“Se dueña de tus acciones No esclava de tus pasiones” (José Rosas, El libro de oro de las niñas, 32)
Una de las ideas sobre la infancia que circularon en el siglo XIX fue la de los niños como “pequeños salvajes” a los que se adherían, como diría Sara Ahmed, el exceso afectivo que el sujeto cortés y urbano expulsaba de su subjetividad. Esta idea sentimental de la niñez como crítica a la racionalidad civilizatoria aparece en la dedicatoria del Ismaelillo (1881) de José Martí cuando el sujeto lírico dice: “Hijo: Espantado de todo, me refugio en ti” (Poesía completa, p. 57). En el mismo poemario Martí representa al niño-musa como un indiecito de bucles rubios que cabalga sobre los hombros del padre y que usa sus cabellos de riendas (Poesía completa, pp. 70-75). La dialéctica entre las emociones y la retórica del control estuvo en el corazón del discurso victoriano sobre la niñez y de la literatura pedagógica que se propuso civilizarla. Si las emociones son, como lo afirma Martha Nussbaum, “agitaciones de la mente” o juicios que nos impulsan a actuar de cierta forma (p. 29), los manuales, poemas y cuentos que fetichizaban la infancia sentimental se propusieron controlar las emociones en miniatura para moldear conductas y transmitir mecanismos de autocontrol social1.
Los manuales de urbanidad y etiqueta que se publicaron en la época de la construcción nacional a ambos lados del Atlántico buscaron inculcar en los niños y jóvenes una pedagogía del éxito y del buen comportamiento social2. Aunque a principios de siglo predominó en ellos una idea mayormente andrógina de la infancia, hacia mediados de siglo se publicaron otros específicamente destinados a las niñas. La idea de regular la infancia en su momento de mayor vulnerabilidad afectiva (el paso de la niñez a la pubertad) coincidió con la transnacionalización de un ideal angelical de femineidad que buscaba contrarrestar los peligros de la sexualidad, la mente y el cuerpo. Una imagen recurrente en esta bibliografía fue la de la niña como un diamante en bruto que debía ser pulido, bruñido y limado para brillar en sociedad3. La idea de la infancia como una subjetividad incompleta, moldeable y salvaje desembocó en una tecnología disciplinaria destinada a ordenar, a través de categorías dicotómicas (pureza/impureza, alma/cuerpo, aseo/desaseo, bien educada/mal educada, cortés/descortés), el caos moral y afectivo con el que se asociaba la infancia en su versión rousseauniana. Aunque una zona importante de los manuales de urbanidad y etiqueta estuvo destinada a ritualizar el lenguaje corporal de los lectores infantiles, es decir los modales, acciones y gestos asociados con el buen comportamiento social, una parte no menos importante de este corpus buscó enseñarles a los niños a gestionar sus emociones. En este artículo, y pensando en la niña como una categoría cultural y no biológica cuya frontera con la feminidad adulta es borrosa, me detengo en la latinoamericanización de las normas de etiqueta provenientes de los manuales de urbanidad europeos para ver de qué manera se utilizaron para construir subjetividades en miniatura, domesticar las emociones y proponer modelos de conducta cívica.
El proceso de civilizar el caos afectivo asociado con la niñez tuvo un costado paradójico ya que, si por un lado la cultura decimonónica colocó a los niños del lado sentimental del binomio razón/emoción, por otro buscó domesticar, reprimir y encarrilar los afectos y pasiones infantiles. Manuales, cuentos y poemas colaboraron con el proyecto de inculcar en las lectoras una biopolítica del género centrada en la polarización de rituales heteronormativos. Para mejorar la situación de las niñas en el mercado matrimonial se trató de erradicar de su subjetividad emociones negativas que podían poner en peligro la paz doméstica de los futuros hogares de la nación (amor eros, ira, envidia). Al mismo tiempo, los manuales fomentaron emociones catalogadas como “femeninas” que parecían útiles para la civilitas (amor ágape, conmiseración, ternura)4. Si tal y como lo demostró Beatriz González Stephan (1994), las cartillas decimonónicas funcionaron como una “liturgia secular” destinada a domesticar la barbarie interna de los sujetos, otro objetivo de esta literatura fue convertir el hogar en un espacio jerarquizado de orden y paz en clara oposición al desorden de la esfera pública. En este sentido, no solo el amor sexual era objetable porque podía hacer que las niñas cayeran en el turbio mundo de la indecencia (convirtiéndose en prostitutas o femmes fatales) sino también el amor propio, la curiosidad y la ambición intelectual.
Es importante destacar que lo que se puede rastrear en este corpus no es una representación referencial de los afectos infantiles (la ternura, la alegría, la tristeza o la rabia) sino aquello que Peter Stearns llama “emocionología”, es decir, las reglas emocionales o los estándares afectivos que la cultura dominante propone para este grupo etario. A diferencia de otros sujetos marginales del siglo XIX que produjeron documentos y textos que nos permiten estudiar cómo los discursos normativos fueron acatados, transgredidos o subvertidos por ellos, los niños no produjeron materiales culturales que faciliten el estudio de estas ideologías (diarios, cartas y otros documentos de la vida privada). Con respecto a esta cuestión, Luz Elena Galván (2008) sugiere, siguiendo una idea de Jean Claude Schmitt que se puede pensar en los niños como en los “mudos de la historia”, es decir, como sujetos incompletos carentes de voz propia. Esa forma de subjetividad a medias, que debe ser construida bajo la estricta supervisión de los adultos, plantea una serie de desafíos para los historiadores de la infancia que se ocupan “de buscarlos, de escucharlos y encontrarlos a partir de sus lecturas en el siglo XIX” (pp. 171-172). El discurso del “deber ser” infantil se recortó muchas veces contra el fantasma del niño o la niña mal educados que circuló en cuentos, poemas y fábulas muchas veces incorporados a las cartillas de urbanidad. Aunque en un principio la niña torpe, mal educada e incivil hizo apariciones mayormente tácitas o fugaces para ejemplificar conductas anti-modélicas, en los manuales más tardíos la infancia en su versión anti-normativa fue adquiriendo una corporalidad propia5.
El concepto de emocionología tal y como lo maneja Stearns está en estrecho diálogo con las ideas de Norbert Elias sobre la interiorización de estructuras emotivas por parte del sujeto civilizado. En particular, Elias se refiere a la vergüenza y al asco como emociones fundamentales del progreso civilizatorio que marcan el paso de la sociedad disciplinaria a la de control. Con el avance de la modernidad y la monopolización de la violencia por parte del Estado, dice Elias, ciertas conductas y emociones, que antes eran consideradas “naturales”, pasaron a ser fuentes de vergüenza social (pelearse en público, gritar, comer con la mano, rascarse). Dentro de este giro civilizatorio, que para Elias nunca es lineal ni teleológico, se buscó enseñarles a los niños de una emergente burguesía a reprimir o controlar en sociedad sus impulsos y deseos más primarios (2012, pp. 220-227)6. Los verbos controlar, reprimir o gestionar aluden a este esfuerzo por parte de la cultura hegemónica de moldear las emociones infantiles para aminorar la intensidad de algunas de ellas y para fomentar otras. Un objetivo de la pedagogía afectiva era decretar cuáles eran las emociones civilizadas y bárbaras para los niños republicanos de ambos sexos y determinar en qué espacios o “comunidades emocionales” (Rosenwein) era permitido expresarlas.
Antes de adentrarme en la cuestión emocional tal y como se plantea en los manuales quisiera referirme brevemente a las definiciones de urbanidad, cortesía y etiqueta que circulan por esta bibliografía. En la introducción al Manual de Urbanidad en verso para el uso de las niñas (1898) de José Codina, Amando de Miguel dice que esta literatura se propuso codificar los comportamientos de una sociedad móvil y urbana con el propósito de “enseñar a una población rústica, aunque acomodada, a comportarse como si fuera urbana” (p. 9). Pilar Pascual de San Juan en Resumen de urbanidad para las niñas (1888) define la urbanidad como “el conjunto de reglas a que debemos ajustar nuestras acciones para hacer amable nuestro trato en sociedad” (p. 1). En las páginas introductorias, la autora distingue entre urbanidad y cortesía pensando en la primera como una forma de sociabilidad más rudimentaria y en la segunda como “más perfecta y esmerada” (p. 6). Por último, afirma que la caridad es el complemento de la urbanidad “puesto que una y otra nos enseñan a tratar a los otros como por ellos quisiéramos ser tratados” (p. 7). En el Manual de Urbanidad y buenas maneras (1854) de Carreño también se establece una relación entre urbanidad, sociabilidad y benevolencia cuando se afirma que la urbanidad es una forma extrema de autocontrol de los impulsos inciviles, un “hábito constante de “promover el bien (…) aún con sacrificio nuestro” (p. 7). Esta es también la idea de José de Urcullu en Lecciones de Moral, virtud y urbanidad (1825), cuando dice que la virtud es “el valor de hacer el bien gratuitamente, y aun contra nuestro propio interés” (p. 31) y la urbanidad una forma de “dulcificar el carácter” que remite a la necesidad de “hacer el bien con gracia” (p. 8). En un momento de este opúsculo que fue adoptado como libro de texto en muchas escuelas latinoamericanas, Urcullu compara a la persona buena pero incivil con “un diamante de gran valor mal trabajado” (p. 8).
Los manuales pedagógicos que acompañaron el avance de la modernidad en América Latina buscaron convertir a los niños en “sujetos dóciles” (Carolina Kaufmann) tanto a nivel corporal como emocional. Siguiendo la idea de Baruch Spinoza de que a un afecto negativo solo se lo puede combatir mediante uno positivo más fuerte, los manuales de etiqueta pusieron a las emociones a competir entre sí. Para contrarrestar los impulsos primitivos de una infancia susceptible a los efectos volcánicos de la pasión (celos, ira), los manuales trataron de difundir un ideal empático de conducta que, aunque en un principio fue válido para ambos sexos a lo largo del siglo se fue feminizando en un proceso que coincidió con su progresiva secularización. En el Manual de Urbanidad y buenas maneras (1853) de Manuel Antonio Carreño se fetichizaba la compasión como una forma de adhesivo social que servía para regular la interacción entre las clases y para neutralizar emociones bárbaras como el odio y el resentimiento. Dice:
La benevolencia, que une los corazones con los dulces lazos de la amistad y la fraternidad, que establece las relaciones que forman la armonía social, y ennoblece todos los estímulos que nacen de las diversas condiciones de la vida; y la beneficencia, que asemejando al hombre a su criador, le inspira todos los sentimientos generosos que llevan el consuelo y la esperanza al seno mismo de la desgracia, y triunfa de los ímpetus brutales del odio y la venganza, he aquí los dos grandes deberes que tenemos para con nuestros semejantes (…) (p. 28, énfasis mío).
El amor compasión generaba por un lado acercamientos entre los grupos sociales y por otro solidificaba las estructuras sociales y las jerarquías. El ciudadano ideal es para Carreño una persona buena, condescendiente y bondadosa que tiene el “hábito constante de respetar la situación inferior de los demás” (p. 29). Si el odio puede pensarse como una emoción centrífuga que expulsa lo diferente hacia los márgenes, la compasión es una emoción centrípeta que acorta distancias dentro de la comunidad nacional, aún cuando lo haga de forma jerárquica. En sociedades urbanas y móviles en la que los roces entre diferentes grupos sociales eran cada vez más frecuentes, la literatura pedagógica buscó codificar esos encuentros bajo rótulos como “Deberes entre superiores e inferiores”, “De la caridad”, “De la piedad” o “Deberes para con nuestros semejantes”. En la Cartilla moderna de urbanidad (niños) (1929) de autora o autor anónimo se explicitaba que no era necesario ser rico para practicar la caridad porque “el que socorre con amor y de todo corazón, es más caritativo que el que da mucho dinero y no lo hace por amor de Dios ni del prójimo” (p. 44).
La emoción con la que se asociaba a las niñas blancas en el siglo XIX era la ternura. Esta forma de amor era una forma de afecto asociada con lo pequeño y lo menor que en su mayor parte excluía a las niñas afrolatinas o indígenas. “Como el aroma a la flor te ha dado dios la ternura” dice en un momento José Rosas, el autor de El libro de oro de las niñas (1885), un manual en verso en el que se dirige a las niñas prescindiendo de la figura mediadora de la madre (pp. 18-19). Algo que queda claro en este manual en verso es que la función de la niña no es usurpar la racionalidad masculina sino defender la virtud en momentos de agitación o crisis. Frente a cualquier aspiración que involucre una razón masculinizada, el autor recomienda devolver a las niñas a la esfera de las emociones débiles (amor, ternura, compasión). La elocuencia femenina no es la de las palabras sino la de los afectos. En una de las máximas rimadas destinadas a facilitar su memorización, Rosas se dirige a una receptora infantil ávida por transgredir la barrera entre lo público y lo privado: “No aspire tu inteligencia/A los lauros de la guerra/Ni á dar leyes a la tierra/Ni a brillar por la elocuencia./Ni del mundo turbulento/A dominar la inquietud,/Tu poder es la virtud./Tu elocuencia el sentimiento” (pp. 18-19).
Dentro de un sistema polarizado entre emoción y razón, los manuales intentaron catalogar las emociones de acuerdo al grado de peligrosidad que tuvieran para el orden social. Así como los manuales que se publicaron a principios del siglo fomentaron una visión andrógina de la compasión y la ternura, los opúsculos más tardíos, entre los que figuran el de Rosas y el de Lastenia Larriva de Llona, se propusieron feminizar esta emoción ambigua, a caballo entre lo público y lo privado, que en su versión religiosa igualaba a las niñas con ángeles carentes de cuerpo y sexo. Dice Rosas: “Cumple niña, en este suelo/De caridad el deber/Si te quieres parecer/A los ángeles del cielo” (p. 23).
Ante la peligrosidad del amor romántico que podía empujar a la niña por el camino del mal, se buscó orientar su energía libidinal hacia otras formas de amor que postulaban una expansión radial del yo hacia la esfera pública. En la sección titulada “Deberes para con nuestros semejantes” del manual de Carreño se habla de la caridad como un “goce sublime” (p. 30), como una forma de placer “aceptado” que sirve para canalizar el exceso afectivo de la adolescencia. Así como el perdón dice en un momento Carreño puede servir para vencer “los ímpetus del rencor y del odio”, la compasión de la beneficencia (p. 30) puede ser una fuente de tranquilidad y “dulce calma” para los jóvenes, destinada a apagar “el incendio de las pasiones” (p. 28). A lo largo del manual se usa el vocabulario del placer para hablar de una emoción que más que mejorar la vida de los grupos marginales por raza o clase solidifica la posición privilegiada del sujeto blanco y privilegiado que la emite7. Dice:
¿Y cómo pudiéramos expresar dignamente las sublimes sensaciones de la beneficencia? Cuando tenemos la dicha de hacer el bien a nuestros semejantes, cuando respetamos los fueros de la desgracia, cuando enjugamos las lágrimas del desvalido, cuando satisfacemos el hambre o templamos la sed, o cubrimos la desnudez del infeliz que llega a nuestras puertas, cuando llevamos el consuelo al oscuro lecho del mendigo, cuando arrancamos una víctima al infortunio, nuestro corazón experimenta, siempre un placer tan grande, tan intenso, tan indefinible que no alcanzarían a explicarlo las más vehementes expresiones del sentimiento (p. 29, énfasis mío).
En este pasaje toda la agencia de un nosotros homogéneo está puesta del lado de un sujeto compasivo que emprende el acto de caridad (enjuaga, satisface, cubre, lleva, y/o arranca) a expensas de la pasividad de un objeto de compasión mudo carente de agencia. Paradójicamente el espectáculo de la desgracia ajena no genera tristeza en el testigo del sufrimiento sino satisfacción personal. Lo que le interesa a Carreño es mostrar cómo esa conmoción o tormenta emocional del yo provocada por el espectáculo del sufrimiento ajeno se transforma eventualmente en una “dulce calma”, una sensación de paz interior por haber obrado bien. Aunque Carreño habla del amor compasión como un tipo de afecto asexual que se condice con el estatus de clase privilegiado de sus lectores, a medida que avance el siglo ese amor se irá feminizando y adquiriendo mayor densidad en la esfera femenina.
En El libro de oro de las niñas (1874) José Rosas afirma que la niña ideal debe ser “dócil, noble y buena” para tener una vida “dichosa y serena” (p. 11)8. Esa bondad natural debe ponerse en práctica en “un hogar convertido en templo” ya que se piensa en la niña como “la luz de la ancianidad” de los padres (p. 13). Desde el espacio privado, la destinataria de los manuales debe irradiar amor y ternura hacia la esfera pública porque “No es su misión la venganza,/Ni su arma el acero rudo;/la caridad es su escudo/su bandera la ternura” (p. 17). En varias secciones del manual, el autor se refiere a la compasión como “un placer sublime” que les abrirá a las niñas las puertas del cielo. Ese amor hacia los desvalidos (“Nunca cierres el oído/al clamor del desvalido” [p. 22]) se justifica, según las enseñanzas del manual, por medio de metáforas naturales ya que hasta “El más caudaloso río fue arroyo al empezar” (pp. 30-31).
La ira es una de las emociones más combatidas en este corpus pedagógico porque es “consejera peligrosa’ y nubla el entendimiento de las niñas. Dice Rosas: “Con horror, oh niña mira,/ la ceguedad de la ira” (p. 53) y más tarde “Vencer la ira procura/Que es la ira aturdimiento/que comienza con locura/y acaba en remordimiento” (p. 54). Séneca se refería a esta emoción como a una “hinchazón” del ego que no era una muestra de fortaleza sino de debilidad (p. 65). De ahí que los manuales resaltaran la necesidad de que los niños aprendieran desde temprano a dominarla y controlarla. En el imaginario afectivo de los manuales, la ira amenaza con cancelar la calma (o estado de apatheia) que provocan la compasión y la ternura. Sin embargo, la representación que hacen muchos de los autores de esta emoción no está desprovista de contradicciones ideológicas. La niña tierna y dócil que es el modelo de conducta ideal al que aspiran los manuales puede permitirse sentimientos negativos a la ahora de combatir ciertos vicios sociales que el autor condena por atentar contra los principios de la religión católica. Dice: “Mirad con horror, con ira/De la impiedad la demencia/Y maldecid a la ciencia/Que en los delitos se inspira” (p. 34). Lo mismo pasa en el manual con el odio, una emoción que por un lado Rosas combate (“el amor nos enaltece/el odio envilece”) y por otro fomenta como forma de combatir el materialismo y el lujo que podían ocasionar la ruina de padres y futuros esposos. Dice: “Odia el lujo desdichado/Y piensa niña querida/Que el oro en lujo gastado/Puede a un pobre dar la vida” (p. 38).
En los albores del siglo XX, Lastenia Larriva de Llona (1848-1924), una escritora peruana activa en el clima posbélico de la guerra del Pacífico, escribió dos manuales de conducta desde la autoridad que le proporcionaba su rol doméstico de escritora y madre. El primero es Cartas a mi hijo (1909), escrito en forma de epístolas con el objetivo de perfeccionar “a la más bella mitad del Género Humano sobre todo en lo que atañe a sus relaciones con la otra mitad” (p. 8); el segundo es Psicología de la mujer. Virtudes y vicios femeninos (1919), un tratado en el que confiesa “su santa obligación de aconsejar, de dirigir, de guiar el corazón y el espíritu femeninos, por senderos que conducen a la verdadera felicidad” (p. 133). En este último manual, marcado ya desde el título por un emergente ethos terapéutico, la autora incluye una dedicatoria o paratexto titulada “A mis nietas” en la que les dice haberlo escrito pensando en “vuestras madres y tías, respectivamente; las que, como vosotras hoy, se hallaban entonces en la infancia o en la adolescencia” (p. 130). Para acercarse a sus discípulas, la autora basa su proyecto cultural en la ternura, una emoción que quiere inculcar en las pequeñas lectoras de la clase dirigente: “Ruégoos que meditéis en los consejos que allí doy a vuestro sexo, y que los aceptéis con la misma ternura con que ellos han brotado de mi corazón” (1919, p. 130). La ternura que en otros manuales coloca del lado del sujeto infantil es ahora interiorizada por la autora como parte del deber ser afectivo de la mujer adulta.
La visión del sujeto femenino que emerge en este tratado es la de un híbrido compuesto de vicios y virtudes, con gran preponderancia de los primeros sobre los segundos9. Esta construcción anti-modélica de la subjetividad era estratégica ya que la difusión de los manuales dependía de que las niñas y lectoras quisieran moldear y reformar la parte viciosa de su subjetividad. En una propuesta ideológica cercana a la del determinismo naturalista, Lastenia Larriva de Llona construye un sujeto moral en peligro en el que “por una especie de encadenamiento fatal todas las malas pasiones se dan la mano” (p. 155). De ahí que se proponga hacer una taxonomía detallada de los vicios y defectos a los que son susceptibles las niñas en el paso a la vida adulta. Dentro de este catálogo de emociones problemáticas, Llona representa a la ira como una emoción peligrosa que obstaculiza la domesticación de su sociabilidad. La piensa como una emoción o vicio “más masculino que femenino” (p. 239) y por eso opta por no dedicarle un capítulo. Sin embargo, hace frecuentes referencias a ella a lo largo del libro. “Contra ira, paciencia” afirma en un momento para luego explayarse sobre los efectos somáticos que puede tener esta emoción maligna en los cuerpos femeninos: “¡Y qué fea es la ira, y cómo desfigura el semblante de aquellos en quienes hace presa! Los ojos inyectados, la mirada oblicua, los labios lívidos y temblorosos; tal es la imagen de la cólera que se nos aparece como una de las furias del averno. Y en cambio qué bellas son la dulzura, la mansedumbre, encarnada en una mujer” (p. 239).
En el marco de esta idea amalgamada de la subjetividad femenina que proponían los manuales, es difícil ver dónde termina una emoción y empieza otra. Larriva de Llona dice que la vanidad y la envidia generalmente aparecen juntas. La mujer vanidosa es vulnerable, según ella, a un afecto “muy vergonzoso y que ella querría ocultar hasta de sí propia; pero que a pesar suyo, le sale al rostro entre las oleadas de la cólera y la púrpura del despecho; ¿y sabéis que nombre tiene ese sentimiento ruin, bajo y degradante, más que ningún otro? El de la envidia!...(1919, p. 138)”. En El libro de oro de las niñas, Rosas le había dedicado un capítulo entero a la envidia y la había declarado la emoción más anti-social y temida para la subjetividad infantil. “El alma del envidioso/Es un abismo horroroso” (p. 56) había sentenciado para luego explayarse de la siguiente forma: “Feliz si en tu hermosa edad/La torpe envidia desdeñas,/Que es la envidia enfermedad/De las almas muy pequeñas./Tiene amigos el leproso/Y el criminal más infame,/Pero no halla el envidioso;/Ni un amigo cariñoso/Ni un criminal que le ame (Rosas Moreno, 1885, p. 57 ).
Lo que Rosas dice sobre la envidia en El libro de oro de las niñas, lo retoma Lastenia Larriva de Llona con muy ligeras variaciones en un manual que piensa la cortesía como una extensión de la moral católica. Para feminizar la vergüenza y el pudor, Llona busca erradicar de la subjetividad infantil aquellas emociones violentas (la cólera, el despecho, la envidia) que pueden llevar a roces y enfrentamientos sociales. El orgullo y la auto-estima como formas excesivas del amor propio se oponen así a una forma de cortesía basada en la invisibilidad social de las emociones “rojas”. El pudor (relacionado con la vergüenza y la humillación) es una emoción deseada para las niñas que tiene un efecto físico en sus cuerpos (mejillas encendidas o mirada baja). A contrapelo de esta visión, la vanidad y el orgullo, relacionadas con un siempre peligroso narcisismo están fuera de lugar en un proceso de sociabilización jerárquica que busca convertir a la niña en complemento inferior del sujeto masculino. Según Lastenia Larriva de Llona, la vanidad es “el amor desordenado de sí mismo”, “una pasión vulgar y mezquina” que engendra “el ansia de aparecer superior a otras personas” (1919, p. 138). Otro vicio conectado con el amor desmedido a la propia persona es el de la coquetería definido por Larriva de Llona como “una afectación estudiada en los modales y adornos” (p. 153), como un amor al lujo que es “una especie de pulpo horrible de cuyos tentáculos le es imposible desprenderse a la desgraciada que en hora infausta se dejo aprisionar por ellos” (p. 159). Se podría especular incluso que en los manuales de fin de siglo se masculinizan las emociones fuertes o narcisistas (que desembocarán en el self-made man y/o el héroe patriótico) y se colocan del lado femenino las emociones débiles conectadas con el sufrimiento, el amor por los demás y la abnegación (la caridad, el amor maternal, el sufrimiento).
Los autores de los manuales hablan de la caridad como una estructura transclasista en la que el amor se extiende radialmente desde el yo privado hacia la esfera pública. “No hay, no puede haber, hijitas mías, virtud más agradable a los ojos de Dios que la Caridad” (Larriva de Llona, 1919, p. 219 ). Esta visión de la caridad está más cerca de la de Schopenhauer (la idea de que la compasión era la base de la caridad) que de la de Nietzche para quien la caridad era una relación de poder basada más en el amor propio que en el altruismo. Al igual que Carreño, Larriva de Llona piensa en el amor ágape como un deber moral de urbanidad, una forma de afecto que aminora la violencia generada por la desigualdad social y el odio entre las razas (“El alma caritativa no conoce el odio”). Un punto en el que Lastenia Larriva de Llona se distancia de sus predecesores (Carreño, Rosas Moreno) es que en ningún momento piensa en la caridad como una emoción cultural y aprendida sino como una cualidad biológica e ingénita que los manuales debían pulir y perfeccionar (“La mujer es por naturaleza caritativa, como por naturaleza es abnegada” [1919, p. 220]). Es por eso, dice en un capítulo dedicado a la abnegación en el que habla de la caridad como una incipiente profesión para las mujeres, que San Vicente de Paul, sólo pudo encontrar en ellas a “sus dignas colaboradoras” (p. 253).
Así como en algunos manuales se recomendaba la caridad a los niños como una forma de amor benigno que servía para sublimar el amor erótico o cancelar el odio, Lastenia Larriva recurre frecuentemente en su manual al binomio caridad-asco. Transformar el asco en amor es lo que hacen los ángeles de caridad cuya función es “curar a los enfermos en los hospitales por asquerosos que sean los males de que adolecen” (1919, p. 220). Refiriéndose a las hermanas de caridad como “ángeles terrestres” dice que las mujeres deben ejercer la caridad en su tiempo libre, sin profesionalizarse demasiado y “sin dejar de cumplir nuestros deberes de madres y de esposas” (1919, p. 220). Al igual que Carreño, Larriva de Llona usa la retórica del placer para aludir a los imaginarios empáticos. “¡Y qué gozo tan grande y tan puro siente el alma cuando recibe el Dios se lo pague de un desdichado cuyas penas pudo aliviar!” (p. 220). En un momento del capítulo, la autora viola sus propios consejos sobre la modestia al citarse a sí misma en un gesto que ella misma reconoce como ‘pedantesco”. Dice: “Caridad es amor; amor ardiente/que el noble pecho siente/por todo aquel que lucha, sufre y llora (…) Caridad es amor, amor que abraza, sin distinción de raza, a todos los mortales sus hermanos, de quien reciben los profusos dones, /con tiernas bendiciones,/niños, mujeres, jóvenes y ancianos” (p. 222, énfasis mío). En esta cita la racialización de la compasión se articula con una estructura de sentir que presupone la supremacía blanca del sujeto compasivo. Cabe destacar asimismo que las niñas indígenas o negras por las que las mujeres blancas debían sentir compasión no tenían acceso a esta visión sentimental y rousseauniana de la infancia anclada en la ternura.
A nivel utópico, una de las metas afectivas de los manuales de urbanidad y conducta fue convertir a las niñas blancas en ángeles de caridad. El amor ágape que se celebraba en este corpus fue en su forma adulta una herramienta de poder que acabó solidificando, más que acortando, las diferencias de clase y raza que separaban a los ciudadanos entre sí. En este sentido, el barniz epidérmico de las buenas maneras nunca consiguió trastocar o subvertir las jerarquías de poder que alejaban al sujeto compasivo de su objeto de caridad. Aunque desde una perspectiva de género, el amor de la caridad les dio a las niñas y mujeres un cierto protagonismo social en la esfera pública; desde una óptica de clase y raza el amor caritativo nunca desembocó en una restructuración social. Por último, la benevolencia que propusieron los manuales como emoción deseada para las lectoras infantiles fue estratégicamente utilizada para reforzar las jerarquías de género y para cancelar emociones problemáticas para el orden social como la indignación y la rabia. Estas fueron las emociones más temidas por la cultura hegemónica en parte porque su carácter explosivo parecía poner en peligro el orden civilizado, violento y ordenado con el que soñaban los manuales de urbanidad.