí en adelante: “Desde mi terraza en Almagro, tierra liberada […] agito mi mano lánguida hacia los balcones de los contrafrentes y te saludo, oh pueblo montonero. […] En Almagro es verano y hay mosquitos –y si esto fuera un testimonio también habría cucarachas, pero es ficción–” (Perez, 2012: 9).

En rigor, el hecho de que la Princesa busque demarcar una frontera divisoria clara entre testimonio y ficción, identificando al Diario con este último ámbito, no es sino un corolario de la ambigüedad genérica del texto, pues si bien se postula como ficción su dimensión testimonial es a la vez innegable. La Princesa es un personaje pero también es la misma Mariana Eva Perez, y así lo exhibe el mismo libro al incluir fotografías de la protagonista, que no es otra que la autora fotografiada en la solapa. Algo similar ocurre con los otros personajes del Diario –los padres, el hermano y las abuelas de la Princesa–, que mediante sus nombres o sus iniciales pueden ser asociados a personas reales –más aun si se contrasta el libro con la historia de Mariana Eva Perez que se difundió en la prensa una década antes de la publicación del Diario (Demarchi, 2012: 5)–. En este sentido, al ser entrevistada sobre el tratamiento del testimonio y de la ficción en el Diario, Perez ha señalado:

El origen del Diario era no sólo algunas escenas que yo sentía que querían ser contadas, sino también, permanentemente, una reflexión acerca de cómo hablar sobre la cuestión testimonial. Es un tema que me viene generando preguntas desde hace muchos años porque yo identifico el testimonio, por lo menos en la manera en que está estructurado en la Argentina, con algo que te encorseta muy fuertemente: tiene un orden para contar la historia, hay determinadas palabras para usar. Partiendo del humor o de la ironía, se convierte en algo por completo diferente. Para terminar de distanciarme, quería renunciar a la legitimidad que tengo como testigo para contar esta historia (Wajszczuk, 2012, nuestro subrayado).

En definitiva, Perez no deja de hacer testimonio: más bien, lo hace de una manera propia, diferente de la que vive como impuesta por el ejercicio ritualizado de la memoria en la Argentina contemporánea. En su clase de testimonio, no solo es central la apelación al humor y a la ironía, sino además la recreación ficcional de la historia real de la autora, que proporciona la base del relato. En efecto, el Diario de una princesa montonera se construye como una autoficción testimonial, en la que tiene lugar la primera persona del testimonio pero también su reconstrucción como ficción y, con ello, la deconstrucción de las prerrogativas de veracidad que ostenta para sí el discurso testimonial. El Diario, entonces,apela al testimonio para luego autodiluirse como tal.

Es por eso que el libro de Perez no solo explicita su condición de ficción, sino sobre todo la representa, esto es, la despliega como materia y forma del relato. En esa línea, el Diario de una princesa montonera narra el proceso de construcción de la identidad de la narradora y autora, identidad que solo resultará propia en la medida en que la Princesa Montonera asuma su vocación artística y literaria, y, de ese modo consiga superar la reproducción de la estereotipia testimonial y militante, que la equipara sin más a los “hijis” y la retrotrae a la generación politizada a la que pertenecieron sus padres. Así, si al comienzo del Diario la Princesa que escribe aparece llamada por un “deber testimonial” (Perez, 2012: 12), pronto pasará a preguntarse: “¿Podrá la joven princesa montonera torcer su destino de militonta y devenir Escritora?” (Perez, 2012: 46). La imagen a la que la protagonista apela para dar cuenta del desafío que le plantea la propia identidad es la de la “casa hecha de palabras. Escribirme una historia que pueda habitar, quizás incluso que me guste habitar” (Perez, 2012: 77). Esa “casa” literaria simboliza el lugar singular de la narradora, y se diferencia de aquella otra casa de la infancia, en la que habita el trauma de la desaparición, que el Diario no derriba sino pone en palabras: “Fue en análisis hace mucho. Por primera vez dije casa para hablar de Gurruchaga. Dije: yo estaba con mi mamá en casa. […] Lo más parecido que tengo a un recuerdo de Paty y Jose, son esas dos sensaciones simultáneas, el cometa naranja y la sensación de tocar plástico. Y son de esa casa” (Perez, 2012: 91).

Conclusiones

Revisando el recorrido planteado a través del trabajo, podría pensarse que la literatura testimonial argentina comienza cuando lo real de la historia manifestado en el testimonio irrumpe en la tranquilidad aparentemente autosoficiente y autónoma de la “casa” literaria: “La violencia me ha salpicado las paredes de mi casa”, decía Walsh en Operación masacre (1964: 10). Casi seis décadas más tarde, termina con una literatura que nuevamente parece independizarse de las restricciones a su potencial inventivo, que plantearía el imperativo setentista de testimoniar: la literatura, en el Diario de una princesa montonera, “se va de la casa” politizada de los padres. De esta manera, la historia argentina del género testimonial llegaría a su fin en el momento en que el testimonio es reabsorbido por la literatura: la búsqueda estética volvería a primar, así, por sobre el objetivo ético y/o político de decir verdad.

Sin embargo, al analizar el desarrollo de la literatura testimonial en su complejidad, es posible observar que la tensión entre lo estético y lo político, entre la invención literaria y la veracidad del testimonio, es constitutiva del género desde sus orígenes hasta la actualidad. Aquella tensión no se resuelve, pese a las inclinaciones por uno u otro polo de la oposición, surgidas a la luz de ciertas condiciones históricas: la violencia antiperonista y la posterior politización del campo cultural, la dictadura, la revisión del pasado reciente a partir de la transición democrática, la estatización de la memoria en las expresiones más recientes del género testimonial. A través de sus distintas etapas, el vínculo a la vez tenso y narrativamente potente entre literatura y testimonio, que da forma al género, se sostiene. Es eso lo que proporciona a los textos que hemos analizado su carácter polisémico –pues actúan en distintos niveles de sentido–, complejo y, en fin, singular. Así, en Operación masacre y Recuerdo de la muerte, hemos visto cómo el intento por narrar ciertos hechos reales tal como ocurrieron tiene lugar bajo una forma literaria que no deja de atentar contra el rigor histórico del relato, pero sin duda acentúa su fuerza narrativa y abona a su legibilidad, dimensión que no carece de importancia si se tiene en cuenta que la denuncia es uno de los fines básicos de la literatura testimonial. A la inversa, en el Diario de una princesa montonera, la autodisolución del testimonio en la ficción no deja de exponer un objetivo primario de testimoniar, y la opción estética por el discurso (auto)ficcional –con su ambigüedad– es, al mismo tiempo, una crítica ética y política dirigida a la burocratización del testimonio y a la liturgia de la memoria en la Argentina contemporánea. En cuanto a la “Carta de un escritor a la Junta Militar”, el texto es, como vimos, un límite del testimonio y de la literatura en la Argentina: texto clandestino –sustraído de la denuncia abierta– y, en cierto sentido, “no literario” –no es cuento ni novela, ni tampoco novela sobre hechos reales: es argumentación, denuncia, carta–, expresa no obstante un tipo de literatura y de testimonio, cuyas características particulares se asocian al hecho de que tiene lugar a pesar de y como resistencia a las circunstancias difíciles de la represión dictatorial.

En resumidas cuentas, si el momento actual de ficcionalización autocrítica y paródica del testimonio marca el definitivo desenlace de la literatura testimonial en el ámbito argentino –y el cierre de un ciclo que comenzó con Walsh–, es un interrogante que permanece abierto. Las tensiones constitutivas del género están presentes en sus manifestaciones más recientes, aun cuando a primera vista podría parecer que los dilemas entre hacer novela y/o testimonio, literatura y/o política, se han dirimido en favor de la “pura” ficción y del art pour l’art. Así, más allá del panorama trazado a lo largo de este artículo, queda por verse cómo sigue aquel debate y en qué sentidos se reorienta, en la Argentina contemporánea, el itinerario histórico de la literatura testimonial.

Notas

1. Notemos que los estudios sobre literatura testimonial argentina fueron escasos durante el auge académico inicial del género, entre el final de los años 80 y el comienzo de los 90, en el cual los intelectuales latinoamericanistas ligados a estudios subalternos tuvieron un papel central (Moraña, 1998). Como excepciones dentro de aquel panorama, pueden mencionarse el artículo de Foster (1986) sobre la narrativa testimonial argentina producida durante la dictadura, el trabajo de Bermúdez-Gallegos (1990) sobre La Escuelita de Alicia Partnoy y las consideraciones de Sklodowska (1992: 156) sobre Operación masacre, de Rodolfo Walsh, incluidas en su libro sobre el testimonio hispanoamericano.

2. Hemos desarrollado este enfoque sobre el género testimonial en otros trabajos (García, 2012 y 2014), retomando nociones teóricas sobre los géneros literarios formuladas por Jean-Marie Schaeffer (2006)y Oscar Steimberg (2013).

3. Siguiendo a Schaeffer (2013), la narrativa factual se define como tal por criterios semánticos y, por ello, es o bien verdadera o bien falsa. La ficción, en cambio, funciona según un pacto intersubjetivo de fingimiento lúdico, en cuyo marco el carácter verdadero o falso del contenido narrativo resulta irrelevante.

4. Observemos que la iniciativa de Capote era conocida en los círculos culturales latinoamericanos para el momento en que se institucionalizó el testimonio. De hecho Miguel Barnet, en su célebre ensayo “La novela testimonio: socio-literatura”, buscó diferenciar su apuesta por dicho género de la nonfiction reivindicada por Capote (1969: 109). Otro documento de la recepción de la obra de Capote en Latinoamérica se encuentra en el trabajo de Dorfman (1966). Para una descripción sucinta del posicionamiento de Capote a cargo del propio escritor, véase la entrevista que mantuvo con Plimpton. Acerca de las polémicas sobre la autoría intelectual de la nonfiction, véase la reseña deFils (2010: 5).

5. La caracterización de los textos que incluimos en el presente análisis como representativos de distintas etapas del género testimonial en la Argentina, surge de trabajos previos centrados en el estudio de cada una de dichas etapas. Sobre la literatura testimonial de los años 60-70, véanse los trabajos de Gilman (2012: 339-353), Graselli (2011) y nuestras propias contribuciones (García, 2012, 2014 y 2015a). Acerca de la producción testimonial en la dictadura, remitimos a la investigación de Crenzel (2006). Sobre el género testimonial en los años 80 y 90, véanse los trabajos de Strejilevich (2006), Longoni (2007) y Goicochea (2008) -entre otros-. En cuanto a las actualizaciones del testimonio en la literatura reciente, reenviamos a los enfoques de Nofal (2014) y Logie (2015).

6. Este proceso de revisiones se expone cabalmente en las polémicas del período, que involucraron a intelectuales como Mario Amadeo, Jorge Luis Borges, Ezequiel Martínez Estrada, Ernesto Sábado y Arturo Jaureche (Vázquez, 2009; Altamirano, 2011: 217-251). Así, en el mismo año de 1956, Jorge Luis Borges declaró en Montevideo que “Aramburu y Rojas podrán a veces estar equivocados pero nunca serán culpables” (cit. en Ferrer, 2009: 240). Por su parte, Sábato sostuvo, en polémica con Borges, “Todos hemos sido culpables” (cit. en Altamirano, 2011: 229), para subrayar los prejuicios de los intelectuales frente al peronismo y sus reticencias a comprender el fenómeno en su complejidad. Acerca de Walsh, hemos analizado en otro lugar su relato policial “Simbiosis”, publicado en agosto de 1956 en la revista Vea y Lea, que expone huellas significativas de dicho proceso de reconsideración de las inocencias y culpabilidades políticas en el contexto posperonista (García, 2015b).

7. “La literatura”, señalaba Käte Hamburger en este sentido, “no describe conceptos generales, esto es, en ella no se trata de conocimiento teórico, sino que siempre describe únicamente fenómenos individuales e irrepetibles” (1995: 21). En términos de Schaeffer, se trata del tipo de representación implicada en la modelización ficcional, que, como parte de los modelos miméticos, no supone una instanciación generalizante de lo que representa, sino un tipo de ejemplificación (2002:198).

8. Walsh reconoce la debilidad política del argumento que sostiene Operación masacre en la entrevista que publicó Siete Días en junio de 1969: “En Operación masacre yo libraba una batalla periodística “como si” existiera la justicia, el castigo, la inviolabilidad de la persona humana. Renuncié al encuadre histórico al menos parcialmente. Eso no era únicamente una viveza; respondía en parte a mis ambigüedades políticas” (Walsh, 2007:144).

9. Más allá de los paratextos, el texto de Operación masacre fue asimismo modificado por Walsh en las ediciones de 1964 y 1969. Dichas modificaciones, no obstante, conciernen mayormente al estilo literario. Hemos realizado en nuestra tesis doctoral un cotejo exhaustivo de las variaciones textuales y paratextuales de Operación masacre entre 1957 y 1973 (García, 2014).

10. La transcripción de la palabra oral de los protagonistas es el procedimiento central de ejemplares canónicos del género testimonial en Latinoamérica, como Biografía de un cimarrón de Miguel Barnet (1966) y Me llamo Rigoberta Menchú de Elisabeth Burgos-Debray (1983). Las implicaciones estéticas y políticas de dicho procedimiento han sido ampliamente debatidas en los estudios sobre el testimonio –véase, por ejemplo, una discusión sobre el rol de “mediador” que desempeña el autor, en el trabajo de Sklodowska (1992: 121-140)-. En cuanto a Walsh, utilizaría la técnica de transcripción ya hacia el final de la década de 1960, en ¿Quién mató a Rosendo? (1969), posiblemente inspirado en el modelo de Barnet (cfr. Piglia, 1973: 20, García, 2014: 295-301 y vid. infra).

11. Notemos que, dentro de este grupo de obras que adoptan presupuestos estéticos y procedimientos narrativos característicos de la literatura testimonial, algunas resultan de una incorporación de materiales documentales dentro de un dispositivo narrativo básicamente ficcional –como ocurre en Los pasos previos y en Libro de Manuel–, mientras que otras son relatos testimoniales o documentales, y se inscriben, pues, dentro de la narrativa factual –así sucede en La patria fusilada y La pasión según Trelew–. Acerca del uso del testimonio y el documento en Los pasos previos y Libro de Manuel, cfr. García, 2015a. Sobre Urondo como escritor testimonial, véase el trabajo de Graselli (2011).

12. La última ficción publicada por Walsh fue el relato “Un oscuro día de justicia”, aparecido en 1973 pero escrito -según testimonios del autor- en 1967 (Piglia, 1973: 11). En 1968, el escritor había empezado a trabajar en el cuento “Ese hombre”, sobre su encuentro con Perón, y lo corrigió hasta 1972, pero nunca lo publicó (Walsh, 2007: 278). Algo similar ocurrió con el relato “Tío Willie” (García, 2014: 313). El último cuento de Walsh del que se tienen registros es “Juan se iba por el río”, que según testimonios de allegados había conseguido terminar para 1977, y que fue expropiado junto con otras producciones del escritor en el allanamiento de su casa en San Vicente (Ferreyra, 1999; Verbitsky, 2000: 26; McCaughan, 2015: 19).

13. La puesta en relación de un caso particular que se narra con un esquema conceptual general sobre el cual se argumenta es una característica de la literatura testimonial presente en expresiones del género más allá de la obra de Rodolfo Walsh y del ámbito argentino. Dicha característica emparenta al testimonio con el ensayo, otro género de la literatura factual (Genette, 1993: 16). Los puntos de contacto entre narrativa testimonial y ensayo se pusieron de manifiesto ya en el contexto de institucionalización del testimonio como género en Cuba, al final de la década de 1960. El caso más ilustrativo en esa línea es el de Manuela la mexicana, relato etnológico de la cubana Aída García Alonso que fue premiado como ensayo en Casa de las Américas en 1968, y que por sus características singulares que lo diferenciaban de las modalidades tradicionales del ensayo, fue luego considerado como uno de los antecedentes para la institucionalización del testimonio en dicho organismo cultural (Rama et al, 1995). Algo similar ocurrió con Perú 1968: una experiencia guerrillera de Héctor Béjar Rivera. Véase, a propósito de este tema, Autor, 2014:296.

14. La “Carta”de Walsh no solo ejemplifica las condiciones de producción de la literatura durante la dictadura sino, más aún, expone los modos de circulación del discurso testimonial emitido con objetivos de denuncia sobre el terror dictatorial. Así, según Crenzel: “los denunciantes pugnaron por hacerse oír y tornarse visibles en el espacio público, pero, a pesar de ello, estuvieron aislados por largos años, extraños a las multitudes, imposibilitados de cuestionar el monopolio de la palabra e interpretación dictatorial” (2006: 377).

15. Observemos que la represión que pesa sobre la escritura testimonial durante la dictadura opera, más ampliamente, como condición de producción de la literatura argentina del período. Así, las expresiones de la narrativa argentina consideradas paradigmáticas de la etapa dictatorial, como Nadie nada nunca de Juan José Saer y Respiración artificial de Ricardo Piglia –ambas de 1980–, consiguieron resistir a la censura eludiendo la referencia directa a la realidad político-social con el recurso a la elipsis y a la alegoría (Sarlo, 2007: 345; Dalmaroni 2004: 155), esto es, ubicándose en las antípodas de la denuncia abierta sobre hechos sociales y políticos que se asocia a la estética testimonial. En la misma línea, los textos que David Foster analizó como “Narrativa argentina testimonial durante los años del “Proceso”” no dejan de ser ficción y, por lo tanto, plantean un reenvío oblicuo a la realidad del período –con la salvedad de Prisoner without a name, cell without a number de Jacobo Timmerman (1981), testimonio publicado inicialmente durante el exilio del autor en Estados Unidos–.

16. Una deriva similar expone la historia de la literatura testimonial chilena: según Jaume Peris Blanes, su evolución desde 1973 hasta la contemporaneidad muestra el pasaje de una etapa en la que primaba el objetivo de denuncia, a otra en la que se produce una “absorción progresiva de todos los discursos sobre la violencia de Estado en las reivindicaciones y las luchas por la memoria” (2008: 14).

17. El conjunto es, además de amplio, heterogéneo. En cuanto a lo temático, agrupa textos sobre la represión dictatorial y sobre las militancias setentistas. Ejemplos de uno y otro enfoque serían, respectivamente, La Escuelita. Relatos testimoniales de Alicia Partnoy (1986) y La voluntad. Una historia de la militancia revolucionaria en la Argentina de Eduardo Anguita y Martín Caparrós (1997-1998). Asimismo, se trata de un corpus heterogéneo en cuanto a las relaciones entre escritor y testimoniante que dan sustento a los relatos: ambas figuras coinciden en algunos casos –como ocurre en el texto citado de Partnoy, en Pasos bajo el agua de Alicia Kozameh (1987) y en Una sola muerte numerosa de Nora Strejilevich (2005) –, mientras que en otros textos un escritor o periodista toma y edita o reescribe el testimonio de los protagonistas –como sucede en El fin de la historia de Liliana Heker (1996) –. Por último, la serie de testimonios sobre los 70 es heterogénea en cuanto a su relación con el campo de la literatura: hay textos testimoniales que surgen dentro de proyectos de escritor y con fines literarios deliberados -como el mencionado texto de Kozameh-; otros representan incursiones ocasionales en la literatura, propiciadas por la voluntad de dar testimonio sobre lo vivido –como sucede en Sueños sobrevivientes de una montonera de Susana Ramus (2000) y en Pase libre de Claudio Tamburrini (2002) –; otros, finalmente, solo pueden ser definidos como literatura en un sentido muy amplio –en tanto producciones verbales escritas–, pues privilegian la denuncia y la rememoración frente a la forma literaria del relato –ejemplos de ese subconjunto, muy extenso, son Montoneros: final de cuentas de Juan Gasparini (2001) y Ese infierno: conversaciones de cinco mujeres de la ESMA (2001)–. En esta línea, hemos considerado en otros lugares (García, 2012 y 2015a) los interrogantes que el alcance amplio y polisémico de la categoría de literatura testimonial plantea desde el punto de vista de la epistemología del discurso literario.

18. Seguimos aquí a Pittaluga, quien ha observado que en la Argentina la expansión de discursos testimoniales sobre las militancias setentistas se constata solo a partir de la segunda mitad de la década de 1990 (2007: 140).

19. En “Paredón y después”, postfacio “añadido a la Edición definitiva del libro, de 1994, Bonasso señala: “Tuvimos varios encontronazos con varios sobreviviventes de la ESMA. En general, salvo excepciones, seguían sin perdonarle a Jaime que se hubiera escapado” (1994: 466).  En Lo que no dije en Recuerdo de la muerte, el escritor apunta críticas que recibió como autor, relacionadas con la forma novelesca que dio al libro, con su “presunta herejía de convertir en héroe a Jaime Feliciano Dri”, así como con la perspectiva ideológica que imprimió al relato sobre los vínculos íntimos entre prisioneras y represores (2014: 27).

20. En efecto, la narrativa escrita por hijos de desaparecidos o sobrevivientes de la dictadura tiene un lugar importante en la literatura testimonial contemporánea argentina. Según Ilse Logie, dichas producciones exponen una serie de desplazamientos significativos respecto de las narrativas de la memoria propias  de los años 80 y 90, a saber: a) complejización de las relaciones entre pasado y presente, y de las concepciones de la memoria; b) abandono de la ilusión de transparencia del relato y construcción de dispositivos de distanciamiento como el humor o la mirada infantil; c) renuncia a la retórica ideologizada y eje en lo íntimo; d) dimensión metadiscursiva del relato (2015: 76). Como se verá, estos rasgos están presentes en el libro de Perez, que analizamos en el presente apartado.

21. Ana Casas distingue, entre las formas que toma la autoficción en la literatura hispanoamericana contemporánea, una que surge de su interrelación con el relato testimonial (2014: 11). Sobre la relación entre autoficción y testimonio en la literatura argentina, véase también el trabajo de Manuel Alberca sobre Patricio Pron (2012) y el ya citado enfoque de Logie, centrado en el caso de Félix Bruzzone (2015).

22. Perez inició el blog en diciembre de 2009 y lo mantuvo con constancia durante el año siguiente. Después, los posteos se volvieron más esporádicos. Según la escritora, el registro del blog le permitió evitar el discurso “acartonado” sobre los derechos humanos (Wajszczuk, 2012), y habilitó un “feedback inmediato con los lectores” (Rosso, 2012) que alentaba la escritura. Véase el trabajo de Jordana Blejmar para un enfoque centrado en el blog del Diario de una princesa montonera.

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