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Cuadernos del CILHA

versión On-line ISSN 1852-9615

Cuad. CILHA vol.22 no.1 Mendoza jun. 2021

http://dx.doi.org/10.48162/rev.34.014 

Dossier

Trans-fundar la Argentina.Nación, autoría y masculinidades en Las aventuras de la China Iron de Gabriela Cabezón Cámara

Trans-foundation of Argentina. Nation, authorship and masculinities in Gabriela Cabezón Cámara’s novel Las aventuras de la China Iron

Luis Enrique Escamilla Frías1 
http://orcid.org/0000-0002-4140-0065

1City University of New York. Estados Unidos. lescamillafrias@gradcenter.cuny.edu

Resumen:

Con base en que en el hecho de que existen narraciones sobre las que se sustentan las configuraciones de las naciones (Benedict Anderson), este trabajo analiza la propuesta de la novela Las aventuras de la China Iron para revisar sobre qué narración se han edificado ciertas nociones de “lo argentino”, particularmente en cuanto a las construcciones de los géneros hombre y mujer. Para llevar a cabo tal análisis, este trabajo se divide en dos grandes partes: la primera es una revisión sobre masculinidades y género en el Martín Fierro -el texto fundacional de Argentina- y la segunda se trata de un estudio de las propuestas que la novela de Gabriela Cabezón Cámara lleva a cabo para dislocar los conceptos de nación, masculinidades y autoría, que se gatillan en la obra de José Hernández y que, a través de distintas operaciones convenientes al status quo, se fueron osificando en aquel país.

Palabras clave: Argentina; Nación; Masculinidad; Autoría; Género

Abstract:

Based on the fact that there are narrations over which the configuration of a nation is based (Benedict Anderson), this work’s author carries out an analysis on Las aventuras de la China Iron and on its proposal to go over the narration over which certain notions about “the argentinian” have been built. It is analyzed, particularly, the constructions of both genders man and woman. To carry out such an analyzis, this work has been devided in two main parts: the first one is a review on masculinities and gender that are in Martín Fierro -the Argentina’s fundational text-, and the second part is an study on the proposals that Cabezón Cámara’s novel carries out to distort the concepts of nation, masculinities and authorship, all they triggered by the José Hernández’s work and which have been osified in Argentina by means of various ways made by the argentinian status quo.

Keywords: Argentina; Nation; Masculinity; Authorship; Gender

¿Por qué iniciar una discusión en torno a los conceptos, etimológicamente tan cercanos entre sí, de autoría y autoridad? Ambos términos provienen del latín auctoritas, que deriva de auctor, cuya raíz es augere, la cual implica “aumentar, promover, hacer progresar”; al mismo tiempo, augere puede significar “cualidad del que aumenta y promueve algo innovador”. Ya en La Virgen Cabeza (2009), primera novela de Gabriela Cabezón Cámara (Buenos Aires, 1968), el tema de la autoridad de la autoría había sido abordado; pero no es sino en Las aventuras de la China Iron (2017) cuando este tándem cobra una dimensión que resulta de especial interés. Ambos conceptos, además de los ecos etimológicos que los acompañan, se anudan a un tercero: nación, para dar como resultado un cuestionamiento frontal de la comunidad imaginada -ocupando el término de Benedict Anderson-, llamada Argentina, así como de la autoría y la autoridad que han servido para delinear sus márgenes desde el siglo XIX: en particular la autoría-autoridad del hartísimo conocido Martín Fierro -con sus dos partes, El gaucho Martín Fierro, de 1872 y La vuelta de Martín Fierro, de 1879- escrito por el estanciero federal y autor José Hernández.

En La Virgen Cabeza se narra la historia de una relación entre una travesti que vive en el barrio marginal de El Poso, Cleopatra Lobos, conocida por todo mundo en la colonia con el diminutivo de Cleo y Catalina, conocida como la Qüilty, una cronista de nota roja y ex estudiante de Letras Clásicas, quien originalmente había ido a El Poso para hacerse con información de primera mano sobre el culto a la Virgen Cabeza -cuyo altar había sido construido por la propia Cleo en una esquinita de la colonia- y poder armar así un trabajo periodístico. Pero terminan ambas en una apasionada relación de pareja que las terminará llevando hasta Miami, Estados Unidos.

Qüilty es la narradora. Es supuestamente la autora del libro que el/la lector/a tiene en las manos. Y en ese libro se intercalan cinco relatos -supuestas grabaciones de audio-, que vienen siendo intervenciones de Cleo para apostillar imprecisiones de Qüilty. “Son dos registros particulares: por un lado, el de la cultura letrada en los capítulos escritos por Qüilty […] ; por el otro, el registro popular de Cleo que se desvía a menudo de la narrativa gramatical y maneja una lengua de frontera global y mediática […]”, ha señalado al respecto José Javier Maristany (2006, p. 125).

Fundándose en algunos planteamientos de Gayatry Ch. Spivak en “Can the Subaltern Speak?”, tales como el hecho de que el sujeto subalternizado parecería siempre estar a la sombra de la autoridad del Otro que determina su subjetividad (Spivak, 1988, p. 24), o bien, que el discurso articulado por ese sujeto subalterno es, en pocas palabras, desoído por toda la sociedad que lo ha echado (Spivak, 1988, p. 28), Maristany precisa que “ambas narradoras compiten por legitimar la versión que cada una quiere contar […]. . . el uso de la voz subalterna se da por medio de un espacio ficcional de oralidad . . . se despliega una verdadera lucha por imponer ciertos sentidos de una misma historia” (Maristany, 2006, p. 125). Y, finalmente, en una opinión que resulta concluyente sobre esta toma de la palabra por parte de la subalterna Cleo, se pueden citar estas palabras de Maristany:

Subyace en la propuesta narrativa de Cabezón Cámara la pregunta acerca de cómo narrar y en qué lengua hacer hablar a los sujetos que se presentan como la otredad de la cultura letrada, y es aquí donde surge el conflicto por dotar de legitimidad a una voz a través de la cual se expresaría el subalterno, en apariencia sin condicionamientos. Este conflicto tiene una larga tradición en las letras nacionales, instalado ya de manera inequívoca desde el siglo XIX tanto en un texto fundacional como El Matadero de Esteban Echeverría, como en toda la literatura gauchesca […]. (Maristany, 2006, p. 126)

Ahora bien, Cleo, hay que recordarlo, es travesti. Bautizado en su infancia como Carlos Guillermo, casi pierde la vida cuando su padre, un ex policía, le partió la cara doce años atrás. Se había enterado de que el modelo de vida de su hijo era nada menos que Susana Jiménez, famosa actriz, vedette y presentadora de programas de televisión. Desde entonces, su vida en El Poso se distinguió por maltratos emocionales y físicos en casa; por prostitución en las esquinas pringosas de la colonia, e incluso por la violación sexual que sufrió bajo un policía. El giro que tomó su vida no fue cuando conoció a Qüilty, sino que de hecho a ella la conoció gracias al “milagro”. Al borde de la muerte después de ser ultrajada, Cleo estaba en la comisaría de ventanas rotas y sillones desvencijados, cuando se le apareció la Virgen Cabeza. De ahí en más, Cleo y Qüilty, la relación que mantienen, es la historia de la novela.

Es de subrayarse la condición travesti de Cleo. Su voz no es subalterna nada más por su marginación económica o simbólica debida al cero acceso al ámbito letrado, sino que es una voz subalterna también, quizá principalmente, a causa de su travestismo. La suya es una palabra subalterna, se puede decir así, a la masculinidad predominante y violenta de la gente que vive en El Poso. Si Cleo dejó de ser objeto de abusos sexuales y burlas en la calle, lo fue por el hecho de que se le consideraba que tenía cierto vínculo especial con la Virgen Cabeza, la cual, se supone, le hizo el milagro de arrancarla de los brazos de la muerte. “Podríamos pensar que la novela […] trabaja la subalternidad trans como una otredad irreductible”, afirma Maristany (2006, p. 128).

Conclusiones como esta son las que predominan en la mayoría de los trabajos que han analizado La Virgen Cabeza. El mutuo influjo de un travesti y una lesbiana en una relación de pareja que sale adelante, todo esto en medio de un contexto de masculinidades violentas y, por lo tanto, de hostilidad gratuita en contra de personas trans, es más que loable en la propuesta narrativa, desde luego. Por otro lado, está el hecho de que, dentro de esa relación de pareja, la persona subalterna pone en evidencia la violencia epistemológica que, acaso inconscientemente, acaso no, comete la persona letrada al colocar al sujeto subalterno en una posición inferior. Ahora, quizás lo más importante sea analizar lo más destacable sea no ver ambos asuntos no por separado, sino como parte de un todo ya no solo narrativo, sino social: un todo dentro del cual el género adoptado por una persona y la posibilidad de tener voz son dos condiciones en inter-determinación.

¿Por qué iniciar una discusión en torno a los conceptos, etimológicamente tan cercanos entre sí, de autoría y autoridad? A esta pregunta que es motor de discusión de las páginas que vienen, habría que añadir el peso que el género de la persona que toma la palabra cobra a la hora de construir autoría-autoridad y también de qué forma ciertas autorías-autoridades tienen más peso que otras en contribuir a la construcción de determinados géneros. No solo La Virgen Cabeza sino, principalmente, tal como se discutirá más adelante, Las aventuras de la China Iron, se centran en la discusión de estos temas: resultan, además, básicas para pensar algunas características culturales y sociales típicamente vinculadas con la idea de Argentina. La importancia de esta novela es, como puntualiza Juana Mercedes Ramella, que se trata de “una obra sintomática de una época de efervescencia del feminismo en [Argentina] que nos lleva a repensar categorías como Estado moderno y ciudadanía desde una perspectiva de género y que socava los fundamentos de nuestro estado colonial, capitalista y patriarcal” (Ramella, 2020, p. 81).

Fundar la Argentina: Martín Fierro, nación y masculinidad

Eln efecto, el puñado de trabajos académicos escritos hasta el momento, por Laura Fandiño, Guillermo Portela, Juan Mercedes Ramella, Paula Fleisner, Susana Regazni y Mario David Cabrera, que discuten Las aventuras de la China Iron, coincide en que el corazón de la obra consiste en someter a examen la construcción del binomio genérico hombre-mujer, así como las expectativas sociales que derivan de ellos: violencia de género, inequidad, etcétera.

También es cierto que esta obra es perfectamente legible para cualquier lector/a, del mismo modo que no se necesita una enciclopedia “para leer una road movie, una novela de aventuras o una novela de amor”, tal como Fandiño trae a cuento las palabras de la propia Cabezón Cámara (2018a, p. 54). Como sugiere el título, la novela es, ciertamente, de aventuras: una mujer cuyo nombre, China, le fue dado por su esposo, de nombre Martín Fierro, marcha al desierto, como lo hicieran antes, entre otros, Lucio V. Mansilla en Una excursión a los indios Ranqueles (en 1870). Marcha en compañía de una mujer inglesa, Elizabeth, quien la dota ahora del apellido Iron y con quien mantiene una relación cercana, amorosa, sexual, cuya intensidad aumenta conforme avanzan tierra adentro. A medida que descubre los placeres sexuales lésbicos, la China Iron también descubre una nación hasta entonces ignota para ella. Y a lo largo de cuarenta y un capítulos, integrados dentro de tres partes: “El Desierto, “El Fortín” y “Tierra adentro”, las mujeres no solo atestiguan sino que -y esto es importante- protagonizan episodios en los que ponen en evidencia a un codicioso estanciero de nombre Hernández, impelen al propio Martín Fierro a desvelar su relación homosexual con Cruz, participan en la fundación de una comunidad plurilingüe en medio de la espesa naturaleza, entre muchas aventuras más.

Si bien es cierto que no se precisa de un diccionario ni, supongamos, de una enciclopedia de literatura argentina, para seguir estas aventuras, también es verdad que la relación de la novela con el Martín Fierro es de importancia tal, que no se puede reducir exclusivamente a cierto grado, más o menos profundo, grado de intertextualidad, debida a los personajes, la temática, o el cronotopo. Tampoco la relación es solo estructural. Lo que aquí se plantea es que la relación que la novela sostiene con esta obra central de Argentina es de un cuestionamiento frontal: se pretende confrontar su carácter fundacional, refundándola o, como sugiere el título de este trabajo, trans-fundándola.

Se puede decir que Las aventuras de la China Iron se suma a obras que, menos o más recientemente, han tenido como centro al Martín Fierro. Entre las que menos recientemente lo han hecho, hay que mencionar los cuentos “El fin” (en Artificios, 1944), “Historia del guerrero y de la cautiva” y “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz” (ambos en El Aleph, 1949) de Borges: en el primero de ellos “Borges transforma lo que había sido una disputa o un desafío verbal entre Fierro y el Moreno (la payada) en una pelea física a cuchillo” (Peluffo, 2013, p. 194), mientras que en el último “Cruz reconoce en su doble, el gaucho desertor, ‘su íntimo destino de lobo, no de perro gregario’; es decir, ‘un deber ser masculino casi salvaje que lo inspira a transgredir las leyes de la civilización’” (Peluffo, 2013, p. 194). Otro cuento, este sí reciente, es “El amor” (en Cuerpo a tierra, 2015) de Martín Kohan, que ficcionaliza una relación, justamente, de amor entre los personajes Martín Fierro y Tadeo Cruz, la cual en el poema original, si acaso está mencionada, lo está en términos de insinuación, cifrada en una relación menos homosexual que homosocial. Eve Kosofsky Sedgwick explica el término “homosocial” así:

“Homosocial” es una palabra ocasionalmente utilizada en historia y en las ciencias sociales, donde se describen los lazos sociales entre personas del mismo sexo; es un neologismo obviamente formado por analogía a “homosexual”. De hecho, es aplicada a actividades tales “relaciones entre hombres” las cuales, en nuestra sociedad, pueden ser caracterizadas por una intensa homofobia, miedo u odio contra la homosexualidad. (Sedgwick, 1995, p. 1, traducción mía)

De modo que lo que en el original Martín Fierro es sugerido únicamente dentro de los límites homosociales de “relaciones entre hombres”, el cuento de Kohan lo que hace es romper esos límites e interpretar el espacio abierto por el texto de Hernández no solo como una relación abiertamente homosexual, además llena de amor verdadero.

Entre otras obras que se han aproximado a los temas de la pampa argentina como territorio de ficción o a la gauchesca como género, para cuestionarlos, reinterpretarlos, extrañarlos, están las novelas El entenado (1983) de Juan José Saer, El vestido rosa (1984) y La liebre (1991) de César Aira y Aballay (1978) de Antonio Di Benedetto. También los cuentos “El gaucho invisible” (en La ciudad ausente, 1992) de Piglia y “El gaucho insufrible” (en El gaucho insufrible, 2003) de Bolaño.

De fechas más recientes son El Martín Fierro ordenado alfabéticamente (2007) de Pablo Katchadjian, En la pausa de Diego Meret (2009) y El gauacho Martín Fierro (2011) de Oscar Fariña, textos que “ofrecen pantomimas irreverentes del ‘gesto ritual’ realizado por intelectuales a lo largo del siglo XX” (Lanctot, 2017, p. 355). Estas tres obras, en pocas palabras, “en lugar de asociar nuevos actores sociales o demandas democráticas del momento con la figura del gaucho, reconfiguran el texto para exponer e interrumpir los mecanismos que históricamente han apuntalado la instrumentalización sociopolítica del Martín Fierro” (Lanctot, 2017, 356). Ciertamente, el tono satírico o, con agrega Fleisner, “paródico” (Fleisner, 2020, 5), de Las aventuras de la China Iron se emparenta más con estas obras que por ejemplo con las revisiones borgeanas. Hay una diferencia sin embargo también con ellas. La obra de Cabezón Cámara no solo incorpora los problemas del cronotopo histórico en el que fue escrita. Planea la necesidad de re-fundar, o trans-fundar -ya se está haciendo tarde en explicar este neologismocuya conceptualización se expondrá pronto- la operación de carácter fundador que se le ha atribuido al Martín Fierro y que se ha propalado a lo largo del tiempo, colocando en el centro precisamente una agenda altamente progresista en diversas áreas, como el género, el feminismo, los derechos indígenas, en el translingüismo, la negritud y, algo en lo se profundizará más adelante, la dupla entre género y masculinidad así como la idea de nación.

Sin pretender ser exhaustiva ni mucho menos, esta breve enumeración da cuenta de la tradición derivada de la gauchesca -que muchas veces se vuelve contra ella-, a la que se suma la novela de Cabezón Cámara.

Así, pues, primero que nada conviene detenerse, entre las tantas vetas que puede tener el Martín Fierro, en aquellas que son referidas, pero principalmente confrontadas por la novela. A muchos aspectos del poema de Hernández se refiere la novela de Cabezón Cámara. Pero algunos cuantos son lo que confronta y por su potencialidad política resultan ser de la mayor trascendencia.

Cuando se habla de la idea de la construcción de nación en el Martín Fierro, la discusión puede partir desde muchos ámbitos y, como resultado, llevar a diferentes sitios. Aquí se considera el concepto de nación, mencionado someramente de paso justo al comienzo de estas páginas, de Benedict Anderson, de acuerdo con este pensador, nacionalidad y nacionalismo “son artefactos culturales de un tipo muy particular” (2006, p. 4) y para entenderlos

nosotros necesitamos considerar cuidadosamente cómo ellos han venido a colocarse dentro del ser histórico, en el cual sus significados han cambiado a lo largo del tiempo, y por qué hoy día ellos son dignos de una profunda legitimidad. [Estos conceptos] es posible que sean trasplantados, con distintos grados de auto-consciencia, hacia un amplio rango de terrenos sociales, para unirse, y ser unidos, con uno correspondientemente amplio rango de constelaciones políticas e ideológicas. (Anderson, 2006, p. 4)

Con arreglo a esta idea ya canónica no solo en los estudios humanísticos sino también en las ciencias sociales duras, ¿qué idea de nación estaría en el Martín Fierro, esa obra que, en su fundamental El género gauchesco: un tratado sobre la patria, Josefina Ludmer no duda en calificar de “gaucho patriota” (Ludmer, 2000, p. 31)? ¿Qué significados se instalaron gracias a esta obra, precisamente en la época hacia la cual fue escrito y publicado? Y, quizá la pregunta más importante, ¿hacia qué rangos sociales, políticos, ideológicos estaba orientada la idea de nación contenida en el poema? Mucho se ha escrito al respecto, como es de preverse.

Por eso mismo es importante discriminar cuidadosamente con quién se establecerá el diálogo al respecto. Del artículo de Alejandro Hermosilla Sánchez, en el cual hace una lectura mítico-simbólica a ratos magistral, a ratos irreverente, del Martín Fierro, se pueden desprender muchas operaciones que en materia de construcción de nación acaso se estaban llevando a cabo el poema. El libro contribuye a la construcción intelectual de Argentina en el siglo XIX, pero es una intelectualidad que, dice Hermosilla Sánchez, está “compuesta como un reflejo deformado y deformante de Europa, al adherirse a los rasgos del proyecto cartesiano-racional europeo y abstraerlos al continente americano” (Hermosilla Sánchez, 2007, p. 2). Así mismo, en una clara interpretación mítico-simbólica del poema, Hermosilla sostiene que este pudo ser

un mecanismo de defensa lógico que permitía a los forzados emigrantes que componían la Argentina a asistir a una visión de su país lo más cercano posible al antiguo paraíso, acaso ya perdido para siempre del que la gran mayoría había partido (Occidente), en realidad sembraba de fatalidad la enorme extensión de los territorios argentinos, anticipando una futura condena, el futuro advenimiento de un “karma” fatal para la nación. (Hermosilla Sánchez, 2007, p. 3)

Aseveración importante en la que los términos fatalidad, karma y nación, vistos juntos, resultan interesantes. Esta lectura de carácter simbólico puede tornarse de carácter histórico al decir que esa fatalidad es la que les correspondió a los pueblos indígenas y negros que poblaban los territorios de tierra adentro de la Argentina y que fueron exterminados o reducidos a un papel meramente ornamental por los fundadores de la nación Argentina, tal como está demostrado no solo en el Martín Fierro sino en otra obra ya mencionada: Una excursión a los Indios Ranqueles.

Todo lo cual, a juzgar por esa cita, ha venido a constituir un karma para una sociedad fundada precisamente sobre la sangre que sus antepasados no tan remotos gatillaron en contra de los pueblos aborígenes, en su afán de ser europeizantes, blancos, occidentales, etcétera. La propia Ludmer ha establecido ya en su trabajo publicado originalmente en 1988 que:

La militarización del sector rural durante las guerras de independencia y el surgimiento correlativo de un nuevo signo social, el gaucho patriota, pueden postularse como bases del género [gauchesco] en la medida en que permiten el acceso del registro verbal de los gauchos al estatuto de lengua literaria, su única representación escrita. (Ludmer, 2000, p. 30)

Ahora bien, pero precisamente esas expediciones a los supuestos desiertos [que desiertos no eran, porque estaban poblados, pero acaso gobierno y criollos los llamaron así a fin de significarlos como terra nullius para más fácilmente apropiárselos con la venia de una sociedad ignorante de lo que en realidad estaba pasandoocurriendo], las definiciones de fronteras, la construcción de sujetos subalternos incapaces de la acción política, o la bestialización (conceptualmente simbólicamente hablando) de los indígenas y de los negros, eran los fines políticos e ideológicos a los que se encaminaba en esos momentos la construcción de la nación. A esto se refería Ludmer cuando sostuvo que en cada encontronazo violento del Martín Fierro, lo que quedaba manifiesto era la representación de “otros” distintos al gaucho:

Con el indio era la diferencia entre salvaje y cristiano en la diferencia de género gramatical de pronunciación de su voz; con el inmigrante de guardia es la diferencia de pronunciación de su voz, parodiada por Fierro con víboras y lagartos (animales que se arrastran); con el negro será una diferencia de escansión en la voz de Fierro, que señala las diferencias de sexo y color […] a lengua del desarío y la lengua de la guerra oscila además entre la fanfarronería y la condena […]. (Ludmer, 2000, pp. 165-166)

Es justo en medio de esta edificación de cimientos, paredes, techos y delimitaciones de terrenos conceptuales de la nación Argentina donde el Martín Fierro juega un papel importante. Un sujeto, parafraseando a Paul Ricoeur, se define en la narración de su propia vida. Una nación, planteo, parece ser, también. La narración de las hazañas pero también de los pesares que sufre el personaje Martín Fierro cumple en este sentido la misma “demonización y despersonalización que del aborigen realizara la cultura occidental” (5), señala Hermosilla Sánchez (2007), al explicar que de este modo “únicamente había que esperar el momento exacto en que la sociedad argentina se sintiera mínimamente fortalecida y unida en sus intereses, para desatar la cacería real sobre él, que, exactamente, no significaba sino terminar de concretar la cacería imaginaria que lo había exterminado mentalmente unos siglos atrás” (Hermosilla Sánchez, 2007, p. 5). Ejemplos de esta bestialización sobran en el Martín Fierro: “Qué fletes traiban los bárbaros / como una luz de lijeros / hicieron el entrevero / y en aquella mezcolanza / este quiero, este no quiero / nos escojían (sic) con la lanza” (secc. 565). O bien: “Nos anunciaban que iríamos / sin carretas ni bagajes / a golpiar (sic) á los salvajes / en sus mesmas (sic) tolderías; que a la güelta (sic) pagarían / licenciándolo al gauchaje” (secc. 945). En fin, los ejemplos abundan.

En este sentido, como menciona Julio Leandro Risso, se puede decir que los indios, y se pueden agregar los negros (“Como nunca, en la ocasión / por peliar (sic) me dio la tranca / y la emprendí con un negro / que trujo una negra en ancas” dice, como si tal cosa, Martín Fierro en los versos 1150), fueron convirtiéndose en el “enemigo aglutinador” (Risso, 2015, p. 95). Recuerda que este desprecio por lo indígena (y, aunque menos, por la negritud) además de su subsecuente violencia tiene su origen en la notoria organización política-institucional (no son casuales los ecos con Anderson) inaugurada tras la Batalla de Pavón (1861). Fue desde entonces que los intereses de una clase dominante comenzaron a expresar un carácter nacional: el perfil de lo que se entendería como nacionalidad e incluso nacionalismo sería el mero reflejo de los intereses de esa clase.

En tal proceso, la identidad nacional fue proyectándose en términos de una pureza racial, étnica y cultural voluntariamente desafiliada de lo español (aunque no de la Europa anglofrancesa) y del caos y promiscuidad social con que las elites intelectuales ordenaban (difundían y legitimaban) la realidad de entonces, definiéndola en términos de la dicotomía civilización/barbarie (Svampa 2010). El poder de narrar fue determinante (e instituyente) para la configuración de la vida política argentina, reduciendo la complejidad de la realidad y contribuyendo eficazmente a definir y (re)presentar lo mismo y lo otro, lo nacional y lo extranjero, lo propio y lo ajeno. (Risso, 2015, p. 95)

En el seno de este contexto se construyó la idea sobre el indígena como el otro, el enemigo de la nación. ¿Por qué? El propio Leandro Risso sugiere que bajo el engaño elaborado por las clases dominantes y gobernantes que lo colocaban como “el escollo que impedía al país encaminar su marcha hacia la civilización, el orden y el progreso” (Risso, 2015, p. 96), en realidad estaba el despojo sistemático, dirigido y, en última instancia, sangriento, ejercido por esas mismas clases en contra de los indígenas, a quienes conforme quitaban sus ingentes territorios los orillaban a la subalternidad más ínfima. Podría preguntarse si en esta operación, de carácter político y militar, fue igualmente de importante para el Martín Fierro. Por su potencialidad en cuanto sostén ideológico que le daba a toda esta operación, no solo fue central sino que, siguiendo de nuevo a Leandro Risso, “en tanto libro devendría texto canónico de la nación; en tanto nombre, resultaría metonímico de lo argentino; y en tanto personaje (ficticio), llegaría a ser el rostro arquetípico de lo criollo” (Risso, 2015, p. 96). Ludmer, por su parte, plantea que no solo el Martín Fierro, sino el género gauchesco todo, se trataba de una biopolítica: “El género [gauchesco…] sirve ahora para definir la palabra o la voz ‘gaucho’ […]. Define los usos posibles de la palabra y con ella de los cuerpos; dice qué es un gaucho, cómo se lo puede dividir en legal e ilegal, ‘bueno’ y ‘malo’, para qué sirve, qué lugares ocupa, y esto en la voz misma del gaucho” (Ludmer, 2000, p. 33).

Así es que si el poema contribuyó a que esa élite criolla liberal se autoerigiera como la verdadera representante de la nación “en su esfuerzo por articular discursos nacionales con intenciones de construir imaginarios culturales de identidad” (Portela, 2019, p. 43), y al indígena y al negro como los enemigos de tal proyecto, queda pensar qué papel le estaba destinado precisamente al personaje cuyo nombre resulta nada menos que “metonímico de lo argentino”. Ludmer llega sostener que en el género gauchesco “está toda la época y no solo la literatura de la época” (Ludmer, 2000, p. 42). Para Alejandro Hermosilla Sánchez, el gaucho, quien, solo después de haber sido exterminado culturalmente del horizonte social de Argentina, es celebrado, pero es celebrado a condición de haberse convertido en una “figura inofensiva, atributiva del carácter autóctono del país a fines del siglo XIX” (Hermosilla Sánchez, 2007, p. 8). En tanto, para Leandro Risso, el cantor del Martín Fierro representa la añoranza por una vieja alianza entre precisamente los gauchos (sectores sociales subalternos) y los patrones de estancia (sectores propietarios):

Así pues el canto(r) representa dicha alianza en términos de una añoranza, de un pasado perdido: Fierro canta las desdichas y sufrimientos que ha debido experimentar a causa de los (ab)usos de la autoridá que criminaliza y saca al gaucho de la vida de estancia para enviarlo injustamente a servir al batallón o la frontera, lugares adonde éste pierde su innata libertad y termina barbarizándose y transformándose en un esclavo o un outlaw, un ilegal y un resertor. (Risso, 2015, p. 97)

Añoranza, ilegal, resertor no son palabras que lo coloquen precisamente como alguien que tendrá un papel central en esa nación imaginada cuyos perfiles se están empezando a delinear. Como recuerda Ramella, fue en Leopoldo Lugones, en El Payador (1916) donde Leopoldo Lugones llevó a cabo una “rehabilitación de [el gaucho] en función de la búsqueda de una identidad original y común frente al aluvión inmigratorio. Lugones convierte a Martín Fierro en héroe nacional, arquetipo de virilidad” (Ramella, 2020, p. 83).

Por su parte, Ana Peluffo, en su importante trabajo sobre Martín Fierro y las masculinidades, afirma que ya desde el prólogo, Hernández se proponía “hacer que el lector se compadeciera por la suerte de un sujeto marginal en peligro que estaba siendo erradicado por los avances de la civilización” (Peluffo, 2013, p. 189). Y explorando al trabajo que Ángel Rama dedicara al tema, en el cual diferenciaba entre el gaucho y la gauchesca, Peluffo recuerda que el gaucho es “un artefacto cultural que nos dice más sobre las ansiedades de la cultura letrada sobre la otredad de un referente histórico, que ya para el momento de la publicación del Martín Fierro Hernández reconoce como desaparecido” (Peluffo, 2013, p. 190). Cualquiera que sea la explicación que se tome en consideración, el resultado es que ese personaje que resulta ser el “metonímico de lo argentino” se considera con términos que van desde una figura inofensiva hasta un referente histórico desaparecido, pasando por un forajido.

Lo interesante es que, dado que esta subjetividad ha sido delineada por José Hernández con una voz autoral que se discutirá más adelante, su personaje ha sido construido para funcionar dentro de esa nueva nación. Más que ser un sujeto del pasado o un paria, o cualquier otra cosa, Martín Fierro es un sujeto subalterizado a propósito: la suya es una subjetividad que puede luchar en la frontera, muy a su pesar, pero lo hace por el bien de la nación; puede también enfrascarse en peleas contra los negros por que simplemente le dio la gana; igual puede una y otra vez atacar a los indígenas, que son considerados el enemigo de la nueva nación. Pero al mismo tiempo es un sujeto que llora, parafraseando a Peluffo, que tiene una sensibilidad a flor de piel. Es, en suma, un sujeto de una profunda despolitización, en cuanto a que la suya es una subjetividad dócil a los mandatos de la discursividad dominante del Estado y de la clase en el poder. Es la conversión del sujeto gaucho en “trabajador” (Ludmer, 2000, p. 40).

Ana Peluffo ha añadido un importante cariz a la discusión de esta subjetividad, pero ahora desde el terreno de las representaciones de género en la obra, particularmente, en la representación de variadas masculinidades. Dentro del archivo de modelos masculinos al que los hombres decimonónicos recurrieron para crear su identidad (dandiees, flâneurs, casseurs, hombres sentimentales, self-made men), precisa Peluffo, “el gaucho fue el que se acercó más a la idea de la masculinidad hiper viril que se fue consolidando como hegemónica en América Latina a lo largo del siglo XX” (Peluffo, 2013, p. 191). La patria del gaucho, ha afirmado Ludmer también, “pertenece, ella sola, a género masculino” (Ludmer, 2000, p. 48).

Así es que el modelo de masculinidad dominante del gaucho no solo habría predominado en Argentina, sino que conecta con las masculinidades hegemónicas y violentas del continente y, quizás, hipotéticamente, de muchos sitios alrededor del globo. Ante la modernización a la vista, Peluffo (2013) sugiere que la configuración de una masculinidad como esta persigue fortalecer un carácter, valga la redundancia, fuertemente masculino, ante los riesgos de feminización que podría implicar el proceso de cambios sociales que están comenzando a ocurrir y que asoman en el propio Martín Fierro como cuando, en La ida, después de haber perdido todo y decidido por tanto renunciar al ejército, llora “como una mujer” (v. 1018). Pierre Bourdieu (2000) ha dicho que en la eternización, así la llama, de la construcción de masculinidades dominantes hay un trabajo que incumbe a un puñado de instituciones: la familia, la iglesia, el estado, y la escuela, así como el deporte y el periodismo (Bourdieu, 2000, pp. 104-108). Las características que se atribuyen a la masculinidad dominante, agrega, se piensa que están conectadas a factores que van más allá de lo social, que provienen de pasados tan remotos como inaccesibles e incuestionables: las características, una disculpa de antemano por la generalización que se hace con un objetivo explicativo, de la masculinidad (y también de la femineidad) estarían “en el orden de las cosas” (Bourdieu 2000, p. 109). El resultado sería una tautología: si nos referimos al orden de las cosas, o de las prácticas sociales, nos estamos refiriendo a un orden dado de antemano; si se busca explicar ese orden social, esto conduce al orden de lo material y, aparentemente, inmutable. Ante esto, por supuesto, la salida que plantea Bourdieu (2000) es contextualizar: las prácticas de género como resultado de un contexto donde las instituciones mencionadas, entre otras fuerzas que se pueden actualizar permanentemente, están atadas a un cronotopo reticular, en relación de intercambio y tensión con fuerzas que tienen lugar en un mismo contexto.

Ahora bien, esta operación cultural, en la que masculinidad y argentinidad se funden al punto de tornarse en sinónimos, tiene una fuerte ligazón con lo que precisamente se destaca en el trabajo de Peluffo (2013): la compasión. Compasión que hace que el texto funcione para construir a un sujeto gaucho viril pero con el que el/la lector/a se puede identificar; compasión que lo hace sensible hacia otros sujetos como él pero duro contra los indios o los negros, por ejemplo. Pero compasión que, también, raya en lo homosocial, como planteamos hace rato, basándonos en Sedgwick (1995).

El personaje Cruz, de nuevo, aparece en esta relación: “la desaparición de la mujer de Fierro tiene un lado productivo que remite por un lado a la necesidad de abrazar la vida nómade y aventurera del desierto, a la que solo los hombres pueden hacer frente; y por otro, a la posibilidad de desarrollar una relación homosentimental con Cruz” (Peluffo, 2013, p. 196-97). A pesar de que a la sazón prevalecía una lucha contra la sentimentalización de la cultura debido a la necesidad de homogeneizar y virilizar la subjetividad letrada para tratar de borrar cualquier cariz sentimental de la masculinidad, dice Peluffo (2013), esta homosentimentalidad al final resultó tener en la obra de Hernández una función específica: que el/la posible lector/a tomase partido por este personaje, el cual, ya se dijo, es de una despolitización muy útil al poder.

Trans-fundar la Argentina:Las aventuras de la China Iron, géneros y autoría/autoridad

A la idea de la homosocialidad en el Martín Fierro como un conducto para movilizar hacia la identificación con un sujeto subalternizado y despolitizado, Peluffo (2013) agrega otra operación que ella desprende de la tensión entre una masculinidad rígida, encarnada por personajes como el propio autor del poema y por toda una “subjetividad letrada” (Peluffo, 2013, p. 199), y, por otro lado, la masculinidad que llora, como la del propio personaje Martín Fierro: “De ese choque de subjetividades masculinas (la letrada y la rural, la bárbara y la civilizada, la nómade y la doméstica) surge una subjetividad afectivamente híbrida en la que conviven tensamente la liquidez afectiva con el estoicismo” (Peluffo, 2013, p. 199). Esto es, se evidencia por un lado la reafirmación del propio José Hernández y de la clase letrada a la que pertenece como miembro de una suerte de masculinidad dominante -a la manera de la configurada por Bourdieu (2000) -, y por otro, la voluntad, por parte de esa clase letrada, de asignar una masculinidad con características más bien sentimentales a personajes ficcionales como Martín Fierro o sujetos reales que pudieran identificarse con él. Es posible decir que Las aventuras de la China Iron sec pueden como una dilatada discusión centrada en este cúmulo de tensiones.

La novela de Cabezón Cámara, ya se dijo, cuenta las aventuras de la esposa de Martín Fierro, la China, quien no era sino un eslabón más en la cadena de objetos y posesiones de este, tal como destacara Victoria Ocampo en una temprana lectura del poema canónico, según recuerda Ana Peluffo: “[Ocampo] notaba por ejemplo el orden en el que el gaucho lloraba sus posesiones perdidas en una jerarquía que dejaba lo femenino en último lugar: ‘Tuve en un tiempo, hijos, hacienda y mujer’” (Peluffo, 2013, p. 196). Pues bien, la protagonista de estas aventuras por tierra adentro de Argentina es nada menos que esta mujer dejada en el último lugar de las posesiones de Fierro, la “china”, término proveniente del quechua, que significa “muchacha” y que termina por borrar el nombre propio de la mujer. La reduce a la generalidad de las muchachas. Al fin que es una muchacha entre todas las otras muchachas, pareciera decir el generalizador “china”.

En este trabajo no se pretende tratar de reproducir todas las aventuras de la China, sino se trata de destacar los momentos decisivamente contestatarios al Martín Fierro. El primero se refiere a la relación que sostiene con Elizabeth, la mujer inglesa con quien comienza el viaje y quien, una vez más, en un momento de la novela que no deja de ser problemático al encerrar ese hecho un rasgo que se puede asumir como colonialista, vuelve a bautizar a la china:

Yo era la China. Liz me dijo que ahí donde yo vivía toda hembra era china pero además tenía un nombre. Yo no. No entendí en ese momento su emoción, por qué se le mojaron los ojitos celestes casi blancos, me dijo eso podemos arreglarlo, en qué lengua me lo habrá dicho, cómo fue que la entendí, y empezó a caminar alrededor con Estreya saltándole a los pies, dio otra vuelta y volvió a mirarme a la cara: “¿Vos querrías llamarte Josefina?” Me gustó: La China Josefina desafina, la China Josefina no cocina, la China Josefina es china fina, la China Josefina arremolina. La China Josefina estaba bien. China Josephine Iron, me nombró, decidiendo que, a falta de otro, bien estaría que usara el nombre de la bestia mi marido […]. (Cabezón Cámara, 2018a, p. 22)

Desde luego que este hecho es polisémico. Se puede entender que hay un pacto entre dos mujeres contraviniendo ese deseo mencionado arriba, de crear desde la voluntad letrada una serie de categorías, ya sea masculinas, ya sea, como en este caso, femeninas: hacer pasar por equivalente la categoría mujer con la categoría de china. Sin embargo, al mismo tiempo este episodio tiene una veta de violencia colonialista: no deja de ser una mujer blanca, inglesa, quien nombra a esta mujer, cometiendo así una segunda violencia al nombrar a quien ya antes había sido violentada al carecer de nombre. Se puede decir, con Fandiño, que “la elección del nombre surge de la relación entre la protagonista y Liz dando cuenta así de un proceso de asignación identitaria que se negocia entre los deseos de la primera y la nominación de la segunda” (Fandiño, 2019, p. 52). En todo caso, siguiendo también a Fandiño (2019), más convendría destacar que mientras en el original la voz es absolutamente masculina, y la de la mujer es absolutamente relegada, aquí es la voz de esa China la que contará todas sus aventuras.

El agenciamiento que adquire una niña de 14 años como lo es la China se torna además interesante, si se considera que contraviene los valores, rastreados por Peluffo (2020) en otro artículo, enaltecidos por los manuales de urbanidad y conducta europeos pero latinoamericanizados en el momento histórico del Martín Fierro, y dirigidos al disciplinamiento y luego al control de los cuerpos infantiles en general y femeninos-infantiles en particular. La idea de regular la infancia, en su momento de tránsito niñez-pubertad, “buscaba contrarrestar los peligros de la sexualidad, la mente y el cuerpo. […] La niña como un diamante en bruto que debía ser pulido, bruñido y limado para brillar en sociedad.” (Peluffo, 2020, p. 27) Pues bien, la China Iron, cuya subjetividad no se atiene a estas ataduras difundidas entre las niñas “para reforzar las jerarquías de género y para cancelar emociones problemáticas para el orden social como la indignación y la rabia” (Peluffo, 2020, p. 40), disloca los principios que en el periodo de formación de “lo argentino” le habían sido designados a las mujer jóvenes por la cultura hegemónica del momento.

Al tratarse de una mujer narradora y de mujeres protagonistas que recorren el desierto, la novela disloca el género de viajes a tierra adentro, que por antonomasia había sido un terreno masculino. “En este sentido, la vida nómada y aventurera, restringida a la esfera masculina en la literatura del XIX (Una excursión a los indios Ranqueles, por ejemplo) se desestabiliza […]”, sostiene Fandiño (2011, p. 62), quien agrega:

Asimismo, la construcción de lo masculino viril ligado a la esfera pública se deconstruye cuando, por ejemplo, entre los jefes guerreros de la comunidad participan sin distinción mujeres, hombres u otras identidades de género: “En mi nación las mujeres tenemos el mismo poder que los hombres. No nos importa el voto porque todos votamos y porque podemos tener tanto jefes como jefas o almas dobles mandando” (181). (Fandiño, 2011, p. 62)

Si bien hacia el final de la novela las relaciones que ambas mantienen se convertirán en una verdadera declaración política en contra de las rigideces del binomio de género hombre-mujer, Elizabeth y la China, tras vencer sus miedos y acaso sus prejuicios, mantienen a lo largo del viaje una relación absolutamente lésbica: “[…]. . . como un ternero me chupó las tetas Liz y me las mordió como una perra y las volvió a lamer como ha de lamer un corderito […] y me volvió a besar la boca […]” (Cabezón Cámara, 2018a, p. 95). Esta pareja de mujeres apasionadas es la que da las órdenes, dirige el movimiento de la carreta, tiene el poder de convencimiento y persuasión sobre la mayoría, si no es que todos, los hombres que aparecerán a lo largo del viaje, incluyendo a Martín Fierro y al estanciero de apellido Hernández.

Parecería una inversión de los roles. Se asemejan a unas masculinidades femeninas. Para explicar la masculinidad femenina, Judith Halberstam (2008) toma como ejemplo el personaje de M., la jefa de James Bond, en la película de Hollywood Golden eye. Frente al papel de James Bond, M. es quien ejerce el poder sobre él, de forma eficiente, fría y directa: actitudes que, pensando en Bourdieu (2000) pero quizá también en la teoría de masculinidad hegemónica de Connell, pudieran ser más bien atribuibles a los hombres. “Es M. quien nos convence de que el sexismo y la misoginia no son necesariamente una parte y una parcela de la masculinidad, aunque históricamente ha resultado muy difícil, si no imposible, separar la masculinidad de la opresión a las mujeres” (Halberstam, 2008, p. 25), Lo que plantea en esta cita Halberstam es que las masculinidades dominantes no son sino el resultado de una serie de otras masculinidades menores, entre ellas las masculinidades femeninas.

Sin afán de problematizar de momento el papel de las masculinidades reveladas por la forma en que la China y Liz ejercen sus masculinidades femeninas, se puede decir que, en efecto, el rol dominante que pudiera atribuirse a los hombres aquí es absolutamente atribuido a este par de amantes viajeras. Para concluir las complejas implicaciones que resultan de esta relación, se puede suscribir la idea de Paula Fleisner en su trabajo sobre la novela.

La China es la muchacha indecible […], pura indeterminación de los lugares comunes de la feminidad (en ella, madre y virgen, mujer y niña se solapan en una indistinción vertiginosa), es también pura inestabilidad sexual (pasa de “china a lady y de lady a young gentleman” [99] y de allí a tararira [154]) y puro principio vital que hace crecer todo a su alrededor, también los humanos que la acompañan se indeterminan, se hacen otros. (Fleisner, 2020, p. 74)

Al dejar de ser mujer y convertirse en lesbiana -resuenan los ecos de Virgine Despentes en Teoría King Kong- para más tarde adoptar características de una masculinidad femenina hasta el punto de situarse en una “pura inestabilidad sexual”, lo que ocurre es una desestabilización, cuando no una abierta confrontación, a la categoría de mujer. Si pensamos en el trabajo de Peluffo (2020) sobre los manuales de urbanidad para señoritas en el XIX, para quienes se tiene reservado “el placer” de ser generosas y benevolentes con quienes lo necesitan, el placer abiertamente erótico y corporal de la China es centralmente dislocador. Se combate el dualismo de género, hombre-mujer, establecido por numerosas instituciones, como afirma Bourdieu (2000), entre ellas la institución de la letra, representada por la clase a la que pertenece por ejemplo el autor y estanciero José Hernández.

De hecho, dislocar el tipo de masculinidad promovido por Hernández es quizá el eje central de este proyecto de Cabezón Cámara, en tanto que esa es precisamente la base sobre la cual descansa la construcción del sujeto y de la nación buscada por el Martín Fierro. Como si entrara en la puerta abierta por Peluffo (2013), en el sentido de que la masculinidad de Fierro es la del subalterno que llora, o por proyectos literarios como “El amor” de Kohan (2015) en el cual la homosocialidad inferida del propio poema se interpretaba como abierta homosexualidad romántica, el relato incorpora y confronta a Martín Fierro, así como a José Hernández: no solo los interpela, sino que los hace formar parte de este nuevo, otro, relato de la pampa argentina. En palabras de Fandiño: “Las aventuras… revela […] un profundo saber acerca del canon aunque no disputa un lugar en el sistema de la legalidad masculina sino que lo transgrede en una búsqueda por construir otro espacio”. (Fandiño, 2019, p. 55)

Muchos ejemplos se pueden extraer de la novela con respecto a esta incorporación del poema original en esta nueva, distinta, interpretación del canon. Baste un puñado. Entre ellos este, que es una especie de reconstrucción del original Martín Fierro y que ocurre cuando la China Iron y Elizabeth se encuentran precisamente con Fierro: “¡Ay Chinita de mi vida! / Tanto le pedí yo a Dios / Que me riuna con vos / Para pedirte perdón / Y para hacerte mi amiga / China de mi corazón” (Cabezón Cámara, 2018a,158 ), lo cual es a todas luces una disculpa, un arrepentimiento, diametralmente opuesto al orgullo del poema original. Más adelante también dice: “Todo todo bordado de luz / se vino Cruz una noche / y cortó lo que me ataba / al filo de su facón / Y libres juimos los dos / cuando asomó la alborada” (Cabezón Cámara, 2018a, 162). Y en la misma página, más adelante, por si quedaran dudas: “Como Jesús en la tumba / me puse juerte en dos días / Y al tercero me besó: / Supe su amarga saliva / Y supe más: me montó. / Ya nunca quise otra vida”. Y al ruego primero, en que le pide disculpas a Josefina, en efecto ésta lo perdona. Fleisner ofrece una muy inteligente interpretación de la novela como un todo, pero que puede usarse para entender este caso en particular: “se trata, en todo caso, de una especie détournement (o de parodia) del género [bildungsroman], pues no se asume con dolor anímico el pasado de opresión […]. Y tampoco la pérdida de Fierro (su marido reclutado) es verdaderamente una pérdida emocional, sino que es vivida como una oportunidad para la libertad” (Fleisner, 2020, pp. 5-6).

Ahora bien, el perdón otorgado por la China a Fierro podría discutirse un poco más. Por un lado, es posible leerlo de forma negativa, a la luz de lo que sostiene Peluffo, al analizar los manuales de conducta de Lastenia Larriva de Llona (1848-1924) y el énfasis que ésta pone en la ternura como una cualidad femenina: “La ternura que en otros manuales [De Llona] coloca del lado del sujeto infantil es ahora interiorizada por la autora como parte del saber afectivo de la mujer adulta” (Peluffo, 2020, p. 36). El perdón ligado a la ternura, la bondad, la generosidad placentera; emociones reservadas a las mujeres, sujetos compasivos que “emprende[n] el acto de la caridad […] a expensas de la pasividad de un objeto de compasión mudo carente de agencia” (Peluffo, 2020, p. 34). Pero por otro lado, este perdón puede ubicarse dentro de la propuesta de Rita Segado sobre los roles que los feminismos latinoamericanos deberían asumir en su lucha actual. Ante la pregunta de cómo se puede acabar con la violencia contra las mujeres, Segato responde: “desmontando, con la colaboración de los hombres, el mandato de masculinidad, es decir, desmontando el patriarcado, pues es la pedagogía de la masculinidad lo que hace posible la guerra y sin una paz de género no podrá haber ninguna paz verdadera” (Segato, 2016, p. 23). Así es que podría entenderse el perdón de la China como un giro de tuerca, inesperado por generoso, en contra de la violencia que podría esperarse por parte de la violencia masculina. El debate podría continuar.

Para problematizar más este profundo viraje en la masculinidad de Martín Fierro, conviene conectarlo con lo que sucede cuando la pareja de mujeres se detiene en la parte dos de la novela, “El Fortín”. Ahí se encuentran con el estanciero Hernández, quien, profundamente colonizado, está maravillado por la presencia de una mujer inglesa. Así que dispone de todos los servicios para atenderla lo mejor posible. Asimismo, cosa curiosa, practica un inglés impostado con la intención de demostrar su “cultura”. Hay dos momentos que interesa destacar de la estancia de las mujeres el fortín, el primero es cuando ocurre una fiesta, “ponchada” se le llama en la novela:

Recuerdo una con un gaucho adelante besándola y metiéndole mano abajo de la pollera y un milico desde atrás sobándole las tetas y ella con las manos ocupadas, una verga tiesa en cada una, los miraba un gaucho chueco haciéndose la paja, una china que restregaba sus tetas contra la espalda del chueco un negro bajito le apoyaba la poronga a la china en los mulsos mientras otro le chupaba la concha […]. En el salón quedaron solos Hernández y Liz, tirado él en el piso, acomodándose el vestido ella. Era asqueroso el fin de orgía, pero hubimos de acostarnos también en el piso y salpicarnos del vómito estanciero. (Cabezón Cámara, 2018, p. 127 )

Al otro día, Hernández maldice a ambas por haber hecho lo que hicieron no solo con él, sino, digamos, con todos los demás gauchos, peones, chinas, trabajadores y trabajadoras que formaban un orden perfectamente establecido por él para su servicio y el acrecentamiento de sus bienes. En contraste, algo que profundiza el carácter contestatario al orden establecido, pero también su refundación de algo nuevo, es que, no importándole los reclamos del estanciero, la China “sentía una alegría rara, nueva, en el cuerpo: había besado a un par de chinas y al gaucho al que le habían gritado maricón. Me estaban gustando, era notable, los besos de las chinas y los gauchos putos” (Cabezón Cámara, 2018, p. 129). Hay que agregar este otro momento, de otra naturaleza, que ocurre también en el fortín, y que resulta de gran interés: ante el estanciero Hernández, Elizabeth recuerda unos versos que él había escrito, a través de los cuales se narra lo que padeció una mujer cautiva ante cuyos ojos fue degollado su hijo. Lo que interesa es la respuesta burlona que él dio: “Gringa, darling, ¿vos te creés todo lo que leés? Lo inventé todo eso, bueno, casi todo, cautivas tienen y no las tratan como a las princesas, tampoco mucho peor que nosotros a las chinas, ay, perdóname, Liz, no puedo parar de reírme, cautivas tienen, te decía pero nunca supe que les degollaran a los hijos como corderos y algunas se ve que la pasan bien” (Cabezón Cámara, 2018, p. 134). Y más adelante, ella le pregunta por qué él había mentido al escribir un libro de versos que se tornó muy famoso, ahora no con respecto a las chinas sino con respecto al descubrimiento de ciertos territorios argentinos. Nuevamente, la respuesta de Hernández es de interés:

Te lo expliqué ya, Liz: la Nación necesita esas tierras para progresar. Y los gauchos, un enemigo para hacerse bien argentinos. Todos los necesitamos. Estoy haciendo Patria yo, en la tierra, en la batalla y en el papel, ¿me entendés? Y vos también estás haciéndonos la Patria y te necesitamos también. No te voy a dejar ir desarmada, te voy a dar escopetas y pólvora. Y algunas chucherías que les gustan a los indios. La caña que acá nadie más va a tomar, para empezar. Tabaco. Y espejitos, ya vas a ver, son muy coquetos los indios […]. (Cabezón Cámara, 2018, p. 135)

La potencialidad que se deriva entre los episodios con el estanciero Hernández y el encuentro con Martín Fierro radica en la idea de nación que ya se ha mencionado. El estanciero reconoce que ha inventado todo, y que lo ha hecho con el objetivo de construir una “Nación”, con mayúsculas. Entre las invenciones que ha hecho está nada menos que la figura de Martín Fierro, cuya masculinidad sirve también a la construcción de la nación Argentina. Pues se trata, vale la pena subrayarlo nuevamente, de una masculinidad bravía y arrojada para combatir a los indígenas y a los negros, pero dócil antes los mandatos del poder, además de despectiva hacia las mujeres, y, no menos importante, sin potencialidad política en contra de la clase social privilegiada de entonces.

Estos mismos episodios, sin embargo, no solo muestran esa realidad conocida gracias a los estudios que se han hecho del Martín Fierro. Se puede decir que su importancia radica en dos hechos principales. Que Martín Fierro, el personaje de la novela, sea abiertamente homosexual y que ejerza una masculinidad más dócil e incluso ofrezca disculpas a la China, problematiza todo el cúmulo de significados que se le habían atribuido en la obra original. Si, como se vio antes, el personaje Martín Fierro es considerado “metonímico de lo argentino”, ahora ante qué argentinidad nos estaríamos situando, es la pregunta que varios estudios tratan de explicar, como se verá enseguida. Que Hernández sea integrado como un personaje ̶ como una autoría-autoridad ̶ que reconoce que ha inventado las historias que cuenta en sus libros, es central: permite pensarlo como mero personaje de una historia mayor, de una “de-fundación de la nación” (Fleisner, 2020, p. 5), o, para usar un término propio, de la trans-fundación de la Argentina llevada a cabo en la novela.

De hecho, será ahora Fierro, homosexual, quien sí forme parte del nuevo espacio que se plantea en la novela, cuando hacia el final, en la tercera parte, “Tierra Adentro”, la pareja de mujeres llega a un espacio en donde la barbarie descrita en el Martín Fierro se transforme en el espacio de tolerancia y hondo multiculturalismo (se habla español, inglés, y guaraní, al menos), el cual ha sido calificado de utópico porque ahí “las familias no son las de sangre sino las que se van armando y eligiendo cuando se duerme en una ruka (casa), otra noche en otra, y se amanece abrazado a hijos que no eran ‘tuyos’ e hijas que hasta ayer no conocías” (Ragazzoni, 2015, p. 213). Este espacio donde lo indígena y la lengua guaraní son el oasis, muy al contrario de la barbarie atribuida a ambos por José Hernández. La novela cierra con una navegación en el río Paraná, como una especie de ahondamiento final en ese paraíso:

Navegamos lentamente, esperamos que las corrientes nos favorezcan, nos detenemos en las islas cuando encontramos frutales o los dorados y los otros pira saltan con más entusiasmo en el lomo de los arroyos o cuando vemos a las abejas suspendidas en el aire. Nos reunimos con nuestros otros amores, dormidos con ellos esas noches calmas; nos atamos a los troncos más fuertes cuando las tormentas y troncos resistimos las correntadas los tres juntos con Estreya acariciando a los animales. (Cabezón Cámara, 2018a, pp. 182-183)

Este espacio, desde luego, ha sido objeto de discusión por los trabajos de Cabrera, Fandiño, Ragazzoni, Fleisner, Portela y Ramella, respectivamente: “la novela recupera la tradición de la escritura utópica a través de la fundación de una patria antirracista, anticapitalista, antiespecista y libre de etiquetas” (Cabrera, 2020, p. 12); “el motivo del viaje en la novela moviliza el estanco imaginario espacial […] desmantelando sus jerarquías y develando así su riqueza vital y diversa en las interacciones entre personajes y de ellos con la naturaleza” (Fandiño, 2019, p. 64) ; “la barbarie se transforma y se describe un mundo libre, donde ya no hay jerarquías de ningún tipo: ni de nacionalidades, ni de etnias, ni de lenguas ni de clase” (Ragazzoni, 2015, p. 212); “asistimos quizás a una nueva forma de comunidad” (Fleisner, 2020, p. 6); “la construcción de un universo narrativo en el que se desarman aquellas fronteras socioculturales tan rígidamente edificadas por la argentina decimonónica” (Portela, 2019, p. 46); “[e]sta apertura contempla no solo los feminismos del ‘tercer mundo, sino también las subjetividades cuir, migrantes y precarizadxs a nivel económico” (Ramella, 2020, p. 88).

Fleisner (2020), al referirse a esta nueva forma de comunidad, la ha llamado una “de-fundación”, en tanto Ramella (2020) la ha abordado con el término “(re)fundación”. Trans-fundación es el concepto que aquí se plantea. A diferencia de lo que podría implicar el prefijo des- (negación, privación), lo que se plantea es que el prefijo trans- puede sugerir un conjunto de ideas más productivas y acordes a la apuesta de esta novela: transexualidad, tránsito, transformación, transmutación, transgeneracinonal. Cierto que quizá la apuesta mayor de la novela sea plantear un nuevo espacio, como es tácito, pero que aquí se ha querido destacar que ese nuevo espacio en principio es posible porque la novela no se refiere solamente al Martín Fierro, en los términos en que la literatura reciente que apela a él lo ha hecho, esto es, tomándolo como referencia, o bien, centrando su propio proyecto en el proyecto del poema canónico. La novela, al plantear un nuevo espacio, incorpora o, incluso se podría decir, rescata de las lecturas que lo colocan como paria, al personaje Martín Fierro, e incorpora a Hernández para luego expulsarlo. Asimismo, al revelar la forma de operación del personaje Hernández, quien abiertamente miente para hacer que avance su agenda nacionalista, la novela también muestra la operación de José Hernández, el autor, al haber creado una historia que, como ya se dijo, delineó distintos márgenes de la Argentina de finales del XIX. Es precisamente esta incorporación de Fierro y Hernández (quien luego es dejado atrás) dentro de un proyecto como el descrito por los estudiosos de la obra de Cabezón Cámara, lo que dota a esta novela de su potencialidad trans-formador, trans-fundador, del canon.

De este modo, Las aventuras de la China Iron avanza a una especie de agenda establecida por Cabezón Cámara ya desde La Virgen Cabeza, que convendría desarrollar más ampliamente en un trabajo posterior. Específicamente en cuanto al papel de la autoridad de ciertas autorías en la creación de márgenes sociales, con el objetivo de dejar fuera a las subjetividades subalternas. Ambas novelas no se limitan a mostrar esa operación ni simplemente a denunciarla, provocan nuevos espacios que la superan, e incluso la incorporan, o la expulsan. Así, pues, el proyecto de puesta en evidencia de los mecanismos de la autoridad autoral en la creación de subjetividades marginadas que empezó en La Virgen Cabeza se perfeccionó en Las aventuras de la China Iron, nada menos que con la propuesta de una trans-fundación de Argentina: lo que Ramella describe como un sitio que incorpora “no solo los feminismos del ‘tercer mundo’, sino también las subjetividades cuir, migrantes y precarizadxs a nivel económico; [sujetos] que no buscan, como nuestra heterogénea comunidad de fugitivos marginados del proyecto de Estado-nación patriarcal y capitalista, asimilarse a los sistemas de representación de la hegemonía” (Ramella, 2020, p. 88).

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Recibido: 12 de Mayo de 2021; Aprobado: 10 de Junio de 2021

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