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Cuadernos del CILHA

versión On-line ISSN 1852-9615

Cuad. CILHA vol.23 no.1 Mendoza jun. 2022  Epub 08-Ago-2022

http://dx.doi.org/10.48162/rev.34.042 

Dossier

Juégame un cuento: la reescritura lúdica de Caperucita roja en Gabriela Mistral, Ema Wolf y Giovanna Rivero.

Play me a tale: the ludic rewriting of Little Red Riding Hood by Gabriela Mistral, Ema Wolf and Giovanna.

1Universidad Autónoma de Madrid. España. beatriz.velayos@gmail.com

Resumen:

El cuento tradicional se puede asimilar, por sus características innatas, al juego reglado o estructurado. Por ello, la reescritura de estos cuentos supone un nivel lúdico más, en el que el autor propone al lector una serie de indicios para hallar la relación entre su texto y el cuento al que referencia. El análisis de tres reescrituras de Caperucita roja escritas por tres autoras hispanoamericanas arroja luz sobre las diversas estrategias de reescritura que pueden utilizarse, y sobre todo sobre cómo las referencias intertextuales en estos cuentos crean una profundidad de significado que permite que el texto interactúe con el lector y, a través de su interpretación, con su sociedad contemporánea, realizando de esta un comentario crítico y feminista.

Palabras clave: Literatura lúdica; Reescritura; Mistral; Wolf; Rivero

Abstract:

The traditional tale can be assimilated, because of its innate characteristics, to regulated or structured play. Because of this, the rewriting of this tales creates another ludic level, in which the author poses a series of clues to the reader, so they can find the relation between their text and the tale they are referencing. The analysis of three rewritings of Little Red Riding Hood, written by three Latin American female writers, sheds light upon the diverse rewriting strategies that can be used, and more importantly upon how the intertextual references in this tales create a depth of meaning that allows the text to interact with the reader and, through their interpretation, with their contemporary society, making about it a critic and feminist commentary.

Keywords: Ludic literature; Rewriting; Mistral; Wolf; Rivero

El juego es una actividad universal, compartida no solo por todos los seres humanos sino incluso por algunas especies animales (Jerolmack, 2009, p. 372). La capacidad de convertir cualquier actividad en algo lúdico resuena también en los textos literarios: los juegos de palabras, las metáforas, los chistes, son juegos con el lenguaje presentes en la literatura y que permiten ampliar y diversificar los posibles significados de un solo texto. En este artículo, se analizarán tres reescrituras del cuento clásico Caperucita roja y el lobo -Caperucita roja, de Gabriela Mistral (Chile, 1889-1957), “Pobre lobo” de Ema Wolf (Argentina, 1948) y “En el bosque” de Giovanna Rivero (Bolivia, 1972)-, con el objetivo de descubrir qué es el juego, por qué las reescrituras de cuentos clásicos encajan en la definición de juego, y qué objetivo persiguen estas reescrituras.

El juego está conformado por dos elementos absolutamente esenciales: las normas y la libertad. En la conjunción de ambas es donde surge el espíritu y la actividad lúdica: “[el juego es] movimiento libre dentro de límites prescritos [...] Allí donde la libertad se ha ido, o los límites, el juego termina” (Erikson, en Morales Benito, 2013). Es decir, para que una actividad sea lúdica debe moverse en el límite entre el caos y el orden, la libertad y las normas. Es más, esta debe estar limitada espaciotemporalmente, puesto que si no lo estuviera se convertiría en ideología o forma de vida. Dentro de estas reglas, que no deben ser impuestas sino aceptadas libremente, se desarrolla una acción cuyo fin es ella misma, y que constituye necesariamente otra manera de ver la vida corriente acompañada, siempre, de un sentimiento de tensión y alegría (Huizinga, 1995, p. 45). El juego constituye, por lo tanto, un escape reglado a la vida de los jugadores.

También debe poder reproducirse: constituye, antes que una actividad, una estructura mental que surge de una persona (el inventor) pero que puede ser asimilada y reproducida por otras infinitamente. Tal y como analiza Wilson, “games may be invented by one person but played by others; that is, a structure in the mind of one person can be absorbed, digested, and become the temporary structure of another’s mind” (Wilson, 1990, p. 5). Esto puede deberse a la simplicidad o la facilidad de aprendizaje de las reglas, que facilita que el juego pueda jugarse una y otra vez, que traspase las fronteras de grupos de amigos, colegios o ciudades y se convierta en una actividad compartida por culturas mucho más extensas.

El cuento tradicional en sí mismo puede considerarse un juego, ya que cumple con las características de este. El argumento se somete a la estructura narrativa simple, lineal, y debe por tanto cumplir las reglas que esta impone: comenzar por el planteamiento, continuar con el nudo argumental y concluir con el desenlace. El cuento además tiene un carácter repetitivo, no solo porque su transmisión sea oral y pase de generación en generación, sino porque los propios niños reclaman que se les cuente un cuento, en ocasiones incluso el mismo, repitiendo lugar y momento de la narración, reproduciendo así la historia noche tras noche igual que se puede reproducir el mismo juego tarde tras tarde. Pero, a pesar de estar sometido a las reglas del género y a la necesidad de ser reproducible, en los cuentos reside también la libertad creativa del inventor original y de todo el que recrea con su narración oral los detalles ínfimos del relato, respetando las normas estructurales (los personajes, los giros argumentales fundamentales) pero creando una nueva realidad para sus oyentes. Al igual que cada vez que se juega se reinventan las reglas, cada vez que se cuenta un cuento este se reinventa por su propia naturaleza oral y transitoria.

El juego, en su acepción más trascendente, es una actividad liberadora y creativa. Liberadora en cuanto desata al individuo de las convenciones que lo someten a una existencia enajenada, proyectándolo a infinitas posibilidades de realizarse. Creativa, porque a través de dicha proyección el individuo irá construyendo una nueva realidad (Giordano, en Morales Benito, 2013).

Los cuentos tradicionales, situados en un marco espaciotemporal alternativo donde la magia y los animales antropomorfizados son posibles, libera a los niños de los límites de la realidad y les permite imaginar, libre y creativamente, un mundo donde sus necesidades, sus miedos, sus vivencias son centrales -no en vano la mayoría de los protagonistas de estos cuentos tienen también corta edad-.

Estas narraciones han sido también utilizadas para transmitir valores culturales: el miedo a los desconocidos, la necesidad de crecer y abandonar el hogar, conceptos sobre la muerte, la comunidad, el matrimonio y el honor que los niños deben aprender cuanto antes si quieren sobrevivir en la sociedad. También en este sentido se asemejan a los juegos, instrumentos de aprendizaje en los que los jugadores pueden asimilar las normas de su cultura en un mundo paralelo, desprovisto de los riesgos físicos y emocionales de la realidad: “Children learn the values of their culture through games. The constitutive rules of children’s games transpose the goals and norms of their culture into a parallel, alternative, or (even) “golden” world of simulation, make-believe, and playfulness” (Wilson, 1990, p. 8).

Partiendo de la idea de que el cuento tradicional, la acción de contarlo una y otra vez a lo largo de generaciones, ya constituye una actividad lúdica, el acto de reescritura de estos textos supone un nivel más dentro del juego literario. Diversos autores han analizado los tipos de juego que se pueden producir dentro de la literatura, clasificándolos en función del elemento de la comunicación al que afectan. Aunque el número de categorías varía, en todas las clasificaciones se contempla un juego entre el autor y el lector: “It is clear that, in the analysis of literary texts, one might describe the author as playing in the first sense, the text as playing in the second, and the author and reader as playing between themselves in the third” (Wilson, 1990: 75). Es en esta categoría donde se puede situar la reescritura, ya que esta no es un texto independiente, sino que se relaciona con otros y requiere de la colaboración entre emisor y receptor para extraer el potencial completo de significado. El carácter lúdico de la reescritura puede provenir de distintos factores, pero independientemente del autor que realice el análisis siempre se relaciona con la interacción entre escritor y lector.

En el caso de Robert Detweiler, esta categoría se define como: “the fiction in which or through which the author plays a game with the reader, either by presenting the story in some cryptic form as a puzzle to be solved or as an inside joke in which the reader understands that he is asked to share in the fun of a roman a clef [..] or a revision of an older narrative” (Morales Benito, 2014, p. 94). Es decir que, en ciertas reescrituras, la relación con el cuento original no es evidente, sino que se encuentra en referencias a motivos fundamentales del texto (el número de personajes, ciertos colores o palabras que se constituyen en leitmotiv del cuento, la estructura del argumento…), de manera que la narración se presenta como un puzle, un misterio que el lector debe resolver para alcanzar a comprender su significado pleno. En otros casos, la relación con el texto original es una broma que el autor y el lector comparten, que enriquece la lectura a través de estas referencias compartidas. Por su parte, Ronald Foust describe una cuarta categoría en su clasificación, paralela a las ya descritas, en las que el juego requiere de la cooperación entre autor -quien proporciona las pistas necesarias para hacerse entender- y lector -que debe estar dispuesto a adentrarse en el texto según estas directrices- (Foust, 1986: 10). En cualquier caso, y sin importar en cuántas categorías se clasifiquen los juegos literarios, la reescritura precisa de la colaboración del lector con el escritor, y viceversa; es decir, consiste en un juego entre ambos interlocutores.

Esto se debe a que la reescritura se sustenta sobre el conocimiento del texto que reinterpreta, ya que es un acto de intertextualidad, en el que tal y como describe Julia Kristeva, la productividad (la producción de sentido) se basa en el conocimiento de los textos con los que este se relaciona (Kristeva, 1973). Aunque todo relato es polifónico y “se construye como mosaico de citas, todo texto es absorción y transformación de otro” (Bajtin, 1982, p. 190), la reescritura es la relación explícita con un texto en particular, y es un proceso que requiere respetar una serie de reglas. Debe existir una serie de elementos reconocibles, una línea argumental, personajes, un leitmotiv en común entre el cuento original y su reescritura, que permita al lector reconocerlo. Y sin embargo, por sus diferencias evidentes, debe ser posible también advertir que esta historia tan familiar no es la misma, en absoluto.

El autor que reescribe puede hacerlo para parecerse al texto que referencia o para alejarse de él, pero en cualquier caso establece una relación dialógica con él, una reflexión a través del escrito propio sobre el ajeno y con el mosaico que se ha conjugado para crearlo. “Reescribir es […] establecer una genealogía, ya sea para asemejarse, ya sea para apartarse. Es también determinar una antigenealogía. Reescribir es siempre dialogar, en silencio o a los gritos” (Secreto, 2013, p. 72).

Sin embargo la reescritura no es solo cita, referencia o relación: es la reapropiación de los motivos, de los personajes, de los argumentos, la apropiación del lenguaje para la construcción de una narración nueva que, partiendo de principios conocidos, exprese una realidad nueva y específica para el nuevo autor (Secreto, 2013, p. 72). Por tanto, tiene una parte de creatividad y de libertad de la imaginación que lo convierte en un juego, en primer lugar, para el escritor. La capacidad de re-imaginar la narrativa clásica y apropiársela se parece mucho al proceso con el que un niño se aproxima a un juego ya inventado y lo adapta a sus gustos, a su imaginación o a sus circunstancias. La clásica afirmación “en mi casa jugamos así”. En el texto del autor que reescribe un cuento también se “juega así”: al apropiarse del lenguaje, de las metáforas, de los personajes ya existentes, el autor propone sus propias reglas para el cuento y el lector, al identificar el texto original que se versiona y observar las variaciones que el autor establece, completa el ciclo del juego. Acepta el cambio de reglas.

En los tres textos que se analizarán a continuación, tanto la protagonista -Caperucita- como las autoras son mujeres. La particular naturaleza de la reescritura permite desafiar las ideas, los valores que transmite el cuento original, y resignificarlos desde un punto de vista totalmente nuevo. Si bien Caperucita es un personaje femenino, el cuento tradicional no recoge una visión femenina,1 sino la moralizante advertencia masculina para las niñas: la necesidad de guardarse de los hombres malvados, que pueden disfrazarse de aparente bondad, y de los que nada puede salvarte -en la versión de Perrault- o de quienes solo pueden rescatarte los verdaderos hombres buenos, encarnados en el cazador -en la versión de Grimm-.

La reescritura del cuento de hadas es leída como una deconstrucción no sólo de aquellos cuentos sino de los modelos femeninos impuestos, porque se parte de la idea de que los cuentos de hadas han funcionado, en su origen, como “tecnologías del yo” en sentido foucaultiano, en tanto que contribuyeron, concretamente en la Edad Media, al proceso de subjetivación de la mujer, luego se convirtieron en “tecnología del poder” a partir de su instrumentación patriarcal (Secreto, 2013, p. 76).

Mistral, Wolf y Rivero rescatan a Caperucita de esta subjetividad masculina, para volver una mirada femenina sobre ella, apropiándose de los motivos y las metáforas que la construyen para convertirla en un símbolo de la curiosidad, del paso a la edad adulta al atravesar sola el bosque, de la capacidad de descubrir la maldad y defenderse de ella, o todo lo contrario, de reflejar los miedos a los que la mujer contemporánea se enfrenta en su propio bosque urbano.

Las escritoras se proponen develar el contenido sexista y patriarcal de los cuentos de hadas adivinando sus trampas, invirtiendo los papeles y yendo más allá del final feliz. El enfoque idealista da paso a la revisión irónica, cruenta o humorística, a través de la que reflejan las nefastas consecuencias que el arquetipo convencional ha acarreado a la mujer y, de manera más ocasional, al hombre. En la mayoría de los casos, los finales se presentan abiertos: no ofrecen alternativas a los modelos tradicionales, pero brindan sugerencias sobre cómo vivir superando represiones de género (Noguerol, 2006, pp. 392-393).

En los tres cuentos seleccionados se puede observar que -tal y como se han ordenado en el análisis- las autoras se alejan cada vez más del argumento y el lenguaje de las versiones tradicionales, llevando al lector a la búsqueda de pistas, de indicios que le permitan deducir que se trata, efectivamente, de una reescritura del cuento que ya conoce: mientras que el de Mistral se encuentra muy próximo a la versión de Perrault, el lector deberá hacer un mayor trabajo de relación intertextual para encontrar el vínculo entre “En el bosque” y la Caperucita tradicional.

Mistral realiza entre 1924 y 1926 la reescritura en verso de cuatro cuentos; entre ellos, el de Caperucita roja, cuya primera versión aparece en su poemario Ternura en 1924. En él, una niña atraviesa el bosque para visitar a su abuela enferma, es engañada por el lobo y este devora a ambas tras las tradicionales preguntas sobre su inusual aspecto físico. A primera vista, este poema podría parecer una simple reescritura en verso de la versión perraultiana del cuento, pero la profunda convicción de Mistral de que los cuentos eran la base de la educación infantil, así como su conciencia sobre los derechos del niño, llevan a pensar que hay más reflexión bajo estos versos de la que se puede suponer por su aparente simplicidad.

Mistral escribe estos cuentos a principios del siglo XX, cuando las mujeres y las niñas no tenían apenas derechos civiles ni acceso a la educación, y lo hace desde la defensa del derecho a la formación superior de todos los ciudadanos y la convicción de que la literatura era la base de la educación de los niños, para quienes promovió la lectura desde la más temprana edad. En su libro Magisterio y libro afirma que es necesario que "La primera lectura de los niños sea aquella que se aproxima lo más posible al relato oral, es decir, a los cuentos de viejas y a los sucedidos locales” (Mistral, 1979, p. 101). Por ello escoge el verso -la forma que adoptan todas las narraciones orales que han pervivido hasta nuestros días- para estos cuentos: el ritmo y la rima permiten la memorización, la transmisión casi musical del texto y lo convierte en algo que el niño puede recordar y después repetir, propagando su eco entre familiares y amigos. Al igual que las reglas del escondite o del pilla-pilla, estos cuentos en verso pueden pasar de mayores a pequeños de forma indefinida.

Pero Mistral no se limita a versificar la versión de Perrault: en su cuento existen expresiones y palabras propias del léxico chileno -por ejemplo, Caperucita le lleva a su abuela un “pucherito suave, que se derrite en jugo” (Mistral, 2014, p. 12)-. En su poema «Andersen», en el que se produce un diálogo con el cuentista, ella afirma: “Me habrías dicho: ahora / cuenta los tuyos [...] / Yo te habría ido contando al quechua, al mexica, al chileno” (Mistral, 2015, p. 328). Es decir, esta apropiación de una historia inherentemente europea a través del lenguaje es un juego con el texto original y con los lectores contemporáneos, que se ven representados en una versión del cuento muy parecida a la que ya conocen, y que sin embargo utiliza su dialecto. En el texto de Mistral se conjuga un uso del lenguaje chileno con vocablos arcaicos como alcor o la expresión “ha tres días la bestia no sabe de bocado”, jugando de esta manera con el léxico original del cuento, recogido tres siglos antes de ser reescrito por ella. Al lector que conozca la versión de Perrault le resultará evidente este uso lúdico del lenguaje, que no se compromete ni con Europa ni con Chile, ni con el pasado ni con el presente, sino que se muestra más universal y al mismo tiempo más local que su antecesor.

Mistral demuestra conocer las versiones tanto de Perrault como de los hermanos Grimm, ya que toma la del primero para sus reescrituras de Caperucita, la Bella Durmiente y Cenicienta, mientras que opta por la de Grimm para la Bella Durmiente (Casals Hill, 2020, p. 175). La principal diferencia entre ambas Caperucitas es que los hermanos Grimm, más próximos temporalmente a la concepción de la infancia como una etapa separada y especial del desarrollo humano, dulcifican el desenlace, introduciendo la figura del cazador que salva a la niña y a su abuela. Sin embargo, Mistral no quiso esta versión suavizada, en la que la niña vive, sino que elige conservar el final cruento de Perrault. Sin embargo, mientras que Perrault resuelve rápidamente, en una sola oración, la escena final, “el malvado lobo arrojose sobre Caperucita roja y se la comió” (p. 29), Mistral le dedica toda la última estrofa, cuatro versos alejandrinos que describen el crimen: “Ha arrollado la bestia, bajo sus pelos ásperos, / el cuerpecito trémulo, suave como un vellón; / y ha molido las carnes, y ha molido los huesos, / y ha exprimido como una cereza el corazón” (p. 33). La escritora se detiene en el asesinato, haciendo una narración sensorial que contrapone mediante el mismo lenguaje la bestialidad del lobo (bestia, pelos ásperos), la inocencia de la niña (el cuerpecito trémulo, suave como un vellón) y sobre todo la violencia del acto: el lobo no se limita a devorar a Caperucita, sino que la destroza, exprime la vida de su cuerpo. En solo cuatro versos, Mistral denuncia la violencia que se continúa ejerciendo contra las mujeres y las niñas, centrando su atención no en la inocencia o desobediencia de la protagonista que la lleva a las fauces del lobo, sino en la violencia del animal, en la brutalidad del acto cometido. Con este desenlace, Mistral extiende una invitación al lector a unirse a su propuesta, a leer el mundo con unas reglas distintas de las que propone la tradición patriarcal, y a convertir un cuento infantil en un juego más siniestro en el que las niñas, a pesar de todo, no pueden evitar perder.

En el caso de «Pobre lobo», de Ema Wolf, la premisa del cuento es idéntica a Caperucita roja, hasta tal punto que el cuento comienza in medias res, y será el desenlace el que cambie radicalmente: la protagonista criticará el aspecto del lobo con sus preguntas y conseguirá minar su autoestima, consiguiendo así sobrevivir.

Al omitir el planteamiento, Wolf busca un lector-jugador que necesariamente conozca el cuento original de Caperucita. El lector ideal de este cuento debe saber que la niña va a visitar a su abuela porque está enferma, que el lobo la engañó para llegar antes que ella a la casa y que la verdadera abuela ha sido devorada. Todo esto no es importante, pero sí necesario, y Wolf puede permitirse omitirlo de su propio texto porque cuenta con la intertextualidad con el relato tradicional para resolver los huecos que esta omisión deja en el argumento. En este texto, aparentemente infantil por la longitud, la temática e incluso las ilustraciones, Wolf presenta a una Caperucita resuelta, que utiliza un léxico propio de la adolescencia cuando llama a su madre “la vieja”, que con sus preguntas apabullantes e insensibles provoca que el lobo huya, deprimido por su degradado aspecto.

El cuento comienza, por tanto, con la llegada de Caperucita a la casa de su abuela: al igual que sucede en el caso de Gabriela Mistral, el lector no tiene que buscar pistas que le indiquen que esta se trata de una reescritura, pues las dos primeras oraciones se lo indican: “Serían las cinco cuando Caperucita llegó a la casa de su abuela. Por supuesto, adentro estaba el lobo” (Wolf, 2015, p. 29). El narrador se permite hacer un comentario cómplice al lector: por supuesto que el lobo está en la casa, ya conoces el cuento. Es al mismo tiempo una indicación de que ambos están jugando y conocen las reglas del juego, y una invitación a relajarse: todo lo que se da por supuesto en el cuento, sucederá. Esto, evidentemente, no es cierto, o si no, no se trataría de una reescritura. En el momento en que Caperucita encuentra al lobo, le hace las tradicionales preguntas sobre su voz, sus ojos, sus manos, sus dientes. Sin embargo, la protagonista de Wolf no siente temor ante los rasgos no humanos, antinaturales, que muestra el lobo. Sin la progresiva comprensión de que corre peligro, la protagonista continúa preguntando y, lo que es más importante, criticando al lobo. En la versión de Wolf, lo que impresiona a Caperucita no es el gran tamaño de los rasgos del lobo: es lo amarillo de sus dientes, lo colorado de sus ojos, lo torcido de sus uñas, lo peludo de su cuerpo.

Sin embargo, no hay nada inocente en las preguntas de Caperucita. Esta niña, ya adolescente en el relato de Wolf, usa las mismas armas heteropatriarcales que se utilizan contra las mujeres, la objetivación del cuerpo y su utilización para el disfrute de los hombres, y las vuelve contra quien ha sido representante de esta ideología de género en los cuentos tradicionales: el lobo. Perrault y los Grimm querían advertir a Caperucita de los peligros de confiar en los hombres, con la única salvación posible siendo el cazador, un hombre verdaderamente bueno y no un malvado disfrazado. Sin embargo, en la versión primitiva recogida por Delarue, Caperucita es más lista que el lobo y, engañándolo con ingenio y no con fuerza física, consigue escapar. Wolf recupera este aspecto del cuento original, ya que su protagonista utiliza lo que Ludmer llama “tretas del débil” (1985) para vencer a la bestia. Puesto que el ingenio y la violencia no son atributos que se le permita tener a la mujer, esta Caperucita adolescente utiliza un interés que tradicionalmente se les atribuye a las niñas de su edad: la preocupación excesiva y superficial por el aspecto físico. Atacando así al lobo, utiliza su propia situación de inferioridad, de debilidad, para revertir los papeles de víctima y victimaria, y resultar vencedora.

El lobo se deprime porque en lugar de ser percibido como grande, y por tanto fuerte y amenazador, rasgos atribuidos a la masculinidad normativa y de los que podría enorgullecerse -además de atemorizar a su presa-, se le describe como viejo, peludo, degradado; es decir, le atribuye rasgos físicos por los que tradicionalmente se critica a la mujer cuando envejece, cuando no se adhiere a los cánones de belleza normativos. Caperucita critica al lobo no como animal, sino como mujer, y por tanto no se atemoriza ante sus rasgos monstruosos, sino que hace que el lobo se sienta avergonzado por ellos. Esta es la misma táctica que los poderes biopolíticos, los cánones de belleza y los medios de comunicación han utilizado para subyugar a la mujer. Al atraparla en un rígido criterio de cómo debe ser su cuerpo y, por extensión, su psicología, al calificar lo que es normal se deja fuera de esta descripción todo lo que es, por lógica, anormal. El lobo, monstruo por derecho propio por su violencia e intenciones asesinas, se ve reducido a otro tipo de monstruo, y esta es su derrota. Pasa del canon monstruoso masculino al femenino, y esto es lo que no puede soportar. Si la Caperucita original se salva de la muerte al ser más inteligente que el lobo, usando un truco, una argucia, que al fin y al cabo es el arma de la inteligencia femenina, el vencer al hombre-lobo sin que este se dé cuenta, la Caperucita de Wolf utiliza también su propia táctica: tornar las propias armas del patriarcado contra su encarnación.

El tono jocoso y la aparente ignorancia de la niña de la violencia simbólica que está ejerciendo sobre el lobo convierte esta escena en un chiste continuado, en el que sobre todo la lectora se puede reconocer. El humor se ha definido como “la expresión o percepción de cualquier tipo de incongruencia que se manifieste en un contexto verbal o situacional y que resulte cómica o produzca diversión” (Martínez-Bartolomé, 1999, p. 117); en este caso, se producen dos contrastes. Por una parte, entre el final esperado del cuento y el que realmente se produce, y por otra parte entre la expectativa social de que la mujer se someta a la autoridad masculina y de que las adolescentes se preocupen excesivamente por su aspecto físico, y lo que ocurre en el cuento de Wolf. La autora juega con las expectativas del lector y, al subvertirlas, produce un contraste humorístico donde reside el núcleo del carácter lúdico de su texto.

Por último, en el cuento de Giovanna Rivero “En el bosque” se combinan una serie de juegos de interpretaciones en las que el lector se convierte en el perseguidor del significado, que se esconde entre los múltiples niveles de lectura que ofrece el texto. En él, una madre y su hija, inmigrantes bolivianas en Estados Unidos, vuelven a casa después de una tarde en el parque y, mientras atraviesan el bosque, su coche se estropea. Ambas se internan entre los árboles, buscando donde la niña pueda orinar, y en ese momento reaparece la figura amenazadora de un joven y su perro, de quien ya habían huido en el parque.

Aparentemente, el argumento de este cuento no tiene nada que ver con el de Caperucita. Sin embargo, Rivero propone al lector un puzle más complejo, con pistas sutilmente escondidas, que exige mayor colaboración por parte del lector para ser descifrado y que además, paradójicamente requiere de sí misma “medir la dosis de colaboración para dar pistas al lector sin hacerse entender apresuradamente” (Foust, 1986, p. 10). “En el bosque” se construye sobre los silencios, los presupuestos y los miedos expresados a medias, de manera que el propio texto se convierte en otro bosque donde la autora y el lector juegan a perseguirse. Aunque hay muchos niveles de significado en el cuento, para el propósito de este artículo es interesante observar cómo la autora construye dos puzles y las pistas que deja para resolverlos: la relación del texto de Rivero con la Caperucita tradicional, y la relación entre la realidad y la fe.

Al contrario que Mistral y Wolf, Rivero no nombra explícitamente a Caperucita, ni sigue de manera clara el argumento del cuento original. Sin embargo, es posible identificarlo como una reescritura de este. En primer lugar, hay que atender al paratexto que lo acompaña: el cuento está incluido en el libro Para comerte mejor, la frase con la que el lobo se abalanza sobre Caperucita para devorarla. El propio cuento se titula “En el bosque”, escenario del primer encuentro entre el animal y la niña. Ambos nombres son el primer indicio de la relación que existe entre ambos cuentos, pero no son el único. Además, hay una referencia explícita a Caperucita en el propio texto: “La maldad nunca se nota. Hay gente que es capaz de hacerse pasar por tu abuelita solo para…” (Rivero, 2020, p. 167). La moraleja del cuento original es una advertencia contra aquellos lobos-hombres que se hacen pasar por lo que no son, que se disfrazan de abuelita para engañar a las niñas inocentes, miedo que comparte la protagonista de Rivero. Aunque no llega a mencionarse explícitamente, su hija ha presenciado un episodio de abuso, posiblemente sexual, por parte de un profesor hacia una de sus compañeras, y la madre teme que ella también haya sido víctima de este hombre innombrado y desconocido: “Es que tengo tanto miedo de que te haya tocado a vos también y no quieras contarme” (Rivero, 2020, p. 174). A pesar de este pánico al silencio de su hija, la protagonista tampoco es capaz de acabar sus frases, de explicitar para qué la gente podría hacerse pasar por una abuelita.

Algo que aleja al cuento de Rivero del tradicional es que Caperucita nunca va acompañada de su madre, y de que los hombres que amenazan a las protagonistas de Rivero son tres, mientras que en el texto tradicional el peligro viene de un solo personaje, el lobo. Pero a través del lenguaje, se establece que la madre y su hija forman una sola unidad, así como el chico del parque y su perro -quienes, cuando reaparecen, están acompañados de dos hombres más que sin embargo, no cumplen ninguna función argumental más allá del de aumentar el potencial peligro de la escena-. En cuanto a las protagonistas, el texto destaca que ambas deben enfrentarse al mundo por su origen compartido -aunque este parece ser fuente de gozo, no de sufrimiento, para la niña: “Piensan en Bolivia pero no extrañan de un modo patético; es más bien como un secreto, una serie de bromas privadas” (p. 166)-, ambas inmigrantes en un país que las juzga por su extranjería. A pesar de que la niña se muestra mejor integrada -entre otras cosas porque “Habla inglés sin acento porque llegaron justo en esa frontera de la edad, cuando el lenguaje va desprendiéndose de los objetos” (p. 164)-, la madre debe defenderse continuamente del colegio, que le manda llamadas de atención sobre la higiene o la nutrición de su hija, y teme que sus compañeros o sus profesores la maltraten por su condición de migrante: “¿Qué verán en la extranjerita sus compañeros? Si ella se ejercita a mirarla con otros ojos […] [es] para protegerla” (p. 166). Además de esta necesidad de formar un núcleo contra el mundo amenazador, la madre establece paralelismos entre su propia infancia y la de su hija, llegando a expresar su deseo de fundirse con su hija, de ser una misma persona: “Quiere un karma que la ate por siempre a la niña, quiere estar dentro de la niña, en las coyunturas de sus rodillas” (p. 165). Esta necesidad de proteger y a la vez de ser la misma convierte al dúo en una unidad simbólica, en el que la infancia infeliz de la madre se refleja en la niñez protegida de su hija, y se llevará al extremo en el final del cuento.

De la misma manera, se identifica al extraño que se aproxima a ellas con su perro, otorgándoles características similares en los gestos e incluso en el hecho de que ambos llevan piercings; el narrador atribuye al perro una característica humana al llamarlo “perrito rockero” (p. 169) y animaliza a su dueño al describir su sonrisa diciendo que “Le falta un colmillo. No es más que un vampirito desdentado” (p. 169). Esta identificación entre animal y humano está presente en los cuentos tradicionales, en los que el lobo puede hablar y disfrazarse, tan similar a las personas que incluso puede hacerse pasar por la abuela de Caperucita; en el cuento de Rivero, de corte realista, la naturaleza dual del lobo se divide en dos personajes que, sin embargo, actúan como uno.

Hay en el cuento continuas referencias a la sensualidad del mundo, que la madre percibe como amenazadora cuando está presente en los extraños -lo primero que hace el perro al acercarse a la niña es buscar su entrepierna, lo que motiva la protección de su progenitora-, mientras que le resulta misteriosa y atrayente cuando es parte del cuerpo de la niña -“El perfume ácido de la melena infantil la extravía” (p. 164), “Le gusta sentir el esqueleto cuando la recibe al bajar del autobús. Qué hay de malo” (p. 166)-. Oculto entre los silencios de la madre se encuentra un capítulo amenazador en su pasado, semilla del trauma que la lleva a ser sobreprotectora con su hija, de una manera en la que su propia madre no lo fue con ella: “Su madre tendría que haberla mirado así, tendría que haberla ubicado en el mundo, anticipándose a sus amenazas” (p. 166). En las comparaciones que la protagonista establece entre su hija y ella misma, también hay una naturaleza sexual, que unida al pánico por lo que pueda haberle pasado a la niña con el profesor, permite que el lector intuya algún tipo de acoso o asalto sexual en la infancia de la madre: “La niña mueve las piernas en un columpio imaginario. A esa edad ella ya se masturbaba […] Si veía un grupo de chicos se hacía pasar por tullida, uno huele su destino” (p. 167). Esta es, como ya se ha señalado anteriormente, la moraleja tanto en “El cuento de la abuela” como en la Caperucita de Perrault. En ambos, el lobo invita a la niña a desvestirse y meterse en la cama con él, en una velada seducción que se perderá posteriormente en la versión de Grimm, cuyo mensaje está mucho más dirigido a la inocencia infantil. Al igual que Mistral, Rivero opta por la versión de Perrault, más cercana a la primitiva, que no suaviza los peligros que vive una niña en un mundo heteropatriarcal. Pero “En el bosque” es un cuento construido sobre los significados múltiples y, al igual que Caperucita se desdobla en madre e hija, el lobo no solo se desdobla en un chico y su perro, sino que el peligro se presenta en todas partes, en “esa navaja lúbrica que es el mundo” (p. 177).

Aunque el cuento utiliza un narrador extradiegético, este relata desde el punto de vista de la madre, por lo que el argumento y el propio lenguaje están marcados por su experiencia del mundo. Esto convierte interacciones aparentemente inofensivas, como que un chihuahua se acerque a su hija, en una amenaza inconmensurable. Al igual que con la relación con Caperucita, Rivero deja suficientes pistas al lector para que este sepa buscar la doble interpretación de la realidad: la del observador objetivo y la de la madre, que por su propia admisión tiene problemas distinguiendo la realidad de lo que ella cree que está ocurriendo: “Ya sabe que la verdad se contiene a sí misma y que no importa lo que vos creas, la verdad siempre es la verdad. Entonces, vuelve a preguntarse, ¿no es lo mismo fe y verdad?” (p. 169). Esta mujer, divorciada del padre de su hija, teme también que se la quiten por la vía legal, aduciendo su salud mental: “le ha suplicado que prefiera siempre quedarse con ella, si el juez pregunta, si una experta pregunta, siempre con ella. No importa lo que digan. Que es bipolar, que es inestable, que con su padre todo sería mejor” (p. 174). El bosque es, en la literatura y sobre todo en los cuentos, un lugar ambiguo, donde habitan los lobos, las brujas, los miedos a los que el protagonista debe enfrentarse para alcanzar el triunfo; en este cuento, el bosque que le da nombre es el espacio donde la verdad y la fe, el mundo y la interpretación subjetiva, se convierten en una misma cosa: “No es una floresta tupida […] Estaban allí antes de que ambas nacieran, como una prueba de fe. O de verdad, que en estos casos es lo mismo” (p. 172).

Esta ambigüedad alcanza su máxima intensidad en el desenlace: ocultándose tras un árbol del chico y de su perro, la madre tapa con la mano la boca de la niña para ahogar sus gritos y reza al árbol, para que las proteja. “Y contra todo, la plegaria japonesa de la madre es escuchada […]. La niña va haciéndose fibra y savia y madera fresca, y ahora ya no es cuerpito ni presa sino árbol rejuvenecido, tronco casi viril” (p. 177). A lo largo del cuento hay una visión panteísta de la naturaleza, atribuyendo rasgos humanos a los animales -el perrito rockero-, a las nubes -“Las nubes se han enloquecido y corren convocadas hacia alguna tormenta en el Medio Este” (p. 173)- o a los animales -“Hormigas sudorosas intentan organizarse ante la violencia de su pie interrumpiendo un caminito” (p. 173)-. Por lo tanto, una de las interpretaciones posibles es que se produce un escape místico, que la niña verdaderamente se funde con el árbol y es salvada, a través de la conexión panteística con la naturaleza. Otra interpretación posible es que la madre, en su celo por proteger a su hija, acabe asfixiándola en el sentido más literal. El texto no indica la verdad de ninguna de ellas, sino que honra al lector dándole potestad para que termine su partida decantándose por su final.

A lo largo de este artículo se han analizado tres reescrituras de Caperucita en las que las autoras juegan con los significados originales del cuento tradicional para realizar un comentario crítico de la relación de las mujeres, de las niñas, con la sociedad heteropatriarcal contemporánea de cada una. En estos cuentos se propone un juego de pistas, de significados ocultos tras otros significados, en el que es imprescindible que el lector participe para poder extraer, no solo el nivel superficial de reinvención humorística e intertextual, sino la profunda reflexión sobre la sociedad que se esconde en la Caperucita tradicional y que, por lo tanto, vive también actualizada en todas sus reescrituras.

Referencias

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1 Como evidencia textual del cuento tradicional, se trabajará con la versión oral primitiva recogida por Delarue en 1951, así como con las posteriores versiones de Perrault, incluida en Historia y cuentos del tiempo pasado. Cuentos de la Madre Oca (1697) y de los hermanos Grimm, publicada en Cuentos de la infancia y del hogar (1812).

Recibido: 28 de Diciembre de 2021; Aprobado: 19 de Enero de 2022

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