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Mora (Buenos Aires)

On-line version ISSN 1853-001X

Mora (B. Aires) vol.14 no.1 Ciudad Autónoma de Buenos Aires Jan./July 2008

 

ARTÍCULOS ORIGINALES

Adultas mayores, espacio público y violencia moral: representaciones sociales de la crisis de la "seguridad" en la Argentina desde una perspectiva de género

Cecilia Inés Varela*

* Licenciada en Ciencias Antropológicas, IIGG Facultad de Ciencias Sociales UBA.

Fecha de recepción, 04 de octubre de 2006.
Fecha de aceptación, 06 de agosto de 2007.

RESUMEN

Las encuestas de victimización (EV), realizadas por la Dirección Nacional de Política Criminal (DNPC) en la Ciudad de Buenos Aires, muestran que los adultos mayores tanto como las mujeres constituyen uno de los grupos de menor victimización frente al delito callejero. Sin embargo, son estos grupos los que manifiestan los niveles de temor más altos frente a la criminalidad. El objetivo de este trabajo es plantear algunas claves de inteligibilidad a los fines de reinterpretar esta paradoja registrada por las EV.
Mediante una estrategia cualitativa, hemos decidido abordar aquel grupo que revestiría la mayor sensación de inseguridad: las adultas mayores. Bajo el supuesto de que la sensación de inseguridad no puede ser escindida de una cuestión más amplia que remite a las representaciones sobre el espacio público, la presente indagación sugiere que el atravesamiento de los espacios públicos por la marca del género puede constituirse en una dimensión interpretativa de la paradójica sensación de inseguridad/riesgo de victimización dentro de este grupo.

Palabras clave: Sensación de inseguridad; Representaciones sociales; Espacio público; Adultas mayores.

ABSTRACT

The victimization surveys implemented by the Dirección Nacional de Política Criminal (National Direction of Criminal Policy) in Buenos Aires shows that women and the elderly exhibit the lowest victimization risk to street crime. Ever since, these groups exhibit the higher levels of fear of crime. The goal of this paper is to propose some keys to understand this paradox acknowledged by the victimization surveys. Through a qualitative strategy we have decided to focus on the group that registers the higher level of fear of crime: elderly women. Assuming that the fear of crime can not be divorced of a more general issue regarding the social representations of public spaces, this approach suggests that the gender hierarchy in public spaces can be seen as an interpretative dimension of the paradox fear of crime / victimization risk in this group.

Keywords: Fear of crime; Public space; Social representations; Elderly women.

Durante los últimos años, hemos asistido en la Argentina a crecientes campañas de demanda de mayor "seguridad" con amplia difusión mediática. Mientras que las estadísticas oficiales muestran una tendencia positiva de las tasas de criminalidad durante la década del noventa dentro de los grandes centros urbanos, los medios de comunicación expresan día a día un aumento del delito callejero y la proliferación de modalidades delictivas cada vez más violentas. Las Encuestas de Victimización (EV) realizadas por la Dirección Nacional de Política Criminal (DNPC) en la Ciudad de Buenos Aires muestran que los adultos mayores tanto como las mujeres constituyen uno de los grupos de menor victimización frente al delito callejero. Sin embargo y paradójicamente, son estos grupos los que manifiestan los niveles de temor más altos frente a la criminalidad.
     En este sentido, el objetivo de este trabajo es plantear algunas claves de inteligibilidad a los fines de reinterpretar este registro efectuado por las EV locales. Para abordar esta cuestión, hemos decidido focalizar mediante una estrategia cualitativa, en aquel grupo que revistiría la mayor sensación de inseguridad: las adultas mayores. En trabajos anteriores hemos apuntado a trabajar las particularidades de la dimensión etaria (Varela, 2005, 2006); en el presente trabajo privilegiaremos la dimensión de género implicada en el recorte formulado.

El "miedo al delito": emergencia de un nuevo campo de análisis

El término "miedo al delito" (fear of crime) proviene fundamentalmente de la investigación criminológica en el campo británico y ha sido traducido al ambiente local como "sensación de inseguridad".1 Su creciente utilización se encuentra asociada al uso de las EV como instrumento de investigación para el diseño de políticas públicas de seguridad y al desarrollo de una nueva concepción de la seguridad urbana que busca reunir la preocupación por la seguridad "objetiva" (entendida como el riesgo de victimización en función de la edad, sexo y nivel socioeconómico) tanto como la seguridad "subjetiva" de los habitantes (sensación de temor frente a la criminalidad). En este sentido, se ha planteado la necesidad de reconocer que hoy día la cuestión del "miedo al delito" constituye un problema mayor que el delito mismo en al medida en que los temores a la criminalidad- a diferencia de la criminalidad real- afectan a una mayor cantidad de ciudadanos con consecuencias permanentes y severas (Bannister- Fyfe, 2001; Warr, 1985).
     En las últimas dos décadas, se han producido en el campo sajón cientos de artículos sobre esta cuestión, al punto que algunos autores han comenzado a sugerir que este campo de análisis ha devenido una subdisciplina por sí misma (Hale, 1996). La mayor parte del debate se ha ocupado de cuestiones exclusivamente técnicas relativas a la "medición" de los niveles de miedo al delito, tanto como a la paradoja miedo al delito/ riesgo de victimización. La idea de que el "miedo al delito" constituye por sí mismo un campo de indagación científica, tanto como un objeto de regulación por parte de las políticas públicas, descansa en algunos aportes realizados desde los estudios victimológicos. En este sentido, la literatura victimológica da cuenta de la paradoja que lleva a que los sectores de menor riesgo de victimización presenten los niveles de "miedo al delito" más alto (mujeres y ancianos fundamentalmente) y, por el contrario, que aquellos más expuestos al delito manifiesten niveles de temor más bajos (jóvenes y varones). Esta tendencia se confirma en líneas generales para la Argentina a partir de los resultados arrojados por la Encuesta Nacional de Victimización implementada por la DNP2. Es decir, la "sensación de inseguridad" se advierte como una variable independiente al riesgo de victimización (Lea-Young, 1984; Lupton-Tulloch, 1999; Hollway- Jefferson, 1997; Smith-Torstensson, 1997; Tulloch, 2000).
     Esta falta de correlación ha llevado a gran parte de la criminología administrativa a considerar el miedo al delito finalmente como un producto "irracional", derivado en gran medida de la visión distorsionada del mundo que ofrecen los medios de comunicación (Grabosky, 1995), coadyuvando de este modo a la difusión del pánico y alarma social. Para el realismo criminológico de izquierda, en cambio, no se puede sostener -aun en función de la paradoja riesgo de victimización/ miedo al delito- que los temores de las personas sean "irracionales", ya que los riesgos mínimos no convierten a los delitos en menos intimidantes. Si un delito provoca el miedo suficiente, el hecho de que sea poco frecuente no lo hace menos amenazador. Desde esta perspectiva, el miedo no es injustificado, tiene un basamento material y concreto en nuestras experiencias cotidianas del mundo social. Es en este sentido que sostienen que el "miedo al delito" de las personas es "real" y que, por ende, una criminología crítica debiera tomarlo "en serio" (Lea- Young 1984; Young 1986).
     Por supuesto que -como sostiene el realismo de izquierda- debemos tomar el "miedo al delito" seriamente y, en este sentido, la apertura de este nuevo campo de análisis es sugerente. El riesgo de esta perspectiva es que el mismo discurso de los actores sustituya la identificación de los procesos mediante los cuales se construyen las representaciones sociales sobre el delito y se conforman las prácticas referidas tanto a la producción de comportamientos de autoevitamiento frente al delito, como a la articulación de demandas de mayor seguridad. Desde el realismo criminológico, los temores a la criminalidad callejera encuentran su explicación en la experiencia del delito, soslayando de esta manera el hecho de que las representaciones que los sujetos se hacen de sus prácticas y del mundo social deben bastante a los marcos sociopolíticos más amplios en los que éstas se construyen. Debatimos si los miedos son "irracionales" o "racionales", porque en ambos casos medimos su grado de correspondencia con la experiencia del delito. Tal vez sea necesario, en cambio, conectar los temores que toman por objeto al delito callejero con otras dimensiones de análisis distintas que la criminalidad "objetiva".

El concepto de "miedo al delito": hacia un uso epistemológico del concepto de fobia

Si bien no existe univocidad en los alcances últimos de este término, es recurrente la utilización de la definición de Ferraro que lo entiende como una "respuesta emocional de nerviosismo o ansiedad al delito o símbolos que la persona asocia con el delito" (en Medina, 2003: 2). Implícito en esta definición se encuentra el reconocimiento de algún peligro potencial. El "miedo al delito" aparece, entonces, como una de las posibles respuestas ante la percepción de un riesgo. Como hemos mencionado, el instrumento privilegiado para el análisis de este fenómeno son las EV. En ellas, se incluyen preguntas cerradas sobre el uso de la escala de Likert del siguiente tipo: "¿Cuán seguro se siente caminando solo por su barrio de noche? Muy seguro / Bastante seguro / Poco seguro / Muy inseguro". Más allá de las críticas de orden técnico-metodológico realizadas al diseño de este tipo de cuestionarios (Varela, 2004), entiendo que los límites de la encuesta radican en la propia definición conceptual del "miedo al delito".
     En sus definiciones operativas, las EV realizadas en la Argentina no consignan explícitamente ninguna definición del término "sensación de inseguridad". Más allá de los debates que este concepto ha generado y las sucesivas operaciones de deslinde mediante las cuales se ha intentado otorgarle un significado unívoco (Skogan, 1984; Hale, 1996; Pain, 2000), lo que quisiera subrayar es que, en la literatura temática, este concepto produce una asociación entre tres términos: 1) "sensación", "sentimiento" o "emoción" aludiendo a una perspectiva "subjetiva" de carácter individual; 2) "temor" como el carácter o el calificativo de dicha sensación; y por último, 3) "delito", el que aparece cuando no como la causa, por lo menos como reactivo a partir del cual se dispara la sensación. En este sentido, el "miedo al delito" es finalmente definido como el temor respecto de la probabilidad de resultar víctima del delito. Entiendo que esta definición no permite visibilizar ciertas facetas del fenómeno, en la medida en que en ella se confunden tanto el objeto del miedo como su causa. En este sentido, un uso epistemológico3 del concepto de fobia, trabajado por el psicoanálisis, puede resultar de gran utilidad a la hora de reconceptualizar el término. Para el psicoanálisis, la fobia está relacionada con la angustia, y el miedo es la cobertura de y para la angustia. Por ello, el miedo es solamente la fachada de la angustia (Assoun, 2000). Aquello que nos da miedo al amenazarnos nos protege de lo peor, es decir, de la angustia pura. Freud señalaba, entonces, que no podemos remitirnos al contenido de la fobia para juzgar su significación. Sería como confundir el contenido efectivo del sueño -inconsciente- con su contenido latente.
     El miedo no es, entonces, un instinto eficaz en el hombre. El peligro externo siempre materializa un peligro interno, pulsional. A la luz de esta idea, tal vez deberíamos poner en cuestión la relación unidireccional que el concepto "sensación de inseguridad" propone entre la cuestión del delito y el "miedo al delito". El término es definido como el temor respecto de la probabilidad de resultar víctima de un delito. El punto aquí es que el miedo no guarda únicamente relación con su objeto, sino que se presenta como la cobertura, la fachada de algo que está en otro lugar. La precaución metodológica que esta afirmación sugiere es que, tal vez, debiéramos ensayar procedimientos de análisis que nos permitan interrogar el fenómeno del "miedo al delito" más allá de la cuestión del delito. ¿Cuál es, entonces, la perspectiva que nos permite leer este texto de la "inseguridad"? ¿Qué estrategias podríamos ensayar para atravesar -o cuando menos interrogar- la opacidad de este fenómeno?
     Más que pensar en términos de "sujetos miedosos", para usar la denominación de Lee (2001), en tanto individuos aislados y atomizados que "tienen" miedo, podemos afirmar que, mientras que un número de discursos del miedo construidos a distintos niveles circulan socialmente, la cuestión radica en analizar la identificación de los sujetos con estos discursos. Esto supone pensar la cuestión del "miedo al delito" a través del entramado de representaciones alrededor del delito tanto como sobre su contracara: la ley y el orden, y el marco más amplio del conjunto de riesgos de la vida social. Así, y si bien las estadísticas criminales muestran una suba del delito en la década de los noventa, los peligros percibidos siempre cobran sentido dentro de un contexto cultural compartido que determina sus niveles de aceptabilidad (Mary Douglas, 1985). Parafraseando a Geertz (1994), podríamos hablar de una sensibilidad al delito situada cultural y socialmente.
     Pensar, como lo hace la criminología más positivista, que la "sensación de seguridad" es, sin más, un sentimiento de temor frente al delito, es -en principio- simplificar un tanto la cuestión. Por supuesto que en un nivel, la "sensación de inseguridad" refiere al temor manifestado por los individuos respecto de la cuestión del delito. El problema radica en presuponer que el delito constituye la causa última de estos temores, y no -por lo menos en principio- sólo su expresión. En este sentido, una de las preguntas que nos formulamos en la investigación en curso es cuáles podrían resultar dimensiones de análisis relevantes a la hora de reinterpretar la "sensación de inseguridad", entendiendo que ésta no guarda relación únicamente con las experiencias de victimización.

Las encuestas de victimización locales

Las críticas realizadas al diseño del cuestionario y los límites identificados no significan que los resultados de la encuesta carezcan de todo valor. Por el contrario, en el presente trabajo desprenderemos un conjunto de datos de la EV con el fin de desplegar nuevas preguntas para la investigación en curso que nos permitan -mediante estrategias cualitativas- confrontar estos límites de la EV.
     La Encuesta Nacional de Victimización correspondiente a la Ciudad de Buenos Aires, entre los años 1999 y 2002, nos marca que tres de cada diez habitantes de la Ciudad de Buenos Aires sufrieron algún delito contra la propiedad y cuatro de cada diez sufrieron algún tipo de delito en general durante los años 1999 y 2002 (Tabla 1). La encuesta también da cuenta de un descenso de la probabilidad de resultar víctima de un delito cuando nos movernos hacia sectores etarios más altos. En este sentido, el grupo de 65 años o más resulta el sector menos victimizado y los jóvenes (16-29), el grupo más victimizado (Tabla 2). Si atendemos al recorte de la población por sexos notamos una leve diferencia que conforma a los hombres como el grupo con mayor victimización (a excepción de los delitos por ofensas sexuales y hurtos) (Tabla 3).

Tabla 1. Porcentajes de victimización - Ciudad de Buenos Aires (1999-2002)

Fuente: Dirección Nacional de Política Criminal - Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación.

Tabla 2. Porcentaje de victimizados según edad - Ciudad de Buenos Aires (1999-2002)

Fuente: Dirección Nacional de Política Criminal - Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación.

Tabla 3. Porcentaje de victimizados según sexo - Ciudad de Buenos Aires (1999-2002)

Fuente: Dirección Nacional de Política Criminal - Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación.

     En cuanto a la "sensación de inseguridad" cabe mencionar que los que se sienten "muy inseguro" y "poco seguro" suman el 62,2% para el año 1999 y el 64,5% para el año 2000 (Tabla 4). Estos datos se contraponen con la experiencia real de victimización que alcanza el 37,5% para el año 1999 y el 39,9% para el año 2000. Observamos que la "sensación de inseguridad" no está necesariamente vinculada a una experiencia de victimización concreta. De acuerdo a desagregaciones por sexo y edad, observamos que los varones y los más jóvenes son aquellos grupos que manifiestan sentirse más seguros, si bien se trata de los grupos con mayor riesgo de victimización (Tabla 5 y 6).

Tabla 4. Sensación de inseguridad en la zona donde vive cuando oscurece - Ciudad de Buenos Aires (1999-2000)

Fuente: Dirección Nacional de Política Criminal - Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación.

Tabla 5. Sensación de seguridad en la zona donde vive cuando oscurece según el sexo - Ciudad de Buenos Aires (1999-2000)

Fuente: Dirección Nacional de Política Criminal - Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación.

Tabla 6. Sensación de seguridad en la zona donde vive cuando oscurece según la edad - Ciudad de Buenos Aires (1999-2000)

Fuente: Dirección Nacional de Política Criminal - Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación.

     A diferencia de lo que ha planteado mucha de la literatura temática, el sector etario más alto no resulta el grupo "más temeroso"; su nivel de sensación de inseguridad se presenta como levemente menor o igual al resto de los recortes etarios.4 Sin embargo, este grupo está muy por debajo del promedio de victimización, en muchos casos cerca de la mitad. Lo que queda claro, entonces, en los mayores de 65 años es la falta de conexión entre las experiencias de victimización y el miedo al delito. Por su parte, las mujeres manifiestan una "sensación de inseguridad" mayor a la de los varones, a pesar de que concentran menores riesgos de victimización (a excepción de su victimización en delitos específicos como ofensas sexuales y hurtos).
     Lamentablemente, los resultados suministrados por la DNPC no presentan cruces simultáneos por sexo y edad. Sin embargo, puede inferirse (y los resultados de las encuestas aplicadas a nivel internacional van en esta dirección) que las adultas mayores constituirían el grupo que manifiesta mayores temores frente a la criminalidad, siendo de muy baja victimización.

Hacia un abordaje de género

En trabajos anteriores, abordé la cuestión de los temores a la criminalidad dentro del grupo de los adultos mayores. La estrategia teórico-metodológica consistió en un conjunto de entrevistas en profundidad a distintos vecinos mayores de 75 años residentes en dos barrios de clase media de la Ciudad de Buenos Aires. Vale mencionar aquí que la crítica al diseño del cuestionario utilizado por las EV se constituyó en un insumo para el diseño del dispositivo técnico-metodológico construido. En este sentido, se apuntó a no introducir una problemática ya estructurada en relación al problema de la inseguridad, de modo que el tema seguridad/inseguridad no fue mencionado en las preguntas realizadas por quien entrevistaba. Se apuntó, en cambio, para realizar preguntas descriptivas referentes a temas generales del barrio. Se les solicitó a los entrevistados que describieran el barrio, que narraran los cambios producidos en él en los últimos años y que, por último, identificaran -si los hubiera- problemas dentro de ese espacio urbano. Por su parte, también se relevó información biográfica del entrevistado: historia familiar, historia laboral y rutinas de su vida cotidiana en la actualidad. El tema de la seguridad/inseguridad, de todos modos, apareció en casi todas las entrevistas realizadas, aunque revistiendo distintos lugares en unas y otras. En este sentido, una de las conclusiones de aquel trabajo fue que la cuestión de la "inseguridad frente al delito" dentro de este recorte etario, no puede dejar de vincularse -entre otras dimensiones- con, por un lado, la existencia de capital social y redes familiares plausibles de ser movilizadas de cara al conjunto de riesgos de la vida social (ligados fundamentalmente en este sector etario al deterioro físico y la enfermedad) (Varela, 2006), y por el otro, a la percepción del espacio público como un conjunto de obstáculos que atentan contra la movilidad y seguridad física personal (Varela, 2005). En referencia a esto último, entendimos que, en el caso de los adultos mayores, la percepción de la seguridad barrial no podía ser escindida de la cuestión de las representaciones sobre el espacio público que, dentro de este sector etario, van conformando a éste como un territorio hostil.5
     A su vez, el análisis del cuerpo de entrevistas realizadas abrió también la posibilidad de abordar la cuestión del género en la construcción de representaciones sociales sobre la (in)seguridad, entendiendo que, también de cara al clivaje del género dentro de este grupo, la percepción respecto de la cuestión de la inseguridad debía estar anclada en una cuestión más amplia que nos remita a las representaciones sobre el espacio público.
     La mayor parte de los entrevistados en aquella ocasión fueron mujeres. Esto se justifica por la alta presencia de este grupo en este sector etario. En la Ciudad de Buenos Aires el 64,39 % de la población de más de 65 años es femenina, cifra que aumenta cuando las edades son más elevadas (el sector etario de más de 75 años está compuesto en un 73,47% por mujeres). Estos datos ya sugieren que la variable edad dentro de este grupo etario debería ser puesta en consideración en relación al género. En este sentido, hablar de adultos mayores es, en gran medida, hablar de mujeres y en particular de viudas. Pero existe también una segunda razón -proveniente de mi trabajo de campo- que sugiere la necesidad de una apertura hacia cuestiones relativas a esta índole.
     En consonancia con lo planteado por las EV, la mayoría de nuestras entrevistadas manifiestan no haber sido víctimas de delitos. Las que lo han sido mencionan algunos hurtos ("cortes" de cartera en el transporte público) y arrebatos en la vía pública. Existe, sin embargo, un tercer elemento que aparece recurrentemente en las narrativas obtenidas, esto es, la referencia a episodios que involucran el uso potencial de la violencia sexual en el espacio público. Muchas veces, estos episodios son referidos de manera un tanto confusa (en el sentido de ausencia de un relato claramente organizado), pero, en general, siempre presentan algunas características comunes. Cuando son narrados en primera persona se trata, en todos los casos, de un agresor varón y desconocido ("un tipo"; "me tiró"; "me manoseó"; "me quiso agarrar") que nunca es del todo exitoso en su intento a raíz de la intervención de terceros o por la actitud asumida por la propia entrevistada ("quién sabe lo que hubiese sucedido"; "podría haber sido mucho peor"). En este sentido, se expresa Luisina -quien no ha sido víctima de robos, ni hurtos- cuando se le pregunta por sus experiencias de victimización:

C: Y esto que me contaba de los ladrones,¿le pasó alguna vez por acá?
L: No, por acá no. Digamos una vez, entrando en la calle Rawson, a un edificio torre. Antes de entrar y poner la llave, uno entra conmigo, me tira al piso y me manosea toda. Y de la misma manera me pasó en Wilde, venía de ver a los chicos. Y no era tarde, y en ese momento yo tenía 46 años. Ya una se consideraba vieja. Una noche lluviosa, caminando, llegando a mi casa, un tipo me dice "Vení conmigo", tenía abierta la puerta del coche. "¿Pero dónde?, me miraste la cara de vieja, vas a tener un disgusto conmigo", me puso el revolver acá [señala su cuello],"Miráme bien, porque soy una vieja, qué vas a hacer conmigo". Bueno, me dejó. Me asusté, sí. Eso me pasó dos veces.

     En relatos de otras entrevistadas, ésta es incluso la primera cuestión planteada al iniciarse la entrevista, constituyen la razón del abandono de la residencia anterior y la posterior instalación en el barrio actual.

C: Empecemos por ahí, por... ¿Cuánto tiempo hace que está en el barrio?
O: Yo hace más o menos veinte y pico de años.
C: ¿Y antes dónde vivía?
O: En Primera Junta, en Rivadavia 5400, un primer piso a la calle, y me vine más al centro porque, como viste, yo soy sola, entonces me resultaba muy difícil. Por ejemplo, si quería venir al centro o me quería encontrar con una amiga y mi amiga por ahí vive acá a 8 cuadras, y yo me tenía que volverme sola. Hasta que una noche, yo tenía un garage que estaba ahí muy cerca de la puerta donde yo vivía y había un sereno, un hombre muy bueno, un señor mayor que era la única garantía que yo tenía. Porque yo venía al centro, pero volvía después en colectivo y me bajaba, y tenía que cruzar porque yo vivía en la vereda de enfrente hasta que un día fui a poner la llave y cuando quiero poner la llave me encuentro con un señor, un tipo atrás mío, vistes. Y gracias a ese portero de ese garage fue que me salvó, sino me hubiese asaltado porque si me empuja me....; una vez que entró conmigo me hace entrar al departamento y que sé yo lo que pasa adentro -de gusto no iba a venir- o me iba a robarme o me podía hacer cualquier cosa. Y entonces quedé bastante shockeada con eso.

     Si bien este episodio no posee un carácter tan explícito como el anterior, reitera en la misma medida que otros relatos capturados, la referencia a la oscuridad, a la soledad en el espacio público y a un cuerpo masculino amenazante. En el relato de Graciela -quien tampoco tiene experiencias de victimización previas -este temor a la violencia sexual se extiende incluso hacia las otras mujeres del grupo familiar:

C: Y a usted, ¿nunca le pasó nada por acá? ..., ¿ por otro lado? ...
G: No, gracias a Dios, ya toqué madera, voy a tocar madera de nuevo porque yo creo que me vuelvo loca. La impresión. Porque yo me acuerdo que la cuidaba a M [su nieta] chiquita, ella había salido no sé si con V [una amiga] o con quien y yo andaba con los otros dos chicos, los había sacado a pasear y llego y la encuentro llorando, hecha un mar de lágrimas ¡Bah!, ¡Bah!, me agarraron dos tipos y me arrinconaron y yo dije "¡no la habrán violado!", suponéte, era chiquita, tenía 12 o 13 años. Le arrancaron una cadenita de oro que tenía desde que había nacido. La arrinconaron y ella se tapó así, y dice que le arrancaron... y ese episodio nomás, gracias a dios que no pasó otra cosa.

     ¿Cuál es el sentido, entonces, que podemos adjudicarles a las referencias a este tipo de eventos dentro de estos relatos? Cabe aclarar que, en este punto, no nos interesa la correspondencia total o parcial de estas referencias discursivas con experiencias concretas, cuestión que, por otro lado, sería imposible de abordar. Más bien, interesan estos episodios -que involucran siempre un cuerpo masculino amenazante en el espacio público- en la medida en que se multiplican a lo largo de las entrevistas realizadas. Es decir, su sola recurrencia enunciativa debiera estar sujeta, entonces, a un trabajo interpretativo. En el contexto local, y dado que una de las paradojas identificadas por las encuestas de victimización radica en el alto nivel de "sensación de inseguridad" registrado en el grupo de las mujeres en relación a un -comparativamente- bajo riesgo de victimización, emerge también la siguiente pregunta: ¿Podrían estos relatos brindar alguna clave de inteligibilidad a la hora de pensar los altos niveles de "sensación de inseguridad" registrados por las EV dentro del grupo de las adultas mayores?
     En la bibliografía temática, se han formulado tres hipótesis a la hora de interpretar el alto nivel de temor frente al delito manifestado por las mujeres en el marco de los estudios de victimización. En primer lugar, se ha sostenido que la paradoja riesgo de victimización/ miedo al delito, para el caso de las mujeres, podría ser explicada a partir de la victimización oculta que éstas sufren (Pain, 1997). Desde esta perspectiva, una gran cantidad de delitos contra las mujeres que no son usualmente denunciados (violaciones, violencia doméstica, acoso sexual) justificarían las altas tasas de miedo al delito dentro de este grupo.6 En segundo lugar, se ha planteado la necesidad de pensar esta paradoja a través de distintos tipos de victimizaciones, más que a través de referencias amplias a la categoría delito. En este sentido, la mayor "sensación de inseguridad" de las mujeres deriva de su sensibilidad a un delito específico: la violación. Desde esta perspectiva, las mujeres temen a delitos cuya posibilidad de ser víctimas es baja (fundamentalmente homicidio, asalto armado en la vía pública o en el hogar), porque entienden que estos pueden acarrear como subproducto una violación (Ferraro, 1996; Warr, 1984). La tercera perspectiva ubica la cuestión en el marco de los procesos de producción de masculinidad. En este sentido, se sostiene que, por lo menos, parte de esta paradoja puede ser explicada por el hecho de que los varones tienden a invisibilizar sus temores en la medida en que interpretan su eventual victimización como marca de debilidad. Desde esta perspectiva, se cuestiona la idea de que el "miedo al delito" de las mujeres pueda ser desproporcionado o exagerado, poniendo énfasis, por el contrario, en la subvaloración realizada por los hombres respecto de su propio riesgo de victimización (Stanko y Hobdell, 1993; Goodey, 1994).
     Escapa a los objetivos de este trabajo, evaluar en detalle cada una de estas interpretaciones que, por su parte, no resultan mutuamente excluyentes. Analizar la tercera hipótesis requeriría un tipo de abordaje metodológico distinto al realizado. Es de mi interés sugerir, a partir del desarrollo de mi trabajo de campo, una nueva dimensión, esto es, que la cuestión de los temores de las mujeres a la criminalidad debe ser anclada en una cuestión más amplia que nos remite, necesariamente, a las representaciones que las mujeres tienen sobre el espacio público. Un espacio sujeto a la jerarquía del género, que imprime con fuerza su marca en las menores rutinas de la vida cotidiana.
     Muchos trabajos han mostrado que las mujeres resultan mucho más victimizadas en el espacio doméstico que en el espacio público (Pitch, 1995; Pain, 1995, 1997). Se ha sostenido, entonces, que los altos niveles de "miedo al delito" registrados en el grupo de las mujeres pudieran atribuirse a una proyección de los delitos que son víctimas dentro del espacio doméstico y que, frecuentemente, no son denunciados (Koskela, 1997). Sin desmedro de esta hipótesis de trabajo, el argumento que quiero sostener aquí es un poco diferente. Lo que sugiero es que las mujeres son objeto -en su circulación por los espacios públicos- de una violencia que no reviste un carácter físico, violencia menos espectacular, pero sí más sutil, rutinaria y cotidiana, y que debiéramos considerar seriamente a la hora de abordar las percepciones y representaciones que las mujeres tenemos sobre los espacios públicos (y la cuestión de la "sensación de inseguridad" no puede ser extraída por fuera de este marco). Me refiero a un conjunto de variadas situaciones que incluyen miradas fijas, comentarios sexuales y eventuales contactos físicos no solicitados, no bienvenidos y no recíprocos, y persecuciones que imprimen un carácter jerárquico de género a la circulación por los espacios públicos. Entiendo que los relatos de nuestras entrevistadas -más allá de su correspondencia o no con acontecimientos concretos- pueden ser interpretados dentro de este conjunto de experiencias.
     No existe en nuestro medio un vocabulario específico para nombrar estas situaciones -y esto es en parte síntoma de la invisibilidad del problema-, aunque si la hay en el contexto sajón; diversos grupos feministas han impulsado la denominación "acoso callejero" (street harassment) o "acoso público" (public harassment) para dar cuenta de este conjunto de conductas que no se encuentran tipificadas penalmente y que quedan por fuera de lo que usualmente se denomina "acoso sexual" (sexual harassment), el cual se restringe a los ambientes laborales.
     Como decíamos previamente, ésta es una violencia cotidiana, sutil, rutinaria y capilar, que no posee un carácter físico, y que no supone muchas veces delito alguno. Estas variadas situaciones responden bien al concepto de violencia moral sugerido por Segato. Según ella, la violencia moral debe ser distinguida de la violencia física, y comprende "todo aquello que envuelve la agresión emocional, aunque no sea conciente ni deliberada. Entran aquí la ridiculización, la coacción moral, la sospecha, la intimidación, la condenación de la sexualidad, la desvalorización cotidiana de la mujer como persona, de su personalidad y sus trazos psicológicos, de su cuerpo, de sus capacidades intelectuales, de su trabajo, de su valor moral" (2003: 115). La eficacia de este tipo de violencia radica en su capacidad para naturalizarse, imprimiendo un carácter jerárquico a las rutinas de la vida cotidiana sin necesidad de apoyarse en acciones de violencia física o delictiva. Mientras que las consecuencias de la violencia física son evidentes y, por ende, más fácilmente denunciables, no sucede lo mismo para aquellas situaciones que involucran el ejercicio de la violencia moral, para las que, frecuentemente, incluso carecemos de denominaciones específicas.
     Retomando la segunda hipótesis mencionada, es cierto que el miedo a la violación es un miedo predominantemente femenino. Histórica e interculturalmente, se encuentra bastante probado que las mujeres no violan, tanto como no cometen homicidios de índole sexual (Cameron y Frazer, 1994). Las mujeres, en cambio, constituyen el grupo predominante de víctimas -junto con otros varones, generalmente más jóvenes- de este tipo de hechos. Y, sin duda, menciones a este temor aparecen a lo largo de las entrevistas realizadas. Pero la violación probablemente sea solo la última opción (en tanto pasaje al acto) en un continuum de situaciones posibles que suponen la depredación simbólica del cuerpo femenino por un varón y que constituyen los emergentes empíricos del simbólico patriarcal (Segato, 2003). Desde ya que es válida la sugerencia de Warr de rastrear la causa de los temores femeninos a través de delitos específicos más que en referencia a la categoría amplia de delito. El punto es que debiéramos considerar aquí las experiencias de las mujeres, y no solo las definiciones jurídicas de los acontecimientos. Entonces, más que pensar en un temor a la violación -tal cual es esta definida en nuestros ordenamientos jurídicos- como clave explicativa de los temores de las mujeres, encuentro más sugerente la categoría propuesta por Segato de violación alegórica. Ésta incluiría un conjunto de situaciones de abuso y manipulación del cuerpo del otro, en ausencia de su consentimiento, sin que necesariamente exista un contacto sexual. En el argumento de Segato, la analogía es posible en la medida en que la violación forma parte de una estructura de subordinación previa a cualquier escena en la que se reactualice. Al participar la violación del horizonte de lo simbólico ciertas escenas no calificables estrictamente como "sexuales" pueden ser leídas de este modo. Por ello, muchos actos de manipulación forzada del cuerpo femenino pueden desencadenar un sentimiento de terror similar al de la violación cruenta. La existencia de esta profunda estructura de subordinación previa al acontecimiento concreto hace que la víctima experimente este terror. ¿Cuáles son, entonces, violaciones alegóricas? Dice Segato:

"La alegoría por excelencia es, a mi juicio, la constituida por la male gaze o mirada fija masculina, en su depredación simbólica del cuerpo femenino fragmentado. La mirada fija, en oposición al mirar, fue teorizada por Lacan y examinada de manera esclarecedora en su mecánica por Kaja Silverman (1996). Este tipo de intervención visual procede al escrutinio de su objeto sin que pueda deducirse la conmutabilidad de posiciones entre observador y observado, y en esta característica se diferencia del mirar: éste se intercambia, mientras que la mirada fija es imperativa, sobrevuela la escena y captura a su presa. La cámara fotográfica incorpora este tipo de intervención visual en el mundo: "Cuando sentimos la mirada de la sociedad fija en nosotros, nos sentimos fotográficamente "encuadrados" [...] cuando una cámara real se vuelve hacia nosotros, nos sentimos constituidos subjetivamente, como si la fotografía resultante pudiese de algún modo determinar "quiénes" somos (Silverman, 1996: 135). La mirada fija, como la violación, captura y encierra a su blanco, forzándolo a ubicarse en un lugar que se convierte en destino, un lugar del cual no hay escapatoria, una subjetividad obligatoria" (2003: 41).

     El concepto de "violación alegórica" proyecta una nueva luz de inteligibilidad sobre todas aquellas situaciones de acoso callejero que hemos mencionado previamente, en la medida en que éstas suponen la captura mediante la mirada, un acto de habla o una conducta (aunque ésta no implique contacto físico alguno) de un cuerpo femenino más allá del deseo de la mujer: miradas que no admiten conmutabilidad de posiciones, comentarios sexuales no recíprocos y no bienvenidos, y persecuciones encuadran dentro de esta categoría.7 El acento pasa aquí a estar puesto en la imposibilidad de intercambiar posiciones entre el que mira y es mirado; entre el que habla y el que escucha, entre quien es objeto de una acción física y quien la recibe.
     Más allá de la vasta investigación etnográfica desarrollada que da cuenta de la amplia variabilidad a la que están sujetos los procesos de construcción de género (Collier y Rosaldo, 1981; Ortner y Whitehead, 1981), la tendencia hacia la subordinación de la mujer se mantiene como una constante intercultural, con su consecuente oposición entre un espacio doméstico considerado femenino y un espacio público masculino (Ortner, 1974; Rosaldo, 1974).8 El espacio físico, por su parte, funciona como una suerte de simbolización del espacio social, con toda su estructura de posiciones (Bourdieu, 1993). De este modo, las jerarquías sociales se imprimen en las prácticas y representaciones en relación a los usos del espacio público. Entiendo que la cuestión de la "sensación de inseguridad" no puede ser extraída por fuera de este marco. No podemos "medirla" en un vacío, presuponiendo que todos los grupos sociales se representan el espacio público de la misma manera. Quizás, ésta sea una clave interpretativa para explicar esta "distorsión" relevada por las EV entre la "sensación de inseguridad" y el riesgo objetivo de victimización. En el caso de los adultos mayores, por lo que -tomando un término propio de las discusiones sobre desarrollo urbano- hemos denominado barreras de accesibilidad y, en el caso de las mujeres, por la marca de género que cruza el uso de estos espacios9, se trata de aquellos grupos para los cuales el espacio público aparece como más hostil y desafiante, por razones que exceden la cuestión de la criminalidad. Para las adultas mayores, quienes han desarrollado su ciclo vital en el marco de un conjunto de significados culturales que asignaba roles todavía más tradicionales a las mujeres -más alejadas de lo público, más confinadas al espacio doméstico- la manera en que la jerarquía del género atraviesa la circulación por los espacios públicos es un tema especialmente a tener en cuenta. Sugiero, entonces, que las referencias en las narrativas obtenidas a un uso potencial de la amenaza sexual en el espacio público -con esta serie recurrente de oscuridad, soledad en el espacio público y un cuerpo masculino amenazante- puede ser interpretada dentro de este conjunto de
experiencias de acoso callejero cotidianas y de larga duración en el ciclo vital.

Mujeres, representaciones sobre el espacio público y campañas de ley y orden

Las mujeres son víctimas tanto de un conjunto de delitos usualmente no registrados por las estadísticas oficiales de la criminalidad, en la medida en que estos permanecen invisibilizados dentro de la esfera doméstica (Koskela, 1997; Pain, 1995, 1997; Pitch, 1995), como objeto de violencia de conductas no tipificadas legalmente como delitos y que revisten una escasa visibilidad. Existen un sinnúmero de experiencias cotidianas de violencia moral -para tomar el término utilizado con Segato- que se desarrollan en el espacio público contra las mujeres que escapan a toda tipificacion jurídica. Aquellas conductas que hemos mencionado tomando la denominación sajona de street harassment ("acoso callejero") se incluyen dentro de éstas. Retomando las cuestiones planteadas al inicio de este trabajo, ¿cuáles podrían ser dimensiones de análisis relevantes -distintas del aumento de la criminalidad- a los fines de reinterpretar la sensación de inseguridad relevada por las EV dentro del sector de las adultas mayores? Hemos argumentado que la "sensación de inseguridad" frente al delito no puede ser escindida de las percepciones y representaciones que los diferentes grupos sociales construyen sobre el espacio público. En este sentido, entiendo que no podemos cuantificarla en una suerte de vacío, más allá de la manera en que distintos grupos se representan el espacio público, tanto como las posibilidades y las características de su circulación en ellos. Esto significa pensar que existen diferentes modalidades de circulación en los espacios públicos, que algunas modalidades suponen posiciones de mayor fragilidad que otras y que estas posiciones guardan alguna relación con la manera en que los sujetos construyen sus representaciones sobre la seguridad/ inseguridad callejera, tanto como la manera en que se identificarán con los discursos políticos de las campañas de ley y orden.
     Frecuentemente, no disponemos siquiera de un lenguaje para dar cuenta de esta fragilidad de posiciones. Los problemas derivados de las barreras de accesibilidad para los adultos mayores (Varela, 2005), como aquellas experiencias que hemos denominado acoso callejero, poseen en consecuencia una escasa visibilidad. En contraste, las campañas de ley y orden han sabido proveernos durante los últimos años tanto de un nutrido lenguaje como de un responsable claro, diferenciado y acotable de los "males sociales". Douglas (1985) ha señalado que las percepciones respecto de los riesgos sociales no pueden ser aisladas de los sistemas de culpabilización que se encuentran situados social y culturalmente. La percepción y la aceptabilidad del riesgo están indisolublemente ligadas a la cuestión de que alguien sea percibido como causando ese daño y quién sea éste. Por su parte, como ha mostrado Pitch (2005), el campo penal se ha constituido en las últimas décadas como una arena propicia para la reconstrucción de actores políticos de cara al declive de las viejas identidades políticas. Cabe preguntarnos, entonces, si en momentos en que la instalación en la agenda pública del problema de la "seguridad" en la Argentina parece constituir una de las únicas vías para obtener una pronta atención política, la cuestión de la inseguridad no se convierte en una narrativa cultural que anuda o permite canalizar "malestares" de características más difusas.
     Dice Bourdieu en La miseria del mundo (1993) respecto del contexto francés:

"Están presentes todos los signos de todos los malestares que, por no encontrar su expresión legítima en el mundo político, se reconocen a veces en los delirios de la xenofobia y el racismo. Malestares inexpresados y con frecuencia inexpresables, que las organizaciones políticas que para pensarlos solo disponen de la categoría anticuada de lo "social", no pueden ni percibir ni, con mayor razón, asumir. No podrían hacerlo sino con la condición de ampliar la visión mezquina de lo político que heredaron del pasado e inscribir en ella no solo todas las reivindicaciones insospechadas que los movimientos ecológicos, antirracistas o feministas (entre otros) llevaron a la plaza pública, sino también todas las expectativas y esperanzas difusas que, por afectar a menudo la idea que la gente se hace de su identidad y su dignidad, parecen competer al orden de lo privado, y por lo tanto, estar legítimamente excluidas de los debates políticos" (1993: 557).

     En atención a nuestro contexto, topografiar esta "microfísica de malestares" constituye un primer paso que, haciéndolos entrar en un régimen de visibilidad, permita comenzar a identificar un sinnúmero de causas del sufrimiento social. Este camino tal vez pudiera ayudar a brindarnos decodificaciones más precisas de los malestares sociales (que entiendo en nuestro contexto se juegan predominantemente en la construcción de la figura del "delincuente" como pura "nuda vida" en palabras de Agamben o en los discursos demonizadores de las organizaciones de trabajadores desocupados). Una ciencia de lo social, también dice Bourdieu, al igual que la medicina, comienza con el reconocimiento de las enfermedades invisibles, es decir, aquellas de las que el "enfermo" no habla, porque no sabe de ellas o porque no puede comunicarlas. Desde esta perspectiva, abordar la identificación de los sujetos con el discurso de la inseguridad y las consecuentes campañas de ley y orden requiere comenzar a desarmar estos anudamientos.

Notas

1 En el presente trabajo utilizaré indistintamente ambos términos.

2 Implementadas en la Ciudad de Buenos Aires y otros grandes centros urbanos en base al modelo propuesto por UNICRI (Instituto Interregional de Investigación de Naciones Unidas sobre el Delito y la Justicia).

3 Saltalamacchia (1992) distingue entre un uso teórico y epistemológico de los conceptos. En el primer caso, los conceptos participan de una totalidad explicativa, en el segundo caso, estos son desprendidos de los cuerpos teóricos de los que participan y utilizados como instrumentos para la percepción de ciertas facetas del objeto no detectables desde una única perspectiva (desarticulación/rearticulación). En este sentido, los aportes que aquí tomo del psicoanálisis, respecto del concepto de fobia, se orientan hacia esta segunda función.

4 En este sentido, vale mencionar que la incidencia de las no-respuestas en este grupo dificulta la comparación entre los distintos grupos etarios.

5 A esto contribuyen las barreras de accesibilidad en el espacio público (veredas rotas, altos escalonamientos en la superficie, escasa luminosidad), las características que asumen la circulación en estos por unos otros dotados de potencialidades físicas diferentes (jóvenes que "corren" y "empujan") tanto como estas apropiaciones particularizadas del espacio público (objetos de distinto tipo colocados por particulares generalmente en función del desarrollo de actividades comerciales, sumados a ciertas modalidades de circulación ejercidas por las personas). Estas cuestiones contribuyen a generar entre los adultos mayores una percepción del espacio público como un territorio, por un lado, plagado de obstáculos y dificultades que colocan en peligro en todo momento la integridad física personal, ya de por sí vulnerable y por otro, como "tierra de nadie" sujeta a ninguna regla y, por ende, a apropiaciones particularizadas, en las que las posibilidades de imponerse con sus demandas -en función de una cierta vulnerabilidad física y social- son mínimas (Varela, 2005).

6 Pain (1997) incluso ha sostenido que este argumento pudiera extenderse para el caso de los adultos mayores (una población predominantemente femenina) en la medida en que la mayor permanencia dentro del espacio domestico pudiera aumentar la exposición a la violencia domestica por parte de cónyuges, familiares y cuidadores.

7 Esta recuperación que hace Segato de los trabajos de Kaja Silverman es interesante justamente en relación a la estrategia desplegada por diversas organizaciones feministas en los Estados Unidos en su lucha contra el street harrassment. Ellas proponen fotografiar -por intermedio de las cámaras provistas por la telefonía celular- a los "acosadores callejeros" haciendo luego públicas sus fotografías en Internet. A la captura por la mirada del otro, ellas opondrán la captura por la maquina fotográfica en una búsqueda de inversión de las posiciones en las que se sostiene la male gaze. Véase www.hollabacknyc.com.

8 Este modelo, que distingue tajantemente entre espacio público y doméstico, ha sido sometido a varias críticas (entre ellas, Collier-Yanagisako, 1982).

9 Investigaciones recientes realizadas en países desarrollados parecen indicar también la posibilidad de colocar los temores femeninos a la violencia callejera en el marco de experiencias recurrentes de acoso callejero (para ello véase Koskela, 1997; Pain, 1995, 1997).

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