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Cuadernos del CILHA

versión On-line ISSN 1852-9615

Cuad. CILHA vol.19 no.2 Mendoza jul. 2018

 

DOSSIER

Literatura comparada en América Latina: una disciplina transcultural

Comparative literature in Latin America: a cross-cultural discipline

 

Eduardo F. Coutinho

Universidad Federal de Rio de Janeiro (UFRJ), Brasil
eduardocoutinho17@gmail.com

 

Recibido: 27/7/2018
Aceptado: 1/8/2018


Resumen

En América Latina, la literatura comparada ha sido tradicionalmente estudiada desde una perspectiva basada ya en el modelo francés de fuentes e influencias, ya en el modelo formalista norteamericano, que ratificaba su posición de discurso dependiente. Sin embargo, con los cambios por los que ha transitado desde la década de 1970 hasta el presente, la disciplina pasa cada vez más a enfocar a la producción local según una perspectiva propia y va buscando un diálogo en pie de igualdad en el plano internacional. Además, con el cuestionamiento que han sufrido algunos de sus pilares, como los conceptos de “nación”, “identidad” y “literalidad”, la literatura comparada adquiere una dimensión que le permite transitar por áreas distintas del conocimiento. El presente texto es una discusión de algunos de los aspectos más significativos de este nuevo tipo de comparatismo en el continente latinoamericano.

Palabras clave: Literatura Comparada; América Latina; Diálogo transcultural.

Abstract

Comparative Literature has traditionally been studied in Latin America either according to the French model of sources and influences or to the North American formalist approach, and in both cases it could be seen as a discourse of dependence. However, with the changes it has undergone from the 1970s to the present, the discipline comes every time more to approach local production from its own perspective and seeks to establish a dialogue on equal footing on the international level. Besides, as a result of the questioning that has taken place about concepts such as “nation”, “identity” and “literariness”, Comparative Literature is granted space to circulate through other areas of knowledge. This paper consists of a discussion about some of the most significant aspects of this new type of comparativism in the Latin American continent.

Keywords: Comparative Literature; Latin America; Transcultural dialogue.


 

Pensar la Literatura Comparada en América Latina es una tarea muy compleja, que conlleva inmediatamente una serie de problemas de orden distinto: desde la indagación sobre los conceptos mismos de Comparatismo y de Literatura latinoamericana hasta el establecimiento de relaciones capaces de poner en jaque el etnocentrismo que caracterizó la disciplina en su fase inicial y que ha estado siempre presente en el discurso crítico-teórico latinoamericano. Marcada al principio por una perspectiva de carácter historicista, basada en principios científico-causalistas, propia del momento y contexto histórico en que surgió, y encontrando en América Latina un suelo debilitado por un proceso colonialista todavía vigente desde el punto de vista económico y cultural, la Literatura Comparada ha actuado, desde sus primeras manifestaciones sobre la producción literaria del continente, como un elemento ratificador del discurso de la dependencia cultural. Sin embargo, más tarde, gracias a la evolución que tuvo la disciplina, y al cuestionamiento desarrollado en América Latina respecto de sus diferencias culturales, el comparatismo desplazó significativamente su eje, inscribiéndose en la línea principal del pensamiento sobre el continente. En este sentido, va conquistando espacios cada vez mayores en el medio intelectual del continente, y es en esta órbita donde se ubica nuestro interés.

La amplitud que han adquirido los estudios comparatistas desde los años 1970 hacia el presente debe mucho al desarrollo de la Teoría Literaria en ese período, sobre todo a las olas estructuralista y post-estructuralista o de “deconstrucción”, que han dominado el medio intelectual occidental. No es posible detallar aquí la contribución que cada una de esas corrientes teórico-críticas ha aportado a la Literatura Comparada, pero es importante señalar que gracias a esto la disciplina ha alcanzado una dimensión que se expresa hoy por la multiplicidad de caminos con que ella dialoga con la obra literaria. Vuelto cada vez más hacia el texto, pero consciente de su condición de discurso, condicionado a una realidad histórico-cultural determinada, y por tanto pasible de cuestionamiento, el comparatismo ha puesto en jaque sus presupuestos básicos, de carácter etnocéntrico, y ha reformulado constantemente sus cánones. La consecuencia es que han conquistado espacio en la esfera de la disciplina no solo las literaturas hasta entonces consideradas periféricas, como las del llamado Tercer Mundo, sino también otras formas de registro hasta hace poco relegadas a un plano secundario: las manifestaciones folclóricas o populares y la llamada “literatura oral”.

Es en esta fase del comparatismo que América Latina empieza a tener un rol más significativo. La práctica de comparar autores, obras o movimientos literarios ya existía desde hace mucho en el continente, pero por una óptica tradicional, basada, a la manera francesa, en los célebres estudios de fuentes e influencias, que además se realizaban por vía unilateral. Se trataba de un sistema jerarquizado, según el cual un texto fuente o primario, tomado como referente en la comparación, era envuelto en un aura de superioridad, mientras el otro término del proceso, encerrado en su condición de deudor, era visto con desventaja y relegado a un nivel secundario. Como siempre que este método era empleado en el estudio de la Literatura latinoamericana el texto fuente era una obra europea, o más recientemente norteamericana, la situación de desigualdad proveniente del proceso se explicitaba de inmediato. El resultado era la acentuación de la dependencia y la confirmación incontestable del estado de colonialismo cultural aún dominante en el continente.

Este tipo de comparatismo había encontrado en América Latina un suelo favorable a su florecimiento y sembrado por poderosos aliados en el campo de la Historia y de la Teoría Literaria: una historiografía ajena e inadecuada y un método de “aplicación” de modelos vistos como universales. En el primer caso, basta recordar la cuestión de la periodización literaria, que siempre tuvo como base los movimientos o escuelas surgidos en Europa y consideró las manifestaciones latinoamericanas como extensiones de los primeros, reduciéndolos a una especie de reflejo debilitado de los modelos foráneos. Y en el segundo caso la aplicación dogmática, tanto en la crítica como en la enseñanza de la literatura, de postulados de corrientes teóricas europeas a cualquier obra literaria, sin que se tuvieran en cuenta las especificidades que la caracterizaban y las diferencias entre su contexto histórico-cultural y el contexto donde ellas habían brotado. Tales formulaciones, es necesario añadir, habían surgido, la mayoría de las veces, de serias y profundas reflexiones sobre un corpus literario de Europa Occidental, pero, al ser generalizados, ratificaban la identificación de la cultura europea con lo universal.

Esta práctica, que alcanzó su apogeo en el periodo de dominio del Estructuralismo francés, empezó a ser cuestionada en América Latina a fines de los años 70, y para eso han contribuido de modo decisivo la Deconstrucción, con su énfasis en la idea de diferencia, y la revaloración de la perspectiva histórica, que ha vuelto a llamar atención sobre la importancia del contexto. La reformulación de conceptos como los de autoría, copia, influencia y originalidad, emprendido por los filósofos post-estructuralistas, ha actuado de modo muy proficuo sobre el comparatismo, llevándolo a reestructurar, entre otras cosas, los tradicionales estudios de fuentes e influencias. Ahora, al contrario de lo que pasaba antes, el texto segundo, en el proceso de la comparación, no es ya solo el “deudor”, sino también el responsable por la revitalización del primero, y la relación entre ellos, en vez de unidireccional, adquiere sentido de reciprocidad, volviéndose en consecuencia más rica y dinámica.

Aunque este cambio de perspectiva ocurrido en el seno del comparatismo se haya originado una vez más en el medio intelectual europeo, ha tenido una importancia fundamental para los estudios de Literatura Comparada que incluían a la producción latinoamericana. Ahora lo que se caracterizaba como copia imperfecta del modelo instituido por la cultural central pasa a ser visto como respuesta creativa, y el desvío de norma adquiere una connotación positiva a causa de la desacralización que efectúa del objeto artístico. Los criterios hasta ese momento incuestionables de originalidad y anterioridad son echados de lado y el valor de la contribución latinoamericana pasa a residir precisamente en la manera como ella se apropia de las formas literarias europeas y las transforma, confiriéndoles nuevo aliento. 

El énfasis sobre la cuestión de la diferencia, propiciado por la Deconstrucción, ha prestado valiosa contribución a los estudios de Literatura latinoamericana que han sufrido, por lo menos en el campo del comparatismo, una seria revisión crítica. Sin embargo, no se puede dejar de señalar que también ha fomentado exageraciones, expresadas frecuentemente bajo la forma de una acentuada complacencia. No basta, como se podría suponer, con invertir la escala de valores del modelo tradicional para vencer su carácter etnocentrista, pues el referente en este proceso antitético sigue siendo el elemento europeo. Es necesario ir más lejos: deconstruir el propio modelo, es decir, desestructurar el sistema jerárquico sobre el cual se había erigido. El discurso comparatista se halla de tal modo contaminado por el sentimiento de marginación que el hombre latinoamericano asimiló a lo largo de su historia que es necesario desarticularlo para rearticularlo sobre nuevas bases.

Con el advenimiento de la Deconstrucción y de los Estudios Culturales y Poscoloniales, la manera tradicional de abordaje del fenómeno literario sufrió un duro golpe en América Latina. Con la primera de esas corrientes, la perspectiva binaria que se hallaba en la base del pensamiento estructuralista fue puesta en duda y se pasó a adoptar una perspectiva más inclusiva. Con los Estudios Culturales, las estructuras cristalizadas de la metafísica occidental que favorecían a ciertas culturas y tipos de conocimiento en detrimento de otros fueron cuestionadas, y la reacción que se desarrolló contra todo tipo de sistema homogeneizador ha dado lugar a otros tipos de discurso hasta entonces excluidos de la órbita de los estudios literarios y a la producción de otras culturas que no pertenecían al canon. Finalmente, con los Estudios Poscoloniales surgió una gran reacción a todo tipo de jerarquía de poder y se pasó a defender el estudio de las relaciones recíprocas entre formas y producciones literarias provenientes de fuentes diversas y universos culturales distintos. En la esfera de la Literatura Comparada, por ejemplo, la literatura latinoamericana pasó a ser vista no más como puramente influenciada por la europea, sino como una producción capaz de establecer un diálogo en pie de igualdad con ella. El resultado de esos cambios fue el cuestionamiento de algunos de los principales pilares que sostenían el modelo nacional y la búsqueda de alternativas: los conceptos de “nación”, “idioma” y “literalidad” dejaron de ser vistos como las únicas referencias para los estudios literarios y los cánones de las llamadas “literaturas nacionales” se volvieron motivo de intensos debates.

El cuestionamiento del concepto de “nación”, cuya identificación con la idea de “estado-nación” ha sido revelada como una construcción del siglo XVIII, derivada de intereses políticos y económicos específicos –y por tanto pasible de deconstrucción– ha llevado a los comparatistas actuales a considerar la relación entre literatura y nación no ya como dominante en sus estudios. Esos investigadores tomaron conciencia de que, así como la nación, había otras “comunidades imaginadas”, basadas en referentes de otro tipo como el idioma, la etnia o la religión, que también poseían una vigorosa producción, y pasaron a tener en cuenta este hecho en la elaboración de sus estudios. Además, los comparatistas latinoamericanos, preocupados con la cuestión de su identidad nacional y cultural, empezaron a ver que el propio concepto de “nación” era una construcción europea que había sido impuesta arbitrariamente al continente por las clases dominantes de la sociedad con el propósito de hacer prevalecer sus intereses y, en consecuencia, pasaron a considerar otros elementos referenciales, como la noción de región cultural o social que trasciende las fronteras de diversas naciones, y a relativizar al modelo tradicional.

Además, el modelo que tomaba a la nación como referencia principal en la constitución de los estudios comparados no tenía en cuenta ni las diferencias regionales dentro de una misma nación ni la existencia, tan común en Latinoamérica, de una región cultural y/o social que trasciende las fronteras de diversas naciones, como es el caso de las regiones andina o amazónica, o aun de regiones como la ocupada por un pueblo como el aymara, que fue posteriormente dividida por razones políticas en cuatro países distintos. Al considerar esas cuestiones, los nuevos comparatistas han generalmente optado por una noción de cartografía que, sin descartar completamente la idea de nación, tiene también en cuenta otras referencias, como la noción de “región cultural”, que puede ser simplemente parte de una determinada nación o una región que la trasciende, incluyendo en este último caso a más de un país. En las historias literarias basadas en esa perspectiva, una región como la amazónica, o como los Andes o el Caribe, puede figurar tanto en los capítulos dedicados a los países de que forma parte como en un capítulo aislado en tanto región cultural específica.

Así como en el caso de la nación, la indagación que se ha desarrollado respecto del concepto de “idioma” también tuvo un rol importante en los estudios de Literatura Comparada y, en América Latina, ese elemento ha sido particularmente relevante en función del número de idiomas aún hablados en el continente. Al cuestionar los idiomas europeos dominantes como única forma de expresión en los países latinoamericanos, ese nuevo tipo de comparatismo ha dejado de lado todo tipo de visión monolítica de la realidad del continente y ha dado lugar a la posibilidad de inclusión de un número considerable de registros lingüísticos alternativos provenientes de grupos hasta entonces excluidos de la esfera de los estudios literarios. Esas construcciones lingüísticas se extienden desde idiomas realmente distintos como quechua, náhuatl o guaraní, hasta estilos marginados como los “dialectos populares”, e incluyen los registros resultantes de la fusión del idioma de grupos de inmigración reciente con la lengua oficial del país en cuestión. Obsérvese en ese sentido que los idiomas europeos hablados en América Latina son en gran parte el resultado de un proceso de transculturación que les ha conferido un perfil propio.

De acuerdo con esa perspectiva, cada vez más frecuente en América Latina, ya no es posible abocarse a la producción literaria del continente por medio de cualquier modelo lingüístico que busque eliminar las contradicciones entre los diferentes pueblos y culturas o, en otras palabras, que busque conferir homogeneidad a lo que es diverso. El carácter múltiple y plural de la producción latinoamericana requiere el abandono de cualquier discurso monolítico sobre ella y rechaza al sujeto fuerte y bien establecido que sostiene ese discurso, dando lugar a la heterogeneidad de ambos elementos y, consecuentemente, a un tipo de expresión complejo y multifacético. Al considerar la cuestión desde esa perspectiva, los intelectuales latinoamericanos han vuelto audible un gran número de voces que habían sido silenciadas hace siglos. Con eso, comunidades indígenas y afrodescendientes cuyas producciones nunca habían sido tomadas con seriedad pasaron a ser estudiadas en el medio académico y se crearon muchos centros especializados para el desarrollo de esos estudios. La producción de nuevos grupos de inmigrantes de origen diverso, pero sobre todo de Europa y Asia, pasó también a ser estudiada desde las nuevas áreas de especialización creadas en las universidades.

Finalmente, con el cuestionamiento formulado al concepto de “literariedad”, los comparatistas actuales pasaron a incluir en sus obras otros tipos de discurso que trascienden la escritura puramente artística o imaginativa y pertenecen a la esfera de la cultura en general. Entre estos, se encuentran textos que tradicionalmente correspondían a otras áreas del conocimiento, como la Antropología, la Sociología, la Historia o la Filosofía, y que actualmente son también considerados fundamentales para el conocimiento de la literatura. Ahora, además del estudio de textos, géneros, estilos y tópicos que por tanto tiempo dominaron el área de la Literatura Comparada, se pasó a dar importancia también al análisis del campo en el que se produjo la experiencia literaria. El resultado es que los discursos sobre la literatura han adquirido un nuevo abordaje que pone en jaque las barreras entre las disciplinas instituidas por el pensamiento del Iluminismo, y el canon pierde su sentido unívoco y autoritario, volviéndose, siempre que es posible, una estructura flexible, pasible de constante reformulación.

La otra tendencia del pensamiento europeo contemporáneo que ha contribuido al cuestionamiento de la visión de mundo eurocéntrica –la revaloración de la perspectiva histórica– también ha encontrado un suelo fértil en el campo de los estudios literarios latinoamericanos. En un contexto donde corrientes como el Marxismo o el Historicismo siempre tuvieron gran penetración y donde cuestiones como la de la dependencia económica siempre estuvieron en el centro de cualquier debate de orden político o cultural, la idea de que las manifestaciones literarias constituyen redes de relaciones y solo pueden ser suficientemente comprendidas cuando son abordadas desde una óptica global que dé cuenta de esas relaciones reavivó el fuego de antiguas disputas que se había enfriado con el dominio del Estructuralismo y abrió amplias y fructíferas posibilidades para un nuevo tipo de comparatismo. De acuerdo con este, no basta con insistir sobre la importancia de las diferencias latinoamericanas, sino que también hay que estudiar la relación de esas diferencias con el sistema del que forman parte –la literatura del continente en sus diversos registros– e investigar el sentido que asumen en el cuadro de la tradición literaria occidental.

Ser consciente de ello generó respuestas diversas de los intelectuales latinoamericanos, muchas veces radicales, pero también dio origen a un tipo de procedimiento que se volvió muy frecuente a lo largo del siglo XX –la apropiación de formas estéticas y formulaciones teóricas europeas que, al ser trasplantadas al nuevo contexto, se mezclaban con formas y reflexiones locales, generando nuevas expresiones que contenían elementos de ambas. Este tipo de procedimiento, frecuente entre los escritores y teóricos del Post-colonialismo y lo que Homi Bhabha designa como "mimicry" ya venía esbozando, antes de su divulgación por la academia euro-norteamericana, un recorrido significativo en América Latina a través de expresiones como la Antropofagia de Oswald de Andrade, el realismo maravilloso de Carpentier, el protoplasma incorporativo de Lezama Lima, o la transculturación de Fernando Ortiz y Ángel Rama; y ya había recibido críticas y transformaciones por parte de nuevos pensadores que propusieron fórmulas alternativas como la noción de heterogeneidad cultural de Cornejo Polar, de culturas híbridas de García Canclini, o de post-occidentalismo, de Walter Mignolo.

Al estudiarse las relaciones entre las especificidades del proceso de apropiación y el sistema literario y cultural, de manera general, de América Latina, surgen cuestiones que amplían mucho la órbita del comparatismo. Pero en todos los casos hay que tener en cuenta el hecho de que la literatura latinoamericana es un discurso global formado por tres sistemas: un sistema erudito, en español, portugués o francés u otra lengua metropolitana como el inglés o el holandés; un sistema popular en la expresión americana de las lenguas metropolitanas, o en créole en el caso del Caribe; y un sistema literario en lengua nativa, según la región. Así se vuelve necesario incluir en esos estudios los múltiples registros existentes en el continente, entre ellos el llamado popular, presente en formas como el corrido mexicano o la “literatura de cordel” brasileña, y los idiomas indígenas aún vivos, como el quechua o el guaraní. Es también importante abordar de manera contrastiva las literaturas de las diversas naciones o, mejor, dicho, pueblos que integran el conjunto denominado América Latina, o de grupos de regiones que extrapolan las fronteras políticas entre las naciones, pero mantienen fuertes denominadores comunes provenientes de factores histórico-culturales o geográficos.

Reconociendo la importancia de esas cuestiones para el comparatismo latinoamericano, podemos procurar sistematizarlas como hizo por ejemplo Ana Pizarro junto al grupo reunido bajo la supervisión de Antonio Candido –con el propósito de buscar elaborar una nueva historia literaria del continente–, que ha señalado tres direcciones que la configuración del desarrollo literario latinoamericano exigiría del comparatismo: la tradicional relación América Latina/ Europa Occidental, la relación entre las literaturas nacionales en el interior de América Latina y la caracterización de la heterogeneidad de las literaturas nacionales en el ámbito continental. Teniendo en cuenta que ninguna aproximación a la literatura del continente puede dejar de insertarse en el ámbito de esa triple dinámica, sin cuya percepción global no se puede penetrar en la complejidad de la Literatura Comparada en América Latina, haremos una breve referencia a cada una de esas direcciones.

Las relaciones entre la literatura latinoamericana y las de Europa Occidental, o más recientemente también la de Norteamérica, es la dirección que existía tradicionalmente y que ha pasado por seria revisión crítica en las tres últimas décadas, sobre todo respecto de su perspectiva unilateral. Aquí, además del estudio de las respuestas creativas que la literatura latinoamericana ha presentado en su proceso de apropiación de formas europeas y del examen de las diferencias encontradas con respecto al sistema de que forman parte, se pasa a abordar también la actuación de esa literatura sobre la europea y norteamericana, e incluso sobre otras no pertenecientes a ninguna de esas esferas. Sin embargo, hay que señalar que no se trata de una simple inversión del patrón del comparatismo tradicional ni de una mera extensión del paradigma etnocéntrico a otros sistemas periféricos. Lo que se intenta buscar es el establecimiento de un diálogo en pie de igualdad entre esas diversas literaturas, asegurándose el carácter de transversalidad propio de la disciplina.

La relación entre las literaturas nacionales en el interior de América Latina presenta, entre otros, dos problemas importantes: el de la definición del área abarcada por el concepto de América Latina y el de la unidad en la diversidad que caracteriza a los países del continente. En el primer caso, la cuestión que se plantea de inmediato es la definición del concepto, que ha evolucionado desde una perspectiva etnolingüística hacia otra de orden histórico-cultural o política, pasando a incluir, por ejemplo, regiones del Caribe no colonizadas por pueblos neolatinos, o bolsones de grupos migratorios dentro de países como Estados Unidos o Canadá (los chicanos, neoyorkinos o cubanos, por ejemplo). El segundo caso, un poco más complejo, implica una dinámica múltiple, que se extiende desde la independencia, en el plano diacrónico, del corpus literario respecto de las literaturas de las metrópolis colonizadoras, hasta el reconocimiento, en el plano sincrónico, de conjuntos nacionales o regionales que se relacionan con otros más grandes por fuertes denominadores comunes, pero siguen manteniendo su individualidad. En este sentido, el concepto de literatura latinoamericana no se atiene ni a la simple adición de literaturas nacionales distintas ni a una generalización abstraída de cualquier análisis concreto; al contrario, consiste en la construcción de una unidad plural y cambiante, marcada por la tensión constante entre lo general y lo específico.

La caracterización de la heterogeneidad de las literaturas nacionales en América Latina constituye un problema fundamental para el comparatismo porque exige que este reconozca registros no solo diferentes en el interior de una misma literatura nacional (el español y el quechua, por ejemplo, en Perú, o el español y el guaraní, en Paraguay), sino también de niveles tradicionalmente distintos, como lo erudito y lo popular, este último casi siempre puesto a un costado. La cultura latinoamericana se caracteriza, desde el siglo XVI, por una pluralidad significativa, y el comparatismo no puede dejar de lado este hecho; al contrario, debe abarcar también el estudio de textos provenientes de las culturas indígenas anteriores o posteriores a la llegada de los europeos al continente y de las actuaciones de esas culturas las unas sobre las otras. Como ejemplo, menciónese el caso de la actuación de culturas indígenas sobre la obra de autores como José María Arguedas o Miguel Ángel Asturias, o de la cultura de esclavos africanos sobre la producción créole en el Caribe. Menciónese aún el caso inverso de recepción, por parte de la oralidad, de la cultura del texto, como ocurrió con la llamada “literatura de cordel” brasileña, que narra episodios de las chansons de geste francesas.

De este modo, cualquiera que sea el abordaje adoptado por el comparatismo respecto de la Literatura latinoamericana, es necesario tener siempre en cuenta esas cuestiones. Y los ejemplos son muchos. En el caso de los estudios de géneros literarios, estilos o topoi, vale recordar cuestiones como la del realismo maravilloso, que ha resultado de la transculturación de formas distintas del fantástico europeo con aspectos de las culturas indígenas y afro-americanas; del barroco que se ha preservado como una especie de modus vivendi en América Latina y ha vuelto a florecer en las obras de los narradores de las décadas de 1950 a 1970; y de la ficción indigenista de los años 1920 y 1930 y los ciclos literarios como el del gaucho, la selva, el llano y el “sertão”, que constituyen en el fondo expresiones multifacéticas del regionalismo, provenientes también de procesos transculturadores. En el caso de los abordajes interdisciplinarios, cada vez más frecuentes en la Literatura Comparada, menciónese la necesidad de inclusión en esos estudios de toda una amplia producción que, por su carácter folclórico o simplemente popular, se ha mantenido hasta hace poco al margen.

En el área de las relaciones entre el comparatismo y los discursos sobre la literatura –la Historiografía, la Teoría y la Crítica literarias–, es necesario que se proceda a una cuidadosa revisión de los criterios que han orientado los estudios de esas disciplinas en América Latina, de modo que se pueda volver viable el referido diálogo. En el campo de la Historiografía, menciónese como ejemplo el problema de la periodización que, en vez de adoptar el modelo europeo, debe abrirse, como ya lo está haciendo, hacia nuevas posibilidades que busquen dar cuenta de la pluralidad de caminos seguidos por la literatura del continente. En la esfera de la Teoría, menciónese la sustitución del método de aplicación dogmática de conceptos y categorías importados por un cuestionamiento de esos conceptos y una reflexión consistente sobre el propio corpus literario latinoamericano. Y, respecto de la Crítica, un reexamen cuidadoso de los presupuestos de evaluación generalmente condicionados a visiones apriorísticas poco sostenibles y la búsqueda de constitución de un discurso que, sin dejar de reconocer la relevancia de la contribución extranjera, sobre todo la de Europa Occidental –por lo menos la más significativa hasta el presente–, ponga en jaque el monopolio del discurso que sostiene esta contribución, volviendo relativa su autoridad.     

Dejemos claro que, al llamar atención hacia la necesidad, en América Latina, de un comparatismo más vuelto hacia la producción literaria y cultural del continente, no estamos, con todo, proponiendo ningún tipo de postura nacionalista –lo que estaría incluso en contra del carácter supranacional de la disciplina–, sino solamente cuestionando el tono etnocéntrico del que este tipo de comparatismo es portador. La idea de que la literatura es patrimonio universal es hoy día una especie de truismo, como también lo es la idea de que el discurso que sobre ella se produce no debe atenerse a fronteras. Sin embargo, lo que no se puede concebir es que la universalidad sea privilegio de una cultura determinada. Hasta hace poco tiempo, cuando los europeos hablaban de cultura, la referencia era indudablemente a la europea, identificada con la universal. Y, actualmente, aunque esa mentalidad colonizadora sea cada vez más puesta en duda por diversos sectores de la intelligentsia (tanto europea como de fuera de Europa), sus residuos –todavía tan activos como antes y ahora extensivos a todo el llamado Primer Mundo– siguen actuando, de modo camuflado, bajo rótulos distintos, sobre varios discursos culturales. De ahí la importancia de la revisión por la que va pasando el comparatismo en América Latina. Lo que se está buscando, y que ya se ha logrado en gran parte, es un comparatismo según el cual los intelectuales latinoamericanos se posicionen críticamente a partir de su propio locus de enunciación, es decir, de las especificidades de su propio proceso de formación, y reciban la contribución foránea desde esa perspectiva. Esta es la gran contribución que el comparatismo está dando a los estudios latinoamericanos, la de constituir un verdadero diálogo de culturas, es decir, un diálogo según el cual, como ha afirmado Todorov en La conquête de l’Amérique, “nadie detente la última palabra, donde ninguna de las voces reduzca la otra al status de mero objeto, y donde se saca ventaja de su exterioridad al otro”. Es este tipo de diálogo el que constituye la base de lo que está siendo designado “geocultura latinoamericana”, es decir, la intersección necesaria entre la reflexión, la cultura y el suelo del continente.  

Bibliografía

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