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Cuadernos del CILHA

versión On-line ISSN 1852-9615

Cuad. CILHA vol.21 no.2 Mendoza jul. 2020

 

Dossier

Emociones del pasado en la ficción histórica contemporánea: vuelta a un poema patético del Castelli de Rivera

Emotions of the past in contemporary historical novel: return to a pathetic poem by Rivera’s Castelli

Iván Jiménez García1 

1Université Paris-Est Créteil (UPEC)-IMAGER. ivan.jimenez@u-pec.fr. Francia

Resumen

¿De dónde podría surgir la receptividad emotiva que Andrés Rivera le confiere al cáncer de lengua de Juan José Castelli, en La revolución es un sueño eterno (1987)? A través de un breve recorrido por una parte de la obra del escritor argentino - El yugo y la marcha, Nada que perder, El verdugo en el umbral -, intentamos responder a este interrogante mediante el análisis retrospectivo de algunas variaciones en torno al tema del actuar revolucionario y otros motivos: la lucha armada, la voz, la palabra, el sueño, la realidad. Descubrimos así una serie de sentimientos que progresivamente conducen a la figuración anti-épica y patética de la revolución de Mayo (1810) y su tribuno. En este proceso interviene la subjetividad, entendida como dimensión interpersonal en la que se acumulan distintas experiencias de la izquierda derrotada, que van dejando su sedimiento afectivo en el lenguaje poético.

Palabras clave: Andrés Rivera; Juan José Castelli; ficción histórica contemporánea; Emociones; Subjetividad

Abstract

Regarding La revolución es un sueño eterno (1987), where could be the roots of Andrés Rivera’s emotional receptiveness towards Juan José Castelli’s death from tongue cancer? In this research, we try to give answer to this question by going through part of the Argentinian writer’s work - El yugo y la marcha, Nada que perder, El verdugo en el umbral -, and by retrospectively analising several variations around the revolutionary action and other themes: the armed struggle, the voice, the speech, the dream, the reality... All the way through, we discover a set of feelings that progressively leads to an anti-epic and pathetic image of both the May Revolution (1810) and its tribune. Subjectivity is involved in this process, as an interpersonal extent where different experiences of the defeated left come together, leaving an affective sediment in the poetic language.

Keywords: Andrés Rivera; Juan José Castelli; Contemporary historical novel; Emotions; Subjectivity

Cuando se habla de la génesis de La revolución es un sueño eterno (1987), la novela por la que Andrés Rivera (1928-2016) recibió el Premio Nacional de Literatura en 1992, a menudo se recuerda lo poco que esa ficción le debe a la consulta de estudios históricos especializados1, y lo mucho que le debe, en cambio, a un efecto que podríamos calificar de afectivo: en plena década de los ochenta, el escritor encuentra el impulso para escribir su novela cuando se entera de que Juan José Castelli (1764-1812), el hombre que en el cabildo dió el argumento definitivo para que el Río de la Plata se declarara independiente de la España napoleónica en mayo de 1810, había muerto de un cáncer de lengua. La figura del tribuno -“un hombre político que subyuga [a una audiencia] por su poder oratorio [y que] federa a a un grupo social a través de su voz [y su] corporeidad2” (Poizat, 2001: 69 )-, despierta entonces un interés. La novela presenta un mundo ficcional habitado por personajes representativos de las capas sociales del período de la independencia3, vistos a través de la mirada de Castelli, personaje narrador inspirado en el tribuno de Mayo, que aparece meditando y escribiendo sus cuadernos íntimos, en un momento en el que además de la enfermedad padece la relegación política. En sus cuadernos, Castelli recuerda sus años de formación en Monserrat y su participación en el cabildo independentista; recuerda a los jefes de los grupos que se disputan el control de las provincias rioplatenses (Martín de Álzaga, Jacques de Liniers, Cornelio Saavedra); recuerda a sus colegas partidarios de las ideas jacobinas (Mariano Moreno, Manuel Belgrano, entre otros); y recuerda el proceso que se le abrió entre 1811 y 1812, luego de su derrota con el ejército revolucionario en el Alto Perú4.

Desde el punto de vista de los debates culturales e intelectuales en torno a la historiografía, la novela se ubica en la línea de un cuestionamiento a los relatos históricos favorables al poder establecido: de La revolución es un sueño eterno se ha destacado, por ejemplo, la deconstrucción o lectura actualizada de la historia en función de una interpretación personal de los héroes y de los hechos (Frugoni, 1996, p. 10), o el ofrecimiento de una versión disidente o alternativa de la amnesia oficial (Waldegaray, 2013, p. 177 ). En general, de forma más o menos implícita, el Castelli de Rivera también ha podido ser entendido como una alusión metafórica al silencio de los militantes de izquierda que a partir de los años setenta fueron blanco de un Estado que reprimía, perseguía, torturaba y hacía desaparecer, para eliminar toda voz disidente. Dicho de otro modo, con base en las categorías habituales, podría afirmarse que en el contexto de la posdictadura (1976-1983), la referencia a la experiencia histórica del tribuno de Mayo - su enfermedad, su aislamiento político - se vuelve significativa.

No obstante, que el cáncer de lengua del orador de la revolución se haya cargado de sentido en esos años, es probablemente el resultado de una elaboración bastante compleja, que no podría ser reducida a un mero asunto de contexto y referencia. Pues, a nuestro modo de ver, entre uno y otra están mediando las emociones, entendidas como movimientos que atraviesan a los sujetos, cuya su raíz se encuentra en una memoria lejana, y cuya irrupción inesperada nos pone en frente de algo que nos une a un horizonte común. En esta definición de las emociones como movimientos íntimos que sacan a los sujetos de sí mismos para unirlos con otros sujetos, contemporáneos o de otro tiempo, recogemos las precisiones teóricas de Georges Didi-Huberman, cuyas investigaciones en torno a las imágenes se inscriben en el marco más general de las miradas hacia la historia. Una emoción, explica el filósofo, es una “e-moción, es decir, una moción, un movimiento, que consiste en sacarnos fuera de (e-, ex)” (2013, pp. 26-27). En contra de la disociación aristotélica entre acto y potencia, y a través de un diálogo con varios pensadores -Bergson y Husserl; Sartre y Merleau-Ponty; Deleuze, Nietzsche y Spinosa; Freud-, Didi-Huberman (2016) considera que la emoción -el pathos - es una manifestación plena y efectiva, que no implica ninguna falencia ni a nivel de la razón ni a nivel de la capacidad de actuar. En otras palabras, no hay pasivilidad sino actividad en el hecho de verse afectado. Y aunque esta actividad se manifieste como una occurrencia individual, siempre tiene un carácter colectivo relacionado con su despliegue hacia afuera del yo: “[la emoción] surge de las profundidades del inconsciente (el “ello”) y de manera rotunda se abre -se muestra, se expone, se despliega - al mundo exterior (la comunidad humana)” (p. 46).

A partir de estas consideraciones, revisaremos algunos análisis anteriores (Jiménez, 2008a, 2008b, 2009) con el propósito de mostrar varios puntos de amarre con el pasado dentro de la ficción histórica de Rivera. Nuestro estudio se desarrolla en dos etapas. Primero, en un plano teórico, explicaremos nuestra manera de entender la relación entre subjetividad, ficción histórica y sentimientos del pasado. Luego, a través de un breve recorrido por un segmento de la obra -más precisamente, El yugo y la marcha (1968), El verdugo en el umbral (1994), Nada que perder (1982) y La revolución es un sueño eterno (1987)- nos detendremos en algunos giros poéticos que probablemente preparan el tratamiento patético del cáncer de lengua de Castelli. Para este análisis es fundamental tener en cuenta que a pesar de su publicación en 1994, El verdugo en el umbral fue escrita en la década de los 70, en un momento que Rivera reconoce como de mucha “agitación política”5. Lo que examinaremos como temas recurrentes en varios momentos de la obra tiene que ver con un modo de situar las experiencias de la revolución y de la militancia en un registro plenamente afectivo, en el que éstas aparecen como empresas que involucran el uso de la palabra y el sacrificio de la voz, y que tienen un desenlace mortífero que provoca, o bien la exaltación del heroísmo, o bien el lamento por la incapacidad de actuar.

Más allá de la referencia, sentirse tocado por el pasado

En un artículo sobre La revolución es un sueño eterno, Marta Waldegaray (2013) confiere a las citas y referencias históricas el valor de lo que surge del pasado y adquiere un nuevo sentido en el presente de la escritura, y asocia tal presentificación de lo histórico con el surgimiento de una subjetividad, es decir, de una mirada crítica: “ese uso de la cita pone en evidencia el punto de vista de una subjetividad que se encuentra más allá del personaje, de una voz que proviene del tiempo presente que relativiza, cuestiona, critica el valor histórico de lo evocado” (180). En Historia y brevedad narrativa (2015), su vasto estudio posterior sobre la totalidad de la obra de Rivera, cuyo objetivo es, entre otros, examinar “la configuración textual de una persistente y discreta presencia autoral [rivereana]” (110), de manera pertinente, la investigadora también indica el lugar central de la focalización personal en las ficciones del autor: “lo histórico es material o asunto que se cuela, suspendido en el presente reflexivo del recuerdo, en el ejercicio de autoconciencias que refractan a través de haces dispares de la memoria el pasado personal y nacional, confundiéndolos” (88). Con respecto a la “densa masa de datos” presentes en los relatos de Rivera -“batallas, guerras, asesinatos, derrotas, ciudades, nombres de organizaciones”-, Waldegaray considera que son “los principales anclajes referenciales (…) que reenvían al lector al mundo de la ideología, la historia política internacional y de la cultura judía en la Argentina” (p. 53). Pero, curiosamente, opina que “no conviene sobredimensionar el carácter referencial de [esas convergencias entre lo ficcional y lo socio-histórico]” (p. 115).

En nuestro propio recorrido por la obra de Rivera, también nos hemos interesado en el rol de la subjetividad en sus ficciones históricas (Jiménez, 2010), y con respecto a La revolución es un sueño eterno, hemos mostrado que el mundo interior del personaje-narrador principal (Castelli), absorbe en buena medida el posicionamiento ideológico del autor, así como las transformaciones estilísticas de su escritura. Sin negar nuestro acuerdo global con los análisis de Waldegaray, valga el siguiente comentario para recordar los matices de nuestro propio uso del concepto, y para señalar algunos puntos en los que nos distanciamos de su enfoque6. Siguiendo siempre las reflexiones de Paul Ricœur sobre el trabajo de los historiadores7, que hemos adaptado a nuestra investigación sobre el trabajo de los novelistas con los saberes históricos, cuando hablamos de subjetividad no nos enfocamos solo en lo que particuraliza la existencia de un individuo en un tiempo determinado, sino también -y sobre todo- en un espacio transitivo en el que las vivencias singulares (por ejemplo, las del autor) dialogan o se enlazan con experiencias y trayectorias humanas que las exceden (por ejemplo, las del núcleo familiar, o las de otros actores del pasado). La subjetividad sería una dimensión humana de lo común que, de forma diferida, es decir, con una toma de distancia, permite elaborar percepciones valorativas sobre las vivencias singulares. Con ello queremos precisar también que el trabajo de las emociones en los lazos con el pasado tampoco es un asunto de identificación inmediata, tal como lo sugiere cierto uso corriente del vocablo empatía.

Esto lo vemos claramente (Jiménez, 2010, pp. 180-181 ) en los discursos que aparecen en los márgenes de los cuadernos ficticios de Castelli: la supuesta nota de su hijo perseguido por el ejército de Rosas, la supuesta nota de una editora, la supuesta nota de Kote Tsintsadze (camarada de Trotzky), las biografías de un grupo de jacobinos rioplatenses (Domingo French, Juan Hipólito Vieytes, entre otros). Tales enunciados configuran una posteridad para los cuadernos de Castelli, es decir, los dotan de un marco temporal periférico en el que se hacen visibles las huellas de su paso por las manos de distintos sujetos que algo han aprendido sobre los avatares de las revoluciones (la de la independencia y la bolchevique). Y, precisamente, puesto que entendemos la subjetividad como una extensión interpersonal que hace posible la relación -de identificación, analogía, crítica, oposición, distanciamiento, etc.- entre un presente y otras épocas (Jiménez, 2009, p. 117), detrás de los numerosos datos y las referencias al pasado histórico que puedan formar parte de una ficción, en lugar de ver de inmediato una zona textual de sentido prescindible, o secundario, intuimos al contrario la presencia de una red verbal cargada de afectividad, incluso cuando menos lo parece.

Ahora bien, en el marco de esta reflexión sobre la dimensión de la subjetividad en la ficción histórica, nos parece necesario tener en cuenta algo que Éric Méchoulan (2013) ha llamado “los sentimientos del pasado”. En su estudio sobre la figura del amigo lector en los autores humanistas -Rabelais, Ronsard-, el historiador de la literatura señala que cuando el conocimiento histórico queda reducido a la objetivación de tipo positivista, el pasado aparece como un vasto territorio lejano, imposible de alcanzar, sin un vínculo aparente con lo que caracteriza a nuestro presente. En contra de tal visión, que despoja al conocimiento histórico de las posibilidades de lo sensible, Méchoulan abre su reflexión con un recorderis: “la experiencia viva del historiador consiste primero que todo (incluso si lo olvidamos bajo los efectos del conocimiento científico) a sentirse conmovido -o afectado- por esas existencias de otro tiempo, a sentirse tocado por lo que ha podido pasar”. Dicho de otro modo, desde los tiempos de Tucídides y Heródoto, el punto de partida del trabajo de quienes se dedican a investigar y escribir la historia sería “ese sentimiento de proximidad con lo que sin embargo ha desaparecido”. Y, de modo similar a como lo hemos visto en Didi-Huberman, Méchoulan también subraya el aspecto compartido de los sentimientos, es decir, su inscripción en un espacio social y cultural, como se observa, por ejemplo, en la cólera de Aquiles que es “pública mucho más que privada, exterior y no solamente interior, ordenada culturalmente por el estatuto social de Aquiles y el tiempo de afrenta que no puede recibir”.

Volviendo a La revolución es un sueño eterno y al caso de Rivera, podríamos decir entonces que la escritura de esta novela a partir del dato comprobado del cáncer de lengua de Castelli, muestra que el novelista también “se ha sentido tocado” por una existencia de otra época. Lo que quisiéramos añadir a esta observación, que parece una obviedad, es que toda la referencialidad histórica de la ficción está impregnada de ese contacto que el escritor ha establecido con el tribuno de Mayo, en el cual se revela el amarre entre ideología y afectividad. Desde el punto de vista ideológico, vemos que el monólogo de Castelli orienta la mirada hacia todo lo que habla de la persistencia del orden colonial después de la independencia: la miseria de los esclavos libertos que defendieron el Río de la Plata contra las invasiones británicas (representada en el negro Segundo Reyes), el poder de la oligarquía minera (representado en Irene Orellano Stark), el oportunismo de los comerciantes británicos (representado en Abraham Hunguer), la persistencia del esclavismo (representada en Belén, la esclava vendida por la señora Irene Orellano Stark). Desde el punto de vista afectivo, ese retrato de la sociedad rioplatense en los albores de la independencia, es indisociable de una imagen sensible de la revolución como empresa inconclusa y fracasada, que no podrá alcanzar el nivel de la figuración épica.

Afectividad en lo anti-épico

En los monólogos y los cuadernos de Castelli, los hechos de mayo de 1810 son evocados con dimensiones tan modestas, de un modo tan radicalmente paródico, que apenas podemos reconocerlos como el resultado de una acción voluntaria: la revolución de Mayo queda reducida a la escena en que “[Castelli] deshizo, con la displicente y ominosa arrogancia de un orillero, el mazo de barajas españolas que el virrey Cisneros abría, como un abanico, sobre la mesa de juego” (p. 28). El enfrentamiento ni siquiera llega a ser tal, puesto que el representante del poder imperial no parece estar involucrado en ese encuentro que marca el fin de una hegemonía de poco más de tres siglos: Cisneros está “distraído”, pensando en las guerras y las aventuras amorosas en las que se gastó sus energías vitales (31-32). Y cuando el revolucionario le anuncia “que todo terminó, que entregara el poder” (30), este acto tampoco parece surgir de una intención claramente formulada, pues Castelli “quizá dijo eso la voz como adormecida, como si en la cara del poseído, salpicada por la lluvia (…), no se moviesen los labios” (pp. 30-31).

Es dentro de la esfera de evocación poco gloriosa de la revolución de Mayo que la escritura de Rivera elabora una asociación -ideológica, sí, pero también emotiva- entre el actuar revolucionario y el ejercicio de la palabra: “No planté un árbol, no escribí un libro, escribe Castelli. Sólo hablé. ¿Dónde están mis palabras? (…) Castelli se pregunta dónde están sus palabras, qué quedó de ellas. La revolución (…) se hace con palabras. Con muerte. Y se pierde con ellas” (pp. 45-46). Se produce aquí una deconstrucción de la figura canónica del tribuno como líder de “un grupo social que se constituye y se reconoce a través de [su] expresión vocal” (Poizat, 2001, p. 69 ). Con tono de lamento, el tribuno ahora se da cuenta de que sus palabras no han logrado el resultado esperado: la caída de las jerarquías de la colonialidad y la libertad para todos. En los recuerdos que tal decepción política motiva, con el mismo estribillo -“esa combustión, lenta y pálida, que lo sostiene” (60)-, Castelli irá mostrando el achicamiento progresivo de sus iniciativas para cambiar el orden establecido, desde su encuentro con Cisneros y la desbandada de su ejército a las orillas del Desaguadero, hasta el día menos ruidoso, de proporciones anti-épicas, en el que monta su caballo para ir a la casa de Irene Orellano Stark, su antigua amante, para mostrarle un papel en el que le hace el reclamo por la venta de la esclava Belén, que la ley ya no autoriza: “es la tercera vez que fulguró, dentro de mí, esa combustión lenta y pálida, que no puedo designar con palabra alguna” (p. 65). En este sentido, coincidimos con Waldegaray cuando anota que:

la subjetividad no épica (aunque no por eso carente de intensidad) que los textos de Rivera bosquejan parece indicar que, en nuestro presente (últimas décadas del siglo XX y lo que va del siglo XXI), lo heroico se eclipsa, y que el héroe, si bien no enmudece, queda fuera de los acontecimientos transcendentes de la Historia (2015, pp. 128-129).

la subjetividad no épica (aunque no por eso carente de intensidad) que los textos de Rivera bosquejan parece indicar que, en nuestro presente (últimas décadas del siglo XX y lo que va del siglo XXI), lo heroico se eclipsa, y que el héroe, si bien no enmudece, queda fuera de los acontecimientos transcendentes de la Historia (2015, pp. 128-129).

Ahora bien, una vez hemos aclarado que no entendemos la ficción de Rivera como la “humanización” de un héroe que habría sido deshumanizado por la disciplina histórica, quisiéramos ahondar un poco más en el estudio del papel mediador de las emociones en la invención de ese personaje inspirado en el orador de Mayo. Lo que quisiéramos poner de relieve es la caída de la figura de Castelli en ese “modo particular de dramatización” que François Delprat (p. 117) denomina -siguiendo a Northrop Frye- “lo patético”, que consiste en mostrar la degradación del personaje, es decir, su anti-heroismo, sus dudas sobre su propia realización, su miedo al fracaso, su sufrimiento físico y moral, y su angustia frente a la muerte, en un “registro menor” que lo aleja de lo sobrehumano (p. 105). En la narrativa latinoamericana contemporánea, tan permeada por la tradición cristiana, esa tendencia excesiva a conmover, que cuando se trata de plantar cara a la violencia política y social se articula a la estética realista (pp. 106-107), encuentra un precedente insoslayable Operación masacre (1957), la obra de denuncia de Rodolfo Walsh. Pero en las novelas históricas que no dejan de “analizar las etapas anteriores de las realidades problemáticas” de la contemporaneidad (p. 108), también encontramos ese patetismo ligado a la crisis de los valores heroicos.

En la ficción de Rivera, el lenguaje de lo patético está asociado a “la combustión lenta y pálida” que habita a Castelli cada vez que emprende en vano un acto de protesta. Lo que veremos a continuación es que ese trastorno de la dignidad heroica del tribuno de Mayo se nutre de los dilemas del intelectual revolucionario latinoamericano del siglo XX, y más específicamente, de la disyuntiva “entre la pluma y el fusil” (Gilman, 2003). A partir de El yugo y la marcha, observamos pues algunas variaciones, o desplazamientos poéticos, que anuncian la tonalidad patética de la voz de Castelli. Ello nos lleva a considerar algunos alineamientos y desfases entre la prosa de Rivera y las sensibilidades en torno a la revolución, la lucha armada y la militancia de izquierda durante los sesenta y los setenta.

Héroes revolucionarios: el entusiasmo por la lucha armada

A mediados del siglo XX, por la época en que combina la militancia en el partido comunista con su trabajo de obrero en una fábrica textil, Rivera da inicio a su obra literaria con la publicación de dos novelas -El precio (1957) y Los que no mueren (1959)- y un libro de cuentos -Sol de sábado (1962)-. En estos relatos, la prosa va guiada por la intención de denunciar las desigualdades y contribuir a la lucha de clases en aras de un mundo más justo. Embebidos de la doctrina marxista, de las actividades sindicalistas del círculo familiar, y de la lectura de autores que son apreciados como modelos a seguir -Roberto Arlt, José Eustasio Rivera, William Faulkner, Ernest Hemingway, entre otros-, esos inicios literarios de Rivera han sido considerados como “reformulaciones del realismo” (Perilli, 2004): la “oscilación del discurso entre relato propiamente dicho y máxima ideológica” (p. 564) pone en evidencia la finalidad didáctica de esta literatura. De acuerdo con esta estética realista, dentro del universo de la fábrica -tal como ya lo hemos anotado con respecto al mundo colonial visto por Castelli- los personajes pretenden representar las fuerzas sociales en conflicto.

Aparte de la adhesión a lo que el mismo Rivera ha llamado “realismo social” -estética que lo ubica en un desfase con respecto a las experimentaciones de la narrativa latinoamericana de aquel momento-, esa primera etapa de su prosa se contagia del entusiasmo generalizado por la lucha armada, cuando la revolución liderada por Fidel Castro en Cuba (1958-1959) comienza a brillar con un aura de ilusión para muchos escritores e intelectuales de América Latina. En un artículo sobre la poesía de Juan Gelman, que en los sesenta todavía era un amigo cercano y un compañero de ruta política de Rivera, Geneviève Fabry (2005) se ha detenido en esa especie de fascinación del poeta por la figura del revolucionario. El poema “Fidel”, de la sección Cuba sí de Gotán (1962) sería un ejemplo claro de ese fervor por el heroísmo revolucionario: “el tratamiento del héroe es aquí propiamente épico: lo que se busca es retratar a un personaje casi sobrehumano cuyas hazañas constituyen una epopeya fundacional para el pueblo que encarna y representa” (Fabry, 2005, p. 1124). La presencia de esa figura sobrehumana en el “recuerdo” del poeta es lo que Fabry considera -siguiendo a Ricœur- como un tránsito entre el epos y el pathos. Con base en la reflexión de Pierre Vayssière (1991) acerca de “la revolución [como] hecho cultural”, la crítica no deja de mencionar los principales rasgos del combatiente glorificado: juventud eterna, búsqueda de un absoluto, sublimación de una energía vital puesta al servicio de los otros, pasión exclusiva por la causa, sacrificio redentor, gusto por la aventura, fascinación por las armas y la violencia, hipnotismo por la muerte y también, culto a la virilidad e incluso machismo (Fabry, 2005, p. 1122 ; Vayssière, 1991, pp. 300-304).

Luego de la muerte del Che Guevara en Bolivia, en octubre de 1967, en el ámbito literario e intelectual latinoamericano, prolifera un “vértigo estetizador de la lucha revolucionaria” (Gilman, 2003, p. 170 ), con la consecuencia que el trabajo de escribir empieza a ocupar un lugar secundario con respecto a la intervención del llamado “hombre de acción”, el soldado armado. A propósito del poema “Conversaciones” (1967), que Gelman escribe como un homenaje póstumo para el Che, Fabry (2005) comenta que la tensión entre epos y pathos se agudiza, porque aunque el poeta siente el impulso de “dar noticias de su corazón”, prefiere contener esta “inclinación natural de entregarse al pathos”, para no traicionar al héroe, es decir, para no producir un discurso indigno de su gloria: “El poema concluye con el silencio, o sea, la imposibilidad de escribir adecuadamente sobre el héroe revolucionario que fue el comandante Guevara” (Fabry, 2005, p. 1127). En Cuba, en conformidad con la ambición internacionalista de la revolución castrista, la muerte del Che motiva la declaración del año del “Guerrillero heroico”, con una valoración positiva de aquellas obras artísticas y literarias que explícitamente rindieran tributo a las causas colectivas y a la insurgencia armada, y con una desaprobación oficial de aquellas creaciones consideradas ajenas al espíritu de la revolución tanto por su supuesto solipsismo, como por su estética demasiado críptica o experimental (Vasserot, 2012, pp. 332-335 ).

Esta pasión por la valentía de los soldados revolucionarios, que incluso alcanzará los límites del anti-intelectualismo (Gilman, 2003, pp. 183-203 ), también tendrá ecos en los primeros relatos de Rivera. Siendo ya periodista, en el momento en el que asume su rol de intelectual, se produce su ruptura con el partido comunista, que algunos consideran como la ruptura de toda una generación8. Rivera se vincula a Vanguardia Comunista, un grupo que tiene afinidades con la línea maoísta, que en aquellos años se presenta como una alternativa frente al comunismo soviético. En 1966, junto a su amigo José Luis Mangieri viaja a China, y a su regreso graba el disco China y la gran marcha (Cancio, 2006, min. 26:48 ) Este viaje dejará huellas en dos libros de cuentos -Cita (1966) y El yugo y la marcha (1968) - en los que hay atisbos de una prosa poética, pero en los que siguen predominando los preceptos del “realismo social” y el didacticismo del mensaje político.

En “El yugo y la marcha”, relato que le da el título a todo el volumen, resulta particularmente evidente la admiración hacia el heroísmo revolucionario característica de la época. Tan, un veterano del Ejército rojo, le habla a un forastero de su historia familiar: de la esclavitud y la tortura física que su madre tuvo que soportar cuando trabajaba para un terrateniente, de la esclavitud y la tortura que él mismo tuvo que soportar cuando reemplazó a su madre, y de la entereza de los soldados que marchaban hacia el triunfo sobre el partido adversario del Kuomintang. Por el lugar central que ocupa su monólogo, el relato se vuelve unívoco, es decir orientado en una única dirección ideológica, y, al poner de realce los “gritos” que ayudaron a vencer los peligros de la gesta, apenas si disimula la apología de la lucha armada:

Pisábamos, en los senderos de montaña, las huellas de los que nos precedían. La nieve era una trampa: ocultaba los abismos. Muchos de los nuestros perecieron; rodaban hacia un infierno de hielo y piedra gritando que no temían a la nada, ni a los monstruos de la nada; que no nos entregáramos; que prosiguiéramos la Marcha. Gritaban hasta que morían; y después quedaba el eco de sus gritos hasta que el viento lo dispersaba en la llanura, lo hundía en el cielo blando y vacío. Muchos murieron en la Gran Marcha (1968, pp. 78-79).

Una madrugada, al ver a Tan removiendo la tierra con su azadón, el visitante - que es un intelectual- se libra a una “comparación perversa” (p. 82), y comienza a especular sobre lo que ocurría en París en 1925, y sobre lo que podía estar pasando en la vida de Tan durante ese año. Por un lado, las letras: Maïakovski y la lectura de Rimbaud por parte de “notarios meticulosos y ahorrativos, enterados por fin de que África era un continente de clima tórrido”. Por otro lado, el yugo que Tan debía llevar sobre su cuello. Los poetas y la poesía, su vida en una sociedad despreocupada, no tienen casi ningún peso al lado del sufrimiento del campesino que se ha sumado a la revolución. Y lo que el intelectual más admira en el veterano del Ejército rojo es la prudencia de las “palabras que otro guardó por pudor, porque nunca alcanzan a sustituir a la desnudez inobjetable de la acción” (p. 73). En el plano ideológico, la escritura política incorpora la oposición anti-intelectualista entre la palabra y la acción, y pone el énfasis en el segundo término, subrayando su relación con lo concreto y evidente: “la desnudez inobjetable”. Al final, Tan resume el sentido de sus días en los términos siguientes: “y esto es lo que sé: mi pasado fue irreal, pero la destrucción del enemigo fue real; mi fusil es real; sólo las rupturas son reales.” (p. 81). Vemos entonces que la escritura se esfuerza por cargar de sentido las nociones de “realidad” y de “acción”, con el ánimo de celebrar la posibilidad de los cambios radicales, aquellos que -en principio- han de imponerse ante cualquier mirada.

Frustración y no-poder de las palabras

En la etapa siguiente de nuestro recorrido, entre finales de los sesenta e inicios de los setenta, la escritura de Rivera explora cada vez más las posibilidades de las estéticas vanguardistas -fragmentación, collage, ruptura de la cronología-, en medio de los dilemas que el escritor se plantea para cumplir con los deberes del intelectual9. Una de sus principales preocupaciones es la distancia que separa los saberes del mundo intelectual de los saberes del mundo obrero y del sujeto colectivo reconocido como “el pueblo”. Con el referente de Operación masacre de Rodolfo Walsh, otro de los dilemas tiene que ver con las dudas sobre la capacidad de la escritura para denunciar la violencia política y para combatir los abusos del poder controlado por los militares. Antes nos hemos referido ampliamente a la presencia de esos dilemas del intelectual en el personaje del escritor y periodista Arturo Reedson (Jiménez, 2008 b ). En esta ocasión solo nos limitaremos a recordar -con base en la investigación de Waldegaray (2015, pp. 153-162 )- que por medio de ese personaje que es el “alter ego principal” de la obra de Rivera -“un sujeto proletario, sindicalista, de izquierda, descendiente de inmigrantes judíos pobres, amante de la literatura rusa y la temática social”-, la memoria familiar se articula con la memoria histórica. Como sabemos (Cancio, 2006; Latorraca y Orúe, 2019, pp. 16-17 ), el padre del autor, Moisés Rybak, y la madre, Zulema Schatz, ambos inmigrantes de la Europa del Este -él de Polonia, ella de Ukrania- llegan a Buenos Aires cada uno por su lado, a inicios de los años veinte; dos décadas después, cuando hace tiempo ya que viven en familia y que trabajan como obreros en el barrio de Villa Lynch, se vinculan al sindicalismo antiperonista. El díptico autobiográfico compuesto por El verdugo en el umbral y Nada que perder nos interesa en particular, porque al adentrarse en el pasado político de su madre, su padre, sus tías y tíos maternos, la escritura de Rivera incursiona en los territorios de una memoria abiertamente afectiva, que irá orientando su prosa por la senda de los límites de la revolución como proceso transformador.

Si antes los revolucionarios afrontaron la bestialidad del enemigo y los riesgos de las montañas agrestes en China, ahora solo han de enfrentarse a sus “verdugos” en el espacio mucho más reducido del sitio de trabajo. En El verdugo en el umbral (64-65), el padre de Arturo Reedson, el viejo Mauricio o Moisés Reedson, recuerda una escena de rebelión en Zaremba, cuando trabajaba como aprendiz de sastre en un taller de confección: junto a sus camaradas, Jan y Tadeo, se enfrenta a Mendl, el viejo sastre judío, que quiere imponerles a sus empleados el uso de la gorra y las normas de su religión: “Huelga, dije yo./ Tadeo y Jan dejaron de coser”, “Sin gorra, asesinos. Sin gorra”, “Viva el Sindicato de Aprendices de Zaremba”. Lo que quisiéramos subrayar en esta desobediencia juvenil -no realista- es su afinidad con aquella otra escena paródica de La revolución es un sueño eterno: es como si en virtud de este tono jocoso y casi burlón, la acción rebelde de los tres jóvenes de Zaremba anticipara la irreverencia caprichosa de Castelli cuando se acerca a la mesa del virrey Cisneros para deshacer su juego de cartas.

Pero es sobre todo a través de la madre de Arturo Reedson que nos llegan los recuerdos conmovedores sobre los límites de las palabras -y de los sueños- para operar una transformación en el mundo. Frente al médico de la familia, ella recuerda la actividad militante de su compañero de vida y lo que destaca es la palabra animada por la esperanza de cambiar la realidad: “Trabajó por más de cincuenta años, doctor. Y habló. Habló. Conoce el Augusteo, doctor? Y el Unione e Benevolenza? Y el Garibaldi? Ah, sí, usted no había nacido, doctor, pero cuántas asambleas en el Garibaldi” (Rivera, 1994, p. 67 ). En este “dispositivo vocal en el que, desde lo alto de una tribuna, con fuerza y gestos, un hombre (…) harenga a una multitud que lo escucha y [lo aplaude]10” (Poizat, 2001, p. 69 ), nos damos cuenta de que Mauricio Reedson también ha sido un tribuno. Pero su compañera no puede dejar de comparar aquella confianza en el poder de la voz para guiar la audiencia hacia la intervención política, con la realidad de silencio que vive él ahora, una realidad de vejez que pone en evidencia el carácter pasajero del tumulto de discursos proferidos ante las congregaciones de militantes. Con tono quejumbro -el mismo que más tarde escucharemos en la voz de Castelli-, la compañera de Mauricio Reedson le dice al médico: “Ahora no habla doctor. Donde están esas caras, los gritos de combate y de victoria, esos hombres que lo abrazaban cuando bajaba de la tribuna, esos hombres que crecían y que no temían a la vejez, esa loca fraternidad? (Rivera, 1994, pp. 67-68).

La madre de Arturo Reedson también recuerda la noche en que fue a buscar a su hermano menor, Físhale, a una cárcel para menores, luego de que fuera detenido por su participación en un movimiento de protesta. Al evocar el rostro desencantado del hermano durante camino de regreso, piensa: “nunca supe qué sueño murió esa noche, en ese viaje solitario” (Rivera, 1994, p.179 ). Es como si el peso de la realidad se impusiera, negativamente, sobre el deseo. En Nada que perder, el sueño -que en este caso es sinónimo de utopía revolucionaria- aparece también como una ocurrencia espectral condenada a desaparecer: “¿Y qué aprende uno de los sueños? Que se terminan apenas llega la madrugada. ¿Y qué ocurre con el partido de los sueños? Corta es la noche: lo que dura no sueña, y los que sueñan son ejecutados al amanecer.” (Rivera, 1982: 58-59). El partido de los sueños es el partido de los que son ejecutados al amanecer, el partido de los que no duran: los revolucionarios. Así, pues, en el díptico autobiográfico formado por El verdugo en el umbral y Nada que perder, nos alejamos de la “desnudez inobjetable de la acción” y de la “realidad de las rupturas” que en medio del frenesí por la lucha armada, habían sido alabadas en “El yugo y la marcha”. La realidad ha perdido el aspecto de entidad maleable que le había conferido el credo revolucionario; ahora se la percibe más bien como lo contrario: como algo imposible de modificar.

Un poema patético de Castelli, el revolucionario

Llegados a la última etapa de nuestro recorrido, La revolución es un sueño eterno, de entrada notamos que todo lo que la madre de Reedson recuerda sobre su hermano Físhale -sobre la muerte de su sueño- resuena en el título de esta ficción histórica, con una ligera variación: con Castelli morirá el soñador, pero el sueño perdurará. Las frases que salen de la pluma del personaje-narrador hablan de la vulnerabilidad de los revolucionarios, de su dificultad para inscribirse en el tiempo largo: “En esas desveladas noches de las que te hablo, pienso, también, en el intransferible y perpetuo aprendizaje de los revolucionarios: perder, resistir. Perder, resistir. Y resistir. Y no confundir la verdad con lo real” (Rivera, 2001, p. 132 ). En otro momento, Castelli alude a la utopía revolucionaria como algo que murió, que fue exterminado, pero cuyo recuerdo no se extinguirá: “¿sé, todavía, (…) que el invierno llega a las puertas de una ciudad que exterminó la utopía pero no de su memoria” (p. 15). Pero en todo caso, sea como sueño o como recuerdo, la revolución nunca alcanza la dimensión de lo concreto y siempre se mantiene en el plano de lo irrealizable, como algo que se desea y que nunca llega.

La voz de los revolucionarios es quizás el motivo en el que la continuidad se manifiesta de manera más evidente. El Castelli de Rivera, lo mismo que Mauricio Reedson cuando en silencio mira hacia su pasado, ya no puede pronunciar las palabras animadas por la esperanza de cambio. En su visión pesimista, la acción política quedará asociada a una palabra intrascendente, que casi no genera nada en la exterioridad: “No planté un árbol, no escribí un libro, escribe Castelli. Sólo hablé. ¿Dónde están mis palabras?”. Desde el silencio, este sentimiento de frustración irá ampliando su resonancia, gracias a la capacidad que tienen los poetas de hacer entrar ese “lenguaje impedido” que es la emoción dentro las categorías habituales de lo decible y lo pensable: “¿acaso no son los poetas -se pregunta Didi-Huberman (2016) - los que hacen hablar a la emoción más allá de las imposiciones de su propia lengua? ¿acaso no son ellos los que saben decir al mismo tiempo la pasión del acto y el acto de la pasión?” (p. 27). Como un poeta, entonces, Castelli deja que su voz interior se sumerja cada vez más en un registro patético, en el que las categorías del habla, del sueño y de la realidad han de trastocarse.

En ese registro patético, también el sexo es un campo de la experiencia en el que el personaje expresa las “dudas de su propia realización”, para decirlo en los términos de Delprat (2012, p. 105 ). Una mañana de amor, María Rosa -su compañera- le dice a Castelli que soñó mucho la noche anterior. Durante esa noche de sueños, Castelli logra hacer lo que ahora le resulta imposible, hablar: “¿Soñé?, preguntó Castelli, (…) Hablaste. Hablaste mucho. María Rosa sonrió en la oscuridad.” (p. 56). Solo en el sueño, solo en ese otro lugar que no es el presente de su enfermedad, puede Castelli convertirse de nuevo en un hombre que habla. En esta escena, la obsesión por la virilidad antes mencionada, así como las viejas analogías entre sexo y política -que en su momento Ricardo Piglia (1972) registró como una tendencia a “hacer hablar a la política el lenguaje del deseo”-, reaparecen en la relación sexual como angustia de la muerte. Al día siguiente de este retorno dichoso e inesperado de la capacidad de hablar, todo el cuerpo erotizado de Castelli asume la reactivación momentánea de la lengua. Esa mañana, los instantes del amor con María Rosa son como una tregua de su drama con la acción, es decir, con el sentimiento de no-poder ocasionado por la enfermedad y por la ingratitud política. Con la complicidad de su compañera, que en la prosa de Rivera se llamará la “hembra”, el macho parece recobrar algo de su hombría en la unión de los cuerpos: “Castelli, sobre ella, que se hundía en ella, se pasó la lengua, herida, por los labios” (56). La ilusión de curarse surge por un instante: “¿Me voy a curar?”. Pero la ilusión se apaga enseguida con la consciencia de lo irremediable. Cuando María Rosa le cuenta que le hizo una promesa a Santa Rita por su pronta curación, no puede cerrar los ojos ante lo inmodificable de la situación: “ella, dormida casi, su lengua, ensalivada y quieta en la boca de él, murmuró, con la placidez irreductible de la hembra satisfecha: Santa Rita es la patrona de los imposibles” (p. 57).

El poema de Castelli sigue avanzando en su crescendo patético hasta que, varios capítulos después, la energía antes traducida en palabras se despoja del antiguo sueño de la revolución para ser evacuada como furor. Al no poder pronunciar sus palabras a causa de la mutilación de la lengua carcomida por el cáncer, el furor encuentra una expresión metafórica en la sangre “con gusto a sal” que sale por el órgano sexual:

Me cortaron la lengua y mi miembro gotea sangre. (…) Mi miembro, que los dedos de María Rosa acarician, habla. Habla en los dedos de tu mano. Me escuchás, escuchás el gusto a sal de mis palabras? (…) Me cortaron la lengua, y mi miembro, que gotea sangre, habla. Y mi miembro, que habla, habló: se arrugó y encogió en la mano de María Rosa, cerrada, caliente, diestra. Los dedos de María Rosa se abrieron, se alejaron silenciosamente de ese montoncito de carne fláccida y encogida que gotea en la nada, pero mi vida habla ahí, todavía, contra la nada (pp. 134-135).

En este lenguaje de patetismo, la lengua encarna la capacidad de actuar en el mundo y el ejercicio de la palabra es el acto en el que esa capacidad aterriza en lo concreto. La imposibilidad de utilizar la lengua dice la inacción en la que ha quedado el sujeto revolucionario en el plano político. El sexo se hace entonces cargo de su expresión anímica: como no puede ser proferida por la boca, la amargura frente a la propia incapacidad de actuar -el no-poder- sale por el orificio del órgano sexual. Esta amargura es la sal de la sangre que corre por el miembro de Castelli. La palabra se ha convertido en sangre, el fluido que al salir del cuerpo anuncia la muerte. Tal como con la lengua putrefacta, en el pene sangriento se reedita el drama de la imposibilidad de llevar a cabo un acto que transcienda hacia el mundo exterior.

Conclusión

En las ocasiones en que hemos podido comentar en público este poema patético del Castelli de Rivera, siempre ha habido reacciones de incomodidad, o incluso de rechazo, que recalcan el exceso en la expresión del lamento, o cierto facilismo en la asociación entre sexo y política, sobre todo en relación con el personaje femenino (María Rosa). He aquí, entonces, algunos riesgos del patetismo de este Castelli. En todo caso, lo que hemos querido poner de relieve, es la mediación de la emotividad -el lazo entre lo individual y lo colectivo que establecen las emociones- en la figuración de ese personaje. Si antes habíamos hablado de subjetividad para referirnos a la construcción verbal de su mundo interior, hoy podemos decir que la subjetividad también está involucrada, en la medida en que la dimensión del pathos, esa dimensión en la que se acumulan y se iluminan mutuamente las experiencias de la izquierda derrotada que Rivera ha conocido -la vivida por la familia judía en la Europa del Este, la de los comunistas opuestos a Perón, la de los sindicalistas bajo el gobierno de Onganía, la de los militantes silenciados y desaparecidos bajo la última dictadura-, le concede su resonancia poética al dato histórico. Cada uno de los sentimientos políticos y literarios que hemos reconocido -el entusiasmo por la lucha armada, la confianza en la transformación de la realidad por la acción, el dilema de la oposición entre la pluma y el fusil, y finalmente, el desencanto ante la ineficacia de la palabra- ayuda a abrir la receptividad emotiva con respecto al cáncer de lengua de Castelli. Si en La revolución es un sueño eterno, la revolución de Mayo y su tribuno quedan despojados de todo rasgo de grandeza épica, ello se debe, en buena medida, a que el movimiento patético que articula los motivos de la voz, la palabra, el silencio, el sueño y la incapacidad de actuar, ya está en curso en la escritura de Rivera. Vemos entonces que con las emociones del pasado, el lenguaje arrastra también un sedimento de experiencias de lo común que va redefiniendo los contornos de las palabras dentro del poema.

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1 Ver, por ejemplo, los comentarios del autor y de Eduardo Belgrano Rawson en el documental de Cancio (2006): “Castelli viene de mis recuerdos de la escuela primaria, vocal de la Primera Junta de Mayo, enviado a los ejércitos que marcharon al Alto Perú” (Rivera, min. 34:55). “Y ese enfoque, ese abordaje, esas cosas por las que entra Rivera, como descubrirle un cáncer en la lengua al principal orador de la revolución argentina es lo que carga al texto y lo vuelve incomparable” (Belgrano Rawson, min. 35:57). “Las novelas de Rivera no son novelas históricas, no interesa eso, está en las antípodas de la novela histórica, no tiene nada que ver; quien pretenda aprender historia que no lea a Andrés Rivera, tiene montones de profesores de historia que van a poder ilustrarlo” (Belgrano Rawson, min. 36:37).

2Todas las citas en francés son traducción nuestra.

3Para un análisis de las implicaciones ideológicas de las referencias a la revolución de Mayo, a partir de dos estudios históricos de referencia (Halperín Donghi, 1961 y Lynch, 1989), remitimos a nuestra tesis doctoral (Jiménez, 2010, 258-263). Agradecemos a Teresa Orecchia Havas la sugerencia de afinar el manejo de los conceptos de subjetividad e ideología en su evaluación de este trabajo.

4Para un análisis detallado del trabajo de cita, reescritura e intertextualidad entre la novela de Rivera y algunas fuentes primarias -el Plan de operaciones (1810) de Manuel Moreno, el “Proceso formado al doctor Juan José Castelli. Su conducta pública y militar desde que fue nombrado representante hasta después del Desaguadero, 1811-1812” - remitimos a los estudios de Cruz Martínez (1996) y Waldegaray (2013).

5Con base en nuestras dos entrevistas con el autor (6 y 16 de abril de 2007), antes hemos indicado (Jiménez, 2008: 243) que, “terminada en 1974, [la novela] será publicada sólo dos décadas después, en parte por la detención de sus primeros editores y porque, según comenta el autor, ‘no hubo editorial que se animara a publicarla’. La alusión directa a movimientos de izquierda, sobre todo sindicalistas, la hacía portadora de un mensaje político que chocaba con la represión autoritaria que ya estaba en curso dentro del campo cultural e intelectual argentino”. Por consiguiente, tomamos distancia de la periodización habitual, suscitada por las declaraciones públicas del autor, sobre un intervalo de silencio entre los relatos Ajuste de cuentas (1972) y la novela Nada que perder (1982). Durante esos diez años pudo haber silencio, en el sentido de ausencia de publicación, mas no cese en la labor de la escritura, periodística por un lado, y literaria por el otro, puesto que es durante ese período que Rivera escribe El verdugo en el umbral.

6Con respecto a la temática de la subjetividad, cabe aclarar que la definición que la autora nos ha atribuido (Waldegaray, 2015, pp. 126-127) -la subjetividad en la novela entendida como la supuesta « humanización » de héroes que los historiadores y las historiadoras habrían deshumanizado- no es la que hemos querido defender, sino, al contrario, la que hemos querido criticar. Además, pese al énfasis que hemos puesto en el recurso verbal del yo narrador, cuando analizamos el trabajo con las voces en las ficciones históricas de Rivera -estilo indirecto, presencias de otras voces, intermitencias del diálogo-, también reconocemos las alteraciones y las rupturas de la homogeneidad de la primera persona a partir de los planteamientos de Mijaíl Bajtín (Jiménez, 2010, pp. 145-156 y pp. 180-181).

7“Esa translación temporal [operada por el historiador] es también un traslado a otra subjetividad, adoptada como centro de perspectiva. (…) La historia es pues una de las maneras en que los hombres “repiten” su pertenencia a la misma humanidad; es un sector de la comunicación de las consciencias, un sector escindido por la etapa metodológica de la huella y del documento, y por consiguiente un sector distinto del diálogo en el que el otro responde, pero no un sector enteramente escindido de la intersubjetividad total, que siempre permanece abierta y en debate” (Ricœur, 1967, p. 37).

8Ver las declaraciones del dramaturgo Roberto Cossa en el documental del Cancio (min. 21:21).

9Ver el artículo a seis manos, escrito por Andrés Rivera, Ricardo Piglia e Ismael Viñas (1968).

10Subrayado en el original en francés.

Recibido: 07 de Agosto de 2020; Aprobado: 27 de Septiembre de 2020

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