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Mora (Buenos Aires)

versión On-line ISSN 1853-001X

Mora (B. Aires) vol.15 no.2 Ciudad Autónoma de Buenos Aires jul./dic. 2009

 

DOSSIER: BARRER DEBAJO DE LA ALFOMBRA LAS 'RELACIONES PELIGROSAS'

"Entonces ellas se convertían en rojas": desencuentros y amistades entre prostitutas y rojas en las cárceles franquistas1

Raquel Osborne*

* Universidad Nacional de Educación a Distancia, Madrid, España.

RESUMEN

La Guerra Civil española (1936-1939), tras la cual se instaló la dictadura franquista, generó una poderosa maquinaria represiva, que se prolongó largos años tras el final de la contienda. Las cárceles quedaron abarrotadas de presas políticas, pero también de presas comunes, muchas de ellas prostitutas, fruto de la miseria reinante. Mientras que las primeras sufrían largas condenas, la estancia de las segundas no solía ser superior a algunos meses. Además, el régimen de Franco nunca concedió a las presas políticas el estatuto de tales, de modo que una de sus principales reivindicaciones fue la de ver reconocida esta condición. La férrea organización de las presas políticas para evitar desmoralizarse ante la dura represión y las largas condenas era contrarrestada todo lo posible desde la dirección de la cárcel, fomentando el enfrentamiento entre las presas comunes y las políticas. Y por parte de estas últimas, la sexualidad se constituyó en barrera infranqueable, tanto por la forma en que era manipulada por la autoridad carcelaria como por múltiples circunstancias que concurrían para aumentar la distancia entre los dos colectivos. Incluso, en esta pugna, fueron esgrimidos argumentos sobre la degeneración social de las prostitutas. Paradójicamente, el franquismo utilizó argumentos similares de corte higienista acerca de la degeneración de la raza para inferiorizar a los "rojos" y justificar así toda suerte de represiones para con ellos. Así, muchas prostitutas, con un nivel cultural muy bajo, ingresaban en las cárceles horrorizadas solo de pensar en la proximidad de las "putas rojas". Carlota O´Neill, presa republicana de Franco desde el mismo inicio de la Guerra Civil, perteneciente a la burguesía liberal ilustrada, vivió esta situación. Tras producirse, por la proximidad del encierro, el cambio de actitud hacia las presas políticas por parte de las jóvenes prostitutas apresadas por Franco, O´Neill da voz a las experiencias del variado grupo de mujeres que integraban las filas de la prostitución en la mísera y represora España de los años 1930 y 1940. La fuente de nuestra información provendrá de los testimonios que algunas presas políticas nos han legado en sus memorias o novelas, que expresan posturas contrastadas entre sí y que constituyen una fuente privilegiada de información sobre las circunstancias que concurrieron en el período señalado.

Palabras clave: Cárceles franquistas; Presas políticas; Presas comunes; Sexualidad.

ABSTRACT

The Spanish Civil War and Franco´s regime created a strong repressive machinery. Prisons were full of female political prisoners, as well as female ordinary prisoners, many of them prostitutes as a result of the war and post war great poverty. While the first ones suffered long sentences -if not death sentences-, prostitutes stayed several months at worst. Moreover, Franco never recognised to political prisoners their status as such. Thus, they strongly vindicated this condition. Whereas political prisoners had an iron organization to avoid repression, the staff of the prisons pushed for great confrontation between the two groups of female prisoners. If prisoners were divided the staff could better control them. For female political prisoners and in order not to be vulnerable in front of the authorities, sexuality became an insurmountable divide with respect to the ordinary female prisoners. The political prisoners employed hygienistic arguments related to the degeneration of prostitutes to inferiorize them. Francoist´s employed similar arguments to degrade political militancy. As a result, many prostitutes were scared to remain in prison close to the "red whores", as the female political prisoners were labeled. There was a liberal bourgeois republican prisoner, Carlota O´Neill, who experienced that situation. After close contact with female political prisoners, prostitutes changed their attitude towards them. In its turn, O´Neill wrote about them, bringing us a legacy, otherwise impossible to be known, about common and mostly illiterate women, in particular prostitutes, about their problems and the way they were treated in the early post war Franco´s era. The source of the information for this article comes from the testimonies -auto-biographies and novels- of political prisoners, with a special attention to the one by O´Neill, as well as from the reconstruction of the period made by historians.

Key words: Franco´s prisons; Female political prisoners; Ordinary female prisoners; Sexuality.

Introducción

Con la Guerra Civil española (1936-1939), todo el orden social existente se trastocó. Mejor dicho: quedó destrozado. El país permaneció dividido en dos zonas, nacional -los sublevados- y "roja" -el gobierno de la República-, y en ambas se produjeron numerosas y más o menos (des)controladas detenciones, encarcelamientos y asesinatos. La República intentó, al cabo de cierto tiempo, sistematizar la represión y someterla al monopolio estatal, mientras que otro gallo cantaba en la zona de los golpistas: con las movibles fronteras, paulatinamente se ampliaba el territorio bajo su mando, las nuevas conquistas generaban más y despiadadas represiones, en una premeditada combinación de iniciativa militar y fuerzas paramilitares, sobre todo falangistas. Esta política de duro escarmiento continuó tras el fin de la guerra, obviamente ya solo desde el bando vencedor, donde se persiguió con saña a los vencidos durante largo tiempo.
     Esto significó, entre otras cuestiones, que las cárceles quedaron desbordadas en su capacidad. Por citar un ejemplo emblemático, la madrileña cárcel de Ventas, fundada por Victoria Kent, Directora General de Prisiones en la Segunda República (1931-1936), con una capacidad máxima para 500 reclusas, había llegado a albergar en 1939, según las distintas fuentes, entre 9.000 y 11.000 reclusas (diFebo), o incluso hasta 14.000, según el testimonio de Tomasa Cuevas (Hernández Holgado, 2001: 40). A este respecto, una de las palabras que más destaca cuando se estudian los escritos sobre la represión de la época es la de "hacinamiento"2.
     Con el nuevo régimen, la dirección de las prisiones se regía por la adhesión a los principios represivos del régimen, siendo sus nuevos servidores los falangistas, de una parte, y las órdenes religiosas, de otra, estas últimas habrían sido desterradas de esta función en los años de la República por los aires renovadores de la reforma penitenciaria. Ambos sectores, de acuerdo con las diferentes prisiones y en distintos momentos, nutrirán la dirección y el funcionariado/personal trabajador de estos lugaress, con una peculiaridad: las órdenes religiosas aportaban, con frecuencia, su propia infraestructura conventual.
     La guerra produce, asimismo, un desequilibrio demográfico: la población femenina oficialmente sin pareja alcanzó en 1940 su cifra máxima como consecuencia de la guerra, calculándose en 1.050.417 las mujeres que en 1940 no podrían nunca alcanzar el matrimonio (Falcón y Estany, 1977: 56). Es decir, había un superávit de mujeres solteras3. Al mismo tiempo, y según las estadísticas europeas, España ocupaba el último lugar por su población femenina activa. De hecho, y hasta 1950, la proporción de mujeres que trabajaba en España en relación con el hombre no llegaba al 16% (Ibid.). ¿Cómo se ganaban la vida tantas mujeres, sin incluir en este cálculo a las viudas?4. Queda claro que los hombres, mayoritariamente casados, contaban con mujeres "sobrantes" que difícilmente podían ganarse la vida, ante todo de forma decente,  en particular las mujeres de los vencidos, tanto por ser mujeres como por la miseria circundante. A esta situación se sumó que el comienzo de la posguerra civil en España coincidió con el principio de la Segunda Guerra Mundial.

El auge de la prostitución en la posguerra

Las imperiosas necesidades de supervivencia de las vencidas en este caso, así como la doble moral reinante, llevaron a miles de mujeres a la prostitución. Las cifras, imprecisas, son abigarradas: Rafael Torres calcula que en 1940 habría unas 200.000 mujeres en España ejerciendo la prostitución (Núñez, 2003: 23). Otras fuentes hablan, solo en la Barcelona de posguerra, de 50.000 mujeres ejerciéndola (Vinyes 2004: 59-60). En consonancia con estas cifras, la Fiscalía del Tribunal Supremo resaltaba el gran incremento de la prostitución, que en 1941 pasó a constituir el segundo gran bloque delictivo tras los delitos contra la propiedad (Núñez, 2003: 23).
     A ladronas y prostitutas se sumaban las "estraperlistas", o vendedoras en el mercado negro5, forma "consentida" de venta pues se sabía que era imposible alimentarse como es debido. A la cárcel desde ya  iban las pequeñas "estraperlistas". Por último, otros "delitos femeninos" en boga eran el aborto y el infanticidio. Según Vinyes, que cita fuentes del Patronato de Protección a la Mujer, proliferaban las prácticas abortivas clandestinas, con cálculos que sobrepasan las 30.000 para el periodo en cuestión. Complementario a este delito era el auge del infanticidio, que, en aras de su consideración de paliativo de la deshonra de la madre soltera, recibía muchos atenuantes y tenía escasa pena en relación con la envergadura del delito (Vinyes, 2004: 59-60)6.
     En el caso de la prostitución, se perseguía sobre todo a las prostitutas clandestinas, de calle, pues solo estaba legalizada la prostitución en los burdeles o lupanares. Inicialmente, las penas eran de quince días en prisión -por eso se las llamaba "quincenarias"-, y en los testimonios de las presas políticas hay numerosas referencias a este tipo de internas:

Al descongestionarse la cárcel de presas políticas, habilitaron dos sótanos para las llamadas 'estraperlistas' y las prostitutas de quincena y de mes [...]. Cada día ingresaban de 80 a 100 mujeres que las cogían en plena calle vendiendo pan, aceite, tabaco, y a niñas de quince y dieciséis años: las 'aguardienteras', llamadas así porque de madrugada vendían aguardiente en Recoletos y con el licor sus cuerpecitos desnutridos (Doña, 1978: 178).

     Pero ante la enorme proliferación de la oferta -Un inmenso prostíbulo (Roura, 2005) es el acertado título de un libro sobre la situación en la España de la época- y el escándalo que suponía su relativa impunidad para la imagen del régimen nacionalcatolicista, en 1941 se decide dar la apariencia de que se quería atajar el fenómeno y salvar a las jóvenes y descarriadas muchachas.
     Para ello se crea "La Obra de Redención de las Mujeres Caídas", con el cometido de montar prisiones especiales, tipo reformatorios, para la reforma moral y social de las jóvenes (cabe recordar que por aquel entonces no se obtenía la mayoría de edad hasta los 23 años). Si por otra parte, las menores eran encontradas, "cuando convenía", en los prostíbulos, su destino podía ser la cárcel convencional. Con todo, no eran penadas sino detenidas gubernativas, a las que se asignaba un periodo de internamiento indeterminado, con un período mínimo de tres meses y máximo de dos años, dependiendo de la "buena conducta" de la ingresada. El término medio de estancia se decidió con posterioridad que fuera de seis meses dado el abarrotamiento de los centros (Núñez, 2003).

El (des)encuentro con las presas políticas

Como resultado, y salvo en las cárceles especiales creadas para tal efecto7, políticas y comunes convivían. Como se puede suponer, la convivencia no era buena, y múltiples razones lo justificaban. Ya hemos mencionado el hacinamiento, con las consiguientes suciedad, falta de intimidad, dificultades para dormir, enfermedades, múltiples insectos, amén del hambre siempre presente. Por otra parte, el régimen se empeñó en no dar estatuto de políticos a los presos del bando republicano, y esa fue una reivindicación constante de este personal que necesitaba diferenciarse de los presos comunes. Asimismo, las duras condiciones en las cárceles, que incluía el secuestro de prisioneras para los juicios sumarísimos y los fusilamientos -sobre todo en los primeros años-, amplificadas por la absoluta discrecionalidad que regía en las cárceles, generaban una tensión constante entre los dos colectivos. Un pavoroso relato nos dará idea del clima de terror reinante:

A finales de septiembre, una noche fue más turbulenta que de costumbre. A nuestras celdas subía un amasijo de gritos y amenazas chilladas delante de la cárcel [de Melilla, plaza española en el norte de Marruecos]; las voces pedían a las presas en masa [...] Nosotras nos apretujamos temblando de miedo, a la manera que el ganado se aglomera cuando presiente el peligro. No sabíamos si había llegado el momento. Pero la gritería no amenguaba, antes subía de tono y se aproximaba, hasta que por el fondo de la terraza vimos alzar las linternas y ojos de falangistas armados que pedía a las rojas 'como escarmiento', porque acababa de caer para Franco la ciudad de Toledo después de largo asedio.

Las mujeres, en el espasmo del pavor, gritaban antes de que abrieran los cerrojos. Por fin llegaba el asesinato en masa, como tanto nos habían augurado [...] Se habían llevado a varias de las primeras que los falangistas encontraron al irrumpir en la prisión, hasta que el director de la cárcel llegó, haciendo valer su autoridad con frases como éstas: -¡Es una barbaridad acabar con todas en montón! ¡Cuando quieran matar mujeres, vengan a buscarlas, pero una a una!

Y los falangistas se fueron, llevándose sus rehenes, las que les cabían en las manos, pues las llevaban desmayadas. Esta razzia la hicieron en todas las cárceles de Franco, de España y de Marruecos para celebrar la victoria de la 'liberación' de Toledo, con el propósito de intimidar a las demás ciudades españolas que seguían luchando (O´Neill, 2006: 84).

     Pero además del terror, se perseguía la destrucción de la identidad política -ya que no la connivencia ideológica, pues se sabía que esto no se podía conseguir8- a través del mantenimiento y la gestión de la miseria y de la humillación moral de las presas políticas, condenadas en muchos casos a penas de hasta 30 años, cuando no a muerte. El sistema penitenciario creaba

redes de influencia por medio de la delación o la colaboración para así implantar un dominio de las presas sobre las presas basado en la administración arbitraria de los tres elementos básicos para la supervivencia -alimentación, higiene y sanidad- y la concesión de beneficios, repartiendo favores o privilegios materiales absolutamente necesarios para escapar a la muerte o al hundimiento moral (Vinyes, 2004: 123) (énfasis añadido).

     El sistema intentaba hacer sucumbir a quienes no querían ser redimidas, pero siempre restaba la posibilidad de una resistencia íntima, de no consentir con la represión. Perder esa capacidad de negación significaba la claudicación, porque entonces se aceptaba la propia degradación. Es lo que Margarette Buber-Newmann9 refería, en su caso en el proceso de adaptación a la vida en el campo de concentración, como la fase de la resignación, de conformación con el destino adverso:"En este estado la sensibilidad se debilita o se pierde; la rebelión interior en contra de las medidas coercitivas va reduciéndose y cediendo. Poco a poco se pierde la dignidad frente a las SS, hasta que se llega a la rendición" (Buber-Newmann, 2005: 225).
     Para no sucumbir era necesario una gran disciplina. Las presas políticas lo tenían claro. Y se aprestaban a contrarrestar con todas sus fuerzas los intentos de amansarlas por parte de la autoridad. Para mantener la disciplina era necesario el fortalecimiento de la propia organización -eran mujeres de partido- y de las redes de amistad -las comunas o familia, como las llamaban-, que suplían todas las carencias que se padecían en la cárcel. La perspectiva de 30 años de condena en duras condiciones de encierro era suficiente para desmoralizar a cualquiera, mientras que las prostitutas a su alrededor cumplían a menudo penas que no superaban los pocos meses. Así se entiende el comentario de una prostituta al conocer la condena inicial a Carlota O´Neill:

¡Qué barbaridad, cuatro años aquí dentro! Yo en su lugar me ahorcaría. Valientes hijos de la... son esos jueces. Yo los conozco bien, muy bien, señora. Y si los viera usted en calzoncillos, borrachos, toreando las sillas, sin pagar la dormida [...] y la mayoría de las noches se hace el trabajo gratis, pero cualquiera les dice nada (O'Neill, 2006: 171).

     En este sentido se expresaba Soledad Real:

Tú, además, sabías que ellas a los quince días salían y que a lo mejor se acostaban con un falangista, mientras que tú tenías una condena de treinta años y no sabías si no te iban a llevar al paredón (porque era esto por el 42 o 43, entonces seguían matando todavía y se siguió matando hasta el 45 [...]. Y lo más horroroso de la cárcel de Ventas [...] era que en los sótanos estaba la galería de las penadas a muerte [...] y había otra cosa más horrorosa aún. En Madrid fusilaban delante de la tapia del cementerio de Ventas, y el cementerio está detrás de la cárcel y los días que había sacas oías desde la cárcel la descarga (García, 1982: 120-121).

     Era, pues, necesario el fortalecimiento del espíritu y del cuerpo. El entorno carcelario no lo hacía fácil.
     Dentro de cada cárcel, la discrecionalidad era la norma, y así reinaba la arbitrariedad: de puertas adentro, la dirección era la dueña absoluta de la situación. La gestión de la miseria tenía otra vertiente, la de la permisividad para el expolio -la regla era la práctica de un gran "estraperlo" para el enriquecimiento de las rectorías de la cárceles, hasta el punto de que, en ciertos lugares, los administradores no querían ser directores para obtener mejores beneficios en estos cargos.
     Esta arbitrariedad se traducía, pues, en forma de administración de los escasos privilegios: siempre que interesaba a la dirección, se mantuvo mezcladas a las presas comunes y a las políticas para evitar o contrarrestar lo más posible que estas últimas se organizaran. Por ejemplo, en la cárcel de Ventas (Madrid), cuando a principios de los años 1940 el centro pasó de campo de concentración a prisión propiamente dicha, comenzó a ser dirigida por una comunidad religiosa, "que injertó en la prisión los métodos de la Gestapo, [dividiendo] la cárcel en tres categorías: 'peligrosas', 'inadaptadas', 'recuperables'", en las que se mezclaban políticas y comunes, siendo mayoritariamente estas últimas las que se incluían en la categoría de recuperables, mucho más susceptibles de ocupar cargos y obtener privilegios. Con este sistema se logró desarticular en parte la vida política de las presas (Doña, 1978: 175):

La dirección de la cárcel delegaba casi todos los trabajos en las reclusas, pero muchos cargos preferían darlos a comunes que a políticas, y así en las cocinas casi todas eran comunes, pues la reclusa política casi siempre les creaba problemas  (García, 1982: 126).

La sexualidad como barrera

En este contexto, la necesidad de supervivencia se concreta en un gran enfrentamiento políticas/comunes, una de cuyas formas de diferenciación era la sexualidad. A ello contribuían no pocos factores, y no era el menor la mentalidad histórica de división entre las mujeres decentes y las putas. Por ejemplo, una ex presa política, Soledad Real, cuenta los problemas que tuvo al salir de la cárcel en los años 1950: su suegro y su cuñado no querían que se casara con el novio que se había echado en la cárcel (de nombre Paco) porque era viuda, y "una viuda era una señora de segunda mano, y no hacía ni pizca de gracia" (García,194-195.). "Aquí en el barrio, además, mi cuñado y mi suegro me habían creado un ambiente de viuda puta" (énfasis añadido) porque, con anterioridad, Soledad y Paco habían sido "compañeros", es decir, que no habían pasado por ningún registro matrimonial, ni religioso ni civil, como se estiló a menudo durante la Segunda República y la Guerra Civil, fruto de las nuevas ideas progresistas (García, 200-201).
     En un traslado de una prisión a otra -estos traslados eran relativamente frecuentes- se hizo una parada en una ciudad, y el alojamiento era la cárcel local. Al recorrer a pie las calles desde la estación a la prisión tuvieron que pasar por el paseo por donde circulaban, pues era día festivo, todos los señoritos locales, los cuales eran de Falange, conocidos por su animadversión hacia los/as presas políticas, que comentaban al verlas pasar:

Pues mira esas presas; y dice otro: serán putas. Y una que oyó: serán putas, dice: Putas no, ahora si por putas entiendes a las comunistas, somos comunistas (García, 1982: 149-150).

     No andaba mal encaminada esta presa, pues el régimen se esforzó por identificar "roja" con degenerada y puta, como comprobaremos más adelante. Por añadidura, las prostitutas -además de otras presas comunes- representaban la actuación de ciertas formas transgresoras de la sexualidad -autoerotismo y lesbianismo-, inaceptables para la mentalidad militante de las comunistas, tanto si lo hacían las demás como en lo que a ellas mismas se refería. Y no porque "no tuvieran sentimientos": en la cárcel se desarrollaban intensas relaciones de amistad, que en ocasiones sublimaban otras posibles relaciones eróticas entre las propias mujeres, que las militantes comunistas no se permitían. Como señala Buber-Newmann:

Las amistades apasionadas eran tan frecuentes entre las políticas como entre las asociales y las delincuentes. Las relaciones amorosas entre las políticas solo se diferenciaban de las relaciones entre las asociales o delincuentes en que las primeras solían quedarse en platónicas mientras que las segundas adquirían un carácter marcadamente lesbiano (Ibid.: 64) (énfasis añadido).

     Pero es que además de la mentalidad común de la época, de la que las militantes participaban, y del significado atribuido a relaciones de este tipo como contrarias al ejemplo de conducta que las políticas querían transmitir, transgresiones de este tipo eran utilizables por la dirección de la cárcel, lo cual convertía en vulnerables a quienes las practicaran:

Las direcciones de las cárceles manipulan siempre ese vicio. Tener esa desviación sexual, o como la quieras llamar, implica estar trincado, agarrado y manipulado por la dirección. La dirección de las cárceles te lo tolera, pero te lo tolera a condición que les prestes los servicios que ellos necesitan. Y uno de los principales servicios que ellos necesitan es el espionaje de la gente política, esta condición va pareja con el chivateo (García, 1982: 153).

     Esto no se lo podían permitir las presas políticas. Del mismo modo, como reflejan los principales testimonios de las presas comunistas que existen en la literatura española, no hay que minusvalorar el gran esfuerzo realizado por ellas, ya que eran mujeres de clase obrera, que por primera vez en la historia habían podido acceder a las posibilidades educativas abiertas por la modernización del país que supuso la Segunda República. A ello se unió la intensa politización y culturización surgida al calor de los amplios movimientos sindicales y reformistas de la época, lo cual les había permitido mejorar sus condiciones de vida; en suma, el ascenso de clase social por medio de la cultura y la politización.
     En el extremo opuesto se situaban las prostitutas, fruto de la miseria material y cultural histórica, magnificada por la coyuntura bélica y el triunfo de las derechas. Así pues, su escaso nivel cultural, unido a las condiciones de miseria reinantes y la consideración social de su trabajo, visto como la escoria de la escoria, se traducía en situaciones muy "bizarras", de las que las políticas se querían desmarcar:

Había algunas que se acercaban a nosotras porque veían que estábamos siempre estudiando [...] pero eran excepciones. Por lo general nos impedían ese acercamiento muchas cosas (García, 1982: 140).

Lo que más había en estas celdas [de aislamiento a la llegada a Ventas] eran prostitutas y estraperlistas10, a las que no despreciábamos, como tú crees11, pero que tampoco nos atraían. Porque ellas, por un cigarro, te vendían su pan (García, 1982: 119).

O se pegaban continuamente palizas. Entraba una nueva y le decía a otra: ¿Sabes que tu chico van con otra chica? ¡No me digas! Y le pegaba una paliza. [...] Yo personalmente no lo asimilaba. Porque empezaban: Mi chulo sabe que lo que yo le doy no se lo da nadie, porque sabe que yo no me guardo una perra, que yo se lo doy todo a él. Y lo decían a honra, y tú te quedabas que no tenías mentalidad para digerir aquello [...] Bueno, mi chulo sabe que cuando me pega yo trabajo mucho mejor. [...] Además no podías hacer nada por ellas porque lo único que podrías hacer, si la sociedad cambiara, es darles la posibilidad de que trabajaran y que sus hijas pudieran ser diferentes. Y las posibilidades de ayudarles eran muy limitadas y ellas preferían un cigarro a un chusco de pan (García, 1982: 120).

O se peleaban por otra mujer. Decía una: Fulanita va a venir a esperarme cuando salga, y la otra decía: No, viene a por mí. Y ya estaban agarradas (García, 1978: 120).

Además ellas tenían el problema de las matonas, es decir, las que se erigen en jefe de grupo y [...] esas matonas ejercen una represión brutal sobre las otras y entonces transforman a las viejas en alcahuetas y a las demás en compinches y es muy difícil llegar a ellas (García, 1978: 140).

     Estructuralmente, en suma, como vamos indicando, eran muchas las fuerzas que separaban a las presas políticas de las presas prostitutas.

Putas y rojas degeneradas

La constatación de lo que ocurría a su alrededor, como el lesbianismo de las presas comunes, utilizado estratégicamente por la dirección en contra de las presas políticas, así como el abuso de las funcionarias de su poder para "ligar" con las reclusas, le hace decir a Soledad Real:

y fue la primera vez que vi funcionarias de la plantilla con el sello de las machonas, cargándose, en plan de caballeros violadores, a las chiquitas que pasaban por allí. Y además, sin que las otras pudieran rechistar, porque ellas eran las amas (García, 1982: 178-179).

     Y la lleva a una irreflexiva generalización cuando señala: "hay que haber pasado por muchas cárceles para constatar que el homosexualismo en las cárceles va muy raramente ligado a una bondad personal" (Ibid.: 153), a lo que añade:

Yo he comprobado, al menos en la cárcel, que esto inducía a la tuberculosis, a las anemias espantosas, a los trastornos mentales. Yo no sé si sería junto a la mala alimentación, pero ha implicado una degeneración física a pasos agigantados (Ibid.: 147).

     El tema de la degeneración es utilizado aquí, consciente o inconscientemente, como una forma de mantener la distancia respecto del lesbianismo de las presas comunes y, de paso, para precaverse contra tales veleidades. Que las propias presas políticas utilizaran los argumentos de la degeneración de la raza, ligados a los planteamientos de higiene social en boga desde los años 1920 y 1930, demuestra su penetración en el cuerpo social.
     Esta ideología, llevada a sus últimas consecuencias por los regímenes nazi y fascista para eliminar al enemigo designado, se asocia en España al psiquiatra filonazi Vallejo Nágera, a quien Franco encargó la psiquiatrización de la disidencia política. Dicho médico afirmaba la inferioridad innata de las mujeres, cuyas inhibiciones sociales fomentadas por los valores de la religión y la raza desaparecían bajo el marxismo, concebido, en el modelo organicista del franquismo, como un virus ajeno al cuerpo social, lo cual las predisponía a una suerte de crueldad y brutalidad sin cuento. En suma, la "roja" era una mujer depravada y una enferma social, una mujer brutal y degenerada (Vallejo Nágera y Martínez, 2003: 256-271).
     En las cárceles de Franco se da entonces una curiosa paradoja: mientras que un tipo de presas políticas, en este caso las comunistas de clase obrera, utilizaban argumentos degenerativos, tan viejos como los de Lombroso, para marcar su distancia social respecto de las prostitutas, éstas, al ingresar a las prisiones, se mostraban horrorizadas al pensar que iban a compartir sus días con esas mujeres degeneradas, las presas políticas. Carlota O´Neill refleja en diversas ocasiones el terror de las presas comunes, prostitutas en particular, a la hora de ingresar en la cárcel de Melilla y comprobar que iban a tener que convivir con presas políticas, como era su caso:

En la calle se hablaba de las 'rojas', de las mujeres sin ley, de las mujeres condenadas y perdidas; y allí nos tenían con los ojos sin brillo, hundidos; [...] Frente a ellas, las 'rojas', las tremendas mujeres destinadas al castigo por sus pecados (O´Neill, 2006: 78-79)12.

Y allí estaba Maimona entre 'rojas', como clamaba ella espantada. Le habían hablado de hombres y mujeres con rabo, como bestias del Apocalipsis, capaces de envenenar con su aliento, que no creían en dios. Maimona no quería que nuestra sombra, en el suelo, se rozara con la suya, y con las miradas de acecho nos buscaba el rabo y los cuernos (Ibid.: 81-82).

     Es decir, las presas comunes, las prostitutas, la escoria de la escoria, ingresaban en las cárceles con auténtico horror a encontrarse con las "rojas" degeneradas. Pero las "huidizas miradas" se transformaban pronto en cercanía, gracias al contacto directo y al buen trato dispensado por las presas políticas:

Pasaban los días, siempre había una mano que les brindaba amistad, una sonrisa de consuelo, una palabra de esperanza; y las que llegaban, sin saber, un día nos tenían piedad (O´Neill, 2006: 78-79).

Maimona [...] lejos se le había ido el horror por las 'rojas' ; no teníamos rabos ni cuernos; éramos mujeres como ella, pobres mujeres sin hogar, sin familia, lo mismo que ella, y esta unidad de destino la amansó (O´Neill, 2006: 87).

     Y no solo perdían el miedo sino que llegaron a ser buenas amigas y, en palabras de O´Neill, "entonces ellas se convertían en 'rojas' (2006: 79).

Acercamientos entre putas y rojas

Esto fue igualmente posible entre las presas comunistas y las comunes en algunas contadas ocasiones si se daban circunstancias parecidas, como expresa Soledad Real cuando la encerraron en una misma celda con una presa común:

Era invertida y se me insinuó. Yo le dije que no. Entonces ella se enfadó porque dijo que yo la despreciaba y la tenía a menos. Hablamos mucho y yo le hice ver que no. Le dije: mira, tu concepto de la vida es distinto al mío, porque a ti no te importa ser una prostituta en la calle, ni te importa venir aquí y ser lesbiana mientras que yo parto de que tengo una condena de treinta años por un ideal, y que un día tú te beneficiarás de mi condena, mientras que yo de tu comportamiento no me beneficio [...] Al final acabamos amigas. Decía: me gusta hablar contigo. Pero este acercamiento solo fue posible estando juntas en la celda de castigo (García, 1982: 139-140).

     Como según las cárceles variaban la distribución física de las presas -en unas había más contacto que en otras entre comunes y políticas-, cuando compartían espacio y actividades se producía "una posibilidad de mayor acercamiento":

O en Barcelona, que estábamos juntas en el patio y entonces tú ya veías que eran chiquitas que habían venido por un aborto o por un robo para poder comer y había también una posibilidad de mayor acercamiento. Pero cuando como en Ventas, estaban completamente separadas de nosotras y los talleres son aparte, talleres de comunes y talleres de políticas, ya estaban los grupos (García, 1982: 140).

     En el caso de O´Neill, en el que no se manifiesta en ningún momento la necesidad de mantener una distancia ni de erigir a la sexualidad como una barrera entre unas y otras presas, pueden haber influido dos diferencias respecto de las presas políticas comunistas, y es que, por una parte, ella pertenecía a una burguesía liberal ilustrada, y, por otra, si bien parece que había engrosado las filas de la militancia comunista y con posterioridad las del partido Izquierda Republicana, sus pautas de vida no parecen haber sido influidas especialmente por un mandato orgánico-partidista.
     Gracias a sus testimonios contamos con una narración desapasionada sobre las situaciones vividas por las prostitutas de la época, las eternas sin voz, a las que sin ningún moralismo y con real empatía O´Neill presta su voz, y así podemos conocer algunos rasgos de las situaciones de abuso padecidas13, e incluso, a pesar de ser una información sin pretensiones de exhaustividad, conforma un incipiente mosaico de la realidad de la prostitución en ese momento histórico, recogiendo testimonios que de otro modo se hubieran perdido para siempre:

En los prostíbulos, militares falangistas y falangistas civiles descargaban la lujuria en las torturas que infligían, en la sangre que derramaban, todo de brochazos violentos, con las prostitutas, que colocaban desnudas en filas y golpeaban con las fustas [...]. Las borracheras despertaban instintos infrahumanos; los señores que al día siguiente, durante horas y horas, presidían los consejos de guerra iban a buscar en los lenocinios no la lujuria que el hombre no se atreve, o no le interesa, solicitar de su esposa, sino algo más complicado y prohibido, pero que dejaba de serlo porque ninguna mujer se atrevía a protestar; la amenaza de ser considerada como 'roja' era demasiado terrible. Dueños y dueñas (...) les reían las gracias cuando se limitaban a romperles la vajilla, arrojar muebles por el balcón o torear en calzoncillos a las mujeres (O´Neill, 2006: 79).

     O´Neill no está denunciando aquí a los falangistas tanto porque se vayan de putas ya que no quieren hacer con sus esposas ciertas cosas sino por el hecho del abuso de autoridad que supone el saber que podían hacer cualquier demanda, cualquier fechoría con total impunidad, porque ellos eran la autoridad y podían acusar a quienes quisieran de "rojas". Así pues, de forma paradójica los destinos entre ambos tipos de mujeres se aproximaban.
     Tampoco es que O´Neill las describa de forma paternalista, pues a veces tampoco es que las prostitutas fueran almas de la caridad. Así vemos que, al principio de la guerra,

[...] comenzaron a llegar prostitutas [...] Entraron arracimadas, y es que descubrieron la manera de fastidiarse. Se denunciaban las unas a las otras como espías y rojas; su permanencia allí no era larga, dos o tres semanas, y sus clientes las devolvían a la libertad. Éramos miles de mujeres (O´Neill, 2006: 71).

     El abuso de autoridad al que antes aludíamos podía ser directamente violento:

Tuvimos allí una que nos mostró un seno con cuatro cicatrices hundidas, como profundísimas viruelas, proveniente de que un juez, que cenaba con ella en su habitación, la hiciera desnudar y le clavara un tenedor en el pecho (O´Neill, 2006: 79).

     O directamente económico:

Sin pagar se iban siempre, nadie se atrevía a reclamar nada. Y las prostitutas los maldecían y renegaban de ellos (O´Neill, 2006: 79).

Terminada la guerra llegaron más prostitutas; los hombres falangistas volvían de la guerra con modas nuevas. Se llevaban a las muchachas para sus fiestas, y a la mañana, para no pagar, las denunciaban como rateras de su dinero (O´Neill, 2006: 224).

     También aparecen en el cuadro las dueñas de casa, que no salen muy bien paradas:

Pasada la primera impresión, dijeron que tenían hambre y preguntaron cuándo era la hora del rancho; les explicaron el mecanismo que allí se usaba, la dueña pidió al mandadero que les llevaran la comida de la fonda. Las muchachas murmuraban que 'aquello' les iba a costar muy caro cuando el ama les pusiera la cuenta (O´Neill, 2006: 188).

     El caso es que "las dueñas de las casas les cobraban mil por cien en todo lo que les vendían" (O´Neill, 2006: 80).
     La primera ama a la que conoció O´Neill era una mujer rica, "con hacienda en el campo y varias casas de apartamentos en la ciudad". En lo que al parecer se había convertido en el deporte nacional, fue denunciada por una de sus chicas. Lástima que O´Neill no especifique si la denuncia fue por "roja", pero por lo que menciona a continuación se podría sobreentender: "¡Qué miedo tan atroz tenía! Sabía de asesinatos y a cada momento esperaba que fueran a buscarla" (O´Neill, 2006: 224).
     En otra ocasión aterrizó un prostíbulo entero, compuesto por ocho pupilas, la encargada y la dueña. O´Neill describe el contraste entre las muy jóvenes y depauperadas chicas y la oronda y sebosa dueña, quien, para criar sus carnes, "había hecho pasar por las camas de su 'negocio' muchas menores" (O´Neill, 2006: 187). Tras las primeras zozobras, la dueña recuperó el aplomo cuando declaró ante el juez civil, de quien contó que era cliente por lo cual sabía que saldrían enseguida de la cárcel -todas menos una de las pupilas, que tuvo que prolongar la estancia durante un mes "para tapar la boca a la gente", puesto que estaban ahí por una denuncia que no podía ser del todo soslayada y alguien tenía que pagar por ello (O´Neill, 2006: 188).
     Una categoría de personas que comenzó a ejercer la prostitución fue la de las señoras "bien", cuyos maridos se hallaban ausentes haciendo la guerra: suponemos que la motivación era económica, aunque O´Neill no lo especifica:

Entre las 'viajeras' apareció una nueva especie: la señora de la buena sociedad sorprendida en hoteles o casas de citas, por supuesto, damas casadas: los que mandaban tomaron aquella medida para salvaguardar el honor de los militares que luchaban en el frente. Llegaban las señoras, todas medrosicas, encogidas, ojerosas, bien vestidas, aunque sin la elegancia de las 'profesionales', nos miraban con el mismo horror que aquéllas, y a la mañana siguiente salían corriendo en cuantos los vigilantes les decían que había llegado su libertad; solían hacerles pasar una noche allí como escarmiento. Las que tenían carnet permanecían uno o dos meses (O´Neill, 2006: 187).

     Pasando al terreno individual, O´Neill narra las circunstancias que rodeaban el inicio en la prostitución, como el caso de Pepita, quien, tras el asesinato de su padre y el encarcelamiento de su madre y de su tía, se quedó sola en casa con diecinueve años -recordemos que la mayoría de edad era a los 23-, hasta que una noche vinieron a buscarla los falangistas, acompañados de unos camisas negras italianos. Aunque pensó que iba a ser violada o asesinada, tras el mayúsculo susto fue finalmente ingresada en la prisión. Tras dos años de permanencia, el hambre pasada y haber salido absuelta -no así sus parientas, condenadas a cadena perpetua- se metió a puta, y así podía enviar las mejores viandas a su familia presa.
     La pupila que tuvo que pagar un mes extra porque alguien tenía que quedarse en la cárcel aunque el juez fuera "amigo", es decir, cliente del local, contó a Carlota, de quien se hizo amiga, que todo empezó muy joven cuando su novio

la deshonró y la dejó, y ya, ¿qué iba a hacer? Sus padres eran honrados, su hermana era 'decente'; acusaba mucho esa palabra [...] Me hablaba mucho de lo que ella llamaba 'su trabajo' con la misma seriedad que si fuera maestra de escuela; había contraído una enfermedad sifilítica, pero estaba en tratamiento, sin embargo continuaba trabajando. Para que la sanidad se lo permitiera, el día semanal de la revisión se sometía a determinadas prácticas higiénicas, y cuando la inspeccionaban presentaba un aspecto normal; no tenía preocupaciones para el futuro, deseaba juntar dinero para hacerse dueña de una casa, pero nunca tenía dos pesetas reunidas, se lo gastaba en ropa (O´Neill, 2006: 188-189). 
 

     Otro caso que cuenta O´Neill es el de Jalima, mora de quince años casada con un moro que se fue a la península a hacer la guerra y del que se quedó embarazada. A la vuelta, la acusó de infanticidio -ella juraba que el niño había nacido muerto- "porque quería casarse otra vez y no tenía ganas de mantener a dos mujeres". Con las españolas aprendió a coser, lavarse, y "cantaba dulces canciones marroquíes que olían a hierbabuena", logrando olvidar su pasado. Era la primera mujer que encontraba buena la cárcel. Cuando llegó la libertad no quería irse: al año murió de sífilis en la calle (O´Neill, 2006: 189-190).
     En suma, Carlota O´Neill -estupenda escritora en cualquier caso- cuenta éstas y otras historias con una lucidez y una ausencia de prejuicios muy notable, lo que la convierte en una rara avis entre los testimonios conocidos de la época. Sus relatos nos dejan unas precisas pinceladas sobre lo que era el submundo de la prostitución de la época, quiénes la ejercían, quiénes vivían de ella y quiénes abusaban por su posición de las mujeres que la ejercían. El torvo contexto que marca la guerra civil, el omnímodo y cruel poder de los falangistas, la arbitrariedad de los jueces y la doble moral en su más pura acepción, todo adobado con la miseria y el miedo reinante, nos aproximan al mundo de las habitualmente sin voz propia, en un delicado tratamiento como el que fue capaz de desarrollar Carlota O´Neill acerca de las que en muchos casos fueron sus amigas, las prostitutas.

Notas

1El presente trabajo se ha realizado como parte del proyecto de investigación Los cambios de las políticas públicas en torno a la sexualidad femenina desde el franquismo a la democracia: de la represión a las políticas públicas de la igualdad, con número de expediente 140/07, aprobado en el marco del  Plan Nacional de I+D+I (2004-2007). Proyectos de Investigación Científica y Desarrollo Tecnológico. PROGRAMA: Acción Estratégica sobre Fomento de Igualdad de Oportunidades entre mujeres y hombres.

2La cárcel de Ventas, construida durante la 2ª República, fue demolida en 1973. En tanto constituye un símbolo tan importante de la memoria carcelaria femenina de Madrid durante más de la mitad del siglo XX, merecería ser recordada con una placa conmemorativa en el lugar donde estuvo ubicada.

3 Desafortunadamente, no hemos logrado encontrar cifras de viudas por la misma época.

4Paladeando su porto flip, la dama enlutada iba contando su desgracia con alguna lágrima: 'Si Pepe levantara la cabeza y me viera así (...)/ Pero se llevó la llave de la despensa. Y el bastón'. Algunos sentían solidaridad. Otros llevaban encima el orgullo de acostarse con la viuda o la hija del vencido encarcelado o asesinado. Va en temperamentos. Eduardo Haro Tecglen, "Así éramos en los cuarenta", El País semanal, 5/6/1994.

5La palabra estraperlo tomó todo su esplendor en la larga posguerra: significaba lo que después se llamó mercado negro, o la compra-venta de artículos de primera necesidad fuera del abastecimiento legal. Estaba tolerado: se sabía que con la distribución oficial no se podía comer. Eduardo Haro Tecglen, "Así éramos en los años Cuarenta", El País semanal, 5/6/1994.

6 Para completar el cuadro de los delitos femeninos de la época, Vinyes comenta que en "1941 el fiscal del Estado relató en su Memoria anual preceptiva que el incremento de suicidios resultaba alarmante" (2004: 61).

7 Por ejemplo, la más famosa fue la de Calzada de Oropesa (Toledo). Otras mencionadas en los textos consultados son la de Gerona y de Aranjuez (Núñez, 2003).

8 Con todo, existe el caso de Regina García, socialista apresada inicialmente en la cárcel de Ventas por republicana, que se pasó al bando franquista, publicando el libro Yo he sido marxista, cuestión que fue aireada a bombo y platillo por los servicios de propaganda del régimen (véase al respecto Hernández Holgado, 2003: 125).

9 Autora, entre otros libros, de la biografía de Milena (1987).

10 Evidentemente, los grandes "estraperlistas" estaban en la calle, como podemos comprobar más adelante en este escrito, por ejemplo, en el caso del director de la cárcel de Málaga; solo los de poca monta ingresaban en prisión.

11 Soledad está siendo interpelada por Consuelo García, que es quien realiza las entrevistas y escribe el libro, y que pone el dedo en la llaga con preguntas inteligentes. Es posible que fruto de su labor sea la claridad con que Soledad Real habla del tema de la sexualidad en las cárceles y las relaciones con las presas comunes.

12 Carlota O´Neill fue una periodista republicana, esposa del capitán aviador Virgilio Leret y sobrina del dramaturgo Eugene O´Neill.  Leret estaba al mando de la plaza de Melilla cuando la sublevación de los militares franquistas contra la Segunda República. Fue fusilado a los pocos días de la sublevación y O´Neill pasó varios años encarcelada. Tras su excarcelación, pasó algún tiempo sobreviviendo en la España franquista y finalmente logró exiliarse a Venezuela. Repartió su vida profesional entre el periodismo, el ensayo, las novelas rosa -en la España de Franco para ganarse la vida-, en la radio y en la televisión.

13 Con todo, no solo a ella debemos relatos clave para comprender la difícil situación por la que también atravesaban las prostitutas de la época. Véase por ejemplo Doña (1978), Soledad Real en García (2003)

Referencia bibliográficas

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