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Cuadernos del CILHA

versión On-line ISSN 1852-9615

Cuad. CILHA vol.21 no.2 Mendoza jul. 2020

 

Dossier

Participación sin garantías: Apuntes sobre el arte como práctica socioafectiva1

Participation Without Guarantees: Notes on Art as Socio-affective Practice

Rubén Darío Yepes Muñoz1 

1Pontificia Universidad Javeriana. ruben.yepes@javeriana.edu.com. Colombia

Resumen

En las últimas décadas, se han multiplicado las etiquetas usadas para referirse al arte que, de una u otra forma, promueve la participación de audiencias allende de la práctica espectatorial: arte participativo, arte comunitario, estética relacional, arte contextual, arte colaborativo, estética dialógica, estética social, intervención artística, arte-acción. Con frecuencia se insiste que este tipo de arte, el cual suele tener una intención política manifiesta, promueve la creación de nuevas situaciones afectivas, de vínculos emocionales entre sectores sociales que de otra forma quizás no se encontrarían. Sin embargo, es preciso reconocer que, en no pocas ocasiones, esta intención es insuficiente para que pueda tener un impacto social significativo y que, incluso, la participación se ha convertido en un leitmotif del canon artístico internacional contemporáneo. En este texto realizo un recorrido por algunas obras participativas realizadas en los dos contextos nacionales que he habitado en años recientes: el estadounidense y el colombiano. Haciendo hincapié en la dimensión afectiva de las obras, discuto tanto sus alcances como sus limitaciones políticas, sugiriendo que este tipo de arte, parafraseando a Stuart Hall, se realiza siempre “sin garantías”.

Palabras clave: Arte participativo; Arte latinoamericano; Arte y afecto

Abstract

In recent decades, we have seen the multiplication of the labels use to refer to art works that, in one way or another, promote audience participation beyond spectatorial practice: participatory art, community art, relational aesthetics, contextual art, collaborative art, dialogic aesthetics, social aesthetics, artistic intervention, action-art... It is often insisted that this type of art, which usually has a manifest political intention, promotes the creation of new affective situations, of emotional bonds between social sectors that otherwise might not coincide. However, we must recognize that, frequently, this intention is insufficient for this art to have a significant social impact and that participation has even become a leitmotiv of the canon of international contemporary art. In this essay I address several participatory art works developed in the the two national contexts that I have inhabited in recent years: the United States and Colombia. Emphasizing the affective dimension of the works, I discuss their political scope and limitations, suggesting that this type of art, to paraphrase Stuart Hall, is always created “without guarantees”.

Keywords: Participatory art; Latin American art; Art and affect

1.

En la primavera del 2013 visité junto con una amiga la Frieze Art Fair en Nueva York. Caminando por el recinto de exhibición, fuimos abordados por dos empleados de la feria, quienes nos entregaron una llave de plástico e invitaron a buscar “una puerta escondida entre los cubículos y tocar tres veces”. Sin mayor dificultad encontramos la puerta y tocamos. Esta se abrió. Tras presentarle la llave al portero, entramos a un espacio sombrío en el que había un bar y detrás de este una pared falsa, más allá de la cual se escuchaba el murmullo de un grupo de personas. El cantinero colocó una gruesa moneda sobre la barra y nos preparó cócteles mientras contaba una historia, algo burroughsiana, sobre la pieza metálica. Preparado el cóctel y terminada la historia, el portero nos invitó a pasar detrás del bar. Allí nos enteramos por otros visitantes que tomábamos parte en una obra de Liz Glynn, Vault (Figura 1), una suerte de imitación de un speakeasy, los bares clandestinos de la época de la prohibición del licor en Estados Unidos. Cabría suponer que el hacer parte de un grupo de “elegidos” produciría una complicidad que facilitaría el diálogo entre desconocidos; no obstante, percibimos poca “habla fácil”, pocas conversaciones espontáneas entre extraños. No nos sentimos cómodos en el neoyorquino ambiente de “quién es quién”, de pose, de exhibición.

Figura 1 Liz Glynn, Vault. Feria de Arte Frieze, Nueva York, 2013. 

En las últimas décadas, se han multiplicado las etiquetas usadas para referirse al arte que, de una u otra forma, promueve la participación de audiencias y comunidades allende de la simple práctica espectatorial: arte participativo, arte comunitario, estética relacional, arte contextual, arte colaborativo, estética dialógica, estética social, intervención artística, arte-acción... La participación se ha convertido en una de las estrategias estéticas claves del arte contemporáneo. Podríamos decir que hay una promiscuidad de la participación en el arte contemporáneo, una proliferación de la participación guiada por la convicción de que la incorporación de esta no solo es deseable sino que constituye una de las estrategias más productivas de las artes visuales. Se ve la producción de sociabilidad, la producción de espacios de encuentro y vínculo social, como una finalidad en sí misma. En consonancia, se ve la producción de vínculos afectivos como un aspecto crucial de la producción de esta sociabilidad. La obra de Lynn descrita arriba, en la que el esfuerzo de producir un ambiente de clandestinidad y complicidad buscaba apuntalar el diálogo entre extraños, es un buen ejemplo de esta dimensión afectiva del arte participativo.

Atendiendo a esta “promiscuidad” y a mi propia experiencia como participante en algunas obras de este tipo, realizaré un recorrido por algunas obras participativas realizadas durante las dos últimas décadas. Seleccioné las obras teniendo por criterio haberlas visto -y sentido- directamente. Por esta razón, me referiré a obras que fueron realizadas en los dos contextos nacionales que he habitado en el período de tiempo mencionado: Estados Unidos y Colombia. Me referiré a ellas no sencillamente para hacerles una crítica, ni solamente como ejemplos de arte participativo, sino como aquello que Hubert Damisch llama “objetos teóricos”, esto es, objetos que no solo sirven de pretextos para pensar sino también como objetos que, en sí mismos, teorizan2. Discutiré, haciendo hincapié en la dimensión afectiva de las obras, algunas de las inconsistencias, contradicciones y desavenencias de este tipo de arte, para luego señalar algunas de sus posibilidades sociales. Sugiero que la producción de sociabilidad, y de los vínculos afectivos que esta conlleva no garantiza que la obra sea transformadora o políticamente progresiva; parafraseando a Stuart Hall, sugiero que este tipo de arte se realiza siempre “sin garantías”.

2.

Antes de entrar en los casos, quiero problematizar la noción de participación en las artes visuales, para luego hacer algunas breves consideraciones teóricas sobre el afecto y la dimensión afectiva del arte participativo. Advirtamos que el arte participativo no es algo radicalmente nuevo. Hay una tradición de la participación en las artes del siglo XX que hunde sus raíces en las vanguardias. Pensemos, por ejemplo, en los eventos dadaístas del Cabaret Voltaire, en las acciones públicas de los futuristas, en la participación de carácter “intelectual” que requiere el teatro de Bertolt Brecht, en el “teatro de la crueldad” de Antonin Artaud, en las intervenciones urbanas de los Situacionistas, en los happenings de Alan Kabprow o en los “rituales” de los accionistas vieneses. En vista de estos ejemplos históricos, podemos decir que existe una tradición de la participación, forjada a lo largo del siglo XX a través de numerosos experimentos y acciones.

En un sentido más general, habría que decir que la participación es una característica esencial del arte. En mayor o menor medida, todo arte es participativo. Incluso el acto de mirar una pintura es un modo de participación, y de participación activa, pues sabemos que tanto la mirada como la reflexión son actividades, involucran tanto la intencionalidad propia de la observación como la activación del sistema cognitivo. Por lo tanto, no podríamos suponer una oposición simple entre unas formas de participación que serían “pasivas” y otras que serían “activas”. ¿Quién diría que la contemplación atenta de un cuadro implica un nivel de activación perceptual y cognitiva necesariamente menor que, digamos, soportar una conversación banal en el cuarto secreto del bar de Liz Glynn? El grado de activación del espectador no depende del grado en el que una obra pueda ser calificada como “participativa”.

Lo que sí podríamos ver como un asunto de grados es la incidencia de lo social en la participación. Podríamos hablar de un rango que va desde unas relaciones sociales directas en un extremo a unas relaciones sociales indirectas o mediadas en el otro. Todo acto espectatorial implica relaciones sociales: incluso el acto de contemplar un cuadro, un acto aparentemente individual, ensimismado, está atravesado por relaciones cuyos términos son el espectador por un lado y el artista, los oficiales de la galería o el museo y los otros espectadores por el otro -la forma mínima de lo social en este último caso es el acuerdo tácito de respeto mutuo del espacio contemplativo de cada espectador-. Claro está, se trata de relaciones indirectas, mediadas no solo por la obra sino también por el recinto de exhibición y por la práctica espectatorial misma. Esto estaría en un extremo del rango. En el otro estaría el arte que está atravesado por relaciones sociales directas, no sencillamente en el sentido de que la obra pone en escena o resulta de tales relaciones sino también que busca producirlas in situ, es decir, que busca crear situaciones sociales.

De manera más restringida, la participación constituye una categoría estética del arte contemporáneo. En cuanto tal, tiene al menos tres sentidos generales: 1) la interacción del espectador con la obra, lo cual con frecuencia implica la idea que el espectador debe “completar” la obra; 2) la producción de situaciones sociales, ya sean estas democráticas, antagónicas o activistas; y 3) la producción colectiva de la obra de arte, es decir, la inclusión de distintos individuos y grupos en la creación de la obra, ya sea que esto se realice en un espacio comunitario o en el espacio del museo o la galería. En lo que sigue, dejaré de lado el primer sentido, la participación como interacción con la obra, para referirme a la participación en el segundo y el tercer sentido, la producción de situaciones sociales y la producción colectiva de la obra.

Dejo entre paréntesis el debate sobre en qué medida, dada la trayectoria histórica de la participación en las artes visuales, las categorías contemporáneas relacionadas con esta denotan realmente una innovación estética. En cambio, me enfocaré sobre otra serie de contradicciones de carácter más específico. Quiero pensar en el arte participativo no como una estrategia estética coherente o unitaria sino como un conjunto de modos de producción de prácticas sociales, como un abanico de posibilidades de articulación social cuya significatividad depende de un número amplio de factores. Estos incluyen el tipo de estrategia relacional implementada, el espacio o los espacios en los que la obra se lleva a cabo, los significados y discursos que esta pone en escena, el rol del artista en la producción de relaciones sociales, el contexto social de los participantes, la inscripción institucional de la obra, los discursos que encuadran a esta -los discursos a través de los cuales es presentada y que por lo tanto condicionan su recepción-, y la producción afectiva de la obra. Aunque la mayoría de estos factores pueden ser encontrados en toda obra de arte, lo crucial en el abordaje del arte participativo es entender como se articulan en función de producir los dos sentidos de la participación señalados arriba.

Buena parte del arte que se propone como práctica social tiene una intención política, ya sea implícita o manifiesta. Esta intención suele ser entendida según una o varias de las siguientes siete opciones: 1) la producción de nuevos modos o modos más democráticos de relación social, 2) la visibilización de grupos subalternos, 3) la intervención de contextos sociales específicos, 4) la confrontación de las posturas y creencias del público, 5) la democratización del proceso creativo, 6) el establecimiento de diálogos creativos entre el arte con “A mayúscula” y las prácticas artísticas “populares”, y 7) la constitución de nuevos públicos. Sin embargo, es preciso reconocer que a veces es difícil hablar de un impacto social significativo de este tipo de arte. La participación se ha convertido en un leitmotif del canon artístico internacional, en parte de una hegemonía institucional y cultural de carácter global. En este contexto, fácilmente cae en el juego y el simulacro, lo cual es útil para atraer grandes audiencias -y grants jugosos-, pero lo aleja de ser la estrategia todopoderosa que algunos artistas y curadores parecen ver en ella.

Digámoslo sin titubeos: hay mucho espectáculo en el arte contemporáneo, incluyendo a una parte importante del arte participativo. Hablo de espectáculo en el ya clásico sentido de Guy Debord, esto es, en el sentido de un arte “político” que no pasa de articular pseudoresistencias que terminan por servirle al orden social hegemónico al ofrecer placebos de espacio y acción política3. El punto de Debord no es menor: la producción cultural, en la medida en que se erige como un ámbito autónomo, instaura un espacio de libre elaboración y expresión de los anhelos de libertad y emancipación que los individuos y los colectivos albergan, evitando, precisamente gracias a su autonomía, que dichos anhelos estropeen la maquinaria de la reproducción social. Esto es el arte como válvula de escape del deseo emancipatorio, del deseo de transformación social, lo cual incluye el deseo de construir una sociedad más democrática.

Como ya hemos sugerido, un aspecto crucial del ensamblaje de elementos que constituye a toda obra participativa es la producción de afectos. El concepto de afecto es un concepto complejo y no es este el lugar para discutirlo4. Solo quiero señalar dos aspectos interrelacionados, ambos centrales en los dos paradigmas dominantes en la teorización contemporánea del afecto, la ontología del afecto de Gilles Deleuze y el modelo cognitivista de Silvan Tomkins: el carácter relacional de los afectos y su relación con la agencia5. Primero, los afectos son y expresan relaciones. Ser afectado por algo o alguien es entrar en una relación con dicho objeto o persona; el afecto es el registro sensible o sentido de esta relación. Además, todo encuentro con otro objeto o persona viene acompañado de un afecto (o un conjunto de ellos); es decir, toda relación tiene una dimensión afectiva. Si bien en la ontología de Deleuze el afecto es en primer lugar una intensidad “pura”, sin cualificar, en nuestra experiencia se manifiesta como una particular articulación entre lo sensible y lo discursivo. Es decir, toda relación sentida es también una relación con sentido, una relación a la que le otorgamos un significado, generalmente relacionado con los objetos o las personas que participan en la relación y el contexto en el que esta se da. Un afecto puede emerger de elementos puntuales, variaciones sutiles en un objeto, una imagen o un comportamiento -una forma, la intensidad de un color, un gesto, una mirada-; no obstante, no se presenta en nuestra experiencia de esta manera sino encuadrado por marcos discursivos de diversa índole -una palabra, un diálogo, una metáfora, un texto, un género artístico-. Además, el encuadre discursivo del afecto modifica a este último; por esto, cualquier separación entre intensidad y afecto calificado (encuadrado) es estrictamente analítica, nunca fenoménica. Vale la pena anotar que, en cuanto relación sentida, el afecto es una cuestión de producción, no de representación. La pregunta relevante es cómo se producen o propician ciertos afectos, no si son o no adecuadamente representados.

Segundo, hay una relación intrínseca entre afecto y agencia. En las obras de los dos autores mencionados arriba y en la mayoría de las teorías del afecto influenciadas por ellas el afecto no solo implica una relación entre dos términos, también implica un cambio de estado de estos últimos. Tanto el sujeto como el cuerpo son modificados por el encuentro con otros objetos o cuerpos. Esta modificación es crucial para la agencia: para Deleuze y Felix Guattari (1992; 2001 ), es solo gracias al cambio continuo en nuestro estado afectivo que nos vemos compelidos o a actuar, o por el contrario nuestra capacidad de actuar resulta constreñida6. Si nada cambiara afectivamente, no haríamos nada, literalmente. Asimismo, para Tomkins (1995) la incidencia de los afectos sobre la agencia física y psíquica es fundamental para la supervivencia del organismo. Hay afectos “positivos” que indican una situación favorable a la supervivencia, en tanto que los afectos “negativos” indican lo contrario. Como organismos, nos interesa maximizar los primeros y minimizar los segundos; es en función de este sistema afectivo que nos vemos compelidos a actuar7. Nótese que las acciones y comportamientos propiciados por el afecto pueden ser tanto internos como externos: las reflexiones, ideas, pensamientos e imágenes mentales también son, en este sentido, acciones.

Desde esta perspectiva, podemos ver el arte participativo como aquel arte enfocado en la producción de situaciones sociales y/o la producción colectiva de la “obra”, siendo un aspecto imprescindible de estas dinámicas la afectividad de las relaciones que las atraviesan y los agenciamientos que esta afectividad propicia o coarta. Este enfoque revela que, con frecuencia, el aspecto más importante de las relaciones sociales producidas en una obra de arte participativo no es el discurso o significado que esta materializa sino los vínculos afectivos que propicia en relación a dicho discurso o significado. Asimismo, revela que la dimensión política de este arte frecuentemente depende menos de la visibilización de sujetos “otros”, la denuncia de las injusticias a las que estos son sometidos y la producción o actualización de un discurso político que a la creación de la energía afectiva que la acción política requiere. Así, el frecuentemente señalado carácter procesual del arte participativo adquiere una nueva valencia: este es, en buena medida, un proceso de producción de afectividades colectivas. El enfoque sobre lo afectivo reencuadra cuestiones como la producción de identidades o subjetividades colectivas a través de la participación, en la medida en que aquellas se revelan como construidas no solo a partir de discursos, representaciones e imaginarios sino también de lazos afectivos. Por esto mismo, reencuadra la noción de colectividad política, en cuanto que esta con frecuencia adquiere su cohesión no a partir de un discurso o proyecto político claramente delineado sino a través de afectos que, como la empatía, conllevan un sentido de responsabilidad mutua, tanto en el presente como en el futuro.

No obstante, la distinción entre afectos “negativos” y “positivos” (o afectos que aumentan y afectos que disminuyen la capacidad de actuar) también implica que la producción de afectos no carga necesariamente con un signo político positivo; como escribe Laura Berlant, “el afecto encierra a la vez una promesa y una amenaza”8. Como cualquier afecto, los afectos producidos por una obra de arte participativa no conllevan necesariamente agenciamientos políticos; por el contrario, puede suceder que paralicen o coarten a la acción política, o bien que apoyen la reiteración de comportamientos sociales convencionales, alineados con las estructuras de poder y las formas de socialidad dominantes. Claire Bishop (2004) da en el clavo cuando critica al arte relacional porque su noción de lo social es totalizante y minimiza las diferencias, alineándose de esta manera con los discursos del multiculturalismo y el neoliberalismo; podríamos complementar esta crítica señalando que, afectivamente, este tipo de arte tiende a una forma de socialidad construida como “encuentro feliz”, una suerte de felicidad colectiva homogeneizante que requiere que dejemos nuestras diferencias en la puerta.

Hay entonces dos preguntas que le podemos formular a toda obra de arte participativo: ¿qué tipo de vínculos afectivos propicia? ¿Estos tienden a la reproducción de las estructuras y relaciones sociales dominantes, o por el contrario propician su transformación? Estas preguntas guían el enfoque sobre lo afectivo en los análisis que siguen.

3.

Entre las obras que he visto en la última década que podrían provocar una reflexión en términos del espectáculo incluiría a la ya mencionada Vault de Liz Glynn, también una obra más reciente, la controversial Sumando ausencias de Doris Salcedo, y otra realizada hace ya algunos años, el polémico performance de Tania Bruguera en la Universidad Nacional de Bogotá en el que repartió cocaína entre los asistentes... Quiero sin embargo referirme a otra obra que vi en Nueva York en el 2013, el Monumento a Gramsci del artista Thomas Hirschorn (Figura 2 y Figura 3). Esta obra ocupó un parque completo en el Bronx, ubicado entre los “Projects”, los bloques de apartamentos de interés social del que es quizás el borough más estigmatizado y desfavorecido de la ciudad de Nueva York. La obra consistió en una serie de recintos construidos precariamente en madera e instalados a lo largo del parque. Estos tenían distintas funciones: había un espacio de exhibición, una biblioteca, un salón de clase, una estación de radio, una sala de computadores, un teatro y, claro, un bar (ofrecer licor -u otro tipo de droga- se ha convertido en parte del canon del arte “social”). También había una guardería de niños y un salón comunitario. Uno podía encontrarse con conferencias sobre filosofía y obras de teatro, talleres para niños y recitales de poesía, karaokes y clases de arte dictadas por Hirschhorn y otros artistas, aunque cuando yo fui vi poco de esto, siendo la única congregación notoria la de los visitantes del bar.

Figura 2.Thomas Hirschorn, Monumento a Gramsci. Bronx, NY, 2013. 

Figura 3 Thomas Hirschorn, Monumento a Gramsci. Bronx, NY, 2013. 

El “Monumento a Gramsci” fue la cuarta y última obra en la serie de “Monumentos” de Hirschhorn9. Hirschorn dice sobre esta serie que lo importante no es su calidad estética sino la “energía” que se crea a través de cada obra. La utilización de la palabra “energía” es interesante. Las metáforas energéticas son comunes, tanto en el lenguaje coloquial como en la teoría, para referirse a lo afectivo (yo mismo las uso en este texto). Así, una interpretación plausible es que Hirschorn se refiere a la producción de vínculos afectivos. Si adoptamos esta interpretación, podemos preguntar si la instalación en efecto produjo vínculos o lazos afectivos entre los distintos asistentes, y si fue así, de qué tipo de lazos se trató. La experiencia propiciada por la instalación estaba encuadrada por la dedicatoria a Gramsci. Al hablar de “energía”, o vínculos afectivos, en relación a una obra dedicada a Gramsci que además busca propiciar encuentros sociales, cabría esperar que estos promovieron reflexiones colectivas y acciones respecto de, digamos, la situación social en el Bronx.

Cuando Gramsci escribió que “todo hombre es un intelectual” se refería a que, en principio, todo hombre -todo ser humano- puede darle a su clase social -o, extrapolando un poco, al grupo del cual proviene- una consciencia de su lugar y función dentro de la totalidad social, es decir, una conciencia política10. Si bien Gramsci no se refirió al aspecto afectivo de esta consciencia, no es demasiado osado proponer que esta depende en parte del vínculo afectivo entre los miembros de la clase, grupo o sector social en cuestión; al fin de cuentas, ¿qué sería de una colectividad política en la que las personas no se sienten visceralmente, existencialmente, comprometidas las unas con las otras? Como salta a la vista al examinar los movimientos sociales contemporáneos, la pertenencia a una colectividad política es muchas veces sentida antes de ser reflexiva o racional.

¿Se dieron vínculos afectivos que promovieran reflexiones colectivas y acciones respecto de, digamos, la situación social en el Bronx? No en los padres de familia que tomaron provecho de la guardería. Tampoco en las clases de arte dictadas por Hirschhorn -estas eran sobre técnicas artísticas básicas, en muy poco diferentes a la formación de cualquier curso de artes-. No podría decir a ciencia cierta que no se dieron espacios de formación de consciencia social y política, pero en mis dos visitas -y, según se infiere de las reseñas de un buen número de críticos y comentaristas, en la experiencia de otros visitantes también-, lo que parecía estar sucediendo no era un espacio de construcción de conciencia social o colectiva sino el espectáculo de la exhibición mutua de visitantes que, en su mayoría, eran turistas o individuos pertenecientes al mundo del arte. También habían personas que, supuse, eran habitantes de la zona, pero estas se mantenían apartados de los grupos de foráneos -o más bien, los foráneos se mantenían apartados de ellos-. De modo que es muy difícil hablar de la formación de una comunidad política. El monumento parecía más una feria digna de Coney Island que una intervención social en el Bronx, más una cuestión de exhibición y disfrute que de encuentro y diálogo.

Frente al Monumento a Gramsci, resultan pertinentes las siguientes palabras de Hal Foster: “A veces se le adscribe una política a este tipo de arte sobre la base de una analogía dudosa entre una obra de arte “abierta” y una sociedad incluyente, como si una forma improvisada pudiera evocar una sociedad democrática, o una instalación no-jerárquica predecir un mundo más igualitario”11. Foster nos invita a pensar que propiciar espacios de encuentro difícilmente puede ser en sí mismo una finalidad política en un sentido transformativo; al fin de cuentas, la sociedad capitalista está atravesada por múltiples espacios diseñados para el encuentro. Hay espacios cuya función es brindar el esparcimiento, la distracción y el goce que le permiten a las personas recobrar energías físicas y psíquicas para un nuevo día o una nueva semana de trabajo, pero también espacios para el ejercicio de la creatividad, de la individualidad, etc. El capitalismo, en su fase actual, necesita individuos creativos y prestadores de servicios. Como señalan Michael Hardt y Antonio Negri, tales espacios son parte del dispositivo a través del cual se forman las subjetividades, se afinan las prácticas, y se producen las habilidades sociales y la disposición al trabajo afectivo que requiere el sistema12. Obras participativas como la de Hirschhorn, en la medida en que no pasan de plantear temporales aventuras sociales de carácter lúdico, “encuentros felices” marcados por afectividades “positivas” del tipo que le interesa a la actual economía de servicios, terminan cumpliendo una función productiva en términos del poder. Este tipo de encuentros propician, detrás del telón de la tolerancia y el reconocimiento, perspectivas sociales y modos de relación afines al neoliberalismo actual, con su aplanamiento de las diferencias y emborronamiento de los conflictos, pero difícilmente propicia agenciamientos. Se trata del encuentro y la participación como espectáculo, un simulacro de conciencia política colectiva que esconde una profunda complicidad con el sistema.

Hay otra cuestión que es puesta de relieve por el Monumento a Gramsci. Hirschorn se ve a sí mismo como un “facilitador”, un productor de un espacio de encuentro y trabajo cuyas dinámicas dependerían de sus colaboradores y de los asistentes. Esta idea de la función del artista corresponde al principio de la democratización de la creación de la obra y el cuestionamiento crítico de la noción de autoría que moviliza a buena parte del arte participativo. Este principio frecuentemente conlleva la intención de distribuir el capital simbólico y económico producido por la obra de manera equitativa entre sus creadores. Hay dos creencias que subyacen a este principio: primero, la creencia que hay capacidades creativas en todos los seres humanos -idea articulada por Beuys en su máxima “todo hombre (ser humano) es un artista”- y, segundo, la creencia que hay una fuerza creativa en lo colectivo que excede la creatividad individual. Así, la política de este tipo de arte remite a la liberación de la potencia creativa no solo de los individuos sino también del colectivo o la multitud.

Todo esto resulta cuestionable cuando se observan las prácticas de creación colectiva. No son inusuales en el arte participativo el tipo de trabajo directivo y la figuración pública que adquirió Hirschorn durante la realización de Monumento a Gramsci. Al contrario, el arte participativo raras veces consiste en un proceso de creación abierto y horizontal. Lo usual es que haya algún tipo de direccionamiento y control por parte del artista o los artistas encargados; de manera más importante, estos suelen quedarse con el capital simbólico producido por la obra. En este sentido, el principio de la creación colectiva, más que sustancializar el ideal de la democratización del proceso creativo, funciona como un discurso ideológico, encuadrando tanto la representación que el artista hace para sí mismo de su propia labor como nuestra recepción de la misma, lo cual incluye la interpretación que realizamos de ella y la forma en que nos afecta.

4.

Lo dicho hasta aquí no implica que las obras participativas estén irremediablemente condenadas a caer en el espectáculo, en las dinámicas del poder hegemónico y en la ideologización de lo político. Más bien, quiere decir que es necesario sortear las trampas del espectáculo y del poder en las sociedades neoliberales. Si no quieren caer en estas trampas, lxs creadores de obras participativas deben evitar las concepciones facilistas de lo comunitario y de la constitución de relaciones como finalidad en sí misma. Hay obras que logran abrir espacios de interacción entre distintos sectores sociales en los que sujetos subalternos adquieren visibilidad y audibilidad, espacios en los que sujetos que ocupan posiciones dispares a lo largo y ancho de la malla del poder se encuentran en un proyecto común, en los que se producen vínculos afectivos productivos que llevan al reconocimiento mutuo y la construcción de subjetividades colectivas. Es decir, hay obras que logran producir situaciones sociales en las que efectivamente se incuba una energía política, un potencial de agencia.

Quiero referirme a tres proyectos artísticos colectivos realizados en Colombia en las últimas dos décadas. El primero de ellos es C’unduá, nombre de una serie de obras realizada por Mapa Teatro entre el 2002 y el 2013. Esta serie incluye un conjunto de instalaciones, Re-corridos (2003), una instalación interactiva y serial realizada en múltiples espacios; La limpieza de los establos de Augías (2004), dos obras participativas y performáticas realizadas in-situ; Prometeo I y II (2002- 2004), a las que me referiré en breve, y una obra performática de carácter escénico, Testigos de las ruinas (2003-2013). Si bien todas estas obras contaron con la participación de algunos miembros de la comunidad a la cual se refiere la serie, quiero hablar en particular a Prometeo I y II, en razón de su carácter participativo. C’unduá se refiere al proceso de desalojo y transformación de un sector del barrio bogotano Santa Inés, y particularmente de la Calle del Cartucho13, para construir allí el Parque Tercer Milenio, el cual se inauguró en el año 2002. Se trata de un sector que era cercano a la Casa de Nariño, conocido en ese entonces por ser un epicentro de la criminalidad y la prostitución. El desalojo se realizó sin un plan de relocalización adecuado, los habitantes de la zona terminaron dispersados en distintos sectores de la ciudad.

Mapa Teatro respondió a esta situación realizando una serie de talleres con la comunidad desalojada, de los cuales surgieron las obras mencionadas. Si bien en todas hubo participación de los miembros de la comunidad que tomaron los talleres, Prometeo I y II se destacan por haber construido un espacio de creación estética y relación social que contó con la participación directa de un número amplio de ellos (Figura 4). Ambas obras fueron llevadas a cabo en el vecindario demolido. En Prometeo I, realizada en diciembre del 2002, se interpretaron varias de las historias de los habitantes de la zona. Además, algunos de estos hicieron las veces de intérpretes de las historias. Prometeo II, realizada al año siguiente, fue una versión más elaborada de la misma idea. En esta ocasión, se utilizaron candelabros para trazar el croquis de las casas que fueron demolidas. Los antiguos habitantes recrearon sus hogares con algunos de sus muebles y objetos personales. Además, se dispusieron dos grandes pantallas como telón de fondo. Los visitantes podían caminar a través de los candelabros y ver y escuchar las representaciones de las historias de los antiguos habitantes, llevadas a cabo tanto por los actores de Mapa Teatro como por ellos mismos. Habían sonidos interactivos que se activaban con el paso de los visitantes, en tanto que sobre las pantallas se proyectaron imágenes de archivo del barrio y de algunos de los habitantes. La noche terminó en un gran baile.

Figura 4 Mapa Teatro, Prometeo II. Bogotá, 2003. 

Estas obras produjeron un espacio relacional complejo que involucró diversos elementos: la historia del barrio Santa Inés, las historias personales de los antiguos habitantes del barrio, los asistentes/participantes y, claro está, los antiguos habitantes que participaron en el proceso de creación y puesta en escena. En la medida en que estas historias fueron el foco de los encuentros, se trata de un espacio de visibilidad y participación, de creación de lazos afectivos, de derrumbamiento de estereotipos, de reconfiguración de subjetividades. La potencia de las relaciones que se dieron en Prometeo I y especialmente en Prometeo II no deriva sencillamente de la posibilidad del encuentro sino de la fuerza de los lazos afectivos y la autenticidad del reconocimiento mutuo que se dan cuando se crean espacios de encuentros perdurables y de trabajo en común. Esto a su vez depende del carácter eventual de dicho espacio, de su carácter emergente, inusual e inesperado. En una palabra, deriva del carácter de acontecimiento de las obras. Lo que ambas obras sugieren es que el arte participativo no solo debe producir un espacio de interrelación social, también debe otorgarle a dicho espacio un contenido que pueda, de manera abierta, servir de marco de referencia general de las relaciones, las afectividades y el proyecto político que allí se gestan -justamente lo que hace falta en obras como Monumento a Gramsci-.

En obras como estas, se producen subjetividades colectivas. Entiendo la subjetividad como una práctica, una forma de relación consigo mismo que involucra la actualización consciente de distintas representaciones y referentes provenientes de diversas fuentes, incluyendo la experiencia y la historia personal, los otros, los discursos institucionales y el campo de las relaciones sociales. Obras como Prometeo I y II propician espacios de encuentro entre individuos que ocupan posiciones de sujeto dispares. Se abren espacios en los que se crean interrelaciones de carácter cognitivo, afectivo y corporal, de tal forma que los contenidos representativos y discursivos que se ponen en escena se convierten en los marcos de la formación de una subjetividad colectiva. Se trata de una forma de subjetividad que se articula alrededor de la participación en un proceso común de reconocimiento, que puede ser el reconocimiento de situaciones, historias o modos de ser y formas de vida particulares. Crucialmente, este tipo de reconocimiento suele estar marcado por la empatía, el afecto que toma forma cuando nos ubicamos en el lugar del otro. Si bien la empatía es un afecto convencional, una emoción, esta no solo está atravesado por convenciones sociales sino también, como sugiere Jill Bennett (2005), por la contigüidad con el otro. A través de la empatía, el otro se convierte en un semejante, no debido al reconocimiento en alguna identidad común sino en virtud del contacto mismo, de la cercanía con el otro. A través de este afecto, las circunstancias e historias del otro se hacen, en cierto sentido, propias. Nos comprometen visceral y existencialmente; nos sentimos responsables frente al otro; este deja de ser un otro para convertirse en un semejante. Así, la potencia política de obras como Prometeo I y II no radica simplemente en el reconocimiento mutuo que se da en ellas, tampoco en la transformación de las circunstancias o las formas de vida que son reconocidas (lo cual en alguna puede suceder, en mayor o menor medida); radica en la modulación de la subjetividad de quienes se reconocen en el proceso colectivo de reconocimiento, esto es, de quienes se perciben a sí mismos como parte de un grupo de individuos abiertos al otro.

En obras como estas se producen subjetividades colectivas en un segundo sentido. A través de la creación de una comunidad creativa, esto es, de una comunidad centrada en un proyecto creativo común, emerge una identidad grupal común, la identidad de un grupo de individuos que se reconocen a sí mismos y entre sí a través de su participación en un proyecto cuyos objetivos y formas surgen no de afuera sino del grupo mismo. Los participantes se reconocen en la comunalidad del proyecto colectivo, lo cual implica reconstituirse a sí mismo en función del proyecto y de las relaciones necesarias para llevar este a cabo. Esta reconstitución no solo es apuntalada por los lazos afectivos que se crean en el encuentro con los otros y al hacer parte de un proyecto común; en la medida en que el afecto opera una modificación en el cuerpo y el sujeto, podemos decir que estos lazos son en sí mismos el proceso de reconstitución de los participantes. Por otro lado, nótese que la constitución de una comunidad en la que todos tienen voz creativa se acerca más al ideal del arte participativo de la democratización de la creación que aquellos proyectos artísticos en los que el artista dirige su producción.

La segunda obra participativa realizada en el contexto colombiano a la que me quiero referir es Tejedores de historias (Figura 5), la cual fue liderada por Ludmila Ferrari y llevada a cabo entre el 2007 y el 2008. Esta consistió en un largo proceso que involucró varios talleres con un grupo de personas, en su mayoría mujeres, que fueron desplazadas por la violencia y que vivían en Ciudad Bolívar, un sector marginal del sur de Bogotá. El resultado de estos talleres es una serie de imágenes bordadas en las que estas personas representan sus vidas en el campo, antes de que fueran obligadas a desplazarse a la ciudad14. Sus creadoras utilizaron tanto imágenes como palabras, todo lo que vieran necesario para referirse a sus vidas pasadas. Tejedores de historias se convirtió en una oportunidad para que reconstruyeran sus propias historias, las narraran unas a otras y para que las historias adquirieran visibilidad; en este sentido, Ferrari actuó como motivadora y coordinadora del proyecto, más no como su autora.

Figura 5 Ludmila Ferarri, Tejedores de historias. Bogotá, 2007. 

El proyecto produjo fuertes lazos afectivos entre las participantes y entre estas y Ferrari. Comenzó a través de la incorporación de Ferrari en Vidas móviles, un programa de la Pontificia Universidad Javeriana que brindaba asistencia social a la población desplazada de Ciudad Bolívar. Notando que las mujeres de esta población sabían tejer, Ferrari les propuso que representaran de esta manera sus historias y deseos personales. Este espacio fue aprovechado por las mujeres para referirse a sus vidas campesinas, a los paisajes rurales, a sus esposos e hijos. A Ferrari le sorprendió que el desplazamiento forzoso no fuera importante dentro del repertorio de temas abordados por las mujeres. La recreación de la vida anterior al desplazamiento constituyó un referente común en el cual las mujeres se identificaron; el afecto que acompañó a esta identificación se puede caracterizar como una mezcla de nostalgia y dignidad.

El acto de tejer evoca el proceso de la memoria. Como las imágenes, la historia personal debe ser tejida, elaborada con los hilos de la experiencia. Para las mujeres de Ciudad Bolívar, el proyecto propició que examinaran su propia historia, reconociendo las consecuencias de la violencia pero también sus relaciones, conocimientos, habilidades, experiencias y deseos. El tejido es también una metáfora de la creación de sentido colectivo y la formación de lazos comunitarios que se dio a través del proyecto Tejedores. Las participantes intercambiaron y relacionaron sus historias, sus perspectivas personales y las personas de su círculo inmediato; al hacerlo, resistieron la exclusión y la marginalización a las que han sido sometidas. En este sentido, el tejido funciona como metáfora y modelo de la reparación y el fortalecimiento de los lazos comunitarios.

En estas imágenes, lo afectivo también pasa por los materiales utilizados. En el campo colombiano, es usual que las mujeres elaboren la ropa de sus familias. La familiaridad de las creadoras de las imágenes con los materiales y las técnicas les permitieron sentirse en control del proceso creativo, posibilitando que se enfocaran en el significado de las representaciones en vez de los aspectos técnicos de la elaboración15. Este control se ve reflejado en las imágenes, en su fluidez y en los detalles, en su expresividad y tono poético. Ante estas imágenes, vemos y sentimos la presencia de las participantes, tanto en las escenas e historias representadas como en la materialidad y el proceso de elaboración de las imágenes.

Podemos interpretar las imágenes, podemos descifrar sus elementos simbólicos e incluso obtener algo de información acerca de las identidades y experiencias personales de sus creadoras. No obstante, la interpelación más fuerte que nos hacen proviene de su alegría cromática, de su densidad compositiva, de las huellas y la metáfora del acto de tejer. Estos elementos se combinan en nuestra experiencia, de modo que recibimos las imágenes como totalidades visuales. Encontramos en ellas no tanto una narrativa cohesiva como un tono afectivo, un afecto recurrente que emana de sus cualidades compositivas, materiales y técnicas. Este tono afectivo toma el primer plano en nuestra experiencia, en tanto que los elementos narrativos de las imágenes retroceden. Viendo las imágenes, sentimos la mezcla de nostalgia, felicidad y dignidad que sintieron las mujeres al elaborarlas.

Sin embargo, nunca perdemos de vista el hecho de que estas imágenes buscan narrar historias personales. El reconocimiento de la intención narrativa de las imágenes encuadra sus elementos formales y expresivos, así como su producción afectiva. Las imágenes nos hablan de individuos complejos y reflexivos con historias de vida igualmente complejas y, sobre todo, con el deseo de hablar, de ocupar el espacio de autorrepresentación que el proyecto les ha brindado. A través de estas imágenes, personas marginalizadas y estigmatizadas aparecen frente a nosotros como individuos que, como nosotros, experimentan felicidad y dolor, valoran la familia y la comunidad, y que, a pesar de las adversidades, disfrutan sus formas de vida. Como en Prometeo I y II, el otro se convierte en un semejante, alguien por quien podemos sentir empatía y, en consecuencia, hacia quien podemos sentirnos responsables. Entramos en un espacio de contigüidad con las creadoras de las obras, nos vemos existencialmente comprometidos con ellas.

En vez de exponer las imágenes en galerías o museos de arte, Ferrari organizó una exhibición en la sede de Vidas Móviles. Posteriormente, fueron exhibidas en varias bibliotecas públicas y fundaciones culturales de Bogotá, incluyendo Ciudad Bolívar y otras áreas del sur de la ciudad. Las obras circularon en espacios en los que la audiencia era diferente a la de los museos y galerías. Así, estas produjeron un nexo entre sus creadoras y unas audiencias que, quizás, están más cerca -tanto geográfica como socialmente- a ellas que las audiencias típicas de las galerías y los museos. En virtud tanto de estas estrategias de exhibición como de los afectos de empatía que las imágenes propician, Tejedores abrió un espacio para la construcción de una identidad grupal cuyo valor político reside justamente en su capacidad de extender las relaciones y los lazos afectivos allende del ámbito de la producción de las imágenes.

Pasemos a la última obra que consideraremos, La guerra que no hemos visto: Un proyecto de memoria histórica de Juan Manuel Echavarría, (2007, Figura 6). Esta obra consiste de 420 pinturas, las cuales fueron pintadas por excombatientes provenientes de todas las facciones involucradas en el conflicto armado colombiano: el ejército nacional, las fuerzas guerrilleras y los grupos paramilitares. Estas fueron producidas a través de una serie de talleres organizados por Echavarría. En estos talleres, los participantes recibieron entrenamiento básico en técnica pictórica, y se les motivó a que representaran sus experiencias de la guerra. El resultado es una serie de imágenes realizadas por treinta y cinco excombatientes que nos muestran, con trazos casi infantiles, la crudeza y el dolor de la guerra.

Figura 6 Juan Manuel Echavarría, La guerra que no hemos visto. Bogotá, 2007. 

Estas pinturas resultan conmovedoras no simplemente por lo que representan sino por el contraste entre la ingenuidad de su estilo y la violencia exacerbada de las escenas y eventos que muestran. Decir que la tensión entre estilo naif y representación de eventos atroces nos conmueve equivale a decir que recibimos dicha tensión afectivamente; podríamos incluso decir que esta tensión es en sí misma un afecto. No obstante el título del proyecto, la agencia de estas pinturas no depende de una supuesta función documental sino de su capacidad de interpelarnos afectivamente. Estas nos proveen, por lo menos a los espectadores colombianos, poca información nueva sobre el conflicto, poco que no supiéramos ya sobre su violencia y atrocidad. Más bien, las pinturas nos permiten sentir la crueldad de la guerra, la inhumanidad de los crímenes cometidos en medio de ella, los horrores sufridos por las víctimas, así como el sufrimiento y los conflictos internos de los ex-combatientes. Sentimos las tensiones que existen al interior de sus creadores. Las figuras humanas fuera de proporción, el uso inexacto de la perspectiva lineal o la bidimensionalidad de las imágenes, las narrativas simples que estas construyen, la representación gráfica y explícita de la violencia y, en general, el carácter marginal de las pinturas: todos estos elementos expresan tanto la participación en horribles actos de violencia como el deseo de contribuir a los esfuerzos de paz del país, el reconocimiento de haber infligido dolor tanto como sobre una necesidad catártica de comunicar las experiencias de la guerra.

El poder afectivo de las pinturas es incrementado por la interrelación de estos elementos y de los afectos simples que ellos provocan con nuestro conocimiento de la historia del conflicto, nuestra conciencia de las intenciones que guiaron al artista, nuestro conocimiento del estatus de ex-combatientes de los pintores y nuestro reconocimiento de la intención testimonial de las obras. Estos elementos discursivos -de los cuales los espectadores eran informados a través de la información publicada en el espacio de exhibición- encuadran a los elementos formales y expresivos de las pinturas. Esta función de encuadre produce una compleja tonalidad afectiva, la cual es reiterada y aumentada a través del carácter serial de La guerra. Al realizar esta labor de encuadre, los elementos discursivos se convierten en el substrato en relación con el cual las pinturas producen los afectos complejos y provocadores con los cuales entramos en sintonía. Como sugiere la teoría de los afectos de Tomkins (1995), estos elementos tienen la capacidad de llevar los afectos que ensamblan allende de las experiencias que los originaron, permitiendo así que reemerjan cuando quiera que elementos discursivos o significativos similares ocupan nuestra atención. Así, se evidencia que, en tanto que el proyecto de Echavarría fue sin duda significativo para quienes participaron en él, su mediación de la guerra no consistió solo en su capacidad de afectar las vidas de los participantes sino en el potencial que tuvo el proyecto de involucrar afectiva y éticamente a sus espectadores con las realidades de los combatientes; en este sentido, la representación de la violencia de la guerra no es una finalidad sino un medio, una manera de lograr la mediación afectiva.

Las dos últimas obras que hemos considerado revelan un aspecto particularmente interesante de la estrategia estética de la creación colectiva: hay un efecto de realidad (me apropio libremente de un término de Roland Barthes) producido por nuestra conciencia de que las obras fueron creadas por individuos que participaron en las situaciones representadas. Para que se dé este efecto, no es necesario que conozcamos el nombre o la biografía de cada individuo; basta con que conozcamos su identidad general, mujeres desplazadas en el caso de Tejedores de historias, excombatientes en el caso de La guerra que no hemos visto. Aquí lo importante no es tanto el ideal de la democatización del proceso creativo o el ideal de la liberación de las energías creativas sino la valencia ética que toma la obra gracias a lo que sabemos sobre sus creadores, incluso si esto es poco: al conocer que estos participaron en las situaciones recreadas por la obra, nos vemos implicados en cuanto sujetos que hacen parte del mundo en el cual dichas situaciones se dieron. Esta implicación conlleva una responsabilidad frente a dicho mundo, lo cual incluye a quienes sufren o son excluidos, rechazados o subalternizados en él.

5.

¿Cómo se puede evitar la espectacuralización de la participación en el arte y su cooptación dentro del totalitarismo de lo social de la agenda neoliberal? Por supuesto, no hay fórmulas. Nuestra reflexión en torno a Monumento a Gramsci sugiere que, en sí misma, la participación y los afectos que esta conlleva nunca son suficientes para que haya un impacto social relevante, y mucho menos la ausencia de participación implica la imposibilidad de que la obra tenga un impacto afectivo y social. Además, en medio de la “moda” de la participación, las trampas del poder, de la cooptación de su producción de socialidad y captura de su potencial afectivo, acechan por doquier a este tipo de arte. Como ya dijimos, el arte participativo, en cuanto estrategia de intervención política, se realiza sin garantías.

Esto no significa que se deba abandonar la participación como posibilidad de intervención política. Más bien, significa que las estrategias artísticas deben ser diseñadas con sumo cuidado. No basta con que se creen espacios y afectos relacionales. Como sugiere nuestra consideración de Tejedores de historias, La guerra que no hemos visto y sobre todo Prometeo I y II, dichos espacios deben ser además espacios-acontecimiento, espacios sociales en los que tanto la forma y los afectos de las relaciones como el discurso que articula a estas irrumpen en la matriz de las formas sociales hegemónicas. Solo así se podría aspirar desde el arte participativo a la gestación de otras identidades y subjetividades colectivas. Esto requiere intervenciones que vayan más allá de acciones de corta duración y alcance social y discursos políticos facilistas. Requiere un conocimiento experiencial cercano y profundo del contexto social que se busca intervenir. Además, requiere asumir que la agencia de este tipo de arte no consiste en la transformación de las estructuras sociales -la historia de las vanguardias artísticas demuestra que esto sería pedir demasiado- sino en la imprimación socioafectiva de sectores sociales específicos en aras de que agencien su potencial político. Correspondientemente, quizás la mejor apuesta que puede hacer el crítico cultural que desee examinar la dimensión política de dicho arte es auscultar cuidadosamente la compleja articulación de situaciones, sujetos, cuerpos, afectos, objetos, prácticas y discursos que lo constituyen, sin asumir que puede haber una prescripción estética de su incidencia social.

Referencias

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1 Versiones preliminares de este artículo fueron presentadas en el Primer Seminario Internacional SUR: Prácticas Artísticas Relacionales, Pedagogía y Arte Contemporáneo (Pasto, 2017) y el VII Coloquio Internacional Construcción Utópica y Lucha Social “Lógicas de la Esperanza, creaciones desde la Memoria” (Bogotá, 2018).

2En una conocida entrevista, Damisch afirma: “a theoretical object is something that obliges one to do theory. Second, it's an object that obliges you to do theory but also furnishes you with the means of doing it. Thus, if you agree to accept it on theoretical terms, it will produce effects around itself”. Véase Bois, Yve-Alain, et al. (1998, p. 8).

4En Yepes (2018) discuto más a fondo la perspectiva teórica del afecto que adopto aquí.

5Al respecto, véase Gregg y Seigworth (2010).

6La archi (y con frecuencia mal)-citada frase de Spinoza, “Por afectos entiendo las afecciones del cuerpo, por las cuales aumenta o disminuye, es favorecida o perjudicada, la potencia de obrar de ese mismo cuerpo, y entiendo, al mismo tiempo, las ideas de esas afecciones” (1980, p.124) se refiere justamente a esto. Deleuze retoma esta idea de Spinoza en su ontología de los afectos, de tal forma que esta ha hecho carrera en la teoría del afecto de estirpe deleuziana.

7Una diferencia importante entre la teoría del afecto de Deleuze y Guattari y la de Tomkins es el número de afectos que cada una concibe. Si para la primera este número es incontable, para Tomkins hay nueve afectos, que se clasifican en positivos y negativos. Los positivos son interés-excitación, disfrute-gozo (enjoyment-joy) y sorpresa-sobresalto. Los negativos son aflicción-angustia, enojo-rabia, temor-terror, desagrado (dismell), asco y pena-humillación. Los nueve afectos están ordenados según su incidencia sobre la supervivencia: el interés es el afecto más positivo y la humillación el más negativo. Asimismo, cada uno de los nueve afectos, excepto el asco, tiene un rango; de allí que sean descritos por parejas de términos.

8Affect encompasses both a promise and a threat”. Citado por Gregg & Seigworth (2010, p. 10). Traducción propia.

9Las otros tres estuvieron dedicadas a Deleuze, Spinoza y Bataille.

10Véase Antonio Gramsci, “La formación de los intelectuales” (1967).

11Sometimes politics are ascribed to such art on the basis of a shaky analogy between an open work and an inclusive society, as if a desultory form might evoke a democratic community, or a non-hierarchical installation predict an egalitarian world” (traducción propia), en Bishop (2004, p. 193). Igualmente vienen al caso estas palabras de Claire Bishop: “las relaciones construidas por la estética relacional no son intrínsecamente democráticas (…) ya que descansan de manera demasiado cómoda sobre un ideal de la subjetividad como un todo y de la comunidad como unidad inmanente” (2004, p. 67).

13La Calle del Cartucho era el nombre dado a una calle de Santa Inés, y por extensión a las cuadras aledañas. Este sector fue el epicentro de la degradación urbana y social que caracterizaron a este barrio.

14De aquí en adelante usaré pronombres femeninos para referirme a las participantes, pues, como ya mencioné se trata de un grupo compuesto mayoritariamente por mujeres.

Recibido: 07 de Julio de 2020; Aprobado: 20 de Agosto de 2020

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