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Cuadernos del CILHA

versión On-line ISSN 1852-9615

Cuad. CILHA vol.23 no.1 Mendoza jun. 2022  Epub 09-Ago-2022

http://dx.doi.org/10.48162/rev.34.045 

Dosier

Simple como un juego de niños. La literatura según César Aira

Simple as child's play. Literature according to César Aira

1Université de Liège. Universidad Nacional Autónoma de México. Bélgica/México. n.licata@uliege.be

Resumen:

Yendo y viniendo entre los ensayos y la ficción de César Aira (Coronel Pringles, 1949), así como entre varias teorías del juego, el presente artículo propone un análisis de la indisoluble tríada que forman en su obra el juego, la niñez y la creación. Después de resaltar la presencia del juego en la ficción de Aira, se examina su visión de la literatura como juego, más precisamente como un juego sin límites ni control, donde la libertad y la improvisación deberían prevalecer sobre el respeto de las convenciones. Mediante esta visión genuinamente lúdica de la literatura, el autor sitúa su obra en una línea de experimentaciones que, procedente de la vanguardia surrealista, se propone movilizar los poderes de la imaginación a fin de romper con el racionalismo y el esfuerzo arduo, juzgados como excesivos, de la “buena” literatura tradicional. Aira, como los surrealistas antes de él, ve en la mirada de la infancia el reservorio de fuerzas ideal para renovar la percepción artística del mundo y, así, redefinir las reglas del juego literario.

Palabras clave: César Aira; Juego; Infancia; Autoficción; Sociedad

Abstract:

Going back and forth between the essays and the fictional narratives written by César Aira (Coronel Pringles, 1949), as well as several game theories, the present article proposes an analysis of the inextricable triad that playing, childhood and creation compose in his work. After highlighting the presence of playing in Aira’s fiction, I examine his vision of literature as a form of playing, more precisely as a form of playing without limits or control, where freedom and improvisation should prevail over the respect of conventions. Through this genuinely ludic vision of literature, the author places his own work in a line of experimentation that, proceeding from the surrealist vanguard, aims at mobilising the powers of imagination in order to break with the rationalism and the hard work, considered as excessive, of the “good” traditional literature. Aira, just like the surrealists before him, sees in the gaze of childhood the ideal reservoir of forces for renewing the artistic perception of the world and, at the same time, for redefining the rules of the literary game.

Keywords: César Aira; Playing; Childhood; Autofiction; Society

Le joujou est la première initiation de l’enfant à l’art, ou plutôt c’en est pour lui la première réalisation, et, l’âge mûr venu, les réalisations perfectionnées ne donneront pas à son esprit les mêmes chaleurs, ni les mêmes enthousiasmes, ni la même croyance. (Charles Baudelaire, Morale du joujou).

El 13 de septiembre de 2017, las Ediciones ERA organizaron en su sede de la Ciudad de México, situada en la colonia Roma, un encuentro público con César Aira. Luis Jorge Boone y Martín Solares realizaron una entrevista de tres cuartos de hora, y tres otros cuartos de hora fueron dedicados a las preguntas de la audiencia, las cuales eran numerosas, casi tan numerosas como la audiencia misma. Aquel día, en efecto, se había formado delante de la casa editorial una larga cola de admiradores impacientes, como antes de un importante concierto de rock. En el curso de este intercambio, Solares lanzó a Aira la pregunta siguiente, que era más bien una afirmación: “Creo que una de las pocas cosas que no pueden encontrarse en tus novelas es una ideología, o una opinión editorial, de la realidad argentina o de la realidad latinoamericana, a diferencia de los narradores que te precedieron”. A lo que él respondió: “Allí no hay gran cosa que decir, es mi definición de la literatura, la de un juego, un juego irresponsable, un juego casi de niños, que preserva la infancia del que... Bueno, no sé, no sé qué estoy diciendo, las opiniones son lo menos importante de un escritor. Pero sí, lo que he hecho no es realista, no tiene ninguna función. La literatura no tiene ninguna función social”.2 Se retractó, pero era demasiado tarde; estas palabras, esta comparación, no habían dejado de provocar en mí ciertas dudas: ¿Cómo una cosa tan compleja, laboriosa e institucionalizada como la literatura, podía convertirse de repente en un simple ‘juego de niños’? Y, por lo demás, ¿cómo este ‘juego’ al que tantos escritores, críticos, teóricos, estudiantes y lectores no especialistas, han dedicado y siguen dedicando sus esfuerzos más asiduos, a veces vidas enteras, podría ser declarado ‘irresponsable’, desprovisto de toda ‘función social’?

A esta segunda pregunta, concerniente a la relación entre la literatura de César Aira y la realidad social, ya he sugerido algunos elementos de respuesta en un artículo titulado “Roger Rabbit Reframed” (en prensa). Este estudio comienza por destacar en el discurso y los ensayos de Aira su oposición a la literatura comprometida en el sentido sartreano del término, para sugerir luego la existencia de un vínculo entre esta postura crítica y la degradación del cuerpo de los personajes en su ficción. Percibido por él y otros escritores reunidos en el grupo de ‘Shanghai/Babel’ como el símbolo por excelencia de este compromiso literario que contestan, el cuerpo se encuentra escamoteado en sus relatos: este es en general invisible, y cuando en ocasiones su presencia se hace visible, es a través de descripciones vagas y evasivas, una falta de consistencia, desapariciones o incluso la muerte, casi invariablemente grotesca. Esta degradación corporal de los personajes, que da cuenta de una toma de distancia respecto de la realidad extraliteraria, coincide con una mayor presencia del mismo autor, quien aparece frecuentemente como narrador y protagonista de relatos autoficcionales. Estos hechos, que podrían pensarse incompatibles, son en realidad las dos caras de una misma moneda. La narración en primera persona permite en efecto al autor, según la teoría de Vincent Jouve, deshacerse de la descripción del personaje principal y, por consiguiente, evitar imponerle toda orientación ideológica (2014/1992, p. 132).

El presente estudio examina en profundidad la primera pregunta, relativa a la asociación entre literatura y actividad lúdica. Aunque sea enteramente autónomo y pueda ser leído como tal, no está menos ligado a mi investigación precedente. Difícilmente podría ser de otra manera ya que las cuestiones del juego y del (des)compromiso son interdependientes en lo que atañe a Aira. No es anodino que, mientras que el cuerpo de los personajes -considerado como un lugar de anclaje del compromiso literario- tiende a desaparecer en sus autoficciones, el juego -definido por su separación formal de la realidad corriente- recibe en estas mismas autoficciones un tratamiento preferencial. Aquellos reculan, relegados al papel de figurantes; este en cambio ocupa la luz de los proyectores, al lado del propio autor. Descompromiso, retirada de los cuerpos, práctica de la autoficción y valorización del juego son en este caso fenómenos diferentes pero complementarios, estrechamente vinculados, que dan testimonio de una sola y misma visión de la literatura según la cual la invención no debería dejarse restringir por la representación de acontecimientos extraliterarios. La infancia, como el juego, se exalta en esta visión particular de la literatura. En el punto de vista del niño pequeño, en concreto, Aira encuentra el acceso privilegiado a una concepción enteramente nueva e ilimitada del mundo, insumisa a las restricciones de la razón y que no conoce otros límites que los de la imaginación.

Este esquema ayudará a entender la forma en la que estos cinco objetos se relacionan entre sí en la literatura de César Aira, como los eslabones de una cadena se imbrican los unos en los otros (figura 1):

Figura 1 creada por el autor de este artículo. 

“Roger Rabbit Reframed” se centra en los eslabones del uno al tres. Me propongo ahora prolongar esta reflexión, al focalizarme en los eslabones del tres al cinco. En lo que sigue, se destaca primero la presencia del juego como motivo narrativo en los relatos autoficticios de Aira, antes de mostrar que los relatos en cuestión presentan en el plano formal diversos puntos comunes con el juego, más precisamente con los juegos sin reglas ni límites, típicos de la infancia temprana.

Al abordar la vasta obra de Aira, el crítico literario debe necesariamente elegir entre analizar aisladamente uno de sus relatos de ficción o leer conjuntamente varios de ellos, lo que vale de la misma manera para sus ensayos. Aquí, como en mis trabajos anteriores, adoptaré el método de lectura sugerido por Graciela Goldchluk, quien recomienda leer la obra de este escritor como un “archivo”, es decir, como un conjunto de textos que se completan mutuamente al aportar diferentes elementos de explicación los unos sobre los otros (2010, p. 99). Las referencias explícitas al juego y al mundo de la infancia notorias en las autoficciones de Aira me parecen de hecho corroborar la definición de la literatura y del arte en general que da a conocer en sus ensayos, fundada en los valores de la invención y del instinto, de la libertad y de la improvisación. Y viceversa, esta definición de la literatura y del arte que el autor reitera en sus ensayos permite dar un sentido más profundo a las referencias al juego y a la infancia recurrentes en sus cuentos y novelas autoficcionales.

Un mundo de juegos

En El pacto ambiguo(2007), Manuel Alberca erige a César Aira en representante emblemático de la autoficción que califica por su parte de “fantástica” en razón de la franca irrealidad de la historia en la cual el escritor transfigura su existencia y su identidad propias (pp. 190-191).3 En el inventario de autoficciones españolas e hispanoamericanas que cierra su libro, el estudioso cita nueve relatos de este tipo escritos por Aira entre 1987 y 1998. En realidad, su nombre supera la veintena, y casi incitaría por sí solo a relativizar la escasez de estas autoficciones más abiertamente imaginarias, de la que hablan Vincent Colonna (2004, p. 91), Philippe Gasparini (2009, p. 98) e Isabelle Grell (2014, p. 20) en sus trabajos respectivos. El catálogo elaborado a continuación ordena los cuentos y las novelas autoficcionales de Aira conforme a su fecha de escritura4. Las fechas que aparecerán en el resto de este ensayo, indicadas entre paréntesis después del título de estos relatos, corresponden a su fecha de publicación, que en algunos casos es significativamente posterior.

Desde 1968, Aira sucesivamente ha: encarnado un vampiro loco y asesino, estrenando su nuevo auto en compañía de su novia Andrómaca, la princesa de Troya (“Drácula en su dracumóvil”); visto su revista preferida adoptar de repente, por decisión propia, una forma milagrosamente esférica (“El sacrificio”); asumido el papel del vecino intrusivo y molesto, un escritor inmensamente rico e inteligente, hermoso como un dios, alcohólico y cocainómano (Embalse); muerto hundido en un tambor lleno de helado de fresa (Cómo me hice monja); muerto devorado por un pollo que, sin embargo, había sido previamente degollado y congelado (Madre e hijo); sido abandonado por su esposa y asistido al asesinato del Primer Ministro argentino, perpetrado por el nuevo amante de la misma (El llanto); presenciado un vivo diálogo entre el viento y un muñeco de nieve (La costurera y el viento); viajado a la ciudad imaginaria llamada Dinosaur City, donde mató a su amigo, el escritor y crítico de arte argentino Daniel Molina, estrangulándolo con una serpiente apretada alrededor del cuello (La serpiente); llevado el elegante smoking de agente doble, infiltrado a la vez en el Alto Mando de las fuerzas de ocupación de la Argentina y en la coordinación secreta de la Resistencia (“El espía”); suplicado a la Pobreza en persona que se quede con él para siempre (“Pobreza”); intentado, cual un científico loco de dibujo animado, conquistar el mundo entero reuniendo un ejército de clones de Carlos Fuentes (El congreso de literatura); practicado la medicina paranormal y ganado fama por su programa de Curas Milagrosas (Las curas milagrosas del Doctor Aira); encontrado y comprado durante un viaje a la ciudad de México, uno tras otro, no menos de diez ejemplares de un libro de arte sobre Marcel Duchamp, en diez precios distintos, en escala descendente (“Duchamp en México”); prestado su nombre a un viejo gruñón nostálgico y reaccionario del futuro interpelado por el pasatiempo predilecto de sus hijos, que consiste en destruir en pocas horas, en el ambiente de un juego electrónico, las civilizaciones reales de otros planetas menos avanzados (El juego de los mundos); alucinado su propia muerte, ocurrida en el momento preciso en que por fin recibe de manos del cartero la revista que había estado esperando durante meses (“Suscripción”); tenido la suerte de divisar un fantasma, pero la mala suerte de morir justo antes de poder escribir la historia de este encuentro (“El todo que surca la nada”); visto moverse solo y escuchado hablar un carrito de supermercado (“El carrito”); sido testigo, de niño, de la transformación de una enana asesina en un terrible monstruo volante, que sembró el pánico en el pequeño pueblo tranquilo de Coronel Pringles (“El cerebro musical”); sido confrontado a este dilema corneliano, propuesto por un genio salido de una botella de leche mágica: tener un Picasso o ser Picasso (“Picasso”); muerto y regresado a su pueblo natal, el ya citado Coronel Pringles, para asistir al entierro de su mejor amigo de infancia (“A Brick Wall”); y más recientemente, Aira ha caído en la trampa de un temible mago que buscaba robarle su imaginación para conseguir el completo dominio de su propio poder (El ilustre mago)5.

Refiriéndose a ocho de estas autoficciones, La costurera y el viento, El llanto, El congreso de literatura, Cómo me hice monja, La serpiente, Las curas milagrosas, Embalse y El juego de los mundos, Teresa García Díaz y Juan Pablo Villalobos precisan en “Para leer a César Aira” (2006): “Ninguna de estas novelas puede considerarse, ni por asomo, autobiográfica. La configuración de los distintos César Aira no apunta a la construcción de una identidad; muy por el contrario, se trata de un juego, de una burla, en el que la base es la intención paródica” (p. 165). Ponen así el dedo sobre dos elementos esenciales. El primero es que el personaje literario de César Aira tiene poco que ver con la persona y el escritor César Aira, incluso cuando lleva su nombre y posee distintos rasgos de su identidad, pues el autor se crea una personalidad y cuenta haber vivido acontecimientos cuyo carácter ficticio no deja sombra de duda. El segundo elemento es la índole lúdica de estas autoficciones que contienen una generosa dosis de imaginación. En su análisis de Cómo me hice monja, Kristine Vanden Berghe señala la presencia del juego en la novela y, en la continuidad de García Díaz y Villalobos, remarca la importancia del mismo en la escritura autoficcional de Aira:

Pese a que la lectura que acabamos de ofrecer tiene, en última instancia, implicaciones muy serias, porque habla de la pérdida de consistencia del sujeto y del escritor en la época postmoderna, de su fragilidad y su soledad, Aira logra transmitir esta idea de una manera juguetona y cómica. No es casual que abunden las referencias al juego en la novela. [...] Escritura, autoficción, juego, libertad se funden en una cadena de asociaciones apretadas. La escritura es un juego y el juego es la libertad del escritor (2012, pp. 274-275).

Dado que ni Kristine Vanden Berghe, ni Teresa García Díaz y Juan Pablo Villalobos recurren en sus artículos a las teorías del juego, es difícil determinar si la función lúdica que atribuyen a las autoficciones de Aira es el fruto de una conciencia profunda de este concepto, o si al contrario se trata de una intuición de su parte que no resiste al examen crítico. Intentaré profundizar en sus análisis, al buscar averiguar si y en qué medida se puede realmente hablar de juego acerca de estas autoficciones. Tomaré como punto de partida una evidencia aptamente destacada por Vanden Berghe: la recurrencia en este corpus de referencias lúdicas, de las cuales mencionaré algunas a título de ilustración.

Cuando, en Cómo me hice monja, el niño César y sus camaradas de clase levantan frenéticamente la mano a fin de pedir permiso a la maestra para ir al baño, no porque realmente tengan ganas de ir sino simplemente para averiguar a quién la maestra concedería el último privilegio de salir de la clase (“¡Vaya! ¡Pero es el último! ¡El último!”), este pequeño concurso se describe como un “juego” (1998a/1993, p. 48). Asimismo, cuando, después de las clases, César imita a la maestra frente a un público de alumnos imaginarios, vuelve a surgir el léxico lúdico:

Como yo no tenía muñecas, tuve que atenerme a los niños mentales. Como no los tenía inventados, me ocupé de niños reales, a los que recreaba fantásticamente en la imaginación. Eran mis compañeros de grado; no conocía otros […]. Para mí, eran escolares absolutos. Por un lujo lúdico, les di personalidades retorcidas, difíciles, barrocas. Todos sufrían de complicadas dislexias, cada uno la suya. […] Yo no sabía lo que era la dislexia, no la sufría ni tenía ningún compañero que la sufriese. La había reinventado por mi cuenta, para darle más sabor al juego (pp. 71-72).

Poco a poco, este juego en el que el narrador-protagonista finge enseñar diversas cosas a un público ficticio de alumnos disléxicos se extiende más allá del recinto y de las materias escolares, hasta el punto de que llega a darse instrucciones a sí mismo concernientes a la mejor manera de realizar toda una serie de gestos cotidianos: cómo sostener el tenedor, cómo llevárselo a la boca, cómo beber un sorbo de agua, cómo mirar por la ventana, cómo abrir una puerta, cómo cerrarla, etc. “El juego invadía toda mi vida”, confiesa entonces el pequeño César (p. 75). Un tercer juego infantil es representado en la novela: el de las llamadas “persecuciones”. Cuando sale con su madre, César la deja voluntariamente adelantarse de una centena de metros aproximadamente, la distancia suficiente según explica para poder pasar desapercibido y luego seguirla discretamente, escondido detrás de cualquier cosa que lo pueda cubrir, caminando de árbol en árbol, pasando de un poste de luz a otro, o avanzando detrás de algún peatón. “El juego era mi libertad”, dice el joven narrador a propósito de esas persecuciones (p. 88), y a continuación la palabra reaparece cuatro veces consecutivas: “Sólo en mi juego [mamá] era una astuta delincuente que advertía que la sutil detective la estaba siguiendo”; “[Mamá] no podía ponerse demasiado en evidencia, porque eso habría significado entrar en mi juego”; “Pero no podía entrar en mi juego, no era que no quisiera sino que no podía, era casi una cuestión de vida o muerte, no podía entrar en mi juego, no podía darme esa importancia” (p. 89).

La presencia del tema del juego en la obra autoficcional de Aira no se limita a Cómo me hice monja. No se cuentan en El ilustre mago las alusiones a la esfera lúdica. “La realidad, como todo lo que tiene un nombre, era limitada. El Universo mismo lo era. El Todo lo era. Y ahí estaba la magia, con la que tanto había jugado en mis novelas” (2017, pp. 133-134), declara por ejemplo el Aira narrador y protagonista de esta novela. O bien, cuando descubre que todos, menos él, tienen en realidad el poder de hacerse obedecer de las leyes físicas, reconoce sentirse como “un juguete en manos de poderosos practicantes del arte de la vida” (p. 154). En La serpiente, cuando el personaje de Aira y su doble robótico, llamado Oscar, son perseguidos por una serpiente con patas, es en un gigantesco salón de videojuegos que encuentran refugio (1997, p. 90), y cuando más tarde el mismo Aira se pone a cazar un grupo de reptiles voladores armado con un rudimentario palo, la acción es asociada nuevamente a una escena de videogame(p. 141). Pero sin duda es en La costurera y el viento, Embalse y El juego de los mundos, donde se tematiza el juego de la manera más abierta, tanto como en Cómo me hice monja, y más incluso. En la primera de estas autoficciones, La costurera y el viento, el juego es a la vez lo que desencadena la trama y lo que le pone fin. La intriga arranca cuando el niño César Aira y su amigo Omar Siffoni se suben al acoplado de un camión estacionado en la calle y deciden jugar a darse miedo. Omar empieza, caminando lenta y pesadamente hacia César, quien se asusta tanto que no puede evitar huir cerrando los ojos. Cuando los vuelve a abrir, ya no encuentra a Omar; la razón es que, entretanto, el camión ya partió rumbo al sur en dirección a la Patagonia. Omar quedó atrapado en la parte trasera, prisionero del movimiento y sin atinar a hacerse oír del chófer. La madre de Omar, única costurera del pueblo, emprende entonces su propio viaje hacia el sur en busca de su hijo a bordo de un taxi viejo y lento, y en esa ocasión conoce al viento al que el título de la novela hace mención, un tal Ventarrón. La novela termina de manera particularmente abrupta, con una partida de póker disputada entre el padre de Omar y el dueño del camión donde el niño había quedado atrapado por accidente. El crupier no es otro que el mismo viento, Ventarrón: “El viento, comedido, trajo de más allá del horizonte todo lo necesario: una mesa, dos sillas, un tapete verde, cincuenta y dos naipes y cien fichas rojas de nácar. Se sentaron. La mesa era demasiado grande, de una punta a la otra se veían pequeñitos, con los ojos entrecerrados, como dos chinos. El viento mezcló y repartió” (2019c/1994, p. 128).

El casino aparece igualmente en Embalse (2003a/1992, p. 6), al lado de muchos otros juegos, como el de las bochas (p. 5), el de los siete errores (2003a/1992, p. 16; 56) o los juegos muy diversos a los que pueden jugar los niños entre ellos, como a los ‘cochecitos’ o a hacer carreras (pp. 24-25; 30; 32-33; 45-46; 77). El hilo conductor de la novela no es, a propósito, otra cosa que un juego: el fútbol. Toda Embalse, esa ciudad del centro de la Argentina en la que Martín, el protagonista, decide pasar las vacaciones con su mujer Adriana y su hijo Franco, está bañada en el ambiente del fútbol: “Uniendo una asociación con otra, advertía que desde su llegada a Embalse había vivido en una atmósfera de fútbol, fútbol y fútbol” (p. 88). La explicación de esta omnipresencia del fútbol en Embalse, desvelada paulatinamente a medida que progresa la trama, es que un tal profesor Halley inyecta en la más profunda ilegalidad a los jugadores de fútbol argentinos hormonas procedentes de animales mutantes con la intención de optimizar sus competencias en la cancha, como “la gallina para la «producción de balón» (esencia del arte incomparable de Maradona), la carpa para el esquive, la trucha para el avance contra la corriente” (p. 124).

Por último, El juego de los mundos, novela que da a esta sección su título invertido, gira enteramente en torno a un juego salido de la imaginación fértil de Aira, que consiste en trasladarse mediante lo que el autor llama un “sistema de Realidad Total” a otro planeta poblado por una especie inteligente, para luego declararle la guerra. Hace falta insistir en el hecho de que, en la novela, este juego no es virtual sino muy real. Se desarrolla en un futuro distópico donde el ser humano ha descubierto una infinidad de otros planetas sobre los cuales puede ejercer su dominio. El objetivo del Juego de los Mundos no es nada más ni nada menos que lograr la exterminación completa de la especie inteligente con la cual se ha iniciado la guerra, y, una vez aniquilada esta, se pasa a otro planeta, cuya civilización será exterminada a su vez, y así sucesivamente. A continuación, se reproducen las líneas iniciales de la novela, que ponen de manifiesto el lugar de primer rango concedido al tema del juego:

En una época remota del futuro se había puesto de moda uno de esos juegos que entusiasmaban a los jóvenes y les hacían perder el tiempo, para la impaciencia, y ocasional escándalo, de sus padres. Éste se llamaba El Juego de los Mundos. Se jugaba con un sistema de RT (Realidad Total), lo que, decían, le daba toda la emoción de lo vivido y respondía a la más repetida objeción de los mayores contra los juegos, a saber: que los mantenían en una permanente fantasía; en efecto, la RT no los sacaba del mundo real (los mundos, en plural, en este caso) (2019a/2000, p. 7).

Pero una cosa es hablar de juegos, y otra cosa ser un juego. En los relatos de Aira, el juego se deja leer en dos niveles: estos no solo contienen el juego como motivo explícito, sino que también funcionan abiertamente como juegos, como juegos de niños, debería decirse para ser exactos. Una de las especificidades de su obra reside en esta duplicación interna del juego, en la medida en que los juegos tematizados son reveladores de una estructura voluntaria y fundamentalmente lúdica.

Libertad e improvisación

Todas las formas de lo que llamamos hoy ‘literatura’ se consideraron antaño, en un momento dado de su historia, como un juego. En un ensayo que es un clásico en la materia, titulado Homo ludens, el historiador neerlandés Johan Huizinga define primero y ante todo el juego como una acción libremente emprendida, que ofrece un pretexto para evadirse de la vida corriente y entrar en una esfera de actividad alternativa, materialmente improductiva y limitada a la vez en el espacio y en el tiempo (2019/1938, pp. 24-28). En su séptimo capítulo, estudia lo que considera como la relación intrínseca entre el juego y la poesía en particular, en la que ve una actividad lúdica en razón de su localización en un universo propio creado por la mente, donde las cosas revisten otro aspecto que en la vida corriente y están unidas entre sí por vínculos distintos de los de la lógica (pp. 183-184). A partir de ejemplos procedentes de múltiples culturas arcaicas intenta demostrar que la poesía nació durante el juego, como un juego, y que esta impulsión lúdica destaca en numerosas formas literarias, de las leyendas primitivas hasta los relatos de ficción contemporáneos. Esta relación estrecha entre juego y ficción ha sido reafirmada y estudiada luego desde otras perspectivas por Michel Picard y Jean-Marie Schaeffer, respectivamente en La lecture comme jeu (1986) y en Pourquoi la fiction? (1999).

Si todo relato de ficción puede considerarse como un juego en virtud de su separación y de su libertad respecto a la esfera de la realidad cotidiana, huelga decir que estos relatos no se pueden comparar en todos los puntos, digamos, para retomar un ejemplo de juego ya citado, con el fútbol. En tanto juego basado en una representación, la ficción entra en la categoría que Roger Caillois llama, en la tipología que propone en Les jeux et les hommes, la mimicry, que puede traducirse en español por “simulacro”. Este término designa una serie variada de manifestaciones que, de la muñeca al cine y a las artes del espectáculo, pasando por el carnaval, se centran en el placer de ser otro o de hacerse pasar por otro, disfrazándose, travistiéndose, llevando una máscara, apropiándose de un personaje o identificándose a él (1967/1958, pp. 61-67). La autoficción es, al igual que toda ficción, un juego de tipo mimicry, salvo que para el autoficcionalista el juego consiste más específicamente todavía en convertirse a sí mismo en un personaje ilusorio y en actuar como tal en la representación en cuestión, lo cual es moneda corriente en la actividad lúdica en general (en particular en los videojuegos) pero más raro en literatura.

También en Les jeux et les hommes, Caillois teoriza, además de distintos tipos de juego, diversas maneras de jugar. Dentro de cada categoría que esboza, propone ordenar los juegos repartiéndolos en una escala que mide su grado de convencionalidad, con, en un extremo, un principio de fantasía descontrolada que designa bajo el nombre de paidia, y en el otro extremo la tendencia a disciplinar esta misma fantasía mediante la imposición de reglas, que llama ludus:

À une extrémité règne, presque sans partage, un principe commun de divertissement, de turbulence, d’improvisation libre et d’épanouissement insouciant, par où se manifeste une certaine fantaisie incontrôlée qu’on peut désigner sous le nom de paidia. À l’extrémité opposée, cette exubérance espiègle et primesautière est presque entièrement absorbée, en tout cas dominée, par une tendance complémentaire, inverse à quelques égards, mais non à tous, de sa nature anarchique et capricieuse : un besoin croissant de la plier à des conventions arbitraires, impératives et à dessein gênantes, de la contrarier toujours davantage en dressant devant elle des chicanes sans cesse plus embarrassantes, afin de lui rendre plus malaisé de parvenir au résultat désiré. Celui-ci demeure parfaitement inutile, quoi qu’il exige une somme constamment accrue d’efforts, de patience, d’adresse ou d’ingéniosité. Je nomme ludus cette seconde composante (1967/1958, p. 48)6.

Así, dentro de la categoría de la mimicry, de la que forman parte los juegos de imitación infantil y la representación teatral, aquellos son de índole paidia, esta de tipo ludus. El teatro introduce orden y rigor en las imitaciones desorganizadas de la infancia para convertirlas en un arte elaborado, provisto de una multitud de técnicas complejas y de convenciones sutiles.

¿Qué hay entonces de la ficción literaria? ¿Se trata de un juego organizado, o desorganizado? ¿Ludus, o paidia? La ficción literaria es un juego fuertemente codificado, que figura indudablemente entre los más complejos que existan. El autor, por su parte, puede permitirse jugar con algunos de sus principios formales, e incluso contra ellos, pero por revolucionarias que sean sus intenciones siempre está obligado a respetar una serie de reglas y convenciones lingüísticas, retóricas, narratológicas, etc., que garantizan al texto un mínimo de legibilidad. En lo que concierne al lector, el nombre del editor, la colección, el nombre del autor, los títulos y subtítulos, los epígrafes, las ilustraciones, las variaciones tipográficas, mil señales diversas le recuerdan desde la portada que está ante un juego singularmente complicado, cuyas reglas son comparables a las que se encuentran inscritas en el tablero del juego de la oca o en el revés de la caja del Scrabble, precisa Picard, con la diferencia de que estas últimas reglas se presentan ostensiblemente como tales mientras que no somos conscientes generalmente de las reglas del juego de la lectura mientras leemos (1986, p. 164).

Ahora bien, el hecho de que la ficción literaria sea por definición un juego ludus no impide que ciertas de sus variantes nazcan de una aparente voluntad de atenuar esta complejidad. Algunas categorías de relatos literarios adoptan un aspecto en el que parece reinar la paidia, la invención sin límites y sin control. Desde mi punto de vista, es el caso de la autoficción no mimética, la que Alberca define como “fantástica” en razón del hecho de que no acomoda los acontecimientos contados ni a las leyes del mundo empírico ni a las reglas y convenciones de la poética realista, y de la que Aira es un practicante de los más prolíficos. En otro trabajo anterior, he argumentado que esta rama altamente imaginativa de la autoficción representa un mantenimiento de la paidia en el ludus, una persistencia de la necesidad de libertad y de improvisación en el juego reglado de la autoficción, un poco, si se quiere, a la manera del joker, que preserva una parte de locura en los juegos de cartas al quebrantar abiertamente las reglas admitidas, para gran placer de todos (2021, p. 109).

Las autoficciones no miméticas de Aira llevan al extremo varios de los rasgos más elementales del juego. El juego permite, para empezar, suspender momentáneamente la determinación de la vida real: en el modo de la irrealidad, el jugador puede empezar de cero, como si no tuviera historia, y recomenzar varias veces. Esta posibilidad de repetición es una de las características que contribuyen a distinguir decisivamente el juego del curso de la existencia, sobre la cual Huizinga insiste en Homo ludens(2019/1938, p. 27). Si el hombre vive y muere una vez puede en cambio recomenzar un juego en todo momento, inmediatamente o bien después de un largo intervalo de tiempo. En el espacio y en el tiempo determinados del juego el jugador goza del poder de adornar la realidad que es la suya o de trocar la función y las responsabilidades que le corresponden en la vida corriente por otras, nuevas y posiblemente antagónicas con estas, a veces incluso francamente imaginarias, pero sobre todo puede hacerlo tantas veces como desee. Esto es precisamente lo que llama la atención a la lectura de las más de veinte autoficciones fabulosas de Aira: a través de ellas, como a través de un juego, puede darse el lujo de vivir un amplio abanico de vidas alternativas, cada cual más imaginarias. Notemos que esta gran creatividad es otra característica lúdica que aparece como exacerbada en estos relatos. Todo juego apela a la creatividad por definición, pero esta desempeña un papel tanto más libre cuanto que el carácter paidia de un juego es pronunciado. Dicho de otro modo, cuanto más determinado es un juego por un conjunto de reglas, menor es la libertad dejada a la creatividad del jugador, que ve sus posibilidades de improvisar disminuir proporcionalmente. Esta relación entre la determinación por las reglas y la libertad del jugador de crear y de improvisar a su gusto puede representarse bajo la forma del esquema siguiente (figura 2):

Figura 2: creada por el autor de este artículo. 

La ficción literaria es un juego ludus por naturaleza, al que Aira juega sin embargo con una tendencia manifiesta a la paidia, prefiriendo la creatividad espontánea a la observancia de las reglas, la improvisación a la planificación.

Los exegetas más reconocidos de Aira, cuyas opiniones divergen sobre numerosos asuntos, coinciden en subrayar esas dos cualidades de su escritura: la creatividad inmoderada de la que da cuenta, así como su desarrollo desordenado, que da al lector la impresión de no seguir ningún plan preconcebido. La principal hipótesis que defiende Sandra Contreras en su estudio liminal Las vueltas de César Aira es precisamente que la poética airiana se quiere una poética de la invención. “La ficción es en Aira objeto de una afirmación inmediata”, escribe Contreras en la introducción de dicho ensayo, “es la afirmación inmediata de la potencia absoluta y autónoma de la invención lo que opera como un impulso inicial del relato” (2002, p. 29). La “huida hacia adelante” cultivada y defendida vigorosamente desde hace varias décadas por Aira, la cual consiste en no volver nunca atrás por el camino de la corrección, demuestra según ella que el objetivo del escritor no es tanto el de cuidar la forma, la coherencia y la verosimilitud de lo escrito, como el de llevar a la invención al límite de su potencia (2002, pp. 29-30)7.

Todavía en Las vueltas de César Aira, Sandra Contreras erige la improvisación en otro rasgo definitorio de la escritura de Aira. Invención e improvisación son en realidad dos características estrechamente relacionadas, puesto que la sensación de improvisación que dan los relatos de Aira resulta de la prioridad concedida por el autor al ímpetu inventivo sobre la corrección, a la perpetuación del acto de escritura sobre la calidad del resultado. Sobre ello, Contreras escribe: “De esto se trata en el arte narrativo (y la magia) de César Aira: de la mecánica precisa y admirable en la se envuelven las agitaciones insensatas, de un juego preciso y microscópico de ecos y vigilancias en el que, sin embargo, la improvisación, bajo la forma de la torsión y el cambio sobre la marcha, es un aspecto consustancial del método. Más aún, lo define” (2002, p. 219). En su análisis de la figura autorial en las autoficciones de Aira, Pablo Decock hace notar, en la estela de Contreras, la improvisación mediante la cual parece definirse su escritura (2015, p. 26), al igual que Reinaldo Laddaga, quien escribe lo siguiente en su ensayo Espectáculos de realidad: “Como improvisaciones son los libros de esta obra: arrebatos de escritura que se nos presentan en estado, digamos, bruto. Es un rasgo central de la estrategia del escritor no corregir, virtualmente, lo que escribe, y publicar improvisaciones de escritura” (2007, p. 117). En Fuera de campo, Graciela Speranza sostiene que “el niño Aira ha conseguido preservar el don de la improvisación” (2006, p. 311) y Teresa García Díaz y Juan Pablo Villalobos, por su parte, tampoco dejan de comentar el tema en “Para leer a César Aira”, donde puede leerse, por ejemplo, que Aira “cree en la improvisación como medio para saltar a la realidad y evitar la trampa del realismo” y que la literatura de este último es el “fruto de un juego de percepción-expresión en el que no hay reglas escritas” (2006, pp. 166-167). Resulta notable, tanto en esta afirmación de García Díaz y Villalobos como en la última cita de Contreras, que al abordar la cuestión de la improvisación en Aira los autores hagan una referencia al juego, reveladora a mi entender de la naturaleza genuinamente lúdica de este procedimiento.

En sus ensayos, el mismo César Aira se ha expresado numerosas veces sobre su gusto por la improvisación, por ejemplo, en un texto titulado “Quisiera ser un salvaje”, aparecido en el número 227 de la efímera revista argentina Tres Puntos: “Yo improviso. Todo va saliendo página tras página, día a día, y no vuelvo sobre lo que ya he escrito porque creo que la corrección esteriliza. [...] Lo que a mí me gusta es escribir, salga lo que salga. Y mi manera de corregir es escribiendo las páginas, los libros siguientes” (2001, p. 63).8 En la práctica, se puede dudar del hecho de que el escritor aplique rigurosamente su método y no se corrija nunca, absolutamente nunca, pues, como observa Contreras -y creo que con razón- la sintaxis y la prosa de Aira distan de ser imperfectas; al contrario, muchos de sus relatos y ensayos literarios, por no decir todos, son impecables a este respecto (2002, p. 127). Lo que sí produce la literatura de Aira es en cambio el efecto de que el escritor compone progresivamente sus relatos conforme vive los acontecimientos que cuenta, el efecto de que no se está explicando de la manera más efectiva y no tiene más remedio que reformular, el efecto de que en algún momento perdió el hilo de la narración, que lo está tratando de recuperar pero que lo está perdiendo nuevamente, etc. A continuación, se presenta un pequeño florilegio de estas huellas de improvisación sobre la marcha, cada una de ellas leída en una de las autoficciones del corpus, mediante las cuales el autor simula espontaneidad en la manera de hacer avanzar la narración:

- La costurera y el viento: “Me gustaría que todos los elementos dispersos de la fábula se reunieran al fin en un instante soberano. [...] Debería haberlo pensado mejor... En lugar de ponerme a escribir... sobre la Costurera y el Viento... con esa idea de aventura, de lo sucesivo... no digo renunciar a lo sucesivo que hace la aventura... pero imaginarme de antemano todo lo que pasa en lo sucesivo, hasta tener la novela entera en mi cabeza, y sólo entonces... o ni siquiera entonces... Todo el proyecto como un punto, el Aleph, la mónada totalmente desplegada pero como punto, como instante... [...] En fin. Ya que estoy, terminemos” (2019c/1994, p. 124);

- La serpiente: “Parece como si me estuviera apartando del tema, pero lo anterior viene a cuenta porque existía la posibilidad de que todo lo que estaba pasando (el sismo, el pánico, las amenazas a distancia, el bombardeo) fuera un eco, una resonancia” (1997, p. 136);

- Las curas milagrosas del Doctor Aira: “Creo que no me he explicado bien. Lo intentaré una vez más, con otras palabras” (2003b/1998, p. 64);

- El juego de los mundos: “Llegado a este punto veo que sin proponérmelo, y aunque empecé con una intención completamente diferente, he terminado haciendo un cuadro más o menos completo de mi vida: mis hijos, mis lecturas, mi empleo del tiempo, mis amores. Lo que falta saldrá del relato de lo que me pasó ayer” (2019a/2000, p. 58);

- “El espía”: “Todo lo anterior me parece bastante confuso, y debo decirlo de otro modo (no ejemplificarlo, sino, otra vez, tematizarlo), si quiero hacerme entender” (2016d, p. 202);

- “Duchamp en México”: “Estoy escribiendo aquí, en el hotel, a medida que pasan las cosas, sin darme tiempo para reflexionar y estructurar artísticamente la experiencia. Lo estoy viviendo. Lo estoy improvisando...” (2016b, p. 222).

Además de estos diversos ejemplos, que habría sido posible seguir multiplicando, es significativo que el narrador-protagonista de La serpiente llame la improvisación “la Belleza, la sacristía estética” (1997, p. 106), y más generalmente que, en sus propias aventuras, los personajes de Aira privilegien a su vez el método de la improvisación al de la planificación. Este es el caso, entre otros, del Aira curandero de Las curas milagrosas, quien, enfrentado a un paciente enfermo de cáncer, inventa en el mismo momento un tratamiento que consiste en hacer la lista exhaustiva de todos los elementos que componen el universo, para luego identificar entre ellos los que contribuyeron a la formación del cáncer en cuestión y así poder crear un universo alternativo desprovisto de estos elementos cancerígenos, en el que sanaría el paciente por sí solo. Este tratamiento pretendidamente milagroso resulta ser un fracaso completo, ya que el paciente no padece cáncer, ni siquiera está enfermo en absoluto; es un actor pagado por Actyn, el enemigo acérrimo del Doctor Aira, para demostrar mediante una magistral puesta en escena la charlatanería de este último (2003b/1998, p. 55). Pero el resultado no es lo que más cuenta; lo importante aquí es el modo de proceder elegido por el alter ego autoficticio de Aira, esto es, no un tratamiento de eficacia mil veces probada ni un método cuidadosamente estudiado de antemano, sino una invención espontánea y a priori insensata, elaborada en el curso de la acción.

Paidia y vanguardia

Se ha precisado más arriba que el punto de partida de Contreras en Las vueltas de César Aira es que la poética de este escritor se rige por el principio soberano de la invención. La estudiosa propone analizar a la luz de esta hipótesis la recuperación de las vanguardias históricas de principios del siglo XX que efectúa Aira, tanto a través de sus relatos de ficción como a través de sus ensayos: “Es en este sentido que hay que entender la ficción airiana de una vuelta a las vanguardias históricas: como recuperación del valor primigenio de la invención, como una apuesta al valor supremo de la invención como un imperativo al que todo, inclusive el arte del relato, debe estar supeditado” (2002, p. 31). Julio Premat da a conocer una opinión similar en su artículo “Los relatos de la vanguardia o el retorno de lo nuevo”, cuando sostiene que los relatos de Aira integran una producción literaria contemporánea que “actualiza la utopía vanguardista de la energía creadora vitalista, del continuo, del procedimiento en vez del resultado” (2013, p. 49).

Para Aira, el valor de la vanguardia reside de hecho en su deseo de renovar los procedimientos artísticos tradicionales, en su voluntad de reinventar el arte después de que este se haya institucionalizado y que la producción de las obras haya llegado a concentrarse en las manos de unos pocos artistas especializados. El escritor se expresa sobre este tema en “Reinventar el arte”, un breve ensayo aparecido en la revista Tres Puntos:

Una vez constituido el novelista profesional, las alternativas son dos, igualmente melancólicas: seguir escribiendo las viejas novelas, en escenarios actualizados; o intentar heroicamente avanzar un paso o dos más. Esta última posibilidad se revela un callejón sin salida, en pocos años: mientras Balzac escribió cincuenta novelas, y le sobró tiempo para vivir, Flaubert escribió cinco, desangrándose, Joyce escribió dos, Proust una sola. [...] Por suerte existe una tercera alternativa: la vanguardia, que tal como yo la veo, es un intento de recuperar el gesto del aficionado en un nivel más alto de síntesis histórica. Es decir, hacer pie en un campo ya autónomo y validado socialmente, e intentar en él nuevas prácticas que devuelvan al arte la facilidad de factura que tuvo en sus orígenes (1998b, p. 70).

Contra el escritor profesional, la recuperación del gesto del aficionado: cuando crece la complejidad del juego de la literatura, la vanguardia intenta, según la interpretación personal que César Aira propone de la misma, redistribuir la práctica del juego en cuestión poniéndolo al alcance de todos vía una radical simplificación de los medios. Las dos concepciones encontradas de la literatura que afloran en este extracto, una tendiendo hacia una complejidad creciente y otra buscando al contrario restituirle cierta simplicidad, una perseverante y otra más despreocupada, evocan el continuum formado por el ludus y la paidia, donde Caillois clasifica los juegos según su grado más o menos elevado de organización. Si se tuviera que traducir en este lenguaje del juego lo que explica Aira en “Reinventar el arte” a propósito de la vanguardia, podría decirse que lo que esta pretende hacer es devolverle al arte un poco de su índole paidia, después de que haya adquirido un carácter juzgado como excesivamente ludus.9 Alejándose de las convenciones y refutando los valores de la paciencia, del trabajo y del esfuerzo, la vanguardia preconizaría una práctica artística más instintiva y libre, un modo de acción sencillo y espontáneo, inclinado hacia la improvisación. El vanguardista no busca imitar los modelos existentes; crea al contrario según Aira su propio procedimiento, imagina un modo individual de reinventar el arte desde cero. “No se trata entonces de conocer sino de actuar”, prosigue el autor en el mismo ensayo, “y creo que lo más sano de las vanguardias [...] es devolver al primer plano la acción, no importa si parece frenética, lúdica, sin dirección, desinteresada de los resultados” (1998b, p. 73).

Aira aboga por una mayor simplicidad en las artes. Esto explica su elogio de los escritores que no lo son, y que tampoco aspiran a devenirlo. En un corto artículo titulado “El distraído”, publicado en 1989 en el número 9 de la revista Babel, alababa al letrado chino Chen Fu por su autobiografía redactada en el más estricto secreto, para sí mismo, hacia finales del siglo XVIII, principios del siglo XIX.10 La originalidad de esta autobiografía radica según Aira en su modo de organización, que no es cronológico sino temático. En vez de contar su vida como una sucesión de acontecimientos, de principio a fin, Chen Fu dedica el primer capítulo al amor conyugal, el segundo a los pequeños placeres de la vida, el tercero a sus desdichas, y el cuarto a los viajes. El elogio hecho de este autor es, sin embargo, algo particular. Después de describir a Chen Fu como un perfecto desconocido y como un ser superficial; después, también, de dejar claro que este no era escritor y que de haberlo querido no hubiera podido serlo porque “su nivel intelectual, su formación, su sensibilidad estaban muy por debajo del absoluto mínimo exigible para la tarea” (p. 7), Aira escribe: “Chen Fu, que no estuvo a la altura de nada, estuvo a la altura de su libro, que también es su vida, y que está entre lo más perfecto a que puede aspirar la literatura. Y siempre sin ser un escritor” (p. 7). Chen Fu se presenta luego como el reverso de la figura nefasta y deprimente del buen escritor, de la que Aira cita los ejemplos de Vladimir Nabokov y Octavio Paz, dos hombres de letras cuyos méritos son a su juicio indiscutibles pero que producen una literatura que estima demasiado compleja y anticuada, en las antípodas de la originalidad simple e intuitiva que reclama para el arte11.

El autobiógrafo chino Chen Fu forma parte de los autores marginales que trabaja César Aira en su filiación personal, pero en su panteón literario se encuentran también grandes figuras subversivas y renovadoras del arte, principal, aunque no exclusivamente, vinculadas con el surrealismo. Aira ha homenajeado a Marcel Duchamp y a Pablo Picasso en dos de los cuentos de su corpus autoficticio, “Duchamp en México” (2016b) y “Picasso” (2016e) respectivamente, y ha escrito ensayos sobre las obras de Raymond Roussel -“Raymond Roussel: la clave unificada”- y de Salvador Dalí -“Dalí”-, ambos publicados en un libro reciente, Evasión y otros ensayos(2018/2017). Duchamp, Picasso, Roussel, Dalí, son nombres citados por André Breton en una conferencia pronunciada en Bruselas el primero de junio de 1934 y titulada “Qu’est-ce que le surréalisme?”.12 La respuesta que aporta Breton a la pregunta que constituye el título de su conferencia es un estado de espíritu profundamente anárquico, cuya única razón de ser es la voluntad de liberarse del control de la razón. Al racionalismo y a la inteligencia lógica, el surrealismo opone la libre invención, alcanzada gracias a un abandono a la impulsión verbal, o sea, a la improvisación (1986, p. 26). En la misma conferencia Breton recuerda algunas de las recetas prácticas contenidas en el Manifeste du surréalisme de 1924, llamadas “Secrets de l’Art Magique Surréaliste”, entre las cuales podía leerse la recomendación siguiente, que Aira parece haber hecho suya y cuyo valor sigue defendiendo todavía hoy:

Dites-vous bien que la littérature est un des plus tristes chemins qui mènent à tout. Écrivez vite sans sujet préconçu, assez vite pour ne pas retenir et ne pas être tenté de vous relire. La première phrase viendra toute seule, tant il est vrai qu’à chaque seconde il est une phrase étrangère à notre pensée consciente qui ne demande qu’à s’extérioriser. Il est assez difficile de se prononcer sur le cas de la phrase suivante; elle participe sans doute à la fois de notre activité consciente et de l’autre, si l’on admet que le fait d’avoir écrit la première entraîne un minimum de perception. Peu doit vous importer, d’ailleurs ; c’est en cela que réside, pour la plus grande part, l’intérêt du jeu surréaliste (1986, p. 16)13.

Entre este consejo dado por los surrealistas y el que da a su vez César Aira, por ejemplo, en su ensayo Cumpleaños, no hay más que un pequeño paso. “De lo que se escribió un día hay que reivindicarse al siguiente”, sostiene Aira, “no volviendo atrás a corregir (es inútil) sino avanzando, dándole sentido a lo que no lo tenía a fuerza de avanzar” (2013/2000, p. 95). Los artistas de diversos horizontes que se unieron al movimiento surrealista pretendían devolver a la invención inconsciente y espontánea un lugar en las artes, y, en su estela, Aira da rienda suelta a su creatividad al atribuir a la misma la prioridad sobre la búsqueda de la perfección; o, mejor dicho, para Aira como para los surrealistas antes de él, la perfección está contenida ya en el acto de la creación y no requiere para ser alcanzada ningún tipo de corrección.

Otro surrealista, y no de los menores, al que César Aira incluye en su genealogía artística es el pintor belga René Magritte. En “Sobre el arte contemporáneo” (2016f/2013), un ensayo de una cincuentena de páginas en el que se presenta como un fervoroso admirador de Duchamp, Aira formula un comentario encomiástico del llamado “período vache” de Magritte, correspondiente al año 1948. Invitado por primera vez a exponer en París, Magritte decidió exponer obras que no se ajustaran a la imagen que había empezado a reconocerse como suya, ni tampoco, precisa Aira entre paréntesis, a ninguna otra imagen existente (p. 41). Como un pie de nariz al prejuicio popular que los franceses se hacían de los belgas, el de bestias brutas, y en parte también para burlarse de los críticos y aficionados de arte franceses, Magritte pintó diecisiete óleos y veintidós gouaches para los cuales no tenía ninguna pretensión de calidad ni de significado, liberándose como podía de restricciones de todo tipo. El juicio que emite Aira sobre este gesto atrevido del pintor belga es imperdible:

Cuadros torpemente empastados, de hombres con diez pipas incrustadas en la cara, o con la nariz de caño de escopeta, un rinoceronte trepando una columna, un fugitivo con pata de palo perseguido por una gallina roja, un hombre pie, una mujer lamiéndose el hombro, cielos de cuadriculado escocés... [...].

Más que el catálogo de una exposición, es el catálogo de lo que puede aparecer en la superficie de lo no hecho, cuando éste se da una libertad total, la que debería buscar el artista. Todos los demás cuadros del mundo resultaron de un proceso condicionado, en el que las restricciones provienen de la psicología, del gusto, de la historia, de la sociedad. Se necesitó la maquinación de una broma para que el magma de lo no hecho fuera una verdadera totalidad sin límites, y fue de ahí de donde emergieron los treinta y nueve cuadros. Cada uno de ellos contiene esa totalidad, en forma de libertad (2016f/2013, pp. 42-43).

Para innovar, el artista no debería prohibirse nada; todo le debería estar permitido, absolutamente todo, hasta la broma más audaz, para que lo que surja de ese todo tenga el valor liberador que Aira le reclama al arte. Lejos de representar el camino más seguro hacia lo bello, el respeto total de las reglas y de las convenciones tradicionales conduciría según el autor al resultado inverso, a saber, un arte petrificado y estéril. Por consiguiente, en esta concepción particular del arte, los términos de “positivo” y de “negativo” se invierten, y el arte tradicionalmente juzgado “bueno”, en el sentido de que respeta los cánones establecidos, se convierte en el menos entusiasmante, mientras que el arte “malo”, el que no busca atender a las reglas en vigor y no se parece a nada antes visto, es al contrario el más digno de interés. Lo bueno se vuelve malo, y recíprocamente, lo malo se vuelve bueno.

Todavía en “Sobre el arte contemporáneo”, antes de elogiar a Magritte, Aira procede a un ejercicio de comparaciones que contiene en síntesis toda su visión del arte: reduce la práctica del arte bueno -el que respeta las reglas- a la artesanía e insinúa que solo el arte malo -el que no se esfuerza por respetar las reglas- merece ser llamado arte. La artesanía, dice Aira, debe hacerse bien de modo que pueda aceptarse, apreciarse y venderse, y para hacerla bien conviene hacerla como se la hizo siempre, ajustándose a un canon que solo admite ligeras variaciones, dentro de márgenes aceptados. El arte, en cambio, “no es arte si se lo hace bien (es decir si se somete a los valores ya establecidos)” porque “al arte no es necesario hacerlo bien -y es una lamentable pérdida de tiempo, en la que suelen incurrir los jóvenes, esforzarse en ese sentido-” (2016f/2013, p. 33). Y Aira continúa: “Si es arte, o para que sea arte, debe crear valores nuevos; no necesita ser bueno, al contrario: si se lo puede calificar de bueno es porque está obedeciendo a parámetros de calidad ya fijados, y se lo puede poner entonces, según este novedoso concepto dieciochesco reinterpretado por mí, en el rubro de la «artesanía»” (2013, p. 33). Así definido, el arte se halla en la innovación. Existe cuando, y solamente cuando se ejerce libremente, fuera de las normas o prácticas admitidas. El arte solo es arte si elude las reglas, si preserva una parte de paidia, podría decirse para hablar nuevamente como Caillois.

Esta concepción singular que tiene Aira del arte explica su predilección por lo que llama la “literatura mala”. Por literatura mala, no debe entenderse necesariamente una literatura mal escrita, de vocabulario pobre y de sintaxis desastrosa, sino una literatura que busque librarse de un exceso de restricciones normativas, que desestabilice los criterios utilizados hasta entonces para juzgarla, y que por esta misma razón resulte a la vez misteriosa y sugerente. Partiendo de la premisa de que el arte solo es arte cuando produce valores nuevos, o sea, formatos innovadores o asociaciones mentales inesperadas, entonces la “buena” literatura, la que perpetúa correctamente los modelos anteriores y reproduce el modo de pensamiento racional de la vida cotidiana, es en realidad “mala”, y viceversa. En un artículo publicado en el Boletín del Grupo de Estudio de Teoría Literaria de la Escuela de Letras de la Universidad Nacional de Rosario, titulado “Innovación” (1995), Aira enuncia que la literatura del futuro será “mala” o no será:

La literatura del futuro se alza en nosotros, un alcázar de oro, el espejismo de los espejismos. Qué error pensarla “buena”. Si es buena no puede ser futura. Lo bueno es lo que dio tiempo a ser juzgado, y caducó en el momento en que se lo dio por bueno. Es el turno de otra cosa, a la que por simple oposición podemos llamar “lo malo”. Y es urgente. Es preciso poner las manos a la obra ya mismo, a riesgo de quedar sepultados por la acumulación de lo bueno. Nos agitamos como energúmenos, como soldaditos de mercurio a las órdenes de generales locos y contradictorios. Debemos ir a la busca de lo monstruoso, lo que aterre y repugne, y se nos escapa siempre, porque multiforme, mutante, inasible, inconcebible. Si debemos buscarlo, y persistir en la busca, es porque no lo encontraremos nunca. A lo nuevo no se lo busca: se lo ha encontrado. Buscamos lo malo, y encontramos lo nuevo (p. 30).

Dado que, a juicio de Aira, la literatura existe únicamente en la novedad, y que por otra parte lo nuevo es lo que por definición no puede reproducirse sin cesar de serlo, la literatura toma la forma de una fuga perpetua; y si eventualmente esta se fija o se repite, deja de ser literatura. Lo mismo vale para el arte en general. La búsqueda de la novedad pura no puede terminar nunca, es un procedimiento y no un resultado final. Lo nuevo, ergo lo literario, siempre está contenido en la página, el capítulo y la obra siguiente. Esto es lo que Aira ha llamado la “huida hacia adelante”, sobre la cual él mismo se ha expresado en numerosas ocasiones, por ejemplo en el ya mencionado ensayo Cumpleaños (2013/2000, p. 99). La creatividad, vista bajo esta óptica, se define como un avance perpetuo hacia lo que no existe todavía, de allí la proliferación de los cuentos y de las novelas de Aira y la aparente improvisación perceptible en la composición de cada uno de ellos. Si el valor de la literatura reside en la novedad, la escritura no puede ser corregida porque corregir supone volver hacia atrás, ni tampoco planificada, porque trazar un plan implica imponer límites; para seguir siendo literaria, la escritura solo puede perpetuarse, sin nunca repetirse14.

Infancia

En el capítulo inicial de Playing and Reality (1971), el psicoanalista británico Donald Woods Winnicott explica que el niño no nace con un “yo” ya estructurado, capaz de reconocerse como distinto de su entorno. El recién nacido solo ve en el mundo circundante, e incluso en las personas que lo cuidan, un prolongamiento ilimitado de sí mismo. No diferencia entre la realidad interior subjetiva y la realidad objetiva, entre lo que crea su mente y lo que se le presenta desde el exterior15. El establecimiento de una frontera entre el yo y el mundo, entre lo que forma parte de nuestra interioridad y lo que forma parte del afuera, es una empresa lenta y extremadamente compleja cuyo carácter frustrante no se podría sobrestimar, subraya Schaeffer en sus trabajos más recientes sobre la cuestión (1999, p. 167), puesto que el niño pierde en este proceso su sentimiento original de omnipotencia y experimenta su dependencia de lo real. Para el niño, primero, todo es posible. La vida y la muerte, el pasado y el futuro, lo comunicable y lo incomunicable, lo alto y lo bajo, aún no se perciben contradictoriamente. Los límites de su realidad corresponden a los de su imaginación, a esas alturas estas dos cosas son indistinguibles. Al crecer, debe luego aceptar poco a poco la realidad, aunque esta tarea no terminaría nunca realmente según Winnicott, quien estima que la aceptación de la realidad nunca es completa (1971, p. 13). Sobre este último punto, Aira parecería darle la razón a Winnicott. Escribe como si no hubiera terminado nunca de aceptar la realidad, y no es un azar si, en su búsqueda de la “mala” literatura -la literatura guiada por el principio de la innovación, la única que vale realmente la pena en su escala de valor personal- regresa tan a menudo y explícitamente a la mirada infantil, menos restringida que la del adulto. Se suma así, de una forma muy práctica, a la opinión de Huizinga según la cual “para comprender la poesía hay que ser capaz de aniñarse del alma, de investirse el alma del niño como una camisa mágica y de preferir su sabiduría a la del adulto” (2019/1938, pp. 184).

En su prólogo al volumen colectivo Aira en miniatura, Teresa García Díaz escribe que “carencia de límites y juventud signan al novísimo estilo airiano” (2006, p. 11). Lamentablemente, no formula ninguna hipótesis al respecto, al contrario de Sandra Contreras, quien en Las vueltas de César Aira destaca la preponderancia de la infancia en los relatos de este escritor y propone explicar la ilegibilidad de su obra por su intento de recuperación del punto de vista infantil, una empresa que ella llama, por su parte, la “fuga hacia la juventud”. Si la obra de Aira es ilegible según los criterios vigentes en el campo cultural, razona Contreras, sería precisamente porque busca reconciliarse con el punto de vista de su infancia.16 Enuncia en el ensayo citado: “La figuración de la huida hacia adelante como fuga hacia la juventud es el modo en que la «literatura mala» de Aira […] figura la transmutación de los valores como huida hacia lo desconocido del Futuro y lo absoluto de lo Nuevo” (2002, pp. 138-139). Con esto, quiere decir que el punto de vista de la juventud representaría para Aira el medio idóneo de perpetuar su constante búsqueda de novedad. Coincido plenamente con esta hipótesis, en la que desearía sin embargo ahondar, porque si la infancia y la juventud se solapan parcialmente, son dos categorías distintas. Siguiendo a Winnicott, puede precisarse que en la infancia la imaginación predomina sobre la razón, mientras que en la juventud, que designa un período más amplio de la vida e incluye la adolescencia, no necesariamente es el caso. Por lo tanto, parece más oportuno afirmar que Aira perpetúa su búsqueda de la novedad mediante una vuelta hacia el punto de vista de la infancia -que conoce aún pocas leyes y convenciones externas, o las va descubriendo poco a poco- que mediante una vuelta al punto de vista de la juventud, susceptible de integrar estas mismas leyes y convenciones en mayor número. O, desde una perspectiva más conciliadora, podría sugerirse tal vez que la “vuelta hacia la juventud” y la “vuelta hacia la infancia” no son sino dos niveles diferentes de una misma vuelta hacia atrás, hacia el pasado, en busca de un punto de vista más fresco, original e innovador sobre el mundo.

“¿La literatura mala como única salida?”, un artículo aparecido el primero de agosto de 1990 en el diario argentino Ámbito financiero, contiene una frase que resume en pocas palabras el valor que reviste para César Aira la manera que tienen los niños de percibir el mundo circundante. Después de reafirmar en este artículo su tesis según la cual “la literatura mala es uno de los futuros mediatos y viables para la literatura” (p. 17), declara: “Lo verdaderamente deprimente es que haya tantos jóvenes que se esfuerzan tanto por escribir bien, por anular lo único valioso que tienen que es el saber infantil y reemplazarlo por una metodología que en última instancia va a producir cosas caducas” (p. 17). Una gran parte de la actividad literaria de Aira nace del esfuerzo por recuperar este saber infantil, este estado de la mente donde todavía no dominan los modos de pensar preestablecidos y, por consiguiente, poco innovadores. Para innovar, es necesario adoptar sobre las cosas un punto de vista diferente, y qué mejor punto de vista para ello que el de la infancia, que no conoce en su origen ningún límite. En la mirada infantil, Aira parece encontrar en otros términos el acceso a un reservorio potencialmente ilimitado de esas novedades que exige del artista. Es como si el niño pequeño, que todavía percibe en gran parte su entorno de forma irracional, fuera por naturaleza y sin saberlo un practicante precoz del arte que este escritor califica de “malo”, porque al estar su mente poco influida por los esquemas preexistentes, este no puede sino proponer ideas nuevas. En su ensayo sobre Copi, Aira parte de una cita de Picasso para introducir una reflexión que abunda en este sentido:

Hay una frase de Picasso (las frases de Picasso, siempre vale la pena pensarlas): “Me llevó toda la vida aprender a dibujar como un niño”. En efecto, los niños dibujan maravillosamente, se diría que detentan el secreto de un arte que sólo se vuelve secreto cuando, junto con todo lo demás que hay en la infancia (pero ésa es la clave de toda amnesia) se pierde esta felicidad improvisatoria, ese don, que lo es de todos los niños, de hacer arte antes de las consecuencias, antes de la obra de arte, en esa pura actividad que puede hacernos artistas, y que nos hace artistas, sin posibilidad previa, como premio automático a nuestra vida (1991, p. 72).

Los niños poseen naturalmente el don de la improvisación, dice aquí en síntesis César Aira, que es para él el don de producir obras de arte. Al crecer, adquieren sin embargo un saber externo que estructura de manera creciente su pensamiento y su comportamiento, en razón del cual tenderían a olvidar cómo improvisar, y por ende, cómo ser un artista. Para Aira, repitámoslo, la calidad del arte reside esencialmente en su carácter innovador, indisociablemente vinculado a la improvisación: el niño, que no conoce al inicio otro modo de actuar que el de la improvisación, representa en esta línea de pensamiento la cima del espíritu artístico, que el artista adulto, incapaz de improvisar con la misma espontaneidad, solo podría aspirar a alcanzar al esforzarse por recuperar su actitud infantil perdida. En el cuento titulado “A Brick Wall”, donde el narrador-protagonista cuenta los recuerdos que conserva de algunos juegos predilectos de su infancia, Aira incluye igualmente una larga reflexión sobre la mirada del niño, que trae a la mente la teoría de Winnicott referida anteriormente:

Los niños pequeños carecen de moldes lingüísticos o culturales en los que acomodar sus percepciones. La realidad entra en ellos torrencialmente, sin pasar por los filtros esquematizantes que son las palabras y los conceptos. Poco a poco van incorporando los moldes, y la realidad que experimentan se va estereotipando consiguientemente [...]. La absorción inmediata de la realidad, que buscan en vano místicos y poetas, es la actividad cotidiana del niño. Todo lo que viene después es su inevitable empobrecimiento. [...]

Un adulto ve un pájaro volando, y su mente al punto dice “pájaro”. El niño en cambio ve algo que no sólo no tiene nombre sino que ni siquiera es una cosa sin nombre: es (y aun este verbo habría que usarlo con cautela) un continuo sin límites que participa del aire, de los árboles, de la hora, del movimiento, de la temperatura, de la voz de su madre, del color del cielo, de casi todo. [...] Es casi un programa artístico, o algo así como el modelo o matriz de todo programa artístico. Más aún: el pensamiento, cuando se esfuerza por investigar sus raíces, puede estar tratando, aun sin saberlo, de volver a su inexistencia, o al menos tratando de desarmar las piezas que lo componen para ver qué riquezas hay detrás.

Esto le daría un sentido distinto a la nostalgia de los “verdes paraísos” de la infancia: no sería tanto (o no sería en absoluto) añoranza de una inocente naturalidad, sino de una vida intelectual incomparablemente más rica, más sutil, más evolucionada (2016a, p. 18-19).

Según Aira, para quien la calidad de la obra de arte es función de las novedades que propone, el niño pequeño es un artista de eficacia ejemplar. Su percepción del mundo, en la que no existen ni objetos ni conceptos, ni categorías ni jerarquías, ni causas ni efectos, es la esencia misma de la mirada artística, hacia la cual debería tender el escritor, pero también el pintor, el dramaturgo, el cineasta.

Hemos iniciado este recorrido por los ensayos y las autoficciones no miméticas de César Aira haciendo hincapié en las referencias explícitas al juego que contienen estas últimas. Conviene cerrarlo, destacando ahora en ellas algunos de los numerosos recursos al punto de vista, y más ampliamente al tema, de la infancia. Los íncipits de “A Brick Wall” y “El cerebro musical” anuncian de entrada que el relato que el narrador-protagonista de Aira está a punto de contar se remonta a la época de su infancia. Se trata respectivamente de “Yo era chico, tendría cuatro o cinco años” (2016a, p. 79) y de “De chico, en Pringles, yo iba mucho al cine” (2016c, p. 9). El joven César de La costurera y el viento, el que juega a darse miedo con su mejor amigo Omar en la parte trasera de un camión, dice tener aproximadamente ocho, nueve años (2019c/1994, p. 39), y el narrador-protagonista de Cómo me hice monja, Cesitar, tiene seis años (1998a/1993, p. 11).17 Por otra parte, incluso cuando los personajes de Aira son adultos, no es infrecuente que se atribuyan o se vean atribuir una personalidad inmadura, e incluso francamente infantil. Así, el narrador-protagonista de El llanto dice de sí mismo: “Sentía… que ser poeta había sido un error, un error juvenil… en realidad todo era juvenil e inmaduro en mí, demasiado…” (1992, p. 45). Y del César Aira invasor, pretensioso, alcohólico y drogadicto de Embalse, se precisa que “aparte de sus innumerables defectos, tenía una virtud principalísima: entendía a los niños, mucho más de lo que éstos creían que se los podía entender” (2003a/1992, p. 73). En Embalse, abundan las evocaciones de recuerdos infantiles y las reflexiones sobre la infancia (p. 12; 23; 29-30; 58; 61; 62; 87), al igual que en “El sacrificio”, donde el alter ego autoficticio de Aira se explaya sobre una conversación que tuvo con su padre alrededor de los doce años (2019b/2014, p. 18), o que en El ilustre mago, cuyo narrador-protagonista confiesa, verbigracia: “Como todos los tímidos, yo había soñado despierto desde la infancia con la omnipotencia” (¿con qué otra cosa soñar, o qué otra cosa desear?)” (2017, p. 131).

Conclusión

La respuesta dada por César Aira a la pregunta de Martín Solares concerniente a la ausencia de ideología en su obra contenía dos elementos dignos de examen. El primero era la asimilación de la literatura a un juego de niños. Si la asociación entre literatura y juego no tiene en definitiva nada sorprendente, puesto que estas dos actividades comparten los mismos rasgos formales, cada escritor puede en cambio privilegiar, entre las dos actitudes lúdicas fundamentales distinguidas por Roger Caillois, la paidia y el ludus, la que le parezca corresponder mejor a su visión de la literatura y del arte en general. El objetivo de este artículo no era otro que el de mostrar cómo y por qué, entre estos dos universos a los que remite el juego, la puerilidad y la espontaneidad por una parte, y la sumisión a reglas cada vez más estrictas y restrictivas por otra, Aira elige el primero e incita a los demás escritores a hacer lo mismo. Tanto en sus ensayos como a través de sus relatos de ficción, adopta una actitud que podría calificarse -no sin cierta paradoja- de intransigente respecto de la imaginación, más precisamente de la perpetuación infinita de la imaginación, de la que hace el principio de base de su poética. Esta se manifiesta en dos valores interrelacionadas que defiende y pone en práctica con una energía similar, la libertad y la improvisación. En su opinión es fundamental, indispensable incluso, que el arte actúe fuera de las restricciones de todo tipo que puede suponer la realidad. Debe evitar en la medida de lo posible las restricciones psicológicas, sociales, políticas, pero también y más globalmente las relaciones lógicas y racionales entre las cosas, de allí la necesidad de improvisar. El arte nace de la novedad, el arte solo es arte cuando propone algo que no existe todavía. En este sentido, no es anodino que Aira procure recuperar el punto de vista de la infancia, definido en una mayor proporción que el del adulto por la imaginación, ni que incluya en su genealogía a artistas de vanguardia que, tales como él los entiende, lucharon contra la convencionalidad en las artes para devolver a las mismas una mayor simplicidad.

“Contener a un niño es demasiado para cualquier género", escribe Adriana Astutti (2002, p. 160). Sería un error reducir exclusivamente el tema de la infancia, al igual que el tema del juego, a la parte autoficticia de la obra de Aira. Como es natural, estos dos motivos narrativos atraviesan una buena parte de su obra, no únicamente las novelas y los cuentos autoficcionales compilados en este artículo. Las autoficciones no miméticas de Aira me parecen sin embargo representar el desarrollo más completo de su visión lúdica e infantil de la literatura, donde la libre creación tiene la prioridad sobre la representación del mundo, por cuanto en primer lugar el autor da de manera notoria rienda suelta a su imaginación, y en segundo lugar, se apodera del lugar del narrador-protagonista. Esto último -recordémoslo- permite al autor que lo desee, según la teoría de Jouve, hacer la economía de la descripción de su propio personaje, dándole así una existencia más abstracta, desencarnada, desingularizada, y por ende menos determinada desde el punto de vista ideológico. Asimismo, y de manera más evidente, al incluir a su propia persona en las historias variadas y resueltamente ficticias que construye, Aira reconecta muy concretamente con los juegos infantiles de imitación y de encarnación que desde muy pronto están llenos de imaginación, como remarca Huizinga (2019/1938, pp. 33-34). Desde temprana edad los niños disimulan la realidad circundante para simular y sumergirse en una realidad segunda, en la que se representan más bellos, más nobles o más peligrosos de lo que son de ordinario: súbitamente se convierten en reina o príncipe, bruja o tigre, fantasma o vampiro, coche o avión, y pueden transitar fluidamente de una auto-representación a otra sin que esto les cause extrañeza o incomodidad.

En la respuesta de Aira evocada en la introducción, un segundo elemento interpelaba: era la ‘irresponsabilidad’ atribuida por él al juego de la literatura, la presunta ausencia de ‘función social’. La lectura de las teorías del juego permite arrojar una nueva luz sobre esta cuestión a la cual, para terminar, desearía volver. En la conciencia colectiva, la idea de juego se opone a menudo a la idea de seriedad, lo cual se refleja a su vez en la lengua corriente, donde la palabra suele emplearse como sinónimo de ejercicio recreativo o de actividad intrascendente. No obstante, escribe Huizinga en las primeras páginas de Homo ludens, los niños, los jugadores de fútbol como los de ajedrez, juegan con la más profunda seriedad y no sienten la menor inclinación a reír (2019/1938, p. 21). Tanto para los jugadores como para sus principales pensadores, el juego puede ser serio, incluso es un asunto muy serio. Desde el punto de vista de la psicología es indispensable a la estructuración de la personalidad, como sostienen Winnicott y Picard, desde el punto de vista de la historia y de la sociología es un factor de cultura, como defienden Huizinga y Caillois. Si nos atenemos a estas definiciones teóricas del juego, habría entonces algo fundamentalmente contradictorio en el hecho de comparar la literatura a un juego, como hace Aira, al afirmar simultáneamente que este mismo juego no tiene ninguna clase de importancia. ¿Habríamos llegado, pues, a un callejón sin salida? No lo creo. Todo se reduce, como suele suceder, a una cuestión de definición. Si por ‘responsabilidad’ y ‘función social’, se entiende un compromiso en el sentido sartreano del término (2008/1948), como la participación plena y consciente del escritor en los debates de su tiempo por medio de su obra, entonces no es ilegítimo según yo afirmar que la obra de Aira no tiene ninguna responsabilidad o finalidad de tipo social. Encuentro índices de este descompromiso en varios niveles. En su conducta primero, a través de las relaciones que mantuvo a finales de los años 1980 y principios de la década 1990 con el grupo “Shanghai/Babel”, caracterizado por su rechazo de representar la realidad en una Argentina recién salida de la dictadura. En su discurso de autor, luego, con recientes ensayos como Evasión (2018/2017), donde hace la apología de una literatura que haga soñar a sus lectores al invitarlos a escapar de su destino y de su lugar en el mundo (y donde dirige, entre paréntesis, un comentario crítico a la ideología del compromiso). Y por último, en el interior de su ficción, donde el cuerpo de los personajes se desvanece al mismo tiempo que el autor pasa a ocupar el lugar del narrador y del protagonista, no pocas veces infantil, improvisando un relato lleno de incertidumbre y sobre el cual parece perder sin cesar el control.

Esta definición de la función social de la literatura, históricamente situada, debe distinguirse de una acepción más amplia y transhistórica, que Johan Huizinga, para citarlo otra vez, describe aptamente con relación al juego: “[El juego] adorna la vida, la completa y es, en este sentido, imprescindible para la persona, como función biológica, y para la comunidad, por el sentido que encierra, por su significación, por su valor expresivo y por las conexiones espirituales y sociales que crea; en una palabra, como función cultural” (2019/1938, p. 26). El juego, y por tanto la literatura, tiene una función biológica necesaria de descanso, de relajamiento frente a las exigencias y a las agresiones de la vida corriente, y de pausa en el mundo acelerado y productivo del trabajo. En este sentido ya es esencial al buen funcionamiento de la sociedad, pero contribuye además directamente, mediante las ideas que vehicula, a tejer lazos sociales y a crear cultura. Los numerosos lectores que habían venido a hacer fila el 13 de septiembre de 2017 delante de la sede las Ediciones ERA en la capital mexicana no forman sino una pequeña parte de una comunidad mucho más amplia, similar a las que pueden encontrarse por todos lados y en todas las épocas, bajo formas variadas, solidarizadas por las artes modernas como por las poesías más primitivas. Aira compone en efecto con su vasto círculo de lectores un grupo social de tipo muy antiguo, ya presente en los pueblos arcaicos estudiados por Huizinga, unido por una misma convención: nosotros, iniciados, entendemos, juzgamos, admiramos esto de tal manera, y nos identificamos a ello por tal razón. La literatura de Aira desempeña por consiguiente una función, y puede decirse de esta función que es no solamente social, en la medida en que Aira escribe y publica para este círculo de lectores que federa, sino también cultural, dado que los lectores en cuestión ganan a través de la lectura de sus ficciones y ensayos un conocimiento que contribuye a desarrollar su juicio crítico sobre qué es la literatura y el arte en general. Las reflexiones formuladas en Homo ludens llevan a pensar que la literatura siempre tiene para sus lectores una función socio-cultural en este sentido menos restringido, aunque no sepa que la tiene y aunque no quiera tenerla, o que la crítica literaria deje de reconocerla, más aún cuando se acompaña de un discurso que explicita las reglas del juego y su razón de ser o de no ser, como es el caso de la literatura de César Aira.

Anexo: lista de las autoficciones no miméticas de César Aira ordenadas por fecha de escritura

- “Drácula en su dracumóvil, Frankestein a pie” (texto sin fechar, publicado en el primer número de la revista El Cielo, de septiembre-octubre de 1968);

- “El sacrificio” (enero de 1983);

- Embalse (diciembre de 1987);

- Cómo me hice monja (febrero de 1989);

- Madre e hijo (marzo de 1990);

- El llanto (abril de 1990);

- La costurera y el viento (julio de 1991);

- La serpiente (noviembre de 1993);

- “El espía” (julio de 1995);

- “Pobreza” (noviembre de 1995);

- El congreso de literatura (marzo de 1996);

- Las curas milagrosas del Doctor Aira (septiembre de 1996);

- “Duchamp en México” (noviembre de 1996);

- El juego de los mundos (enero de 1998);

- “Suscripción” (noviembre de 2002);

- “El todo que surca la nada” (diciembre de 2003);

- “El carrito” (marzo de 2004);

- “El cerebro musical” (julio de 2004);

- “Picasso” (noviembre de 2006);

- “A Brick Wall” (enero de 2011);

- El ilustre mago (noviembre de 2012).

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2(Grabación personal, 13 de septiembre de 2017, minuto 18 segundo 28 - minuto 19 segundo 49). Daniel López Aguilar ofrece un resumen de este encuentro, donde cita esta pregunta de Martín Solares así como la respuesta de César Aira, en: (15 de septiembre de 2017). César Aira comparte el gusto por el desafío de escribir. La Jornada. https://www.jornada.com.mx/2017/09/15/cultura/a04n1cul

3Prefiero por mi parte a ‘fantástica’ el adjetivo ‘no mimética’, que es menos restrictivo e incluye otras clases de literatura eminentemente ficticias, como lo maravilloso, lo onírico o la ciencia ficción. Para una discusión crítica del concepto de autoficción ‘fantástica’, se recomienda consultar, entre otras referencias: Casas, A. (2015). Fantástico y autoficción: un binomio (casi) imposible. En Álvarez Méndez, N., y A. Abello Verano (Eds.), Espejismos de la realidad. Percepciones de lo insólito en la literatura española (siglos XIX-XXI) (págs. 85-94). Universidad de León; así como López-Pellisa, T. (2021). ¿Autoficción en la ciencia ficción? Autoficción especulativa en Diario de un viejo cabezota (Reus, 2066) de Pablo Martín Sánchez. En Licata, N., Vanden Berghe, K., y R. Teicher (Eds.), La invasión de los alter egos. Estudios sobre la autoficción y lo fantástico (págs. 35-62). Iberoamericana/Vervuert.

4Véase lista disponible en anexo.

5En la mayoría de estas autoficciones hay una identidad onomástica entre César Aira y su personaje literario. Cuando esta no se produce, me baso en la identidad biográfica entre las dos instancias, construida gracias a una serie de características comunes y fácilmente reconocibles que Philippe Gasparini (2004, pp. 45-56) llama “operadores de identificación”. Estos incluyen entre otros: la profesión (escritor y traductor), el lugar de nacimiento (Coronel Pringles), el lugar de residencia (el barrio de Flores, en Buenos Aires), las amistades literarias (Arturo Carrera y Osvaldo Lamborghini principalmente), los artistas faros (Marcel Duchamp, Raymond Roussel y Pablo Picasso, por mencionar solo algunos) y la bibliografía (cuando el personaje ficticio dice ser el autor de un relato o ensayo realmente publicado por el César Aira de carne y hueso).

6“Casi por completo, en uno de los extremos reina un principio común de diversión, de turbulencia, de libre improvisación y de despreocupada plenitud, mediante la cual se manifiesta cierta fantasía desbocada que podemos designar bajo el nombre de paidia. En el extremo opuesto, esa exuberancia traviesa y espontánea casi es absorbida o, en todo caso, disciplinada por una tendencia complementaria, opuesta por algunos conceptos, pero no por todos, de su naturaleza anárquica y caprichosa: una necesidad creciente de plegarla a convencionalismos arbitrarios, imperativos y molestos a propósito, de contrariarla cada vez más usando ante ella tretas indefinidamente cada vez más estorbosas, con el fin de hacerle más difícil llegar al resultado deseado. Éste sigue siendo perfectamente inútil, aunque exija una suma cada vez mayor de esfuerzos, de paciencia, de habilidad o de ingenio. A este segundo componente lo llamo ludus” ([1986]. Los juegos y los hombres. La máscara y el vértigo [Traducción de Jorge Ferreiro]. Fondo de Cultura Económica, pp. 41-42).

7En L’autofiction (2014), Isabelle Grell diferencia entre dos procesos de escritura universales a partir de los trabajos del crítico literario francés Pierre-Marc de Biasi, especialista de la genética de los textos: se trata de la “programación guiónica” (programmation scénarique), que hace preceder la escritura por un trabajo de concepción minuciosa, bajo la forma de guiones, planes, apuntes, esbozos, investigación documentaria; y de la “estructuración redaccional” (structuration rédactionnelle), o sea, la escritura refractaria a toda programación inicial, que se construye más bien a medida que avanza el texto (p. 54). La “huida hacia adelante” de Aira correspondería al segundo de estos procesos, la “estructuración redaccional”.

8Más recientemente todavía, en la entrevista dada en la sede mexicana de las ediciones ERA, a la que ya se ha aludido en la introducción de este artículo, César Aira también abordó el asunto de la improvisación. Aquel día, dijo a Martín Solares y a la asamblea: “Necesito una idea sugerente, una idea un poco rara, una idea de alguna topología irracional, para empezar un relato. Una idea, para darle un adjetivo correcto, borgiana. Y me gusta que no haya mucho más allá de esa idea en mi pensamiento, que haya una niebla más adelante, que me permita ir inventando a medida que voy escribiendo. Creo que me aburriría si tuviera un plan definido y solo tuviera que redactar. Sería una tarea más bien burocrática de redacción, y no de invención” (Grabación personal, 13 de septiembre de 2017, minuto 11 segundo 38 - minuto 12, segundo 29).

9No se puede insistir demasiado en el hecho de que la literatura es por definición un juego ludus, y la literatura de vanguardia no es una excepción al respecto. Mencionaba anteriormente mi hipótesis según la cual la autoficción no mimética se caracteriza por la preservación aparente de una parte de libertad y de improvisación —paidia— en un juego reglado —ludus— por naturaleza. De forma similar, la literatura vanguardista tal como la concibe Aira me parece presentarse como una tendencia paidia en el interior del ludus. En efecto, incluso el surrealismo, al que como se verá más adelante Aira se liga de distintas maneras, supone ciertas pautas de actuación y no puede evitar el respeto de un gran número de normas y convenciones del juego literario, dentro de las cuales es posible improvisar. Precisemos que, en este fragmento de “Reinventar el arte” como en otros de sus ensayos, Aira no emplea la noción de ‘vanguardia’ en referencia a una escuela, una corriente o un movimiento en particular, sino en un sentido amplio y metafórico, donde el término designa una estética global de ruptura con la tradición, y remite por consiguiente al proceso de renovación dinámico que yace en los fundamentos de la historia de la literatura.

10El proyecto de Babel. Revista de Libros, en el que participó Aira, ya exhibía orgullosamente su carácter lúdico. Los números 1 a 16 y el número 18 contaron con una sección titulada “El potrero: los juegos de Babel”, que contenía entre otras distracciones acertijos y crucigramas literarios. El juego más constante era el llamado “proli” (abreviatura de “pronósticos literarios”), que funcionaba así: los lectores de Babel contestaban a trece preguntas relativas a la literatura argentina e internacional, enviaban sus respuestas a la dirección de la revista y el ganador o la ganadora, que se seleccionaba por sorteo entre todos los lectores que habían respondido correctamente a la totalidad de las preguntas, recibía un bono de compra utilizable en las librerías Gandhi.

11También Raúl Damonte, alias Copi, es presentado por Aira como un escritor no profesional en el ensayo que le dedica y que lleva su nombre: “Copi tenía algo de escritor no profesional, no fatal. Podría no haber escrito, podría haber desplegado su genio, el mismo genio que tuvo, en otras cosas, y de hecho lo hizo. Eso le hace tanto más escritor” (1991, p. 58).

12Los nombres de estos surrealistas aparecen en realidad con frecuencia en las autoficciones de Aira, no solamente en los ensayos y relatos citados. Lo mismo sucede, más globalmente, con las alusiones al movimiento surrealista en su conjunto. Así, el narrador-protagonista de La costurera y el viento señala: “Todo esto puede parecer muy surrealista, pero yo no tengo la culpa. Me doy cuenta de que parece una acumulación de elementos disparatados, según el método surrealista, de modo de obtener una escena que lo tuviera todo de la perfecta invención, sin el trabajo de inventarla” (2019c/1994, p. 54). El científico desequilibrado al que encarna Aira en El congreso de literatura hace, ante la índole incongruente de su relato, una observación similar: “Advierto que decirlo así puede hacer pensar en la escritura automática, pero no hay otro remedio que decirlo. Parece la intromisión de otro argumento, por ejemplo el de una vieja película barata de ciencia ficción” (2012/1997, p. 93).

13“Díganse bien que la literatura es uno de los más tristes caminos que llevan a todo. Escriban rápido sin tema preconcebido, lo suficientemente rápido para no acordarse y sentir la tentación de releerse. La primera frase vendrá sola, ya que a cada segundo hay una frase ajena a nuestro pensamiento consciente que lo único que pide es exteriorizarse. Es bastante difícil pronunciarse sobre el caso de la frase siguiente; sin duda participa a la vez de nuestra actividad consciente y de la otra, si se admite que el hecho de haber escrito la primera conlleva un mínimo de percepción. Poco debe importarles, en realidad; en ello reside, en su mayor parte, el interés del juego surrealista” (trad. mía).

14Estas declaraciones de Aira sobre la literatura “mala” permiten proponer una interpretación de otro motivo que, como el juego, vuelve una y otra vez en sus autoficciones, el del monstruo. Claudia, la esposa del narrador-protagonista de El llanto, se convierte en monstruo a ojos de este último cuando le revela que está embarazada de un terrorista japonés (1992, pp. 58-59); de la violación de Silvia Balero por el Chiquito, el dueño del camión que en La costurera y el viento lleva por accidente al mejor amigo de César a la Patagonia, resulta un horrible “niño Monstruo” (2019c/1994, p. 83); el niño Aira de Cómo me hice monja, el único alumno de su clase que aún no sabe leer, es llamado “monstruo” por la maestra (1998a/1993, p. 52); la avispa mutante a la que el Aira científico de El congreso de literatura educa para que extraiga una célula de Carlos Fuentes es calificada de “simpático monstruito que no se repetiría” (2012/1997, p. 51); el Aira de La serpiente, quien, a pesar de sus esfuerzos, no logra salir bien en las fotos, se asocia a lo monstruoso (1997, p. 82); el perro sin cabeza y no obstante vivo de Las curas milagrosas del Doctor Aira se describe como un monstruo (2003b/1998, p. 14); “El cerebro musical” también posee su propio monstruo, y no uno cualquiera: un ser de gran cabeza, sin nariz ni boca ni ojos, con brazos gordezuelos terminados en garras y dos alas (2016c, p. 93). Todos estos personajes causan desagrado, horror o asco porque transgreden las normas físicas o las convenciones sociales esperadas. Representan lo que Aira llama en su ensayo sobre Roberto Arlt —otro escritor al que añade a su genealogía literaria— la “individualidad absoluta”, la “singularidad desnuda” (1993, p. 60). Marie Audran recuerda que la palabra “monstruo” viene del latín “monstrum”, que significa mostrar, exhibir (2014, párr. 3); los personajes monstruosos de Aira fungen precisamente como un dispositivo de “mostración”, de “exhibición” de su propia poética: a las desviaciones físicas y comportamentales del monstruo corresponden la diferencia, la novedad, que cultiva continuamente Aira a través de su literatura. O, para decirlo de otra manera, los monstruos que abundan en sus textos literarios ponen en abismo, al reflejarla desde el interior, la innovación de la que el autor ha hecho el motor de su escritura.

15Winnicott ilustra este punto con el ejemplo del seno materno: el recién nacido no percibe el seno de la madre como un elemento de la realidad exterior, sino como un objeto que ha podido ser creado por él exactamente aquí y ahora, en el momento preciso en que le aparece; psicológicamente, toma de un seno que forma parte integrante de sí mismo (1971, p. 12).

16En una entrevista concedida a Graciela Speranza, reproducida en Primera persona (1995), Aira confesaba ya, efectivamente, querer efectuar una vuelta a la infancia en su escritura (p. 224). En lo que atañe a la “ilegibilidad” de la que habla Contreras, término mediante el cual se refiere al hecho de que la obra ficcional de Aira escapa casi sistemáticamente a todo concepto y a toda categoría, es ostensible en los comentarios de numerosos lectores. Citemos por ejemplo a la misma Speranza, quien apunta en Fuera de campo que “la lógica causal que hace avanzar los relatos es [...] inconsecuente: no hay verosímil histórico, psicológico o genérico al que la narración deba conformarse, sino más bien un abandono voluntario de los moldes convencionales” (2006, p. 301). Esta ilegibilidad es patente igualmente en un comentario de Sergio Pitol sobre Cómo me hice monja, en el que describe en estos términos la experiencia que representó para él la lectura de esta novela: “Desde hacía muchos años no había sentido el asombro y placer que me produjo recorrer una y otra vez sus páginas donde la transgresión era continua, como lo era también la permanente transmutación de toda norma de tiempo y espacio” (2006, p. 23). Todavía a propósito de Cómo me hice monja, Patricio Pron sugiere que su función es doble: “Por una parte, narrar una historia atípica incapaz de ser asimilada a las formas convencionales de narración y, por otra parte, poner de manifiesto de manera irónica el carácter convencional de los aspectos que determinan nuestra aproximación a la literatura y su propia «verdad» en el marco de un rechazo más general a las formas estandarizadas del relato” (2010, pp. 116-117).

17Aunque como puntualiza acertadamente Vanden Berghe, en algún momento el pequeño César de Cómo me hice monja cambia de repente de versión y dice tener catorce años (2012, p. 272). En lo que concierne a este tipo de inconsistencia en la descripción de los personajes de Aira, véase “Roger Rabbit Reframed”.

1 Este artículo se deriva de mi tesis de doctorado redactada en la Universidad de Lieja bajo la dirección de la Dra. Kristine Vanden Berghe, y ha sido finalizado en el contexto de una estancia en el seno del Centro de Estudios Literarios del Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM, realizada bajo la supervisión de la Dra. Yanna Hadatty Mora y financiada por el Programa de Becas Posdoctorales de esta misma institución.

Recibido: 04 de Noviembre de 2021; Aprobado: 04 de Diciembre de 2021

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