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Cuadernos del CILHA

On-line version ISSN 1852-9615

Cuad. CILHA vol.21 no.2 Mendoza July 2020

 

Dossier

El río y sus despojos. Perspectivas estéticas de la desposesión en Colombia

The river and its dispossessions. Aesthetic perspectives of dispossession in Colombia

Simón Henao1 

1IdIHCS-UNLP-CONICET. shenao@fahce.unlp.edu.ar. Argentina

Resumen

Este trabajo busca profundizar en el estudio de las narrativas del despojo en Colombia entendidas como narrativas que configuran una categoría vinculada a la voluntad de escribir el despojo, de exponer sus modulaciones, mostrar sus variaciones y revelar los avatares de víctimas y victimarios a través de la escritura ya sea de ficción, testimonio o crónica, o bien sea del cine, la dramaturgia y las artes plásticas. Haciendo uso de conceptos como comunidad, desposesión y testimonio se interpelarán obras del Teatro La Candelaria y de la escritora Patricia Nieto así como de los artistas Clemencia Echeverri y Juan Manuel Echavarría, en cuyos trabajos, donde aparece el río como tecnología de desaparición, plantean diversos posicionamientos frente al despojo y los mecanismos de su representación.

Palabras clave: Literatura colombiana; Arte colombiano; Siglo XXI; Desaparición; Despojo

Abstract

This paper seeks to deepen the study of narratives of dispossession in Colombia understood as narratives that shape a category linked to the will to write the dispossession, to expose its modulations, show its variations and reveal the vicissitudes of victims and victimizers through writing whether fiction, testimony or chronicle, as well as through film, dramaturgy and plastic arts. Using concepts such as community, dispossession and testimony, will be questioned works by Teatro La Candelaria, Patricia Nieto, Clemencia Echeverri and Juan Manuel Echavarría, pieces and works with diverse languages linked to the river as a disappearing technology that pose different positions against the dispossession and mechanisms of its representation.

Keywords: Colombian literature; Colombian art; XXI century; Disappearance; Dispossession

En 2018 Santiago Rodas publicó el poemario Plantas de sombra donde está “La corriente”, un poema que transcribo aquí a manera de epígrafe:

Los trajo la corriente, los enterraron en un cementerio improvisado al lado del río Cauca porque no tenían nombres y nadie en el pueblo los reconoció ni por sus caras ni por su ropa. Les dieron santa sepultura. Después desviaron el río para inundar el valle para hacer un dique para producir energía, megavatios de potencia. Pero hubo problemas, derrumbes, mucha lluvia, fallas en los cálculos, y el río se creció hasta desbordarse y se llevó casas, gente, ganado, matas y un gato que era de un bombero. A los que estaban enterrados también se los llevó la corriente y por segunda vez flotaban en el caudal sin nombre, sin cédula, sin nadie que los reconociera, sin nadie que los enterrara.

Tiempos suspendidos, corrientes del despojo

Según una relatoría del Centro Nacional de Memoria Histórica, divulgada por la red de periodistas Rutas del conflicto, hasta comienzos de 2018 habían sido recuperados más de 1.080 cuerpos en al menos 190 ríos de Colombia (Rutas del conflicto, 2018)1. Cuerpos de desaparecidos por alguno de los actores armados, principalmente grupos paramilitares, que participan del largo conflicto armado interno en el que los ríos han sido utilizados como tecnología de desaparición con el fin de ocultar la evidencia de los crímenes. Puerto Berrío, una ciudad calurosa a orillas del Magdalena en el departamento de Antioquia, se ha hecho conocida en los últimos años porque en ella, con un hondo sentido religioso, hombres y mujeres rescatan cadáveres arrojados al y arrastrados por el río. En un principio los habitantes de esta ciudad fueron llevándolos a la orilla para darles allí una sepultura provisional y con el paso del tiempo, a medida que van sacando y sacando cuerpos del Magdalena, han ido acogiéndolos en el cementerio y adoptando a los muertos desconocidos. A cada uno de estos NN le hacen un ritual funerario y lo bautizan dándole frecuentemente el apellido de la familia que lo adopta.

Los cuerpos sacados del río, despojados de nombre, de historia, de vida, tienen dos destinos posibles: el osario o la fosa común. Para evitarles la fosa y a cambio de favores los devotos de Puerto Berrío les dan nombres a estos cuerpos convertidos en ánimas, les compran una tumba, los entierran, los visitan. Mantienen con estas ánimas de los escogidos una profunda relación de cercanía, de conversación y de amistad que produce una ritualización en torno a las tumbas y a los cuerpos de desaparecidos. Ileana Diéguez en su libro Cuerpos sin duelo apunta que “las tumbas de NN ante las cuales se imaginan nombres, historias y sobre todo se reinventan vidas y poderes mágicos, son espacios donde se configuran communitas a partir del dolor y donde pese a todo, la imaginación no cesa de buscar estrategias para apostar por la vida. Contra la decisión de desaparecer los cuerpos abandonados a las aguas, los habitantes de Puerto Berrío se empeñan en darles sepultura y otorgarles un nombre” (p. 15). Se trata de una performatividad que funciona como espacio de articulación alternativa, como práctica que busca restituir los vínculos sociales haciendo inteligibles los cuerpos, los nichos, las vidas despojadas que trae el río.

Esta práctica ritual conlleva, por lo demás, una práctica estética ya que el pabellón dentro del cementerio donde están colocados los cuerpos NN, traídos por el río, a pesar de la corrosión del clima y de las prohibiciones de los funcionarios municipales y de la iglesia que lo administra, permanece decorado con un particular colorido e implica, como apunta Diéguez, “toda una transformación de la iconografía habitual de las tumbas” (p. 164).

Directa o alusivamente distintas cronistas, dramaturgos, cuentistas, artistas y cineastas han retomado en algunas de sus obras este escenario, el acto performativo de las peticiones a los escogidos y la ritualización realizada por los habitantes de Puerto Berrío y la resignificación que, con esta práctica, una comunidad a orillas del río le hace frente a la extensa corriente de violencia y pone en acto el signo del duelo más allá de los límites de lo propio.

Algo que comparten estas imágenes y estos textos, y que las hace ser parte de una serie más amplia articulada en torno a la categoría de narrativas del despojo, es que la desaparición de la que en ellos se habla o que en ellas se expone es abordada en diálogo y concordancia con una problemática, si se quiere más amplia, que es justamente la del proceso del despojo.2 Se trata de una categoría vinculada a la voluntad de escribir el despojo, de exponer sus modulaciones, mostrar sus variaciones y revelar los avatares de víctimas y victimarios a través de la escritura ya sea de ficción, testimonio o crónica, así como a través del cine, la dramaturgia y las artes plásticas. En muchos aspectos puede vérsela como una narrativa poco arriesgada ya que se incorpora con obvia comodidad en la larga tradición colombiana de una narrativa de la violencia que atraviesa el siglo XX y que desde hace unas décadas es aprovechada comercialmente por las grandes empresas editoriales, por las galerías y por los museos. Pero hay casos excepcionales en que cuentos, novelas, crónicas, documentales y muestras invitan a ser leídas como parte de una experiencia estética que explora la problemática del despojo no solamente como un tema entre tantos, como una cuestión externa que la literatura, el cine, la dramaturgia y las artes traen para sí haciéndola parte de su repertorio tópico, sino también como una forma de problematizar la representación, las temporalidades y espacializaciones con que los diversos lenguajes toman posición frente a los acontecimientos y procesos del mundo social y de la historia.

Una de esas narrativas del despojo es la que estrenó en el 2013 el Teatro La Candelaria con el título Si el río hablara (Figura 1). Una obra teatral que tiene una puesta en escena multimediática en la que se superponen trabajo actoral con video instalaciones, efectos sonoros y textos y en la que los personajes en escena son cuerpos hablantes que transitan un río, una “corriente líquida convertida en cementerio de cuerpos escondidos, de cadáveres insepultos, de sombras desaparecidas”, según señala el crítico Sandro Romero (p. 87).

Figura 1 Puesta en escena de Si el río hablara…Teatro La Candelaria. 

Desde hace más de 50 años las obras del Teatro La Candelaria tienen un introito, una presentación que, en su momento, y hoy célebres casi como los prólogos de Borges (el símil hiperbólico es de Romero), hacía el legendario director y fundador del teatro Santiago García. En el introito de Si el río hablara se lee lo siguiente:

Es una travesía, sin retorno, de cuerpos trashumantes que dejan sus huellas inscritas en el agua, en la nada…es un viaje de cuerpos suspendidos en un tiempo quebrado e inconcluso. En esta obra tres personajes, a su manera, quieren salir de esa zona gris que es la pérdida del sentido de la vida, ocasionado por esta guerra interminable de la cual el Estado ha sido partícipe. Mujer, una madre que emprende su errancia por arduos caminos para encontrar algún rastro de su hija; Poeta, un hombre al que se le revelará su esencia durante el viaje de la obra; y Devota, una señora que encuentra sentido a su vida buscando la memoria de los muertos del agua (Escobar, González, Badillo, p. 9).

Al recordar lo que dice Jean-Luc Nancy acerca de que el cuerpo es aquello que se aproxima sobre una escena, aquello que hace presencia, y que “el teatro es aquello que da lugar al acercamiento de un cuerpo” (322),3 se hace significativo el hecho de que los personajes (Mujer, Poeta y Devota) de Si el río hablara… sean personajes que al ser arquetipos habiten una temporalidad suspendida y contengan una presencia inconclusa, como si los autores (sic) insistieran desde un comienzo en que los cuerpos traídos por el río son cuerpos que, aun en escena, no tienen tiempo ni espacio; en que si bien son cuerpos dispuestos en escena, no son en lo más mínimo cuerpos expuestos, esto es, cuerpos puestos en su propia exterioridad; que aun cuando los textos son dichos por ellos son cuerpos que no tienen voz, lenguaje, nombre; que son, en definitiva, cuerpos que viven, como si se tratara de personajes de Rulfo, en un mundo, un espacio y un territorio del que han sido despojados: el mundo de los vivos. Así, la puesta en escena del Teatro La Candelaria pone en juego la posibilidad de lo común no tanto como contenido de lo vivo sino como la vida misma, como su duración, que es lo mismo que decir su posibilidad, la vida como coexistencia en un escenario4. ¿Cómo podrían esos cuerpos, ya sin vida, traídos por el río, tener una presencia, poseer algo propio, algo de sí, si todo, aun el peso muerto de sus cuerpos, les ha sido despojado?

Con otro lenguaje, y a través de otros dispositivos, esta pregunta sobre la naturaleza de la presencia de los cuerpos de desaparecidos en el río se la había hecho también la videoartista Clemencia Echeverri con su obra Treno (canto fúnebre) (Figura 2), una instalación audiovisual expuesta originalmente en 2007. Se trata de una serie de dos videos contrapuestos con una duración de 14 minutos que aborda la desaparición a través del torrente del río, en este caso el río Cauca, el mismo río que después desviaron “para inundar el valle / para hacer un dique para producir energía, / megavatios de potencia…” del que habla el poema de Santiago Rodas; un río que después de calar los Andes y acumular muertos desemboca en el Magdalena. La video instalación está desplegada en dos pantallas enfrentadas cuyas imágenes van acompañadas del registro sonoro impetuoso con que corre el agua marrón oscura. Cada pantalla está dividida en tres fragmentos que, en simultáneo, repiten imágenes del río. En medio de la corriente aparecen, súbitamente, una camisa, un pantalón y distintas prendas de vestir flotando entre los remolinos. Un hombre intenta rescatar las prendas con un palo; las levanta, pero nunca llega a sacarlas del todo a la orilla y las prendas vuelven a aparecer flotando en el río, arrastradas por la corriente. Mientras este rescate fallido sucede se escuchan, por detrás del flujo constante del agua, los gritos de un hombre y una mujer, “voces desesperadas”, así lo describe el crítico Juan Diego Pérez, “que invocan unos nombres en el aire y que, con ellos, evocan a los cuerpos perdidos de quienes alguna vez respondieron a este llamado” (p. 81).

Figura 2 Imágenes de la videoinstalación Treno (canto fúnebre). Clemencia Echeverri. 

Lejos de una estetización de la memoria, la obra de Clemencia Echeverri, en tanto presencia sensible que le da consistencia a lo real, encara la impotencia que produce la violencia. La artista misma cuenta que Treno (canto fúnebre) surgió a partir de una llamada que le hicieron y que “evidenciaba un clamor y una búsqueda sin respuesta” al ser interpelada: “-No sé qué haremos, señora. Se llevaron a mi hijo” (s/p), le decía la interlocutora en ese llamado. La desazón de la madre se convierte en la imposibilidad de que artista y obra se pronuncien en lugar de ella, en el impedimento de que artista y obra ocupen el espacio de duelo que habita la madre, confrontando, de esta manera, la idea de que la práctica artística funciona o puede funcionar como testimonio.

La imposibilidad de asociar a la artista con la figura del testigo, y aún más, a la obra con el testimonio, es algo que se expresa no solamente en Treno (canto fúnebre) en relación con las víctimas y las experiencias de violencia, muerte y desaparición, sino que aparece en muchas de las obras de Clemencia Echeverri, particularmente allí donde, al igual que en la que ahora nos atañe, la voz es un elemento central pero vinculada a experiencias de violencia expresadas no por voces de víctimas sino de victimarios. En entrevista con Sol Giraldo la artista señala que dos de esas obras (Voz resonancias de la prisión de 2006 y Versión libre de 2011) son obras que “no parten del micrófono para recibir testimonios y revelar hechos” sino que realizan una exploración por

los sistemas de comunicación desde el lenguaje que conduce, revela y cubre. Son obras que están situadas en espacios que resuenan en cautiverio, voces que surgen desde arquitecturas específicas como la prisión, y las acerco mediante otra arquitectura similar en su uso como es en este caso el Museo Nacional de Colombia, que alguna vez fue prisión. En ambas obras convictos y victimarios tratan de contar, para llegar a demostrar los múltiples cruces que están en juego exponiendo confusión, lugares comunes y frases de lo políticamente correcto al intentar expresar alguna verdad testimonial (Giraldo, p. 200. Sin cursivas en el original).

Si testimoniar es un “acto mediante el cual el sujeto, al decir la verdad, se manifiesta: se representa y es reconocido como alguien que dice la verdad” (Martyniuk, p. 28), Treno (canto fúnebre) evidencia que esa verdad y su expresión no son equivalentes. Mientras que para Martyniuk el testimonio es una “modalidad del decir veraz, hablar franco (como parrhesía)” y en el acto de testimoniar “el individuo se autoconstituye y es constituido por los demás” (p. 28), en Clemencia Echeverri ese intento por contar, imposible en el caso de las víctimas y fallido en el de los victimarios, pareciera señalar que se trata de una repartición de lo sensible fundado (y fundido) en la distancia inabarcable e inconmensurable entre obra y testimonio5.

Por otra parte, si en la obra de Echeverri aparece una alusión a la tanatopolítica, como afirma Gustavo Chirolla, se hace abandonando lo sensacional y el espectáculo de la muerte. En consecuencia, en Treno (canto fúnebre) no hay apropiación posible de la muerte y de la desaparición así como no hay proyección posible del lugar de ese otro despojado de la vida. No hay cómo apropiarse de su muerte y de su desaparición, no hay forma poética ni práctica artistica que habilite traer esa muerte y esa desaparición para sí y de sí, hacerlas propias. Hay, repentino, estrepitoso, y sin embargo impotente, el grito y el horror suspendidos en una temporalidad incierta. La obra se funda (y se funde), de esta manera, en la imposibilidad de testimoniar dando cuenta de la pérdida de lo propio. Si, como dice Claudio Martyniuk, el testimonio implica la intersubjetividad, la obra de Clemencia Echeverri borra, con el ímpetu de la corriente fluvial, las circunstancias en que se produce el vínculo que asocia a los sujetos y sus experiencias. No hay duelo posible en la obra porque el duelo, aquello que está más allá del grito, se encuentra por fuera de toda obra posible.

Tiempos expuestos, testimonios de la desposesión

Otra perspectiva asume la propuesta del artista Juan Manuel Echavarría quien desde el 2006 comenzó a registrar fotográfica y audiovisualmente las prácticas rituales que se producen en la ciudad de Puerto Berrío alrededor de los cuerpos de desaparecidos que son adoptados, bautizados, acogidos y tomados como propios. Los registros de Echavarría que documentan los cambios que a lo largo del tiempo han tenido las tumbas de los escogidos derivaron en tres piezas que conforman la obra Réquiem NN (Figura 3). La primera de esas tres piezas es una serie de fotografías lenticulares que ha sido expuesta recreando la forma del pabellón del cementerio donde se encuentran los nichos de cuerpos NN.6 Son fotos donde se ve la intervención que los devotos hacen en la sepultura, lo que escriben en ellas, las flores con las que las adornan, las imágenes sagradas, los favores pedidos y los agradecimientos por los favores recibidos, de ahí que Ileana Diéguez se refiera a estas fotografías como agentes de una imagen visual que deviene metáfora de las capas de NN que han producido la guerra y la violencia en Colombia (p. 165).

Figura 3 Imagen de Réquiem NN. Fotografía lenticular. Juan Manuel Echavarría. 

La otra pieza que hace parte de Réquiem NN es una serie de videos con el título Novenarios en espera. Se trata de videos muy similares a las fotos pero que no se encuentran agrupadas sino que en ellos Echavarría pone en primer plano el paso del tiempo sobre cada nicho en particular, los efectos de las intervenciones de los devotos en la materialidad del espacio donde reposa cada uno de los cuerpos y la espacialización de identidad y singularidad que estos nichos representan.

El proyecto Réquiem NN se completa con un documental de 70 minutos donde, en una dinámica que amplía la mirada, ya no aparece solamente el registro de los nichos, agrupados o aislados, como en las fotos y en los videos que dejan todo el contexto de violencia en un fuera de campo pleno. Echavarría amplía el enfoque para hacer aparecer ya no solamente imágenes de los nichos y los pabellones, sino que son incorporadas las voces, los testimonios de las y los devotos, del sepulturero, del médico forense, del capitán de bomberos, de los pescadores que sacan los cuerpos del río, de una madre que busca a sus hijos desaparecidos; en definitiva, es incorporada (esto es: toma cuerpo), la comunidad que participa, de una u otra manera, de la experiencia de esta práctica ritual. Es por eso que, como señala el crítico Pedro Adrián Zuluaga en una entrada de su blog Pajarera del medio, se trata más de un cuento de aparecidos que de una película de desaparecidos. Zuluaga apunta que en ella lo que se expone es un duelo por transferencia ya que “adoptar quiere decir aquí, cuidar como propio lo que nadie reclama, hacer suyos unos cadáveres que son ajenos y de todos, cumplir con el deber humano de darles sepultura a los difuntos”.

Vale la pena insistir en el hecho de que Réquiem NN está compuesta por estas tres piezas (las fotos, los videos y la película) y que lo que las articula es una relación potenciada por la dinámica y por la direccionalidad del movimiento con que Echavarría observa y proyecta el tema de la desaparición en Colombia y de la respuesta con que los habitantes de Puerto Berrío resignifican la violencia, la muerte y la desaparición poniendo en acto el signo del duelo más allá de los límites de lo propio. Lo particular de esta dinámica con que Réquiem NN amplifica el enfoque, y con ello la mirada, es que con esa puesta en movimiento Juan Manuel Echavarría expone una de las formas con que podemos comprender la desposesión en términos de Judith Butler y Athena Athanasiou.

Ellas hablan, en su libro dialogado sobre la desposesión y lo performativo en lo político, de una doble valencia del término. Por un lado, dicen, está la noción de desposesión que podemos asociar con una idea más cercana a la de despojo, y que, según puntualiza Athanasiou, tiene que ver con una definición enfocada a procesos e ideologías “a través de los cuales las personas son repudiadas y rechazadas por los poderes normativos y normalizadores que definen la inteligibilidad cultural y que regula la distribución de la vulnerabilidad” (p. 16). Esta primera valencia de la desposesión está vinculada a la pérdida de tierra, a la pérdida de comunidad, dicen ellas, por una sujeción a la violencia militar y económica. La desposesión como aquello que sucede cuando las poblaciones pierden su tierra, sus medios de supervivencia y se transforman en sujetos de la violencia. Esa es una de las formas de definir la desposesión como algo privativo.

La otra forma de la desposesión de la que hablan Butler y Athanasiou es relacional y apunta al encuentro con el otro; la desposesión como forma de ir hacia el otro, esto es, como modo de producir sujetos políticos y como parte de los procesos de sujeción que incluye “las pérdidas constituidas, preferentes, que condicionan el ser desposeído (o el dejarse ser desposeído) por otro: uno es movido hacia el otro y por el otro, expuesto y afectado por la vulnerabilidad del otro” (p. 16).

Las fotografías de los nichos coloridos que evocan el pabellón de cuerpos NN en el cementerio de Puerto Berrío (Figura 4); los videos que proyectan el paso del tiempo y los cambios y transformaciones que, uno por uno, estos nichos tienen producto de las intervenciones y acogidas de los devotos de la ciudad ribereña; el documental que amplifica el enfoque hacia la experiencia comunitaria de la violencia y la respuesta que los habitantes de las orillas del río Magdalena tienen a ella, permiten pensar que las tres piezas que conforman Réquiem NN la proyectan como una obra donde hay una articulación performativa entre artista, comunidad y espectadores. Es esta articulación, producto de la dinámica de ampliación de la mirada, la que habilita formas de desarmar la hegemonía de la violencia, que hace posible espacios, prácticas, discursos, deseos y afectos que aumentan el imaginario relacional, las formas de estar los unos con los otros, aún cuando esos unos y esos otros convivan en la diferencia radical que existe entre los vivos y los muertos. Esos espacios, prácticas, discursos, deseos y afectos son en Réquiem NN la posibilidad, la apertura misma hacia lo común que, en forma de despojo, trae el río7 (Figura 5).

Figura 4 Fotograma de Réquiem NN. Juan Manuel Echavarría 

Figura 5 Fotograma de Réquiem NN. Juan Manuel Echavarría. 

De una manera análoga estas disposiciones afectivas y este reparto de lo sensible que proyecta la obra de Juan Manuel Echavarría resuenan en los testimonios de Los escogidos, un libro de crónicas de Patricia Nieto publicadas originalmente en el 2012. En el carácter testimonial de estas crónicas aparecen disposiciones afectivas que hacen inteligibles las prácticas rituales como gestos pero también, y más que nada, como acciones y como performatividades políticas.

Las crónicas de Nieto insisten, con “aire de tragedia griega, como de Antígona” (Vallejo, p. 180), en el hecho de que los ritos funerarios, de adopción, de nombramiento y de apropiamiento afectivo, esto es, de traer para sí lo radicalmente otro configuran una práctica que contrarresta la violencia convirtiéndola en un recurso político que efectiviza modos de ser en común. Se trata de la insistencia en reconocer que despojar no es solamente quitar la tierra, sino que es, además, extraer del otro lo propio, dejar lo sí del sí mismo sin sí, sin aquello (tierra, lengua, nombre) que lo hace propio de sí: desapropiar (lengua, territorio, nombre). Y esta insistencia, que reconoce la muerte violenta como la forma más radical del despojo, es realizada en las crónicas de Nieto a través de diversas estrategias de escritura como la apertura hacia la primera persona, la vinculación de las voces de la cronista con las voces de los involucrados, el testimonio de los diferentes participantes, la toma de distancia y del acercamiento propio del oficio de la cronista, y a través también de las cercanías y distancias que los devotos, las madres, los funcionarios, en otras palabras, los vivos que aparecen en las crónicas, hacen de los cuerpos extraídos del río, “los desheredados”, “los sin nombre”, “los olvidados”, “los escogidos” devenidos en ánimas protectoras por la voluntad de los devotos.

La operación formal que implica la presencia de la cronista en la escena del relato conlleva la convivencia entre lo subjetivo y la búsqueda de una verdad colectiva. Patricia Nieto ha hablado en múltiples oportunidades acerca de la presencia del cronista en sus crónicas, de cómo se asume como parte de la experiencia que narra y de la necesidad de incluir el cuerpo de la cronista en el relato. En el caso particular de Los escogidos, esta presencia del cuerpo de la cronista se contrapone a la ausencia de identidad de los cuerpos acogidos en Puerto Berrío y a la ausencia de los cuerpos que testimonian los familiares de los desaparecidos8. Ante los cuerpos NN de las crónicas de Los escogidos aparece además la imposibilidad de la cronista de encontrar el dato y, por lo tanto, como dice Nieto en una charla con Silvina Heguy, la pregunta misma se convierte en el dato, “el dato de la no respuesta, del vacío, de la imposibilidad de hacer justicia” (Nieto, 2019). Es por eso que las preguntas de la cronista, en este tipo de textualidades performativas operan, en esa búsqueda de la verdad propia del testimonio, como denuncias: la cronista denuncia a través de la pregunta. Aún cuando “[n]i siquiera el fiscal va a poder decirme cómo lo mataron, aunque abran la tumba y estudien los huesos ya esa es una información que se perdió” (Nieto, 2019), lo que urge en la escritura como performatividad política es la denuncia que realiza la pregunta.

Traer para sí estos cuerpos y dotarlos de aquello de lo que han sido despojados (territorio, nombre, lenguaje, vida) es, en definitiva, un acto de desobediencia. De eso dan cuenta las crónicas de Patricia Nieto, eso testimonian: la desobediencia a la tanatopolítica o, más aún, a la necropolítica, en términos de Achille Mbembe, y con ello a las máquinas de guerra y a las tecnologías de desaparición. En ese sentido, las crónicas de Nieto, al igual que la serie de Juan Manuel Echavarría, ante los desposeídos del derecho de existir, ante las performatividades y ritualizaciones alrededor de los cuerpos adoptados, escogidos y bautizados por la comunidad de Puerto Berrío, son restos, resguardos de lo sensible que se resisten a la relación necrológica del estado con los cuerpos de sus ciudadanos, a la regulación de la distribución de la muerte y de las funciones mortíferas del estado que hacen de los cuerpos, como señala Mbembe, “simples reliquias de un duelo perpetuo, corporalidades vacías, desprovistas de sentido, formas extrañas sumergidas en el estupor” (p. 64).

Esta performatividad desobediente que testimonian las crónicas de Nieto aparece ficcionalizada en la novela Camposanto, de Marcela Villegas (2018) que bien podría hacer parte de esta serie de narrativas del despojo, relatos que se oponen, con la fuerza del lenguaje, a la necropolítica. En esta novela la narradora es una antropóloga forense que para evitarle a una madre todo el engorroso proceso burocrático que debe atravesar para que le sean devueltos los huesos de su hijo asesinado decide entregárselos ella misma, saltándose todos los trámites y protocolos. En este caso el acto de desobediencia de la narradora está relacionado con su oficio, con la búsqueda de reponer las cosas, de juntarlas y ponerlas en su lugar, como ella misma reflexiona en un momento del relato:

Manipular huesos me calma, cada cosa en su lugar, reconocible, taxonómicamente confiable. Las excavaciones siempre se organizan, se demarcan. Siguen un protocolo, algunos dirán que científico. Yo creo que las formalidades de la excavación no solo preservan la integridad de la evidencia, sino que nos anclan al mundo. Cada fosa es un vórtice del que se extraen datos. Sacar el hueso de la tierra, limpiarlo, encontrar su posición en el esqueleto que se va armando paso a paso sobre la lona. Los huesos desnudos, pura forma y función con hermosos nombres latinos. Atlas y axis, las dos primeras vértebras cervicales, a partir de las cuales -no hay coincidencias con el nombre de las cosas- uno arma la geografía del esqueleto. La catástrofe está en los artefactos o en sus fragmentos. En los botones que quedaron de una camisa, el zapato sin par, los lentes rotos. Nunca es posible reconstruir el orden que tuvieron en vida. Muchas veces las familias de las víctimas están ahí cuando excavamos, observando desde detrás de la cinta amarilla, buscando reconocer como suyo un pedazo de ese naufragio enterrado (pp. 30-31).

Las crónicas de Patricia Nieto, tanto como la novela de Villegas, dan cuenta de la desobediencia a las condiciones concretas, físicas, materiales, con que las máquinas de guerra y las tecnologías de desaparición ejercen el poder de matar y desaparecer; de la desobediencia también al poder que se apodera de los cadáveres, es decir de aquello ya caído, como apunta el filósofo Bruno Mazzoldi (2018), pero que en las crónicas, aún caídos estos cadáveres (aún sumergidos en el río), producto de la devoción como performatividad política, aparecen (salen a flote), aludiendo a una obra del artista José Alejandro Restrepo, como cadáveres indisciplinados.

En síntesis, las crónicas de Nieto insinúan un modo de acción no soberano, un gesto que interrumpe la propiedad de la muerte, tal y como en una de las crónicas finales hace la antropóloga forense que reconstruye el esqueleto del cuerpo de Róbinson Emilio Castrillón Carrasquilla ante la mirada del hijo y de la madre. Uno por uno Liliana, la antropóloga, va nombrando los huesos, ordenándolos, recomponiéndolos, haciéndolos decir, evitando, dice ella, “que se hagan trizas y se pierda el lenguaje que saben hablar, aunque ya no tengan vida” (Nieto, 2018, p. 105) y así con ellos reconstruye la historia de ese cuerpo y la geografía de su esqueleto porque “esos huesos hablan pero hay que saber interrogarlos” (p. 111).

Es ese hablar de los huesos, y metonímicamente de los nichos, de las tumbas y sus coloridos decorados, lo que evita que, como a los muertos del poema de Santiago Rodas que vuelven a flotar en el caudal, “sin nombre, sin cédula, / sin nadie que los reconociera, / sin nadie que los enterrara”, no los arrastre de nuevo la corriente, sino que, en el flujo del río que los trajo y que los sigue trayendo, aún despojados del derecho a existir, estos muertos persistan en una temporalidad expuesta, en el territorio, en el nombre, en el lenguaje, en la vida.

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1 El portal de la red Rutas del Conflicto (http://www.rutasdelconflicto.com/), creado en el marco del Centro Nacional de Memoria Histórica, es un sitio web que aloja una gran cantidad de testimonios y organiza información vinculada al conflicto armado colombiano. Cuenta con una sección en la que se “dibuja el mapa de los ríos en los que miles de colombianos buscan a sus familiares desaparecidos en medio del conflicto armado” (http://rutasdelconflicto.com/rios-vida-muerte/?q=rios).

2Acerca del despojo como proceso remito al artículo de la antropóloga Diana Ojeda “Los paisajes del despojo”. Véase también el artículo “La duración del despojo en Ver lo que veo de Roberto Burgos Cantor” (Henao, 2020) donde se entiende el despojo “como un problema de naturaleza sostenida, esto es, cuya experiencia perdurable, que atraviesa tiempos y espacios (irresueltos), se sostiene en la duración: en su dimensión temporal el despojo es aquello de lo que no puede decirse ‘esto ha sido’” (p. 52).

3En el ensayo “Cuerpo-teatro. El cuerpo como escena” Nancy también apunta que “la teatralidad procede de la declaración de existencia -y la existencia misma es el ser declarado, presentado, no retenido en sí-. El ser que da señal de sí mismo, dejándose sentir no en una simple percepción, sino como un espesor y una tensión” (p. 333).

4 Jacques Rancière indaga acerca de la constitución de un pensamiento del teatro que sea una imagen del pensamiento, esto es, la idea de un teatro popular no tanto como metáfora del orden social como sí del pensamiento pero que, aun así, sea una forma de interpretación de la sociedad y de la historia. Sobre esto apunta que “la Vida es lo que hace del escenario el lugar de una dramaturgia nueva, una dramaturgia de la coexistencia” (2015, p. 112. Sin cursivas en el original). Y más adelante agrega: “Lo que merece ser representado en el teatro es la vida, en su verdad, que desborda por todas partes los límites del organismo funcional y de la acción conducida por fines. La vida no se cuenta en discurso, debe manifestarse sensiblemente. Pero esa manifestación se topa, de inmediato, con su contradicción. Porque la verdadera vida, justamente, es lo que escapa a la percepción manifiesta. Son los pensamientos, ya no como expresión de la intención de los personajes, sino como fantasmas que vienen a habitar su cerebro, como visiones que los espectadores no ven (…) pero cuya potencia deben experimentar” (p. 120).

5Recordemos que Nelly Richard, al evaluar las distintas funciones que cumple el giro testimonial -funciones que son eludidas en Treno (canto fúnebre)-, traza un arco que va “desde la reparación del dolor personal envuelta en tramas intersubjetivas hasta la acusación pública de los crímenes silenciados” (p. 78). En este mismo sentido señala Ana Amado que el testimonio, como género discursivo, “da cuenta de un yo que desplaza su subjetividad al mundo. Mirada individual, encuadre específico: interpretación por la que las acciones privadas se expresan desde la conciencia del marco público donde se inscriben. Sostenida por un cuerpo (una rúbrica), la palabra testimonial se tiende como un puente hacia el universo de signos que la realidad -en términos de cultura, de comunidad- le alcanza” (p. 121). Y podemos añadir también lo que Pilar Calveiro apunta acerca de una ética del testimonio que exige de éste que no se quede en la transmisión del puro dolor: “Su desafío más importante es tratar de hacer socialmente transmisible la experiencia, es decir, reconocer al Otro que escucha como sujeto pleno, capaz de comprender, recoger y movilizar lo que se transmite según sus propias necesidades y coordenadas de sentido. Para que la experiencia sea efectivamente transmisible es necesario que quien la escucha pueda hacer algo con ella; pueda pasar más allá de la empatía con el dolor de la víctima, entender lo que se está relatando y hacerlo útil, relevante, significativo para el presente. Esta es una responsabilidad compartida entre quien realiza el testimonio y quien lo recibe. Sin este doble compromiso, el testimonio puede ser irrelevante o incluso contraproducente para las prácticas sociales de resistencia” (893). A propósito del testimonio y de la retórica testimonial como una de las formas que adquiere el “asalto al pasado” (16) véase de Beatriz Sarlo su Tiempo pasado, donde, como ella misma se propone, “[a]naliza la transformación del testimonio en un ícono de la Verdad o en el recurso más importante para la reconstrucción del pasado” (23). Las investigadores referidas en esta nota, Sarlo, Richard, Amado y Calveiro, se han ocupado en muchos de sus trabajos del estudio del testimonio y las representaciones de los sobrevivientes de las prácticas del terror por parte de las dictaduras del Cono Sur donde, como es sabido, el río y el mar fueron tecnologías de desaparición sistemáticamente utilizadas por el terrorismo de estado.

6En la página web del artista pueden observarse varias de las fotografías y videos que hacen parte de Réquiem NN, así como parte de otras de sus obras vinculadas a las consecuencias de la guerra en Colombia. Véase http://jmechavarria.com/menu.html

7La producción en video y fotografía de Juan Manuel Echavarría ha sido estudiada, principalmente por el crítico Elkin Rubiano, desde esta perspectiva que concibe el arte como apertura. Véanse sus trabajos “‘Réquiem NN’, de Juan Manuel Echavarría: entre lo evidente, lo sugestivo y lo reprimido” y “Lo siniestro: vestigios de la guerra en cuatro series fotográficas de Juan Manuel Echavarría” donde, al igual que Marie Estripeaut-Bourjac en “Los silencios de Juan Manuel Echavarría, una simbólica de la ausencia”, analiza, junto con Réquiem NN, la serie fotográfica Silencios, que registra el abandono de las escuelas a raíz de la guerra. Esta perspectiva, que podemos denominar de apertura, presente también en el ensayo de Ana Tiscornia “Juan Manuel Echavarría” (2005), contrasta con la perspectiva de, por nombrar una entre varias, María del Rosario Acosta, quien en su ensayo Las fragilidades de la memoria: duelo y resistencia al olvido en el arte colombiano indaga en la obra de Echavarría, en diálogo con la de Óscar Muñoz y Doris Salcedo, para contraponer hegelianamente la relación entre arte y experiencia histórica.

8Acerca de la presencia del cuerpo y la escritura testimonial como transcripción de las voces de los otros, remito al artículo de Antonio Vera León “Hacer hablar: la transcripción testimonial”.

Recibido: 10 de Abril de 2020; Aprobado: 06 de Junio de 2020

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