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Cuadernos del CILHA

On-line version ISSN 1852-9615

Cuad. CILHA vol.21 no.2 Mendoza July 2020

 

Dossier

Los giros de La sangre de la aurora1: la estética del fragmento y el resto

The turns in La sangre de la aurora: The aesthetic of fragment and the remain

Alina Peña Iguarán1 

1ITESO, Universidad Jesuita de Guadalajara. alinap@iteso.mx. México

Resumen

Entre la palabra y el grito, la frase y el ruido se disputan (Rancière, 2011) la definición de las fronteras entre lo sensible y lo reconocible. Se organiza lo que queda fuera y dentro para la configuración de lo inscrito en el relato histórico. A partir del Informe Final de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación (2001-2003)2. (2003) de violación a los derechos humanos ocurridos durante el conflicto entre Sendero Luminoso y las Fuerzas Armadas del Estado peruano (1980-2000), la Comisión de la Verdad y Reconciliación resaltó el uso de la violación sexual como estrategia de control. En este sentido, el cuerpo de las mujeres resulta territorio simbólico para demarcar un orden social (Segato, 2014). Interesa indagar en La sangre de la aurora (2013) de Claudia Salazar, los giros estéticos que la literatura ensaya para romper los marcos de la representación oficial de la historia y convocar la catástrofe que configura la violencia y articular aquello reconocido como ruido. El presente texto propone, a partir de la idea del resto (Agamben, 2006), explorar los giros de la literatura para usar registros y modos de trabajo que enuncian el horror. Para ello se consideran los remanentes de la memoria, la construcción de archivos y los testimonios.

Palabras clave: Estética; Testimonio; Cuerpo; Violencia de género; Horror

Abstract

The border of what is recognizable and sensitive, and what it is not, delimitates the dispute between the word and the scream; the sentence and the noise (Rancière, 2011). The official historic account configures and organizes what remains inside and outside of it. From the Final Report (2003), about Human rights violations perpetrated during the conflict within Shining Path and the Peruvian State Armed Forces (1980-2000), the Commission of Truth and Reconciliation bolded the use of sexual violence as a strategy of control. In this sense, the body of the women become a symbolic territory to delimit and reinforce social order (Segato, 2014). The present paper inquires how La sangre de la aurora (2013) by Claudia Salazar, essays different aesthetic turns to break the social frames that supports the official representation of history; and calls the catastrophe as a mean to configurate violence. In addition, it articulates what has been acknowledged as noise. The paper explores, based on the concept remain (Agamben, 2006), the turns in contemporary literature when it uses different sources and research methodologies to approach the horror in contexts of violence. Among these remains are memory, archives, and testimonies.

Key words: Aesthetic; Horror; Testimony; Body; Gender violence

(…) la palabra poética es la que se sitúa siempre en posición de resto, y puede, de este modo testimoniar. Los poetas -los testigos- fundan la lengua como lo que resta, lo que sobrevive en acto a la posibilidad -o la imposibilidad- de hablar”. (Giorgio Agamben, Lo que queda de Auschwitz)

El fragmento alude a la parte que le falta. La suma de fragmentos no arma una totalidad en un estado original, pues en el imperfecto hilado de la pedacera quedan visibles las fisuras cuya presencia hacen venir las reminiscencias de la violencia que las formó así como los huecos y sus heridas: “cuántos vinieron el número poco importa veinte vinieron treinta dicen los que escaparon contar es inútil crac filo del machete un pecho seccionado crac no más leche otro cae machete puñal piedra honda crac mi hija crac mi hermano crac mi esposo (...) crac lucanamarca” (Salazar, 2013: 16 )3 Con el fragmento no se trata de apelar, entonces, a la nostalgia por un tiempo mejor sino de acudir a los acontecimientos donde se intensifica la potencia del trozo como resto. Es decir: un lugar simbólico y relacional, que alude a afecciones profundamente entrañable en La sangre de la aurora, primera novela de Claudia Salazar, escritora peruana radicada desde hace más de 10 años en Nueva York.

El texto de Salazar sostiene lo fragmentario como estética de sentido para comunicar lo indecible; lo que no cabe en una gramática ordenada ni en una representación realista o descriptiva para dar una idea de completitud. Aquí, la relación de los huecos es la que va aludiendo a una posibilidad de expresividad diferente. La sangre de la aurora es fragmentaria en varios niveles: estructural, sintáctico, biográfico - en tanto a la trayectoria de los personajes-, y corporal -aquí nos referimos al cuerpo de las mujeres como escenario simbólico en donde ocurre la violencia- y, finalmente con relación al uso del testimonio como bagaje de la historia y a la vez evidencia de la guerra y construcción de la memoria. En este orden iremos elaborando la reflexión.

A nivel estructural y sintáctico, el texto es un montaje de escenas que entre sí no mantienen una secuencia temporal lineal. Participan en el entramado los relatos fragmentarios de tres mujeres, Modesta, Melanie y Marcela o Comandanta Marta, como será nombrada cuando su vida da un giro radical y se incorpora a Sendero Luminoso. El inicio del texto las reúne temporalmente y con ello se plantea la premisa del texto: la violencia, como eje, vertebra las trayectorias de las tres personajes. Funcionan como figuras-sinécdoque de la violencia concertada a partir de la división sexobinaria que jerarquiza a los cuerpos en relaciones de poder asimétrico:

apagón total oscuridad ¿dónde fue? en todas partes ¿de dónde vino? torres tensas altas cayeron arrodilladas bombas explotar todo arrasar volar reventar ¿estabas con el grupo? cocinando en mi casita esperando mi esposo apagón pasando a máquina las actas de la reunión apagón revelando unas fotos apagón conseguir velas no me alcanza seis páginas dos torres las afueras de la capital ¿qué dijiste? usted no puede firmar nada camarada oscuridad excluido de la historia someterse o reventar bomba ¿supiste lo que hicieron? uy limpio me dejaste el plato sonrisa (…) ¿dónde estaba cada una de ellas tres? apagón (pp. 1-12).

Sin mayúsculas, sin subtítulos ni signos de puntuación, son decisiones que proponen una manera de hacer visible, en el cuerpo de la escritura, la crisis misma del sentido, en la que aparece ausente un narrador rector de la historia. Y donde pareciera que es el apagón, la bomba y su estallido los que im-posibilitan, en este caso, oscurecen, la mirada para abarcar a cada una de estas figuras femeninas en su totalidad. A retazos aparecen enunciaciones de otros actores que serán protagonistas de esta violencia: la voz del comandante Romero, por ejemplo, que interrogará a Marta; otra voz que hace eco con sus preguntas de una suerte de monólogo interno cuya procedencia es difusa “¿Dónde estaba cada una de ellas?”. Están presentes indicios que nos ayudarán a identificar con un lenguaje, una profesión, o determinados contextos, a cada una de estas mujeres: a Melanie con la fotografía y el periodismo de investigación; a Modesta con el mundo rural, doméstica y andino; y a Marta relacionada a las labores del partido senderista.

“[I]nútil es contar” dice una de las voces en el texto dejando abierto el significado a una multiplicidad de sentidos. Es muy posible que se refiera a contar el número de incidentes o perpetradores, pero también cabe la posibilidad de pensar en la dificultad para producir un relato, ¿por qué? Esto detona al menos dos vías de análisis: es inútil contarlo porque no hay lenguaje para esta expresión, es decir, imposibilidad de hacer una traducción; o es inútil porque es increíble para quienes no lo han vivido, entonces hay una soledad social al no poder compartir la experiencia porque esta no es pensable desde una condición de vida normal. ¿Qué es lo que queda? ¿De qué manera podemos acceder al horror? La estética de la catástrofe trabaja con los remanentes de la violencia que es producida por estrategias de control, condiciones estructurales de abandono y una matriz patriarcal.

Giorgio Agamben, en “Archivo y testimonio” se pregunta con respecto a las condiciones del lugar de enunciación que tiene el testimonio y más importante para desarrollar este análisis: qué es lo que puede comunicar. De esta manera llega a precisar: “ -los testigos- no son ni los muertos ni los supervivientes, ni los hundidos ni los salvados, sino lo que queda entre ellos” (Agamben, 2006, p. 173). En esta clave de lectura es pensable el fragmento y lo fragmentario de La sangre de la aurora; permite colocar en el foco la pregunta que vertebra este análisis ¿qué es lo que da cuenta del horror, en el caso preciso de esta novela, y de la violencia de género? ¿son los testimonios incluidos de las sobrevivientes, o las fotografías con las que Melanie busca dar cuenta de lo que está pasando fuera de Lima, o son por sí solas las declaraciones de la profesora Marcela/comandanta Martha cuando ya está presa y es interrogada por Romero? Se trata sí, del acontecimiento, pero también de la memoria. Pensar el recuerdo como una corriente invisible que transita en el fondo de todo, diría Emiliano Monge en No contar todo (2019).

La novela de Salazar se nutre de una revisión en archivos, informes, anécdotas de la época y recupera algunos de los testimonios que fueron recogidos por el trabajo de sistematización que realizó la Comisión para establecer los tipos de denuncias y entonces emitir recomendaciones posteriores a la guerra en el Perú. El texto de Claudia Salazar, publicado 13 años después del conflicto, despliega el gesto de intervenir en el registro histórico de los archivos y dotar a las evidencias (los testimonios, los cuerpos de las mujeres, las imágenes de la violencia) de un peso estético que trabaja con la imposibilidad de la representación en su totalidad y la articulación de una memoria no resuelta del todo. La trayectoria de estas protagonistas y de las voces que animan el texto, no se limita a evidenciar la verdad de lo dicho o de la experiencia vivida pues sus trayectorias ficcionales están en tensión con todo lo que las atraviesa: la guerra, el régimen patriarcal, sus deseos, los discursos institucionales del deber ser y una violencia estructural que se recrudece en tiempos de guerra.

Los fragmentos desbordan la historia porque desperdigan el sentido lineal al repetirse y variar en cada uno de los momentos que ocurren: “cuántos fueron el número poco importa veinte vinieron treinta dices los que escaparon contar es inútil crac filo” y líneas adelante comienzan las pequeñas variaciones que van dando un poco más de contexto conforme la intensidad de la violencia se agudiza: “crac mi padre, crac carne expuesta el cuello machete globo ocular atravesado bala fémur tibia peroné bala sin cara oreja nariz eso les pasa por terrucos crac no somos papasito lindo no somos ” (p. 34). La insistente recurrencia de estos flashazos también alude al sistemático ejercicio de las agresiones sobre la población por parte de los cuerpos armados que se disputan el control del territorio y es sobre el cuerpo de las mujeres donde tiene una de sus escenificaciones más potentes.

El punto más álgido de esta violencia es cuando las tres protagonistas ya no solo comparten una temporalidad sino el mismo espacio en donde son sometidas a violaciones colectivas. El pueblo de Modesta ha sido tomado por el conflicto, la Comandante Marta llega a ese mismo lugar liderando una avanzada de Sendero Luminoso y Melanie acude a esa zona para hacer un registro fotográfico con la ilusión de poder develar la verdad que el cerco informativo de los medios oficiales censura. Las une la violencia de género y las distingue su clase social. Melanie, es violada pero inmediatamente rescatada y llevada de vuelta a Lima; la Comandanta Marcela, violada por militares, torturada y encarcelada por terrorista; y Modesta violada innumerables veces por militares y “subversivos” sin protección de ninguna autoridad, a merced de la intemperie social. Aunque sus condiciones las diferencian, la violencia sexual se activa de la misma manera sobre sus cuerpos: “Era un bulto sobre el piso. importaba poco el nombre que tuviera, lo que interesaba eran los dos huecos que tenía. Puro vacío para ser llenado. (…) ya sabían todo de este bulto. En realidad, no les importaba” (65). Y esto mismo se multiplica tres veces, sobre los tres cuerpos, su variación recae en los insultos: “Golpes en el rostro, en el abdomen, las piernas estiradas hasta el infinito. Blanquita vende patrias. Hacen fila para disfrutar su parte del espectáculo. Ningún orificio queda libre en esta danza sangrienta. Periodista comunista, tú vas a ser ejemplo para que otros que vengan por acá” (p. 66) Y más adelante el turno es de la comandante Marta: “Golpes en el rostro, en el abdomen, las piernas estiradas hasta el infinito. Terruca hija de puta. Hacen fila para disfrutar su parte del espectáculo. Ningún orificio queda libre en esta danza sangrienta. Subversiva de mierda” (p. 68) Y finalmente, una vez más, sobre el cuerpo de Modesta: “Golpes en el rostro, en el abdomen, las piernas estiradas hasta el infinito. Serrana hija de puta. Hacen fila para disfrutar su parte del espectáculo. Ningún orificio queda libre en esta danza sangrienta. India piojosa” (p. 69).

Pero también son historias atravesadas por sus deseos. Y no se trata de un vaivén entre un extremo, el violento sometimiento, y el otro, la liberación erótica. Tampoco del triunfo de la segunda sobre la primera. Proponemos aquí que la novela permite explorar más bien las tensiones y fricciones, fugas y pugnas que atraviesan las diversas escrituras y sus corporalidades. Modesta, es una campesina indígena de bagaje tradicional, enamorada y gozosa del erotismo con su marido quien también la agredirá. Melanie es una joven lesbiana, trabaja como fotoperiodista y está conectada a los sectores más privilegiados de la capital del país. Disfruta de su placer, coquetea, se emborracha, baila y a su vez convive con la exclusión social. Y Marcela, la profesora comprometida que le da un cambio a su vida tradicional para militar en el núcleo de mando de Sendero Luminoso, apostando su entrega, en cuerpo y alma, a la lucha por un bien superior. Ella tiene una relación de clausura con su sexualidad porque en el escenario del sexo solo interpreta ataduras y sometimiento social. Cada una de ellas muestra una ruta singular desde la que se aborda la sexualidad, el cuerpo y la violencia de género.

Lo interesante de la propuesta de Salazar es que al trabajar figuras femeninas, no se busca, de ninguna manera, construir un relato heroico donde el cuerpo de las mujeres abandera la superación de sus condiciones con ciertos atributos específicos como la competencia, el éxito, la individualidad, para conquistar un espacio social, sino a partir de tácticas de sobrevivencia y reclamos ante el tiempo para colocar la posibilidad de armar discursividades de experiencias, prácticas, en disputa, inclusive desde la imposibilidad de decir el ultraje sobre sus cuerpo. O, por otro lado, la posibilidad de hacer del cuerpo un lugar de goce, encuentro y creatividad. Ahora, ¿cómo llevar esto a la materialidad de la escritura? Es decir, ¿cómo hablar desde el horror y el trauma, y cómo hacer venir la violencia histórica, pero también cómo darle cabida al impulso vital, al deseo erótico?

Para desarrollar esas dos grandes vías, la de dar cuenta de lo indecible desde el cuerpo destrozado, y la del cuerpo como potencia creativa y desbordada, La sangre de la aurora monta una narrativa sin centro, troceada. En entrevista con Lenin Lozano Guzmán en 2018, Salazar explica, pensando su proyecto de escritura a cinco años de distancia, en la búsqueda de romper con la dimensión narrativa de una voz soberana. Es decir, un yo, el uno, como centro configurador de una mirada que aborda y explica el mundo. Esta mirada, históricamente es fundadora del orden patriarcal y de una historia teleológica, lineal y ascendente. El texto propone, de manera crítica a esa configuración soberana, un relato des-fundante, y en cuyo centro estructurante está la visibilidad explícita del cuerpo y los usos simbólicos. En oposición a una mirada rectora, lo que se ensaya en esta escritura no es solo una composición polifónica, cuya estructura sea la del rompecabezas, tampoco la del acertijo a resolver, pues no hay restitución posible, o porque el origen, si así se le puede nombrar, no representa una unidad, ni un pasado mejor. La apuesta estética de la novela es el resto como giro ético-político para visibilizar otros relatos.

El erotismo y el deseo desde el cuerpo femenino no está en el caso de Modesta y Melanie supeditado a la reproducción y al cuidado, sino al desborde y el juego:

Te haces río en mi boca. el centro del universo en la punta de tu lengua. Mi cuerpo grita cinco cinco cinco, pero ese grito ya no retumba. Ahora esos cinco son tus dedos que navegan sobre mi piel. Derrotada por el deseo en tus ojos, el grito se transforma en un gemido. Por esto valía la pena vivir. Te haces río en mi boca. Lago, mar, océano en mí. Ahora navegas tú. Bebes del agua que doy (p. 84).

En esta suerte de configuración des-fundante4, el cuerpo de la mujer no es semillero del hombre nuevo, ni de los hijos de la patria, no hay una glorificación de la maternidad sino placer improductivo por parte de la figura de Melanie. En el caso de Modesta se cuestiona aún más la cita de Marx que abre la novela “Cualquiera que conozca algo de historia sabe que los grandes cambios sociales son imposibles sin el fermento femenino” (p. 11). De Modesta nace una niña de la bastardía que produce el poder masculino. Es una niña no deseada y en riesgo de muerte constante por la pobreza, por el rechazo de su madre violada y por la precariedad. La novela interfiere en esa escritura monumentalizante de historias heroicas teleológicas que enaltecen los valores nacionales y funcionan como casos ejemplares.

En cambio, Marcela/Marta, coloca como medio para su liberación social, el cierre de su cuerpo y sexualidad para convertirse en instrumento de la revolución. Busca de alguna manera asexuarse: “Más fuerza, más belicosidad, nada de maridos, ni cocina, ni hijos. Nada que me debilite. Aumentar mi fuerza para ponerla al servicio de la revolución, era la consigna” (p. 35). Y así entregarse religiosamente al líder. Sin embargo, la tortura sexual y el encarcelamiento la regresan a ese lugar de sometimiento frente al cual intentará resistir con el silencio.

El discurso revolucionario al que se subordina Martha/Marcela es cuestionado a través de un montaje de citas referentes al bagaje del pensamiento de izquierda en Perú -Marx, Lenin, Mao- pues en ellas se plantea una apropiación simbólica de la figura femenina en función de la militancia: “La verdadera igualdad entre el hombre y la mujer sólo puede alcanzarse en el proceso de la transformación socialista de la sociedad en conjunto. Mao Tse Tung” (p. 37). Sin embargo, al relacionarse con las trayectorias de las protagonistas se teje un sentido disonante en la medida que plantean una distancia insalvable entre la romantización de la representación femenina y la dimensión cotidiana atravesada por la gramática de las violencias de género.

No obstante, el texto incorpora la relación entre el deseo y el placer para complejizar la instrumentalización de la mujer en los programas revolucionarios dando pie a la construcción de personajes más densos evitando la construcción de tipos, pues no solo se trata de mujeres víctimas, sino también, en el caso de Modesta y Melanie, dueñas de su deseo. Y en el de la profesora Marcela, sus recuerdos permiten ubicar el peso de las instituciones sobre los sujetos: familia, maternidad, iglesia, principalmente. Es decir, son víctimas de una violación, pero no por ello pasivas frente a la búsqueda y ejercicio del placer. En este sentido la dimensión de la figura de víctima, como un lugar social que pudiera esencializar la presencia de estas voces, se entreteje con el juego erótico como un lugar de intensificación singular y agencia.

En algunos trabajos que se han escrito acerca de La sangre de la autora ocupa mayor parte el estudio de la dimensión del desgarro, las violaciones sexuales y el dominio sobre el cuerpo de la mujer (Knupp, 2018; Canal, 2016), pero destacan la agencia empoderada de la representación femenina en el texto que rompe con una mirada patriarcal abusiva (Alemanara, 2018). Por otro lado, Paredes Morales (2018) trabaja la relación deseo y ruina en una formulación antitética, donde la violencia misógina veda la potencia del deseo femenino a partir del disciplinamiento que suponen las violaciones. Y la ruina del cuerpo destrozado es lo que queda como alegoría del pasado. Molina Olivares (2019) formula la pugna entre deseo y miedo, y plantea que la producción de deseo resulta muy limitada por el orden patriarcal generando así una suerte de fracaso:

En especial, lo que aparece en el terreno afectivo -o de cómo un cuerpo afecta a otro cuerpo- pasa por otra dimensión que explora la novela además del trauma de la tortura genocida: el deseo. El deseo que desterritorializa el espacio normado. Sin embargo, el deseo de las protagonistas debe enfrentarse al miedo. (Molina, 2019, p. 97).

El entramado es complejo porque si bien el texto se concentra en la violencia de la guerra, esta se ancla en una violencia estructural naturalizada y sedimentada históricamente en cada una de las protagonistas dando cuenta de prácticas transversales socialmente, aunque diferenciadas. En otras palabras, la violencia practicada sobre los cuerpos femeninos en tiempos de guerra acrecienta la trama sociocultural ordenada por la gramática del heteropatriarcado sexo-binario en tiempos de paz (Boesten, 2016). Acudimos a una suerte de continuum donde “la violación es una reproducción de las jerarquías que ya existen en la sociedad y confirman la dominación” (p. 27) existente. Lo que cambia en la guerra es la instrumentalización de esta violencia y son esos matices los que se colocan en el texto. Por ejemplo, la cohesión de una colectividad masculina en el caso del ultraje sexual en grupos.

Lo anterior nos hace volver a tomar la pregunta ¿cómo dar cuenta del horror y la memoria que de él se convoca en el presente? El texto de Salazar participa de las conversaciones que piensan y cuestionan los usos del pasado. Plantea otro modo de visibilidad de los entramados del discurso social para descoyuntar el armónico orden que enmarca el relato oficial. Se ha dicho que uno de los asideros de los que echa mano la novela son los testimonios tomados del Informe Final de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación. Los testimonios, también incorporados a manera de restos inconexos, entretejidos con la construcción ficcional plantean una apuesta estética que interesa aquí desarrollar a partir del uso de la evidencia (relato oral de los testigos, registro fotográfico).

La evidencia se inscribe en el registro estético y la práctica artística permite nuevas configuraciones de lo “comprobable” para suspender lo dado y mirar desde otras implicaciones el pasado. Hal Foster (2016)5 identifica el “impulso de archivo” en las prácticas artísticas visuales con procesos de montaje donde la exploración estética genera formas de indagar en el material histórico: archivos, testimonios, registros, y de trabajar con él fuera de manera interdisciplinar. Para Foster estas prácticas tienen una relación con la memoria como crítica de los relatos históricos institucionales. El trabajo con el archivo implica una manera de distribuir lo visible e intervenir en los modos de percepción (Parrini, 2019) proponiendo otras coordenadas de lectura sobre el tiempo. Foster y Parrini se refieren a las artes visuales y escénicas. En el caso de la literatura es posible abordarlo de manera similar, aunque la escritura tiene otro bagaje que se verá adelante. Sin embargo, la práctica de la intervención estética es la clave que interesa resaltar.

Lo anterior supone consideraciones que nos interesan discutir con relación al testimonio primero y luego, a la representación fotográfica que se problematiza en el personaje de Melanie. El pasado se administra en la medida que produce un relato para ser recordado en el presente. Instituciones como museo6, textos de historia, conmemoraciones, monumentos, archivos registran lo que es visible y decible; las voces, interpretaciones y personajes que lo representan; las fechas y acontecimientos que demarcan los puntos nodales del curso del tiempo (Richard, 2010). Y más aún, la manera cómo ese pasado es articulado tiene que ver con el uso simbólico que se le da para entender la distribución de bandos, responsabilidades, reconocimientos de víctimas, enunciaciones legítimas e identidades recordables que van forjando afectividades sociales y culturales. En el caso peruano, la producción cultural referida al conflicto iniciado en los 80s, ya sea desde las instituciones o no, ha sido vasta7. En esta tensa conversación se sitúa La sangre y con ella se vuelven a plantear cuestionamientos éticos acerca de hablar por / escuchar al otro. Es decir, cómo hacer venir los testimonios, los rostros de las víctimas sin generar una práctica extractivista del dolor. La discusión respecto al testimonio tiene al menos tres ejes que para los propósitos de esta reflexión resultan relevantes: el problema de la verdad y su administración para la construcción de casos; el conflicto sobre cómo se traduce un testimonio y quienes pueden acceder a él; y los lugares en los cuales puede interrumpir el testimonio además del marco del derecho, es decir su relación con la memoria colectiva, la ética y la estética. El testimonio se ha discutido como género literario8 en el caso de los estudios culturales colocados en la teoría del subalterno, como evidencia en el marco de los derechos humanos y como producción de experiencia desde una mirada más bien ontológica.

Alejandro Castillejo (2017) desde el marco de los derechos humanos hace una revisión sobre la función de los documentos de las comisiones que investigan violaciones a derechos humanos en zonas de conflicto en tanto a la producción de una historia institucional sobre el pasado. Estas investigaciones, al pedir testimonios, generan datos para construir casos a partir de una determinada matriz teórica interpretativa. Para Castillejo es importante reconocer y cuestionar los modos como se consignan los usos del pasado y se administran los silencios, se escenifica el dolor y se construye la presencia de la víctima (p. 78). Y explica cómo, en el caso de la Comisión para la Verdad y la Reconciliación del Perú, las audiencias públicas no lograron intervenir el paisaje mediático cercado por los medios privados. Respondiendo a esto Víctor Vich sostiene que la cultura está haciendo el trabajo de configuración de memoria colectiva que el Estado no reconoce (2015). Y esto es importante para pensar los lugares sociales en los que el arte puede inscribirse acudiendo a una urgencia ética, pues Castillejo habla de una imposibilidad de escuchar, una suerte de “punto ciego auditivo”, y a la vez una saturación de discursos que impiden otros abordajes. Y esta imposibilidad de escuchar, sostiene, se engarza con la falta de articulaciones históricas en un sentido más amplio que impide una continuidad con el presente (p. 81) lo cual se convierte en una trampa mayor, pues se reconocen, en el mejor escenario posible, la construcción de los casos para la búsqueda de la justicia, pero estos no están entretejidos con una dimensión histórica que permita politizar el pasado.

El giro testimonial levanta una serie de preguntas y problemas que van desde la discusión de quién puede hablar hasta los límites y alcances de esta escritura en cuanto a su capacidad de interrumpir el campo cultural en general. Y más aún los problemas éticos relacionados con la industria editorial y los escenarios donde estos testimonios participan de la discusión.

A partir del trabajo de Beatriz Sarlo (2006) quien identificó el giro subjetivo en la escritura, se produce un cambio de orientación en algunas corrientes de las ciencias sociales y en la sociología de la cultura, donde la identidad de los sujetos ha recuperado el lugar que en otra época ocupaban las estructuras. Para Sarlo se trata de examinar los límites del testimonio, las debilidades del relato, así como responder a una pregunta esencial: ¿cómo se articula la memoria colectiva, ¿cómo es posible avanzar en esa construcción sin caer en autoengaños, sin pretender un uso neutro de la memoria, pero también sin acelerar los duelos? La vuelta de tuerca que propone es vincular el testimonio a la memoria como un lugar donde no necesariamente se revele una verdad histórica ni una forma de lucha (desde una posición marxista), sino la configuración de una subjetividad colectiva en relaciones de poder. Y es en este último sentido que interesa la apuesta que hace La sangre de la aurora acerca de la elaboración que establece con lo testimonial sí desde su dimensión indicial y forense (“esto pasa”, “esto es evidencia de algo”), pero también con relación a una exploración más epistemológica que permite ensayar otros modos de dar cuenta/dar un cuento de algo y por lo tanto problematizar el pasado, la memoria y, con ello, el lenguaje. Es justamente el lenguaje, la escritura y su inscripción (ya sea relato o imagen) la que entra en crisis en contextos de catástrofe:

(…) Esos malditos ni bien llegan al pueblo comienzan a robar todo lo que encuentran. Si no me das, te mato, así diciendo. Matan o se llevan a las criaturas para la montaña. A un compadre mío lo mataron porque él no dejaba que la gente llevara ovejas a sus pastos. Era su tierra pues, estaba en su derecho, ¿no? Los terrucos preguntaron quién era ese desgraciado que no compartía su propiedad y fueron a buscarlo. Con cuchillo le han abierto su cuello. Detiene su relato y mira al piso (p. 48).

¿Qué sucede cuando el relato se detiene?, ¿qué queda pendiente, sobrante cuando la expresión colapsa? Cuando el testigo se queda callado, mira para otro lado o rompe en llanto, o peor aún, cuando es la misma persona testimoniante la que no puede dar crédito de su decir; parece que estamos develando la dimensión inconmensurable de la violencia: “O capaz que no fue eso lo que vi, señores. No sé. Ay, ya no sé nada. Mejor que no escriban nada de lo que dije. Ya no entiendo lo que veo, no lo que sienten mis manos. Me falla pues la memoria. A lo mejor estoy imaginando cosas” (p. 49). La sangre de la aurora no corresponde del todo al género testimonial. No obstante, fluctúa entre la ficción y los testimonios. Y el sentido que se negocia entre estos dos registros tiene que ver con dar cuenta de la im-posibilidad del sentido, construyendo así una estética de la catástrofe que muestra la potencia de sus restos.

Desde una dimensión ontológica, Agamben desarrolla en “Archivo y testimonio” pensando en Lo que queda de Auschwitz la paradoja de la enunciación de los testimonios que Primo Levi colocaba. Por un lado, el testigo sobreviviente que puede hablar no es la víctima “verdadera”, digamos aquella que es completamente aniquilada, la que intenta dar cuenta de lo sucedido. Lo que plantea Agamben destraba la discusión en relación con la producción de verdad en lo dicho de los testimonios:

(…) La enunciación se refiere no a lo que se dice, sino al puro hecho de que se esté diciendo, el acontecimiento -evanescente por definición- del lenguaje como tal… la enunciación nos pone en presencia de algo único, de lo que hay de más concreto, porque hace referencia a la instancia de discurso en acto, absolutamente singular e irrepetible; y al mismo tiempo, es lo más vacío y genérico, porque se repite una y otra vez sin que sea posible fijar su realidad léxica” (143).

Este tener lugar, ocupar una posición que denuncia su inexistencia en ese momento de la violación a su vida es lo que marca la relevancia testimonial porque precisamente, continua Agamben, es la relación ante una posibilidad de decir y su tener lugar atravesada por la relación de una imposibilidad de decir que aparece en una contingencia. Entonces lo que dice no dependen de una verdad factual sino la relación, para nosotros política e histórica, entre la impotencia de hablar y las contingencias sociales y discursivas que hacen hablar a un sujeto en un marco específico de interpretación. El testimonio toma lugar en el acontecimiento del lenguaje de un sujeto que dice yo en un discurso específico y que no abarca la complejidad del testigo, pero sí que captura y subjetiva un modo de estar frente a otros y ante los sucesos.

En contextos de continua impunidad estos testimonios se configuran y toman lugar con la llegada de las comisiones de derechos humanos. Los testigos siguen a la intemperie de la seguridad social y política anclada en condiciones de abandono histórico. Este aspecto ha sido señalado (Marins y Macleod, 2019) como un factor para que en el caso peruano algunos de los sobrevivientes claudicaran en “la posibilidad de reivindicar una agencia social antisistémica, pues se redujo el espacio y sólo se les permitía ser víctimas” (p. 13).

Entre los tres personajes que protagonizan el texto de Salazar, es Melanie quien encarna la inquietud y angustia por develar una verdad que permita visibilizar la realidad de los sucesos. Ella encuentra en las palabras una suerte de oquedad que no le permite avanzar para desentrañar lo que está sucediendo. La joven fotógrafa logra acercarse lo más posible a la zona de conflicto hasta que la exposición la convierte en víctima de la misma violencia sexual a la cual serán sometidas las otras dos protagonistas, Modesta y Marcela. Aunque cada una con un tiempo de exposición diferente a la violación sistemática y por lo tanto a la experiencia del horror.

Por ahora lo que interesa es continuar con la relación entre escritura y evidencia. ¿Cómo dar cuenta del horror? ¿hasta dónde es traducible y cuáles son los usos poéticos de la evidencia? Melanie, como, Julio Cortázar en “Apocalipsis de Solentiname” saben que la captura de la imagen con la cámara tendrá un resto que siempre quedará fuera del marco.

Se me hace difícil intentar ver algo con claridad. La cámara me pesa más de lo usual. Está bien así. Su peso me ancla a la realidad dentro de esta situación fantasmal. ¿Qué queda después de todo? No queda nada. Hacia donde voy a mirar ahora. ¿Cuál será el objetivo de mi lente? (…) Jamás podré decir que lo he visto todo. Sé que siempre hay algo aún más terrible a un par de pasos. El horro siempre puede crecer (…) haciendo muchos clics, muchas tomas, mi mano guiará la cámara, ¿o será a la inversa? El encuadre exacto para mostrar, ¿mostrar?, ¿a quién?, ¿para qué? A veces prefiero no mirar, que sea la cámara el único testigo. El encuadre gritará lo que se prefiere callar. No puedo creerlo, ese olor otra vez. (…) ¿Qué es mirar? ¿Cómo puedo hacer que el olor se impregne en la foto? Mil tomas no me bastan (p. 60).

El carácter indicial de las fotografías que busca tomar Melanie obliga a pensar en lo que está fuera de ellas, pero también a reconocer que la potencia expresiva de esos fragmentos está en lo que los relaciona con otros fragmentos y sus silencios. Margarita Saona (2014), quien ha trabajado los vínculos, o más bien podríamos decir las complicidades, entre arte peruano y los esfuerzos por trabajar el conflicto armado en busca de justicia, subraya la dimensión testimonial y por lo tanto el esfuerzo hacia la creación de una memoria colectiva que va más allá de los límites de la constatación, es decir no solo la imagen icono y la imagen indicial, sino también la simbólica que se sirve de la metáfora y la metonimia para aludir a un sentido siempre diferido en otra parte y en relación con otro rastro.

Si bien en el marco del derecho es importante constatar, en la práctica literaria se trata de otra apuesta: poner en jaque su materialidad, en este caso, el lenguaje en relación y diálogo con la agenda de los derechos humanos. Pero más aún, la idea de que el lenguaje traduce una experiencia existente a priori. Cuando lo que sucede es una problematización de la escritura como lugar social y político que configura la representación del cuerpo y de la violencia de género. La autora cuando trabaja Las hijas del terror de Silva Santisteban menciona la siguiente:

(…) el cuerpo de las mujeres fue un verdadero campo de batalla por parte del Estado y de grupos armados que lo utilizaron como señal de dominación. Como ya lo ha mencionado Butler: “El lenguaje preserva el cuerpo pero de una manera literal trayéndolo a la vida o alimentándolo, más bien una cierta existencia social del cuerpo se hace posible gracias a su interpelación en términos de lenguaje” (p. 21). El poemario de Silva Santisteban plantea la urgencia de sentar una historia del conflicto armado que sea alternativa e inclusiva. Que tome en cuenta estos cuerpos sobrevivientes como interlocutores válidos, brindándoles de esta manera el reconocimiento de sus derechos (p. 78).

Salazar participa de esta problematización9 en donde el trabajo con el relato ficcional se entrelaza al uso del testimonio desde su materialidad como evento lingüístico, es decir que no ocurre fuera de las tensiones del entramado de significados establecidos (Scott, 2001, p. 66 ). La manera como la novela convoca estas tensiones es a partir del montaje de discursos en posiciones asimétricas de poder, una suerte de polifonía que da cuenta del conflicto social e histórico desde una perspectiva de género. Eyal Weizman (2016) acuña la noción de “estética forense” y Foster “el impulso de archivo” como prácticas artísticas para emplazar un ethos estético que permita al arte acudir a la disputa por lo sensible, no solo la comprobación de los hechos, sino la articulación de aquello que parece desconectado por la naturalización de la gramática dominante y establecida históricamente al grado de invisibilizar los mecanismos que producen la violencia estructural e histórica. Busca, el arte, entonces generar relaciones inesperadas y que susciten otros sentidos frente a lo referido como ya saturado por el alud de imágenes y discursos mediáticos inmediatistas.

Como decíamos arriba, el testimonio genera un lugar de enunciación donde el sujeto deviene víctima y desde ese lugar es escuchada. La condición de víctima no es extensiva a todos los planos del sujeto, es decir, no se es una víctima absoluta. Y esta potencia vital, singular evade su captura. En este sentido las protagonistas de La sangre de la aurora no se convierten solamente en testimoniantes dolientes, aunque la exposición a la violación sea un proceso deliberado de desubjetivación sistemático por parte de los diferentes perpetradores. Sino que se presentan personajes en resistencia frente a las estructuras de autoridad (instituciones, machismo, racismo). Hay en la propuesta del texto un esfuerzo por pensar la vida después y con el trauma de la violación y un esfuerzo por señalar su arraigo político y cultural.

Para cada una de las protagonistas, los efectos de la guerra derivan en rutas diversas. Y en ellas la novela plantea apuestas para interpretarla. Modesta convive con la memoria y el dolor generando una comunidad de mujeres tejedoras para protegerse. Proponiendo así, una salida colectiva en donde el trabajo de hilvanar alude no solo al estar juntas sino a construir un texto-textil desde la singularidad de un nosotras que se enuncia en primera persona. Lo anterior tiene que ver con el quiebre lingüístico en el proceso de Modesta sucede cuando pasa de la voz narrativa en segunda persona, que implica una voz de mandato, al narrador en primera persona que supone en la campesina serrana una apropiación de su trayectoria y las de sus pares. Esta salida no es celebratoria sino táctica frente a la vulnerabilidad que impone la intemperie social y política de su contexto.

Melanie reconoce la crisis de la imagen índice para dar cuenta de la violencia: “¿Cuánto queda fuera del marco? ¿Qué historias se escaparán?” (p. 78). Y en su caso lo que queda fuera es la vida que se obstina en ser vivida. Gracias a su condición de clase le ofrece: un aborto seguro, y la capacidad de recibir la “invasión deseada”; el placer de estar con Daniela, su amante. Su fuga es la recuperación del cuerpo amado. De esta manera, la ocupación y objetivación del cuerpo a partir de la violación colectiva no cifra de manera determinante el gozo erótico.

Finalmente, Marta/Marcela, el personaje que más alcanzamos a conocer los lectores por estar sometido a los interrogatorios fiscales, sin embargo, ella toma el silencio como el último acto de resistencia. No contarlo todo frente a la autoridad como dispositivo de extracción que busca la confesión. Su trayectoria está duramente sometida a las normas, ya sea las reglas sociales y religiosas que marcaron su infancia o las exigencias piramidales del partido y la lucha. Pareciera que el texto de Salazar equipara los discursos católicos y el senderista en su religiosidad castrante. En Marta/Marcela las decisiones son un lugar en donde se visibilizan estas las estructuras históricas de violencia normalizada dentro de los marcos patriarcales de organización social y la veneración de los parámetros masculinizantes de la vida.

El trabajo con la evidencia, el archivo y los recuerdos no apuntan, en la literatura, a construir un caso dentro del marco de los derechos humanos, aunque pueda compartir con ese campo cierta complicidad con el objetivo de dar cuenta. Sin embargo, el “dar cuenta” del arte hace posible algo distinto. Al trabajar con el fragmento y los rastros del tiempo de la guerra, La sangre de la aurora explora una escritura no representativa de una voz uniforme, completa y acabada. Al contrario, propone una aproximación a los estragos de la guerra y la violencia de género agudizada e instrumentalizada más allá de las identidades de víctima y victimario. Por otro lado, no se trata de desanudar el pasado para hallar una verdad inmutable, sino de convocar prácticas escriturales a partir de la estética del resto, el archivo y los testimonios para construir recuerdos que se activen como una memoria crítica del presente.

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1 A la memoria de Ingrid Escamilla (1995-2020). Joven asesinada de manera brutal por su pareja el 10 de febrero de 2020 en la Ciudad de México. Su violenta muerte nos convoca a pensar y activarnos en cada una de las trincheras que habitamos.

3A partir de este momento en las citas del texto La sangre de la aurora solo se mencionará la página a la cual pertenecen.

4El canon de la novela en América Latina del siglo XIX y comienzos del XX tiene una pertinencia política a partir de la ficcionalización de los proyectos de fundación nacional como demuestra Doris Sommer (1991), generando relatos totalizantes acerca del origen y valores de la patria como proyecto político-cultural.

5Hal Foster en “Impulso de archivo” está enfocado en el arte visual de instalación e imagen principalmente. Resulta para este trabajo muy interesante explorar este giro en la escritura.

6El ejemplo protagónico es el museo “Lugar de la Memoria, la tolerancia y la inclusión social” fue inaugurado en 2015 en Lima. Es aquí donde se busca generar un saber “mutuo” a partir de la diversidad de las memorias. Disponible en: https://lum.cultura.pe/el-lum/quienes-somos

7En específico nos referimos a la literatura y el arte audiovisual. Algunos ejemplos de la extensa producción son: Lituma en los Andes (1993) de Mario Vargas Llosa, Rosa cuchillo (1997) de Óscar Colchado Lucio, La hora azul (2005) de Alonso Cueto, Abril rojo (2006) de Santiago Rocangliolo, Las hijas del terror (2007) de Rocío Silva Santisteban, Un lugar llamado oreja de perro (2008) de Iván Thays, Memorias de un soldado desconocido (2012) de Lurgio Gavilán Sánchez, Los rendidos (2015) de Juan Carlos Agüero. Películas como La boca del lobo (1988) de Francisco José Lombardi, Días de Santiago (2004) dirigida por Josué Méndez, Tempestad (2014) De Mikael Wiström, La teta asustada (2009) dirigida por Claudia Llosa, Magallanes (2015) de Salvador Solar. Sin contar antologías de cuentos como Al fin de la batalla. Después del conflicto, la violencia y el terror (2015) compilado por Ana María Vidal Carrasco. En otros registros artísticos Si no vuelvo, búsquenme en Putis (2012) de Domingo Giribaldi y Relicario (2014) de Ivana Ferrer o intervenciones artísticas como la de Ricardo Wiesse (1995) al pintar Cantutas trabajan la relación entre imagen, representación y memoria.

8En los estudios literarios latinoamericanos el giro testimonial aparece a finales de 1980 y toma Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia (1983) como una de sus mayores referencias.# En un primer momento, la pertinencia política y teórica de esta escritura está permeada por el marxismo y en específico por la lucha de clases donde la irrupción en el campo intelectual y artístico de la voz de los subalternos implica una disputa por la hegemonía con el fin de apuntar hacia un cambio estructural más justo. Tiene una relevancia ética en donde intelectuales, investigadores y escritores se comprometen a participar en hacer visible, urgencias sociales ignoradas. En este primer momento se anclaba en el contexto de los conflictos centroamericanos de los 80 y 90. En 1987, Beverly escribe “Anatomía del testimonio” para singularizar esta escritura. En esta suerte de disección, el autor subraya seis características: el carácter de urgencia; la identificación entre persona gramatical y protagonista de los hechos, es decir la figura de testigo; el punto de vista social desde abajo, el lugar de la vulnerabilidad; la intención política o cuando menos el desafío a la normalización de una violencia estructural; la transcripción como medio necesario para inscribir a un sujeto excluido de los circuitos institucionales de producción de sentido; y finalmente, el efecto de verdad de la escritura documental y no ficcional.

9Esta intervención no solo la realiza como narradora sino como académica. En 2013 publica el texto “Género y violencia política en la literatura peruana: Rosa cuchillo y Las hijas del terror” en el número especial de la revista Confluencia dedicado al tema “Derechos Humanos y literatura”.

2 Julisa Mantilla Falcón (2006) menciona que este Informe marca un hito en este tipo de documentos al incorporar en el análisis, el impacto diferenciado en la violencia por razones de género e incluye un capítulo específico en relación con la violencia sexual contra las mujeres.

Recibido: 15 de Abril de 2020; Aprobado: 07 de Junio de 2020

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