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Cuadernos del CILHA

versão On-line ISSN 1852-9615

Cuad. CILHA vol.18 no.2 Mendoza jul. 2017

 

DOSIER

El discurso autobiográfico y la responsabilidad de los "hijos" en un contrapunto escritural: en torno a Los rendidos, de José Carlos Agüero, y La distancia que nos separa, de Renato Cisneros

Autobiographical discourse and the responsibility of the "offspring" in a writing counterpoint: a view on Los rendidos, by José Carlos Agüero, and La distancia que nos separa, by Renato Cisneros

 

Lorena de la Paz Amaro

Pontificia Universidad Católica de Chile, Chile
lamaro@uc.cl

 

Recibido: 2/5/2017
Aceptado: 7/7/2017


Resumen

El conocido periodista peruano Renato Cisneros es hijo del militar peruano Luis Federico "El Gaucho" Cisneros; éste fue ministro del Interior bajo la dictadura de Francisco Morales Bermúdez (1975–1980) y ministro de Guerra durante el segundo gobierno de Belaúnde (1980–1985), en uno de los períodos más difíciles de la guerra de Sendero Luminoso y Tupac Amaru; el poeta José Carlos Agüero, por su parte, es activista de derechos humanos e hijo de senderistas ajusticiados extrajudicialmente: en 1986 José Manuel Agüero, su padre, y en 1992, Silvia Solórzano, su madre. Tanto Cisneros como Agüero han publicado recientemente textos en que dan cuenta de la violencia vivida por el Perú en aquellos años, desde una perspectiva muy personal. En ambos escuece la interrogación sobre la actividad política de los padres, y la interrogación sobre la herencia, las culpas y las responsabilidades está implícita o explícitamente plasmada en sus relatos. Pero en tanto Renato Cisneros hace de su libro, La distancia que nos separa (2016), una "novela de autoficción", José Carlos Agüero presenta el suyo, Los rendidos. Sobre el don de perdonar (2015), como un conjunto de "relatos cortos, a media carrera entre reflexiones y apuntes biográficos de una época de violencia". La diferencia de sus diferentes enfoques no solo dice relación con la política y la reflexión sobre los derechos humanos, sino que también se revela en las formas escriturales con que configuran sus relatos y en ellos, a sus respectivos progenitores. A continuación, analizaré ambas narrativas a partir del concepto de "relato de filiación", propuesto por Dominique Viart (2009) para la narrativa de los hijos en la literatura europea postholocausto. Se verá cómo opera en ellos este tipo de relato entre lo autobiográfico y lo ficcional (Roos, 2013), cómo cada uno resuelve el problema de la herencia política y la memoria, y cómo ambos crean, al mismo tiempo que un texto sobre la memoria reciente, su propia fisonomía como autores literarios.

Palabras clave: Autobiografía; Testimonio; Autoficción; Relato de filiación; Literatura de los hijos.

Abstract

The well-known Peruvian journalist Renato Cisneros is the son of the Peruvian Military Luis Federico "El Gaucho" Cisneros; the latter one was Minister of Internal Affairs during the dictatorship of Francisco Morales Bermúdez (1975–1980), and Minister of War during the second presidential term of  Belaúnde (1980–1985), in one of the toughest times of the conflict of the Peruvian government with Sendero Luminoso and Tupac Amaru; the poet José Carlos Agüero, on the other hand, is a human rights activist and the son of "Senderistas" who were trialed in an extrajudicial instance: in 1986 his father, José Manuel Agüero, and in 1992 his mother, Silvia Solórzano. Both Cisneros and Agüero have recently published texts in which they give account of the violence experienced in Perú during that time, from a very personal perspective. Again, both of them draw questions about the political activity of their parents and the legacy, the guilt and responsibilities inherited by them as their offspring. But while Renato Cisneros makes of his book, La distancia que nos separa (2016), an "autofiction novel", José Carlos Agüero presents his text, Los rendidos. Sobre el don de perdonar (2015)like a group of "short accounts, half in between thoughts and biographical notes of a time of violence". The difference in their emphasis is not only linked with politics and their thoughts on human rights, but is also revealed in the ways in which writing shapes their accounts, and in them, shapes their respective parents. In this article, I will analyze both narratives from the concept of "filiation narratives", as proposed by Dominique Viart (2009) for the narratives of offspring in European, post-Holocaust literature. We will see how this type of account operates in them, drifting from the autobiographical and the fictional (Roos, 2013); how each of them resolves the problem of political inheritance and memory; and how they both create a text about recent memory and, at the same time, a particular discourse on the purpose of writing.

Keywords: Autobiography; Testimony; Autofiction; Filiation narrative; Offspring narrative.


 

"esperábamos
que la lluvia borrara
las huellas de la guerra…".

José Carlos Agüero, Enemigo.

Desde la década del 90, numerosos son los textos narrativos peruanos que abordan, desde la ficción o la literatura testimonial, el violento período iniciado en 1980. Agrupaciones como Sendero Luminoso (PCP-SL) y el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru, como también la movilización del Ejército Peruano, provocaron la muerte de alrededor de 70 mil personas, la mayoría pobladores de los sectores más pobres del Perú, en un lapso de 20 años, que concluye en 2000 y que tuvo como epílogo la redacción del informe de la Comisión de Verdad y Reconciliación (2003). En este contexto, a narraciones testimoniales que abordan el conflicto de primera mano, como ocurre por ejemplo con el libro Memorias de un soldado desconocido (2012), de Lurgio Gavilán1, o novelas como La hora azul (2005), de Alonso Cueto o Abril Rojo (2006), de Santiago Roncagliolo, se suman libros publicados recientemente por una segunda generación de afectados por el conflicto, como es el caso de los textos Los rendidos. Sobre el don de perdonar (2015, 2016), de José Carlos Agüero, hijo de senderistas ajusticiados extrajudicialmente, y La distancia que nos separa, de Renato Cisneros (2015, 2016), cuyo padre, Luis Federico "El Gaucho" Cisneros, fungió como Ministro del Interior y de Guerra en los años más duros del conflicto.

Cisneros y Agüero abordan el problema de la herencia familiar desde un presente en que, a pesar del informe anteriormente mencionado, sigue vigente la pregunta y el dolor por las consecuencias del conflicto armado. Para ello emplean estrategias narrativas muy diversas. En tanto Cisneros se refiere a su texto como "novela de autoficción" (7), calificación con la que aparentemente busca resguardarse de las consecuencias del testimonio, Agüero opta por dejar abierto el problema del género textual, pero restringe las posibilidades de su interpretación: los suyos son "relatos cortos, a media carrera entre reflexiones y apuntes biográficos de una época de violencia" (13). Por otra parte, Cisneros, como muchos otros autores que abordan el pasado histórico y político de los hijos, subraya la necesidad de completar las lagunas de su herencia, buceando, desde un presente referido pero secundario, en los archivos familiares e institucionales (como el del Ejército), los datos que le permitan contar una historia pasada, la de su padre. Lejos de esto, Agüero se emplaza fuertemente en el presente; lejos de intentar completar los vacíos, los silencios o secretos que marcaron su infancia, reflexiona sobre la continuidad de la vida y las consecuencias del conflicto en el presente: ¿cómo vivir, cómo continuar vivos, sin haber resuelto las preguntas por la culpa y responsabilidad de los victimarios? ¿Quiénes pueden ser calificados de víctimas? ¿Qué implica ser víctimas? O, como diría Vladimir Jankélévitch en su famoso ensayo "¿Perdonar?": "¿es tiempo de perdonar o al menos de olvidar?" (cit. en Derrida, 2017: 34).

A continuación analizaremos ambas estrategias discursivas, en el marco de una discusión más amplia, que tiene como horizonte el concepto de "literatura de los hijos", que se ha aplicado en el Cono Sur a aquellas narrativas que enfrentan, desde la postdictadura en el caso de Chile, Uruguay y Argentina, el impacto y las consecuencias de la violencia dictatorial en la comunidad nacional, las generaciones afectadas y los individuos que debieron sufrirla. En este sentido, se ha hablado de "postmemoria" (Hirsch) o memoria de segunda generación, la de los hijos de los actores principales de ese período. Para este artículo, y con el fin de poder abordar específicamente el caso peruano –que difiere en muchos puntos del chileno o argentino–, optaremos por emplear el término "relato de filiación", ya que este comprende, desde un enfoque microhistórico, "la transmisión interfamiliar de una herencia mental, cultural, social o política […],un testimonio íntimo y personal de los acontecimientos macrohistóricos de un país con el objetivo de examinar, cuestionar, dudar y posiblemente contradecir la historiografía oficial" (Roos, 2013: 340). El concepto pone el acento en los dilemas que conlleva la transmisión de una herencia y en la dimensión arqueológica de la literatura contemporánea en su relación con el pasado, como han expuesto Dominique Viart y Laurent Demanze. Este último plantea:

Le passé parental est le chapitre vacant de la mémoire, il est l'insu d'un sujet qui peine à le reconstituer à force d'hypothèses généalogiques et d'investigations imaginaires. Le passé se décline tour à tour en figures de l'héritage impossible, de la mémoire empêchée ou de la transmission d'une dette, comme si le rapport de l'individu contemporain à son passé était infailliblement frappé du sceau de la perte. Tout se passe comme s'il y avait eu une césure historique, et qui le laisse désorienté (Demanze, 2008)2.

A diferencia de las autobiografías tradicionales, en que el objeto del discurso es el propio sujeto y, como planteaba Philippe Lejeune en su clásica y citada definición, "la historia de su personalidad" (Lejeune, 1994: 50), los relatos de filiación abandonan la búsqueda (imposible) de una totalidad del sujeto para constituirlo a partir de las herencias en conflicto, de las marcas aludidas, impresas por una deuda o una pérdida histórica. El sujeto contemporáneo se revela como fractura o campo de luchas, y este tipo de literatura reemplaza "l'investigation de leur intériorité par celle de leur antériorité familiale" (Viart, 2009: 4)3. En estos textos resulta fundamental el silencio de los padres, un silencio o enigma que los narradores buscan desentrañar a partir de sus sesgados pero intensos recuerdos infantiles. Propio del relato de filiación es, pues, cuestionar la autoridad parental, lo que a su vez permite formular una crítica de otras herencias, más vastas, de impacto político y social.

En Chile, esta literatura ha tomado el curso principalmente de la ficción, a través de una serie de novelas escritas por autores nacidos desde 1970 en adelante: Nona Fernández (Fuenzalida, Space Invaders), Alejandro Zambra (Formas de volver a casa), Rafael Gumucio (Memorias prematuras; Mi abuela, Marta Rivas González), Alejandra Costamagna (En voz baja, Había una vez un pájaro), Álvaro Bisama (Ruido), Diego Zúñiga (Camanchaca), Leonardo Sanhueza (La edad del perro), María José Ferrada (Kramp), Alia Trabucco (La resta) y Gonzalo Eltesch (Colección particular), entre otros, escriben desde una posición similar, pero hay que destacar que muy pocos de ellos son hijos de militantes, y que, si lo son, prácticamente no abordan las experiencias de sus padres como afiliados a un movimiento político. En Argentina, existen textos testimoniales "uno de los más conocidos es La casa de los conejos, de Laura Alcoba, hija de montoneros" como también ficciones elaboradas por hijos de desaparecidos, cual es el caso de Félix Bruzzone (Los topos), o textos que transitan entre el testimonio y lo que llamaré "lo novelesco", en que no solo se da la figura de la hija, sino que a partir del caso de su progenitora, la narradora reflexiona sobre su propia maternidad, como es el caso de Aparecida, de Marta Dillon.

Cuando se trata de Perú4, como ya se ha planteado, la violencia adquiere una forma distinta; ya no se trata del aparato represor del Estado contra la sociedad civil, sino que de una guerra en que una gran parte de la población, principalmente campesina, se vio atrapada entre dos fuegos: el terrorismo y la represión militar. Por otra parte, no hay en Chile o Argentina un libro como el de Cisneros, de un hijo tan cercano a las esferas del poder, a la política oficialista y al Ejército, ni hay, tampoco, una reflexión de la naturaleza de la que propone Agüero, tan personalmente afectado por la violencia desatada por sus propios padres en sus acciones terroristas. Ambos textos aparecen en un momento particular de la historia peruana: como nos enseñan distintas investigaciones sobre el trabajo de la memoria en América del Sur, es preciso "reconocer que existen cambios históricos en el sentido del pasado, así como en el lugar asignado a las memorias en diferentes sociedades, climas culturales, espacios de luchas políticas e ideológicas" (Jelin, 2002: 2). Agüero y Cisneros abordan las vidas de sus padres y se plantean a sí mismos como hijos en pugna con su herencia, a más de veinte años de la muerte de sus progenitores. Los de Agüero son, como dice su propio relato, "ejecutados extrajudicialmente": en 1986 José Manuel Agüero, su padre, y en 1992, Silvia Solórzano, su madre. El padre de Renato Cisneros fallece en 1995 producto de un cáncer. A varios años de estas pérdidas, Cisneros y Agüero escriben en un país que ha logrado establecer un relato de la historia reciente: el Informe de la Comisión de Verdad y Reconciliación (CVR), publicado el 28 de agosto de 2003, que en nueve tomos da cuenta del proceso vivido por Perú entre 1980 y 2000, donde se desglosan en detalle el conflicto, sus causas, actores y consecuencias.

Establecidas estas coordenadas de lectura, que sitúan los textos de Cisneros y Agüero en esta perspectiva continental y en la lógica de una forma genérico-discursiva como el relato de filiación, analizaremos ambas narraciones.

Engendrar al padre

Las transformaciones sufridas por la portada de La distancia que nos separa entre su primera y segunda edición (Planeta y Biblioteca Seix Barral, respectivamente) reflejan hasta cierto punto las contradicciones de este libro. En 2015, la portada mostraba, sobre un fondo gris, las imágenes de un rígido militar uniformado junto a un joven de camiseta y chaqueta de cuero negras, cuyos brazos apenas se rozan (los del militar, rígidos, los del joven, en ademán de llevar las manos a los bolsillos), formando una imagen dividida, partida en dos, en que la escisión operada en la página es fundamental. En 2016, en cambio, la separación entre padre e hijo deja de ser severa y evidente. La imagen es reemplazada por la foto de un hombre de mediana edad y un niño pequeño jugando frente al mar. El padre lleva lentes, lo que le da a su figura un cierto aire intelectual. Ambos son rubios y la imagen podría haber sido tomada de cualquier banco de imágenes, para ilustrar la belleza convencional de la relación paterno-filial; la distancia que los separa, en este caso, es la del movimiento iniciado por el padre, que lanza al niño al aire con una sonrisa y ternura evidentes. Lo que muestra la imagen resulta ser, más que una distancia, la posibilidad de un abrazo, de que el juego amoroso entre padre e hijo acabe en un arrullo.

Estas imágenes disímiles "y hasta contradictorias" son un buen retrato de lo que ocurre con el indeciso relato de Cisneros hijo. El texto es organizado por una voz ambigua, que no opta nunca del todo por juzgar a su padre o por construir un homenaje: hace las dos cosas, en un texto que también transita ambiguamente entre el testimonio y la ficción.

La narración, en primera persona, arranca con un breve y rápido repaso de la herencia familiar: la familia Cisneros desciende de una relación ilegítima entre la tatarabuela, "Nicolasa Cisneros", y un "importante obispo de Huánuco" (13), "Gregorio Cartagena". El narrador, Cisneros hijo, dice que no contará en detalle esa historia ni muchas otras que menciona, en que el sello común es el adulterio, la clandestinidad y la ilegitimidad de los hijos. Y no contará ninguna de esas historias5 porque desea centrarse no tanto en la vida de su padre, como en su muerte: "sobre lo que esa muerte desencadenó y puso en evidencia" (15).

¿Por qué contar la historia del padre? Cisneros trama un relato en que se plantea la necesidad de hacerlo, a partir de una consulta con un terapeuta. El narrador consulta a un psicoanalista porque quiere dilucidar las razones por las que finalizó un noviazgo. En una de estas sesiones se da cuenta de que sus padres nunca formalizaron su unión, que no existe un acta matrimonial que la refrende. La relación entre este hecho y sus propias dificultades amorosas lo lleva a sentir que tiene "una tarea" (20). Esta tarea, en las siguientes páginas6, será intentar una historia de su padre que contemple la también problemática relación con sus antecesores. De este modo, el conflicto político y público, esperable en una biografía de un personaje como Cisneros, un vocero rígido y violento de las Fuerzas Armadas durante los peores años del conflicto armado, es desplazado por un relato familiar e íntimo, en que son los lazos familiares, sobre todo la repetición del trauma de la ilegitimidad en las distintas generaciones del clan, los que fundan la construcción del personaje paterno. Esto, como la opción de cambiar algunos nombres de los personajes aludidos, coloca su indagación en un ámbito privado. Solo por momentos el narrador esboza preguntas o dudas sobre la participación de su padre en hechos criminales de los cuales ha sido acusado. En la construcción del personaje paterno, por otra parte, priman su gusto por la lectura y la escritura, una tendencia que aparece en varios otros antecesores, y que le permite a Renato Cisneros, hijo y personaje, acomodar más convenientemente a su propia imagen la historia que precisa contar. La inclusión de afectuosas cartas familiares y una extensa historia amorosa de su padre con una muchacha argentina, Beatriz, su primer amor, introducen al lector en la historia del "Gaucho", humanizándolo.

Quienes conocen la historia del Perú en esos años saben, por otra parte, que el "Gaucho" Cisneros fue un alto militar peruano, formado en la Academia de Guerra argentina (de ahí el apodo), junto con los que serían los peores represores de ese país, como es el caso de Videla, al que apoyó en su terrorismo de Estado. Si bien Cisneros hijos cuenta con un acceso inusual a imágenes y nombres propios de militares, políticos y periodistas involucrados en la guerra de esos años, renuncia al estatuto periodístico o testimonial que podría haberle dado a su texto un matiz francamente develador o rebelde.

Unas palabras preliminares ponen a resguardo el texto de toda exigencia política o judicial: "[Este libro es una novela de autoficción. No es propósito del autor que los hechos aquí narrados, así como los personajes descritoras a continuación, sean juzgados fuera de la literatura]" (Cisneros, [2015] 2016: 7). Esta estrategia sintoniza con las indecisas declaraciones del autor en algunas entrevistas, en que plantea, por ejemplo:

Hablar de mis hermanos mayores es un poco complicado. Yo sé que no han reaccionado bien a la novela. Pero quizás porque no han comprendido que la novela es sobre todo autoreferencial. Que teniendo mucho que ver con lo que de verdad pasó, también se apoya mucho en la ficción.  Entonces hay eventos. Hay algunas páginas donde la carga de la ficción es muchísimo más evidente, al menos para mí. O que están deliberadamente escritas para dramatizar o parodiar algunas situaciones. (Condori párr. 13, la cursiva es mía).

Lo que me pasa ahora, cuando pienso en él, en el "Gaucho" Cisneros, pienso ya no solo en el padre que yo recuerdo, sino también en el personaje literario, y me lo imagino en el Mar del Plata de los 16 años; entonces, siento como que se han mezclado el padre real con el padre inventado, o con el padre literario, y creo que convivo más con ese recuerdo, con la mezcla de esos dos personajes… (Narciso, 2015: párr. 18).

Si bien Cisneros insiste, tanto en su libro como en paratextos similares a las entrevistas citadas, en que él ha escrito una "novela" sobre su padre, es insoslayable el hecho de que decidió mantener el nombre propio del mismo en la ficción; esta presencia tanto del nombre de su padre como del suyo propio es el índice textual que, según Philippe Lejeune, constituye el fundamento del pacto autobiográfico, el cual incide en los modos de lectura del relato. La aparición del nombre propio autoriza la lectura referencial a la que Cisneros alude ("no han comprendido que la novela es sobre todo autoreferencial"). Ahora bien, su inclusión puede tener lugar en la ficción en un caso específico, el de los textos autoficcionales, como explicaré a continuación.

Años después de que se publicara la definición de Lejeune "quien planteaba que era imposible que se produjese el pacto autobiográfico al mismo tiempo que el pacto novelesco (la marca en el texto de que estamos frente a un relato ficcional)" otros teóricos y escritores franceses, como Serge Doubrovsky, propusieron el concepto de "autoficción", que autorizaría el empleo del nombre propio al mismo tiempo que una estrategia novelesca. Consciente de esta posibilidad narrativa que no compromete su relato como documento testimonial, el propio Cisneros clasifica su texto como "novela autoficcional", duplicando de manera innecesaria el carácter fabulado de un relato que, sin embargo, se presenta también en reiteradas oportunidades como un texto en que busca recuperar a su padre, los aspectos elididos u oscuros de su vida familiar (su machismo y despotismo en el hogar), o aquellos a los que no pudo acceder antes, la vida de su padre antes de que él naciera y el hijo tomara conciencia de sí mismo:

Una mañana entendí que no quería hacer un perfil ni una biografía ni un documental, que necesitaba llenar espacios blancos con imaginación, porque mi padre también está hecho "o sobre todo está hecho" de aquello que imagino que fue, de aquello que ignoro y que nunca dejará de ser una pregunta (349).

Para llenar estos vacíos, el hijo necesariamente debe asomarse al archivo, aunque su cometido no sea exactamente documental o biográfico. Consulta incluso los secretos documentos militares resguardados en el "Pentagonito" (Cuartel General del Ejército de Perú). El relato de Cisneros es, pues, un relato de filiación que, entre aparentes confesiones y pasajes ficcionales, busca dar cuenta de la existencia de un secreto, en este caso tan resguardado e importante, tan excesivo, que desborda el espacio familiar e íntimo: lo vigila y cuida todo el aparato institucional. Sin embargo, el secreto que espera revelar Cisneros hijo no parece ser el mismo que aguarda el lector informado de la participación de Cisneros padre en el gobierno peruano durante los años de la guerra.

Esto queda claro en la escena en que Cisneros hijo acude al Pentagonito para develar los silencios paternos. Un coronel lo deja revisar el expediente de su padre: "Antes de abandonar su oficina de vidrios ahumados me advirtió desde la silla detrás de su escritorio que debía guardar absoluta confidencialidad respecto del material reservado que estaba por ver" (42). El coronel le explica que se trata de "propiedad intelectual de las Fuerzas Armadas" (42). Cisneros incorpora a la escena suspenso mediante un diálogo y los detalles que agrega a la escena de su búsqueda: "En una mesilla (…) me esperaba la gruesa carpeta que contenía una serie de documentos clasificados sobre la trayectoria de mi padre" (42-3). Le dan dos horas para revisarlo todo. La sala es "húmeda y fría" (43). El hallazgo acontece unas cuantas páginas más tarde, cuando refiere que esa mañana, además de encontrar las libretas de calificaciones de su padre y las observaciones de sus jefes sobre él, lee una carta, fechada en 1947, que lo desconcierta: "Cuando terminé de leerla tuve que repantigarme en la silla para respirar con comodidad" (52). Lo que sigue busca subrayar la importancia de ese hallazgo:

"¿Qué pasa? " me preguntó el suboficial Pazos al verme palidecer: el cuello tenso, los ojos que iban del papel a la cornisa del techo y de la cornisa al papel para repasar esas líneas detrás de las cuales podía imaginar a mi padre, más de sesenta años atrás[…] golpeando con ilusión, desengaño y esperanza las pesadas teclas negras de una máquina que seguramente no era suya.
"Acabo de descubrir algo.
"¿De tu viejito?
"Sí. Quiso casarse con su novia argentina cuando recién llegó al Perú "dije". Mi voz era un hilo que se deshacía en el aire.
"¿En serio? ¿Y no sabías nada?
"Nada (52).

Todo en este hallazgo es un desacomodo: "Pazos hablaba pero mis oídos ya no eran sensibles a sus palabras, que me llegaban como una sinfonía deformada y monótona" (53). La narración toma a partir de aquí un curso definido: se concentra en la vida amorosa del padre, sobre todo en la figura de Beatriz Abdulá, la novia argentina con la que el padre pudo casarse. La gran traición del hijo consiste, pues, en fisgonear en la vida amorosa del Gaucho, y no en desclasificar archivos que podrían inculparlo de sus crímenes en materia de derechos humanos.

Mientras acumulaba preguntas en la cabeza, de pronto sentí algo de pena por la frustración de ese matrimonio, o algo de vergüenza o enojo por enterarme así, fisgoneando, de las razones por las cuales no se llevó a cabo. También sentí que había algo de traición en todas esas pesquisas, movidas y averiguaciones, aunque no tenía muy claro a quién estaba traicionando (59).

La idea de la traición es recurrente en el texto, como lo es también la noción de que el hijo vive hasta cierto punto una existencia vicaria del padre. Se construye a sí mismo como un traidor, como narra que lo fue su propio padre, siempre implicado en alguna conspiración ("Esa no sería, ni por asomo, la última vez que mi padre se sublevaría para conspirar contra un superior por considerar que el superior hacia lo incorrecto. Lo repetiría sistemáticamente a lo largo de su carrera e incluso después", 47). Pero también hay otras formas de impostación, como cuando Cisneros hijo plantea la idea del ventriloquismo, a propósito de la intervención de su padre en una tarea suya para el colegio: "… yo no me siento tan inocente, pues me considero deudor de sus palabras: si años antes me beneficié de ellas en un concurso de Oratoria para abandonar el anonimato colegial y adquirir cierto prestigio en la secundaria, ahora tengo que ser leal a esas palabras y asumir también sus efectos devastadores…" (241). El hijo se representa a la vez como un traidor y un testaferro del padre: "No puedo arrancarme sus frases como tampoco puedo arrancarme su firma. Porque yo firmo como mi padre. Firmo Cisneros. Extendiendo la C y rematando la S con un giro o adorno" (325). O esta explícita declaración en que el hijo funge como un médium del legado paterno: "Quizá escribir sea eso: invitar a los muertos a que hablen a través de uno" (355).

De la identidad impostada necesariamente se pasa, en esta última cita, a la cuestión de la escritura como una forma de vincularse con la herencia del padre. ¿Quién es el hijo? ¿Qué opciones le ha dado su padre para definirse a sí mismo?: "¿Me has trasladado tus afanes incompletos? ¿Mi herencia es algo que no reclamé, sino que cayó sobre mis hombros?" (347); "Hay gente que afirma que nos parecemos físicamente. No veo por dónde" (348). La clave para resolver estos problemas la entrega el propio Cisneros hijo:

Si consigo entender quién fue él antes que yo naciera, quizá podré entender quién soy ahora que está muerto. Es en esas dos titánicas preguntas que se sostiene el enigma que me obsesiona: Quién era él antes de mí. Quién soy yo después de él (63).

Estas preguntas conducen a un planteamiento identitario, a una construcción de sujeto en que Cisneros hijo rescata la condición romántica de su padre ("quién era él antes de mí"), aquel que disfrutaba de la poesía o escribía a máquina una carta para poder casarse con su amada "Beatriz" (no es su nombre real, sino el poético nombre que le da Cisneros hijo a este personaje clave en la construcción del padre literario). Y, después de su muerte, después de él, lo que descubre el hijo es la necesidad de la escritura como una forma de resguardo y de reestructuración a partir del duelo. El resultado será la autodefinición del hijo ante todo como un escritor.

La herencia del escritor

La cuestión de la escritura está permanentemente presente en el relato que hace Cisneros hijo de la herencia familiar. En este clan no hay solo militares, sino también buenos lectores, académicos y periodistas, en una reactualización del conocido dilema entre las armas y las letras, encarnado en la literatura hispanoamericana con particular fuerza por Jorge Luis Borges. Así aparecen otras aristas de la herencia: "También he buscado a mis padres a través de otros. Mi tío Juvenal, el primero de todos" (350), escribe sobre su tío académico7. Y refuerza: "En las fotos de su biblioteca, Juvenal aparecía al lado de Borges, de García Márquez. De Cortázar, de Ribeyro, de Vargas Llosa, de Cabrera Infante. En cambio, mi padre, el Gaucho, aparecía con Videla, con Pinochet, con Kissinger, con Bordaberry" (350). El propio padre es portador de una herencia canalla y otra que más bien enorgullece al hijo, quien recuerda así las horas finales de su padre: "Ingresé queriendo abrazarlo con fuerza, en un intento por absorber su erudición, sus conocimientos, su temple, su paciencia, todo aquello aún caliente que también estaba desapareciendo en él" (341).

La forma de vincularse con el padre y su recuerdo será la escritura; buena parte de la atormentada relación sostenida con él durante la adolescencia adquiere un matiz kafkiano: "Fue por esa época que se me dio por escribirle a mi padre cartas llenas de preguntas furiosas que quedarían sin respuesta en un cajón, y que luego, durante la primera mudanza posterior a su muerte, encontré y deshice llorando con unas insoportables ganas de engullirlas y de morirme atragantado por ellas" (49). La escritura aparece como una forma de desahogo y también de desafiliación, lo cual le permitirá a su vezafiliarse8 a otras alternativas de vida, como la literatura. Muy significativo es, en este sentido, el episodio que relata de su viaje a Buenos Aires, en busca de más pistas sobre la vida de su padre, quien se crió en Argentina; en ese viaje no sólo indaga sobre el pasado del Gaucho Cisneros, sino que afianza su identidad de escritor a través del encuentro con el poeta y narrador argentino Fabián Casas, una voz instalada desde hace más de una década en la escena literaria latinoamericana. Refiere su encuentro con este autor en un Buenos Aires cubierto milagrosamente de nieve:

Había abandonado la fiesta de la nieve para ir a conocer al poeta Fabián Casas, con quien había tomado contacto vía correo electrónico desde Lima antes del viaje. El poeta me recibió con un sombrero de cosaco en la cabeza y un whisky puro en la mano […]. Minutos más tarde, parapetado bajo un paradero de buses a la espera de un taxi, me sentí escritor. Más escritor que nunca. Como si los tragos y la charla compartida con Fabián en combinación con la nieve que caía pareja en Buenos Aires […] hubiesen propiciado una circunstancia claramente poética de la que yo merecía formar parte (68).

Se puede ver aquí la necesidad de Cisneros hijo de afiliarse a la escritura y de reconocerse a sí mismo como parte de algo, en este caso del grupo de escritores del que "merecía formar parte". La mención del encuentro con Casas –a quien retrata de acuerdo con ciertos estereotipos de lo que es un literato–, es muy importante en este contexto de búsqueda y de necesidad de pertenencia de alguien que, por su historia, no encaja o no se acomoda en una tradición familiar que ha quedado trunca por una suma de ilegitimidades y violencias. Es por esto que escribe: "Tal vez solo se trata de escribir. Tal vez escribir sea exiliarse. Tal vez este libro sea una discreta forma de destierro" (154).

Pero al mismo tiempo que la escritura le ofrece al narrador una posible afiliación lejos del nido –que compensa su dolorosa filiación de hijo ignorado, vulnerable, invisible, último hijo o hijo menor que desde pequeño mostró sus debilidades o aparentes debilidades a un padre tiránico–,la escritura resuelve simbólicamente el drama doméstico de los padres. El narrador quiere que sea la escritura –su escritura– la que legalice finalmente la unión de sus padres, quienes en tres oportunidades simularon un matrimonio que en realidad no se podía realizar, porque Cisneros nunca obtuvo el divorcio de su primera mujer, con la que también tuvo hijos: "Esta novela es el acta de matrimonio perdida de mis padres" (129), sentencia el narrador. Su escritura le da un estatuto distinto a esa unión. Cisneros hijo pretende que a través de un libro adquiera una legitimidad que nunca tuvo. Cuando escribe "mi bisabuelo era un bastardo. Mi abuelo un deportado. Mi padre un extranjero. Tres hombres ilegítimos y desarraigados. Tres hombres públicos que defendían su reputación e idiosincracia pero en la intimidad" (153), traza un linaje o genealogía en que él, como hijo, también resulta desplazado: por la ilegitimidad de la unión de sus padres. Para la sociedad peruana, él es un "bastardo" y si bien afirma "me gusta que mis padres se hayan casado de mentira. Me gusta que hayan actuado. Me gusta ser hijo de esa actuación. A veces, más que vivir, creo que actúo. Supongo que se los debo" (127), lo cierto es que la novela abre con la consulta al psicoanalista, quien observa que las dificultades que vive el hijo se deben o tienen un origen difuso en la unión ilegítima de los padres. Entre la incomodidad y la aceptación de esta herencia, por parte del sujeto, hay un arco, que es el que cubre la escritura de la novela. Todo lo anterior dice relación, además, con la necesidad del hijo de "engendrar" él mismo, como si lo engendrara nuevamente, a su padre ("aquí he engendrado al Gaucho, dándole su nombre a una criatura imaginada para convertirme así en su padre literario", 346). La hazaña se gesta, sin embargo, en un ámbito que es estrictamente familiar y personal y que no termina de conectarse con el hombre público y temido que realmente fue su progenitor.

El juicio público

La novela de Cisneros aborda esta faceta, la cara pública del Gaucho, en un segundo plano. No deja de extrañar esta opción si se observa el contexto en que se publica el libro, que es el de un país que busca recuperar su memoria para comprender la violencia desatada en esos años. La de los Cisneros no es cualquier relación conflictiva entre padre e hijo, sino la de un hijo conocido por su labor como periodista, con un padre reconocido públicamente en el rol de personaje conflictivo para la historia de su país, imagen de la que el hijo se hace cargo solo por momentos. El padre no solo fue parte del gobierno militar, "sino pieza clave, primero como jefe del Sinamos (Sistema Nacional de Apoyo a la Movilización Social), y luego como ministro del Interior, el ministro más duro en años que ya eran de por sí duros" (133), esto es, entre 1975 y 1976. El Gaucho Cisneros fue "el ministro duro y represor" (153): "Esa soltura con la que mi padre hablaba de detenidos y de muertos –soltura que ahora me solivianta paro ya no me desconcierta– provocaba que la izquierda más radical de los setenta lo repugnara y lo tuviera como una figura ubicada en el centro del eje del mal" (165). La caracterización que hace Cisneros hijo de su padre es, por momentos, severa: "Mi padre está en su momento más canalla (…) a los cincuenta y un años mi padre reinaba en el país" (175). A su padre le achacan, dice, a partir de una entrevista en que planteó la posibilidad de matar "a senderistas y no senderistas" (207) con el fin de acabar con el conflicto armado, una teoría del aniquilamiento colectivo que penará en su recuerdo público.

La estrategia para abordar la condena general contra su padre, será domesticarlo, llevar ese enjuiciamiento a un ámbito muy personal y cotidiano. En varias oportunidades Cisneros hijo alternará la actividad secreta y criminal de su padre con la luminosidad de las escenas hogareñas. Así, por ejemplo, relata la relación de su padre con la desaparición del ciudadano argentino Carlos Alberto Maguid, a quien perseguía la dictadura de Videla (antiguo compañero del padre en la Escuela Militar). La detención de Maguid habría sido orquestada por el Gaucho Cisneros, según cuenta el hijo, para contener posibles manifestaciones contra una visita de Videla a Perú. El narrador habla de un video hecho en esos mismos días, para el cuarto cumpleaños de su hermana "Valentina": "Sin dudas un padre tierno aquel 17 de abril. Cinco días antes había mandado desaparecer a Maguid" (173). La misma dicotomía se produce cuando aborda unas imágenes del año 1981. Aquí, el narrador emplaza directamente a su padre, como lo hace en varios segmentos de la novela:

Hay una fotografía que alguien nos tomó en Piura en 1981. Hace tiempo la saqué de un álbum familiar. Me gusta mirarla. Estás al pie de la piscina de la enorme casa en que vivimos ese año […] El sol proyecta latigazos de luz sobre tu piel lechosa. En tus músculos hay residuos de la solidez del jinete que fuiste. Empinado sobre tus hombros como un niño acróbata sobre un gigante, aparezco precipitándome hacia las aguas quietas de la pisicina […] Me sentía tan bien allá arriba, tan indispensable, tan protagónico, tan valiente. Ese era nuestro rito, acaso el único de aquellos años (82-83).

Este recuerdo dulce, único de la infancia, contrasta con el relato histórico: "Ese año, 1981, el Ejército te comisionó para hacer un recorrido por varias ciudades del norte como comandante general de la Primera Región Militar" (83). Ahora bien, el contraste resulta particularmente duro y la imagen fotográfica, especialmente entrañable, porque Cisneros cuenta que nunca pudo tener una relación realmente cariñosa y de confianza con su padre: "Jamás pude enfrentar a mi padre. No tenía las agallas para hacerlo. Sus gritos, su mirada (por Dios, su mirada) me desarticulaban automáticamente" (45); "Reviso álbumes con mi madre y Valentina, mi hermana. Ni encuentro una sola foto tuya abrazándome. Hay una en la que pareces estrangularme, pero en la mayoría rehúyes al contacto físico" (348).

En su relato, Cisneros hijo no revela información que pueda realmente inculpar a su padre: no tendría por qué hacerlo. Si bien hay una serie de otros casos en que el Gaucho estuvo implicado –como el del salvaje asesinato de la senderista Edith Lagos, negado por él, aunque estuvo presente en el sitio del suceso (202-203)–, lo que predomina en su análisis de los hechos es el contraste entre ellos y las conductas íntimas del Gaucho Cisneros.

Incluso cuando el narrador revela la información que tiene a la mano en su casa, como quiénes figuran en los álbumes fotográficos de su padre, lo que realmente importa es lo que esa herencia puede hacer o cómo puede repercutir en la vida del hijo. Así, por ejemplo, se refiere a una serie de fotografías en que su padre figura alegremente en compañía de "los represores más brutales de la dictadura argentina y luego de ser enjuiciados públicamente resultaron culpables de torturas, desapariciones y crímenes de lesa humanidad" (179). Se trata de un registro del viaje de su padre a Argentina en 1979, año en que se reencuentra con su novia de juventud, Beatriz. Al consultar en Internet, el hijo se da cuenta de que el dueño de la casa donde se hicieron las fotos fue un torturador profesional. Eso no lo arredra para mostrarle el álbum a un librero argentino que parece estar bien informado sobre temas de la dictadura argentina. Él le responde: "Escondé esta basura. Que no te la vean. No la mostrés, te lo digo de onda" (185). El hijo se siente culpabilizado: "Sus palabras me hicieron sentir un cómplice, un apestado" (185).

Cisneros hijo asume esa culpa, la que afecta el curso de su vida: "Elegí ser periodista no por el periodismo, sino para cubrir una emergencia inconsciente: la llegada del día en que me tocara desclasificar los archivos de mi padre" (349). Sin embargo, lejos de verse derrotado en este trance, el hijo "crece" con la escritura del libro. Se hace escritor y adquiere un nuevo vigor: "Si la muerte de un hijo entumece al padre, la muerte del padre despierta al hijo. Cuando mi padre murió, desperté, me sentí grande, mayor. A la fuerza" (352). La suma de todo esto, de la escritura y los gestos de Cisneros hijo, da como resultado este libro, que como él mismo se encarga de subrayar es "autoficción", literatura en el sentido más descomprometido del término. Cisneros hijo abandona la posibilidad de contar su historia asumiendo que esa búsqueda identitaria individual a la que remite en todo momento (quién era mi padre, quién soy yo) es una exploración con arraigo en una circunstancia histórica violenta, que afecta a toda la comunidad peruana. Pero prefiere edulcorar su relato ficcional, sobre el que no obstante una y otra vez lo han entrevistado –y él ha respondido– apuntando a sus aspectos factuales, lo que vuelve muy atractivo al libro desde la perspectiva de su venta en el mercado y lo convierte en una suerte de best seller de la memoria.

"La subjetividad de las cosas públicas"

Al revisar la llamada "literatura de los hijos" bien se podrían establecer dos tipos de relato: los de quienes narran el pasado desde una perspectiva infantil y parcial, que deberá ser completada por el lector adulto e informado y, por otro lado, los de quienes, como Cisneros, optan por contar sobre todo las biografías paternas, con acento en el silencio de los padres, en sus secretos. El texto de Agüero, historiador, activista de derechos humanos y poeta (con un poemario fuertemente ligado a las problemáticas de Los rendidos, como es Enemigo), no opta por estas estrategias y es por esto que se da en él un carácter único: pone en primer lugar la reflexión, desde el presente, sobre las consecuencias de la violencia. En este sentido, su relato ofrece una serie de preguntas que quedan abiertas, sin resolver. Los conflictos de Agüero con su herencia son abordados desde otras matrices de sentido: fundamental resulta la pregunta sobre la capacidad de perdonar y la posibilidad de pedir perdón en el contexto de violencia peruano. En este sentido, su texto no se amolda a la caracterización que ha hecho Beatriz Sarlo sobre las narrativas no académicas, testimoniales, surgidas en el campo de la memoria en el Cono Sur en las últimas décadas, las cuales reducen el campo de las hipótesis para entregarse, como dice ella, al relato: "Sus principios simples reduplican modos de precepción de lo social y no plantean contradicciones con el sentido común de sus lectores […] A diferencia de la buena historia académica, no ofrecen un sistema de hipótesis, sino de certezas" (Sarlo, 2005: 16). La crítica de Sarlo apunta a consolidar un modo de aproximación al pasado en que se busque ir más allá del recuerdo: es más necesario entender, dice Sarlo, que recordar. Aunque para entender haya que recordar. Y lo que logra el texto de Agüero, que emerge de los recuerdos personales y que se presenta hasta cierto punto como el testimonio de un hijo, es abordar el problema de la comprensión. Comprender para sanar. Comprender para cambiar.

A diferencia de Cisneros, Agüero no pareciera necesitar construir una identidad de escritor. Se identifica de otros modos: primero, como hijo de padres senderistas ejecutados extrajudicialmente y luego, como activista de derechos humanos en Perú, actividad a la que dedica gran parte de su tiempo. En este sentido, su estrategia narrativa es la sencillez, que procura poner en el relato del conflicto, alejándose de su propia construcción como sujeto. Es así como presenta su narración:

La naturaleza de este documento es algo indefinida. Por su forma agrupa relatos cortos, a media carrera entre reflexiones y apuntes biográficos de una época de violencia. Llamémoslos textos de no-ficción, sencillos, para no enrarecer más el entreverado campo de la memoria (13).

Otras diferencias se desprenden de la cita anterior: el mismo Agüero propone calificar el libro como "textos de no-ficción". Con el plural busca mostrar las condiciones en que se produjeron sus distintos capítulos, los que primero fueron textos publicados en un blog9, cuyo contenido "no es arbitrario. Da vueltas sobre diferentes dimensiones relacionadas con mi condición: ser hijo de padres que militaron en el Partido Comunista del Perú –Sendero Luminoso– y que murieron en ese trance, ejecutados extrajudicialmente" (13). La ficción aparentemente no es una opción narrativa para él; dice que intentó reescribir los fragmentos publicados en Internet "con rigor académico" (14), pero que no se sintió cómodo en ese formato. Pero efectivamente, muchos de los segmentos del libro constituyen una reflexión desde el terreno de los derechos humanos y se acercan sobre todo al ensayo. Otro registro palpable es el del diario íntimo y su tono confesional10: "No pretendo representar a nadie. Al escribir lo hago con una única regla, procuro ser honesto, lo hago como si escribiera para mí" (15). Así, Agüero abandona la posibilidad de arrogarse la representación de un colectivo (ya sean los "rendidos", las "víctimas", los familiares de senderistas o cualquier otra alternativa), para plantear desde un yo presente, discreto, preguntas, dudas, posibilidades de lectura del pasado.

Si bien muchas de las preguntas del texto emergen de escenas muy concretas y vívidas de la historia del autor, su narrador dedica bastante espacio a dilucidarlas, abstrayéndose de esas situaciones, buscando dialogar con ellas: "Este libro está escrito desde la duda y a ella apela" (14), afirma. Y eso es lo que se lee en Los rendidos: una voz que no busca convencer de nada. El sujeto que enuncia las reflexiones tantea, explora y por momentos, incluso, borra sus huellas o marcas para dejar lugar a los otros, otras voces y subjetividades ("Muchas ideas, reflexiones, intuiciones, seguro las más interesantes, no me pertenecen", 16), que preguntan e intentan comprender lo ocurrido en los años de violencia del Perú: "Pero nadie escribe en vano, aunque no sea desde la claridad" (15), escribe, buscando hacer visible un pasado al que muchos preferirían no volver: "puede valer la pena re-mirar a los culpables, a los traidores, a los criminales, a los terroristas, y por contraste también a los héroes, a los activistas, a los inocentes y quizá a los que no son nada, a los espectadores, los que creen que son el público pasivo en este drama" (15).

Otra diferencia radical con el texto de Cisneros es que aquí no hay un secreto de los padres. Mientras Cisneros recurre a una estructura básica del relato de filiación, la interrogación por la herencia oculta y la consecuente anagnórisis filial (sea ésta del tipo que fuere: Cisneros privilegia las revelaciones sentimentales o familiares), Agüero no establece ese tipo de relación con la historia de sus padres, ambos asesinados. A ellos les dedica este agradecimiento:

Y gracias a mis padres, que no son vindicados en este libro, que son recordados para los demás, casi como instrumentos para compartir preguntas y errores. Porque desde este sabor endeble, desde esta desposesión de la verdad, tengo la esperanza de que la duda y su modestia puedan invitarnos a abandonar nuestras trincheras y sentir curiosidad por el padecer de los que nos son ajenos e incluso odiados. Porque aunque ajenos, quizá no son necesariamente tan lejanos, quizá un reflejo nuestro y una generación entera mora en esos que son los enemigos (17).

El recuerdo de los padres contribuye aquí a la puesta en común de las dudas que despierta el proceso vivido en Perú; es por esto que la historia de ellos se cuenta sin dejar lugar a posibles vacíos o silencios. De hecho, el narrador reconoce que sus padres actuaron en hechos criminales, y por otra parte confiesa que sabe quiénes fueron los que los mataron a ellos, pero no le interesa hacer una revelación, sino reflexionar y comprender el sentido de todo el proceso, en que se ven envueltos victimarios, víctimas, triunfadores y rendidos. Es preciso, incluso, cuestionarse todas esas categorías, con miras a avanzar en la construcción de la paz. En este sentido, la historia personal de Agüero pasa a un segundo plano:

No pretendo una reconstrucción fiel de mi propio pasado, porque en parte son recuerdos compartidos, y mis hermanos tienen en algunos casos versiones diferentes o variaciones de lo que acá nos involucra, pero sobre todo, porque los hechos son un punto de partida para compartir un significado, algunos argumentos, y si se puede, reflexionar sobre algo tan elusivo como la subjetividad de las cosas públicas. Se han cambiado nombres y lugares para no involucrar en este develar a nadie que no haya sido consultado (18).

¿Cómo incide lo subjetivo en la discusión pública? ¿Qué zonas de dolor son compartidas y qué hacer con ellas, cómo nombrarlas, cómo darles lugar en el lenguaje? Estas son algunas de las interrogantes que plantea este libro que, con delicadeza, propone una manera de decir los aspectos más complejos del conflicto. Dispone estas reflexiones en seis partes: "Estigma", "Culpa", "Ancestros", "Cómplices", "Las víctimas", "Los rendidos".

El primer capítulo, bajo el subtítulo "Estigma", es quizás uno de los más personales; en él, el narrador aborda el problema de enfrentar la vida con vergüenza por el actuar violento de los padres: "Se aprende a convivir con la vergüenza (…) la vergüenza se va aprendiendo, se vive de formas muy distintas. Cuando se es niño las cosas son más sencillas pero también más hirientes…" (19); "¿A cuánta gente mató mis padres? Saberlo es innecesario. Solo que sea posible plantear esta pregunta en cualquier momento, y que sea válida, es lo que sostiene este tipo de vergüenza" (20); "Esta vergüenza no se sostiene en los sentimientos. No es la vergüenza de la piel enrojecida o las manos sudorosas. Es una institución que implica la renuncia al orgullo, a la creación de mitos, a la seguridad de la herencia familiar" (24).

Agüero lleva su relato más allá de lo autobiográfico, del relato cronológico convencional, para plantear un vasto espacio de preguntas sobre la identidad social y política de la "víctima", la posibilidad de perdonar y ser perdonado, las responsabilidades que conlleva una herencia familiar, el hecho de ser hijo de alguien que tuvo un actuar público criminal. Por esta vía, él cuestiona la actitud de quienes buscan "recuperar el contexto" en que actuaron los senderistas, y con esta actitud enfrenta las reuniones con quienes han idealizado la política senderista:

Les pregunté si les parecía que había que celebrar un altruismo tan desapegado como el que había mostrado la senderista de la película. Si esa actitud de la que se preciaba la militante, con orgullo, de desprenderse de la preocupación por su familia o por las personas de su entorno en bien de la revolución no era profundamente instrumental. Y si el recurso de devolverles "contexto" no era una estrategia política disfrazada de intelectual para legitimar decisiones que habían generado mucho daño (22-23).

Las preguntas del narrador lo confrontan permanentemente a la mirada crítica de los otros, que lo acusan de "neoliberal", "pequeño burgués", "academicista". O desconfían de él por ser un hijo de "terrucos", de terroristas. Con esto, Agüero no busca exacerbar las consecuencias del pasado en su propia historia, sino exponer problemas que son comunes a toda la sociedad peruana postconflicto. De este modo, incorpora también los fragmentos de otras vidas. La estructura del libro se sustenta en esta fragmentación, que diluye la propia subjetividad en un colectivo de voces: la historia de Gonzalo, que cambió su nombre (puesto en honor al "presidente Gonzalo", Abimael Guzmán) por el de Ricardo, libre de peso político; la historia de Hortensia, la activista rebelde; la de Juan, el campesino que buscaba el perdón de los hermanos de la comunidad de Ichu, la muerte de Gerardo y los muchos relatos que figuran en el libro.

En su análisis del texto, Lucero de Vivanco plantea que el objetivo del mismo no es otro que el de "restituir en el lenguaje ‘la duda y su modestia' (17), para mirar el conflicto armado y sus actores, sin que el lenguaje mismo se convierta en un fiero guardián de una supuesta moral superior y conlleve, consecuentemente, un juicio y una condena" (63). En este sentido, Agüero es sumamente cuidadoso, evitando siempre poner su voz por sobre las de otros.

Un "paquete de mala flor"

Esto se puede ver en los diversos capítulos del libro, a través de los cuales va narrando también, fragmentariamente, un suceso central en su experiencia: la muerte de su madre. Esta aparece narrada en tres segmentos. La primera vez que la menciona cuenta que un amigo del barrio llegó a verlo con un periódico de dos días atrás, para preguntarle si era su madre la que salía en la foto, "boca arriba tendida en la arena de la playa" (30). Una muerte que no parece importarle a nadie. Más adelante, en el Capítulo II, "Culpa", retoma los hechos de lo que califica como "un día extraño" (41). Todos en su entorno han visto el cuerpo de la madre por televisión. Su sensación es confusa, de dolor y de alivio. El alivio se produce porque se acaba el temor de que a su madre la secuestren, la violen, la torturen. El alivio se produce porque la presencia de su madre en el mundo es peligrosa para la integridad de sus allegados. Entonces dice: "sentí el alivio más grande y concreto que he sentido jamás. Lo sentía invadiendo mi ser, como si el descanso fuera algo más que una palabra" (42). Al mismo tiempo, lo atormenta la culpa: "Hubiera querido llorar entones, para contrarrestar el alivio con algo de dolor representado. Pero no pude. Tenía cosas que hacer. Así me habían educado". (43).

Lo que interesa en este relato de Agüero es cómo proyecta el dolor personal de esta historia íntima, en el ámbito de "las cosas públicas". No se detiene en la sensación producida por la muerte de su madre, sino que trata de hacer una lectura que trascienda la esfera privada:

Es mi problema y a nadie tendría que interesarle cómo proceso mis dramas. Pero por otro lado, este alivio este descanso pesaroso ¿no es también una mala hierba que nadie quiere ver? ¿No es una forma de padecer injusto que miles de personas han vivido en el mundo y siguen viviendo, porque se ven forzados a necesitar que se muera lo que aman? (43).

Este alivio y esta culpa, este paquete de mala flor porque por fin muere quien quieres, no es pues solo un tema individual (45).

Visos poéticos de la terrible experiencia con su madre, aparecen en el relato de su velatorio, cuando el lenguaje denotativo parece no poder dar cuenta de la totalidad de una experiencia tan desgarradora como ésta. Cuenta: "A mi lado alguien dice su nombre. Es extraño porque hablan de ella como si fuera algo remoto, una cosa ajena. Una enfermedad" (46). La muerte de la madre se constituye como espectáculo, en que todos participan inconscientemente: "Quisiera irme pero la convención me detiene. Así que desde un rincón observo el teatro colectivo, espontáneamente ciego, que no ve sus heridas, su nariz aplastada, sus dedos rotos. Murió de muerte. Nada más. Las manchas de sangre adecuadamente ocultas por el secreto, los chistes de velorio y muchas blondas celestes" (46). El narrador es el único que vive y observa los cambios que ocurren en el cuerpo de la madre: "Ella se seca como una momia inexperta" (46).

En el tercer y último segmento sobre la muerte de su madre, Agüero se remonta al momento en que la matan. Esto ocurre recién en la página 92 del libro, como si antes no hubiese podido gestar este pasaje tan doloroso. Aquí, el narrador abandona las reflexiones del cientista social, el historiador o el activista en derecho humanos, para ceder lugar al poeta, y se permite recrear narrativamente los últimos momentos de su madre: "Miró hacia abajo, vio la arena, la espuma que llegaba y se iba, sus pies. Sintió los disparos, los tres en la espalda, como las palmadas de un amigo que te ha esperado mucho" (92). La madre, secuestrada al salir de la Universidad de San Marcos, donde trabajaba tipeando trabajos de los alumnos, es llevada a un sector de Chorrillos y ajusticiada a quemarropa:

Se tendió junto al mar, respirando fuerte, pensando en su mamá y en cuánto la extrañaba, con sus canciones y sus remedios de hierbas, respirando aún, mal, mal, una pantomima de respirar. Y en sus hijos. Y la angustia súbita […] "Los crié para esto". Como si alguien le hubiera soplado el pensamiento en la oreja, bajito. "Ellos comprenden". Y entonces de nuevo la calma. Y ver que su sangre no la abandonaba, que el océano la acogía, sereno. Para ser en la mirada de sus descendientes.

Y no cerró los ojos para verlos también (92).

Es en torno a la figura materna que se aglutina la mayor parte de las reflexiones de Agüero, sea de manera directa o indirecta. La presencia de la madre es una marca en él y es por esto que en muchos pasajes se refiere a la educación que ella le ha legado, que ha hecho de Agüero una especie de desarraigado, exiliado o personaje extemporáneo: "Mi educación había sido precaria en términos escolares, pero muy letrada, muy democrática, muy dialogante. Era un niño viejo y culto" (86); "Yo había sido educado en valores que no tenían sentido, que hubieran servido de haberse instaurado el socialismo utópico (…) Mis lecturas, mis libros preferidos, todos inservibles" (93). "Esa extraña sensación de haberme quedado de pronto como el único habitante de un planeta que no existió" (93).

La discusión sobre la noción de "víctima"

Una parte importante del libro de Agüero aborda la necesidad de hablar sobre las "víctimas", en un momento en que desde los estudios de memoria y el trabajo en derechos humanos, hay un cuestionamiento de esta categoría, porque resulta en un enfoque unidimensional, que niega agencia a los sujetos que han sido violentados y recalca su condición pasiva en la construcción histórica. Escribe Agüero: "Pero antes de recobrar al actor y dejar de lado a la víctima con tanto entusiasmo académico, puede ser importante pensar algunas cosas" (98), sobre todo en un país donde, como él plantea, la guerra "tiene algo de guerra de niños que la hace más gris" (33), ya que fue librada por jóvenes reclutados en uno y otro bando, donde muchas veces participaron personas, poblados enteros, cuyo margen de agencia efectiva era matar o que los mataran. Agüero, quien es hijo de senderistas y eso lo hace ocupar un lugar lateral, porque sus padres en Perú no pueden ser recordados como "víctimas"11, formula críticas a esto de "recuperar al actor" (99):

¿Rescatar al campesino de su subordinación en la narrativa de la historia debe costar el desaparecer a las víctimas? (112).

¿Enfocarse sobre lo que la gente hizo es más valioso que enfocarse en lo que le hicieron? (…) ¿lo que le hicieron no es una parte, quizá la más viva de lo que hizo su cuerpo, resistiendo, acabándose, dejándose moldear, una arqueología de los mecanismos de la violencia siendo en él, como una huella? (99).

Quisiera decir esto. En países como los nuestros, donde cuesta tanto tener un estatus de loque sea, tener el de víctima puede ser ya algo, puede ser un paso hacia el de ciudadano (116).  

Un concepto fundamental en el texto de Agüero es que "sin víctimas entonces todos somos iguales. Nadie es culpable" (107), y es por esto que se ve en la necesidad de comprender, lejos, dice, del activismo narcisista o la tecnocracia actual, lo que ocurrió en el Perú. Critica que se haya negociado para que las personas vinculadas a Sendero no fueran consideradas víctimas, un derecho humano que a su juicio no es negociable. Es uno de los tantos aspectos de la realidad astillada por la guerra, que Agüero busca visibilizar y poner a disposición de otros. En su búsqueda, él no busca "humanizar" ni desea idealizar, tampoco, a quienes, como sus padres, suscribieron las ideas de Sendero Luminoso. Habla de la necesidad de aproximarse a los "enemigos" o "culpables" para comprenderlos, "solo con ese fin, comprender sin más" (35): "Es difícil porque no genera ganancias sociales" (35), plantea. "Es diferente a ser empático con los familiares ‘inocentes'. La ganancia allí es casi automática" (36). Lo que Agüero plantea, en este punto, es que las aproximaciones a las historias de la gente de Sendero o del MRTA ignoran el sentido más empático de la compasión: "no se detienen a pensar y a sentir si en el proceso que impulsan para conocer, pisan una vez más la intimidad de familias que quizá tuvieron bastante y están cansadas de formar parte de estas historias locales de la infamia" (38). "Quizás es porque hay trampas del lenguaje que nos hacen difícil el acercamiento" (38). El lenguaje, dice, nos acostumbra a dicotomizar, "a afirmar tanto nuestro yo que nos cuesta identificarnos con los demás de modo más sencillo" (38). Por el contrario, el narrador de Los rendidos procura un sostenido ejercicio de visión, trata de salir de sí para ir al encuentro de otros, incluso si es difícil para él esta aproximación. O incluso si son sus padres aquellos otros a quienes resulta difícil comprender hoy: "Tenían razones para ser de izquierda, para ser radicales como muchos otros en aquel entonces. Pero tenían una motivación extra, difícil de conocer, inaprensible, que era de una minoría, para hacer la guerra, coger las armas, luchar por el poder usando la fuerza. ¿Cuál era esta razón? Esta es la respuesta que siempre se me escapa" (57).

La herencia de los hijos

Como heredero de un legado prácticamente insoportable, denso, complejo, Agüero dedica muchos de los textos fragmentarios de Los rendidos, más que a la memoria o a la investigación sobre los padres, a sopesar las palabras que ayuden a la comprensión del tramado social postconflicto. Si bien sostiene que "los hijos no pueden heredar la culpa de los padres. No es justo" (55), finalmente sí la heredan: "porque la justicia no es más que una palabra que debe construirse en cada contacto humano, no un imperativo categórico" (55); "la culpa es compleja, tiene formas y se adapta porque las comunidades necesitan culpables" (61).

Como hijo, Agüero perdona a quienes asesinaron a sus padres: "Cuando recuerdo o recreo los últimos momentos de mis padres, lo último que quiero es perdonar a quienes los mataron tan mal" (133). Aun así, perdona, pero sabe que su perdón

no vale nada. No ayudará a la paz. Ni mil perdones ayudarían a que la paz no se agotara en la sangre de miles de personas que estallan a diario como si sus cuerpos se hubieran cansado de contenerlos. No hay paz en el perdón. Solo la prolongación de una entrega. Y una fe en los demás que no será satisfecha (134).

Aun así, con su texto Agüero no solo perdona, sino que él mismo está pidiendo perdón. No como lo hizo cuando joven, cuando torpemente buscó a personas que pudieron verse afectadas por la actuación de sus padres, recibiendo el rechazo de ellos. Lo hace en nuevas condiciones: "Me dije entonces, no volveré a pedir perdón (…)Ahora estoy rompiendo esa promesa. Pero este perdón es un derecho. No una humillación" (60).

En este sentido, la escritura, el espacio del libro, es un espacio logrado, conquistado, con el fin de decir en público un mundo de afectos y reflexiones que el autor considera pueden y deben ser compartidos. La escritura ya no es aquí la herramienta para una búsqueda identitaria retórica, literaria, sino una cuña de un sujeto deslegitimizado por su origen, en un espacio de legitimización. Así lo sintetiza el propio Agüero:

Soy hijo de miembros de Sendero Luminoso que murieron en la década de 1980 en Lima. Ellos fueron asesinados de manera extrajudicial. Nunca reclamé por ellos. Mi identidad y la de mi familia no se construyeron desde la carencia, el daño o la búsqueda de justicia o reparación. He vivido sí, largo tiempo buscando un lugar legítimo para escribir, para hablar y para actuar en el espacio público (119).

Conclusiones

Hasta aquí hemos buscado establecer las diferencias entre dos textos que confrontan el pasado reciente peruano; el primero de ellos, La distancia que nos separa, es un relato más bien convencional, en que la escritura se retrotrae a una genealogía de siglos para explicar la identidad familiar, una identidad en que las relaciones ilegítimas y la bastardía son marcas que afectan a las distintas generaciones masculinas. Si bien su padre es un actor político de enorme importancia en el desarrollo de la historia peruana de los últimos treinta años, su autor, el periodista Renato Cisneros, elude en su "investigación" literaria los asuntos más difíciles del actuar público de su padre, el Gaucho Cisneros. Su relato queda fijado las zonas privadas de la vida del progenitor, a las que se asocian largas reflexiones existenciales e identitarias del contradictorio narrador, quien se construye a sí mismo no solo como "hijo", sino también como "escritor". Lo que pareciera querer decir con su historia es que, a pesar de las acusaciones erigidas contra el Gaucho, la suya fue como muchas familias. La identificación es un proceso propio del melodrama, y en el relato de Cisneros éste se exacerba hacia el final del libro, cuando relata la decadencia y muerte de su padre a causa de un cáncer. La identificación hace del libro un producto fácil de digerir y con el cual empatizar y éste pareciera ser su foco: producir identificación y no extrañeza. Aceptación y no crítica12.

Por su parte, José Carlos Agüero dista de relatar el pasado en compañía de sus padres, para cifrarse sobre todo en el presente y en el planteamiento de una serie de interrogantes filosóficas y políticas, en el entendido de que existe una "subjetividad de las cosas públicas" y que su voz es una voz ilegítima, lateral, no reconocida. La escritura es el espacio desde el cual existe la posibilidad de dar a esa voz, la de un hijo de terroristas ("mis padres y sus amigos eran senderistas del montón. Pero otros han tenido menos suerte", 33), un lugar en la discusión nacional sobre las víctimas, los derechos ciudadanos, la posibilidad de perdonar y ser perdonados. No hay aquí una construcción de "escritor", ni la develación de secretos de los padres que puedan ayudar a entender sus historias, tampoco un relato de la vida cotidiana durante la guerra desde el previsible enfoque de la infancia13. José Carlos Agüero ofrece con su relato lo que Beatriz Sarlo reclamaba a las narrativas testimoniales del último tiempo en el Cono Sur: ir más allá del recuerdo para construir una reflexión comprensiva e iluminadora no solo del pasado, sino también del presente y un futuro posible en comunidad.

Notas

1 Quien se uniera a Sendero Luminoso a los 12 años para luego sumarse forzosamente al Ejército y pasar por la Iglesia y la universidad.

2 "El pasado de los padres es el capítulo vacante de la memoria, es lo desconocido de un sujeto, que lucha por su reconstitución a fuerza de hipótesis genealógicas y de investigaciones imaginarias. El pasado se descompone cada vez en figuras de la herencia imposible, de la memoria impedida o de la transmisión de una deuda, como si la relación del individuo contemporáneo con su pasado hubiese sido golpeada con el sello de la pérdida. Todo ocurre como si hubiese habido una cesura histórica, que lo ha dejado desorientado".

3  "La investigación de su interioridad, por la de su anterioridad familiar".

4 En lo que respecta a la cuestión de los hijos y la infancia, recientemente se ha publicado un estudio sobre la representación de la infancia y la juventud en la literatura peruana del siglo XX, y su vínculo con la imaginación nacional. Su título es Mining Memory. Reimagining Self and Nation through Narratives of Childhood in Peru (Lewisburg: Bucknell University Press) y la autora, Mary Beth Tierney-Tello. El libro aborda textos de Julio Ramón Ribeyro, Cronwell Jara y José María Arguedas, entre otros.

5 Diversas entrevistas informan que la idea de Cisneros era escribir una vasta novela sobre toda esta saga familiar, pero que su editor le pidió acotarla a la historia de su padre.

6 En el resto de la novela la consulta psicológica es totalmente dejada de lado. Su función es prácticamente retórica y quizás por ello parece muy forzada: le permite al narrador abrir justificadamente las compuertas de la memoria.

7 "Juvenal" Cisneros parece ser Luis Jaime Cisneros, Doctor en Literatura y académico de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, tío del autor. Varios de los nombres de familiares aparecen cambiados en la novela de Renato Cisneros.

8 En el libro de ensayos El mundo, el texto, el crítico, Edward Said plantea que los escritores modernistas europeos, enfrentados a las dificultades de la filiación, buscaron otras "formas de concebir las relaciones humanas" (31). Compensarán esa dificultad suscribiendo a las instituciones, los partidos, clubes y otras instancias de socialización.

9 El blog, aún vigente, es http://negloaguero.blogspot.cl/

10 La crítica y académica Lucero de Vivanco ha puesto énfasis en este punto, sobre todo en una mesa de conversación realizada en Chile con el autor, el 26 de abril de 2017, en la Universidad Alberto Hurtado, en la que también participé.

11 Observa que decir "terruco" o "terruca" (terrorista) en Perú, "fija a una persona como un horror-error" (103). Agüero sostiene que estas personas han sido tratadas como "semisujetos" (104), y no pueden reclamar para sí el estatuto de víctimas, incluso si fueron torturadas o ejecutadas extrajudicialmente, como sus padres.

12 Aquí parafraseo brevemente un párrafo del artículo "Best-sellers de la memoria", de mi autoría.

13 El propio Agüero analiza esta estrategia en el relato de Lurgio Gavilán y, sin por ello condenarlo éticamente, considera que solo "infantiliza la guerra" (74).

Bibliografía

1 Agüero, José Carlos. Los rendidos. Sobre el don de perdonar. Lima: Instituto de Estudios Peruanos, 2016 [2015].         [ Links ]

2 Agüero, José Carlos. Enemigo. Lima: Intermezzo Tropical, 2016.         [ Links ]

3 Amaro, Lorena. "Bestsellers de la memoria", Revista Santiago, n. 1, 2016: 90–92.

4 Cisneros, Renato. La distancia que nos separa. Buenos Aires: Seix-Barral, 2016 [2015].         [ Links ]

5 Condori, Luis. "Renato Cisneros: ‘En realidad el libro humaniza mucho a mi padre'", La República, 4 de agosto de 2015. Página web: http://larepublica.pe/cultural/20157-renato-cisneros-en-realidad-el-libro-humaniza-mucho-mi-padre. Consultado en 15/04/2017.         [ Links ]

6 Demanze, Laurent. "Récits de filiation". Prólogo à Encres orphelines. Paris: Corti, 2008. Sitio web: http://www.fabula.org/atelier.php?R"26eacute"3Bcits_de_filiation        [ Links ]

7 Derrida, Jacques. Perdonar lo imperdonable y lo imprescriptible. Santiago de Chile: LOM, 2017.         [ Links ]

8 De Vivanco, Lucero. "Los rendidos. Sobre el don de perdonar", Mensaje n. 641, 2015: 63.         [ Links ]

9 Jelin, Elizabeth. Los trabajos de la memoria. Madrid: Siglo XXI, 2002.         [ Links ]

10 Lejeune, Philippe. El pacto autobiográfico y otros estudios. Madrid: Megazul–Endimión, 1994.

11 Narciso, Carlos. "Renato Cisneros: ‘Tengo ahora el desafío de vivir para escribir'", Comercio (Cultura), 3 de diciembre de 2015. Página web: http://diariocorreo.pe/cultura/me-plantee-el-desafio-de-vivir-para-escribir-637297/ Consultado en 15/04/2017.         [ Links ]

12 Roos, Sarah. "Micro y macrohistoria en los relatos de filiación chilenos", Aisthesis. Revista de Investigaciones Estéticas, n. 54, 2013: 335–351.

13 Sarlo, Beatriz. Tiempo pasado. Cultura de la memoria y giro subjetivo. Una discusión. Buenos Aires: Siglo Veintiuno, 2005.         [ Links ]

14 Viart, Dominique. "Le silence des pères au principe du "récit de filiation"", Études françaises, n. 3, Volume 45 (Figures de l'héritier dans le roman contemporain), 2009: 95-112.         [ Links ]

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