SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
vol.18 número1Construir sobre ruinas: algunas reflexiones sobre la novelística de Héctor TizónLa mirada performativa y la construcción de la visualidad en el relato de viajes La torre de los ingleses (1929) de Alcides Greca índice de autoresíndice de materiabúsqueda de artículos
Home Pagelista alfabética de revistas  

Servicios Personalizados

Revista

Articulo

Indicadores

  • No hay articulos citadosCitado por SciELO

Links relacionados

  • No hay articulos similaresSimilares en SciELO

Compartir


Cuadernos del CILHA

versión On-line ISSN 1852-9615

Cuad. CILHA vol.18 no.1 Mendoza jun. 2017

 

MISCELÁNEAS

El concepto de democracia en tres formulaciones del humanismo americanista: José E. Rodó, Manuel Ugarte y Antenor Orrego

The concept of democracy in three formulations of Latin Americanist humanism: José E. Rodó, Manuel Ugarte and Antenor Orrego

 

Marcos Olalla

INCIHUSA CCT-Mendoza
CONICET
Argentina
marcosolalla@gmail.com

 

Recibido: 21/4/2017
Aceptado: 22/5/2017


Resumen

La dimensión humanista de un vasto sector del discurso latinoamericanista, en la medida en que dicha dimensión exige una problematización de una cierta idea de universalidad, ha sido regularmente interpelada por la necesidad de dar cuenta de sus modos posibles de realización política. Ello tornó imprescindible la problematización del concepto de democracia en el seno de sus diversas formulaciones. Nos interesa destacar aquí tres modos de caracterización de la democracia asociados a formas particulares de representación de la cultura latinoamericana a partir de tres ensayos célebres del americanismo literario como Ariel (1900) de José Enrique Rodó, El porvenir de América Latina (1910) de Manuel Ugarte y el póstumo Hacia un humanismo americano (1966) de Antenor Orrego.

Palabras clave:Democracia; Humanismo; Americanismo; Rodó; Ugarte; Orrego.

Abstract

The humanist dimension of a vast sector of the Latin Americanist discourse –as far as this dimension demands problem-posing a certain notion of universality– has been interpellated in an ongoing basis with the need to account for the possible ways of its political realization. Therefore, the problem-posing of the concept of democracy at the heart of its different formulations was rendered essential. This paper highlights three ways of characterizing democracy linked to the particular forms of illustrating the Latin American culture from three famous Latin Americanist literary essays: Ariel (1900), by José Enrique Rodó; El porvenir de América Latina (1910), by Manuel Ugarte; and the posthumous Hacia un humanismo americano (1966), by Antenor Orrego.  

Keywords: Democracy; Humanism; Latin Americanism; Rodó; Ugarte; Orrego.


 

Rodó y la educación estética de la democracia

Es un lugar común señalar el carácter fundacional del ensayo Ariel de José Enrique Rodó, publicado a inicios del año 1900, para la configuración del tópico antiimperialista en el discurso literario latinoamericano. La interpelación que sobre la ciudad letrada latinoamericana producirían los acontecimientos de 1898 en Cuba resulta evidente. En un momento clave en la construcción de la figura del intelectual, como es el final del siglo XIX, en el que la autoridad de sus formas de enunciación dependían de la eficacia con la que se dibujara una función política para su discurso –pero cuya fuente de autoridad proviniese del propio campo intelectual, ya no del eventual préstamo de aquella por parte del campo del poder–, una de las estrategias de autorización de aquel discurso y su “función ideologizante”1 halló refugio en narraciones de identificación nacionales en las que las categorías de raza2 y cultura constituirían una herramienta conceptual de relevante potencial performativo.

El Ariel es, en este contexto, un testimonio cabal de las formas en las que se ensayaría una rearticulación de los dominios político y literario, puesto que la autonomía del campo cultural como efecto de la modernización capitalista latinoamericana habría de realizarse bajo el signo de la paulatina pérdida de legitimidad de la literatura como dispositivo político. Por ello se comprende que el fondo antiimperialista del discurso cívico rodoniano sea un horizonte que opera como una forma de aseguramiento de la “efectividad de los regímenes constitucionales elitistas” (Real de Azúa, 1976: XV) en un contexto de emergencia de las democracias de masas en la región por vía de la invocación de una forma de pureza cultural que en el discurso de Rodó lleva el nombre de “latinidad”.

El recurso a la figura de Ariel, tomada de la comedia de Shakespeare La tempestad, no constituía una novedad. En efecto la relación intertextual más intensa se da respecto del drama del filólogo francés Ernest Renan Caliban. Continuación de La Tempestad escrita en 1878 en buena medida como una respuesta elitista frente a la amenaza de avance de los sectores populares cristalizada de un modo intenso pero efímero en los acontecimientos de la Comuna de París en 1871.

Tomado en el nivel del enunciado, el discurso cívico de Rodó, puesto en boca de Próspero, simbólico maestro de la juventud latinoamericana, parece constituir una apropiación original e ideológicamente matizada de la reinterpretación del filólogo francés de la simbólica shakespereana3.

En el nivel de la enunciación, el aristocratismo renaniano resultaba ostensiblemente refrendado por el despliegue de un dispositivo intertextual que a juicio de Real de Azúa producía un efecto de “refracción” caracterizable en términos de una “universalidad delegada” (XVII). Esta universalidad fungía como operadora de legitimidad para el discurso literario en función ideológica. 

Este registro, propio de todo el espectro modernista, adquiere una modulación conceptual específica en la propuesta del uruguayo de ofrecer los principios de una “estética de la conducta” que sintetiza los modelos de vida griego y cristiano. Esta síntesis se presentaba como el extremo virtuoso de una serie de fenómenos comprendidos en clave antinómica. Interés/desinterés, materia/espíritu, cultura latina/cultura sajona, democracia popular/democracia racional4.

Uno de los tópicos en torno de los que se configura el lugar de enunciación de la intelectualidad del 900 en América Latina es el de la relación entre la condición presuntamente aristocrática del arte y su fatal necesidad de un público que se aspira cada vez más amplificado. La tensión entre literatura y multitud5 se expresa en el Ariel en el proyecto de dotación de racionalidad a la democracia que dejada a su propio arbitrio decanta en igualitarismo y vulgaridad.

Con frecuencia habéis oído atribuir a dos causas fundamentales el desborde del espíritu de utilidad que da su nota a la fisonomía moral del siglo presente, con menoscabo de la consideración estética y desinteresada de la vida. Las revelaciones de la ciencia de la naturaleza […] son la una; la universal difusión y el triunfo de las ideas democráticas, la otra (180).

La “concepción racional de la vida” posee atributos morales. La intuición de lo bello se afirma como plataforma de reconocimiento de la justicia de una determinada acción. La creciente legitimidad de la validación empírica de los enunciados científicos en pleno predominio del positivismo hicieron del tópico anti-positivista rodoniano un enclave presuntamente emancipatorio, a menudo contra la evidencia del anudamiento entre las diversas formas de los espiritualismos de principios del siglo XX y un lugar de enunciación que, por su profundo aristocratismo, se expresaba políticamente en clave conservadora6. “Leed a Renan” (Ibídem.) no es, sin más, un recurso erudito, sino una consideración ideológica que toma como base una impugnación radical de la democracia para luego morigerarla parcialmente por la vía de la educación estética. El alcance de este movimiento de morigeración no constituye, en tanto, una reversión del signo valorativo del concepto de democracia expresado por el autor francés, sino una constatación acerca de la imposibilidad de retroceder hacia un orden de cosas previo a la instauración del sistema democrático.

El discurso de Próspero se configura en torno al despliegue de dos grandes registros: el estético/moral y el político. En el primero de ellos, por su tono idealista, y en el segundo, por su aspiración de dotar a la democracia de un carácter racional, se articula la tensión de ambos planos mediante la invocación especulativa de una cierta armonía y por ello de una forma de adecuación a las líneas de orientación histórica. El elemento que tiende a deconstruir esa imagen armónica es el de las relaciones sociales. La amenazadora materialidad de la cuestión social, entrevista por Rodó en torno del fenómeno de la inmigración, exige un modo de encauzamiento que, si puede ser resuelto por el concurso de la acción de los intelectuales, lo es al precio de una intervención heroica de la selecta comunidad de directores morales. La articulación entre el dominio de lo bello/justo y el de las demandas de los sectores populares supone un trabajo de asimilación al cuerpo de la nación pero bajo el resguardo de los modos en que aquellas demandas se expresan en la esfera política. Por ello la exigencia es doble: no se trata sólo de la construcción de las narraciones en las que la comunidad debe ser imaginada, sino de una vigilancia permanente sobre las formas en que el régimen político podría deslizar hacia una forma de democracia plebeya.        

Con relación a las condiciones de la vida de América, adquiere esta necesidad de precisar el verdadero concepto de nuestro régimen social, un doble imperio. El presuroso crecimiento de nuestras democracias por la incesante agregación de una enorme multitud cosmopolita; por la afluencia inmigratoria, que se incorpora a un núcleo aún débil para verificar un activo trabajo de asimilación y encauzar el torrente humano con los medios que ofrecen la solidez secular de la estructura social, el orden político seguro y los elementos de una cultura que haya arraigado íntimamente, –nos expone en el porvenir a los peligros de la degeneración democrática, que ahoga bajo la fuerza ciega del número toda noción de calidad; que desvanece en la conciencia de las sociedades todo justo sentimiento del orden; y que, librando su ordenación jerárquica a la torpeza del acaso conduce forzosamente a hacer triunfar las más injustificadas e innobles de las supremacías  (Rodó, 1956: 182).

La “torpeza del acaso”, índole misma de lo político, comprendido como el modo efectivo, contingente e indecidible de despliegue de una determinada relación social, resulta impugnada por una arquitectura del orden social que requeriría prefiguraciones narrativas, sólo asequibles a las élites bajo la forma de un programa de educación estética de la democracia.

La invocación de significantes deliberadamente abiertos, que revelan en dicha apertura una condición ciertamente infausta como “multitud”, “torrente humano” o “fuerza ciega del número”, constituye un enclave performativo consistente en la representación de aquellos fenómenos en términos de una solicitud de orientación letrada. Este lugar de enunciación es un modelo de afirmación del discurso literario mediante la consolidación de un perfil del intelectual ajustado a una mirada autocomplaciente de su función social. Carlos Real de Azúa lo señalaba tempranamente:        

Ariel condensaba con suma destreza la imagen más benévola, más ennoblecida que el ethos prospectivo de la intelligentsia juvenil latinoamericana y española podían tener de sí mismas (Real de Azúa, 1976: XXIII).

La actitud asignada por Real de Azúa al discurso del Ariel podría explicarse como un modo de reflexión espejada respecto de la configuración de un lugar de enunciación intelectual cuyo punto de partida es el desgajamiento forzado desde el campo político. Esta debilidad es deliberadamenta invertida como fuente de autoridad pero está lejos de despejar la sombra de la experiencia del fracaso. Como bien señala Carlos Jaúregui, la “conciencia trágica de la derrota” es fetichizada por vía de la construcción de una “utopía letrada en el umbral del desastre” (2005: 43)7. La vía crítica de la estetización de la política operada por Rodó y sus posteriores epígonos constituyó un tópico central en el examen del potencial emancipatorio del discurso latinoamericanista8.

Algunos autores, entre los que destaca el crítico uruguayo Diego Alonso, han intentado ofrecer una mirada que matiza esta impugnación crítica sobre la idealización estetizante de la “latinidad” en el Ariel. El énfasis puesto por los estudios críticos que abrevan en aquella matriz en las narrativas sobre lo nacional como dispositivos de “violencia epistémica” habrían tornado invisibles algunas estrategias retóricas mediante las cuales el discurso rodoniano promovería formas de democratización política. Alonso percibe una “politización del idioma efectuada por Rodó” (Alonso, 2009: 17) en un momento en el que la figura de “escritor cívico” estaba modificándose de manera dramática (Rama, A., 1985) y obligaba a hallar mecanismos novedosos de autorización intelectual (Ramos, J., 1989). El enfoque de Alonso consiste, además de su caracterización de la dimensión retórica de la escritura de Rodó, en mostrar la continuidad de los dos registros en los que se ha leído su obra: la clave estética modernista y su promoción del americanismo.

La relectura de Alonso del Ariel se caracteriza por su señalamiento de una cierta subsidiariedad de la cuestión nacional respecto de la aspiración rodoniana de recuperar –por vía de un recambio en clave juvenilista de la clase dirigente– de la cohesión social amenazada por la emergencia de nuevos sujetos sociales. La dimensión nacional había sido un aspecto celebrado en términos de su articulación como discurso de resistencia frente a la expansión norteamericana, al mismo tiempo que cuestionado por el registro aristocrático-estetizante común a un modo de posicionamiento de un sector importante del campo cultural latinoamericano del período. Posteriormente sería refutado por su estructura categorial deudora de los modelos epistémicos de la modernidad pretendidamente impugnada. La retórica rodoniana expresada en el discurso de “Próspero” se expresa como un “sermón laico” que habilitaría una “pedagogía orientada hacia el espacio público” (Alonso, 2009: 87) y que tiene por fin “defender la democracia de las adversidades a las que se encontraría expuesta en la sociedad de masas y salvaguardar la legitimidad del sistema” (Íbidem.). Con todo, la percepción de los efectos sociales de la modernización como causa de la dificultad creciente frente al desafío de las élites para dotar de legitimidad al orden político, podría ser arropada en el regazo generoso del predominio positivista de la época, en cuyo caso se puede argüir la improcedencia de la procurada necesidad de autorizar el propio discurso en el territorio de la estética y la retórica en desmedro de la fuente natural de autoridad intelectual en el saber científico por parte del discurso positivista. Frente a la lectura que ve en esta estetización rodoniana un recurso para la postulación de formas de especificidad continental como estrategia de resistencia cultural en el que los problemas sociales asociados a la modernización latinoamericana resultan absorbidos, Diego Alonso percibe el itinerario contrario. El crítico sostiene que la relación entre el plano de lo social expresado en el diagnóstico rodoniano en sus pruritos frente a los peligros de “anomia” por el advenimiento de la inmigración masiva y el plano de lo político, manifiesto en su asociación de dicha anomia con el predominio del “igualitarismo democrático”, se desarrolla como tensión y es desplegada como tal por el “modelo retórico” del escritor. Afirma Alonso:

La irrupción de la multitud en la esfera pública es un dato insoslayable que pone al descubierto la dificultosa realización de la unidad. La necesidad de guiar a los actores que irrumpen en la vida política, ya sea incorporándose en las estructuras partidarias establecidas o creando nuevas formas de organización y de lucha, es hecha explícita por Próspero que insiste sobre los peligros de una comunicación demagógica […] Puede afirmarse que el modelo retórico prescrito tiene una aspiración filosófico-política que, sin descuidar las exigencias inmediatas de cada coyuntura, lo conduce a reflexionar de manera más amplia sobre la naturaleza de los valores y la relación de éstos con los lugares y las prácticas del accionar democrático. Junto a su dimensión propagandística la retórica rodoniana propicia un razonamiento práctico de carácter dialéctico que persigue un equilibrio entre principios potencialmente divergentes como, por ejemplo, los de soberanía y representación, voluntad general y derechos del individuo, igualdad y selección, libertad positiva y libertad negativa (89).

La evidencia del carácter fáctico de un pulso orientado hacia el reconocimiento de nuevos derechos se experimenta así como una tensión entre sociedad y orden político en cuya escena la autoridad del discurso estético de Rodó se intuye como una cierta capacidad de arbitrio. Su fuente es entonces una aspiración de base filosófica, una forma de distanciamiento de aquello que Alonso señala al pasar como “las exigencias inmediatas de cada coyuntura”, sin reparar que lo relevante de la existencia de la señalada tensión es el carácter indecidible de su resolución en el nivel de la coyuntura y que, en tal sentido, el criterio de vinculación rodoniano con esta dimensión fáctica, al asumirse como guardiana de los modos de “comunicación demagógica” ha disuelto aquello que presumía como dilema estructural y que imaginaba como despliegue dialéctico. Las reservas frente a esta forma de anomalía comunicativa pretenden ser salvadas por un modelo retórico que, si bien invoca un cierto estatuto dialógico, define su locus de enunciación en términos de una postulada capacidad para determinar “funciones discursivas”, “públicos” y “niveles de recepción” (93). Alonso señala que la proliferación de figuras y tropos literarios se explican por la necesidad de articular los planos simbólico y conceptual en un tipo de “pedagogía cívica” cuya especificidad consiste en un edificante equilibrio entre “el absolutismo de la razón” y “las vaguedades de una comunicación puramente sensorial” (94).

No es extraño que el concepto de igualdad se vea afectado por esta suerte de sagrado arbitrio estético en virtud del cual las élites políticas estarán aptas para tomar una presuntamente razonable distancia del “espacio público en la sociedad de masas” (91). En esta línea la rehabilitación de la dimensión política del pensamiento del autor de Motivos de Proteo intentada por Alonso pasa por desacoplar su radical anti-igualitarismo del elemento coercitivo que podría intuirse de la necesidad de “moderar las pasiones igualitarias” de la democracia por parte de las élites, aunque ahora embebidas en la fuente de la cultura, en cuya matriz podrían reconocerse al mismo tiempo los insondables misterios de la cohesión social y las gramáticas sobre la que deben fundarse los criterios de diferenciación social. Con algo de candidez analiza Alonso:

Por el contrario, y sin desmedro del grado de elitismo que pueda adjudicársele, el proyecto estético-político de Rodó busca el consenso y poner un freno a los usos despóticos del poder. Este desplazamiento hacia la estética tiene entre sus objetivos más importantes la resolución del conflicto que se desarrolla en torno al principio de la igualdad. Se trata de dictaminar acerca de las “verdaderas superioridades” que han de dirigir la sociedad y precisar las diferencias que separan una igualdad real, definida en sus límites, de una igualdad formal que postula una nivelación absoluta (98, el énfasis es del autor).

Una vez más el problema está en aquello que se expresa como paréntesis y que, sin embargo, posee un carácter estructural. Suponer que el grado de elitismo obturado en su modo mismo de invocación no condiciona definitivamente la viabilidad de los consensos constituye una operación recurrente en estos tiempos y latitudes en las que dicha categoría aparece muchas veces como una letanía sobre privilegios no suficientemente reconocidos. La impugnación de la condición pretendidamente despótica de los gobiernos que presumen ser convocados por la opinión pública funge en Rodó como una crítica del desconocimiento de la necesidad de morigerar el ritmo de acrecentamiento de la esfera pública en el marco del proceso de modernización latinoamericana de inicios del siglo XX. La relectura de Rodó por Alonso despoja de politicidad al carácter orgánico de la serie elitismo-consenso-crítica del despotismo. El programa rodoniado, manifestación cabal de los modos en los que esta serie articula estética y políticamente, adquiriría una vocación emancipatoria en la medida en que propiciaría la intuición acerca de los problemas asociados al carácter meramente formal de la igualdad en los regímenes democráticos.

Desconocer la operatividad histórica de esta serie en América Latina explica una cierta perplejidad en la presentación de Alonso sobre el signo ideológico en apariencia disímil de la escritura de Rodó ya sea que se despliegue sobre los planos social o político. Afirma:

El elitismo referido no debe oscurecer el contenido democratizador del pensamiento de Rodó. El doble signo que lo distingue –elitista de cara a lo social y democratizante en lo que concierne el espacio político– muestra invertidos como en el reflejo de un espejo los rasgos definitorios del movimiento político que domina la escena uruguaya durante las primeras décadas del siglo XX (110).

Independientemente de que esta afirmación es reveladora del pulso de la relación entre Rodó y el batllismo, es significativo el esfuerzo de algunos críticos y teóricos de obviar la cuestión de las dificultades estructurales de los republicanismos latinoamericanos de impactar sobre las condiciones materiales de desarrollo de la vida en sociedad. Consideramos que una hipótesis exploratoria fructífera en este campo es el reconocimiento de un patrón ideológico asociado a la pervivencia en el discurso político de una forma de enunciación que atraviesa a todo el elenco de las élites latinoamericanas que consiste en la caracterización de las demandas de los sectores populares como amenaza del orden social, en cuyo caso no basta la constatación de la presencia de una retórica antidespótica como índice de la condición emancipatoria de una modalidad de discurso literario.

Ugarte y el concepto de “democracia integral”

Un autor profundamente deudor de la tradición arielista escribiría otro célebre documento del anti-imperialismo latinoamericano diez años después del Ariel. Hablamos del escritor argentino Manuel Ugarte, quien desde una misma matriz estética intentaría incidir en el campo político en la dirección de una radicalización del igualitarismo. Su obra El porvenir de la América latina es un esfuerzo de problematización de la realidad latinoamericana en todos sus planos, aunque destaca, en su lugar de enunciación, la necesidad de dotar de politicidad a su discurso estético.

A pesar de las diferencias que tuvieron en torno de la valoración de la “joven literatura latinoamericana” a propósito de la célebre antología ugarteana de 1906, es innegable que el latinoamericanismo de Ugarte se despliega dentro de la estela del discurso arielista en virtud de su invocación de una síntesis cultural postulada como programa político de la “patria intelectual” latinoamericana (Maíz, 2008: 171ss.). No obstante, si comparten esta matriz que se despliega como una forma de estetización de la política, sus diferencias en materia del signo ideológico de ambos discursos resultan ostensibles9. Margarita Merbilhaá ha indicado con precisión la índole de tales diferencias en relación a la ausencia total de referencia a la obra de Rodó en el ensayo ugarteano:

Si, cinco años antes, Ugarte había seleccionado un extenso fragmento extraído del capítulo II para incluirlo en su compilación, en 1910 ya no podía dedicarle ni una sola línea porque, en el fondo, se presentaban como soluciones contrapuestas a los mismos problemas. Muchos de estos fueron sintetizados por Real de Azúa (1971): el rumbo de las sociedades en el proceso de su modernización y de las corrientes inmigratorias o, dicho de otro modo, las cuestiones nacional y social; el problema de la democracia de masas; el papel de los intelectuales en dicho marco; el lugar de las naciones hispanoamericanas en el plano mundial, ante la consolidación de Estados Unidos como potencia económica y su estrategia de política exterior respecto de los países del continente americano. De este modo las intervenciones de Rodó y Ugarte corren paralelas, señalando a la vez los puntos en que esta última adopta un carácter político más radical y busca soluciones “prácticas”. (Merbilhaá, 2009: 2).

En el nudo mismo de la operación estetizante del modernismo la problematización que Ugarte realiza de la filiación entre esta corriente literaria y el socialismo se halla atravesada por una concepción de la literatura en la que la autonomía del campo literario rehabilita la historicidad de lo político, en una articulación diferente a la operada por Rodó.

La concepción ugarteana de la función política del lenguaje le permite construir sus textos sobre el fondo de una matriz retórica (Maíz, 2003: 122-123), en virtud de la cual, por lo mismo que establece una opción por el discurso ensayístico, imagina un público capaz de decodificar el registro político de lo literario en sentido dialógico10. La literatura, para Ugarte, promueve, el desarrollo y la ampliación de la esfera pública (Cfr. Bustelo, 2013: 34 ss.).

Las evidencias, para 1910, de las defecciones de la democracia en América Latina, lejos de provocar su parodización literaria, le inclinan a determinar el curso histórico de su concreción y las proyecciones por dicho proceso esbozadas. En clave dialéctica interpreta Ugarte el predominio de la condición elitista de la democracia en América Latina como el antecedente de una forma de emergencia apenas atisbada de “una masa en fusión que no ha cuajado todavía” (Ugarte, 1953: 121). El carácter transicional así determinado es representado por el escritor como la bisagra entre la afirmación de los intereses de la burguesía al interior de un sistema que incluye al fraude y la historia efectiva de la dominación española creadora de una “multitud sumisa”, guiada por la fuerza de la tradición, que explica la existencia de gobiernos autoritarios. En tal contexto, tras el perfil formalista de la democracia en América Latina expresado en la distancia entre la letra de las constituciones y la “bajeza de la vida política” se percibe, para el escritor argentino, la necesidad de “educación política”, como el intersticio capaz de asignarle un sentido sustantivo a una democracia todavía atravesada por la corrupción y el personalismo. Este último rasgo es percibido como registro de una época pasada en la que la democracia se desdibuja en el tumulto de la lucha de “los de abajo contra los de arriba”. Claro que si la violencia trasuntada en aquellas luchas por el extremo antioligárquico obliga a Ugarte a explicitar, refiriéndose a Rosas y a Artigas que “no eran instrumentos de la barbarie”, su incorporación a un orden de cosas definitivamente superado en el que éstos resultan “excrecencias selváticas favorecidas por un ambiente enervador y volcánico”, denota la impronta dialéctica y universalista de su concepción de la democracia, así como el carácter modernista de la representación de la contemporaneidad. Señala Ugarte

La violencia sólo resulta en nuestro siglo una forma anticuada de la energía y la vitalidad social […] El horizonte se ha ensanchado de tal suerte que ya no son posibles los procedimientos de otras épocas. Una gran masa autóctona, antes pasiva y alejada de la vida nacional, y una inmigración copiosísima que aumenta en proporciones formidables, se han incorporado más o menos directamente a la política y a la opinión, dando mayor estabilidad a las instituciones y dificultando los vuelcos del individualismo exasperado. De suerte que no está lejano el día en que podamos saludar aquí y allá el advenimiento solemne de una democracia integral (126).

La formación y acrecentamiento de la esfera pública es el índice clave de una superación democrática del fraude y la corrupción. Dicha superación no es sólo un problema definible en términos del par legalidad-ilegalidad, sino también en función de la efectiva capacidad de cada pueblo de asegurar la acción de una esfera pública. No escapa a Ugarte, en tal sentido, la constatación de la fuerza todavía vigente del personalismo para obstaculizar el proceso de democratización por cuanto todavía “no son los choques de doctrina los que remueven con más frecuencia la opinión” (129). Es la lenta emergencia del interés del “gran público” por lo político lo que permite objetivar la naturaleza conflictiva de un proceso como el aquí entrevisto. Sin renunciar al gesto paternalista, son los intelectuales latinoamericanos los que, para el escritor argentino, comienzan a atisbar la conflictividad social como totalidad. No obstante, al precio del reconocimiento intelectual de su articulación con el resto de los componentes de esta estructura se afianza la representación de las demandas sociales contemporáneas. “Del choque de los espíritus superiores con los espíritus menos cultos ha surgido quizá la visión de la injusticia” (131). La modulación observada en la caracterización de la esfera pública respecto de la democratización de lo político es recuperada entonces en la concepción ugarteana del letrado, todavía con lenguaje intelectualista, por cuanto la posibilidad de objetivación de la totalidad social viene dada por la desacralización del arte, en la dirección, algo paradójica, que conduce hacia la moderación colectiva de “los gestos individuales para proteger a sus miembros [de la sociedad] más débiles. Y al obrar así no hace más que salvaguardar la libertad de todos” (138). Por lo que la democratización política y la económica constituyen junto con la señalada desacralización del arte registros diversos de un mismo proceso.

El proceso democratizador posee un vértice cultural consistente en una cada vez más cercana identificación entre la obra de arte y las expresiones históricas y simbólicas de la nacionalidad comprendida en clave continental. Para Ugarte el arte debe despojarse de su carácter aurático para recuperar su autoridad por otras vías. No se trata sin más de su pérdida de sentido, sino de su rehabilitación práctica. La diferencia estatuida por el arte se concibe ya no como una consagración que brota de su aislamiento. Por el contrario, es su capacidad de representación de la totalidad como articulación de los componentes históricos introducidos por el conjunto de las contradicciones sociales en el espacio atávico de los rasgos territoriales, lo que, al par de la inconsecuencia de deshistorizar uno de los ejes de la señalada articulación, permite concebir la autoridad literaria en función de la comprensión que las masas hagan de ella en virtud de su carácter de “síntesis moral”. Para el escritor, sin embargo, no debe soslayarse la condición emergente de aquella síntesis, por lo que la convicción latinoamericanista determina el sesgo de una literatura destinada a profundizar aquel proceso de emergencia a través del desarrollo de una estética de cuño realista.

De aquí que el arte no pueda ser en el Nuevo Mundo ni aristocrático, ni artero, ni precioso. Sin renunciar a la lejana chispa de locura y de neurosis que es, por así decirlo, el punzón y el complemento de los artistas, tendremos que negarnos a los desequilibrios para buscar la belleza dentro de la palpitación normal […] en nuestras épocas no es la literatura la que suscita el pensamiento del pueblo, sino el pueblo el que dirige el movimiento literario (150).

Para Ugarte la redefinición de la autoridad literaria como profundización de la orientación democratizante del arte, como manifestación de un sentido de totalidad ineludible en la construcción racional y libertaria de la nación latinoamericana, constituye un rasgo inherente al despliegue de los ideales originales de la modernidad.

Humanismo americanista y democracia en Antenor Orrego

Un destacado intelectual peruano, de gran influencia en el campo cultural de su país entre las décadas del 20 y del 60, fue Antenor Orrego (Cajamarca 1892 – Lima 1960).  Su profusa escritura de ensayista y cronista jamás abandonaría su tono filosófico. Estudió filosofía en la Universidad de Trujillo, ciudad en la que su influyente presencia consiguió animar entre los años 1923 y 1930 la formación de un grupo de intelectuales entre los que se cuentan José Eulogio Garrido, Víctor Raúl Haya de la Torre, César Vallejo, Alcides Spelucín, Macedonio de la Torre, Juan Espejo Asturrizaga, Francisco Xandóval y Ciro Alegría, que se denominó “Grupo Norte” en virtud de sus contribuciones al periódico El Norte de aquella ciudad, al que dirigía Orrego. También sería caracterizado este grupo como “la bohemia de Trujillo” (Ramos Rau, 1987). La mayoría de sus cultores simpatizarían con el APRA, del que Orrego sería uno de sus principales promotores, dirigentes y uno de sus más lúcidos intelectuales orgánicos. Tal vez por ello, en virtud de la desconcertante deriva del aprismo actual, el estudio del pensamiento orreguiano sea considerado un potencial demérito. Sin embargo, su obra constituye un documento fundamental de la trayectoria seguida por las distintas formulaciones del americanismo filosófico concebido en clave humanista. 

Entre sus ensayos más programáticos destacan Pueblo Continente (1939), Meditaciones ontológicas (1956) y los póstumos Hacia un humanismo americano (1966)11 y Mi encuentro con César Vallejo (1989). En ellos el vector que articula su pensamiento pasa por la reflexión acerca de la identidad americana como un modo particular de resolución de la tensión entre indigenismo e hispanismo (Agüero Vidal, 2011). Su cercanía ideológica con los modos que adquirían las demandas de los sectores populares, entre las cuales se hallaban aquellas provenientes de etnias nativas del Perú, tendía a morigerar su visión crítica del indigenismo como programa político, aunque no impedía que concibiera este movimiento como un recurso anacrónico y en tal sentido virtualmente reaccionario en términos de sus pretensiones de identificación transparente con la nacionalidad peruana.

Los ecos rodonianos en la idea de América de Orrego son claros en su concepción de cierto componente civilizatorio en el americanismo respecto de la degradación de Occidente expresada en su pulsión imperialista. Por ello es que el americanismo se configura como un modo concreto e histórico de universalismo filosófico, tal el caso de su dimensión humanista, pero también como un proyecto político asociado a la promoción de la democratización de las relaciones sociales de producción y de dominio. Orrego despliega este tópico político como un dato inescindible de la pretensión de universalidad del discurso filosófico cuando su objeto es alguna forma colectiva de identificación. El elemento universal del que es portadora la discursividad y el histórico de la identidad resultan articulados en el concepto de “intrahistoria”.

La democracia debe surgir desde los senos más profundos, desde la realidad interna de los pueblos americanos de sus condiciones y circunstancias peculiares: económicas, sociales, políticas, culturales e históricas, si pretende asumir un carácter de permanente y orgánica estabilidad. Cualquier teoría política, destinada a canalizar el pensamiento y la acción inmediata de las masas para organizar el Estado y el gobierno, debe brotar del pueblo mismo, es decir, de la intrahistoria, ese caudal interior, subterráneo e invisible que expresando y troquelando, a la vez, el espíritu y las realidades más privadas de las naciones, en mucha mayor medida, y, con más intensidad, en aquellas que acaban de nacer a la vida histórica y que comienzan a modelar sus expresiones institucionales (Orrego, 2011: 30).

Esta concepción de los modos como la dinámica histórica impacta en los estratos menos superficiales de la vida comunitaria funciona como un recurso frente a la condición extraña del “liberalismo romántico”, elitista de los “tiranos ilustrados”, como anarquizante de los “caudillos personalistas” en la inmediata post-independencia. Funge como un modo de interpelación política respecto de aquello que se presume su locus popular.

La noción unamuniana de “intrahistoria”, central en su duro examen finisecular del estado de cosas de la coyuntura española titulado En torno al casticismo [1902] (2000), nombra la sedimentación del alma española en una tradición que expresa el imaginario de sujetos a quienes la dirección del curso histórico niega toda expectativa de realización de sus demandas. Esta vía estetizante de invocación de la cultura asegurada por la capacidad de la literatura de poner de manifiesto el continuum de dicha tradición, movimiento que tiende a enfatizarla en términos de una cierta “eternidad” (Medina, 2009: 126), constituye un intento de articular narrativamente las prácticas y los intereses de sectores subalternos mediante un desplazamiento desde el registro político del acontecimiento al literario del discernimiento del “alma popular”.

Orrego se esfuerza por desplegar ambos registros en su concepto de democracia. Para el ensayista el carácter retórico de la invocación ilustrada de la democracia tuvo una función ideológica en la historia latinoamericana consistente en la provisión del andamiaje institucional de una relación colonial con Europa. La imagen hegeliana de la condición a-histórica de América, de su efectividad en la destrucción de la “estructura morfológica” de las culturas “mexicana y andina”, y su continuidad política a nivel de la consolidación de oligarquías nacionales tributarias del modelo colonial obligan a comprender el orden de los acontecimientos de un modo diferente.

Aparte de otras consideraciones de diverso orden, los historiadores olvidaron una gran verdad que fue precisada con magistral transparencia y con incisiva hondura por Miguel de Unamuno a principios de este siglo. Me refiero a lo que el pensador español llamó intrahistoria, esa realidad invisible y profunda que emerge de las entrañas de un pueblo, que corre, también en los estratos, en los estratos soterrados de los acontecimientos externos y que acaba por modelarlos e imprimirles su verdadera y genuina significación humana. Esta significación se traduce en el pensamiento, en el arte, en la acción de los grandes hombres, y constituye, a la postre, la verdadera y fidedigna historia porque brota de la de la intimidad cotidiana del hombre común, del ser de la masa anónima, de esas corrientes vitales subterráneas que palpitan en su alma y que suelen pasar desapercibidas para el teorizante apresurado o para el profesor de oficio que no hace sino repetir, como temas escolares, los tópicos aprendidos, sin tomarse el trabajo de mirar con más penetración y pensar por sí mismo (Orrego, 2011: 21).

La visión intrahistórica de la situación latinoamericana reconoce la existencia de una modalidad de conciencia constituida por lo sedimentado en el imaginario latinoamericano de sus culturas originarias. Dicho estado de conciencia y la experiencia de las relaciones coloniales ponen de manifiesto la unidad de destino de América Latina.  Uno de los elementos claves de dicha unidad, en la medida en que ésta se nutre de la común condición geopolítica subalterna, es la imprescindible promoción de la democracia como horizonte de acrecentamiento de la “justicia social y económica” (34). Para ello se impone, aunque resulte relativamente paradójico, una radical historización de la propia democracia. En ocasiones el régimen jurídico instaurado por la democracia no es lo suficientemente capaz para incorporar en su seno los cambios producidos a nivel económico, social y político con el mismo ritmo con el que estos cambios se desarrollan fuera de su ámbito. Así también, estructuras legales, que se presumen perfectas, pueden manifestarse desconectadas del “estado auténtico de la realidad nacional” (34).

Entre los tópicos que vertebran el concepto de democracia orreguiana se halla su vocación continental. Además de constituir, por definición, una exigencia intrahistórica, la democracia latinoamericana “debe realizarse en vista de una unidad política y jurídica posterior” (37). La democracia es, concebida desde este sustrato popular, la gramática institucional de la unidad del continente. Sobre este rasgo formal se atisba un elemento material como es la presencia del pasado precolombino en la “tradición de nuestros pueblos”. El desarrollo de una democracia respetuosa de la impronta original de los pueblos latinoamericanos se intuye asociado a un curso de continuo avance en el proceso de reconocimiento de nuevos derechos, pero no en línea con elementos doctrinarios provenientes de otras tradiciones –como el socialismo y el comunismo–, sino de sus modos particulares de apropiación de las expectativas libertarias.

Latinoamérica tiene en su pasado precolonial la realización de una justicia social comunitaria en la admirable organización del Estado incaico, en que se suprimió el hambre y la pobreza en su población, y se proveyó de vestido, habitación y alimento a todos sus habitantes por medio de una maravillosa y sabia organización productiva y distributiva para su tiempo, de bienes y servicios, no alcanzada antes, por las antiguas grandes culturas, ni después por los poderosos Estados modernos con sus adelantos científicos  y con todos sus inmensos recursos técnicos. Esta experiencia, un tanto lejana, podemos y debemos aprovecharla, de alguna manera, retrotrayéndola a nuestro tiempo y a nuestra actual circunstancia continental, porque está en la tradición intrahistórica genuina de nuestros pueblos (37).

Son evidentes las tensiones en este planteo entre la necesidad de dotar de historicidad a vastos sectores de la sociedad latinoamericana que ocupan una posición subalterna y el recurso elegido por Orrego para conferir al silenciamiento de estos sectores una cierta unidad, en la que habría de fundarse su potencia política en términos de posibilidades de articulación.

Consideraciones finales

Un gesto muy consolidado en torno a los años 70 en el campo de los estudios críticos de la cultura latinoamericana en sus diversas disciplinas –filosofía, crítica literaria, sociología o historia intelectual– fue la celebración de la “diferencia cultural” latinoamericana, desde sus versiones más definitivas de originalidad ontológica –por ello más débiles en materia de arraigo académico– hasta aquellas, más blandas, consistentes en la identificación de los modos particulares de modificación del signo valorativo de un determinado concepto, provisto por la producción intelectual de los países centrales bajo el imperio de las llamadas “resemantizaciones”, una trayectoria más afín al paladar de los latinoamericanistas de la hora. Probablemente porque la primera orientación mostraba sus limitaciones epistemológicas en la postulación de un atributo presuntamente no sujeto a la mediación lingüística como fuente de especificidad cultural, se configuró un predominio sostenido del programa resemantizador, en cuyo seno se prohijó un vasto corpus latinoamericanista. Dicho corpus se desplegó generosamente al paso de la acumulación de ademanes emancipatorios. Este programa crítico resultó fuertemente impugnado en la década del 90 del siglo XX y los primeros años del XXI por el latinoamericanismo poscolonial y subalternista. El peso de este examen resultó en cierta medida abrumador, por cuanto establecía una vara extremadamente alta en términos de las posibilidades de trabajo sobre el canon de los estudios latinoamericanos críticos. Algunos autores percibieron en esta forma de examen permanente de las posibles inconsecuencias ideológicas del objeto de la narración latinoamericanista, una reconversión de la trayectoria crítica en beneficio de una representación “imposible” de las diversas modalidades de identificación política y la configuración de un reverso del originalismo ontológico por la vía de la identificación de formas de subjetividad tan mediadas que sus formas de articulación efectivas resultarían siempre violentadas material y simbólicamente. Eduardo Devés Valdés caracterizó a la omnicomprensiva presencia del registro poscolonial en los estudios culturales latinoamericanos, con un trazo demasiado grueso, pero también con algo de intuición irónica, como “neoarielismo calibánico” (2002: 16).

Consideramos; como un modo fructífero de trabajo sobre el pensamiento latinoamericano, que trama tanto el vector deconstructivo de las narraciones de identificación como el examen de la aportación simbólica de aquellas a las coyunturas sociopolíticas específicas de América Latina, y, por tanto, su efectivo potencial emancipatorio; a un enfoque que pone en tensión el análisis del registro material del discurso examinado, en términos de sus modos de representación de los tópicos sobre los que se determina habitualmente el espacio ideológico de su desarrollo –sobre todo por sus modos de representación de las formas de subjetividad subalternas–, con el análisis del lugar de enunciación de aquel discurso. En relación con esta última dimensión analítica sostenemos que constituye un núcleo esclarecedor de la índole de dicho locus la identificación de las diferentes formas de asignación de autoridad política al propio discurso cultural. Desde esta perspectiva podemos identificar tres posiciones disímiles en los autores que hemos tematizado en este artículo.

Sobre la base de la hipótesis que proponemos en el nivel material de la lectura, que asegura la definibilidad ideológica del discurso en función del tipo de representación de las demandas de los sectores subalternos –en torno de la llamada “cuestión social”–, podemos afirmar el carácter conservador de la posición rodoniana desplegada en el Ariel. Aun cuando se configuran en su obra núcleos críticos referidos a los modos de administración del poder, las demandas de aquellos sectores resultan asimiladas a una forma presuntamente espuria de expectativa igualitaria. Por lo mismo sus demandas políticas concretas, si bien poseen una capacidad articulatoria material, deben reconducirse mediante la educación estética hacia el reconocimiento de un orden jerárquico cuya configuración les es ajena. Este criterio hermenéutico de legitimidad política es de orden especulativo y, por tanto, precede a las prácticas sociales. Se comprende pues cómo pudo el programa de una estética de la conducta emprendido por Rodó en el Ariel fungir como un ideal estimulante en la reconfiguración de la fisonomía de las élites, sin examinar el modo en que éstas se constituyen históricamente como tales.

En el texto de Manuel Ugarte, la “educación estética” se reconfigura en “educación política”, en un movimiento que intenta historizar la entrada de los sectores populares a la órbita de la esfera pública. No obstante, el escritor argentino percibe un déficit en la forma histórica de articulación política de aquellos en virtud de una cierta incomprensión de la totalidad de la conflictividad social. Por lo mismo, la satisfacción de sus demandas sólo es posible en función de alguna modalidad de reescritura intelectual.

Antenor Orrego, en un gesto que invoca el registro universalista del humanismo, parte del reconocimiento de la necesidad de integración política de los sectores subalternos, pero instalando el horizonte de posibilidad de dicha integración en un plano hermenéutico, consistente en la identificación de un ethos sedimentado en la conciencia intrahistórica de los sujetos.

En los tres casos el lugar de enunciación se configura como una forma de prioridad epistémica. La índole de esa prioridad es estética en Rodó, política en Ugarte y antropológica en Orrego. Esta variación impacta sobre el signo ideológico de sus formas de expresión política, pero además tiende a consolidar el carácter en cierto modo artificioso de la vía moderna de configuración del intelectual sobre el fondo de la afirmación de una autoridad conquistada por su postulada “autonomía”.

Notas

1. La modernización ofrece las condiciones para la configuración de un movimiento intelectual creador del “sistema literario latinoamericano” que, al tiempo que funda en su conciencia de la autonomía del campo literario su discurso estético, provoca un deslizamiento del rol del intelectual latinoamericano de la participación política directa a la constitución de la figura de conductor espiritual de la nación. Se profundiza así la sacralización de la función cognitiva desplegada en torno de la explicación del sentido del proceso histórico, así como de la fisonomía sociocultural de América Latina. La relocalización de la autoridad letrada, producida hacia fines del siglo XIX, explica la tendencia a la generación de gestos diferenciadores respecto de los discursos que circulan en la esfera pública. El intelectual funda su autoridad así en la producción de un discurso ideológico disidente. Rama ha caracterizado a este rasgo del discurso literario latinoamericano “función ideologizante”. (Rama, 1984: 118)        

2. Joseba Gabilondo destaca en su estudio genealógico sobre los usos la de la idea “raza latina” la plasticidad ideológica de este concepto en el discurso literario latinoamericano. En él homologa, probablemente por un requerimiento de su periodización, el lugar de enunciación del escritor uruguayo al de otros autores como Manuel González Prada, José Martí, Eugenio María de Hostos y Justo Sierra en el marco del despliegue de un “discurso racial del mestizaje”. Dicha homologación, a nuestro juicio, resulta algo imprecisa (2009: 805). Sobre una valoración general de este uso por los modernistas destacamos el clásico estudio de Jean Franco (1971). En él sostiene que “el problema racial era difícil de evadir. Sin embargo, fue precisamente el problema de la raza el que reveló las más grandes fallas de la generación: la tendencia de sus miembros a sentirse pertenecer a una casta superior y su falta de deseos para despojarse de esa superioridad. Aunque el atraso de los no blancos y las razas mixtas era claramente producto de la esclavitud económica, pocos escritores del período parecieron considerar el fin de la servidumbre económica, ni entendían que fuera necesario emprender cambios importantes en la estructura social para que progresaran los otros miembros de la población. En vez de ello, depositaron su fe en soluciones que complacían su autoestima, tales como la inmigración europea %que alteraría la composición racial de América Latina% o la educación, en la que ellos serían los mentores” (51).

3. El examen de la índole de las referencias rodonianas a la obra de Renan y a su forma particular de apropiación ha sido rigurosamente realizado por Arturo Ardao (1978). Irmtrud König (2008) ha realizado un trabajo que sigue al de Ardao y que constituye una síntesis desde la problematización de las herramientas teóricas de la literatura comparada sobre la relación intertextual de Rodó y Renan. Gordon Brotherston había desarrollado ya en 1967 una línea de lectura fructífera de esta forma de intertextualidad en función de la influencia no suficientemente explicitada del pensamiento de A. Fouillée en el pensamiento del uruguayo.

4. Grínor Rojo realiza un análisis riguroso de los límites de una interpretación del Ariel que reproduce el esquema antinómico presente en la obra del escritor uruguayo (2011: 6 ss.).

5. El tópico de la relación entre el escritor y sus lectores en el fin de siglo latinoamericano, en un contexto de acrecentamiento de la esfera pública ha sido profusamente tematizado por la crítica cultural latinoamericana. Al clásico estudio de Ángel Rama sobre “las máscaras democráticas del modernismo” (1985) debemos sumar el excelente estudio de Graciela Montaldo sobre la sensibilidad modernista (1994). Entre la diversidad de trabajos críticos que problematizan las modalidades de “desencaje” del discurso literario en su función pública destacamos por su claridad y documentación el artículo “Incertidumbres de fin de siglo” de Carlos Ossandón Buljevic (2001). En esta misma línea de interpretación Liliana Weinberg señala sobre el texto de Rodó: “el Ariel plantea así una paradoja que continúa siendo, según muchos, insoluble: la “función social” del arte, su posibilidad de alcanzar a mayores sectores de la población y su mayor aporte a la democracia, pasaría necesariamente por su apartamiento, por el resguardo de su especificidad y su autonomía relativa, por su carácter primeramente elitista” (2001:66).

6. Mabel Moraña posee una visión matizada sobre este punto. Para la crítica uruguaya el hecho de que el discurso del Ariel haya podido ser concebido en clave emancipatoria se corresponde con el hecho de expresar una toma de posición estrictamente de coyuntura. En ello podría hallarse la razón para el efecto de extrañamiento que produce este texto “fuera de sus fronteras temporales” (2000:105). Carlos Real de Azúa hacía referencia en su prólogo a la edición de Biblioteca Ayacucho de Ariel y Motivos de Proteo a esta condición coyuntural en función de sus recursos intertextuales entendidos como “literatura de circunstancia” (Real de Azúa, 1976: XVII).

7. La centralidad de la experiencia de la derrota en la narrativa identitaria de fines del siglo XIX y principios del XX es un aspecto que había sido tempranamente sugerido por Edmundo O´Gorman a propósito de la historia intelectual mexicana (1977: 59ss.).

8. La especificidad de la experiencia modernista se resuelve, para el filósofo colombiano Santiago Castro Gómez, en el marco de una lógica de la “conformidad” que se homologa a la noción kantiana de “estética de lo bello”. El repudio modernista a los valores de la burguesía se da al interior de un discurso que posee como horizonte la idea de una cierta “armonía preestablecida”. Esto traspasa los recursos estéticos del modernismo a la hora de sus posicionamientos políticos. Así, el rechazo a la política imperialista norteamericana sobre América Latina, expresión de lo cual fue sin duda la reacción a la intervención estadounidense en Cuba en 1898, viene de la mano de la glorificación de la “cultura latina”. José E. Rodó es la voz de esta exaltación de lo latino frente a la mediocre y pragmática moral burguesa norteamericana. En consonancia con esta percepción se asume un sesgo aristocrático como ideal de vida del artista, cuyas intuiciones le convierten en privilegiado agente de la huida de los intereses técnico-económicos. Este movimiento se asienta en la postulación de una síntesis cultural en cuanto ideal de vida y, por lo mismo, como matriz para el establecimiento de dispositivos disciplinarios. Dicha síntesis, sin embargo, es el sustrato para el discurso de la unidad latinoamericana, una línea muy profusa en la producción literaria de principios del siglo XX (Castro Gómez, 1996).

9. Claudio Maíz ha destacado las diferencias ideológicas del ensayismo ugarteano respecto de los esquemas interpretativos de la corriente arielista en los siguientes términos: “[l]a filiación política y la filosofía de la historia ugarteanas no descienden directamente del arielismo, como ha querido cierta crítica, lo que le restaría valor a su proposición de modernizar la cultura de Hispanoamérica. La filiación de Ugarte no es con Spencer y Taine, sino con pensadores como Marx y los cultores del arte social” (2003: 91).

10.  “El espacio público funciona como el ámbito natural del debate, una especie de asamblea, en el que el periodismo ha representado un papel insustituible. Pero también el espacio público estaba constituido por el ateneo, el salón, la asociación estudiantil, los centros obreros o el teatro donde se podía pronunciar una conferencia” (Maíz, 2003: 123).

11. Los exégetas de Orrego presumen que este ensayo fue escrito a principios de la década del 50 (Robles Ortiz, 2016: 224).

Bibliografía

1. Alonso, Diego. José Enrique Rodó: una retórica para la democracia. Montevideo: Trilce, 2009.         [ Links ]

2. Agüero Vidal, Tito Livio. El Discurso Ideo-Político: Indigenismo, Hispanismo y Americanismo. Antenor Orrego Espinoza (Americanismo Social 1923-1946): antihispanismo, antindigenismo y americanismo militante. Trujillo: UPAO, 2011.         [ Links ]

3. Ardao, Arturo. “Del Calibán de Renan al Caliban de Rodó”. Ardao, Arturo, Estudios latinoamericanos de historia de las ideas. Caracas: Monte Ávila, 1978.

4. Brotherston, Gordon. “Introducción a Ariel, de José Enrique Rodó”. Prólogo a la edición de Ariel, de José Enrique Rodó. Introducción y notas de Gordon Brotherston, Cambridge, Cambridge University Press, 1967. Traducción de Aldo Mazucceli. Disponible: http://www.henciclopedia.org.uy/autores/Brotherston/Rodo%20(I).htm. Consultado: 14/11/16.

5. Bustelo, Natalia. “Entre la renovación estética y la renovación política. Políticas del modernismo en Rubén Darío, Leopoldo Lugones y Manuel Ugarte”, Estudios de Filosofía práctica e historia de las ideas, v. 15, n. 1, 2013: 27-47.

6. Castro Gómez, Santiago. Crítica de la razón latinoamericana. Barcelona: Puvill, 1996.         [ Links ]

7. Devés Valdez, Eduardo. “Estudios culturales y pensamiento latinoamericano”, Cuadernos Hispanoamericanos, n. 627, 2002: 15-22.

8. Franco, Jean. La cultura moderna en América Latina. México: Joaquín Mortiz, 1971.         [ Links ]

9. Gabilondo, Joseba. “Genealogía de la “raza latina”: para una teoría atlántica de las estructuras raciales hispanas”, Revista Iberoamericana, vol. XXV, n. 228, 2009: 795-818.

10. Jáuregui, Carlos. Canibalia. Canibalismo, calibanismo, antropofagia cultural y consumo. La Habana: Casa de las Américas, 2005.         [ Links ]

11. König, Irmtrud. “Apuntes para una comparatística en Latinoamérica. El simbolismo de Ariel y Calibán en Rodó”, Atenea, n. 498, 2008: 75-95.

12. Maíz, Claudio. Imperialismo y cultura de la resistencia. Los ensayos de Manuel Ugarte. Córdoba: Corredor Austral-Ferreira, 2003.         [ Links ]

13. Maíz, Claudio. “Teoría y práctica de la ‘patria intelectual’. La comunidad transatlántica en la conjunción de cartas, revistas y viajes”, Literatura y lingüística, n. 19, 2009: 165-193.

14. Medina, Celso. “Intrahistoria, cotidianidad y localidad”, Atenea, n. 500, 2009: 123-139.

15. Merbilhaá, Margarita. “Rodó y Ugarte: programas para el rescate de la América latina” [en línea]. VII Congreso Internacional Orbis Tertius de Teoría y Crítica Literaria, 18, 19 y 20 de mayo de 2009, La Plata. Estados de la cuestión: Actualidad de los estudios de teoría, crítica e historia literaria. En Memoria Académica. Disponible: http://www.memoria.fahce.unlp.edu.ar/trab_eventos/ev.3573/ev.3573.pdf Consultado: 14/11/16.

16. Montaldo, Graciela. La sensibilidad amenazada. Fin de siglo y modernismo. Rosario: Beatriz Viterbo, 1994.         [ Links ]

17. Moraña, Mabel. “Modernidad arielista y postmodernidad calibanesca”. En: Ette, Otmar y Titus Heydenreich, José Enrique Rodó y su tiempo; cien años del Ariel. Vervuert: Iberoamericana, 2000: 105-117.

18. O´Gormann, Edmundo. México: el trauma de su historia. México: UNAM, 1977.         [ Links ]

19. Orrego, Antenor. Obras completas. Tomo II. Lima, Pachacútec, 2011.         [ Links ]

20. Ossandón B., Carlos. “Incertidumbres de fin de siglo”. En: Ossandón B., Carlos y Eduardo Santa Cruz A. (eds.). Entre las alas y el plomo. La gestación de la prensa moderna en Chile. Santiago: Universidad Arcis/LOM Ediciones, 2001: 135-147.

21. Rama, Ángel. Las máscaras democráticas del modernismo. Montevideo: Fundación Ángel Rama, 1985a.         [ Links ]

22. Rama, Ángel. La ciudad letrada. New Hampshire: Ediciones del Norte, 1985b.         [ Links ]

23. Rama, Ángel. “La modernización literaria latinoamericana (1870-1910)”. En: Ángel Rama. La crítica de la cultura en América Latina. Selección y prólogos de Saul Sosnowski y Tomás Eloy Martínez, Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1995: 82-96.

24. Ramos, Julio. Desencuentros de la modernidad en América Latina. Literatura y política en el siglo XIX.  México: Fondo de Cultura Económica, 1989.         [ Links ]

25. Ramos Rau, Demetrio. Mensaje de Trujillo: del Anarquismo al Aprismo. Trujillo, INDES: 1987.         [ Links ]

26. Real de Azúa, Carlos. “Prólogo a Ariel”. Rodó, José Enrique, Ariel y Motivos de Proteo. Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1976: IX-CIV.

27. Renan, Ernest. Caliban. Suite de Tempête. Paris: Calman Lévey Editeur, 1878.         [ Links ]

28. Robles Ortiz, Elmer. “El integracionismo latinoamericano de Antenor Orrego”, Pueblo Continente, n. 22, 2016: 223-234.

29. Rodó, José Enrique. Ariel. Motivos de Proteo. Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1976.         [ Links ]

30. Rojo, Grínor. Clásicos latinoamericanos. Vol. II.  Santiago de Chile: LOM, 2011.         [ Links ]

31. Ugarte, Manuel. El porvenir de la América latina. Buenos Aires: Indoamérica, 1953.         [ Links ]

32. Unamuno, Miguel. En torno al casticismo. Madrid: Alianza, 2017.         [ Links ]

33. Weinberg, Liliana. “Una lectura del Ariel”, Cuadernos Americanos. Nueva Época, vol. 1, n. 85: 61-81.

Creative Commons License Todo el contenido de esta revista, excepto dónde está identificado, está bajo una Licencia Creative Commons