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Cuadernos del CILHA

versión On-line ISSN 1852-9615

Cuad. CILHA vol.24 no.1 Mendoza jun. 2023  Epub 28-Sep-2023

http://dx.doi.org/10.48162/rev.34.056 

Dossier

Contra civilización y barbarie: espacios y cuerpos fronterizos en El año del desierto de Pedro Mairal y Las aventuras de la China Iron de Gabriela Cabezón Cámara

Against civilization and barbarism: border spaces and bodies in El año del desierto by Pedro Mairal and Las aventuras de la China Iron by Gabriela Cabezón Cámara

David Montecino Vieira1 
http://orcid.org/0000-0003-4503-3474

1Pontificia Universidad Católica de Chile. Chile. dav.montec@gmail.com

Resumen:

Este artículo tiene como objetivo interpretar y comparar rasgos fronterizos en dos novelas argentinas posteriores a la crisis de 2001 que trabajan con representaciones del discurso de civilización y barbarie. Para ello, se propone una metodología inspirada en las ideas sobre espacialidad de Lefebvre (1974) combinadas con la semiótica del texto artístico de Lotman (2011 [1970]), para analizar lo percibido, pensado y vivido de los espacios y cuerpos en los relatos. A nivel diegético, esto se observa en la articulación de un diseño espaciotemporal y las trayectorias de los agentes narrativos. Estas categorías permitirán describir las formas de fronteridad (Amilhat y Giraud, 2011) en las obras, es decir, la dialéctica espacial entre dispositivos de poder simbólico-territoriales y los cuerpos que los dinamizan.

De esta forma se observará que las fuerzas modeladoras de los mundos narrativos articulan una dualidad dominante alrededor de la oposición entre civilización y barbarie que posteriormente verá una posible salida. En las novelas se representan espacios cuyo antagonismo se develará contradictorio y falaz a la luz de la alteridad, instalando una mirada deconstructiva sobre ellos. Complementariamente, los cuerpos de los sujetos narrativos, en constante movimiento por los territorios, viven experiencias que los llevarán al desprendimiento de las oposiciones impuestas, optando por otras lógicas de convivencia.

En este sentido, estas obras presentan rasgos de una episteme decolonial que Mignolo (2003, 2014) denomina pensamiento fronterizo, la cual erige interpelaciones a las hegemonías locales y globales para desentrañar y discutir las intersecciones del capitalismo patriarcal y colonial.

Palabras clave: Civilización/barbarie; Novela argentina; Espacio; Cuerpo; Frontera

Abstract:

This article aims to interpret and compare border features of two Argentine novels after the 2001 crisis that works with representations of the civilization and barbarism discourse. To do this, a methodological matrix is proposed in order to conceptualize what is perceived, thought and lived in the stories, inspired by Lefebvre's ideas on spatiality (1974) combined with the semiotics of Lotman's artistic text (2011 [1970]).

At the diegetic level, this is observed in the articulation of a spatio-temporal design and the trajectories of the narrative agents. These categories will allow us to describe the forms of borderity (Amilhat and Giraud, 2011) in the artworks, that is, the narrative representation of a spatial dialectic between devices of symbolic-territorial power and the bodies that dynamize them.

In this way it will be observed that, on the one hand, the modeling forces of the narrative worlds articulate a dominant duality around the opposition between civilization and barbarism, which will then see a possible way out. In the narrations, the antagonism of represented spaces will be revealed as contradictory and fallacious at the light of alterity, installing a deconstructive gaze on them. Complementarily, the bodies of the narrative subjects are in constant movement through the territories, living experiences that will lead them to detachment from imposed binary constructions, opting for other logics of coexistence.

In this sense, these works present features of a decolonial episteme that Mignolo (2003, 2014) calls border thinking, which raises challenges to local and global hegemonies to unravel and discuss the intersections of patriarchal and colonial capitalism.

Keywords: Civilization/barbarism; Argentinian novel; Space; Body; Border

Introducción

En Los prisioneros de la torre (2010), Elsa Drucaroff dirá - basándose en la idea de David Viñas Piquer - que una de las ‘manchas temáticas’ de la nueva narrativa argentina es la ‘civilbarbarie’, en la cual se representaría la “pérdida de sentido” (p. 478) de la conocida oposición entre civilización y barbarie. El presente artículo tiene mucho que ver con esta idea, pero también con la sospecha de que existe un elemento fuera de esta oposición, un elemento periférico, al cual no se le ha prestado la suficiente atención.

Como veremos durante la exposición, casi todos los críticos académicos dan cuenta de que ambas novelas que aquí analizaré y compararé trabajan representacionalmente con esta dicotomía. A este respecto, Argentina ha construido históricamente -así como varios Estados de América- una relación fronteriza violenta y discriminatoria respecto a lo que se considera salvaje, asociado a lo indígena y lo gaucho. El célebre (e infame) binomio ha sido uno de los ideologemas del discurso nacional, fundamento intelectual para la posterior Campaña del Desierto, con una vasta tradición literaria, explícita en Facundo (1845), de Domingo Faustino Sarmiento, pero cuya lógica se puede encontrar desde sus orígenes.

Expondré primero mi marco teórico-metodológico y luego me abocaré principalmente al análisis de El año del desierto (2012)1, de Pedro Mairal, para posteriormente realizar un engarce comparativo con una obra más reciente, de una escritora coetánea de este autor: Las aventuras de la China Iron (2018), de Gabriela Cabezón Cámara. Finalmente, concluiré con las discusiones y reflexiones que obtendré de la comparación de las espacio-corporalidades representadas en ellas.

Entre otras cosas, ambas narraciones disputan ficcionalmente este imaginario de lo fronterizo que tuvo (y tiene aún) mucho poder. Al vincularlas podré observar -someramente- las formas de (dis)continuidad sobre esta temática, así como discutir otras ideas asociadas que se reiteran en la interpretación crítica de las obras y sus relaciones con el contexto sociocultural.

Antes de entrar en detalle, se hace necesario acotar que, aunque lo nacional y generacional es relevante en este trabajo, mi punto de vista parte de un estudio más amplio, que guarda relación con la representación de las relaciones fronterizas en el discurso literario del área americana, más en particular, en la novelística hispanoamericana contemporánea. En este sentido, no hay que olvidar que esta idea trasciende los límites geopolíticos argentinos y se puede vincular con los demás espacios continentales y, por qué no, globales. En esta lógica, aunque los escritores cuyas obras aquí profundizaré presentan rasgos en común de su realidad local, en una escala mayor comparten también el hecho de vivir en el contexto del capitalismo de la alta globalización, que tiene como una característica relevante la denominada “proliferación de las fronteras” (Mezzadra y Nielson, 2016, pp. 21-22), vale decir, la multiplicación y diversificación de lo que se entiende como límite, pudiendo este observarse en variadas dimensiones, ya no solo las de Estado-nación, sino las simbólicas e identitarias en general.

Mediante los procedimientos que aplicaré, pretendo demostrar que en estas obras se construyen representaciones narrativas fronterizas, puesto que se articulan estructuras binarias que serán transgredidas a través de agenciamientos que las deconstruyen y abren caminos distintos, desprendiéndose de sus lógicas. La construcción espacio-corporal de las novelas tensionan las oposiciones polarizadas, principalmente las que separan y asignan rígidamente características de civilización y barbarie, pero también las sexo-genéricas. Al mismo tiempo, ambas presentan trayectorias corporales revulsivas, que critican y resisten los poderes dominantes en sus mundos, desembocando en la búsqueda y encuentro de modos más armónicos y sostenibles de vivir y comprender la realidad.

Desde esta mirada, estas novelas tienen resonancia con lo que Walter Mignolo (2015) llama ‘pensamiento fronterizo’, el cual presenta una crítica doble a las hegemonías locales y globales, y surge desde perspectivas subalternas de territorios situados en la ‘exterioridad’ del sistema-mundo moderno/colonial, es decir, en el “el afuera construido por el adentro” (p. 379) del occidentalismo que pretende abarcar el planeta.

Una aproximación espacio-corporal a lo fronterizo en la narrativa literaria

En primera instancia, la frontera puede ser entendida como un espacio, y por ello es necesario delimitar con precisión qué entendemos por espacio, además de su ligazón con el cuerpo. Por otro lado, es necesario explicar cómo se llevarán estas ideas al plano del análisis narrativo y, en particular, de lo fronterizo en la representación ficcional.

Desde sus inicios conformada por pensadores heterodoxos, las ideas del denominado ‘giro espacial’ tuvieron algunas consecuencias relevantes en las ciencias sociales y humanidades. A nivel epistemológico, una de las más destacables es la comprensión de lo espacial en inextricable vinculación con lo temporal. De Certeau (2007) ya consideraba -para diferenciarlo de lugar- que para hablar de espacio es necesario considerar “los vectores de dirección, las cantidades de velocidad y la variable del tiempo” (p. 129). Piensa, por tanto, que el espacio es un conjunto de movimientos y operaciones que se despliegan en conflictos y proximidades. Doreen Massey (2005) también explicita esta comprensión de espacio-tiempo, que sería “producto de las intrincaciones y complejidades, los entrecruzamientos y las desconexiones” (p. 188) las cuales construyen “configuraciones geográficas en las que, precisamente, una cantidad de trayectorias distintas se entrelazan... en una zona de ‘disrupciones’” (p. 120).

De esta forma, lo que entendemos como espacialidad constituye una dimensión de confluencias dinámicas y superpuestas, que se encuentran y separan de maneras nunca totalmente predecibles. Los cuerpos (humanos y no humanos) y sus agencias no ocupan el espacio: son el espacio. Los procesos y desarrollos que se dan en un territorio son a la vez producidos y productores de este entramado de relaciones, las cuales pueden apreciarse de manera multiescalar y yuxtapuesta. En su conjunto, estas definiciones de espaciotemporalidad tienen como base ontológica fundamental la existencia de la diversidad y multiplicidad, por lo que implican un posicionamiento político ligado al antiesencialismo, la aceptación de la diferencia y la apertura hacia el devenir (Massey, 2005, pp. 106-108).

Si bien la corporalidad ya está implícita en estas concepciones, creo pertinente complementar este nexo. En las ideas sobre subjetividad situada de Rosi Braidotti (2000) son los cuerpos los que construyen y experimentan los espacios. Para esta filósofa, los sujetos se forman en su ‘corporización’, la cual es consecuencia de la doble articulación de “prácticas materiales (institucionales) y discursivas (simbólicas)” (p. 183) que empoderan y a la vez regulan a los individuos. En esta visión, y en concordancia con las ya presentadas, el sujeto corporizado es “un proceso de fuerzas (afectos) que se intersectan, variables temporoespaciales que se caracterizan por su movilidad, su carácter modificable y naturaleza transitoria” (p. 113).

Debido al objetivo de este artículo, se hace relevante especificar con mayor detalle cómo estos conceptos nos ayudan a profundizar en lo fronterizo. Llevada a este plano, la frontera ya no es solo un lugar, sino una forma específica y contextualizada de relación entre múltiples trayectorias corporalizadas. En este sentido, me parece que una descripción adecuada sobre su particularidad es la que levantan algunos geógrafos culturales con el concepto de fronteridad (Amilhat Szary y Giraut, 2015), el cual refiere al fenómeno provocado por el establecimiento hegemónico de límites y, al mismo tiempo, por la experiencia subjetiva de quienes los recorren o traspasan. Por tanto, comprende las fronteras desde dos aspectos en tensión: el emplazamiento de los dispositivos de poder territorial (gubernamentalidad) y la agencia de los cuerpos que habitan y participan de esos espacios (biopolítica). En otras palabras, sería tanto un “análisis de las condiciones de dominación de los regímenes fronterizos a través de sus tecnologías, así como una evaluación de la individualización de las fronteras y los regímenes personales de cruce” (p. 13).

Si bien considera la parte corporal del fenómeno fronterizo, esta definición enfatiza la parte gubernamental del establecimiento de límites espaciales, probablemente para contrarrestar cierta noción constructivista que pensaba que, por ser convenciones humanas, las fronteras no tenían influencia real sobre las comunidades (Grimson, 2003). No obstante, desde mi punto de vista, la generación de límites no solo se da de parte de los macropoderes, sino también puede provenir de grupos subalternos que establecen distintas formas de diferenciarse con los otros, tanto en el orden territorial, como en el identitario y cultural (todas relaciones espaciales, por cierto).

A manera de ilustración, tomaré como ejemplo el análisis que realiza Ursula Biemann en su ensayo Performing the Border: On Gender, Transnational Bodies, and Technology (2001), derivado de su documental audiovisual de nombre homónimo. En este texto la autora pone énfasis en la articulación territorial de los dispositivos dominantes (la instalación del complejo industrial transnacional posfordista en la frontera entre Estados Unidos y México) y sus efectos negativos en los cuerpos de las mujeres que trabajan en las maquiladoras (intersecando raza, género y tecnología). Sin embargo, también se centra en las resistencias que ellas mismas ejercen, sus formas de luchar contra el régimen del trabajo esclavizante o en su transgresión de los límites geopolíticos al fungir como ‘coyotes’ de bajo costo para otras mujeres, sobre todo embarazadas (pp. 10-11). En este tipo de investigación puede apreciarse lo fronterizo en las prácticas de quienes detentan el poder, pero a la vez en cómo lo agencian quienes tienen que enfrentarlo.

En este punto cabe preguntarse cómo llevar todo esto a la escala, aún más particular, de la representación literaria. Para entender la adaptación que propondré de estos términos para una metodología de análisis semiótica-espaciocorporal, es necesario traer a la discusión otros conceptos que nos permitan detallar y articular estas teorías ontológicas con lo que ocurre en los mundos narrativos.

En su libro La producción del espacio (2013 [1974]) Henri Lefebvre propone separar analíticamente el espacio en sus aspectos percibidos, concebidos y vividos. Lo percibido está asociado a las formas sensoriales de experimentar el espacio físico, pero también a la permanencia y transformación material del mismo; lo concebido, por su parte, está ligado a las representaciones del espacio, vale decir, a su diseño y ordenamiento, conectados al poder epistémico; por último, lo vivido está vinculado a los espacios de representación, donde se experimenta la enunciación de la espacialidad como un todo, incluyendo a los anteriores y siendo incluido a la vez por estos (p. 92). Estas tres categorías son útiles al momento de describir lo espacial, considerándolas analíticamente de forma separada y también en su funcionamiento conjunto.

Siguiendo estas ideas, el geógrafo Edward Soja (1998) revisa las estrategias conceptuales y retóricas de Lefebvre y plantea que este tercer elemento de espacio vivido (que coincide con el espacio social) ejerce una doble semántica de diferencia y aglutinación, por lo que se articula como vínculo entre la experiencia del mundo y su representación. Esto no solo agrega un factor que altera la oposición binaria entre lo material y lo cognitivo, sino que, al tener la facultad de abarcar a los otros, genera un cambio epistemológico, pues se trata de una comprensión de la realidad que no se opone a la externo, sino que contiene un mecanismo de traducción de la alteridad. Esta terceridad conlleva dos cuestiones relevantes: primero, permite conectar lo real y lo imaginado, conglomerar tanto la percepción sensorial como el ordenamiento lógico del espacio (prácticas y representaciones), lo que rompería la ontología binaria; y en segunda instancia, explicar a nivel micro la aparición de lo diverso mediante lo que él denomina Tercer Espacio, esto es, “espacios de resistencia al orden dominante . . . [que surgen] precisamente de su posicionamiento subordinado, periférico o marginado” (p. 68). De tal manera, la terceridad nos sirve para identificar e interpretar el momento donde la pluralidad emerge2.

Para adaptar estas nociones al ámbito del análisis narrativo literario, usaré la semiótica de Yuri Lotman (2011) [1970], quien entiende la obra de arte como una “polifonía del espacio” (p. 282) distinguible en tres elementos principales: “punto de vista” (p. 335), “estructura del espacio” (p. 270) y “acontecimiento” (p. 291). Esta conceptualización está enfocada a la relación entre los elementos, permitiendo el seguimiento de líneas de sentido entre ellos. Por su contenido, es posible relacionar analógicamente esta tríada con la de Lefebvre (percibido, concebido y vivido), produciendo así una correlación con los que denominaré ‘espacios de la narración’: textual, diegético y vectorial, respectivamente. En el primero, por su relación con el punto de vista y lo perceptual, considero la subjetividad de la voz narrativa y su focalización, la organización de los acontecimientos del relato y las posibilidades inter y meta textuales, ya que todas implican la presentación de la perspectiva con que se articula la narración. En el segundo, por sus vínculos con la concepción imaginaria del mundo de ficción3, abordo el diseño espaciotemporal y su ontología, esto es, la separación de los territorios y posiciones de poder estables, así como sus modos y características ficcionales. En tercer lugar, en consonancia con lo argumental, tenemos principalmente a los actantes en su movilidad, aquellas fuerzas que dan dinamismo a la estructura y la reconfiguran, vale decir, los diversos cuerpos y sus afectos.

Ahora bien, en términos categoriales, se trata en realidad de dos dimensiones, que he dividido en tres espacios. El primero de estos espacios (textual) puede ser comprendido como el estatuto material que conforma la representación, mientras que los otros dos (diegético y vectorial) pertenecerían al ámbito de lo representado, lo imaginado por los receptores4. Mi intención es utilizar estos conceptos para describir las espacialidades de las obras y con ello dar cuenta de la fronteridad ficcional, vale decir, los vínculos entre dispositivos y biopolítica en lo representado por los mundos narrativos de las obras. Por esta razón, en este artículo me centraré en lo que ocurre en la dimensión imaginaria, abordando de manera complementaria cuestiones de la textura5. Para mayor agilidad de la lectura, expondré de manera entreverada los aspectos centrales de estos dos constructos heurísticos. El objetivo, entonces, es caracterizar la organización de los espacios y cuerpos, así como sus movilidades, para así identificar los límites construidos por hegemonía y subalternidad en los mundos narrativos.

Desde esta mirada, la jerarquía del diseño espacial y sus transgresiones son parte del mismo fenómeno. Me interesa, por tanto, observar las formas en que se representan las distintas relaciones de fuerza entre fronteras culturales e identitarias (Grimson, 2017, p. 122) en la narración. Las conclusiones que obtengamos serán puestas en diálogo con otra terceridad, a saber, la condición de interfase de las obras de ficción, donde el ‘lugar literario’ se entiende como “un mundo virtual que interactúa de forma modular con el mundo de referencia” (Westphal, 2007, p. 101). Los espacios representados son parte de cadenas interdiscursivas, desde las cuales podemos proyectarnos hacia aspectos socioculturales6.

En las novelas los espacios van apareciendo a medida que los personajes los recorren y las voces narrativas los describen. No obstante, una vez terminado el relato, podemos mirarlos retrospectivamente y examinar sus “configuraciones descriptivas” (Pimentel, 2010, p. 81), lo que incluye la búsqueda de los sintagmas donde se describen los espacios, que luego son puestos en relación para distinguir haces isotópicos que los cargan ideológicamente. Asimismo, a través de estas caracterizaciones se pueden establecer las divisiones concebibles en los espacios (el alcance de sus relaciones estables) y su estatuto ontológico (sus modos de ficcionalización). Esto puede apreciarse mediante el examen de las funciones intensionales de autentificación, dada por la validez de los hechos enunciados por la voz narrativa (Doležel, 1999, pp. 209-240) y de saturación, entendida como la densidad o distribución de lo explícito, lo implícito y cero en la textura (pp. 241-261). Por otro lado, las trayectorias corporales pueden abordarse desde la exploración de las constelaciones de agentes que se configuran a través de las acciones del argumento y constituyen cargas afectivas e identitarias entre personajes (pp. 147-169).

Sobreviviendo a la intemperie: el descentramiento del binomio civilización/barbarie y la (im)posibilidad de una sociedad alternativa

El año del desierto es protagonizada por María Valdés Neylan, mujer joven, de clase media baja (postergada dentro del crecimiento económico rampante de Argentina en los noventa), de ascendencia irlandesa, secretaria y traductora de Suárez & Baitos, una firma financiera. El relato cubre desde su cumpleaños, en un indefinido dos de enero de principios del siglo XXI, hasta la desaparición total de la ciudad, con la paralela expansión de la pampa y la selva, alrededor de un año después. La destrucción/creación es generada por un fenómeno inexplicado denominado ‘la intemperie’, que en principio pareciera venir del interior del territorio nacional, derruyendo edificaciones y modificando procesos biológicos de la flora y fauna. Esto provoca una situación de violencia perenne, que obliga a María a desplazarse para subsistir, primero dentro de la ciudad, pero luego hacia el desierto, y finalmente al río. Cerca del desenlace, durante una expedición a la urbe -y cuando ya había decidido que quería quedarse en la selva con la tribu de los Ú- será capturada por los sobrevivientes del último edificio que queda en pie: la Torre Garay, donde ella solía trabajar al comienzo de su periplo. Después de esto, cruza el océano y termina trabajando en una biblioteca escolar, probablemente de un país europeo. Desde este lugar cuenta su historia, después de haber recuperado el habla, que había perdido por varios años.

En el mundo narrativo existen dos poderes principales que fungen como dispositivos modelizadores de la espacialidad, a saber: la formación urbana capitalista y la intemperie. Se podría creer que estas dos fuerzas coinciden con los espacios de la metrópoli sudamericana y el desierto, pero no es así. La intemperie no es solo el desierto, como tampoco es solo la barbarie.

La ideología neoliberal predominante se representa en la organización de la ciudad, siendo la etapa base del relato; la intemperie, por otro lado, avanza transformando los espacios diseñados por la civilización, ‘rebobinándolos’ históricamente, pero con una inversión de sucesos que no es lineal ni simétrica. Partiendo desde la Torre Garay y la casa de María, se nos muestra una distribución urbana que señala la desigualdad entre centro y periferia. El edificio corporativo se erige hacia las alturas, donde puede conectar con los otros centros del mundo: Tokyo, Nueva York (Mairal, 2012, p. 8). Todos los días laborales ella tiene que tomar el transporte público para ir hasta su lugar de trabajo, percibiendo estas diferencias. La casa familiar de María, en las afueras de la ciudad, será prontamente afectada por la intemperie. Cuando su padre enferma, los cambios en su barrio parecen inminentes, pero la destrucción todavía no llega. Sin embargo, se muda con él a un departamento más céntrico (p. 15).

Inversamente proporcional al avance de la intemperie va acabándose la primacía de este modelo. La influencia del fenómeno sobre el mundo narrado es progresiva, al menos hasta donde la subjetividad de María nos permite ver. La elisión de explicaciones sobre su causa ha generado diversas interpretaciones. Campisi la relaciona con el abandono institucional que el pueblo argentino padece por parte de su Estado durante y después de la crisis (2019, párr. 4), pero también agrega que funciona como un dispositivo que tensiona la vigencia del sistema mismo, pues pone de manifiesto su obsolescencia (2019, párr. 8). Lemo la observa como una opresión, pero también como una suerte de justicia divina que pone a toda la nación en el margen (Pérez Gras, M. L., Baldrich, C. y M. Lemo, 2012, p. 20). Por otro lado, Zimmer desliza, como una pregunta hacia el final de su artículo, la posibilidad de interpretarla como un ejemplo de la impotencia ante cualquier disturbio climático (2013, p. 382).

Lo cierto es que, dentro del mundo de ficción, su efecto distorsiona la composición ontológica de la espaciotemporalidad y por ende el tipo de verosimilitud desde donde se lo construye y comprende. Existe en la crítica una amplia discusión respecto a sus efectos temporales. Es claro que la intemperie genera, entre otras cosas, una regresión histórica, un “camino hacia atrás que está en la lógica de la novela”, dice Drucaroff (2006, párr. 35). En el relato se pueden encontrar, cada vez con menos certeza, las señas del tiempo transcurrido (meses, estaciones). El lapso del año durante la intemperie (¿o dentro de ella, quizás?) está construido cuidadosamente a través de una ficcionalización que combina alegoría, ciencia-ficción y fantástico. En este sentido, la narración lograría establecer sus propias leyes y abrir el tiempo para albergar toda la hilera proliferante de sucesos que existen en el relato. Hablando de esta expansión del periodo anual, Drucaroff expresa que tendría la forma de un “círculo total y pleno que hace pensar más en la revolución solar, en el orden cósmico cerrando su ciclo... en un movimiento mítico” (2006, párr. 48). Esta visión mítica y circular puede complementarse con lo que Campisi denomina la representación de la crisis del tiempo en la novela, que según él se haría patente en la temporalidad inactual de la narración, centrada en un presentismo absoluto que hace que el futuro se pierda como horizonte de cambio (2019, párr. 2). Para él, la regresión temporal que crea la intemperie representa la crisis como algo infinito, un eterno retorno de las catástrofes. Muestra de esto serían los cuerpos que María ve entrar una y otra vez al hospital donde funge como enfermera amateur, como si todos fueran el mismo cuerpo (2019, párr. 5).

Aunque también piensa la narración como un ‘rewind’, la interpretación de Zimmer complejiza esta problemática cuando pone su atención a la interconexión entre las temporalidades. Para él, la narración se realiza, en este sentido, en dos ejes: uno vertical, asociado al espacio de la ciudad y en específico a la Torre Garay (las alturas del mercado transnacional), representada como una condensación de la crisis hasta el absurdo; otro horizontal, histórico, que espacialmente se manifestaría en la planicie, que es lo que quedará luego de la expansión y acumulación de acontecimientos. Desde su perspectiva, la escena final del relato constituiría una imagen dialéctica: la torre y los sobrevivientes partiendo en las embarcaciones establecen una vinculación entre el origen y desenlace de la historia americana (2013, p. 381), vale decir, la colonización y el capitalismo que lleva a las comunidades nacionales a la crisis, como la Argentina en 2001 y como -agrego- varias ocurridas antes y después en diferentes territorios del continente.

Sin embargo, el mismo Zimmer da cuenta de que la escena final no es la única imagen dialéctica que se puede encontrar en la novela, por lo que las conexiones entre los eventos no corresponden a un retorno perfecto, circular. Por ejemplo, el espacio del Hotel de Migrantes no solo dialoga con las oleadas migratorias del siglo XIX de Europa a Argentina (y a los territorios americanos de la costa atlántica), sino también con las enormes masas de argentinos que querían irse del país una vez que se desató la crisis (2013, p. 378). Algo similar ocurre con los indios Ú, que no solo se trasuntan con comunidades precolombinas. De eso hablaremos con más detalle adelante, pero el punto es que este tipo de imágenes, donde el pasado titila en el presente y viceversa, están presentes a lo largo de toda la novela y se dan en el recorrido individual de la protagonista, pero también en la relación que existe entre los espacios y los múltiples intertextos que refieren a momentos de la tradición historiográfica y artística de la nación, que han sido analizados con profundidad por la crítica (Drucaroff, 2006; Semilla Durán, 2010; Pérez Gras, 2018; Dabove y Hallstead, 2012).

En consecuencia, si existe circularidad, esta es caótica y múltiple7. En otras palabras, las conexiones temporales, vistas de manera global, no son simétricas. Una imagen representativa de esto se da cuando María observa unas baldosas levantadas en el hospital al que lleva a su padre. En ellas pueden verse las múltiples épocas que ha tenido el edificio según el tipo de material y arreglo que se hizo en él (Mairal, 2012, p. 84). Esta descripción podría representar metaficcionalmente a la intemperie, ya que muestra visualmente cómo esta hace emerger los estratos temporales que constituyen la historia de los espacios reales-e-imaginarios de la narración.

Considerando estas reflexiones, creo que una propuesta adecuada para describir lo que ocurre temporalmente (y también espacialmente, hasta cierto punto) es la de Sánchez, quien la observa como una des-composición, no en un sentido escatológico, pues sería fácil confundirla con la ‘degradación’ que padecen el territorio y los personajes. Con esto refiere más bien a la yuxtaposición y el desmantelamiento de su orden cronológico e histórico, y de las posiciones de estos en las hegemonías culturales, en especial en la tradición literaria y los medios de comunicación. Concluye entonces que se trataría de una temporalidad “compleja, multiforme, atravesada por vaivenes y tensiones. . . [que posee] varias dimensiones que se tocan y se pliegan” (2014, p. 1602). En este sentido, los sucesos de la narración se conjuntan, creando nexos espaciotemporales de diversos tipos en el flujo narrativo. Lo paradigmático y sintagmático están imbricados rizomáticamente, provocando que existan numerosas conexiones entre los tiempos de la narración y los de la historia nacional/continental. Aunque el relato se presenta de manera lineal una vez comenzado el racconto de María, los sucesos se van refractando unos a otros. Es importante recalcar este carácter prismático, puesto que no se trata de espejos que simplemente igualan un acontecimiento con otro, sino que los ponen en contacto de manera polisémica.

Por otra parte, cuando ponemos atención a las características espaciales, se enfatizan otras facetas de la intemperie. En la crítica se la ha asociado comúnmente con la destrucción de la civilización y el florecimiento de espacios barbáricos. Esto ocurre a través de un proceso de desertificación que derruye las construcciones más sólidas. Según Dabove y Hallstead (2012), se trata de un fenómeno “ávido de espacio” (p. XXIV), que avanza concéntricamente desde la pampa hacia los alrededores. Sánchez afirma que su movimiento sería de la “periferia al centro” (2014, p. 1601) y que nunca termina de explicarse.

En la urbe el fenómeno se manifiesta como una onda expansiva que va cambiando el paisaje y a los sujetos. Se trata de una espacialidad literaria en permanente transformación, donde los lugares, como ya mencioné, toman características identificables con hechos históricos. Sin embargo, es importante recalcar que no se trata de los mismos hechos ni agentes: los braucos y huelches no son los tehuelches, ni ninguna otra etnia de la realidad extratextual. No tienen la misma historia ni las mismas circunstancias, ni siquiera el mismo idioma8. Esto ocurre de partida porque es un grupo, como los Ú9, que adviene después de la catástrofe, no antes. Entenderlos como una (in)versión histórica a modo de espejo es dejar de considerar lo que la ficcionalización ofrece como realidad (y como performance) para pasar a un mero cotejo. El mundo en el que viven los personajes de la novela no es el siglo XIX o el XV, sino el XXI. Por más que la intemperie ‘retroceda’ el tiempo en los espacios, esto ocurre sobre un territorio cuya materialidad es la contemporánea: en la narración el tiempo sí avanza, pero según cualidades no del todo conocidas.

De la intemperie solo sabemos al principio por las informaciones indirectas y luego por las consecuencias que María experimenta durante su trayectoria. Sabremos cómo actúa sobre la realidad diegética solo desde sus observaciones. La totalidad del fenómeno es inaccesible, pues tanto su origen como su futuro son inciertos. Las informaciones de su avance en las ciudades del interior llegan a través de los medios no afectados por la intemperie. En la novela nos encontramos con menciones geográficas al respecto, siendo la más detallada la que realiza Ignacio, hermano de Irene, ambos inquilinos del departamento de María y su padre. Basándose en las noticias radiales, va marcando un mapa del Gran Buenos Aires desde el cual puede colegirse que la intemperie avanza progresivamente desde las afueras de la ciudad (Mairal, 2012, p. 48).

Por otro lado, sus efectos físicos no son tan claros como podría parecer a primera vista. En una búsqueda acuciosa de las descripciones de María, puede notarse que, aunque la intemperie derruye los edificios de su época, hace surgir las estructuras antiguas o propicia la reutilización de materiales actuales. Son ciertas cosas las que son destruidas, mientras otras (re)aparecen. María escucha que “las construcciones más nuevas eran las que más rápido se deterioraban, mientras que las viejas casas de los barrios se mantenían en pie durante más tiempo” (Mairal, 2012, p. 55). Más tarde, cuando está con los braucos y tiene que hacer mantención al campamento, observará que la intemperie parece “ensañarse más con las construcciones sólidas” (p. 244), ya que no destruye las tiendas de la banda. Por otro lado, aunque pudre los alimentos con más velocidad (p.24), también los crea a la par, tanto así que las hortalizas y vegetales crecen a velocidades nunca antes vistas, como puede notarse en los cultivos que tienen en la hacienda La Peregrina (pp. 211-212). Asimismo, hace que las mujeres dejen de tener hijos, pero esto no afecta a todas, sino a las de la ciudad y el desierto, pues las indias Ú sí pueden procrear (p. 285). Tampoco afecta a los animales, ya que el ganado se reproduce cuantioso y en poco tiempo, como puede observarse en las grandes manadas de caballos salvajes que María ve cuando sale del campamento de los braucos (p. 267) o las menciones furtivas al jaguar durante su convivencia con los Ú (p. 278), felino que hoy solo es posible encontrar en la selva profunda. Tampoco sabemos si sus efectos son acumulativos, vale decir, si es que continuarán después de la destrucción de las urbes, por ejemplo, hasta llegar a una situación sin presencia humana. En la selva al menos no pareciera ser el caso, debido a la natalidad en aumento.

No sabemos tampoco si el movimiento de la intemperie se detendrá con la destrucción de Buenos Aires o seguirá avanzando por el resto del continente (la isla donde está María parece no ser afectada). Si la intemperie viene de la llanura patagónica y se extiende en todas direcciones, alcanzando las ciudades del interior hasta llegar a la capital, podemos conjeturar que su avance también llegará tarde o temprano a otros lugares fuera del territorio argentino, lo que también explica -ligada a su efecto temporal- las guerras contra otros países referidas en la narración (Mairal, 2012, p. 161 y 229).

En síntesis, lo que la intemperie destruye son elementos provenientes del discurso (antropocéntrico) de civilización y barbarie. Quienes viven en el monte y la selva no se ven muy afectados, lo que los pone fuera de esta ecuación. Es más, hay señas que dan la impresión de que, por el contrario, son territorios en expansión. Si se acepta esta idea, entonces la intemperie no tiene que ver solo con el descampado llano, sino también con la cobertura de árboles, las riberas del río que atraen a multiplicidad de criaturas, como también ocurre en los grandes lagos de la pampa patagónica. En definitiva, no se trata solo de erosión y escasez, sino a la vez exceso, desborde de vida.

Aunque no se le pueda atribuir una intención, vista desde la correlación de los factores señalados, podemos arriesgar que la intemperie afecta con mayor amplitud a quienes no saben subsistir en un ambiente sin las comodidades y lógicas del progreso, o sea, a quienes viven con la creencia de que a la naturaleza se la puede manipular en su totalidad, con su idolatría hacia los adelantos tecnológicos y valores burgueses de orden funcional de los espacios. En la novela, los que pueden adaptarse a tener una relación analógica con el paisaje, un conocimiento aplicado de su entorno, podrán sobrevivir (más allá de sus cualidades culturales y de la axiología que se les aplique). Los realmente afectados por la catástrofe son aquellos que ya han sido consumidos por las múltiples capas de simulacro de la civilización. Es por esto que los especuladores bursátiles -que no producen riquezas concretas- se convertirán, en esta situación, en símbolos de su propia decadencia.

Pasando a las trayectorias corporales, la intemperie fuerza a María a moverse para sobrevivir, pero sus vínculos están en la urbe, por lo que en el relato recorreremos una vasta variedad de lugares de la ciudad, antes de pasar a las geografías del campo y el monte. Una configuración descriptiva importante respecto a los espacios que corresponden al binomio civilización/barbarie es que son representados como lugares donde imperan los criterios neoliberales y machistas.

Respecto a las cuestiones socioeconómicas, es palmario que María tenga conflictos internos respecto a la proyección de su noviazgo, pues Alejandro es de una clase social más baja y ella no sabe si podrá congeniar su vida con él (Campisi, 2019, párr. 4). Por otro lado, María perderá pronto su trabajo -como muchos otros, de allí las protestas contra la intemperie- y tendrá que arrendar la casa familiar para costear un lugar más barato y alejarse del avance del fenómeno. Lo mismo hará más tarde con las habitaciones en el departamento del centro. El levantamiento de defensas contra ‘la Provi’ y las tolderías (Mairal, 2012, pp. 44-77) que invaden las calles reproduce la fronteridad realizada por el Estado argentino con sus torres de vigilancia y empalizadas para prevenir los ataques de los malones de las tribus pampeanas, así como la de la ideología neoliberal, con la expansión de los barrios residenciales cerrados, cuya demanda creció en los años posteriores a la crisis (nuevamente, una imagen dialéctica). La situación es cada vez más insostenible, sobre todo por el hacinamiento y las dificultades para conseguir alimento, el que además se degrada rápidamente. Cuando la enfermedad de su padre empeora, María lo lleva a un hospital, para el cual trabajará como enfermera (pp. 82-97). Es una labor ardua y voluntaria, aunque da señas de que le agrada. De allí pasará al Hotel de Emigrantes, en el que es mucama con una jornada laboral brutal y una paga paupérrima (pp. 115-120). Finalmente, llegará al Ocean Bar, donde se ve obligada a prostituirse y es explotada junto a sus compañeras (pp. 144-187).

Al salir de la ciudad se instalan en la estancia La Peregrina, en la cual se puede observar la predominancia del credo y moral católica conservadora. Allí trabajarán la tierra, pero pronto tendrán que partir (Mairal, 2012, pp. 209-234). Mientras buscan un nuevo hogar son atacadas por un malón de los braucos, siendo María tomada como cautiva y llevada a su campamento. En esta banda, que está en guerra contra otro grupo conocido como los huelches, prima la violencia de los caudillos/caciques, que tienen muchas esposas y el control de las drogas en el desierto. María logra salir del cautiverio gracias a la negociación de Víctor, amigo de su novio. El intercambio son tres yeguas preñadas (pp. 238-264). En otras palabras, la representación de la ciudad y la pampa están teñidas de opresión respecto a los bienes y jerarquías que se tienen ante el desastre, cuestión que se llevará al paroxismo en las escenas finales, cuando la protagonista regrese a lo que queda de la urbe.

En cuanto al sexismo, este queda evidenciado en reiteradas situaciones, como las miradas y actitudes que su jefe Suárez tiene con ella, razón por la cual pidió ser trasladada a otra oficina (Mairal, 2012, p. 29), o la inseguridad que le provoca refugiarse con un grupo de hombres en un bar cuando queda sola en medio de las manifestaciones (p. 11). En la organización del edificio amurallado nota que las labores domésticas son realizadas por las mujeres, mientras los hombres se dedican a discusiones y apuestas (p. 74). En su departamento (que ha sido modificado completamente, sin tener ya ninguna privacidad) es espiada varias veces mientras duerme, hasta que en un momento es acosada en las escaleras, logrando defenderse con un cuchillo Tramontina que llevaba oculto para tales efectos (p. 76). Más tarde, al abandonar el edificio en busca de su novio, es ayudada por un hombre que la fotografía desnuda sin su consentimiento, imágenes que serán luego exhibidas en un quinetoscopio como pornografía para los marinos del puerto (p. 174). Finalmente, termina trabajando en un bar como prostituta, hasta que el mismo Suárez, su antiguo jefe, quiere pagar por sus servicios. Su negativa despierta la furia del Obispo, su caficho, al que termina asesinando junto a su amiga Catalina, para luego escapar de la capital (p. 183).

Las mujeres solo tienen papel de subalternas. Los empresarios mandan, así como los revolucionarios, médicos, mayordomos, o proxenetas. Una vez sale de la ciudad, tanto en la sociedad agricultora colonial como en la horda nómade de los braucos, las cosas siguen similar, pues en el primer lugar la discriminan por haber sido prostituta (p. 234), y en el segundo, la vuelven una esclava sexual (p. 245). Ya sea en la normalización y encubrimiento del sistema capitalista, en la moral católica conservadora o en la brutalidad explícita, el patriarcado domina.

De esta manera, a través del diseño del mundo ficticio, se traza una invectiva común para ambos territorios, y con ello, para ambos lados de su frontera. Como dice María mientras es llevada por los Ú: “No era tanto el miedo que tenía sino el hartazgo de estar a merced de los hombres... Quería poder decidir qué hacer y qué no hacer. Todos estos hombres me estaban llevando y arreando hacía meses” (Mairal, 2012, p. 274). En consecuencia, en la espacialidad de la narración, hasta ese momento, hay pocos lugares donde las relaciones de género no sean visiblemente desiguales, y cuando esto ocurre es fuera de la ciudad y la pampa entendidas como oposición. Esta construcción narrativa equipara cualitativamente estos lugares y los pone en cuestionamiento. Se presenta como una crítica interna a su dicotomía, que no puede encontrar salida dentro de esa lógica. Esta es la principal deconstrucción que se realiza dentro del esquema binario de civilización y barbarie10. Sin embargo, hay otra crítica que viene de lo exterior a esta configuración espacial, que se sitúa como terceridad y coloca en perspectiva algunas interpretaciones de la novela. No es si no cuando conoce a los grupos cercanos a la selva donde esta condición cambia. Será la puesta en relación con estas corporalidades foráneas donde se encontrarán roles de género más fluidos y los discursos heteronormados disminuidos, así como la posibilidad de articulaciones sociales alternativas a nivel cultural y político.

Una vez es rescatada por los revolucionarios, María comenzará a recorrer territorios adyacentes al río: allí se encontrará con los turíes, quienes ya han olvidado la lengua española (si es que alguna vez la tuvieron) y se dedican a la crianza de ñandúes (Mairal, 2012, p. 268); también con los majois, quienes viven cerca de un lago, son obesos y se arrojan con gran destreza las cosas que necesitan. Se deja sugerido que las mujeres majois tienen algún tipo de relación erótica con los revolucionarios, la cual se da de manera directa, sin mayores miramientos morales y no constituye un conflicto con los hombres de la tribu (p. 270). Más adelante se hablará de los guatos, de los cuales hay menos información: no sabemos la razón exacta, pero están peleando contra los Ú y da la impresión de que tienen el afán de entrar en sus territorios.

Aun siendo breve a nivel proporcional respecto a los sucesos de la ciudad y el desierto, sobre los Ú tenemos, a mi juicio, una nutrida caracterización, la cual ha sido poco ahondada por la crítica. Algo en que concuerdan los que han comentado sobre los Ú es que con ellos se dan los vínculos más armoniosos y felices del periplo de María. Zimmer dice que se trata de un pueblo precolombino, una suerte de sociedad transitoria y no alienada a la cual relaciona con las ideas incipientes de Marx (2013, p. 380). Semilla Durán plantea que este pueblo está en un espacio distante y atemporal, de “origen inmóvil” (2010, p. 341). Dabove y Hallstead señalan que los Ú hablan un guaraní en apariencia puro y que “ninguna de sus costumbres o modos de vida parece guardar memoria de que, alguna vez, hubo algo como la Argentina” (2012, p. XVII). De manera que, aunque ficticios, podrían estar ligados a un remanente de la comunidad original o representar un grupo sincrético de las etnias amazónicas (Dabove y Hallstead, 2012, como se citó en Mairal, 2012, p. 275). Igualmente, María Pérez Gras también identifica ciertos vocablos del guaraní, lo que podría indicar una filiación con dicho pueblo (2018, p. 9). Por su parte, Mercier los relaciona con el mito del buen salvaje y plantea que su estado está “descrito en términos bastante superficiales” (2019, pp. 124), en una lectura que, por sustentarse en y aceptar la ya consabida regresión temporal lineal, tiene ciertos dejos evolucionistas.

Esta tribu está ubicada al borde del río Paraná, posterior al territorio que María denomina ‘el monte’, que ya tiene marcadas características selváticas. La protagonista pasa con ellos un buen tiempo y, pese a que al principio tiene resquemores y ganas de volver a Buenos Aires, decide quedarse como parte de su comunidad. Tienen un sistema de trabajos rotativos, donde todos realizan las labores de subsistencia, con el cual María muestra acuerdo (Mairal, 2012, p. 290). Realizan rituales colectivos para integrar a la joven y para los contactos amorosos. Se señala brevemente que practican la antropofagia con ciertos órganos de sus enemigos (p. 280), cuestión también relacionada con las etnias tupí-guaraní. Toman decisiones basadas en un oráculo, el cual es un misterioso ser mitad hombre y mitad mujer. Tienen la creencia de que cada sexo gestaba a sus hijos, pero los hombres perdieron esta capacidad por su irresponsabilidad con su progenie, por lo que los dioses los castigaron dejándolos sin esta capacidad y guardándola para las mujeres (p. 285). Esto lo recuerdan en la tradición oral, a través de reprimendas que las mujeres hacen a los hombres. Además, han introducido el caballo y son una cultura seminómade, pues establecen un campamento, pero lo cambian dependiendo de la situación bélica o según las condiciones climáticas. Bastante poco se ha hablado de la mayoría de estas características, lo que me dice que este espacio ha sido tomado como algo accesorio y encasillado por medio de algunos conceptos que juzgo como facilistas por la falta de atención a los pormenores.

Cuando María es llevada hacia el asentamiento indígena en las riberas del río, lo primero que nota es que nadie la obliga a hacer nada. Por primera vez, deja de sentir la opresión que la ha acompañado durante todo su camino. Después de un rito donde los Ú ‘tocan música’ con los árboles, se entiende que la mujer pasa a formar parte de la tribu. Sin embargo, la ceremonia incluye que todos los participantes deban pasar por una instancia de dolor: se les coloca una vasija llena de hormigas rojas en alguna parte del cuerpo (p. 277). María trata de escapar, pero la obligan a enfrentar el terrible escozor. Más allá de que no sepamos con certeza la finalidad del ritual, este no tiene nada de apacible, por lo que es un dato más que echa por tierra el carácter bondadoso que se les atribuye a los Ú.

Por otro lado, la tribu está en guerra y no ayudan a los revolucionarios porque les nace intrínsecamente, sino a razón de que ellos también los asisten, por tanto, se trata de reciprocidad. Inclusive, ‘Pereira’ y los otros revolucionarios mueren en las escaramuzas y María queda como la única occidental en la comunidad. Después de una batalla contra los guatos, regresa un solo combatiente, un Ú llamado Mainumbí (aunque también es conocido por otros nombres). Con sus saberes de enfermería, ella ayuda en su curación. La situación de agresión entre pueblos implica que la condición de este espacio no es inamovible ni perfecta: los Ú están sujetos a las mismas reglas que todos los habitantes de este mundo ficticio; no están en una dimensión paralela. Este no es el único hecho narrativo que lo comprueba. Más adelante, como María ya forma parte de la tribu y los dictámenes los dan los ancianos, el cacique la va a buscar, la desnudan sin explicarle nada y todos los integrantes de la comunidad la pintan con una marca roja en algún lugar de su cuerpo. La arriesgan, de hecho, como una suerte de arma contra los guatos, lanzándola a la batalla montada en un caballo. Los cabellos rojizos y su cuerpo lleno de manchas coloradas hacen creer a los enemigos que María es una emisaria de la peste, por lo que estos salen despavoridos (pp. 283-284). En otras palabras, su aceptación en la tribu está más ajustada a un quid pro quo que a un dar sin condiciones de parte de los ‘maravillosos e ingenuos’ indios. Al regresar, luego de la exitosa táctica, Mainumbí lava todo el cuerpo desnudo de María sin ninguna lascivia: “sin lastimarme ni manosearme, como si lavara a un chico o a un animal” (p. 284), dice ella.

Esta última escena servirá como introducción a una de las principales diferencias que se marca en este espacio respecto a los otros dos. Como dije, existe una isotopía clara respecto a la violencia machista en el espacio de la ciudad (incluso cuando la intemperie no ha llegado) y el desierto, sobre todo en el ámbito sexual. La forma de cortejo en los Ú se da a través de ofrendas que, de ser aceptadas, se concretan en un ritual colectivo de contacto entre los pretendientes, a través de experiencias de unión física y simbólica. Cito en extenso:

Nos hicieron beber a Mainumbí y a mí un cuenco entero de chicha, me hicieron pegarle a él con una vara lo más fuerte posible en el culo (le quedó varios días la marca), nos hicieron levantar cada uno en peso al otro, nos unieron cadera con cadera y nos pintaron con uruku [el colorante natural con que la pintan anteriormente] una diagonal roja que empezaba en la cicatriz de su pecho y caía atravesándome el ombligo, nos hicieron escupir dentro de una rana amarilla que tenía cuatro ojos, y por último nos acostaron a dormir en una misma canoa que flotaba sujeta a unas raíces de la orilla.

Sin embargo no fue hasta tres días después, durante el zumbido de la siesta, que Mainumbí me hizo entrar con él en el monte. Hizo una cama de hojas grandes. No me forzó. Me besaba y se detenía, invitándome, con una mezcla de timidez y valentía. Tenía diecisiete años y yo le sacaba casi una cabeza de altura. Esas siestas a la sombra se repitieron y se fueron alargando. En los descansos nos quedábamos tendidos boca arriba mirando pasar los monos sobre las cúpulas verdes, hablando poco, sin mirarnos, haciendo la «rana de cuatro ojos» que era simplemente mirar pasar la vida de a dos. Esa felicidad quedó oculta tras la espesura del monte.

Estoy casi segura de haber estado embarazada de Mainumbí, pero tuve al poco tiempo un aborto espontáneo. Sólo Apo se dio cuenta al verme llorar y sangrar. Me hubiese gustado tener una hija o un hijo de Mainumbí. Estuve varios días sin moverme de la hamaca y nadie me molestó (Mairal, 2012, pp. 287-288).

La valoración positiva que María experimenta en relación a los Ú se hace patente en este fragmento. Como se puede observar, las relaciones románticas involucran a toda la comunidad, que celebra y le da un sentido particular al lazo entre la pareja, mediante acciones coherentes con sus creencias (el castigo de las mujeres a los hombres por la irresponsabilidad con su progenie se reproduce una vez más). Se genera apego físico de diversas maneras, todas en las cuales María está a la par de Mainumbí o incluso sobre él. Lo mismo sucede cuando intiman sexualmente, pues se da de manera horizontal y consensuada. No a través de una transacción monetaria (como con su ex jefe), no aprovechando una debilidad de ella (como con el fotógrafo), ni tampoco por la fuerza (como con el atacante en la escalera o los jefes braucos).

Antes de pasar al siguiente espacio, que son las ruinas de Buenos Aires, cabe hacer algunas acotaciones. Es cierto que el tiempo que María pasa en esta comunidad es una pausa dentro de las miserias a las que la situación catastrófica la ha sometido, pero de allí a proponerlo como un lugar idílico y extemporáneo hay bastante trecho. Los Ú no son necesariamente pacíficos, pues pelean para defender su territorio. No obstante, ritualizan su paso al combate atravesando sus arcos, acción que también hacen cuando salen de caza y que, según la apreciación de María, “[p]areciera meterlos en otra dimensión, una zona más violenta, donde eran capaces de matar de un zarpazo” (p.284).

En este sentido, es sintomático que, cuando se habla de la trayectoria de María, algunos críticos parezcan haber olvidado por completo la influencia de este espacio en la constitución afectiva de la protagonista. Se habla en general de que su condición siempre empeora, de que se degrada como persona y pierde su dignidad (Areco, 2016, p. 47; Campisi, 2019, párr. 9). Por supuesto, hasta antes de entrar en el río, estas afirmaciones podrían ser pertinentes, pero no cuando ya está conviviendo con los Ú, pues, como he señalado, es tratada como una igual, dentro de lo que permite la diferencia cultural. De hecho, María tiene que respetar, como todos los de la tribu, a los ancianos y el oráculo. Ella quiere permanecer con ellos, y le dicen que podrá hacerlo si es que acompaña, en función de traductora, a la expedición que envían hacia el sur, por lo que parte junto a Mainumbí y otros indígenas (Mairal, 2012, p. 291).

Cuando se acercan a la ciudad son emboscados con armas de fuego por los sobrevivientes que se alojan en la Torre Garay, el único edificio que queda en pie, y donde se practica un canibalismo que no tiene nada de rito, que es pura depredación ejercida por los más fuertes, vale decir, los que tienen los medios materiales (armas, refugio) en esta situación. Escenas que hemos visto en varias obras literarias y audiovisuales de tinte apocalíptico, solo que aquí, de manera claramente simbólica, se ubica, como señala Campisi, en “el ethos neoliberal representado en Baitos (socio de la firma) convertido en caníbal” (2019, párr. 3). En consecuencia, es en el final, en lo que queda de civilización, donde está puesto el horror más grande de la narración, aunque no sea el que afecte directamente a la protagonista. Los ‘barbudos’ se comen a Mainumbí y amenazan con hacer lo mismo con ella, pero al final la suben a una embarcación cuando el edificio comienza a derrumbarse. Finalmente, los ocupantes escapan y se embarcan en naves a vela con rumbo desconocido, del cual solo podemos inferir que, en el caso de María, podría ser Irlanda.

En definitiva, la trayectoria de la intemperie merma la civilización y la pone en el mismo estatuto que la barbarie. No obstante, cabría preguntarse si más bien no devela que estos dos discursos siempre estuvieron de la mano: el machismo y el capitalismo estaban (y están) en la urbe, con o sin intemperie. Todos los traumas históricos que aparecen en la tan mentada regresión temporal de la novela (que como dije ocurre, pero no es lineal) son parte de la lógica binaria de este discurso, más allá del abandono institucional del Estado: la desigualdad entre centro y periferia existían desde antes de la crisis de 2001, y pensar lo contrario se acerca peligrosamente a la ingenuidad o a una inconsciencia de lo que ocurre donde no ponemos atención. Desde esta perspectiva, los territorios hegemónicos de la nación son descentrados, ‘periferizados’, si se me permite la expresión.

Al mismo tiempo, y como consecuencia de la intemperie, está la trayectoria del cuerpo de María. Sus desplazamientos, como afirman Dabove y Hallstead, son “forzados, accidentales, erráticos... [y debido a esto] ella deviene una persona sin afiliación geográfica, casi sin nombre, sin lugar a donde <<volver>>” (2012, pp. XXVIII). Su viaje va disolviendo su subjetividad previa, lo que puede observarse en sus reflexiones, cuando ya se ha acostumbrado a su transformación obligada y no quedan arraigos distinguibles en su realidad, sintiéndose incluso extraña de decir su nombre, como si desapareciera (Mairal, 2012, p.254). Habría que pensar en si algo similar sintieron y sienten los integrantes de muchos pueblos -no solo en Argentina- que tuvieron y tienen que desplazarse para sobrevivir gracias al avance del ‘progreso’.

En el relato de María se reflejan una “serie de linajes” (Bonacic, 2015, p. 118) del imaginario nacional resguardados en la memoria. Sin embargo, María también aprende algo de la lengua de los Ú, de las costumbres de los braucos, además de tener una filiación con lo anglosajón. Por tanto, su identidad es “siempre compleja y mestiza” (Pérez Gras, 2018, p. 10). Semilla Durán la identifica con una figura inversa de la Malinche, por sus funciones de traductora en el final del relato (2010, p. 332), y en una lógica similar, Campisi nos dice que en el desenlace es a la vez “una traductora de la tradición literaria, una archivista que tiene que desempolvar relatos de origen, una cartógrafa que traza nuevos mapas de filiación en un momento cultural caracterizado por el augurio de diversos finales” (2019, párr. 16). Por otro lado, Areco sugiere que María es una suerte de “neopícara” (2016, p. 47), debido a las dificultades que tiene que sortear para sobrevivir a la catástrofe. Zimmer, por su parte, piensa que el relato podría entenderse como un “bildungsroman rebobinado” (2013, p. 374).

Considerando estas ideas, mi impresión es que su trayectoria se configura como un relato de formación decolonial. Si bien el final es pesimista frente al destino de la sociedad americana, en la novela se deja entrever una salida, un desprendimiento existencial corporalizado en el traumático recorrido que ella tiene que padecer para encontrar un espacio donde tener un mejor (con)vivir. Una vez lo logra, su deseo de permanencia es truncado por las decisiones de los líderes de la tribu, pero sobre todo por los prepotentes capitalistas, quienes raptan a una María que ya había decidido a qué lugar quería pertenecer. Así, en vez de terminar con los Ú -deseando desprenderse de las lógicas de los espacios anteriores- María se transforma en una exiliada sobreviviente sin habla, que luego se recupera y es capaz de contar su testimonio. Y, aun así, con su destino malogrado, cinco años más tarde y en tierras con un océano de por medio, María resiste en su lenguaje, en el misterio de qué rasgos de su travesía guardó y cuáles no; en otras palabras, en la micropolítica de su irreductible opacidad (Glissant, 2017, p. 220).

Los estragos del proyecto civilizatorio: recorridos liminares hacia la construcción de una comunidad fronteriza

Las aventuras de la China Iron está narrada por Josephine Iron Star y Tararira, una muchacha - en un principio, pues su expresión de género varía - que habita en las pampas del siglo XIX y quien, como María, cuenta su historia (literal y literariamente) desde un punto avanzado de su trayectoria, cuando ya es parte de una comunidad llamada los Iñchiñ. En el comienzo de su relato ella es solo conocida como la ‘china’, un nombre genérico que luego es adoptado junto a los demás como propio. Es la esposa adolescente de Martín Fierro, el famoso gaucho cantor, quien es enrolado en el ejército para la campaña de conquista del desierto. Desamparada, la china decide dejar a sus hijos a cargo de una pareja de ancianos y luego, junto a un perro que conoce en el camino, subir a la carreta de Elizabeth, una joven escocesa en busca de su marido, quien venía hacer posesión de unas tierras que compró para hacer una hacienda en la pampa cuando es llevado erróneamente por la leva. Las dos mujeres y el can se encontrarán con un cuarto integrante (aparte de los bueyes que tiran del vehículo), un gaucho llamado Rosario, con quien congenian. Juntos recorrerán el desierto hasta llegar al fortín, donde un tal coronel Hernández -entidad inter-mundo (Doležel, 1999, pp. 36) que refiere al autor del poema de Martín Fierro- dirige un proyecto de colonización del territorio barrido por los militares. Después de algunas jornadas allí, deciden abandonar el lugar para internarse aún más en la llanura, hasta llegar a Kutral-Có, donde conocen a un grupo formado principalmente por indígenas, pero también por occidentales. Será allí que, ante la inminente llegada de los soldados argentinos, la comunidad decida migrar hacia el norte, en busca del río, al cual se adaptan y conviven con sus habitantes, evitando a los invasores mediante el constante movimiento en que se mantienen gracias a sus embarcaciones, ocultos en la densa niebla selvática.

En este caso, seguiré los mismos criterios metodológicos y de exposición que en el anterior (una mixtura sobre los dispositivos modeladores y los agentes vectoriales de la espaciotemporalidad literaria), pero me centraré principalmente en los puntos que me permitan enlazar reflexiones con la novela anterior.

Se pueden distinguir varios espacios de relaciones estables en la novela, pero la mayoría de ellos están subsumidos geográficamente en la pampa, que toma varias formas. No obstante, la fuerza modeladora hegemónica es la del Estado, pues el contexto de la guerra por los territorios ‘no civilizados’ puede notarse en las cada vez más constantes referencias a las osamentas de los habitantes anteriores (Cabezón Cámara, 2018, pp. 35, 41, 83) de este espacio, los indígenas pampeanos (tehuelches, puelches y ranqueles, entre otros). Este poder será el principal causante, como la intemperie, del desplazamiento de los personajes de la narración, e incluso el fortín, único espacio fijo en el relato, ha sido formado como punta de lanza de su ideal de dominación.

Al igual que en la novela de Mairal, en esta obra se trabaja con sucesos reconocibles en el relato nacional argentino. En este caso, más que un enrarecimiento de la temporalidad dentro del mundo narrativo, se utiliza el mecanismo de la digresión histórica, vale decir, la ucronía. Pérez Gras (2021) afirma que la novela utiliza esta forma de tiempo especulativo para trabajar sobre el trauma de la frontera interior entre civilización y barbarie, tomando un desvío desde un punto significativo (o ‘punto Jonbar’) para iniciar un tiempo alternativo y contrafáctico al de la historiografía. Jaroszuk (2021), por su parte, propone que mediante una constelación de elementos de su diseño la novela parece “salir de la historia entendida cronológicamente, proponiéndonos una excursión hacia lo momentáneo del acontecimiento, hacia la figuratividad rebelde frente a las exigencias de lo temporal” (p. 367), la cual estaría representada por el imaginario de la comunidad del final, en el río. En otros términos, Portela piensa que el desarme de las fronteras rígidas de la literatura decimonónica que se realiza en la narración genera el desplazamiento de la percepción distópica del mundo del indio, dando paso a una mirada que indaga sobre el pasado como “un antagonista que permite reformular el presente” (p. 46). En resumen, el modo ucrónico no solo ‘retorna’ al pasado para cambiar ficcionalmente el futuro, sino que genera una imagen dialéctica respecto a los hechos que sabemos venideros. En esta lógica, por ejemplo, la especialización de los trabajos, uno de los elementos con que el coronel Hernández pretende ‘civilizar’ el desierto, podría perfectamente verse como una anticipación de la tecnificación agropecuaria de las pampas argentinas (con todas sus consecuencias tóxicas en torno a la optimización de la producción).

Siguiendo con el análisis espaciocorporal, en un principio se observa el emplazamiento de las tolderías, donde la china, posible huérfana de algún patrón hacendado con una extranjera (Cabezón Cámara, 2018, p. 64), es propiedad del Negro, quien la pierde contra Fierro en una partida de truco. Criada por la Negra, pareja de su dueño, es maltratada constantemente en su niñez por su cuidadora, quien la agrede por ser una carga y por envidia de un posible origen europeo, además de los celos que le tiene cuando ve los acercamientos sexuales que su esposo le hace en su reciente adolescencia (p. 12-13). Su casamiento obligado -y a temprana edad- es algo naturalizado por la hegemonía machista de la época. El único momento feliz que tiene es justo antes de casarse, cuando la muchacha conoce el amor con otro huérfano, un indio llamado Raúl, al cual Fierro da muerte por celos: ella cree, en un principio, que son celos hacia él (p. 76), pero en realidad son hacia ella. Como sabremos más adelante, el muchacho era amante de Fierro, y este lo asesina por miedo a que cuente sobre su homosexualidad (p.159), lo que da clara cuenta de las consecuencias del dominio patriarcal en el lugar.

Cuando queda libre de Fierro, Josephine se vincula con personajes diversos, destacando en ellos su alteridad cultural y de especie. Estas relaciones por lo general son beneficiosas, sobre todo en contraste con lo anterior. El perro es bautizado Estreya, y con “su brillo” (Cabezón Cámara, 2018, p. 11) inspira a la china quien, siguiendo su ejemplo, encuentra un hogar en la carreta de Elizabeth. En un principio esto podría parecer anecdótico, pero el perrito ‘luminoso’ tendrá bastante protagonismo y con él la china tendrá su primera relación de cariño y consideración mutua. Más adelante veremos que este vínculo anuncia un ethos respecto al trato con los animales, cuyo desarrollo es posible de rastrear en el relato. Por ejemplo, Liz también tiene una muy buena relación con el perro, y el apego que este genera con Rosario (p. 48) es para ellas una señal que termina afianzando la entrada del gaucho a la cofradía.

Liz tiene un trasfondo bastante distinto al de la china: hija de campesinos, casada con un marino con quien tiene el plan de hacer negocios en América llevando vacas escocesas a la pampa (Cabezón Cámara, 2018, p. 44). Aunque Jose deja entrever que a Liz le disgusta que le digan ‘inglesa’, la europea sí está identificada, en un principio, con el Imperio Británico. Con ella la china tendrá una relación de confianza y complicidad en general. Al poco avanzar, se bajan en una ladera del río y ocurre el bautismo: toman un baño y Liz le propone cambiar de nombre. En ese momento asumirá su identidad como Josephine Iron Star, con aporte principal del inglés de Liz, con el cual se modifica el apellido de Fierro y agrega el nombre de Estreya, a quien hace homenaje y con ello muestra su relevancia afectiva. Además de adoptar socialmente el masculino Jose, en el futuro del relato (pero en el presente de la escritura) ella es además Tararira, por lo que su nombre resulta un “crisol cultural” (Cupertino Belleze, 2020, p. 6)11.

La mirada de Jose está llena de curiosidad y minuciosidad, así como de empatía por todo lo que le rodea. Esta visión comprensiva de la joven se deja ver cuando decide probar las distintas perspectivas que tiene a su alcance:

caminé en cuatro patas mirando lo que miraba Estreya, el pasto, las alimañas que se arrastraban por la superficie de la tierra, las ubres de las vacas, las manos de Liz, su cara, los platos con comida y toda cosa que se moviera. Apoyé mi cabeza en las cabezas de los bueyes y me puse las manos al costado de los ojos y vi lo que ellos, sólo lo que quedaba justo adelante, la rastrillada y el horizonte incierto de su esfuerzo (Cabezón Cámara, 2018, pp. 31-32).

Toda esta atención detallada tanto a lo exterior como a lo interior (de los espacios físicos y cognitivos) da una impresión de saturación que se ha asociado con el neobarroso perlonghiano (Fandiño, 2019, p.49), cuestión que me parece pertinente y que aquí está apoyada por una verosimilitud relacionada con la infancia.

Al principio Liz acoge a Josephine en la carreta (espacio móvil y semiabierto) y luego le traspasa conocimientos que ella absorbe, pero que también cuestiona. En la carreta se darán lazos más ecuánimes que en las tolderías pues, aunque Liz venga con todos los artilugios y saberes británicos, su pedagogía con Jose no es la de la imposición, sino la de una entrega cariñosa y recíproca (aunque Liz no reconozca explícitamente la influencia de Jose o Rosa sobre ella, sus acciones muestran la variación de su ética). No la obliga a aprender el idioma, sino que se presentan el español y el inglés mutuamente. Aunque la mayoría de las interacciones entre ellas son armoniosas, sí existen ciertas discusiones y conflictos. Es cierto que se presenta una asimetría desde el lado etnocéntrico europeo de la frontera, sin embargo, también existe crítica sobre el mismo (Cabezón Cámara, 2018, pp. 26-27 y 52-53). Hay algunos sesgos de dominación en Liz, pero no es su impronta principal. Por su parte, Jose tampoco es sumisa, sino que sabe cuándo discutir y cuándo otorgar.

Esta horizontalidad del espacio de la carreta se acentuará con la llegada de Rosario. Aunque la actitud de Jose y Liz es defensiva cuando el gaucho aparece entre una marea de vacas salvajes que él mismo fue reuniendo por la pampa, su disposición, como se podrá ver con los indios de Kutral-Có, podría ser descrita por la secuencia contemplación-participación. No hay iniciativa violenta si es que no la hay del otro lado. Rosario no es un gaucho cualquiera, sino uno cuyas actitudes, conforme avanza el relato, se pueden asociar a su ascendencia mezclada con indios guaraní. Para hacer un asado sacrifica a un ternero, pero le pide perdón a la madre (Cabezón Cámara, 2018, p. 45). Además, viene desde antes cuidando a otro ternero huérfano, al que llama Braulio. Igualmente, Rosario tiene una conexión muy fuerte con los caballos, a los cuales es capaz de montar y fidelizar mediante su comunicación, hablándoles y tratándolos con compañerismo más que ‘domándolos’ (p. 70). Estas características son bien ponderadas por Jose y Liz, quienes aceptan su compañía.

En el recorrido que realizan juntos se observan ríos, fauna y vegetación típica de la zona, cuyas descripciones son omnipresentes en la expresividad desbordada de Jose. La riqueza en cantidad y variedad que se plantea en el texto en cuanto a especies y elementos del paisaje dista bastante de lo que en otras representaciones se entiende o se enfatiza como primordial del desierto, sobre todo en el discurso sarmientino: la ausencia de elementos o la reiteración de los mismos (Jaroszuk, 2021, p. 374). Además, como dije anteriormente, la aparición de cadáveres de los indígenas es progresiva, sobre todo al llegar al fortín, donde la forma de las relaciones cambiará, pues acceden nuevamente a los elementos sedentarios de la civilización y deben respetar las jerarquías impuestas por Hernández.

Todavía circunscrita a la pampa, la fortificación tiene un diseño amurallado con separaciones internas funcionales. Sus límites exteriores son claros y se marcan con una zanja que los mismos gauchos enlistados deben contribuir a cavar, como si se quisiera grabar el modo de fronteridad que tendrán que experimentar desde ese momento (Cabezón Cámara, 2018, p. 105). El diseño da a entender el posicionamiento ideológico del coronel Hernández, su creador. Se trata de un espacio opresivo, de convenciones rígidas y tradicionales, donde mujeres y hombres deben estar separados y no está permitida ni la homosexualidad ni la promiscuidad, pues el foco está en el disciplinamiento de los cuerpos. Se aplica un modelo de industria pastoril, el que consiste en la especialización de las labores, basado en un sustrato teológico de corte protestante, donde se infunde el temor a Dios y el trabajo obligatorio. Sin embargo, todo esto encubre un sistema de esclavitud, ya que se tortura o mata a los gauchos si violan alguna regla y se les priva de su paga, con la justificación de invertir más en el proyecto civilizatorio de las pampas, en educación y viviendas para ellos mismos. Es el único lugar donde veremos este tipo de estructura, pues se trata de un espacio que pretende explícitamente ser bastión de avance sobre el territorio indígena, o como dice fálicamente Hernández: “la punta de lanza de la nación, el progreso penetrando el desierto” (p. 106).

En el fortín los movimientos del grupo se verán constreñidos, pues tienen que sostener la mascarada de vivir acorde a normas más o menos similares a las de su anfitrión. Estreya ha tenido que quedarse durmiendo afuera, siendo además dañado por otros perros de la hacienda, lo que llena a Jose de remordimiento y le promete que nunca más pasará (Cabezón Cámara, 2018, p. 124). Rosario expresa su desagrado por lo que está viendo en este lugar, como la desarticulación de los trabajos tradicionales de los gauchos, la prohibición de andar con más de una mujer, la obligación de la gimnasia o la limpieza (p. 104). No obstante, el coronel Hernández está encantado con Liz, quien ahora cambia los pantalones y botas de viaje por vestidos largos y modales refinados. Aunque pareciera disfrutar al menos estéticamente -al igual que Jose- de estas maneras, no mostrará luego interés en replicar o unirse al proyecto. Es más, mientras por el día escucha con la mayor atención y aprobación las grandilocuentes explicaciones sobre el lugar que les da el coronel, por las noches -una vez este yace ebrio e inconsciente- se lleva furtivamente a Jose a su cuarto, donde profundizan la relación erótica que ya había tenido sus primeros atisbos en la carreta (pp. 95-96).

Al final el grupo se mostrará subversivo, pues abandonan el lugar después de romper radicalmente sus reglas, pero de una manera en que no salen afectados. La posibilidad de que Liz apoye realmente a Hernández se desmiente en sus acciones, pues ella es artífice del plan para sembrar el caos en la hacienda. La idea es hacer una gran fiesta en la que alcoholizarán a todos y darán oportunidad a que una veintena de gauchos baqueanos seleccionados por Rosario puedan escapar, con el objetivo de formar una comunidad más libre en las tierras que compró Oscar, el marido de Elizabeth. Cual femme fatale, ella aprovecha lo que sus encantos femeninos pueden sacar de Hernández12. Toda vez que él recibe lo que esperaba, ya que en la fiesta se da a entender que intiman sexualmente (Cabezón Cámara, 2018, p. 127), el poeta militar le da a Liz no solo insumos para su viaje y recomendaciones para tratar con los indios, sino también un gran anillo de diamantes. Josephine, por su parte, aprovecha la orgía en que se convierte la celebración para experimentar su sexualidad con otras chinas y gauchos “putos” (p. 129).

Es en el desparpajo erótico que se da en esta escena se desvirtúa la rigidez discursiva del proyecto civilizatorio, puesto que los cuerpos se funden transgrediendo el puritanismo, tanto en lo que respecta a la obligación de la castidad como de la heterosexualidad. Se interrumpen los códigos del matrimonio y de la mononorma. La promiscuidad permite el deslizamiento del poder establecido, dando paso a un momento carnavalesco, donde las fronteras sexuales se desdibujan. Esta temporalidad del desborde es, a su vez, contraria a la cronología organizada de la productividad capitalista, que asemeja el fortín a la composición de la ciudad latinoamericana, en el sentido de su diseño centralizado y articulado para la producción colonial.

A nivel narrativo, la salida del fortín conlleva algunos hitos importantes. El primero es bastante similar a lo que ocurre con el binomio ciudad/pampa en El año del desierto: cuando se contrastan los espacios anteriores con los que vendrán después, estos quedan igualados en ciertas configuraciones descriptivas. Aunque ambos estén instalados en una geografía similar, representan -respectivamente- lo que es barbarie y civilización en el mundo ficcional. En primer lugar, la heterotopía del proyecto de Hernández funciona como una idealización instrumental de lo urbano en el desierto, mientras que las tolderías son una periferia creada por el avance del Estado argentino y el poblamiento precarizado de los territorios. Ambas son caras de la misma moneda y son signadas argumentalmente con aspectos del discurso colonial, patriarcal y capitalista. Lo que vendrá será bastante distinto, igual que ocurre con los Ú en la novela de Mairal. En segundo lugar, es aquí donde se consolida la expansión de la red de agentes, ya que se suman los gauchos liberados con quienes se integrarán, a la vez, a la comunidad que encontrarán a continuación. En consecuencia, es el momento en que comienza a afianzarse un protagonismo colectivo en la narración, un ‘nosotros’ que va explicitándose cada vez más en el relato de Josephine. Por último, al pasar más allá del fortín, el grupo entra en el territorio aún no occidentalizado, saliendo, al menos por un tiempo, de su poder modelador del espacio.

Una vez fuera del reducto, el grupo se interna aún más en la pampa, hasta llegar a la región húmeda, donde se deshacen de la mayoría de las cosas que traían en la carreta (necesitan disminuir peso para moverse en las tierras barrosas y llenas de surcos hechos por los caranchos). Es importante este desprendimiento de los objetos que traen consigo: el terreno dificulta el acceso, imponiendo una nueva espacialidad, donde lo civilizado comienza a perder utilidad. No hay que olvidar que Liz se preocupaba de que el polvo no entrara en la carreta y que le aterrorizaba ser devorada por el desierto (Cabezón Cámara, 2018, p. 19). En cambio, aunque hay un argumento de orden pragmático, esta decisión puede ser entendida como una metáfora de su propia transformación, una que la lleva a cambiar su jerarquía de valoraciones respecto a los objetos de su cultura primigenia, cuestión significativa para comprender su trayectoria en el desenlace.

Luego de liberarse del sobre equipaje, el grupo llega a un lago, donde se encuentran con muchos toldos y fogones, sin que puedan distinguir uno más importante que el otro. Aquí están los ‘indios’, con quienes hacen contacto de manera bien particular. Quienes salen a recibirlos se acercan cantando (lo mismo venía haciendo el grupo antes, cuando solo intuían que alguien los observaba) hasta que se funden en un abrazo que luego se transforma en erotismo. Los ‘locales’ están celebrando el verano, por lo que los invitan a compartir comiendo, bailando y consumiendo hongos alucinógenos, con los cuales se conectan con diferentes entidades del entorno, como el lago mismo, el puma y la tararira, pez cuyo nombre Jose adoptará. La vinculación toma en primera instancia la forma de una inmersión: se bañan en el lago y practican sus rituales, experimentando su cultura en diferentes aspectos (pp. 153-154). Lo que se aprecia es el deseo de conocer y amar la alteridad que los recibe hospitalariamente.

Si bien existe un sustrato mayoritario indígena, esta comunidad está conformada por identidades diversas. Un elemento transversal de sus integrantes es su condición migrante: todos, desde los aborígenes, pasando por científicos europeos, cautivas, desertores de la guerra, gauchos anarquistas y los elegidos que escapan del proyecto de Hernández, están fuera de sus territorios ‘originarios’. Los indios dicen tener una ascendencia selknam, pero han recorrido la Patagonia y se han mezclado con otras etnias, como los tehuelches y los winkas, desde hace mucho tiempo (Cabezón Cámara, 2018, p. 152). Muchos saben leer y escribir, y aunque reivindican su pasado ancestral, no hay en ellos una noción de pureza en el sentido esencialista. Su constitución no tiene que ver con algo racial o étnico. Por tanto, no pueden ser comprendidos desde una perspectiva autóctona de territorialismo fijo, sino de una conexión entre la llanura, el monte y el río. Sus criterios de afectividad guardan mayor relación con ciertos modos de vida o con la existencia de un enemigo común, aunque esto último no es suficiente, pues dicen que nunca podrán confiar realmente en los argentinos exiliados de la República (pp. 156-157). En definitiva, son los que están al margen del Estado y la cultura civilizada, aquellos que practican o desean otras formas de convivencia.

A partir de esta pampa orillar habrá cambios significativos en el grupo. En primer lugar, Josephine declara que esta es su “nación” (Cabezón Cámara, 2018, p. 156). Esta tribu no tiene divisiones como las del fortín: mujeres y hombres pueden elegir libremente sus inclinaciones sexoafectivas y hacer las tareas que más les gusten o para las que se sientan más aptos, como ocurre en ambos casos con la india Kaukalitrán, quien tiene un amorío con Jose y es guerrera de la tribu (pp. 165-166). Con el advenimiento del otoño, también se hará cada vez más inminente la llegada de las tropas argentinas. El anuncio velado de “[l]o que faltan son armas” (p. 171) implica la conciencia de la desventaja respecto al poder militar del enemigo. Esta situación marca el comienzo de varios parlamentos en los que la comunidad va formando la decisión de movilizarse hacia el noreste, en busca del río. Ya con el nombre de Iñchiñ (‘nosotros’ en mapudungun) avanzan hacia lo desconocido, porque ninguno es habitante nativo del Paraná.

Al llegar al río las relaciones se vuelven aún más horizontales, pues la identidad mayoritaria -que es la de los indios- se mantiene, pero también se permea de los atributos de los nuevos integrantes, en una dinámica de cocreación intercultural en la que se da a entender que todos participan. En cuanto a lo lingüístico, se puede observar en el discurso de Jose la adopción cada vez más acentuada de una cantidad significativa de vocablos del mapudungun y el guaraní, que se suman al conjunto previo de español e inglés. Por otro lado, los Iñchiñ aplican sus conocimientos a este contexto geográfico, construyendo wampos para remontar las corrientes. Respecto a los objetos, los wampos, dice Oscar, son balsas “pretty much better tan ours” (Cabezón Cámara, 2018, p. 175). No obstante, utilizan tul comprado por Liz en la ciudad para hacer mosquiteros, lo que muestra las cualidades de mezcla heterogénea con que los Iñchiñ se configuran, aceptando lo que puede serles útil para sus objetivos de transformación. Por ejemplo, en varios momentos se plantea que podrían hacer la ‘ñoñairo’ (guerra) si es que tuvieran armas (p. 170), pero ante la ausencia de estas toman otro camino: la internación en las profundidades recónditas del río.

Las características idiomáticas y materiales de los Iñchiñ dejan patente una configuración cultural que podría interpretarse metafóricamente como la incipiente aparición -en el contexto temporal del relato- de lo que Homi Bhabha (2013) entiende como ‘cosmopolitismos vernáculos’, esto es, una subjetividad situada en la “intersección de distintas tradiciones culturales, revelando formas híbridas de arte y vida nunca antes vistas dentro de los mundos discretos de las culturas o lenguas únicas” (p. 93). Se trata de un pensamiento que comprende lo global desde la perspectiva minoritaria, basada en el derecho a la igualdad en la diferencia, donde la emergencia de grupos “tiene menos que ver con la afirmación o el reclamo de autenticidad de determinados orígenes e ‘identidades’ que con prácticas políticas y elecciones éticas” (p. 98).

En este nuevo espacio los Iñchiñ tienen una distribución del tiempo que difiere fuertemente a la del capitalismo neoliberal: él énfasis está puesto en la consecución del ocio, la creación y el desarrollo de habilidades atléticas. Para ello, tienen un sistema de labores que permite que las necesidades básicas se cubran trabajando en una rotación de un mes por tres de descanso (Cabezón Cámara, 2018, p. 178). No se eliminan las jerarquías, pero su asignación es otorgada por el colectivo de manera alternada y por periodos acotados, de manera que todos alguna vez tengan que ser jefes: “en tiempos de crisis mandan y hay que aguantarlos hasta que pase” (p. 181), dice Jose. Se trata, por tanto, de una movilidad física y política hacia una organización participativa y vinculante. La práctica del desplazamiento también es diferente a la anterior, coincidiendo con el nuevo modo de vida del colectivo: si con la carreta penetraban junto a los objetos civilizados en el desierto (nomadismo en flecha, similar al del fortín), al llegar al río el movimiento es de habitación más que de apropiación, conformándose en un nomadismo circular que “vira a medida que las partes del territorio se van agotando” y cuya función es garantizar con sus trayectorias la “sobrevivencia de un grupo” (Glissant, 2017, p .46).

Reubicados en el Amazonas, los wampos - cuyo origen es selknam y mapuche - servirán para movilizar a toda la comunidad y volverla indetectable. A la vez, con ellos cambiarán las condiciones de los animales, pues una vez instalados son llevados por la tracción humana, usando remos y cuerdas, y ya no mediante su explotación. Cuando se desplazan por el río, Jose cuenta que Rosa va “calmando a las vacas y los buenos mansun que ya no cargan nada y gozan de la misma vida leve que todos, Iñchiñes también ellos” (Cabezón Cámara, 2018, p. 182). De hecho, hacia el final no hay más alusiones a su uso como alimento, que son referidas en varias ocasiones en los otros espacios. En cambio, sí se habla de las formas de plantación en las balsas, e incluso de la cruza de especies vegetales (p. 178). Esto concluye la configuración descriptiva sobre el trato con los animales y el entorno en general, donde observo en un principio algunas jerarquías naturalizadas, que luego derivarán en una relación más respetuosa e igualitaria.

Continuando el enlace con lo ucrónico, los Iñchiñ articulan con mayor fuerza el efecto hipotético de este modo ficcional, pues en la narración se representa una comunidad posible - no hay certeza de que no haya existido alguna similar - que termina ocultándose en los afluentes del Paraná. “Hay que vernos, pero no nos van a ver” (Cabezón Cámara, 2018, p. 185), dice Josephine, casi al cerrar su relato, sugiriendo la posibilidad de que aún estén allí, con otros nombres y tradiciones, en el interior del Amazonas (recordemos que dicen que subirán al norte, mezclándose con los guaraníes). En este sentido, este último espacio es el reivindicado por la subjetividad narrativa y produce una especie de anacronismo, donde se yuxtaponen el contexto del siglo XIX con valores de la actualidad, ya que se presenta a los Iñchiñ como un grupo que construye su vida de modo contrahegemónico. Se los presenta como una pulsión de escape al discurso dominante en un momento histórico fundamental, en el cual se consolidaba la colonialidad de los estados nacionales en los territorios americanos, cuando estos todavía no se habían expandido de la forma en que han hecho hasta nuestra época.

Como se puede observar, la forma de pensar y vivir de los Iñchiñ no tiene un afán de conquista, sino de integración en el territorio. La fiesta y los rituales con hongos, además de la labor de Rosario como embajador -mediante su sapukái- construye una relación de amistad con los guaraníes. Cabe destacar que el grupo se diferencia explícitamente de los habitantes autóctonos del río. Se habla de ellos como una alteridad con la que están haciendo tratativas, negociaciones que terminarán en “nuevos parentescos, en un Nosotros engordado” (Cabezón Cámara, 2018, p. 176). Sin embargo, se reconocen como una cultura particular, no asimilable ni confundible con los habitantes que estaban antes en el río. Si bien no erigen una separación radical con ellos, sí lo hacen, por el contrario, con los patriotas occidentales. Aquellos que han decidido formar parte de los Iñchiñ tienen claro que han sido puestos al margen por el proyecto civilizatorio, que son considerados indeseables, desechables. Por muy británicos que sean Liz y Oscar, si pelearan con los militares, es muy probable que los mataran también. En efecto, esta es la razón por la que se mueven por los afluentes del gran río - los ‘ysyry’- evitando los lugares por donde suelen moverse los argentinos y los uruguayos con sus máquinas de guerra (p. 177). En otras palabras, algo queda bastante claro: no aceptarán a cualquiera como parte de su ‘nosotros’, no compartirán con quienes quieran violentarlos. Por la misma razón es que se mueven ocultos por la niebla, sigilosos y precavidos ante “sorpresas desagradables” (p. 182).

Me parece importante considerar esto, puesto que algunos críticos han tendido a idealizar las características de los Iñchiñ diciendo, por ejemplo, que se trata de una comunidad “que omite cualquier tipo de frontera” (Portela, 2019, p.46). Es cierto que en la narración se transgreden varias fronteras (si es que las entendemos solo como algo rígido), sobre todo las que imperan en el fortín, pero eso no significa que este grupo humano, como cualquier otro, no las usen, pues los humanos necesitan categorías espaciales -entre ellas las separaciones- para comprender el mundo (Grimson, 2018, p. 134). La comunidad reconfigura sus límites de una manera distinta a la sociedad occidental, pero no por ello dejan de establecerlos. A mi juicio, aquí no se trata de una comunidad sin fronteras, sino de la ubicación subversiva de una fronteridad propia respecto a una dominante, lo que da como resultado otro modo de vivir.

En síntesis, como en el relato se presentan dos formas de sociedad, una de la cual los personajes se desprenden y otra que construyen, me parece muy acertada la reflexión de Fandiño cuando estipula que:

Es posible detectar un doble movimiento en el texto en torno a la constitución del espacio: la oposición y la fundación. La oposición se advierte en cuanto polemiza con el espacio del desierto instaurado por la literatura del XIX que implica esferas cerradas, delimitadas por posiciones exclusivas y excluyentes de toda diferencia que no figure en los términos de su propia legalidad (el gaucho, el indio, la mujer, las identidades otras); esferas sobre las que se consolidó el Estado-nación. Por fundación, porque el texto diseña un espacio en formación mediante modalidades de interrelación diversas en las que destaca la presencia de los afectos y deseos entendidos no como parte del discurso patriarcal que los clasifica como privativos de lo instintivo, de la naturaleza o lo femenino, sino como vectores de fuerza de una organización política cuyo principal rasgo yace en la idea de “lo común” (2019, pp. 56-57).

En otras palabras, en la polifonía narrativa, algunos espacios y cuerpos son rechazados, mientras que otros son aceptados, previa transformación. Así ocurre con el grotesco Hernández, por un lado, y el perdonado y redimido Fierro, por otro; de igual modo acontece con la pampa occidentalizada (las tolderías gauchas y el fortín) en contraposición a la laguna y el río. Al terminar la narración, el espacio instituido por los Iñchiñ queda con una carga positiva, creando un fuerte contraste con los anteriores, a excepción de la carreta y el paisaje natural del desierto. Los espacios reivindicados en la trayectoria afectiva de la constelación de agentes son aquellos donde existe ductilidad y movilidad identitaria en pos de un modo de vida contrahegemónico.

Por último, la articulación de esta comunidad desde lo migrante como condición compartida conlleva que la identidad grupal pueda ser vinculada con lo que Antonio Cornejo Polar (1996) buscó definir respecto a este tipo de subjetividades, sobre todo en cuanto a su heterogeneidad no dialéctica, vale decir, a su discurso “que no intenta sintetizar en un espacio de resolución armónica.. [debido a que es] doble o múltiplemente situado” (p. 841). Aunque a nivel grupal se puede ver una relación de convivencia armoniosa, a lo que refiere este crítico es a la construcción de la conciencia no unitaria que tendrían los migrantes, debido a su experiencia de desplazamiento que los desarraiga y los pone en contacto con situaciones culturales inéditas para ellos, provocando que puedan manifestarse cognitivamente de todas esas formas, sin necesidad de constituir una coherencia equilibrada, como ocurriría con el mestizaje o la hibridación. El discurrir de la voz de Josephine va sumando códigos sin abandonar los anteriores, introduciendo así palabras del mapudungun y el guaraní sin dejar de hablar español e inglés. Los acuerdos que marcan características culturales en el grupo también tienen naturalezas múltiples, aunque se rescate con mayor énfasis la episteme indígena. De todos modos, la individualidad es respetada, y cada quien puede optar por sus quehaceres en los tiempos de ocio, pero no sin responder a los compromisos respecto a la vida en comunidad. En este sentido, el colectivo también puede ser descrito en los términos expuestos, en tanto es una agrupación de individuos que hablan desde dos o más lugares y que además ahora combinan sus posicionamientos en igualdad de condiciones, componiendo una sumatoria sin una teleología predeterminada.

Los cuerpos que habitan el río como fronteras del discurso binario: ¿utopía o terceridad?

En este apartado realizaré una comparación de la espacialidad en ambas novelas, para luego abordar en específico las interpretaciones sobre los espacios del río, fundamentales para sustentar mis conclusiones

Como espero haber demostrado, las dos novelas comparten una construcción similar que las emparenta y las hace resonar -entre ellas y con los demás signos del imaginario social- respecto a la historia y geografía de Argentina y sus fronteras. En cuanto la polifonía espacial, veremos que en las dos se establece una composición binaria a nivel macro, para luego llegar a un tercer espacio donde los vínculos son significativamente distintos a los dos anteriores. Las trayectorias de los cuerpos tienen como rasgo común que los agentes se desplazan debido a que se ejerce una violencia constante -más o menos directa- sobre ellos.

En la novela de Mairal, la intemperie es el gatillo de la acción: su paso destruye la civilización occidental en Argentina -probablemente en todo el continente- y hace aparecer la barbarie, pero también otras formas de vida que habían sido omitidas o violentadas, las cuales provocan un sisma en el dualismo de esta visión, al disentir fuertemente de sus prácticas. Por su parte, en la novela de Cabezón Cámara, la Campaña del Desierto deja abandonada a la china y la lleva a internarse en la pampa con el perrito Estreya, Elizabeth y Rosario. Lo que ya era considerado barbárico -el gaucho en la perspectiva sarmientina- es la situación primera, pero luego en el fortín se presentará la civilización. Ese espacio contrastará con la libertad y concordia que el grupo tenía atravesando la pampa en carreta, por lo que deciden retirarse para formar otro proyecto, que no termina siendo la hacienda de Oscar y Liz, como habían planeado.

En cuanto al río, en el caso de Mairal, María se encuentra con los Ú, quienes son autóctonos del lugar y conjuntan aspectos culturales de varias comunidades amazónicas. María es solicitada para configurar una tecnología corporal contra el enemigo, pero no aporta su propia individualidad al grupo, sino que observa y participa de la cultura de llegada en una dinámica de asimilación, lo que pone el sentido del colectivo por sobre el suyo. A ella se la inicia en los ritos y costumbres (como ocurre también en Kutral-Có con el grupo de Iron), se la acepta como un miembro con todos los derechos de la comunidad, pero se trata de una sociedad rígida, con jerarquías ya preestablecidas que tienen que ver con la sabiduría de la ancianidad y las creencias religiosas expresadas en el oráculo de dos cuerpos de sexos distintos. Todos deben acatar lo que estas autoridades dicen, y es precisamente por esto que María debe partir con la expedición.

En cambio, en Las aventuras… vemos que, al entrar al río, el grupo toma una participación activa: crean la articulación espacial junto a los demás, por lo que todos aportan a la configuración de los Iñchiñ. Esto puede notarse en el uso de otras lenguas, que aparece en ambas, pero que en el caso de la novela de Cabezón Cámara no solo implica una mayor cantidad de culturas entrecruzadas, sino que se plantea como una poética de la expresión de la narradora, cosa que no se da en el relato de María, ya que ella aprende solo rudimentariamente el idioma. Como expliqué anteriormente, las jerarquías aquí son rotativas y se tiende a la horizontalidad en las decisiones, teniendo relevancia tanto lo individual como lo colectivo. Las decisiones se toman en conjunto y la composición cultural es significativamente más fluida, lo que implica una transformación constante de su identidad.

Al abordar comparativamente el argumento de las novelas, existen dos diferencias fundamentales. La primera refiere a la constelación de agentes, ya que María tiene compañía de manera efímera, mientras que Josephine se va articulando en una red. La segunda tiene que ver con el desenlace: en el caso de Mairal el espacio del río es denegado, ya que María no puede regresar debido a la violencia con que se encuentra en la torre Garay, lo que tiene como consecuencia la imposibilidad de la pertenencia a la comunidad de los Ú; por otro lado, en la novela de Cabezón Cámara, el espacio del río es donde concluye el relato, representándose la comunidad de los Iñchiñ como algo factible, aunque en amenaza constante por la llegada de los ejércitos nacionales que buscan invadir los territorios ‘incivilizados’. En definitiva, como en casi toda la narración, a María se le quita la posibilidad de decidir, tanto por los propios indígenas como por los civilizados de la capital, que la llevan fuera del continente sin su consentimiento. Al contrario, en la novela de Cabezón Cámara el espacio selvático es en el cual termina la historia, ratificando la decisión de los integrantes tienen para formar parte de la comunidad, de alejarse y esconderse del poder estatal y su agresión militar. Por tanto, en ambas representaciones del río se reitera la percepción de ser el espacio donde los protagonistas logran encontrar una comunidad; sentirse, frente a la hostilidad que los asedia, protegidos y queridos de maneras que ni siquiera imaginaron.

Es sintomático entonces lo que ocurre con las interpretaciones que ha hecho la crítica especializada sobre estos colectivos y su sentido en las novelas: se ha hablado con mayor desenvoltura de los Ú en términos explícitos de utopía, mientras que, para los Iñchiñ, la mayoría de quienes han utilizado este concepto lo hacen estirando o tensionando sus límites.

En cuanto a Las aventuras de la China Iron, Pérez Gras (2021) piensa que la utopía se da mediante la representación de una “comuna autogestionada hasta el extremo de estar desconectada del Estado, de su control y de su poder” (p. 45), pero que no es una realidad del todo tangible. No obstante, recordando las ideas de Agamben, vía Drucaroff (sobre la búsqueda utópica inherente a las obras de arte), afirma que “el movimiento que genera su pulsión... debería generar desplazamientos contrahegemónicos en el orden de lo político” (p. 47). Destéfanis (2021) se detiene en la utopía como la “posibilidad de habitar un mundo que permita vivir en plenitud” (p. 1). Sin embargo, en el relato no se trata de un lugar fijo, sino que resulta del movimiento constante y huidizo de la comunidad, que escapa a la mirada exógena que busca controlar los cuerpos, en un peregrinaje “que diluye mitologías para construir redes metonímicas de mutuo cuidado” (p. 7). En una línea similar, Croce (2020) propone que se trata de una gauchesca transgénero “donde lo pampeano resigna sus privilegios al ser sometido a la utopía y la utopía renuncia a su radicación para convertirse en flujo de tránsitos, discontinuidades y, quién sabe, naufragios” (p. 22). Por su parte, De Leone (2021) incluye la novela en una zona de la literatura argentina actual que elabora nuevas formas de utopía que reestructuran universos pasados y abren la posibilidad a pulsiones “que por imposibles se vuelven aún más insurrectas”, siendo en este caso una “línea desheteronormativizada y desbinarizada que da por tierra con las imágenes prometeicas de esa zona de promesas” (p. 67). Cupertino Belleze (2020), por último, desde un marco descriptivo lineal de los sistemas económicos, dice que la comunidad se disuelve una regresión hacia la caza y recolección, para luego pasar a la agricultura en armonía con la naturaleza, donde la propiedad de los medios de producción corresponde a un comunismo primitivo, pero ahora “con la heterogeneidad de las culturas que se funden en un final que se mezcla entre la distopía y la utopía” (p. 9). En conclusión, ninguno se atreve a ligar el espacio de los Iñchiñ con una utopía en el sentido más clásico.

Por otro lado, tenemos la reflexión de Jaroszuk (2021), quien se plantea explícitamente antagonista con el concepto, partiendo por su ligazón involuntaria con los horrores totalitarios del siglo XX, y explica, desde las ideas de Ranciere, que las utopías se postulan como cuerpos comunitarios ideales, estables y completos. Además, conllevarían “la categoría del proyecto realizado de una temporalidad lineal” (p.369), es decir, en una concepción teleológica del progreso que termina en la ubicación en una esfera aparte, aislada y estática, donde lo comunitario prima sobre lo individual, en una verticalidad de valores. Plantea que en la novela lo que vemos es una comunidad de movimiento continuo y en la cual existe supremacía de lo individual, desregulación, transformación y horizontalidad. Para ella la comunidad de los Iñchiñ representa lo político ranceriano ya que permite el disenso, las negociaciones y no se resigna a la estabilidad (lo policial). Por tanto, sería mejor pensar su composición en términos de “un horizonte de lo posible” (p. 370). En lo nuclear, concuerdo con esta crítica y su defensa de una perspectiva espacializante de la utopía me parece de alto valor sugestivo para pensar esta problemática y ha terminado por consumar mi reflexión al respecto. Por ello, utilizaré estos criterios (aislamiento, estabilidad, superioridad de lo colectivo) para ir a contramano de la interpretación de lo utópico en la novela de Mairal.

Respecto al espacio de los Ú, Semilla Durán los describe como un grupo donde existe una “armonía edénica en la medida en que toda necesidad ha sido evacuada y se establece una correspondencia profunda entre lo que se es, lo que se quiere y lo que se tiene” (333). Sin embargo, esta utopía no será creativa, ya que María no puede quedarse definitivamente “en esa forma de atemporalidad que la distancia ofrece” (332). Por su parte, Mercier, quien considera que la imagen de los Ú es la del buen salvaje, los asocia con un modo de vida natural y un tiempo suspendido (que es una percepción de María), contrarios por tanto a la temporalidad abierta que ella fundamenta desde las teorías sobre la utopía de Ernst Bloch y Arturo Roig, vale decir, la expectación y participación de los sujetos para construir un futuro deseable. Por tanto, para ella el espacio de los Ú sería “falsamente utópico... [ya que] se asiste solamente a su contemplación y aceptación pasiva de un proceso retrógrado de la historia traumática nacional” (124).

El aislamiento y la pretendida pureza originaria de este espacio no son tales. Además de las características revisadas en su apartado respectivo, puedo agregar que el espacio de los Ú está solo a dos jornadas de viaje en caballo de lo que queda de la ciudad (Mairal, 2012, p. 292). También se encuentran partes de la civilización en las presas que comen, como restos de plástico en las aves (p. 275), lo que muestra que el espacio no es atemporal ni está desafectado. Por el contrario, la intemperie expulsó a los occidentales del territorio, pero sus vestigios siguen allí, afectando el entorno. Además, como he marcado, siguen ocurriendo eventos que dan cuenta de que los Ú son perturbados por el exterior. Por ejemplo, aparece un personaje llamado Ñuflo, quien carga el esqueleto muerto de su amigo viajero para darle santa sepultura (p. 288). Es verdad que María dice que siente que el tiempo se ha suspendido y que el pasado ya no le duele, pero se trata de una percepción subjetiva que no invalida sus otros enunciados, donde da cuenta de todos los demás hechos sucedidos. Por tanto, la supuesta suspensión del tiempo también es falsa, pues siguen ocurriendo acontecimientos externos e internos al grupo, como la guerra con los guatos, la muerte de los revolucionarios, la relación sexoafectiva con Mainumbí, la salida de la expedición, entre otros.

Como ya se podrá haber apreciado, mi postura es que ninguno de los dos espacios puede ser considerado utópico, por al menos dos razones: son espacios en transformación y están afectados por lo foráneo. Sus relaciones pueden ser mayor o menormente estables, pero no están ‘terminados’, no son fijos. Tampoco están aislados (ni en tiempo ni en espacio) de lo que ocurre en sus mundos ficcionales. La diferencia más clara es la cuestión de la sujeción a lo social, de cuan ‘obligados’ a seguir un sistema de conducta están los sujetos que los componen. En El año… la influencia cultural de María es mínima, no pasando de ayudar a curar a Mainumbí o de ser utilizada inconscientemente como un arma de guerra. Además, desiste de la posibilidad de enseñarles la escritura. En contraste, en Las aventuras… se muestra explícitamente la posibilidad de agencia e injerencia individual de los sujetos: aunque hacen actividades juntos, se representan en el relato de Josephine las diferentes perspectivas que tienen de lo que sucede, la forma en que sus respectivos saberes van conformando la comunidad. Como ejemplo, se pueden apreciar las distintas apreciaciones sobre lo maravilloso que les resulta la luz que cae por las enramadas densas de la selva: “un prodigio de santidad vegetal” (Cabezón Cámara, 2018, p. 178), dirá Josephine, mientras que Liz las entenderá desde su ideario cristiano protestante, comparándolas con los vitrales de las iglesias o las auras de los santos, similar a la “infinita catedral” (Mairal, 2012, p., 289) que Ñuflo dice ver en la selva del Paraná.

Con esto no quiero decir que las conclusiones de las críticas rebatidas estén del todo erradas. Vista en esos términos, efectivamente la ‘utopía’ no se cumple, ni como compensación creativa ni como movilización de los ideales para un futuro mejor (lo que sí ocurre en Las aventuras…). Estoy de acuerdo con que María no se libera del trauma (Mercier, 2019, 130) y que no es portadora de una promesa de comunidad (Semilla Durán, 333). No obstante, la forma en que se concibe la utopía es conceptualmente vaga y su retórica argumentativa muestra contradicciones en este aspecto, pues se utilizan reflexiones no necesariamente espacializadas para describir un espacio - como la fuerza imaginativa del principio esperanza de Bloch o la función utópica de Roig, la concepción pulsional de Agamben o la intención de apertura al futuro de Jameson - sin considerar en detalle la configuración específica que se da en la diégesis y conceptos narratológicos que nombré en el apartado teórico. La reducción de muchos datos autentificados en el relato es evidente cuando se habla de atemporalidad o aislamiento de los Ú. No comparto tampoco que María sea un personaje pasivo y contemplativo (como afirma Mercier). Ella enfrenta con resiliencia la catástrofe que afecta a todo su mundo, pues cuando puede se defiende de la violencia y colabora con los colectivos donde habita, por lo que resulta irrisorio solicitarle estar a la altura de un acontecimiento frente al cual ningún otro personaje lo estuvo.

Por un lado, no solo María no supera el trauma y queda atrapada en el modelo civilizatorio que quiso abandonar, sino que sufre uno aún peor - no olvidemos que pierde el habla por cinco años - cuando es arrancada por los caníbales capitalistas del único espacio en el que logra sentirse medianamente bien. Destaco este adverbio porque tampoco es cierto que María esté en un idilio constante con los Ú: cuando llega Ñuflo, siente nostalgia por la ciudad (él le ofrece que lo acompañe), y sus conversaciones en castellano con él hacen que Mainumbí sienta celos y caiga en borracheras constantes, lo que conlleva que ella se retraiga, que comience a dejar de comunicarse (Mairal, 2012, p. 289). Para la protagonista, la vida con los Ú no era una utopía, sino una alternativa concreta para vivir mejor de lo que había vivido durante la catástrofe, y quizás hasta mejor de lo que vivirá después.

En otra faceta, la entelequia -a mi parecer simplista- de ver a los Ú como una metáfora de los humanos primitivos deja de lado su contextualización ficcional como una comunidad ligada a los guaraníes que, a propósito, tienen -documentado tanto en lo académico como en lo popular (Villar y Combes, 2013)- su propio mito de una utopía terrenal: la Tierra sin Mal (yvymarãey), que ha servido como explicación a sus constantes migraciones por diferentes territorios selváticos, y que podría servir para interpretar, en el mundo narrativo, su deseo por ver qué hay más al sur de Buenos Aires. Todo esto bajo la idea de las entidades inter-mundo, que ya referí previamente, ahora aplicadas a lo espacial. En esta lógica, la imposibilidad de pertenecer a este grupo que el argumento de la novela impone a María puede ser vista como un gesto performativo de respeto representacional por parte del autor, pues se evita que el personaje tome la voz (y cosmovisión) de los indígenas13. Para complementar esta discusión, creo importante destacar que la interpretación lineal del progreso cultural implica sustraer la contemporaneidad de este tipo de colectivos, replicando la transformación de los límites espaciales en cronológicos, influencia del pensamiento ilustrado positivista (Mignolo, 2003, p. 361). Lo cierto es que hoy en día existen pueblos de nulo o casi nulo contacto en las zonas recónditas del Amazonas14. Que vivan de formas que algunos consideran ‘atrasadas’ o ‘naturales’ no significa que dejen de ser contemporáneos. La perspectiva espacial colabora a revelar, en este caso, la importancia de considerarlos actuales: si ocurriera un apocalipsis similar -a menos de que fuera la destrucción física del planeta entero- es verosímil pensar en la reaparición de este tipo de comunidades en territorios donde la civilización ha avanzado.

Por estas razones, pienso que hay que tener cautela respecto a interpretaciones tajantes, puesto que, aunque trabajemos con representaciones, los investigadores y críticos no estamos exentos de sesgos epistemológicos, los cuales evidencian nuestra forma de entender la realidad; a qué damos importancia y a qué no, nuestros modos de abordaje sobre los temas que trabajamos15. En primera instancia nos debemos a los textos literarios o culturales que analizamos y evaluamos, por lo que la rigurosidad en su examen es primordial y no podemos supeditarlos a ideas preconcebidas. La metaforización es necesaria para la comprensión del mundo, pero es peligroso que esté al completo arbitrio, pues provoca muchas veces abducciones o aberraciones hermenéuticas en pos de conseguir la comprobación de nuestras hipótesis.

Siguiendo esta crítica, propongo el ejercicio de tomar lo que no ha sido considerado en las interpretaciones, dejando de lado lo demás. En esta tónica, se podría decir que varias características de los Ú y de los Iñchiñ están presentes en comunidades contemporáneas, por lo que de principio sus espacios no podrían ser considerados como utopías, ya que tienen existencia extratextual (viéndolo etimológicamente, desde el no-lugar). Las economías comunales y solidarias existen, las formas no capitalistas de división del trabajo existen. Las ropas autóctonas existen y también las combinaciones con la vestimenta occidental. Existen comunidades que sí han tenido contacto con la civilización, en las cuales muy pocos de sus integrantes conocen algún idioma occidental, como también existen comunidades donde quienes las componen hablan al menos dos idiomas, sino más, y sus culturas están mixturadas de infinitas maneras. Esto no las hace utópicas; de lo contrario, habría que considerar a cada espacio que tenga alguna de estas características como tal, por lo que el concepto perdería sentido. De igual forma, ni el espacio de los Ú ni el de los Iñchiñ posee solo características ‘ideales’, así como tampoco tienen una fijeza esencialista (aunque los Ú tienen una construcción más rígida) o están totalmente aislados y protegidos de la influencia externa, ya sea benigna u hostil. Pienso que se ha generalizado bastante en este aspecto.

El texto siempre está primero que las teorías con que queremos abordarlo. La variabilidad de posiciones sobre el concepto de utopía demuestra la necesidad que se ha tenido de trascender ciertas categorías y, más allá, opino que la representación de estos espacios fluviales en las novelas pone a prueba este concepto, instalando su interpretación en las fronteras, donde no puede ser definido del todo, como una aporía. En cierto modo, hay algo más, algo que escapa en estos espacios, una divergencia en estas novelas -con sus respectivos matices- que prefiero asociar con la idea de terceridad presentada en un principio, pues se trata de lugares reales-e-imaginarios, visiones contrastivas que, ya sean observadas por separado o en la globalidad de cada obra, tensionan y exceden la dualidad del discurso de civilización y barbarie, de utopía y distopía, invitándonos a ir más allá. Quizás haya algunos conceptos que no puedan ser estirados más, y sea necesario explorar unos nuevos, mirar otros espacios, como postulo que hacen estas narraciones en sus trayectorias.

Desde mi punto de vista, estas novelas hacen aparecer ante nuestras imaginaciones espacios y cuerpos a los que se les ha quitado su contemporaneidad, que viven moviendo sus fronteras comunitarias para sobrevivir, internándose cada vez más en lo profundo e inaccesible de la selva, más allá del binomio civilización/barbarie. Si los Iñchiñ tienen que ir a esconderse de la avanzada mortífera del proyecto nacional y abandonar la escritura para sobrevivir (como ocurre en el final del relato), los Ú avanzan -quizás desde que desaparecen los asentamientos modernos- sobre un territorio reconfigurado por un fenómeno que hace retroceder la civilización, proponiendo un espacio alternativo, proliferante de vida, que contrasta con la destrucción de los espacios anteriores. Visto así, podemos relacionar este diseño narrativo de la espaciotemporalidad con la idea de ‘pensamiento fronterizo’, desarrollada por Walter Mignolo (2003) para designar un tipo de epistemología que “afirma el espacio donde el pensamiento fue negado por el pensamiento de la modernidad” (p.51), vale decir, “una lógica otra que superara la larga historia del mundo moderno/colonial, la colonialidad del poder, la subalternización de conocimientos y la diferencia colonial” (p. 418).

Para terminar, me gustaría elaborar una reflexión a partir de un momento de la discusión crítica que de alguna manera inspiró este artículo. En su conocido ensayo sobre la novela de Mairal, Drucaroff (2006) realiza una comparación con los personajes de la novela Plop (2002), de Rafael Pinedo. En esta última aparecen hordas nómades, ágrafas y desmemoriadas, habitantes de un erial postapocalíptico lleno de escombros de la antigua vida urbana, que la investigadora imagina como una continuidad de los braucos y huelches, los cuales ya he mencionado. Los grupos de ambas novelas se adaptan a la caída de la civilización, pero con modos de resistencia que para Drucaroff no son programáticos y, por tanto, no revolucionarios. Estas apreciaciones despertaron una polémica con Marina Kogan (2006), quien interpela a Drucaroff afirmando que sus opiniones están basadas en juicios de valor anacrónicos, pues piensa la resistencia política en términos que la crisis de 2001 mostró como caducos. En cambio, ella propone mirar estas dos novelas desde la imaginación de un nuevo ordenamiento, en el que este tipo de bandas representarían, por ejemplo, el espíritu asambleario que se generó tras la crisis, vale decir, el levantamiento de poderes populares alternativos a las políticas institucionales.

Haciendo un cruce imaginativo similar al que ocurrió entre estas dos críticas, pero ahora entre las dos novelas que aquí nos competen, se podría especular que, luego de internarse en el río, con el pasar de los años los Iñchiñ se mezclaron con diferentes comunidades amazónicas, incluidos los Ú (o que estos mismos contactos dieron origen a los Ú, los cuales reaparecerán posteriormente, cuando la intemperie destruya la civilización). En este sentido, como una imagen dialéctica, ambas comunidades nos proponen de alguna manera que la discusión sobre lo venidero está precisamente en los espacios que han sido despreciados por la comprensión hegemónica del binomio fundacional (que como dije, no es único de Argentina). Los Ú y los Iñchiñ nos interpelan a mirar hacia el costado, a pensar más allá de lo conocido y de lo acostumbrado, a poner atención a lo que ha sido omitido.

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1 Esta fecha corresponde a la versión anotada de Dabove y Hallstead, que es la que aquí utilizo. Sin embargo, su primera publicación es del 2005.

2Es relevante acotar que no se trata de una ‘trinidad’ cerrada, sino que esta idea representa apertura a lo múltiple, al momento donde un vector disruptivo hace aparecer una realidad nueva en un determinado contexto. ¿Es una realidad nueva o es una realidad velada?

3Cuando utilizo este término remito a las ideas de Lubomír Doležel (1999), quien caracteriza los mundos de ficción como conjuntos de estados posibles, incompletos y sin existencia real, moldeados por limitaciones concretas dadas por el texto a través de un conjunto de instrucciones que el receptor transforma en imagen mental y experiencia, configurándolo como un mundo narrativo (pp. 35-47).

4Ahora bien, la decisión de separar metodológicamente lo diegético y lo vectorial (aunque ambos formen parte de lo representado) no es antojadiza, sino que se imbrica con las definiciones de Lefebvre de los espacios concebido y vivido, los cuales están ligados al poder y a la posibilidad de su subversión, por lo que coinciden con las ideas del concepto de fronteridad. No obstante, no hay que olvidar que el foco de esta aproximación no está en la abstracción de los diseños espaciotemporales, sino en la conformación de estos mediante las articulaciones del relato (voz narrativa y agentes). Por tanto, es importante considerar tanto la selección y descripción de los espacios distinguibles como las subjetividades que en ellos se (co)expresan.

5Un análisis más detallado de los espacios textuales (que también pueden ser pensados en términos de fronteridad) podrá encontrarse en mi tesis doctoral - aún en proceso y de la cual deriva este artículo - donde analizo y comparo novelas contemporáneas que representan imaginarios fronterizos de algunas áreas del Caribe insular, el corredor Centroamérica/México/USA y el Cono Sur.

6En esta lógica, la discusión con análisis anteriores es fundamental, ya que las interpretaciones sobre lo representado son también parte de la producción del espacio. Por lo general, en las ocasiones en que mi postura se presenta a contracorriente, ocupo mayor extensión, pues creo necesario desarrollar el diálogo sobre la comprensión literaria, entendiendo que la crítica conforma un archivo concreto sobre la interpretación de los imaginarios espaciales. De todas maneras, que esté en desacuerdo con alguna autora o autor no significa que deseche todo su trabajo, como podrá apreciarse en el transcurso de la exposición. En efecto, muchas de las conclusiones que los investigadores han realizado sobre una u otra obra me han hecho descubrir y reflexionar sobre elementos de ambas y de su interrelación, por lo que en parte debo mi posicionamiento al estudio de la bibliografía sobre las obras, de la cual paso a formar parte.

7A lo ya explicado habría que sumarle las características de la voz narrativa. Particularmente en el ordenamiento de la narración, que es cruzada en múltiples ocasiones por recuerdos y presagios que vinculan constantemente los sucesos del pasado y el presente (que es el futuro narrativo, desde donde María nos cuenta su historia). A esto Semilla Durán le llama: “profecía retrospectiva” (2010, pp. 337) y es un elemento relevante de la espacialidad textual.

8En el caso de los braucos, su lengua apocopada y aglutinante, según Pérez Gras, resemantiza “el binomio civilización y barbarie, a través del humor y la parodia” (2018, p.7). Si consideramos que estos grupos están en la nueva frontera establecida por la intemperie, es posible decir que representan corporalmente la igualación de la violencia que se encuentra presente ambos lados de la oposición dual.

9Los Ú tienen la particularidad de estar ligados a la cultura guaraní, por el uso del idioma y otros rasgos, que los posicionan como entidades inter-mundo (Doležel, 1999, p. 36), cuestión que vuelve más complejo su análisis.

10Si en la novela - como afirma Dánisa Bónacic (2015) - el espacio “es concebido como un archivo de aspectos culturales y personajes literarios que han formado la identidad argentina y que forman parte ahora de los escombros y ruinas del presente” (p. 115), cabe preguntarse entonces por los espacios que quedan al margen de este proceso. En clave arquitectónica del texto, se puede observar que la mayor cantidad de vínculos intertextuales están acumulados en los espacios de la ciudad y la pampa, con referencias a los textos canónicos de la literatura argentina y a algunos de la inglesa. Hallstead y Dabove (2012) y Pérez Gras (2012) relacionan la parte de la selva con El entenado, de Juan José Saer, pero, si ese fuera el caso, Mairal estaría disputando el imaginario de ese espacio, pues de partida se tensiona la imagen del antropófago. Aunque hay señales de que los Ú consumen órganos de sus rivales (Mairal, 2012, p. 280), no es donde está puesto el foco de su representación. Más aún, esta figura se verá subvertida, cuando argumentalmente se posiciona este atributo en el pináculo de lo que se considera civilizado: los grandes accionistas de la bolsa de valores. Lo que ocurre a María con los Ú no es representado a través de la densidad referencial, sino de una poética de la tribu y conexiones con sustratos que se escinden del discurso nacional homogeneizante y de la tradición letrada. En este sentido, pienso que, al instalar al final del recorrido narrativo este episodio en una novela que está entramada en un diálogo dual de vigorosa tradición literaria (la cual es referida y luego destruida junto con sus lugares), Mairal manifiesta que todavía quedan espacios sociales que no están completamente dominados por la hegemonía, donde podría asomarse lo nuevo.

11Aparte de este crítico, varios otros han dedicado algunos fragmentos a analizar el nombre que adopta la china y su relevancia en el desarrollo identitario y narrativo, como Portela (2019) y Fleisner (2020), entre otros. En general, las reflexiones están enfocadas en observar la multiplicidad de orígenes y referencias extratextuales que se realizan mediante su composición, las cuales dan cuenta de la sumatoria de rasgos culturales que se condecirán, más adelante, con la comunidad de los Iñchiñ.

12“Bien llevado... era un hombre muy fácil Hernández” (Cabezón Cámara, 2018, p. 110), dice Liz a Josephine, lo que da a entender que le sigue el juego y sabe cómo engañarlo para que crea lo que ella quiere. Incluso se hace la ofendida cuando Hernández sugiere la posibilidad de las relaciones extramaritales, antes de que sucedan efectivamente (p. 121).

13No ocurre lo mismo en el caso de Las aventuras… donde la comunidad se crea con la participación del grupo de Josephine y nadie es autóctono del lugar al que llegan al final.

14Los registros reunidos por la Fundación Nacional del Indio (FUNAI) en Brasil registran más de cien grupos de indígenas aislados, como informan en su página web: https://www.gov.br/funai/pt-br/atuacao/povos-indigenas/povos-indigenas-isolados-e-de-recente-contato. Estos datos podrían conjuntarse con los organismos encargados en otros países de la zona amazónica, donde estos grupos viven en territorios muchas veces protegidos por ley, pero padecen constantemente invasiones con fines lucrativos, siendo violentados directa o indirectamente por agentes occidentales (matanzas para obtener riquezas de sus tierras o contagios de enfermedades para las cuales no tienen defensas inmunitarias, una de las principales preocupaciones respecto a la pandemia de COVID-19).

15En la bibliografía crítica de la novela de Mairal queda patente el interés sobremedido por el binomio civilización y barbarie y su masa de referencias intertextuales que en algunos casos llega incluso a la omisión total del capítulo de los Ú. Las palabras dedicadas hasta ahora a esta comunidad representada no deben ocupar el 5% de la reflexión crítica (y además con reduccionismos), como si el nombre de la novela eliminara que dentro de ella existe el espacio del río. Con estos gestos interpretativos, en una narración que desplaza explícitamente el centro y la periferia, los críticos parecieran reestablecer la hegemonía que la obra busca desestabilizar.

Recibido: 31 de Mayo de 2022; Aprobado: 24 de Enero de 2023

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