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Mora (Buenos Aires)

versão On-line ISSN 1853-001X

Mora (B. Aires) v.14 n.2 Ciudad Autónoma de Buenos Aires jul./dez. 2008

 

DEBATES

Feminismo, trata y nuevos tratos

Dora Barrancos*

* Directora del IIEGE.

Desde hace casi dos décadas, la trata de personas comenzó nuevamente a ser objeto de atención por parte de las naciones occidentales, sobre todo en el seno de la Comunidad Europea, y el problema fue advertido con creciente inquietud en nuestro país desde mediados de los años noventa. Debe recordarse que, inicialmente, la trata de personas se observó -y me parece que no ha dejado de ser así- como aspecto central del tráfico ejercido por las redes de operación trasnacional. De modo incontestable, la explotación de personas de nuestro tiempo, con diversos objetivos, se encuentra vinculada principalmente a las siguientes cuestiones: a) una mayor desarticulación de las economías y sociedades periféricas por efecto de la globalización; la falta de trabajo o las condiciones envilecidas del empleo llevaron a la captación de millares de personas para ocupaciones serviles; b) la inestabilidad producida por las guerras en el área de los Balcanes; c) las notables transformaciones ocurridas en el Este europeo, y muy especialmente, la extinción del denominado socialismo real.
      Ese agudo contexto de cambios permitió que se reavivaran antiguas urgencias en torno al comercio internacional de personas con el objeto de servir sexualmente, una cuestión que había quedado relegada desde mediados del siglo XX, cuando una buena cantidad de países ya había acatado el abolicionismo y también había condenado penalmente el proxenetismo. Las transformaciones del "instituto de la prostitución" no fueron pocas desde entonces si se tiene en cuenta lo que ocurrió en algunos países europeos, en donde aparecieron formas de legalización, esto es, normas de amparo legal a la compra y venta de servicios sexuales como ocurre con cualquier otra mercancía. En efecto, la agencia ejercida por las mujeres en condición de prostitución y cierta óptica particular relacionadas con las políticas de la sexualidad sostenidas por algunos países europeos, llevó a hacer lícito el concepto de "trabajo sexual". De este modo, Holanda, Bélgica y Alemania, que habían iniciado una experiencia de legalización circunscripta, en el inicio, a ciertas áreas -por lo general las grandes ciudades-, han legalizado de modo extenso la práctica de la prostitución, considerándola una actividad económica. En todos estos países se ha multiplicado el número de mujeres traficadas, sobre todo desde el Este. Piénsese que en Bélgica, el 40% de las prostitutas extranjeras provienen de los países que constituían la Unión Soviética1 , con Rumania a la cabeza como principal proveedor de mujeres dedicadas al comercio sexual. El aumento ha llevado a rediscutir la legalización, aunque en el caso de Holanda hay iniciativas tan patéticas, como la de creación de impuestos especiales para gravar de manera discrecional a las prostitutas ingresadas desde afuera. La prostitución de las extranjeras ha contribuido también a fomentar las nuevas manifestaciones de xenofobia aparecidas en las ultimas décadas, y se ha tornado moneda corriente atribuir el ejercicio de la prostitución a las mujeres provenientes de los países del denominado Tercer Mundo.
      Las nuevas formas del tráfico humano, bajo evidentes condiciones de coacción y reducción a métodos casi esclavos, han incrementado las preocupaciones de diversas agencias de la comunidad internacional, y se ha vuelto a poner en foco el problema del sometimiento sexual. Entre estas agencias se encuentran las representadas por diversas manifestaciones feministas. Antes de continuar, quisiera decir que el tráfico internacional, agudizado bajo las condiciones ya expresadas, es un aspecto de la cuestión que afecta especialmente a los países europeos. En América Latina abunda sobre todo, el tráfico interno, la captación de miles de mujeres nativas que son explotadas por redes y alianzas entre proxenetas y los poderes públicos, como es el caso de nuestro propio país, pero algunas naciones de la región han resultado principales proveedoras de España y Portugal, en donde actúan poderosas redes de sometimiento.
      La puesta en agenda del tráfico ha renovado la cuestión de la prostitución en sí misma y ha levantando una gran hojarasca entre las feministas. En general, hasta mediados del siglo pasado, las diversas corrientes del feminismo heredero del XIX, más allá de sus matices, coincidían en que el abolicionismo había sido un paso fundamental. Esto significó que las feministas anglosajonas -cuyas sociedades no habían sido reglamentaristas y que, por lo tanto, no habían vivido la experiencia de burdeles controlados por el Estado y regenteados por proxenetas- celebraran con las feministas de los países latinos, quienes fueron severas opositoras del régimen reglamentarista que esclavizaba a las mujeres, el fin de la esclavitud sexual. No obstante, las anglosajonas pensaban que debía irse mucho más lejos y prohibirse el ejercicio de la prostitución.
      No debe olvidarse que fueron, en gran medida, las agencias de mujeres en Inglaterra quienes impulsaron, a fines del XIX, las medidas controladoras de la sexualidad. Puede conjeturarse -aunque no contamos con investigaciones que avalen la hipótesis- que las feministas de los países que habían sido reglamentaristas -en su enorme mayoría católicos-, no exhibían la misma radicalidad. No pareciera corroborarse que la agenda de las feministas españolas, francesas, italianas o argentinas contuviera el punto de la completa extinción de la prostitución, aunque debe pensarse en las características muy diferentes de estos países. España se tornó abolicionista en los años 1950, en pleno franquismo, y es cuestión a analizar si el menguado movimiento de mujeres feministas, en virtud de la dictadura, pudo manifestarse entonces sobre la cuestión más amplia de extinguir la prostitución. En Francia, el abolicionismo dio lugar a normas que no sancionaban el ejercicio de la prostitución, sino a quienes intermediaban, a los que se aprovechaban del comercio sexual.
      La adopción del abolicionismo llevó a no criminalizar a quienes vivían de la venta de servicios sexuales. Nuestro país, como Francia, España e Italia, no prohíbe el ejercicio de la prostitución, y sobre todo en el nuestro, esa actividad está enmarcada en lo que se llama "derecho de reserva". Se trata de una garantía expresada en al Art. 16 de la Constitución Nacional que manifiesta que las acciones privadas, que no ofendan directamente a otros, son una cuestión personal cuyo juzgamiento no compete al Estado. Se trata de conductas cuya valoración moral está reservada a la conciencia de quienes las practican y a la trascendencia divina, si se cree en Dios. El Código Penal, en consonancia, tampoco penaliza a quien vende servicios sexuales con provecho económico para sí. De ahí que fueran aberrantes, por completo inconstitucionales, los edictos policiales de la Ciudad de Buenos Aires que perseguían, bajo la caracterización de escándalo público, a quienes ejercían la prostitución. Recordaré que los edictos fueron eliminados por la Legislatura de la ciudad a propósito de la autonomía ganada a partir de la reforma constitucional de 1994.
      Pero es innegable que formas similares a los edictos regulan todavía, de modo por completo inconstitucional, las vidas privadas en muchas áreas de nuestro país. Subsisten normas municipales en la mayoría de las provincias que penalizan a quienes comercian con el sexo, y no hace falta decir que hubo, en la propia Ciudad de Buenos Aires, un retroceso cuando en 1999 se modificó el Art. 71 del Código de Convivencia puniendo la oferta y demanda de sexo en la vía pública cerca de determinadas áreas. La situación empeoró mucho más cuando, en el 2005, una reforma conservadora, impulsada por el deseo de dar marcha atrás al garantismo constitucional porteño -al que se culpaba (y se culpa) de ser la fuente de la inseguridad-, creó condiciones aun más restrictas, penalizando a las prostitutas que comercian en el espacio público.
      En ocasión de estos cambios, en un sentido involutivo, diversos grupos feministas se expresaron en coincidencia respecto de preservar a las prostitutas de cualquier forma de punición, aunque los matices de esa postura resultaran ya evidentes. Por un lado, se argumentaba a favor del contenido de "trabajo" que comportaba el ejercicio de la prostitución. Recordaré que en el seno de la principal organización que nucleaba a las mujeres oferentes de prácticas sexuales, AMMAR, cuya movilización fue muy significativa desde el momento en que se iniciaron los debates de la Constitución en 1996, había discusiones acerca de identificarse o no con ese punto de vista. De la misma manera que en Uruguay -país que no adhirió al abolicionismo y prosiguió siendo reglamentarista durante todo el siglo pasado y continúa con el sistema de burdeles controlados estatalmente-, en Brasil y México, para citar solo algunos países de la región, una buena parte de las oficiantes hizo reclamos a fin de que legalmente se las identificara como trabajadoras. Su demanda consiste en que el Estado caracterice la profesión y permita a las "trabajadoras sexuales" el mismo régimen de derechos y de responsabilidades impositivas que rigen para las otras categorías de empleo. Esta opción legalista ha significado, incluso, una ruptura interna en las agrupaciones de meretrices.
      Otra posición que se puso de manifiesto en los debates fue no hacer lugar a la formulación de "trabajadoras sexuales", oponerse a cualquier tentativa de legalizar el oficio, pero respetar el derecho de las meretrices a expresarse desde una subjetividad reivindicante y, aun, de manifestar adecuación existencial y hasta contentamiento con esa forma de desempeño que no pocas aluden como una "opción". Este punto de vista puede sonar paradójico, pero creo que resulta el más extendido entre los distintos grupos latinoamericanos de feministas. No hay como disentir del argumento que señala que la prostitución sintetiza, de modo paroxístico, las reglas de la sujeción patriarcal, reglas que requieren la objetivación completa de la mujer. La operación de someter supone que el objeto de deseo sea comprado, porque mediante esa transacción la mujer se torna, en efecto, un dominio masculino. Los varones que compran los servicios sexuales actualizan los procedimientos de la subordinación patriarcal, se adueñan de veras de la subordinada. Sin esa compra, que funge como ritualización material, se morigeran las formas simbólicas del sometimiento. Ordenar a una mujer el deseo propio es, finalmente, ser propietario de toda y cualquier mujer, no apenas de la que se usa como recurso temporal, y no hay dudas de que todos los códigos feministas se apoyan en estos términos interpretativos.
      Pero la explotación del sistema patriarcal no se agota en la prostitución sexual. Muchas prostitutas alegan que, finalmente, hacen lo que quieren y nos enrostran las formas igualmente serviles que afectan a la mayoría de las mujeres, subordinadas a los varones de muy diferentes formas, y que ni siquiera reciben retribución por la enajenación de su autonomía. Si el paroxismo es la entrega del cuerpo, ellas sostienen que apenas venden servicios, ciertas acciones del cuerpo que se intercambian por dinero, mientras otras partes del mismo cuerpo quedan por fuera del contrato, y argumentan en materia de "libertad interna", cuando no de la capacidad reservada al arbitrio, de escoger y rechazar clientes. Podemos seguir enunciando que esa réplica es falaciosa, que la libertad es exactamente soberanía y que, aun cuando el sistema capitalista realiza exacciones monstruosas, mutilaciones de cuerpos y de almas, la enajenación de la sexualidad es un límite que no se puede ni debe trasponer, tal lo que predica una nervadura central de la política feminista.
      Debe admitirse, entonces, que es necesario comprender la perspectiva de quienes ejercen la prostitución, los mecanismos más intrincados de esas conductas que, creo, como toda conducta humana, finalmente se sitúan más allá de las lógicas cerradas de apreciación de principios políticamente correctos. Deberíamos aceptar que hay un plus, un excedente a los razonamientos basados en apreciaciones normativas en materia de sexualidad, aunque estoy lejos de proponer que ese plus autorice a cualquier prerrogativa, y quiero ser terminantemente clara: niños y niñas deben ser completamente preservados de la ley del deseo.
      Cerrar la cuestión de la prostitución en un discurso normativo que solo evoca la raíz patriarcal del sometimiento, es tan equivocado como el de argumentar simplemente que se trata de una actividad económica. He sostenido muchas veces que normatizar la sexualidad en forma de ley es absolutamente peligroso, y que nuestra sociedad debería ser capaz de autorizar la sexualidad a través de los mecanismos negativos del derecho. ¿Qué quiere decir esto? La ley escrita puede ser positiva, es decir, puede dar derechos de modo expreso, o puede ser negativa, es decir, prerrogar acerca de lo que NO debe hacerse para que se impida el usufructo de los derechos. El sexo, puesto positivamente en la ley, es siempre un grave problema, pues debe nombrar, identificar, cosificar, estatizar. Cuando Judith Butler enfrenta adversamente lo políticamente correcto del casamiento gay, lo hace en nombre de asegurar más derechos, esto es, de que el Estado no tenga nada que decir positivamente en la cuestión del deseo, porque siempre implicará la posibilidad de controlarlo. Se trata de una posición libertaria que respeto mucho -aunque sus efectos prácticos finalmente sean discutibles-, pero que entrañan, desde el punto de vista jurídico, la capacidad de que no se denieguen las uniones homosexuales.
      Es muy probable que cuando aparezca este trabajo, el Congreso de la Nación haya aprobado la ley que penaliza la trata.2 Debe decirse que esa ley no era necesaria, porque el Código Penal criminaliza como corresponde a quien intermedia en materia de oferta y demanda de sexo, hay condenas expresas de la reducción al servilismo, y además se han incluido las reformas relacionadas con la preservación de la integridad sexual, todo lo cual ya era suficiente en materia de derechos. La ley propuesta por el Senado y aprobada en Diputados contiene términos inadmisibles, como la de eludir una definición universal de la noción de trata y, en alguna medida, hace lugar al consentimiento cuando se trata de mayores de 18 años. El concepto de explotación es consustancial al de trata, y es un delito aberrante, aunque las y los explotados hayan consentido en razón de innumerables razones coercitivas. Feministas y no feministas saben que la nueva ley y la vieja normativa serán absolutamente inocuas si jueces, policías y representantes del poder político son parte del negocio de la trata, tal como ocurre en nuestro país. Es de temer que, a pesar de la protección a las víctimas,- algo que en verdad resulta menguado en la nueva propuesta de ley-, las mujeres en condición de prostitución, que no pueden ser criminalizadas, como sustenta nuestra normativa abolicionista, terminen señaladas como parte del negocio. La verdad es que en lugar de una nueva ley es preciso un nuevo pacto, una acción sostenida que comience por denunciar a quienes explotan, a las redes articuladas de rufianes responsables hasta de desapariciones y asesinatos en nuestros días. La denuncia requiere de nuevos tratos, incluso de una rectificación del movimiento feminista que no tuvo -no tuvimos- determinación suficiente para sostener la campaña que reclamaban los asesinatos seriales de prostitutas en Mar del Plata, para citar un área bien conocida.
      No escapa que es preciso sustentar también nuevos tratos entre el movimiento de mujeres, incluidas desde luego las organizaciones de meretrices, el feminismo y la sociedad política para que se cumpla la ley que impide a cualquier ser humano la esclavitud y el cautiverio. Pero también necesitamos de nuevos términos de acuerdo entre el feminismo, el deseo sexual y el erotismo. Es imprescindible no juzgar apenas con la teoría patriarcal en la cabeza, porque es insuficiente, más allá de su esquemática corrección. Seguramente, son términos contradictorios abogar por la soberanía del cuerpo y aceptar que sean ofertados ciertos servicios del cuerpo, pero convengamos que no es la única contradicción que enfrentamos las feministas. Y conviene, sobre todo, no ser patéticas si deseamos que nuestras convicciones, efectivamente, mejoren el discrecional orden de las cosas.

Notas

1 Las estadísticas de Bélgica pueden espejar bastante bien la situación de los países que se anticiparon en materia de legalización y que muestran una sobrerepresentación de meretrices procedentes de los ex países comunistas en el ejercicio de la prostitución, de tal modo que las nacidas en Rumania representan más de la mitad; las africanas constituyen casi el 30% y sobresale el grupo de las provenientes de Nigeria (más del 54%); los países asiáticos contribuyen en este país con cerca del 22% de las prostitutas. La proporción menor, cercana al 7%, corresponde a las mujeres provenientes de los países latinoamericanos.

2 La Cámara de Diputados aprobó el 9 de abril del 2008 la ley que penaliza la trata de personas para fines de explotación tanto sexual, laboral, extracción de órganos o de sumisión a la servidumbre.

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