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Cuadernos del CILHA

versión On-line ISSN 1852-9615

Cuad. CILHA vol.21 no.2 Mendoza jul. 2020

 

Dossier

La pesadilla de la felicidad en La perra, de Pilar Quintana1

The nightmare of happiness in La perra, by Pilar Quintana

Orfa Kelita Vanegas1 

1Universidad del Tolima. okvanegasv@ut.edu.com. Colombia

Resumen

Se propone la idea de (in)felicidad como principio estético que define los elementos compositivos de la novela La perra, de Pilar Quintana. Planteamos que a partir de la indagación de un yo entristecido a causa de una “promesa de felicidad” deshecha, la escritura da forma a una estética de la lejanía de lo deseado, que manifiesta en imágenes de la desolación expone lo más íntimo de los personajes y los sucesos. El tono de la narración produce una atmósfera densa: habitada por el alejamiento del deseo y la huida de lo bello. Los lugares, el tiempo, el tema, los giros del lenguaje se constituyen como epicentro simbólico de quien nada tiene, pero que arriesga todo en la búsqueda de aquello que lo extravíe del tormento de lo cotidiano. La estética del deseo frustrado significa la pérdida de la capacidad de producir un futuro y, a su vez, indaga el estado infeliz del sujeto alienado que no deja de soñar, así los sueños muden en horror o pesadilla.

Palabras clave: (In)felicidad; Novela colombiana; Maternidad; Emociones políticas; Pilar Quintana

Abstract

The idea of (un)happiness is proposed as the aesthetic principle that defines the compositional elements of the novelLa perra, by Pilar Quintana. We propose that based upon the exploration of a saddened self because of an undone "promise of happiness", the writing style shapes an aesthetic of the remoteness of what is desired, which expressed through images of desolation, exposes the most intimate aspects of the characters and the events. The tone of the narration produces a dense atmosphere: inhabited by the remoteness of desire and the escape of beauty. The places, the time, the topic, the turns of language are constituted as the symbolic epicenter of who possesses nothing, but risks everything in pursuit of that something that will distance him from the dread of routine. The aesthetics of the frustrated desire means the loss of the ability to produce a future and, at the same time, it explores the unhappy state of the alienated subject who does not stop dreaming, although dreams turn into horror or nightmare.

Keywords: (Un)happiness; Colombian Novel; Maternity; Political Emotions; Pilar Quintana

Lo que habita la escritura

Cada mujer tiene sangre para cuatro o cinco hijos y cuando no los tiene se le vuelve veneno, como me va a pasar a mí (García Lorca: Yerma [1934])

La voz de Yerma en el epígrafe anterior señala el rumbo temático que este texto busca recorrer. Se percibe en el personaje de García Lorca no solo una advertencia frente al deseo frustrado de ser madre sino también un profundo martirio afectivo, que anticipa y determina el movimiento de la heroína a lo largo del drama. La sangre convertida en veneno es metáfora del estado de desdicha por la imposibilidad de la maternidad, por los hijos que nunca llegaron. Un estado de desdicha manifiesto en la tristeza, la envidia, la vergüenza, la ira y el miedo. Esta situación emocional femenina nos confronta, una vez más, en La Perra (2017), de Pilar Quintana2. La lectura de La perra ubica al lector en el yo íntimo de un personaje femenino que proyecta su felicidad en el rol de madre. Con virtuosismo literario la escritora colombiana reinventa a Yerma el personaje de García Lorca, en su novela Damaris es Yerma, una mujer con un cuerpo estéril, recorrido por el veneno.

Si bien no es objetivo de este estudio realizar una lectura comparativa entre el drama de García Lorca y la novela de Quintana, sí resulta necesario dilucidar la estrecha relación de algunos aspectos temáticos relevantes entre las dos obras. El rasgo emocional, en este orden, adquiere capital importancia porque es quizás el elemento que define con cuidadosa precisión el carácter de los personajes femeninos; tanto Yerma como Damaris logran hondura dramática a través de la conciencia de su propio estado de infelicidad. De esta manera, la novela en cuestión posibilita la indagación de los modos como la escritura relaciona el imaginario de felicidad con el deseo de ser madre. Nos interesa descubrir el sentido que consigue en la escritura el hijo como “promesa de felicidad” y las consecuencias nefastas del incumplimiento de tal promesa. La palabra de Quintana habita el mundo de la infelicidad y crea mundo a partir de esa infelicidad. En esta línea, se entiende que nuestro análisis entra en diálogo con los estudios interesados en la exploración de los afectos, especialmente, de las emociones públicas, es decir, del fenómeno emocional que interfiere no solo en los imaginarios y comportamientos socioculturales sino también en la forma como el sujeto actúa y se percibe en su papel individual y colectivo3.

Antes de centrarnos en el tema eje de estudio es necesario advertir que el ángulo desde donde exploramos los afectos en la escritura literaria, se deriva de las diversas pesquisas que entienden lo emocional como fenómeno inseparable de la conciencia y la razón4. Lo emocional se coliga al marco moral, social, histórico, en el que se produce. Martha Nussbaum (2014) correlaciona los afectos con el recuerdo y la memoria. Toda emoción pasa por el tamiz de la tradición y la cultura para habituarse a los intereses individuales y de la comunidad en que se ha crecido. La respuesta emocional pública afecta la lógica del orden social y está mediada por la razón, es condición que fortalece o erosiona los lazos comunitarios y genera la ilusión de una identidad colectiva (pp. 164-165). Sara Ahmed (2015), de su parte, explica lo afectivo como fenómeno que solo adquiere sentido en función de la experiencia previa. Si bien hay cierto grado de inconsciencia en las emociones, estas en sí mismas están mediadas por vivencias anteriores que influyen en su reconocimiento. Como gesto racional, lo afectivo, en tanto concepto, relativiza su rasgo natural, preconsciente y biológico, a la vez que reconoce su ambigüedad expresiva, cultural y semántica. De esta manera, el estudio sobre el principio de (in)felicidad que define la estética de La perra entra en abierto diálogo con esta visión de las emociones. Como veremos, la idea de felicidad anclada a la promesa de ser madre no puede desprenderse del contexto social, político y cultural que la circunscribe.

El concepto felicidad es complejo, está sujeto a una larga historia de miradas y enfoques disciplinares así como a diversos momentos históricos y contextos sociales y culturales5. No resulta fácil proponer (y no es la idea) una definición única de la felicidad en este artículo. Sin embargo, se hace necesario trazar una perspectiva sobre tal emoción y la manera como toma sentido y consistencia en el imaginario colectivo. Ahmed (2019) inicia reconociendo la felicidad como “algo” que comienza en un lugar distinto del sujeto (p. 61). No solamente entiende la felicidad como un estado emocional o forma de conciencia que evalúa una situación de vida alcanzada en el transcurso del tiempo sino, y sobre todo, como una emoción que se orienta hacia un “objeto” externo deseado, es decir, hacia algo que en principio no hace parte de nuestra “esfera cercana”. Por esta razón, la felicidad emana de la proximidad a los “objetos” que nos afectan de manera positiva. Ver en un “objeto” la razón de la felicidad es revestir de valor subjetivo dicho objeto, además de incorporarlo a nuestro mundo como algo que nos genera placer y, en derivación, percibirlo como un “objeto feliz”. Para la investigadora “la felicidad involucra las dimensiones del afecto (ser feliz es sentirse afectado por algo), la intencionalidad (ser feliz es ser feliz por algo) y la evaluación o el juicio (ser feliz por algo hace que ese algo sea bueno)” (p. 61). Así entonces, la emoción de felicidad compromete siempre un gesto psíquico-corpóreo, deseamos la proximidad y experimentación de aquellas cosas que nos hacen sentir de la mejor manera posible, que despiertan en nosotros afectos de bienestar y hasta de esperanza. En diálogo con esta primera aproximación a la idea de felicidad se intenta descubrir los elementos estéticos que significan la (in)felicidad en la novela de Quintana. A lo largo del estudio se discuten varias categorías del tema desde otras fuentes y perspectivas.

La lejanía de la felicidad: El deseo de ser madre

Te diré, niño mío, que sí, tronchada y rota soy para ti. ¡Cómo me duele esta cintura donde tendrás primera cuna! Cuándo, mi niño, vas a venir. ¡Cuando tu carne huela a jazmín! (García Lorca: Yerma, [1934] )

Un aspecto que no pasa inadvertido en La perra es la falta de compasión de la escritora para con su personaje protagonista. Quintana pareciera ir al núcleo más doloroso del mundo emocional de Damaris para luego regresar y contar lo que hay allí. En La perra lo primero que reconocemos en su heroína es la profunda consciencia que tiene de su propia vulnerabilidad y amargura. Es una mujer pobrísima, que vive en un pueblo costero desfavorecido, quizás en el Pacífico colombiano. Hija de madre soltera: su padre, un soldado de paso por el pueblo, nunca la reconoció; que crece al cuidado de los tíos porque la madre trabaja en Buenaventura y viaja de vez en cuando a visitarla. Queda huérfana cuando iba a cumplir quince años (la madre es asesinada por una bala perdida justo antes de la fiesta de quince6, que había preparado junto a su hija). Cumple años un primero de enero (“una fecha horrible para un cumpleaños” [Quintana, 2017, p. 30]). A quién sus vecinos miran como “ave de mal agüero” porque se le señala como responsable del accidente de Nicolasito (el “niño blanco rico”, arrastrado por una ola en el acantilado). Muerte por la que recibió treinta y tres latigazos: los días que el mar demoró en devolver el cuerpo del niño. Este hecho la azota con la culpa y la necesidad de demostrar que es buena. No tiene amigas ni amigos, y la prima-hermana: Luzmila, quien es la persona más cercana a la protagonista, se comporta de manera intrigante y cruel. Damaris es una mujer negra, grande y gorda, a la que no le agrada su propio físico y que, además, tiene un cuerpo estéril, incapaz de gestar hijos. Pero, (y en esto tal vez la autora le da un lenitivo), Damaris se enamora y es amada. Rogelio, su compañero, es un hombre recio, pescador en marea tempestuosa, que si bien no se muestra amoroso con ella y en algunos momentos es insolente, tiene gestos de cariño, la apoya y acompaña en la búsqueda de solución a su estado de infertilidad.

Como se aprecia, los sucesos reclaman un enfoque desapasionado, una presentación directa y cruda de los hechos. Muchas veces se tiende a admitir que frente al dolor ajeno es mejor la discreción, incluso, evitar su divulgación, para no revictimizar a quien sufre. No es fácil exponer las causas del dolor injusto o de la inocencia del necesitado, pero la literatura lo intenta. Y por esto quizás se le juzgue de cruel; descubrir la desdicha y el sufrimiento rechaza el gesto compasivo. Paradójicamente, la literatura juega un doble papel emocional ante la miseria ajena, porque si bien se aleja del afecto compasivo señalando directamente el dolor, asimismo, por su capacidad empática intuye como grave el daño del otro y hace parte de su sufrimiento. Más aún, frente al dilema de mostrar el dolor ajeno el lenguaje artístico, por su riqueza plurisignificativa y capacidad afectiva, lleva el sufrimiento a otro plano, donde la compasión “crítica” se redefine como una emoción necesaria para entender a la persona que sufre, devolverle la identidad y recobrar su dimensión social activa. La compasión no debe prestarse de fundamento acrítico en la indicación de la infelicidad. La escritura de lo cruel ensancha el “nosotros” y afecta a quien se deja “tocar” por ella, haciéndolo partícipe del sufrimiento ajeno. Por esta razón, si Quintana, simuladamente, no se apiada de su personaje, el lector sí (acaso sea este efecto el que persigue el estilo escritural de La perra). A lo largo de las páginas nos conmovemos frente al infortunio de Damaris, reconocemos la gravedad de su sufrimiento, sabemos que ella no es la causa principal de su propio dolor y nos damos cuenta de que su situación “le puede pasar a cualquiera”, en particular a una mujer, por lo tanto, el sufrimiento narrado es una posibilidad real no solo para el personaje sino también para el lector o lectora7.

La narración comienza in medias res, encontramos a Damaris hablando con doña Elodia sobre una perra negra envenenada, que recién había parido una camada de diez perritos, “tan pequeños que no habían abierto los ojos” (Quintana, 2017, p. 10 ). Desde esta primera escena el lector empieza a conocer a Damaris; a partir de unos diálogos directos entre los personajes y la intromisión de un narrador testigo, ajeno a los hechos, se nos va desvelando una mujer sencilla, un poco naïve (piensa que sus vecinos son incapaces de envenenar a los perros) y con un profundo deseo-necesidad de tener “algo” para cuidar o proteger. De esta manera, en las primeras páginas nos enteramos de la adopción de una perrita por parte de Damaris: doña Elodia se la regala. Aparece también el primer indicio que alerta al lector sobre la historia que comienza: “Como no tenía donde meter a la perra, se la puso contra el pecho. Le cabía en las manos, olía a leche y le hacía sentir unas ganas muy grandes de abrazarla fuerte y llorar” (p. 11). Tal como se anunció en párrafos anteriores, Damaris es como Yerma, no puede tener hijos, y sufre terriblemente por ello. Cuando adopta la perrita ya tiene más de 40 años y ha perdido la esperanza de ser madre. De esta situación nos enteramos una vez avanzamos en la narración.

En la cita última despierta interés la fuerte respuesta afectiva del personaje al poner sobre su pecho al animal. El énfasis del narrador en la expresión emocional de Damaris deja al descubierto el placer intenso que le produce tener a la perra cerca y saberla suya. Es evidente que se proyecta sobre la perra un afecto maternal; como sostiene Leonardo-Loayza (2020) , Damaris sustituye con la perra el hijo que nunca tuvo, asumiendo así una “maternidad protésica” (p. 162). En efecto, en esa primera escena la perrita aviva en Damaris un estado emocional fronterizo con la felicidad anhelada de ser madre. No es gratuito que se diga que el animal olía a leche y se señale lo pequeña que es. Al inicio de la novela la perra se convierte en un “objeto feliz”, en algo, que como tratamos de indagar más adelante, condensa “la promesa de la felicidad” (Ahmed, 2019) al generar en la protagonista el ensueño de sentirse mamá.

La condición de tristeza y desolación que atraviesa la narración brota de la no aceptación de la protagonista de su estado de infertilidad. Recurre a todo tipo de remedios, tratamientos y “medicina alternativa” (bebedizos, rezos, limpias, etc.), que merman su ya precaria economía, sin lograr quedar embarazada. Su compañero Rogelio no solo paga tales procedimientos sino que hace parte de ellos, la acompaña siempre. Varios son los momentos en que la narración se detiene contando el esfuerzo de la pareja por lograr la gestación:

El jaibaná vio a Damaris durante largo tiempo (…) El verdadero tratamiento consistía en una operación que le haría (…) sin abrirla por ninguna parte, para limpiar los caminos que debía recorrer su huevo y el esperma de Rogelio y preparar el vientre que recibiría el bebé. Era muy costosa y tuvieron que ahorrar durante un año para poderla pagar (…) Cuando estuvieron solos, el jaibaná le dio a beber un líquido oscuro y amargo y le dijo que se acostara en el suelo (…) Damaris ni siquiera tuvo un atraso (…) se sintió (…) derrotada e inútil, una vergüenza como mujer, una piltrafa de la naturaleza (Quintana, 2017, pp. 23-24 ).

Con casi cuarenta años Damaris acudió al jaibaná, fue el último intento por quedar embarazada. Después no ensayó más, se dijo que había llegado a la edad “en que las mujeres se secan, como le había oído decir una vez a su tío Eliécer (…) aunque ella siempre lo estuvo” (Quintana, 2017, págs. 25, 58 ). Incluso, no vuelve a tener sexo con Rogelio, lo rechaza. Esto deja en claro que los encuentros sexuales se reducían a la idea de la procreación; para Damaris el placer y el disfrute sensual de los cuerpos parecen no hacer parte de la relación de pareja. De cualquier modo, el reconocimiento de la pérdida frente a la naturaleza del cuerpo propio intensifica la tristeza del personaje, y con esto la cancelación de la esperanza de ser madre; durante dos décadas esta esperanza se fue conservando en cada tratamiento proyectado, pero una vez consciente de su edad la esperanza de los hijos, es decir “la promesa de la felicidad”, se quiebra totalmente, y con esto llega la desolación y el “dolor de alma”. Por otra parte, a medida que la historia avanza al lector lo acecha la pregunta sobre la real razón de Damaris por empeñarse en ser mamá. En la misma medida que sucede en Yerma, de García Lorca, vemos en el personaje una lucha constante consigo misma y una especie de obcecación al no consentir una vida sin hijos. Dice Yerma, resentida contra su esposo:

-Pero yo no soy tú. Los hombres tienen otra vida, los ganados, los árboles, las conversaciones; las mujeres no tenemos más que ésta de la cría y el cuidado de la cría. JUAN.-Todo el mundo no es igual. ¿Por qué no te traes un hijo de tu hermano? Yo no me opongo. YERMA.-No quiero cuidar hijos de otros. Me figuro que se me van a helar los brazos de tenerlos (García Lorca, [1934], p. 17 ).

En los dos casos narrativos ambas mujeres son queridas y los cónyuges aceptan seguir en pareja (aunque, parecen no dimensionar la tragedia de la esposa). A la sazón, son ellas las que insisten contra toda posibilidad de sus vientres estériles en ser madres. El llamado de atención que hace Yerma sobre la ocupación de los hombres es indicativa del rol de género que cada quien debe jugar en la relación marital y por ende frente al medio social, este aspecto sumado a la “vergüenza como mujer” que expresa Damaris frente a su propia infertilidad, conlleva a entender que tanto la actitud de Yerma como la de Damaris frente al férreo deseo del embarazo, obedece más a la necesidad de cumplir la función social como mujer casada que a una “inclinación maternal”8.

A la vergüenza de Damaris por no poder dar a luz un hijo se suma la culpa por “dejar morir” al niño de los Reyes. Se podría deducir, incluso, que el tormento de Damaris es sentirse inepta en reponer a Nicolasito, quizás con un hijo propio podría alivianar la culpa que la atraviesa y compensar de alguna manera lo sucedido. La culpa la afana a demostrar a sus vecinos que es una mujer buena y que debería cumplir siempre con su deber. Sin embargo, el deber fundamental se le niega, no logra formar una familia. Su “vergüenza como mujer” responde a este hecho; no ha sido capaz de mostrar a los demás su maternidad. Recuérdese aquí, que la vergüenza como concepto es el (auto)descubrimiento de una debilidad que infringe las características que la sociedad dominante valora como deseables. Esta emoción punzante se dirige al estado presente del yo y está estrechamente relacionada con un rasgo de la persona (Nussbaum, 2014, pp. 434-455 ). La aflicción vergonzosa de Damaris se deriva, por tanto, de la exigencia de los otros, del mundo de afuera y sus normas sociales y culturales. Los silencios, las preguntas y opiniones incómodas de la familia y los vecinos empujan al personaje a la desesperación. Son casi veinte años de sentimiento de vergüenza, lo que lleva a la protagonista a menospreciarse y sentirse inferior a su prima Luzmila y demás mujeres del pueblo. En una crisis nerviosa, llorando, le confiesa a Rogelio: “de lo horrible que era que todo el mundo pudiera tener hijos y ella no, de las cuchilladas que sentía en el alma cada que veía una mujer preñada, un recién nacido o una pareja con un niño” (Quintana, 2017, p. 22 ). Ella cree no responder a la medida del ideal de mujer exigida por la cultura heteropatriarcal que la circunscribe9. Incluso, le resulta inconcebible, no lo piensa siquiera, que sea Rogelio el estéril.

Si Damaris no puede procrear entonces no podrá ser feliz. Esta coyuntura trágica define el presente y el futuro del personaje. La vergüenza y la tristeza calan con mayor potencia debido al contexto que las enmarca, sabemos que hombres y mujeres por estar inmersos desde la infancia en un grupo social que defiende y labra un conjunto de emociones públicas, no pueden escindir enteramente sus modos de ser ni sus hábitos de pensamiento de lo aprehendido colectivamente (Nussbaum, 2014 pp. 15-25 ,). De esta manera, para la protagonista de La perra el principio de felicidad que la determina es un principio ideológico inalcanzable, el cuerpo infecundo es incompatible con la felicidad, por lo tanto, el “valor moral” de ser madre actúa con Damaris de manera mezquina, la aplasta con todo su poder cultural. Ciertamente, la felicidad para la heroína no es el deseo de una vida pretérita perdida. La recordación del pasado vivido no es sino una cadena de sucesos trágicos, una vida alimentada por la desgracia: el abandono del padre, el asesinato de la madre, la caída en desgracia del tío que la crió, la muerte de Nicolasito, la pobreza, etc. en estas condiciones es esperable que la felicidad se proyecte en desear la vida de los otros; en envidiar, por ejemplo, a Nicolasito: “porque él vivía con sus papás, el señor Luís Alfredo, que le decía ‘Campeón, vamos a hacer un pulso’ y siempre lo dejaba ganar, y la señora Elvira, que sonreía cuando lo veía llegar y le pasaba la mano por el pelo para organizárselo” (Quintana, 2017, p. 99 ). O en querer tener varios hijos como su prima Luzmila. Empero, la felicidad le resulta esquiva, hasta cuando adopta a Chirli, la perrita que doña Elodia le regala.

Chirli es el nombre que Damaris hubiese puesto a su hija. El nombre de una reina de belleza (Quintana, 2017, p. 19 ). Llamar a la perra Chirli confirma, una vez más, la proyección amorosa materna del personaje hacia el animal. Líneas atrás decíamos que la perra se convierte en un “objeto feliz” y, en consecuencia, causante de felicidad10, un “sellador de grietas” (Ahmed, 2019, p. 77 ). Si bien la escritura no expresa abiertamente “Damaris se sentía feliz”, es claro que el comportamiento que adopta el personaje para con la perra es el de una mujer afortunada, esto es, el de una mujer mamá. La felicidad está en acto. La primera impresión del cambio emocional de la protagonista la notamos cuando pone a la perra sobre su pecho, la proximidad sensorial con el animalito: su olor a leche y su fragilidad, fija residencia en el horizonte corporal de Damaris. El cuerpo es afectado de manera positiva en la cercanía a “ese algo” que promete bienestar, el contacto íntimo con las cosas deviene de la felicidad (Ahmed, 2019, pp. 63-67). Damaris se revaloriza como mujer en los cuidados que brinda a la perra, incluso, su “cuerpo inútil” lo percibe ahora como “primera cuna” y lugar de refugio para su protegida: “Durante el día (…) llevaba a la perra metida en el brasier, entre sus tetas blandas y generosas, para mantenerla calientita. Por las noches la dejaba en la caja de cartón (…) con una botella de agua caliente y la camiseta que había usado ese día para que no extrañara su olor” (Quintana, 2017, p. 16). La satisfacción se produce en los cuidados que ofrece a Chirli. El personaje experimenta en toda su extensión la ilusión de la maternidad a través del tacto, la vista, el olfato, etc. La vivencia corporal del animal no solo le produce felicidad, sino que también define el propio horizonte corporal cuando la vida cotidiana en la pequeña cabaña se reorganiza en función de las necesidades de la perra; el mundo de Damaris empieza a girar en torno a Chirli, la necesita en su esfera familiar porque encuentra en ella un contento para su existencia.

Llama la atención que desde antes de llegar Chirli, la cabaña de Damaris estuviera habitada ya por varios perros: Danger, Mosco y Olivo, y que si bien han sido cuidados desde cachorros, no despierten en la protagonista afectos maternales. Esta situación deja ver la disposición emocional del personaje: en principio, por ser machos ella asocia a los perros con su marido, los ve como una responsabilidad y especie de compañía (casi compañeros) de Rogelio. De igual forma, cuando los perros fueron llegando Damaris no había perdido aún la esperanza de ser madre, por eso su indiferencia hacia ellos. De otra parte, siempre deseó una hija llamada Chirli. Por estas circunstancias, cuando aparece la perrita el personaje desborda sus afectos. Damaris tiene la sensación de que Chirli sale a su encuentro porque existe ya en su mundo íntimo una predisposición emocional. El objeto deseado no es neutral, recuerda Ahmed (2019), pues siempre está investido de valor positivo (p. 80). Así entonces, cuando nos emocionamos por algo lo estamos evaluando, y el valor de este afecto se expresa en la forma como reaccionamos. Si lo que se experimenta es amor, placer o felicidad, deseamos que ese algo, motivo de mi emoción, siga siendo parte de mí. Adquirimos hábitos o cambiamos rutinas como respuesta al deseo de tener en nuestra “esfera personal” aquello que me hace feliz.

Sin perder de vista que la perra no tiene el estatus humano de un hijo, Damaris cuida al animal como si de un infante se tratase, a la rutina de reorganizar los compromisos domésticos y a los difíciles viajes hacia el pueblo (bajo la lluvia, nadando en marea alta) para comprar el alimento para Chirli, se suma la clasificación de los espacios en la cabaña: no “la obligó a vivir debajo de [las estacas de la casa] como a los otros perros. A la perra le dio un sitio en el quiosco, donde estaría protegida de la lluvia y los perros tenían prohibida la entrada” (Quintana, 2017 p. 41 ,). Chirli así, no solo encarna el anhelo de ser madre sino también, la vida cotidiana deseada. La protagonista disfruta de cada nueva situación que le reclama el cuidado del animal. La percepción del “objeto feliz”, de esta manera, se amplía en todo su sentido hacia el placer de vivir, la felicidad no se reduce a la agradable sensación de tener a la perra, se amplía hacia el logro de la vida anhelada, da base, aún más, a un proyecto vital a largo plazo. Cuando la perra ya había cumplido los seis meses uno de los miedos que acecha a Damaris es que se muera, le angustia el hecho de que sea de las últimas de la misma camada. Sueña con verla crecer y que la acompañe por un buen tiempo.

El futuro fracturado

Yerma. - Marchita. Marchita, pero segura. Ahora sí que lo sé de cierto. Y sola. (…) Voy a descansar sin despertarme sobresaltada, para ver si la sangre me anuncia otra sangre nueva. Con el cuerpo seco para siempre. ¿Qué queréis saber? No os acerquéis, porque he matado a mi hijo, ¡yo misma he matado a mi hijo! (García Lorca, [1934] : Yerma)

Sugiere Ahmed (2019) que la felicidad no solo es aquello que se desea, sino lo que se obtiene a cambio de desear de manera apropiada. La relación entre Damaris y Chirli va demostrando que para ser feliz es necesario orientar los sentimientos en la dirección favorable. A pesar de los problemas que la perra ocasiona a medida que va creciendo, el afecto hacia ella sigue intacto. Damaris la excusa por las cosas dañadas, el desorden, las pillerías. Con todo y los inconvenientes el personaje sigue proyectando sobre la perra su deseo de cuidarla, de ser obedecida, de sentirse correspondida en sus afectos. Mas el carácter promisorio y de expectativa que incorpora el fenómeno de la felicidad puede hacer que las cosas se tornen decepcionantes. En efecto, en un momento de la narración la percepción de la mujer hacia su perra da un giro radical. Las emociones de Damaris cambian de rumbo. La voz narrativa en la novela nos alerta sobre esta situación: “Damaris siguió mimando a la perra hasta que se perdió en el monte” (Quintana, 2017, p. 49 ). A partir de este anuncio asistimos a una especie de deterioro progresivo y acelerado de los afectos positivos hacia Chirli. Cumpliendo con su instinto la perra empieza a irse de la cabaña y a perderse por varios días en la selva con los demás perros. La primera vez que esto sucede Damaris se hunde en una tristeza terrible, “su ausencia le dolía en el pecho como si fuera una piedra. La echaba de menos a todas horas” (Quintana, 2017, p. 60). Después de varias búsquedas infructuosas adentro del monte la mujer pierde la esperanza de que su perra esté viva, pero, el animal regresa treinta y tres días después. De nuevo, se juega acá con esta cifra aciaga: treinta y tres días aguantó los latigazos del tío, hasta que el mar devolvió el cuerpo de Nicolasito, y treinta y tres días de angustia pasaron hasta que la selva regresó a la perra.

Damaris la limpió, le desinfectó las heridas con alcohol y preparó un caldo de pescado, que le sirvió con una cabeza, lo que la dejó a ella sin comida. Después bajó al pueblo y le pidió a don Jaime, con vergüenza, pues ese mes no habían podido abonar nada a la deuda de lo que él les fiaba, que le prestara plata para comprar el Gusantrex, un ungüento que evitaría que le dieran gusanos (…) El Gusantrex llegó en la última lancha, y los días que siguieron Damaris los dedicó a cubrirle las heridas a la perra con el ungüento, alimentarla con caldos y consentirla (Quintana, 2017, p. 65 ).

Damaris la limpió, le desinfectó las heridas con alcohol y preparó un caldo de pescado, que le sirvió con una cabeza, lo que la dejó a ella sin comida. Después bajó al pueblo y le pidió a don Jaime, con vergüenza, pues ese mes no habían podido abonar nada a la deuda de lo que él les fiaba, que le prestara plata para comprar el Gusantrex, un ungüento que evitaría que le dieran gusanos (…) El Gusantrex llegó en la última lancha, y los días que siguieron Damaris los dedicó a cubrirle las heridas a la perra con el ungüento, alimentarla con caldos y consentirla (Quintana, 2017, p. 65 ).

Ahora bien, si con en este primer regreso de Chirli la felicidad retorna a Damaris, no sucede lo mismo con las demás fugas. El animal se escapa de nuevo y Damaris se muestra más enojada que preocupada. En el segundo de los regresos la regaña, le dice “perra mala”, la enlaza y le aconseja que debe ser una perra obediente y no debería escaparse nunca más (pp. 69-70). No obstante, no hay nada más vulnerable que cuidar de alguien porque nos obliga, no solo a concentrar todas nuestras energías en algo que no somos nosotros, sino también a cuidarlo de todo aquello que está más allá o fuera de nuestro control (Ahmed, 2015, p. 373), incluso del control mismo de quien cuidamos; Chirli por condición natural huye una vez más de la atención de Damaris y se pierde por varias semanas. Es evidente que la protagonista no puede gobernar sobre el comportamiento instintivo de la perra y frente a ello se siente absolutamente desilusionada, no acepta la idea de que su Chirli no la obedezca y toma las acciones de esta como una afrenta. El “objeto de la felicidad” se va convirtiendo así en algo extraño que no extiende ya los buenos sentimientos de la mujer, las expectativas puestas en el animal empiezan a alejarse junto con sus constantes fugas y con esto la protagonista deja de sentir la felicidad como la promesa de la maternidad cumplida en el momento en que puso sobre su pecho a la perrita.

La primera desilusión de la protagonista frente a su “objeto de la felicidad” se recrudece hasta el límite del rechazo total cuando siente que la perra la traiciona en uno de sus puntos más vulnerables:

-Tan bella mi perra -dijo para que Rogelio la oyera-: ya se ajuició. […] -Eso es solo porque está preñada -dijo [Rogelio] Para Damaris fue como un golpe en el estómago: sintió que se quedaba sin aire. No pudo ni siquiera negarse a aceptarlo porque era evidente. La perra tenía las tetas infladas y la barriga redonda y dura (Quintana, 2017, p. 74 ).

La preñez de la perra estalla la fantasía de la maternidad lograda con la crianza. Con este golpe emocional no hay manera ya de sostener en el tiempo y reenviar hacia el futuro el deseo de ser madre. La perra no solo confronta a Damaris en su incapacidad de procrear sino que, además, la despoja de sus buenos sentimientos. Por ello se hunde en un estado de parálisis y desamparo:

(…) la cubrió la tristeza y todo -levantarse de la cama, preparar la comida, masticar los alimentos- le costaba un trabajo enorme. Sentía que la vida era como la caleta y que a ella le había tocado atravesarla caminando con los pies enterrados en el barro y el agua hasta la cintura, sola, completamente sola, en un cuerpo que no le daba hijos y solo servía para romper cosas (…) la lluvia se derramaba sobre el mundo y la selva, amenazante, la rodeaba sin acompañarla, igual que su marido, que dormía en otro cuarto y no le preguntaba qué le pasaba, su prima, que venía nada más que para criticarla, su mamá, que se había ido para Buenaventura y luego se había muerto, o la perra, a la que había criado solo para que la abandonara (Quintana, 2017, p. 75 ).

El estado actual de la relación entre el personaje y el animal deja al descubierto lo efímero de la felicidad, además de constatarse que el bienestar que producen los objetos no reside dentro de ellos, depende de la impresión que causan sobre nosotros. El interés afectivo se ancla siempre a “algo” que se considera importante para el bienestar propio. Como bien precisan Lyons (1980) y Nussbaum (2008), las emociones, indefectiblemente, siempre son acerca de algo, es decir, tienen objeto. La identidad del miedo, por ejemplo, depende de algo, si este algo se elimina, la emoción de miedo desaparece o se transforma en otra cosa. De este modo, si el objeto nos provoca determinadas emociones, se deduce que ese objeto, ese algo, es de carácter intencional, esto es, que está subordinado al juicio o consideración de quien lo percibe. Toda relación con el objeto que motiva la emoción entraña un modo complejo e individual de percibir; está ligado a una manera íntima, subjetiva de ver e interpretar, este factor resulta incluso imprescindible para entender qué tipo de emociones nos están atravesando. De esta manera, con la huida de lo bello se da paso a la tortura de Damaris por tener que soportar la presencia y docilidad de la perra preñada: “’Andate’, le decía, ‘dejame’”. Mientras la perra subsanaba el “dolor de alma” era percibida como algo bueno, que generaba bienestar, mas una vez se siente que ya no cumple con lo anhelado produce irritación tenerla cerca y se le expulsa del horizonte corporal.

El trato humano que Damaris da a la perra, su cuasi humanización, tiende a diluir el sentido de su condición animal, la protagonista pareciera no percatarse de que la perra sigue los dictados de su especie y que, de cierta manera, viene “programada” en su función reproductiva. Así entonces, cuando Damaris verifica lo que “no quería ver” la decepción la lleva, más que a admitir el estado de gravidez del animal, a confrontar, por enésima vez, la desventura propia de saberse infértil. El personaje se compara con la perra y siente rabia, la envidia por su capacidad reproductiva. Incluso, la novela deja ver que frente a la lucha que Damaris establece contra su propia infertilidad ella se ubica al nivel de la perra, esto es, que en su razonamiento sobre la procreación toda mujer-hembra está “programada” para engendrar, entonces ella también debería estarlo. Damaris, rotundamente, no quiere una vida diferente a la de ser madre y se niega la libertad de construir otra forma de existencia. El animal nace programado por los preceptos de su especie, pero el ser humano puede elegir y elige qué hacer con su vida, por deseo propio se autoprograma y desespecializa (Savater citado por Camp, 2011, pp. 250-253 ). “La praxis del hombre es autopoiética”, afirma Aristóteles. Es cierto que el mundo de Damaris ofrece pocas posibilidades de realización, pero más allá de esta situación insalvable, destaca abiertamente la obstinada búsqueda de la felicidad en algo que no puede ser. Ella renuncia a la reinvención de sí misma, incluso, a la posibilidad de seguir viviendo. Aquí podría hacerse otro paralelo con el infortunio de Yerma:

(…) Yo quiero tener a mi hijo en los brazos para dormir tranquila, y óyelo bien [a la Vieja concejera nº 1] y no te espantes de lo que digo: aunque yo supiera que mi hijo me iba a martirizar después y me iba a odiar y me iba a llevar de los cabellos por las calles, recibiría con gozo su nacimiento, porque es mucho mejor llorar por un hombre vivo que nos apuñala, que llorar por este fantasma sentado año tras año encima de mi corazón (García Lorca, [1934] : Acto III).

En la misma medida que los razonamientos de Damaris, el relato de García Lorca expresa la no querencia de su protagonista de cancelar su desdichado anhelo. La desgracia toma así el camino del deseo equivocado. Ambos personajes no admiten razones y reniegan contra la propia naturaleza; dejan que el tormento coincida con la evasión de sí mismas, ya sea a través de la locura en Yerma o en la búsqueda de la muerte en Damaris, como se verá luego. Ninguna de las dos se reconcilia consigo misma ni con los otros, mucho menos con su propia humanidad, por esta razón es preferible desaparecer, y con esto la posibilidad de la autopoiesis. La pesadilla de la felicidad para estas mujeres no es tanto la naturaleza estéril del cuerpo como sí la negación a desear de manera ventajosa.

Perdidos los buenos sentimientos hacia Chirli el estado de ánimo de Damaris es negativo. La ausencia de la llegada de la felicidad: de sentir un hijo en las entrañas como si se tuviera “un pájaro vivo apretado en la mano” (García Lorca, [1934] : 4) vuelve a punzar el alma de la protagonista. La rabia se dirige ahora contra el objeto que fracturó la promesa de hacerla feliz y, sin dejar de asombrar a Rogelio, la mujer regala a la perra con el afán de deshacerse de ella, de ponerla fuera del espacio familiar. Pero el animal insiste en volver, lo que acrecienta en la protagonista el disgusto, un profundo fastidio que también se dirige hacia la nueva dueña de Chirli. Insulta mentalmente a Ximena por no estar atenta de la perra y dejarla regresar a la cabaña: “‘vieja bruta’ (…) ‘el vicio es el que te tiene así, ¿no te dije que la amarraras?” (Quintana, 2017, p. 88 ). El rechazo de la proximidad de la perra afecta de “mala manera” todo lo que tiene que ver con ella. Así como algo cercano al objeto feliz puede resultar feliz por asociación, la cosa rechazada igualmente puede generar desprecio por aquello que la rodea. El valor afectivo de una situación u objeto compromete instantáneamente a las personas y circunstancias que están detrás de dicho objeto, es decir, las condiciones de su aparición (Ahmed, 2019, pp. 66-67 ).

De otro lado, si bien la protagonista se siente aliviada por alejar al animal, en el fondo de su corazón se remueve la tristeza. Torna con mayor insistencia la culpa por la muerte de Nicolasito: “’Maldita la ola que se lo llevó’ (…) No, maldita ella que no lo detuvo, que no lo impidió, que se quedó ahí, sin hacer nada, sin ni siquiera gritar” (Quintana, 2017, p. 97 ). Ya no hay un “objeto feliz” que evada al personaje de su pasado y le ofrezca un futuro venturoso, los recuerdos por ello regresan lacerantes. Y estos se suman ahora a la frustración de la crianza de la perra. En un vaivén emocional Damaris poco a poco retoma sus quehaceres cotidianos, limpia la casa grande, lava y pone a secar las cortinas del cuarto de Nicolasito. La casa permanece deshabitada hace más de tres décadas. La novela insiste a lo largo de sus páginas en la presencia del niño en cada uno de los objetos que Damaris repara y mantiene limpios. El cuarto de Nicolasito con sus juguetes, la cama, la ropa y, especialmente, las cortinas con motivos de El libro de la selva conforman una especie de santuario de la reconciliación para la protagonista. La culpa se aliviana con el sostenimiento de la casa sin pedir por ello estipendio. Por esta razón, cuando en uno de sus porfiados regresos la perra destroza las cortinas del cuarto del niño, Damaris descarga contra ella toda su furia:

(…) enlazó a la perra por detrás (…) Jaló la soga para que el nudo se apretara, pero en vez de detenerse (…) siguió apretando y apretando, luchando con toda su fuerza mientras la perra se retorcía ante sus ojos, que parecían no registrar lo que veían, que lo único que registraron fueron las tetas hinchadas del animal. “Estás preñada otra vez”, se dijo y siguió apretando con más ganas (…) hasta mucho después de que la perra cayó extenuada, se hizo un ovillo y dejó de moverse (Quintana, 2017, pp. 100-101 ).

La ira de la mujer se desprende de la laceración de sus afectos. Las cortinas destrozadas se vuelven epicentro de la hostilidad contra Chirli, el rechazo se reconcentra entonces contra ella hasta extinguirla. Las cortinas rotas giran en alegoría de lo poco que vale ante los otros, y especialmente ante Damaris misma, la redención de la culpa por la muerte de Nicolasito. El pasado que la demuele desde la niñez no logra superarse con las buenas intenciones de sostener la casa grande, habitada por el vacío y el silencio, desde el funesto accidente del pequeño. Asimismo, la brecha que se abre entre la promesa de felicidad confiada en la perra y su cumplimiento efectivo se resuelve en una desmoralización violenta, y a esto se suma con mayor contundencia el reconocimiento adverso de la preñez de la perra, por segunda vez, mientras que el vientre de Damaris sigue seco.

En el epígrafe que da inicio a este apartado, Yerma se lamenta de matar a su posible hijo en el acto propio de estrangular a Juan, su esposo. Esta situación puede leerse en paralelismo simbólico con el asesinato de la perra. Matar al esposo significa para Yerma la cancelación absoluta de la concepción del hijo, no solo por perder a su compañero sino también porque la consecuencia de todo el tormento es la locura y con ello la pérdida del yo. De su parte, la muerte de la perra revoca toda esperanza de maternidad proyectada en ella y, asimismo, arroja a Damaris a un estado de delirio; una vez la acorrala la conciencia del horror de su acto criminal la mujer huye despavorida hacia la selva devoradora, donde le espera una muerte inminente, que ella acepta como castigo y purgación (Quintana, 2017, p. 108 )11. Estos finales trágicos confirman la abolición del futuro en los sueños frustrados. La locura y la muerte concentran el rechazo a la existencia sin hijos, son respuesta a la pérdida de la capacidad reproductiva y, por ende, síntoma de la imposibilidad de producir futuro. Mucho antes de ser deseados el mundo social ha conferido a los hijos el valor emocional de la felicidad, ellos guardan de antemano los afectos positivos y el deseo de trascendencia del ser humano; son producidos por la imaginación afectiva de quien los desea como una especie de regalo bienaventurado esperando en alguna parte.

Si los niños cargan con el peso de la fantasía de la felicidad de la vida familiar, la ausencia de ellos para quien los desea conlleva a la desilusión y la pérdida de la esperanza en el mañana. La cancelación del porvenir anclado a la memoria y el pasado se liga al cuerpo infecundo. Como seres finitos nos enfrentamos con angustia a la ausencia de futuro, por esta razón los hijos se convierten en una especie de dispositivo de la posteridad, el horizonte trazado hacia ellos genera la esperanza de sostenernos en el tiempo. Mas frente a esto, siguiendo a Ahmed (2019), podría decirse también que, más allá de pensarse la reproducción con el objetivo de postergar una generación, el ser humano tiende a resistir las luchas en el presente postergando la esperanza de felicidad en algún punto en el futuro, así entonces, cuando no hay hijos, lo que está en juego quizás sea la falta de algo o alguien por quien sufrir (pp. 367-369). Bajo esta idea, para Damaris la existencia sin hijos carece de sentido, pero no solamente porque “ningún hijo” represente sencillamente “ningún futuro”, sino porque no hay nadie que pueda compensarla, y en cuyo nombre postergar la esperanza y justificar el actual sufrimiento.

En orden a las reflexiones propuestas podemos concluir que, el arte literario de La perra consiste en la reelaboración de la realidad derivada del deseo frustrado. Con la invención de un personaje como Damaris la escritora concibe un mundo profundamente real, desde la reflexión sobria y desilusionada de las cosas. La perra como un regalo prometido, hábilmente se torna en el relato en un “objeto (in)feliz” a través del cual se percibe la ambivalencia de las emociones y el fracaso violento cuando el ser humano se siente desmoralizado. La maternidad irrealizable traza lo problemático de la idea de felicidad porque esta depende de “algo” ajeno a nuestro dominio, a nuestro cuerpo, e investido al mismo tiempo, de un valor moral y social positivo. La novela, en esta línea, se deja leer como una narración que cuestiona y pone en crisis la idea de felicidad anclada a los hijos como posibilidad máxima de realización de la mujer. Vemos que, si bien el fenómeno de la felicidad se deriva de desear de la manera correcta, que en el caso del personaje de Quintana se entiende como el anhelo de cumplir con el deber social de la mujer casada con la procreación de los hijos, este tipo de deseo puede girar en la experiencia perturbadora de la negación de la existencia propia cuando la naturaleza del cuerpo no está de nuestro lado. Con la promesa del hijo como hecho incumplido y, por esto, desencadenante de la tragedia, la narración exterioriza la angustia íntima de la mujer que no logra ser madre; se expone en toda su complejidad el fenómeno de la (in)felicidad como acto derivado del marco moral de la sociedad heteropatriarcal, que proyecta el bienestar familiar en la capacidad reproductiva. Una problemática ya indagada en el bellísimo drama de García Lorca, Yerma [1934] .

La felicidad entendida como emoción pública y política es necesaria para comprender las formas como las sociedades toman representación y carácter a partir de preceptos afectivos, capaces de sostener o desgastar los vínculos comunitarios y generar, incluso, el efecto de una identidad compartida. Si bien los personajes son construidos como sujetos individuales inmersos en el tormento o alegría de sus propias emociones, la causa de su estar afectivo va estrechamente ligado al contexto que los circunscribe12. La felicidad, en tal dirección, se deriva de responder no solo a los deseos propios, personales, sino y, sin duda, a aquello que el mundo social ha determinado como beneficioso. Lo emocional es pensado entonces como respuesta psíquica, íntima y personal a la experiencia consigo mismo, con los otros y el contexto. De esta manera, si la propuesta de escritura de Quintana significa los afectos como un fenómeno que determina a sus personajes, necesariamente se constituyen con lo cognitivo y lo corporal. Toda experiencia emocional no solo se corporiza o expresa a través del cuerpo, sino que también obedece a procesos de carácter ético y cultural.

El estudio aquí presentado ha dialogado con la necesidad de entender la respuesta emocional como expresión espontánea y efecto subjetivo, derivado de un trasfondo social y cultural que enmarca al sujeto. Este enfoque abre otras rutas de acceso a la comprensión de las dinámicas del mundo contemporáneo; especialmente, permite problematizar las realidades derivadas de la manipulación de lo emocional colectivo. Seguimos la idea de Bartra (2012) sobre la importancia que toman los afectos para indagar lo real en su expresividad simbólica y vocabularios estéticos, dice el autor que el “estudio de las emociones se impone sobre el análisis de las razones. Las texturas sentimentales parecen más interesantes que los textos, los discursos y los archivos” (pp. 19-20). La visibilidad que viene tomando lo emocional se correlaciona con circunstancias socioculturales, procesos trasnacionales y locales enlazados a las dinámicas de la globalización. Los nuevos contextos a causa de la violencia extrema, el hiperconsumismo, la radicalización de lo abyecto, la sobreexposición de muertes atroces, entre otros, reclaman otros vocabularios que los signifiquen en la magnitud de su impacto en la cultura y la sociedad. El lenguaje de las emociones se presta entonces como ruta potencial para entender lo que nos atraviesa y avasalla en los ritmos sociales a los que pertenecemos.

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1 Artículo derivado del proyecto de investigación “Tramas emocionales y sociedad percibida en la narrativa colombiana reciente”, inscrito al plan de trabajo del grupo de investigación “Estudios Interdisciplinarios en Literatura, Arte y Cultura” (EILAC), de la Universidad del Tolima, Colombia.

2Pilar Quintana (1972) es escritora colombiana. Ha publicado varias novelas y libros de cuentos, entre estos, Cosquillas en la lengua (2003), Conspiración iguana (2009), Coleccionistas de polvos raros (2010), Caperucita se come al lobo (2012). La perra (2017) fue ganadora del emblemático premio Biblioteca de Narrativa Colombiana, en su versión número IV.

3No nos interesa la felicidad personal o privada, aquella fruto de una alegría momentánea por un regalo o situación individual favorable, este afecto es elaboración de la psicología o vivencia individual, y poco impacta más allá del espacio personal. Nos enfocamos entonces en la felicidad como emoción pública y política, la que resulta de los discursos, actos, exigencias, normas, imaginarios y disposiciones socioculturales, y que tiene impacto y consecuencia en la esfera colectiva. La felicidad como emoción política se vuelve unidad de medida de la calidad de vida, del bienestar o frustración de una persona y/o sociedad.

4Los enfoques de reflexión sobre las emociones son múltiples y complejos, entre estos han predominado especialmente dos variantes; las comentamos de forma breve: la primera, entiende la emoción como impulso visceral escindida de la conciencia, aunque se manifiesta en el cuerpo. Habitualmente, se explica como especie de “energía nomádica” (Moraña, 2012), desterritorializada e impersonal (Massumi, 2000), que no reconoce fronteras ni se somete a normas (Ticineto Clough y Halley, 2007; Gregg y Seigworth, 2010). Gran parte de los estudios que dan forma al llamado “Giro afectivo” alimentan este enfoque. Sus posturas teóricas tienden a rechazar cualquier elemento cognitivo, racional o histórico en la caracterización de los afectos. Estos son producto de una fuerza instintiva, de una energía abstracta, que circula entre los cuerpos, los atraviesa y sigue su curso. La segunda variante, cuestiona el rasgo presentista y universalista que los teóricos anteriormente citados quieren dar a los afectos. Reconocen entonces el elemento histórico, moral y social que los circunscribe, además de un rasgo racional o consciente. Asimismo, los términos afecto y emoción son utilizados indistintamente, no se precisa diferencia conceptual entre estos (Rosenwein 2002, 2010; Ahmed, 2015; Boquet y Nagy, 2009, 2011; Nussbaum, 2008, 2014; Del Sarto, 2012; Peluffo, 2016).

5Para profundizar en el tema de la (in)felicidad, el ennui, la tristeza y emociones relacionadas, desde varios enfoques especializados, remitirse a: Nancy (2003), Bueno (2005), Peluffo (2005, 2016), Bauman (2009), Nussbaum (2008, 2012, 2014), Camp (2011), Russell (2016), Ahmed (2019), entre otros.

6La fiesta de quince años es un ritual social y religioso en Colombia (y en otros países latinoamericanos). Cuando la jovencita llega a esta edad la familia realiza una gran celebración como buen presagio para la vida adulta de la joven. Se acepta también que es la edad en que se le reconoce “en sociedad”, y es señal del paso de la pubertad a la vida adulta.

7Para la comprensión de la compasión nos hemos basado en el estudio de Nussbaum (2014).

8Nótese que Yerma es publicada en 1934, y representa parte de las costumbres de la sociedad española de ese momento. Es llamativo que en La perra haya la intención de reescribir Yerma (Quintana, 2018) y que en tal propósito se recree también, con su matiz particular, un imaginario en torno al rol social que se espera cumpla la mujer casada. Es asimismo característico, que sea la mujer misma quién más se aferra al deber moral de ser madre, para sentirse orgullosa y feliz.

9No es nuestro objetivo discutir sobre la mirada heteropatriarcal acerca del rol de la mujer en la sociedad. Pero, de manera abreviada, recordamos que, aún hoy, en diversas sociedades, se espera de ella la gestación de los hijos, el cuidado de estos, la dedicación al hogar y el respeto al esposo. Recae sobre sus espaldas el equilibrio de un hogar feliz.

10Para Ahmed (2019) los objetos no son tanto un “medio-de-felicidad”, sino, y especialmente, una “causa-de-felicidad”. El objeto que percibimos como feliz es resultado justamente del hecho de causarnos placer o bienestar por el hecho de tenerlo o lograrlo. Un aspecto que resulta mucho más potente que ver en el objeto “un medio”, muchas veces se hacen o se tienen determinadas cosas que nos acercan a la felicidad sin necesariamente causarla (págs. 72, 109).

11Valga acá la digresión, mas pensamos que la idea de la (in)felicidad podría esclarecer también el sentido que toma la representación de la naturaleza en La perra. Notoriamente, la selva se vuelve un personaje más en la novela, una entidad que ya no produce el efecto tranquilizador y de solaz que, por ejemplo, el Romántico vio en los paisajes agrestes, sino que genera miedo y conmoción. El lugar que envuelve a Damaris es amenazador, obra en la trama como una presencia siempre opresiva y retadora del diario vivir. Como lugar donde suceden los hechos, la selva, junto al mar tempestuoso o el cielo denso, no solo ambientan el devenir de Damaris, sino que a partir del hábil manejo de la “falacia patética” (Lodge, 2002, pp. 140-146) se convierten en espejo y reflejo de la emocionalidad del personaje. Ante esta relación entre naturaleza y emociones, interesante resulta recordar que la felicidad durante el Romanticismo toma el símbolo de la “flor azul” (Novalis). La “flor azul” significa una felicidad siempre latente y nunca alcanzable, y por esto mismo una promesa luminosa, una lejanía habitada por el deseo de lo bello (Han, 2019). De esta manera, cuando observamos el simbolismo aciago y violento que toma la naturaleza en la novela de Quintana, se torna inquietante que la “flor azul”, como esperanza de un más allá lleno de felicidad se extravíe entre el follaje espeso, verde, oscuro, de una selva que todo lo devora, hasta los sueños y esperanzas de quien se atreve a explorarla.

12Este tema lo hemos trabajado en varios estudios, Vanegas (2019a, 2019b, 2019c, 2020).

Recibido: 23 de Agosto de 2020; Aprobado: 13 de Octubre de 2020

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