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Cuadernos del CILHA

versión On-line ISSN 1852-9615

Cuad. CILHA vol.22 no.1 Mendoza jun. 2021

http://dx.doi.org/10.48162/rev.34.00018 

Dossier

Pedagogías de la crueldad, feminicidio y régimen de autorización discursiva en relatos de Legna Rodríguez Iglesias: sobre las dificultades del des-aprender las lógicas(violencias) patriarcales1

Pedagogies of cruelty, femicide and the discursive authorization regime in stories by Legna Rodríguez Iglesias: the challenge of unlearning patriarchal logic (violence)

Fernanda Bustamante Escalona1 
http://orcid.org/0000-0001-8509-2693

1Universidad de Alcalá. España. fernandabustamante@gmail.com

Resumen:

En este artículo propongo una lectura de tres relatos de la escritora cubana Legna Rodríguez Iglesias (Camagüey, 1984) ⎯“Reírse de todo”, “Estúpida” y “Wanda”⎯ centrándome en las estrategias estilísticas empleadas por la autora a la hora de (d)enunciar las violencias patriarcales contra las mujeres, físicas y psicológicas, y el feminicidio, como acto cúlmine de esta violencia. Parto de la base de que Rodríguez se inclina por representar mujeres vulneradas que no necesariamente se empoderan o poseen un posicionamiento crítico ante la violencia machista, sino que más bien, mujeres vulneradas que tienen enquistadas las prácticas patriarcales en sus propios cuerpos, participando de ellas activamente, pero desde la indefensión y la ausencia de una toma de conciencia de la violencia a las que están sujetas. Es decir, a partir de ellas la autora abre paso a la reflexión en torno a las dificultades, complejidades y dolores presentes a la hora de des-disciplinar los cuerpos, de des-aprender los patrones de sociabilización patriarcales.

Palabras clave: Legna Rodríguez Iglesias; Pedagogías de la crueldad; Violencias feminicidas; Patriarcado; Narrativa cubana

Abstract:

In this article I analyze three stories by the Cuban writer Legna Rodríguez Iglesias (Camagüey, 1984) “Reírse de todo, “Estúpida” and “Wanda” focusing on the stylistic strategies used by the author to (d)enounce patriarchal violence against women, physical and psychological, and femicide, as the culminating act of this violence. I start from the idea that Rodríguez is inclined to represent women who do not necessarily empower themselves or have a critical position in the face of the gender violence, but rather, women who have patriarchal practices embedded in their own bodies, participating in them actively, but from the defenselessness and absence of an awareness of the violence to which they are subjected. In other words, the author portrays these women to reflect upon the difficulties, complexities and pain present at the time of un-disciplining their bodies, of unlearning patriarchal patterns of socialization.

Keywords: Legna Rodríguez Iglesias; Pedagogies of cruelty; Femicide violence; Patriarchy; Cuban narrative

Sin lugar a duda, pensar en la representación de la violencia de género en obras literarias ficcionales implica pensar en las violencias de género inscritas en el propio campo cultural y en sus prácticas, tradicionalmente patriarcales, que han vedado a las mujeres su estatuto de autora2. Como es de esperar, las escritoras de Cuba no han estado liberadas de esta situación, por lo que es necesario atender a este diagnóstico crónico de invisibilización de las letras cubanas en manos de mujeres. Luisa Campusano, en “Literatura de mujeres y cambio social: narradoras cubanas de hoy” (2004), da cuenta de la “escasez de producción narrativa femenina en tres décadas” (2010, p. 145), desde inicios de la Revolución hasta fines de los ochenta, y plantea que en esos años el canon literario y cultural de la isla “privilegiaba el nacionalismo épico” (p. 143), siendo “marcadamente viril y marcial” (p. 142); pero que en los noventa, pese a la crisis económica y la dificultad para poder publicar, y pese a la “reforzada cultura patriarcal” (p. 146), el panorama de la literatura cubana escrita por mujeres comenzó a dar un giro, con una fuerte “revitalización de la cuentística femenina” (p. 148).

Por su parte, Mirta Yañez, en “Género, literatura escrita por mujeres, el ‘canon’ en Cuba” (2014), con un evidente tono crítico, plantea que:

las escritoras cubanas de todos los tiempos, en relación con sus colegas masculinos, han sufrido, pues, este doble rasero […] Con argumentos falaces, olvidos, críticas ampulosas, han abundado los textos que postergan, segregan y omiten el conjunto de la literatura cubana escrita por mujeres, máxime cuando se entra en debatir el asunto del llamado ‘canon’, del canon ‘cubiche’ por supuesto. (2014, pp. 21 y 22)3

Sin pretender ahondar en esta situación, me parece oportuno esbozar ciertos datos que continúan dando cuenta de ello, en lo relativo a la narrativa cubana del nuevo siglo -donde se inscribe Legna Rodríguez Iglesias (1984), autora de los relatos ejes de este análisis. Si bien las y los escritores de la “narrativa cubana e-mergente” que comenzaron a publicar en los 2000, de esa llamada “generación (año) cero” -siguiendo la nomenclatura propuesta por Orlando Luis Pardo Lazo (2013) -4, no han asumido precisamente un discurso generacional y mantienen claras discontinuidades en sus propuestas escriturales. Cabe señalar que sus obras han surgido en un contexto de cambios en las políticas económicas y socioculturales cubanas, en el que el auge de las nuevas tecnologías y de la revolución digital, así como el surgimiento de nuevas editoriales cubanas (intra y extrainsulares), desvinculadas de los sellos oficiales (como Artes y Literatura, Unión o Casa [de Casa de las Américas]) han favorecido la diversificación de sus espacios de publicación5.

En relación con estas plataformas de promoción y difusión de estas actuales voces del panorama narrativo de la isla, es de destacar la proliferación de antologías cubanas en estos últimos años, tales como Los que cuentan. Una antología (2007), de la editorial Caja China del Centro Onelio; Como raíles de punta. Joven narrativa cubana (2013), del sello Sed de belleza y bajo la selección de Caridad Tamayo Fernández; Malditos bastardos (2014), de la Colección G, dirigida por Gilberto Padilla; y Una literatura sin cualidades. Escritores cubanos de la generación cero (2016), de la editorial cubana radicada en Estado Unidos e Inglaterra, Casa Vacía, cuya compilación estuvo a cargo de Duanel Díaz Infantes; entre otras. Más allá de la presencia en prácticamente todas ellas de Abel Fernández-Larrea, Jorge Enrique Lage, Orlando Luis Pardo Lazo, Osdany Morales y Ahmel Echeverría, la primera observación que podemos hacer de estas compilaciones es -sin generar mayor sorpresa-, el predominio de escritores varones por sobre mujeres; siendo Como raíles de punta el volumen que en mayor medida compensa este desbarajuste, al incorporar a 13 mujeres de un total de 32 escritores.6 Éstos no son más que unos ejemplos de la continuidad de las prácticas patriarcales en el canon literario cubano, de cómo dentro del campo cultural operan también -y me sirvo aquí de la nomenclatura de Rita Segato (2018) - pedagogías de la crueldad, que marginan y minimizan la producción cultural en manos de mujeres, dificultándoles o impidiéndoles su legitimación y consagración en el campo7.

Vinculado a lo anterior, y en la línea del tema que aquí nos compete -la representación y problematización de las violencias patriarcales y el feminicidio-, quisiera destacar dos antologías, en las que participa Legna Rodríguez, que tienen como centro el desmontar los estereotipos de género, patriarcales y heteronormativos, así como indagar en el lugar que ocupan las mujeres tanto en lo que se refiere a su representación como a su enunciación. Por un lado, Alamar, te amo. Antología erótica (La Palma, 2017) que, como ya indica su título, reúne relatos en torno al amor y la sexualidad, sin estar exentos de abordar la relación entre sexo, erotismo y poder. Es decir, escritos que emergen desde la perspectiva del deseo, el cual ha sido tradicionalmente legitimado en el cuerpo del varón, pero condicionado al tabú o al silencio en el cuerpo de la mujer. Y, por otro, Sombras nada más. 36 escritoras cubanas contra la violencia hacia la mujer (Unión, 2015), que surge con el objetivo de denunciar y visibilizar las diversas prácticas de agresión, vulneración y precarización ejercidas hacia las mujeres.

A partir de este marco, en esta ocasión propongo una lectura de tres relatos de Legna Rodríguez Iglesias (Camagüey, 1984) ⎯“Reírse de todo”, “Estúpida” y “Wanda”⎯ centrándome en las estrategias estilísticas empleadas por la autora a la hora de (d)enunciar las violencias patriarcales contra las mujeres, físicas y psicológicas, y el feminicidio, como acto cúlmine de esta violencia. Parto de la base de que Rodríguez se inclina por representar a mujeres vulneradas que no necesariamente se empoderan o poseen un posicionamiento crítico ante la violencia machista, sino que más bien, mujeres vulneradas que tienen enquistadas las prácticas patriarcales en sus propios cuerpos, participando de ellas activamente, pero desde la indefensión o ausencia de una toma de conciencia de la violencia a las que están sujetas. Es decir, a partir de ellas la autora abre paso a la reflexión en torno a las dificultades, complejidades y dolores presentes a la hora de des-disciplinar los cuerpos, de des-aprender los patrones de sociabilización patriarcales. Para ello me serviré de los planteamientos de Rita Segato y Marcela Lagarde en torno a las (contra)pedagogías de la crueldad y las violencias de género y feminicidas, respectivamente; de Pierre Bourdieu sobre la violencia simbólica y el habitus; de Sayak Valencia, sobre las políticas postmortem; junto a ideas en torno a la indefensión aprendida y el régimen de autorización discursiva, entre otras.

Escritura y cuerpos femeninos representados: nomadismos e indocilidad

La escritura de Legna Rodríguez Iglesias se caracteriza por desplazarse por varios frentes ⎯poéticos, narrativos y dramatúrgicos⎯ sin temor a que éstos se entrecrucen, se tejan. Al contrario, justamente esta “contaminación cruzada” de géneros en sus textos es uno de los principales rasgos estéticos de su poética8. Bastardía, degeneración, transgresión, irreverencia, excentricidad, desenfado, subversión, rupturas y discontinuidad, así como resistencia a las convenciones y cánones, son algunos de los atributos que la crítica le ha otorgado a la escritura de Legna Rodríguez. Así lo vemos, por ejemplo, en las palabras de Gilberto Padilla, crítico y editor de la Colección G, quien ha señalado que “Legna es medio (de)generada con el tema de los textos, escribe en un territorio muy extraño y a veces pone a prueba la paciencia del lector” (en Sánchez, 2015, s/p). O en la solapa de La mujer que compró el mundo con las que el sello chileno la presenta como una autora inclasificable, ya que “nada en Legna es convencional, ni su prosa, ni sus libros, ni sus 40 tatuajes. Entre sus más sinceros deseos no está comprar el mundo ni tampoco comulgar con los cánones establecidos”.

Estas apreciaciones sobre la obra de Legna Rodríguez, que contribuyen a la construcción de su imagen de autora (Maingueneau, 2013), van de la mano de sus enunciados en torno a su escritura, es decir, de su propia postura de autora (Meizoz, 2016 y 2017). “El arte es provocación. No se premedita eso. Detrás de mi escritura hay una mujer muy parecida a lo que ves. [...] Me interesa parecerme a mi escritura, y que mi escritura se parezca a mí, llegar a la médula libremente, y en ese camino no hago concesiones, ni personales ni escriturales”, expresó la autora en una entrevista en el Diario de Cuba en abril del 2018 (Rodríguez en Carrazana, 2018, s/p), revelando así un decidido posicionamiento escritural. Estos ejemplos permiten observar cómo la crítica y la propia escritora han ido delineando una imagen/postura de autora caracterizada por comulgar con lo irreverente, lo ingrávido, el desenfado, la provocación, la supuesta indiferencia, o, incluso, un cierto cinismo.

En los cuentos de Legna Rodríguez nos encontramos con historias realistas o verosímiles, junto a otras que rondan lo fantástico, la ciencia ficción o lo insólito, en las que constantemente se hace uso de las técnicas propias de la corriente de la conciencia o del monólogo interior. Todo ello a partir de una actitud escritural que se resiste a las convenciones formales de un texto narrativo. La autora se decanta por una escritura con un claro predominio de frases breves y con un significativo número de cuentos desarrollados a modo de prosa poética (rasgo que se articula particularmente en sus libros Ne me quitte pas/La mujer que compró el mundo); o en los que se intercalan secciones compuestas por párrafos breves, siguiendo la fórmula de viñetas (como en ¿Qué te sucede belleza? o Mi novia favorita fue un bulldog francés). Asimismo, no duda en intervenir en las tipografías y disposición de los textos (situación que destaca sobre todo en No sabe/no contesta, un libro que en su propio título anticipa este “juego” escritural). Se hace evidente, por tanto, su interés por experimentar con la escritura, y por poner la tensión ya no sólo en lo que se dice ⎯o lo que se omite⎯, si no en el cómo expresar las ideas. De ahí lo “inclasificable” de su obra. Esto hace posible enmarcarla dentro de esas literaturas que Josefina Ludmer (2007, 2012) denominó como “postautónomas”.

Este posicionamiento autorial ante los aspectos formales, que da cuenta de la clara voluntad de estilo que tiene la autora cubana, se plasma también en las problemáticas identitarias y temáticas que se abordan en sus relatos. De esta manera, la postautonomía de su escritura viene a dialogar con las “estéticas y subjetividades nómades” de las que habla Rossi Braidotti (2000), entendidas como “la contrapartida de la política de resistencia periférica a las nuevas formaciones hegemónicas” (2000, p. 48), en cuanto a que, en sus obras, al desarticular la naturaleza sedentaria de las palabras y desestabilizar la significación, se evidencia un coqueteo con la no pertenencia y un rechazo a los esencialismos.

Con argumentos fraccionados, dispersos y hasta caóticos, y alejándose de relatos nacionales o colectivos, en los cuentos de la autora nos encontramos con un heterogéneo muestrario de personajes y situaciones donde el dolor y las aflicciones de subjetividades particulares funcionan como vasos comunicantes; donde el miedo al abandono o a la pérdida de un sustrato existencial ⎯ya anunciado, por ejemplo, en los títulos Ne me quitte pass o ¿Qué te sucede belleza?⎯ funcionan como ejes que vertebran temáticamente varios de sus textos. Así, es posible identificar en la propuesta escritural de Rodríguez un interés por representar la carencia, la cual no se limita a la carencia económica o material, sino más bien a las carencias emocionales y afectivas. Ante esto, el cuerpo (o los cuerpos) ⎯entendidos como un lugar de inscripción estética-política-ideológica de diferencia y de desestabilización⎯ junto a los afectos y emociones que transitan por ellos, son los protagonistas, destacando, sin duda, su propuesta de representación en lo que respecta a los cuerpos de las mujeres.

En esta línea, y como era de esperar, los asuntos vinculados al género, las violencias patriarcales y al disciplinamiento de los cuerpos, no le son indiferentes a Legna Rodríguez. Destaco puntualmente tres ejes desde donde sus relatos abordan los cuerpos de mujeres, marcados por la indocilidad: la enfermedad, la maternidad y el homoerotismo.

Entre su diverso abanico de personajes, nos encontramos con mujeres que sufren de enfermedades venéreas o cáncer de ovarios (como en “Clítoris” y “Tatuajes” de Mi novia preferida fue un bulldog francés) o de trastornos psicológicos y que terminan internadas o suicidándose (como en “Gitanas tropicales”, “Torniquete”, “Limbo”, “Help”, de La mujer que compró el mundo, y “Sé feliz” de Qué te sucede belleza). En todos ellos vemos cómo la autora mediante los cuerpos enfermos e inestables, desafía las imposiciones del control.

Asimismo, en lo que se refiere a la maternidad, a ese blanco de la tecnología patriarcal (Rich, 2019, p. 186), Legna Rodríguez no duda en problematizar, desde diferentes focalizaciones (las voces de las hijas y las voces de las madres), la maternidad y los conflictos filiativos, desvinculándose de toda romantización: nos presenta madres que, alejadas de la idea de instinto o sacrificio maternal, abandonan o desatienden a sus hijas (como en “Dios” de La mujer que compró…; o en “¿Todavía estás llorando?” de Qué te sucede belleza); o que, perversamente, para suplir su soledad, adoptan a niños a los que luego van a maltratar (como en “Sugar” y “Reírse de todo” de La mujer que compró…). Paralelamente, se encuentran las hijas, las que deben asumir su orfandad, o que anhelan desvincularse de sus madres porque se sienten ahogadas por ellas (como en “Poema” de Mi novia preferida…; o en “¿Todavía estás llorando?” de Qué te sucede belleza); o incluso hermanas que ejecutan un matricidio (como en “Gitanas tropicales” de La mujer que compró…). En esta línea, y junto con el cuestionamiento a los discursos normativos en torno a la maternidad presente en los relatos, es interesante cómo la autora, al dar cabida a la agenciabilidad de las mujeres en los crímenes, desacredita los estereotipos de género y la percepción binaria que asocia a la categoría mujer con vida y paz, negándole relación con la muerte y la violencia.

Por otro lado, en su obra también se pone en escena la vivencia corporal de la libido de las mujeres, tradicionalmente silenciada, a partir del erotismo y afectos, en particular lésbicos (como en los cuentos “Miami” de Mi novia preferida…, o “Las palabras” de No sabe/no contesta… y “Corazón de perra” de Qué te sucede belleza, entre otros), representando a cuerpos que se resisten al mandato heterosexual.

Vemos, por tanto, cómo los personajes femeninos de los relatos de Legna Rodríguez muestran esa inclinación por abrazar lo transitorio y por liberarse tanto de las prácticas reguladoras como de las miradas disciplinadoras y normativas, por lo que es posible entrever en la escritura de la autora una conciencia nómade que se resiste a abordar la categoría mujer desde visiones hegemónicas y excluyentes de esa subjetividad (Braidotti, 2000, p. 59), así como reducirla a subjetividades unívocas y universales9.

Sobre cómo se interiorizan las pedagogías de la crueldad en los cuerpos agredidos de las mujeres protagonistas: normalización, depredación e indefensión

A este abanico de mujeres representadas en los relatos de Legna Rodríguez se le agregan aquellas cuyos cuerpos son agredidos por varones que encarnan la dominación masculina. Aquellas en las que se practican y materializan esas pedagogías de la crueldad de las que habla Segato, es decir, esos actos, propios de las sociedades patriarcales, que enseñan y habitúan a la “disecación de lo vivo y lo vital”, a la “disminución de la empatía de los sujetos”, a la naturalización del espectáculo de la crueldad y de “la expropiación de la vida”, así como de la “depredación de los territorios”/cuerpos (Segato, 2018, p. 14). Para ello, seguiré la definición de violencia de género de Marcela Lagarde, quien plantea que es:

la violencia misógina contra las mujeres, por ser mujeres ubicadas en relaciones de desigualdad de género: opresión, exclusión, subordinación, discriminación, explotación y marginación. Las mujeres son víctimas de amenazas, agresiones, maltrato, lesiones y daños misóginos. Los tipos de violencia son: física, psicológica, sexual, económica y patrimonial y las modalidades de la violencia de género son: familiar, laboral y educativa, en la comunidad, institucional y feminicida. (Lagarde, 2011, pp. 37-38)

Particularmente abordaré tres relatos: “Reírse de todo”, “Estúpida” y “Wanda”10. Los dos primeros se centran sobre todo en cómo las respectivas parejas sistematizan la violencia física, verbal y psicológica y en cómo las protagonistas se habitúan a ellas; mientras que el tercero va un paso más allá, dando cabida al acto cúlmine de violencia hacia las mujeres ⎯el feminicidio⎯, y su impunidad. En “Reírse de todo”, de No sabe/No contesta (2015), se nos cuentan las dificultades de una madre con su hija adoptiva que sufre de anemia y otras enfermedades, la cual fue obtenida tras el negocio de la trata, por lo que “había sido una mala compra” (2015: 160). Todo transcurre durante un breve período de tiempo en el que la protagonista cocina y ordena la casa. Su hilo conductor son los diferentes dolores que ella siente en su cuerpo, y sus inesperadas risas, luego de haber sido brutalmente golpeada por su pareja11. Por otro lado, en “Estúpida”, de Qué te sucede belleza ([2012] 2020), la voz narrativa es una mujer que observa a una pareja, a la cual ella declara haber amado, y va contando en futuro (premonitorio), las rutinarias dinámicas de agresión de ellos. Cómo pasarán constantemente, de momentos afectivos y eróticos a golpes y humillaciones, para luego ⎯“antes que cante un gallo”, como señala⎯ consolarse y reconciliarse, porque “así son los enamorados”12.

Por su parte, “Wanda” es un breve cuento en verso, en clave fantástica, que forma parte del libro Mi novia preferida fue un bulldog francés (2017) 13. En él, la protagonista narradora, madre de dos hijos, nos relata sus últimos días de vida luego de pedirle a su marido que se fuera de la casa y de comenzar una relación amorosa con su jefe, siendo la última escena su funeral. El clímax se presenta en el centro de la historia cuando narra que fue brutalmente asesinada por su esposo, quien posteriormente se suicidó.

En los tres relatos se nos va delineando un contexto familiar y social de orden patriarcal, donde tanto en las vivencias de las propias protagonistas como en los otros personajes, femeninos y masculinos, se evidencian la dominación masculina y ciertas prácticas de normalización de la violencia hacia las mujeres. Asimismo, y como veremos a continuación, en todos ellos Legna Rodríguez fortalece la reflexión en torno a las violencias hacia las mujeres al articularlos mediante una propuesta narrativa que no vela sólo por darle cabida en la representación a esos cuerpos vulnerados/agredidos, sino también por fortalecerla a partir de la emergencia de voces enunciativas puntuales.

Sin lugar a dudas, uno de los rasgos estéticos que comparten estos tres textos tiene relación con la forma como es escenificada la violencia ⎯tanto la física y psicológica como la del delito del feminicidio, en este caso de pareja íntima⎯, en la medida en que la narración de las secuencias presenta rasgos propios de la estética gore, haciendo explícita la agresión hacia el cuerpo de la mujer, al tiempo que se plasma discursivamente, en las voces de las y los personajes la interiorización de las lógicas patriarcales de poder14.

“Reírse de todo” comienza con el episodio de la agresión sin dar explicaciones sobre qué hecho podría haberlo desencadenado:

Le dio por la cara con la mano abierta o rama de pocos pétalos. Le dio en la nariz con la mano cerrada o piedra ígnea, de modo que los nudillos fueron los que golpearon. Pero no le partió la nariz sino el labio de arriba y el labio de abajo y un diente superior. Le apretó el cuello con las dos manos y, esta parte, aunque le ahogaba, le hizo reírse. No quería reírse, pero siguió riéndose un cuarto de hora más. Le dio con el puño en el estómago, en las costillas y los riñones. Le dijo: no grites porque si gritas te voy a dar. Pero ya le estaba dando, bastante, y no era suficiente. Ninguno de los golpes era suficiente. Volvió darle por la cara con la mano abierta, una vez y otra vez y otra. (Rodríguez, 2015, p. 155; cursivas personales)

Por otro lado, en “Estúpida”, la narradora abre el cuento explicando que luego de ver a la pareja en un acto amoroso, y ante el desconocimiento de la mujer sobre cómo cocinar, no dudó en pensar que ⎯siguiendo con sus costumbres⎯, los actos siguientes serían golpes:

pensé pronto volverán a sus rutinas y él le dará una bofetada a ella por no saber cocinar. Pronto ella machacará bien los ajos y picará la cebolla excelentemente, aunque no comprenderá los secretos del sofrito. […] Él se desesperará, le meterá el mango del sartén por la quijada para ver si ella aprende pero ella no aprenderá. Así son las imbéciles. Ella le gritará abusador, maricón, comepinga, hasta que se quede ronca. Pronto, muy pronto, él le cocerá la quijada en la máquina de coser con un carretel de hilo que se pudrió hace tiempo. (Rodríguez, 2020, p. 77; cursivas personales)

Por su parte, en “Wanda”, el marido luego de irse de la casa y de enterarse que su esposa estaba saliendo con el jefe, va a buscarla al trabajo donde la intimida y asesina:

[...] qué quieres. / matarte, puta. / Más puta será tu madre. / Mi madre está muerta, puta. / Entonces tu tía. / Te voy a cortar las manos, para que aprendas. / Si me las cortas te llevan preso. / [...] / Entonces me dio un machetazo en un brazo y / después en el otro. / Las manos se cayeron a los pies del escritorio. / [...] / Salí desangrándome para afuera y mi esposo seguía ahí. / Nadie salió a defenderme [...] / Ahora vas a ver, puta. / Me metió el machete en la barriga y me abrió / como un cerdo hasta la garganta. / Para que aprendas, puta. / Si no eres mía, no eres de nadie. / Desgraciado. / Cabrón. (Rodríguez, 2017, p. 65; cursivas personales)

Planteo que el uso de estos procedimientos estilísticos por parte de la autora, narrando-ilustrando las agresiones y el crimen de manera grotesca ⎯mas no sensacionalista⎯, no es para pretender espectacularizar la violencia, sino más bien para fortalecer su visibilización, rechazando toda posibilidad de endulzar o mitigar los daños perpetrados a los cuerpos de las mujeres, en la medida en que esas prácticas del no nombramiento, de no enunciación, no son más que aliadas del ordenamiento patriarcal. De esta forma, el servirse de esta estética resulta efectivo a la hora de denunciar, desde la ficción narrativa, la clara voluntad política en las sociedades patriarcales por invisibilizar, negar o trivializar estos crímenes: no importa cuán evidentes y cruentos sean, cuánto incrementen el número de las víctimas, éstos pasan desapercibidos, son silenciados.

Por su parte, esta idea se fortalece aún más en el episodio de “Wanda” en la medida en que el crimen ocurre durante una mañana en una oficina, es decir, en un espacio público en un momento en el que se sabe que hay tránsito de personas; a lo que se le agrega la expresión de la víctima quien acota cómo pese a que su cuerpo estaba siendo descuartizado nadie acudió a ayudarla. Mediante esta aclaración la autora da cabida a evidenciar, al tiempo que criticar, cómo los agentes de estos crímenes no son solamente la persona agresora, sino también todas aquellas que son cómplices de las violencias feminicidas, ya que participan en ellas mediante la omisión o negligencia, lo que no es más que otra forma de permisividad.

Además, siguiendo la idea de Rita Segato de que la exhibición de la crueldad funciona como única garantía de control territorial (2016: 61 y 79), este tipo de narrativa, que enfatiza el horror corporal y en el mostrar su materialización física, y con ello la desarticulación de los cuerpos, es significativa al abordar las violencias de género, en cuanto a que los cuerpos de las mujeres son precisamente uno de los territorios que han sido violentamente depredados y sometidos por el patriarcado y el capitalismo y colonialismo. En contraposición, las reacciones de las protagonistas se reducen a una enumeración de insultos ⎯abusador, maricón, comepinga, desgraciado, cabrón⎯ que se pierden en el aire sin lograr objetivo alguno, es decir, sin lograr ningún control ni sometimiento del cuerpo del varón, sin subyugarlo15.

No obstante, estos episodios no se reducen únicamente a ser una descripción gráfica de la violencia. Por ello, cabe atender, también, a cómo los personajes de los agresores encarnan las prácticas patriarcales y de la crueldad no sólo en sus actos deshumanizados y deshumanizantes sino también en sus discursos. En esta línea, destaco particularmente el episodio de “Wanda”. Si bien es relevante el hecho de que el marido feminicida manifieste plena conciencia de sus actos, al expresarle a su mujer sus intenciones de matarla, es importante la reiteración que hace tanto del adjetivo para referirse a su esposa ⎯“puta”⎯, como de la conjunción condicional con la que explicita su motivo ⎯“si no eres mía, no eres de nadie”⎯, y de la locución conjuntiva con la que le indica el propósito de su actuar ⎯“para que aprendas”⎯, en la medida en que estas expresiones dan cuenta retóricamente de la conciencia misógina del personaje, así como de la violencia de género en el propio lenguaje. Por un lado, en su motivo se inscribe ese mandato de dominación masculina (Bourdieu, [1998] 2000), ya que en él se plasma cómo para el personaje el sometimiento y la posesión del cuerpo de la mujer ⎯de su mujer⎯ es una acción ante la cual se ve autorizado y legitimado para ejercerla en su condición de varón y de esposo. Asimismo, el dirigirse a ella como “puta”, entendido como un sinónimo peyorativo de prostituta, viene a funcionar como una calificación denigratoria, una reducción moral, como un insulto machista que busca manifestar desprecio y producir humillación y anulación. Anulación que termina por consagrarse con su muerte.

Esto se complejiza si atendemos al hecho de que para el personaje lo que ha desencadenado su crimen es el haber sido despechado, el no haber sido correspondido, con lo que, en su calidad de esposo con su masculinidad herida (Kimmel, 2000), invierte su condición de victimario a víctima. Es ella quien ha cometido la infracción, por tanto, es ella quien ha propiciado los acontecimientos. De esta forma, estas acotaciones que desvían la atención a los actos del sujeto receptor de la violencia (la esposa), quitándole importancia a los actos del marido (el feminicida), nos permiten identificar esa práctica patriarcal que culpabiliza a la víctima16.

Si consideramos, además, al hecho de que toda violencia tiene una dimensión expresiva y otra instrumental (Segato, 2016), no podemos pasar por alto, tanto en el discurso del personaje feminicida como en el de los otros dos varones agresores de los relatos, sus posicionamientos aleccionadores así como amenazantes: en “Estúpida” le metió el mango del sartén por la boca para ver si así ella aprendía (Rodríguez, 2020, p. 77), y posteriormente, mientras se reencuentran en la calle, “le partirá la boca por ser tan mal hablada” (81); mientras que en “Wanda”, le desmembró el cuerpo para que aprendiera (2017, p. 65). Y de forma similar ocurre en “Reírse de todo” cuando le advierte que, si grita, le va a dar (2015, p. 155). Observamos, por tanto, en todas estas expresiones, esa violencia instrumental-correctiva hacia la mujer al tener como finalidad forzar a los personajes de las víctimas a que se comporten acorde con la visión normativa de género, haciendo uso de la sanción, para conducirlas así a ese sometimiento y dominación17.

Por otro lado, Legna Rodríguez problematiza aún más la representación de la violencia hacia las mujeres. Y esto se debe a que, junto con servirse del horror de la violencia a la hora de narrar las agresiones, o de criticar la impunidad de la que gozan los agentes de la violencia, o de mostrar la violencia en el propio discurso, la autora sitúa como protagonista a mujeres que encarnan esos cuerpos disciplinados por el patriarcado, que personalmente lo han normalizado. Es decir, y siguiendo a Bourdieu, que se han habituado a él.

En el caso de “Wanda”, si bien la protagonista en un par de episodios da cuenta de un cierto empoderamiento y emancipación -sobre todo cuando toma conciencia de que su matrimonio no era el mismo, por lo que decide separarse del marido: “le dije que se fuera. / Dio lucha pero al final se fue” (2017, p. 62)-, desde el inicio, se la caracteriza como una mujer abnegada, que ha asumido los deseos de su marido como propios (“Mi esposo quería la parejita. / Y tuvimos la parejita [p. 61]), así como su rol de esposa y madre, responsabilizándose no sólo del cuidado de la casa y de los hijos, sino también de su propio suegro, a quien va a visitar y a llevar comida. Similar es la situación en la protagonista de “Reírse de todo”, quien, soportando los dolores de su cuerpo y observando la cocina, reconoce en las labores domésticas un sentido para su ser: “Me dolía y me tranquilizaba. Quería darle una explicación a mi vida y recordé algo crucial. La casa estaba sucia. Era hora de limpiarla” (2015, p. 159). Asimismo, en “Estúpida”, la protagonista, luego de que su pareja la deja en casa, yéndose enfadado, comienza a preocuparse y aburrirse, situación que subsana aseando el hogar: “Repinga, voy a barrer, dirá ella en el colmo de la preocupación” (2020: 78). Estos episodios, más allá de mostrarnos cómo los personajes varones encarnan esa masculinidad hegemónica o dominante (Conell, [1995] 1997; Bourdieu, [1998] 2000), que excluye al varón de las labores domésticas, de la crianza y de los cuidados, nos dan cuenta de cómo las protagonistas han interiorizado el mandato patriarcal de asumir esas responsabilidades como propias y con ello potencian esas estructuras del capital simbólico de los hombres. Vemos aquí, por tanto, esa violencia simbólica de la que habla Bourdieu ([1998] 2000), que opera de manera invisible sobre los cuerpos, al margen de la coacción física, y que genera esa predisposición -ya no sólo en el dominador sino también en la dominada- a admitir esa relación de poder patriarcal, binaria y jerárquica, esa lógica de supremacía, que pone a la mujer en el margen, en el eje de la sumisión y sometimiento, y que confina a la mujer a los espacios privados18.

En los tres cuentos, tanto las prácticas (los hábitos) como la enunciación de las protagonistas son un reflejo de cómo ellas mismas han naturalizado esa construcción social en cuanto a los géneros, por lo que representan, y me sirvo de bell hooks, cómo “hemos sido socializados para aceptar la opresión de grupo y el uso de la fuerza para respaldar la autoridad” (hooks, [2015] 2020, p. 187).

Ahora bien, Legna Rodríguez matiza aún más esta situación en la protagonista de “Wanda”, particularmente en los cuatro episodios vinculados al actuar de sus hijos ante sus decisiones. En todos ellos los hijos reaccionan de forma negativa, recriminando el actuar de su madre: cuando el padre se fue de casa, ellos se querían ir con él; cuando el jefe se quedó a dormir, ellos se molestaron y se fueron donde el abuelo; cuando el cuerpo de ella estaba en la morgue, su hijo no quiso ir a visitarla porque le daba vergüenza, y cuando el jefe pidió poner una flor en su ataúd, ellos se negaron. No obstante, en todas estas ocasiones la narradora-protagonista en lugar de reprenderlos, criticarlos, o de buscar que la entiendan, repite el verso exculpatorio -casi a modo de estribillo- “los muchachos son así” (Rodríguez, 2017, pp. 63, 67 y 68). Es decir, exonera de culpa a sus hijos y los exime de toda responsabilidad o posible daño y violencia que sus actitudes pudieran manifestar. Por tanto, mediante este personaje -y siguiendo a hooks- la autora pone en escena la problemática de cómo las mujeres inoculamos en los hijos la aceptación de la dominación y el respeto de la violencia como medio de control social. Es decir, cómo las mujeres participamos también del patriarcado (hooks, [2015] 2020, p. 202), en este caso, mediante la crianza sexista que refuerza la dominación masculina, y con ello, el texto abre paso a la reflexión sobre el poder que las mujeres ejercemos en la perpetuación de los sistemas de dominación (hooks, [2015] 2020).

Por otro lado, en el caso de “Reírse de todo” y “Estúpida” se presentan un par de parejas que han sistematizado el maltrato, por lo que son una muestra de esa implantación de la violencia en la cotidianeidad. Si bien en los dos casos no se nos proporciona información sobre el cómo las protagonistas perciben la agresión a su persona -si con culpa, vergüenza, o disminución de autoestima, etc.; es más, ellas mismas no se enuncian/reconocen como sujetos violentados-, sí se da paso a la representación de los efectos, o secuelas, psicoemocionales de la violencia. En ambas se percibe que se han adaptado al entorno hostil y adverso, así como que han asumido que no tienen control sobre los acontecimientos negativos, por lo que no podrán hacer nada para evitarlos, observándose ese estado de indefensión aprendida.

Sin duda en el caso de “Estúpida” esto es más evidente, no sólo porque los episodios de maltrato son constantes, dentro y fuera del hogar, a los que les siguen episodios de reconciliación y posteriormente una nueva agresión, sino que además la narradora testigo de los actos de violencia insiste en señalarlos como parte de un hábito en sus prácticas de pareja: “pensé, pronto volverán a su rutina y él le dará una bofetada” (2020, p. 77; cursivas personales), “pronto debatirán nuevamente las reglas de la rutina” (p. 70; cursivas personales). Esta rutina tiene relación con ese repetitivo ciclo de violencia -del que habla Segato-, cuya finalidad es “la restauración constante de la economía simbólica que estructuralmente organiza la relación entre los estatus relativos de poder y subordinación representados por el hombre y la mujer como iconos de las posiciones masculina y femenina, así como de todas sus transposiciones en el espacio jerárquico global” (2003, p. 146). En este sentido, el actuar de la protagonista es una muestra de cómo se ha adaptado, habituado, a la violencia, y cómo ha dejado de percibir alternativas para protegerse o evitarla, por lo que no pone en práctica estrategias de resistencia. Por el contrario, empieza a desarrollar un aumento en la tolerancia a la violencia y su perpetuación. Aquí, se torna clave esa acotación de la narradora de “así son los verdaderos amores” (2020, p. 81), en cuanto que, desde la ironía, da paso a problematizar cómo en las relaciones de pareja donde la violencia se ha instaurado, la noción de amor contempla en sí misma las dinámicas de agresión, por lo que éstas pasan a estar justificadas y exculpadas.

Por otro lado, en el cuento “Reírse de todo”, esta situación de indefensión y normalización de la violencia se desarrolla desde otra perspectiva. Sin narrarse más que un solo episodio de violencia -que es con el que se abre el relato-, las reacciones corporales de la protagonista víctima de agresión nos dan cuenta de que su cuerpo ha sido sistemáticamente lesionado, de que está inscrita en ese ciclo de violencia. Por un lado, tras ser brutalmente golpeada, entra a la cocina y si bien ella (y el narrador) insiste(n) en comentar cómo le duele todo su cuerpo, insiste(n) también en señalar su desconocimiento del motivo de ello, negando así el acto de violencia: “Me dolían los muslos . Y las pantorrillas . Y las rabadillas. Y la cabeza. Por qué me dolían es un misterio” (p. 158; negritas del original), “No sabía por qué le dolían las piernas” (p. 156), “No sabía por qué le dolían los muslos” (p. 157), “Le dolían las orejas y las plantas de los pies, pero no sabía por qué” (p. 158). El ser incapaz de reconocer su experiencia de vulneración como tal, de concebirse a sí misma como víctima, es sin duda uno de los efectos psicológicos de la perpetración de la violencia, el cual implica, por consiguiente, la anulación de todo reclamo, en la medida en que “la falta de designación e identificación de la conducta [violenta], que resulta en la casi imposibilidad de señalarla y denunciarla [,] impide a sus víctimas defenderse y buscar ayuda” (Segato, 2003, pp. 115 y 116), y, por tanto, garantiza la impunidad del agresor.

A este hecho se le agrega, además, el que la protagonista presenta dos trastornos involuntarios compulsivos (tics), que vienen a ser consecuencia de su maltrato. Por un lado, su risa -que ella llama nerviosa- que surge ante cada situación de violencia, estrés o dolor corporal. Como cuando fue golpeada (“Volvió a darme por la cara […] y yo volví a reírme tú, qué manera de darme risa, qué manera de reírme” [2015, p. 156; negrita del original]); o cuando se hirió el dedo mientras cocinaba (“me hice una heridita en el dedo gordo […] qué risa” [p. 158]). Pero destaca sobre todo su frase final, con la que cierra el texto, y que tiene relación con el título, al plantear que “No me importaba el dolor. Si algo duele es porque tiene que doler . De lo malo hay que reírse” (p. 161; negrita del original). El personaje no solamente ha asumido la vulneración de su cuerpo, sino que ha aprendido a minimizar su dolor, por lo que esconde en esas risas discordantes, que no emanan de un momento de jocosidad, sino de ansiedad y vulneración, su dolor emocional y la causa de éste. Es decir, la risa funciona como un enmascaramiento del dolor, al tiempo que su reflexión final al respecto es una muestra de cómo concede el disfrazar el maltrato en alegría, y con ello autorreprimir las reacciones genuinas que de éste surgirían. Asimismo, si atendemos a la expresión con la que se cierra el relato, esa frase hecha -“de lo malo hay que reírse”- vinculada a la actitud de la protagonista, es posible entrever cómo ese mandato de mantener una “actitud positiva” ante la adversidad pasa a ser un aliado del mandato de la dominación patriarcal.

Estos síntomas de la protagonista se complejizan en un nivel más, y es que en ella se observa cómo dentro de sus estrategias para soportar los maltratos agudos y crónicos, ha visto en el silencio una alternativa. En esta línea destacan los tres episodios en los que se indica que, ante las preguntas realizadas por su pareja su reacción fue pasarse la lengua por los labios y no decir nada -episodios, por lo demás, que en dos de los fragmentos narrados por la protagonista son omitidos-: “Preguntó si necesitaba algo más, pero en ese momento se estaba pasando la lengua por los labios. De no haberse pasado la lengua por los labios, habría respondido: necesito un beso” (p. 155), “Me preguntó por qué le había dado molleja de pollo a la niña. Y no le respondí . […] Me pasé la lengua por los labios. Y no le respondí . Me pasé la lengua por los labios. Y no le respondí” (p. 161, negritas del original); “Preguntó si necesitaba algo más, pero en ese momento se estaba pasando la lengua por los labios. De no haberse pasado la lengua por los labios, habría respondido necesito un cuchillo” (p. 161). Esta reacción corporal es una muestra de cómo el personaje está consciente de que sus respuestas podrían generar una futura instancia de violencia, ante lo cual, se reprime de expresarse, se inhibe. No obstante, este silencio que funciona como una autoprotección ante el temor a la agresión, funciona también, desde la invisibilidad, como una forma de autoanulación ya que el privarse del habla es una forma de coartar su cuerpo y su subjetividad.

Estos trastornos involuntarios compulsivos, de las risas y de pasarse la lengua por el labio, operan, por tanto, como estrategias automáticas de la protagonista para afrontar los estímulos adversos y minimizar el dolor de la agresión -mas no necesariamente para detenerla. Sin embargo, y como hemos visto, estos métodos guardan una compleja y perversa relación con las violencias estructurales del patriarcado y la dominación, en la medida en que repercuten en el cuerpo agredido dando paso a la autonegación de la intimidación, la autoinhibición, a la autosubordinación y la autominorización del sujeto. Es decir, estas pequeñas “elecciones” del inconsciente son parte de esa violencia simbólica ya que “al sumarse, contribuyen a construir la situación disminuida de las mujeres” (Bourdieu, 2000, pp. 78-79).

En consonancia con lo planteado hasta el momento, y en estrecha relación con esta desmoralización cotidiana (Segato, 2003, p. 119) a la que están sujetas las protagonistas, como último punto me detendré en las voces enunciativas. Partiendo de la base de que desde los estudios de género e interseccionalidad se piensa el lugar de enunciación “como [un] mecanismo para rebatir la historiografía tradicional y la jerarquización de saberes de la jerarquía social” (Ribeiro, 2020, p. 87) considerando qué cuerpos están o no están legitimados para hablar, destaco las tres propuestas enunciativas de los relatos y cómo desde ellas Legna Rodríguez interrumpe e interroga el régimen de autorización discursiva (Ribeiro, 2020, p. 74), al tiempo que problematiza aún más la representación de la violencia hacia las mujeres.

Por un lado, en “Estúpida”, de forma muy sutil, al final del relato la mujer narradora testigo de los hechos da a entender no sólo que ha experimentado una relación de pareja bajo una dinámica de agresión similar, sino que también ha desarrollado una relación de dependencia al maltrato: “Pronto discutirán por los avatares que se presentan cada día, aunque siempre habrá un símbolo que los una. Así son los verdaderos amores. / Así me pasó a mí, que los amé a los dos […] Los vi comiéndose uno a otro, amándose uno a otro. Y no lo aguanté. No lo resistí. Era una ciudad hermosa. Pero ninguno soltaba sangre” (2020, p. 81, cursivas personales)19. Son varias las aristas desde donde podemos aproximarnos a esta mujer enunciadora. Por una parte, como un sujeto que ha sido víctima de violencias, por lo que se reconoce y empatiza con la mujer que observa. De ahí lo interesante del uso de los verbos en futuro en todo su relato: como ella ya lo ha vivido puede prever los hechos. Esto permitiría, a su vez, leerlo como un texto que -aliándose con las consignas de los movimientos de ciberactivismo feminista del #metoo o el #yotecreo- da paso a denunciar cómo la violencia de género no se da en casos aislados, sino que es un comportamiento extendido y masificado. Por otra parte, podemos comprenderla como una mujer cuya principal secuela del maltrato es su incapacidad de concebir el amor y las relaciones de parejas desvinculadas de la agresión. Esto nos lleva al guiño del título en cuanto a que “estúpida” funciona como un insulto que más que estar dirigido a la mujer que observa, está autodirigido -ella que se ofende, al tiempo que se riñe a sí misma-. Con ello se daría paso a concebirla como un personaje que ha tomado conciencia tanto de su situación de mujer vulnerada como de su participación en dichas dinámicas y de su imposibilidad de desprenderse de ellas.

En el caso de “Reírse de todo” el gesto de la autora sigue en la línea de problematizar la enunciación de la voz de la víctima, pero poniendo el énfasis en la importancia de que ésta sea escuchada. Esto se logra al estructurar el relato desde una dualidad, en la medida en la que se intercalan párrafos de la focalización del narrador con los de la voz de la narradora protagonista quien articula su versión de los hechos en apelativo, siendo relevante aquí la reiteración del remarcado “tú” (siempre en negrita) al final de sus frases. Por tanto, mediante esta estrategia narrativa, Rodríguez está dando cuenta, por un lado, de la importancia de romper con esos discursos oficiales, hegemónicos, autorizados, los cuales se materializarían simbólicamente en las secciones del narrador omnisciente; y, por otro, de la necesidad de legitimar esos relatos otros, lo que se plasmaría en las secciones en primera persona del singular de la protagonista, en las que se inscribe su relato. Con esto en el cuento se observaría el planteamiento de Djamila Ribeiro de cómo el “hablar no se reduce al acto de emitir palabra, sino al hecho de poder existir” (2020, p. 87). Esta idea se complementa, además, con los planteamientos de Gayatri Spivak cuando señala que como parte de las violencias epistémicas de la subalternización debe contemplarse no simplemente si los sujetos subalternos -en este caso la mujer- pueden hablar o no, sino también si pueden ser oídos o comprendidos (Spivak, 2009, p. 121).20 De esta forma, en esta insistencia por atender a ese interlocutor/a el relato abre paso a la reflexión sobre las participaciones/complicidades en las violencias de género por indiferencia o por omisión.

Por último, en “Wanda”, Legna Rodríguez va un paso más allá al estructurar el relato en clave fantástica, y poner como narradora protagonista a la víctima del feminicidio, es decir, a una mujer muerta. Sin lugar a duda, este cuerpo, que enuncia su depredación, cobra gran significación en un relato que gira en torno a las violencias de género, e incluso está abierto a lecturas que no dejan de ser paradójicas. Esto se debe a que, de un lado, el propio relato de la protagonista nos muestra como ella, pese a su experiencia, y pese a la crueldad con la que le fue arrebatada su vida, continúa articulando un discurso en el que no le hace resistencia al patriarcado. Así, se podría considerar que su cuerpo, al tiempo que su historia, funcionan como ejemplos para ilustrar lo complejo que son los procesos de concientización y cuestionamiento de las estructuras sociales patriarcales: incluso asesinada, es incapaz de verbalizar, y de concebir como tal la violencia que le ha sido perpetrada.

No obstante, este mismo cuerpo presenta otra posibilidad de interpretación, más vinculada a la idea de cuerpos-muertos indóciles.21 Ante esto, y haciendo alusión a los postulados de Sayak Valencia (2019 y 2021), me aproximo a este relato concibiéndolo, a su vez, como una propuesta estética-política postmortem. Valencia señala que “no niego el hecho de que el asesinato corte radicalmente la vida, sin embargo, ante esta negación y privación atroz, han surgido contestaciones políticas que utilizan la presentación del cuerpo muerto para dignificarlo y evitar su borramiento. A esta politización del cuerpo asesinado y presente la denomino política postmorten” (2021, s/p; cursivas del original)22. En este sentido, el gesto de poner como narradora protagonista a una víctima del feminicidio viene a funcionar como una política -en este caso estética-escritural-, que transgrede y desobedece al necropoder, ya que el hecho de representar el cuerpo muerto, junto con hacerlo un cuerpo enunciante, es una forma de anular su desaparición, y con ello, un llamado a resistirse a la indiferencia de contemplarla como una muerta más (Valencia, 2019, p. 187). Una forma de evitar esa borradura y anulación identitaria, propia de los relatos oficiales ante el feminicidio. Paralelamente, este mismo cuerpo, al tener que denunciar por sí mismo la violencia de la cual ha sido víctima problematiza también la falta de visibilización, atención y justicia ante estos crímenes.

Sobre la instrumentalidad de los cuerpos atravesados por las violencias de género y la dificultad de romper la alianza con el modelo patriarcal

Mirta Yáñez en “Feminismo y compromiso. Ambigüedades y desafíos en las narradoras cubanas” (2009) señala que uno de los desafíos para las escritoras de Cuba hoy es el no tener que hacer concesiones. Sin duda, la obra de Legna Rodríguez es una muestra de esas escrituras que no sólo no están dispuestas a hacerlas, sino que tampoco temen incomodar. Ante esto, me aproximo a la narrativa breve de la autora a partir de la idea de que en su propuesta escritural hay una exploración textual, estética y del lenguaje, que va de la mano de una exploración de las polifonías-nomadismos (Braidotti) que se desatan en los cuerpos de las mujeres.

Tras el análisis de los relatos “Reírse de todo”, “Estúpida” y “Wanda” hemos podido observar cómo éstos se construyen desde la triada cuerpo-escritura-dolor, y que desde ahí Rodríguez aborda diferentes tipos de violencias patriarcales, así como sus efectos en los cuerpos vulnerados o sometidos a ellas. No obstante, cabe destacar que en estos textos la autora no se inclina por poner el foco exclusivamente en los tradicionales agentes, perpetradores de la violencia, es decir, en los cuerpos y subjetividades de los varones, pero tampoco se inclina por articular un discurso feminista a partir de la representación de mujeres empoderadas y posicionadas políticamente. Si bien Legna Rodríguez, en ellos, pone el foco en personajes de mujeres cuyos cuerpos han sido depredados por la lógica patriarcal, opta por problematizar las violencias de género dando cabida en la representación a los cuerpos de las mujeres desde una doble perspectiva: en tanto subjetividades agredidas y precarizadas, es decir, víctimas de las violencias de las políticas del sexismo y de la supremacía masculina, pero también subjetividades que participan de las dinámicas y prácticas patriarcales. Es decir, en los relatos se presentan mujeres vulneradas que de modo no consciente -y aquí se inscribe, quizás, la mayor violencia- contribuyen a la creación y perpetuación de esas violencias simbólicas que ellas mismas sufren (Bourdieu, 2000, p. 59). Mediante estos cuerpos marcados, atravesados, tatuados por la violencia, la autora cubana da paso a la compleja reflexión -y no del todo agradable ni fácil- en torno a las “complicidades subterráneas” (Bourdieu, 2000, p. 55) que mantienen algunas mujeres con las estructuras de las violencias, en cuanto a su adhesión inconsciente al orden patriarcal. Con esto, en los relatos se amplía la discusión a cómo los cuerpos de las mujeres funcionan como instrumentos eficaces y necesarios en las políticas de dominación masculina, en cuanto a que ellos también garantizan el mantenimiento de las estructuras binarias de género.

Las protagonistas de los relatos, en sus actos y hábitos, dan cuenta de esas pedagogías de la crueldad que “operan como estrategias de reproducción del sistema” (Segato, 2016, pp. 61-62). Cómo las propias mujeres, ya sea desde el silencio, el desconocimiento, la permisividad o, ante la falta de espacios colectivos para la reflexión y la sororidad, junto con el terror a la depredación de sus cuerpos, así como a la alienación provocada en ellas por la socialización patriarcal, pueden terminar siendo agentes de prácticas aliadas al ordenamiento patriarcal, y, por tanto, desde sus comportamientos no sólo asegurar la conservación del capital simbólico de los varones y la masculinidad, sino que también potenciarlo. Por tanto, en estos textos analizados -en los que no se da paso a la representación de la resiliencia y las diversas estrategias de resistencias individuales y colectivas que dan frente a las violencias machistas- la propuesta de Rodríguez está en visibilizar la instrumentalidad de la violencia simbólica e invisible mediante la puesta en escena de la participación involuntaria de las mujeres en las violencias patriarcales -aceptando lo incómodo que esto puede ser-. Y desde ahí, asume el desafío de no caer ni en esencialismos ni en idealizaciones identitarias en torno a las subjetividades y cuerpos de las mujeres. Estos relatos de la autora ponen en evidencia el complejo entramado de las violencias de género, sus prácticas y agentes, y la necesidad urgente de nombrarlas e identificarla para poder hacerles frentes. Al mismo tiempo que abren paso a la reflexión de las necesidades de articular contrapedagogías de la crueldad, y de las dificultades a las que se encuentran los sujetos a la hora de desmontar esas disposiciones a conservar las estructuras de poder, de des-aprender la socialización patriarcal, de des-disciplinar los cuerpos.

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Yáñez, M. y Bobes, M. (Comps.) (1996). Estatuas de Sal. Cuentistas cubanas contemporáneas: panorama crítico (1959-1995). Ediciones UNIÓN. [ Links ]

1 Este artículo se inscribe en el proyecto “Carto(corpo)grafías: narradoras hispanoamericanas del siglo XXI” (Fondecyt-Chile Regular 1180522) de la Comisión Nacional de Investigación Científica y Tecnológica (CONICYT) del Gobierno de Chile (Lorena Amaro IR) del que soy co-investigadora.

2Para una lectura en torno a la relación entre autoría y género, véase el libro de Joana Russ, Cómo acabar con la escritura de las mujeres y el capítulo “Qué es una autora o qué no es un autor” de Aina Pérez Fontedevila, en ¿Qué es una autora? Encrujijadas entre género y autoría, entre otros estudios.

3Sin lugar a dudas, Mirta Yañez es una intelectual de referencia a la hora de aproximarse a los esfuerzos por la búqueda de visibilización, reconocimiento y legitimación de la escritura de mujeres en el campo literario de la isla del Caribe. Ante esto, sugiero la lectura de sus artículos “Narradoras cubanas: identidades al borde del ataque de nervios” (2013), “Feminismo y compromiso: ambigüedades y desafíos en las narradoras cubanas” (2009), “Género. Literatura escrita por mujeres, el ‘canon’ en Cuba” (2014), entre otros.

4Para efectos de este análisis es importante mencionar que los autores considerados “el núcleo duro” de dicha generación son todos varones (Abel Fernández-Larrea, Jorge Enrique Lage, Orlando Luis Pardo Lazo, Osdany Morales y Ahmel Echeverría).

5Gran parte de ellos fue miembro del Centro de Formación Literaria Onelio, o de la Asociación Hermano Saíz y han publicado en editoriales como Caja China, Colección G, Casa Vacía, o La Palma. Al mismo tiempo, han publicado en formato digital ⎯bajo la precaria e incipiente conectividad de Cuba a la Red⎯, en blogs o revistas literarias y de opinión, en su mayoría fundadas y dirigidas por los propios escritores, como Cachorros, coordinada por Rebeca Duarte y Jorge Alberto Aguilar Díaz; la ya desactivada 33 y 7/tercio, creada por Raúl Flores, Michel Encinosa y Jorge Enrique Lage; y el e-zine de “escritura irregular”, The Revolution Evening Post, de Ahmel Echevarría, Jorge Enrique Lage y Orlando Luis Pardo Lazo; entre otros.

6La distribución por antología es la siguiente: Los que cuentan, 17 varones y 3 mujeres; Malditos bastardos, 8 varones y 2 mujeres; Una literatura sin cualidades, 10 varones y 1 mujer; y Como ráiles de punta, 19 varones y 13 mujeres. Las mujeres incluidas en éstas son: Mariela Varona Roque (1964), Anna Lidia Vega Serova (1968), Gleyvis Coro (1974), Isnalbys Crespo (1977), Agnieska Hernández (1977), Dasra Novak (1978), Yamila Peñalver (1978), Mónica Ravelo (1979), Zulema de la Rúa Fernández (1979), Adriana Zamora (1979), Anisley Negrín (1981), Marvelys Marrero Fleites (1981), Liany Vento García (1982), Susana Haug (1983), Legna Rodríguez Iglesias (1984), Laura Conyedo Barral (1984), y Clara Maylín Castillo Góngora (1985).

7Ante esta situación, que ya ha sido advertida por numerosas escritoras e intelectuales cubanas, y pese a que contempla a autores de generaciones anteriores, cabe mencionar la antología Estatuas de sal. Cuentistas cubanas contemporáneas: panorama crítico (1959-1995) (1996), compilada por Mirta Yañéz y Marilyn Bobes, la cual, sin duda, se ha transformado en una compilación clave en lo que se refiere al hacerle frente a la exclusión femenina de la literatura cubana, y al desmontar los dispositivos androcéntricos y patriarcales que sostienen la historiografía literaria de la isla.

8La autora ha publicado los siguientes libros de relatos: Ne me quitte pas (Casa editorial Abril, 2010) ⎯con el que ganó el premio Calendario en 2009, y que fue re-editado bajo el título de La mujer que compró el mundo (2017), por el sello chileno Libros de la Mujer Rota⎯, ¿Qué te sucede belleza? (Ed. Sed de Belleza, 2011), reeditado también por Libros de la Mujer Rota en el 2020; No sabe/no contesta (Colección G, 2015), y Mi novia favorita fue un bulldog francés (Alfaguara, 2017); libro que fue finalista del Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez en 2017. Además, cuenta con tres novelas (Mayonesa bien brillante [2012], El arroz de la locura [2015], y Las analfabetas [Editorial Bokeh, 2015]); y con un libro de dramaturgia (Si esto es una tragedia yo soy una bicicleta [2016], que fue merecedor del Premio de Teatro Casa de las Américas el 2016). Por otro lado, cuenta con los siguientes poemarios: Hilo+Hilo (Editorial Bokeh, 2015), Dame Spray (Hypermedia Ediciones, 2016), Chicle (ahora es cuando) (Editorial Letras Cubanas, 2016), Todo sobre papá (Ediciones Agridulce, 2016), Transtucé (Editorial Casa Vacía, 2017), Miami Century Fox (Akashic Books, 2017; Paz Prize, otorgado por The National Poetry Series), Mi pareja calva y yo vamos a tener un hijo (Liliputienses, 2019) y Título (Kenning Editions, 2020).

9Sin pretender profundizar en este punto, no puedo pasar por alto que lo metaliterario es una constante en la escritura de la autora, como lo es en la generación cero en general, por lo que en varios de sus cuentos o la protagonista es una escritora o se reflexiona en torno a la literatura. En este sentido, destaco los paratextos de tres cuentos del libro No sabe/no contesta que se presentan como homenajes a tres escritoras de referencia, tanto en los estudios feministas y de género, como en las innovaciones formales de la escritura, como es el caso de Clarice Lispector (“Las palabras”), Virginia Woolf (“Los libros”) y Anaïs Nin (“Reírse de todo”), lo que da pie también a reflexionar en torno a la genealogía literaria de la autora.

10Pese a que no forma parte de mi corpus de análisis, debo señalar que el cuento Limón partido” de Qué te pasa belleza, que integra el volumen colectivo Alamar, te amo, también aborda la violencia de género, pero desde otra perspectiva, centrado sobre todo en la violencia sexual contra las niñas, ya que en este cuento se presenta la temática de la pedofilia a partir de una niña narradora, quien, con inocencia y desconocimiento del lenguaje y de la perversidad de la sexualización de los cuerpos infantiles, relata cómo su tío le acariciaba sus pechos (limones), recién en formación, y le prometía que le tocaría con la lengua su timbre (clítoris).

11El cuento “Reíse de todo” posteriormente se publicó en la antología Sombras nada más. 36 escritoras cubanas contra la violencia hacia la mujer, pero bajo el título de “Yo quiero amarte”. Asimismo, y si bien no es este el espacio para profundizar en ello, hay que señalar también que en este relato se presenta la violencia de la trata de niño/as, es decir, se da paso a la representación de esas subjetividades vulneradas invisibilizadas, víctimas de la necroeconomía contemporánea, de esa práctica propia del “capitalismo gore” (Valencia, 2010), que rentabiliza a los cuerpos. A esto hay que agregar también, el que la propia madre adoptiva, que confiesa haber pensado en regalar a la niña ⎯siempre niña nunca hija⎯ pero no haberlo hecho porque “ya la queríamos tanto” (2015, p. 160), también es agente de violencia infantil, ya que la golpea: “La niña fue directo a los juguetes y empezó a metérselos en la boca. A ver . Los juguetes no se chupan. Por eso son las enfermedades. Le di una patada a la niña y la niña cayó sentada, qué cómico” (p. 160; negritas del original).

12La autora en Qué te pasa belleza, aclara que “Estúpida” es un cuento de coautoría. Específicamente señala que: “Este cuento lo escribimos Fidel Carballea y yo juntos. Pero no revueltos. A cuatro manos, como se dice. Bueno sí, revueltos” (Rodríguez, 2020, p. 77; cursivas del original).

13Si bien para efectos de este análisis identifico al texto como relato, cabe aclarar que, Mi novia preferida… ha sido considerada también, por algunos críticos, como una novela, por lo que en ese caso, “Wanda” sería una sección/capítulo, en lugar de un relato independiente.

14Hago uso de esta nomenclatura y tipología, “feminicidio de pareja íntima”, y no homicidio de una mujer, siguiendo las propuestas de Diana Rusell, Graciela Atencio, Marcela Lagarde, Rita Segato, entre otras intelectuales feministas, en cuanto a la necesidad de politizar el término y con ello de atender a la perspectiva de género y las relaciones de poder que determinan a estos tipos de crímenes, concebidos como asesinatos de mujeres perpetuados por hombres por su condición de ser mujer (y no sólo por misoginia, ni como violencia intrafamiliar). Así, y siguiendo una tipología del feminicidio en función de la relación del asesino con la víctima, en el caso del cuento correspondería a un feminicidio íntimo (Atencio) o de pareja íntima (Rusell) al ser un asesinato cometido por la pareja de la víctima.

15Es interesante observar, también, en el caso de la protagonista de “Estúpida”, que dos de sus insultos son homófobos ⎯maricón, comepinga⎯, lo que es una muestra de esa comprensión del género desde paradigmas patriarcales y heteronormativos, ya que la atribución de rasgos homosexuales en el varón la percibe como una estrategia para herir y dañar a esa masculinidad dominante. Una actitud similar observamos en “Wanda” cuando la víctima del feminicidio ante el insulto de su marido de “puta” le responde “más puta será tu mamá”, “tu tía”, atribuyéndole esa agresión siempre a mujeres.

16En esta línea cabe observar el diálogo entre la madre de la protagonista, víctima del feminicidio, con los vecinos luego de que ésta se enterara de que los querían velar juntos y manifestara no estar de acuerdo: “Él la mató, cojone. / Porque la quería mucho. / Pero la mató, cojone. / Porque la quería mucho / Que lo vayan a velar a la casa del carajo” (p. 67). Vemos en la reacción de los vecinos esa justificación del feminicidio apelando al romanticismo, sin embargo, esa lógica de que “bajo el tópico del amor romántico todo puede ser justificado” (Vásquez, 2015, p. 268) no hace más que ocultar las violencias sexistas y patriarcales de control y dominación. Así, en esta romantización de la violencia contra las mujeres, se está “ofreciendo una idea de amor que es sinónimo de aceptación pasiva, de ausencia de explicaciones y debate” (bell, [2015] 2020, p. 193). Asimismo, en este diálogo se pone en escena la normalización de la violencia en los vecinos, versus la toma de conciencia de ésta por parte de la madre y su rechazo a participar de ella. De hecho, en todo el relato, la madre es el único personaje femenino con un posicionamiento de resistencia ante la violencia patriarcal.

17Es interesante, a su vez, las localizaciones escogidas por la autora. Tanto en “Reírse de todo” como en “Estúpida” la violencia se ejerce dentro del hogar, destacando la presencia de la cocina, de ese territorio paradigmático dentro de la casa, al que ha sido confinada la mujer: en el primer caso, es precisamente en la cocina, mientras pela boniatos y prepara el pollo, que la protagonista toma conciencia de su cuerpo adolorido; mientras que en el segundo la cocina funciona más aún como lugar de disciplinamiento ya que es ahí donde la agrede. Me remito aquí al planteamiento de bell hooks quien señala que el entorno doméstico funciona como “el núcleo de las tensiones explosivas que conducen a la violencia” (hooks, [2015] 2020, p. 190), como ese espacio “controlado” donde el varón no “teme a las represalias, donde no va a sufrir como consecuencia de su actuación violenta. [Por lo que] [e]l hogar suele ser la situación controlada y el objeto de su agresión suele ser la mujer” (p. 190). Por otro lado, en “Wanda” el crimen ocurre en un espacio público, donde tampoco se sanciona el actuar del varón, por lo que la autora nos da cuenta de cómo las agresiones se perpetúan tanto en espacios públicos como privados, e independiente de ellos, la impunidad se mantiene.

18“La violencia simbólica se instituye a través de la adhesión que el dominado se siente obligado a conceder al dominador (por consiguiente, a la dominación) cuando no dispone, para imaginarla o para imaginarse a sí mismo o, mejor dicho, para imaginar la relación que tiene con él, de otro instrumento de conocimiento que aquel que comparte con el dominador y que, al no ser más que la forma asimilada de la relación de dominación, hacen que esa relación parezca natural; o, en otras palabras, cuando los esquemas que pone en práctica para percibirse y apreciarse, o para percibir y apreciar a los dominadores (alto/bajo, masculino/femenino, blanco/negro, etc.), son el producto de la asimilación de las clasificaciones, de ese modo naturalizadas, de las que su ser social es el producto” (Bourdieu, [1998] 2000, p. 51).

19El final del relato da una estructura circular a éste, ya que comienza con una frase muy similar. Sin embargo, ya en el inicio se anticipó esta dependencia y tolerancia a la violencia, catalogándola incluso como una práctica preferible: “Entré y la vi a ella comiéndose la carne de él. Dejándolo en carne viva. Así son los carnívoros. Pero él no soltaba sangre. / Creí en el mejoramiento humano y pensé pronto volverán a sus rutinas y él le dará una bofetada” (2020, p. 77).

20Si bien en esta ocasión no profundizaré al respecto, son significativos los cambios presentes entre las dos versiones de los sucesos, pudiéndose observar, por ejemplo, cómo cuando ella habla omite por completo las preguntas de su pareja hacia ella, así como otros asuntos vinculados a las emociones y apreciaciones que sí aparecen en las secciones del narrador omnisciente.

21Con esta idea, remito a los plateamientos de Cristina Rivera Garza, expuestos en su libro Los muertos indóciles. Necroescrituras y desapropiación, México, D.F.: Tusquets Editores, 2013.

22Sayak Valencia acuña y desarrolla este concepto a partir del asesinato de Paola Sánchez Romero y del acto de resistencia, y de alianza, realizado por sus amigas, al ver que el feminicida salía impune del crimen. Para mayor información véanse su artículo “Necropolitics, Postmortem/Transmortem Politics, and Transfeminism in the Sexual Economies of Death” (2019), y su libro, en prensa, Transfeminismos y políticas postmortem. Sayak Valencia dialoga con Sonia Herrera Sánchez (Icaria, 2021).

Recibido: 07 de Julio de 2021; Aprobado: 19 de Julio de 2021

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