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Mora (Buenos Aires)

versión On-line ISSN 1853-001X

Mora (B. Aires) v.14 n.1 Ciudad Autónoma de Buenos Aires ene./jul. 2008

 

RESEÑAS

Quignard, Pascal. El sexo y el espanto, Barcelona, Editorial Minúscula, 2006, 240 págs.

En El sexo y el espanto, Pascal Quignard, con su provocativo estilo que desconoce fronteras entre el ensayo erudito y la prosa poética, aborda las continuidades y rupturas entre la normativa sexual griega y la rígida moral sexual romana promovida especialmente por el gobierno de Augusto y su legislación. Asimismo, tal como puede leerse en su título, el espanto hace referencia a la representación pictórica, el otro eje de análisis en el que se basa este estudio del pensador francés. Según Quignard , "La visión de la representación más directa posible de la cópula humana procura una emoción siempre extrema de la que nos defendemos [...] Los antiguos romanos, a partir del principado de Augusto, optaron por el terror" (239). Ciertamente, este espanto se cristaliza en la mirada oblicua, característica de los personajes que protagonizan los frescos pompeyanos, como el que ilustra la tapa de la presente edición. Sin embargo, a lo largo de los dieciséis capítulos en que se divide esta reflexión, el autor no se limita a considerar los frescos únicamente como fuentes para nuestro conocimiento de la vida sexual de los romanos, sino que configura al arte pictórico antiguo y su preceptiva como un paralelo de la normativa sexual. Por ejemplo, en el capítulo II, define a la pintura como una anacoresis -entendida como un "apartarse del mundo"- y al pudor, como una forma de anacoresis sexual.
     Quignard incluye en su exposición una valiosa y considerable variedad de referencias y citas de autores clásicos de diferentes períodos y géneros, aunque en algunos casos opta por dar de manera incompleta la referencia de la fuente clásica: Homero, Platón, Eurípides, Esquilo, Aristóteles, Teofrasto, Lucrecio, Plinio, "el Viejo", Tito Livio, Horacio, Virgilio, Suetonio, Séneca, Marcial, Apuleyo, etc. Asimismo, establece interesantes etimologías que no desconocen, aunque relajan la gramática histórica, para privilegiar las asociaciones psicoanalíticas y las motivaciones poéticas. En efecto, en el capítulo III, Quignard distingue lo que los romanos denominaban mentula (el pene) del fascinus (falo, phallós para los griegos), símbolo de autoridad masculina, instrumento de dominación interpersonal y garantía de fertilidad. Luego, señala la relación del fascinus con la mirada, ya que el fascinum propiamente dicho era un amuleto en forma de falo que se utilizaba para ahuyentar el mal de ojo (invidia). El autor destaca la relación etimológica entre fascinus, fascinatio (término traducido en la presente edición por "fascinación", también entendido como "encantamiento"), los versos fescennini (composiciones que se cantaban en las bodas y los festivales agrícolas, de carácter obsceno y que alejaban el mal de ojos), fascia (venda que las mujeres romanas utilizaban para sostener los senos), fascis (haz de varas de madera, atadas con una correa roja llevadas por los lectores delante de los magistrados) y el término fascismo.
     Quignard establece, sin duda, pertinentes y enriquecedoras relaciones entre sexualidad, pintura, construcciones mítico-literarias e historiográficas. Principalmente, el mito de Perseo y Medusa le permite (capítulo IV) centrarse en el tema de la mirada su relación con el poder, el deseo sexual, el sueño y la muerte. La mirada de Medusa es "erótica, hipnotizadora y tanática" (77). El autor asocia, por un lado, la mirada frontal del monstruo con la mirada oblicua y pudorosa de las mujeres retratadas por la pintura romana, mirada que evita la visión del fascinus; por otro lado, vincula el poder petrificante de los ojos de Medusa con la erección. Asimismo, la animalidad y su relación con el deseo sexual y la muerte son exploradas por medio de la historia de Pasífae, otro personaje mitológico incluido en la novela de Apuleyo (capítulo IX) y de las representaciones pictóricas de la llamada tumba de los Toros en Tarquinia y de la tumba del Nadador de Paestum (capítulo X).
     La estrategia de exposición de Quignard no es lineal, sino que avanza en forma de espiral: consiste en focalizar en cada capítulo un aspecto en particular de la temática tratada, el cual ya ha sido introducido en los capítulos precedentes y que será retomado en los posteriores. Así, en el capítulo I, a propósito del emperador Tiberio se introduce el ya mencionado concepto de anacoresis, retomado, como señalamos más arriba, en el capítulo II, para ser desarrollado en relación con la teoría atomista del epicureísmo e identificar la villa romana como el espacio destinado para este "apartarse del mundo". En este sentido, Plinio, "el Joven", constituye un ejemplo cabal del anacoreta refugiado en su villa (capítulo XIV) y los cristianos harán propio este ideal de aislamiento (capítulo XV). También el tema de la fascinatio, que se anuncia en los primeros capítulos, posteriormente es relacionado con el mito de Narciso (capítulo XIII), ya que, según afirma el autor de manera muy acertada, es la propia mirada, la mirada de la fascinatio, lo que mata a este personaje y no el amor por la propia apariencia como postulan la mayoría de las lecturas modernas del mito.
     En los últimos capítulos del libro, Quignard retoma los temas tratados hasta el momento y da fundamentada cuenta de que el abandono progresivo de la fascinatio por parte del patriciado romano es el punto de partida de las diferentes etapas de la metamorfosis que sufre la sexualidad romana hasta su culminación en el amor conyugal cristiano. Como fundamento de este nuevo tipo de vínculo, el escritor francés encuentra la antigua moral del obsequium ("obediencia propia del esclavo al amo", cfr. capítulo I) promovida por el emperador Augusto. El autor aporta nuevas reflexiones acerca de la confinación de los deseos al infierno cristiano, del pasaje del taedium vitae ("hastío") de los romanos a la acedia de los cristianos y, finalmente, concluye de manera convincente que es el puritanismo norteamericano el heredero de este bagaje cultural.
     Considero necesario hacer tres observaciones. En primer lugar, Quignard observa que en Roma la identidad personal está siempre amenazada por el "amor sentimental" (capítulo VII). No queda claro si adjudica a los romanos una concepción "romántica" del amor, lo cual es discutible. No obstante ello, se consignan a lo largo del capítulo ejemplos elocuentes de cómo los romanos consideraban al amor: una pasión enfermiza y enajenante. En este sentido, en el capítulo siguiente, Quignard estudia el tratamiento de las pasiones en la construcción de la figura de Medea según las tragedias de Eurípides y Séneca, los frescos y la versión cómico- satírica que de esta heroína trágica nos brinda Apuleyo en sus Metamorfosis (capítulo VIII). En segundo lugar, a propósito del imperativo que exige a los romanos un papel sexual activo y a partir de Séneca (Controversias IV, 10), el autor introduce el concepto de impudicitia, traducido como "pasividad" (capítulo I). Asimismo, define su contrario la pudicitia como "virtud del hombre libre". Tal traducción y esta última afirmación restringen el campo de significación y aplica el concepto de pudicitia a los varones. Por el contrario, en latín clásico, el término pudicitia apunta fundamentalmente a la "castidad" o "integridad física" de todos los sujetos encuadrados en su observancia y protegidos por las leyes augusteas de adulterio y estupro, cuya mayoría son mujeres (casadas, viudas o solteras) y también jóvenes menores de diecisiete años que pertenecieran a los estamentos superiores. En tercer lugar, el término luxuria se traduce por "lujuria" (capítulo IX, 165); al respecto, cabe aclarar que en latín clásico esta noción se relaciona básicamente con cualquier tipo de "exceso", sin la connotación estrictamente sexual que luego adquiere en latín postclásico. Por último, señalaré también dos erratas: en pág.153 debe decir "los domini" por "los dominus"; en pág. 209 debe decir "sus villae" por "sus villa".
     Más allá de las observaciones anteriores, El sexo y el espanto de Quignard es una obra apropiada como lectura introductoria para todo aquel interesado en algunas de las inquietudes que perturbaban a los antiguos, tal como han llegado hasta nosotros. Sin embargo, no deja de ser una lectura sugerente para los estudiosos de la antigüedad clásica, puesto que en este trabajo se demuestra no solo la vigencia de los clásicos, sino también hasta qué punto han resultado estimulantes para los pensadores modernos y contemporáneos algunos de los temas más "fascinantes"- tal como lo expresa el pensador francés- de la Antigüedad.

Jimena Palacios

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