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Mora (Buenos Aires)

On-line version ISSN 1853-001X

Mora (B. Aires) vol.16 no.2 Ciudad Autónoma de Buenos Aires July/Dec. 2010

 

ARTÍCULOS ORIGINALES

La ampliación de los derechos civiles de las mujeres en Chile (1925) y Argentina (1926)

Verónica Giordano*

*Investigadora Asistente del CONICET con sede en el Instituto de Investigaciones Gino Germani, Facultad de Ciencias Sociales, UBA. Profesora regular de Historia Social Latinoamericana y Profesora adjunta del Taller de Investigación de Sociología Histórica de América Latina en la misma Facultad.

Fecha de recepción: 23 de marzo de 2009.
Fecha de aceptación: 13 de noviembre de 2009.

Resumen

El artículo asume una perspectiva de género y de hibridación de disciplinas que alienta la confrontación del derecho privado y del derecho público, para dar cuenta del avance desigual de la ciudadanía en Chile y Argentina, en la década de 1920. En ambos países hubo leyes de ampliación del estatuto jurídico de las mujeres, derivadas de procesos legislativos impulsados tanto por partidos políticos como por movimientos sociales. En ambos casos las reformas fueron expresión de un proceso de cambio social más amplio, de sostenida combatividad del movimiento obrero y de creciente participación de las mujeres en el mercado de trabajo, tanto de las obreras como, más incipientemente, de las profesionales de clase media. En este marco, la reforma civil fue limitada y se hizo simultáneamente con el avance de los derechos sociales y en nombre de una mujer ideal: la madre y la esposa. Congruentemente, se mantuvo el principio de autoridad del varón en el seno de la familia y la exclusión de las mujeres respecto del sufragio.

Palabras clave: Ciudadanía; Derechos civiles; Mujeres; Argentina; Chile; Historia Comparativa

Abstract

The expansion of women's civil Rights in Chile (1925) and Argentina (1926)

This article offers a perspective of hybridization of disciplines and a gender perspective that thrusts a cross-check of private law and public law to explain the irregular advance of citizenship in Chile and Argentina in the 1920's. In both countries there were laws that extended women's civil status. These laws were part of a legislative process carried out by political parties and social movements. In both cases the reforms expressed a broader process of social change, of rising confrontation of the working class movement and increasing participation of women in the labour market, both working class women and middle class professionals. In this context, the reform was limited and it was carried out simultaneously with the advance of social rights and in the name of an ideal woman: the mother and the wife. Congruently, the principle of authority of the man within family relations and the exclusion of women concerning the right to vote were left untouched.

Keywords: Citizenship; Civil rights; Women; Argentina; Chile; Comparative History

La ampliación de los derechos civiles de las mujeres en Chile (1925) y Argentina (1926)

1. Breves consideraciones teórico-metodológicas

1.1 Ciudadanía y clase social1: un debate que continúa
Desde mediados de la década de 1980, se han desarrollado numerosos estudios sobre ciudadanía. El debate ha sido profuso y se han realizado excelentes síntesis teóricas y notables críticas conceptuales.2 Aquí propongo mirar la ciudadanía, y más específicamente los derechos frecuentemente englobados en dicho concepto, desde una perspectiva de "hibridación de disciplinas" (Dogan y Pahre, 1993): la sociología, la historia y el derecho. Estudios emblemáticos han discutido la categoría ciudadanía de cuño marshalliano en la intersección de la sociología y de la historia.3 Sin embargo, pocos buscaron el diálogo entre disciplinas incluyendo en él la perspectiva jurídica, y menos aún consideraron los derechos civiles en particular (Ferrajoli, 1999 y 2000).
     La perspectiva de hibridación permite confrontar el derecho privado y el derecho público, una confrontación por demás interesante para dar cuenta del "avance desigual" de la ciudadanía y, más específicamente, de los derechos de las mujeres en Chile y Argentina en los años 20 (Lobato, 1997). En efecto, los discursos académicos están recurriendo cada vez más al término derechos antes que al de ciudadanía, cuya visión acumulativa de matriz marshalliana está siendo reemplazada por otra más fragmentaria (Garretón, 2004). Esta forma de abordar los procesos y los fenómenos históricos ha permitido captar mejor las diferencias y las asincronías de derechos englobados en un concepto de ciudadanía pretendidamente universal.4
     La perspectiva de género permite dislocar las categorías legales derivadas del orden patriarcal y remover las periodizaciones asentadas en las historias nacionales, estimulando nuevas teorizaciones sobre la ciudadanía y la democracia como procesos históricos complejos y nuevos cortes temporales. Para el caso de Argentina, en general, se ha reconocido un avance de los derechos civiles desde la sanción de la Constitución de 1853 y el Código Civil de 1869; un avance de los derechos políticos con la Ley Sáenz Peña de 1912 y un avance de los derechos sociales con la legislación de los gobiernos peronistas (1946-1955). Mirada desde la perspectiva de género, la secuencia muestra evidentes desfases: la sanción del sufragio femenino, en 1947, y la extensión de la capacidad civil plena a las mujeres casadas, en 1968 (por mencionar solo dos elementos).
     En Chile, la periodización de la historia nacional exige tener en cuenta otras circunstancias. Según Tomás Moulian (1985), "la violencia y el gradualismo" son  rasgos singulares del proceso chileno de democratización política y social. La Constitución de 1891 cambió el pacto de dominación en el sentido de desterrar el excesivo presidencialismo de la Carta anterior. Este cambio sintetizaba algunas instancias previas significativas: respecto de los derechos civiles, las leyes secularizadoras de libertad de prensa, cementerios laicos y matrimonio civil; y respecto de los derechos políticos, las leyes que habían levantado las restricciones censatarias y habían establecido el voto secreto. El turno de los derechos sociales y un nuevo impulso a los derechos políticos llegaron con la Constitución de 1925, que aseguró la protección del trabajo, la industria y la previsión social, y estableció el voto directo y las autonomías municipales. A favor del avance de los derechos civiles, la nueva Carta también separó formalmente a la Iglesia del Estado. Las leyes referidas al trabajo dictadas en los años 20 fueron reunidas en el Código de Trabajo de 1931, bajo el gobierno del militar Carlos Ibañez.
     El gradualismo chileno es evidente cuando se considera el avance de los derechos en relación con un actor clave de la estructura social y económica del país: el campesinado. La democratización política y social tuvo una fuerte aceleración durante la fase del reformismo de la Democracia Cristiana (1964-1970), con las leyes de reforma agraria y sindicalización del campesinado y con la eliminación de la restricción del voto a los analfabetos de ambos sexos. Respecto de las mujeres, esto significa que la extensión del sufragio –en 1934, a nivel municipal y en 1949, a nivel nacional– se vio largamente limitada por la cláusula de analfabetismo. La muy tardía sanción de la capacidad civil plena de las mujeres casadas, en 1989, completa este cuadro de violencias y avances graduales.

1.2 El concepto derechos civiles
De modo muy general, puede decirse que los derechos civiles son aquellos que regulan las relaciones sociales personales y de la familia.5 Siguiendo la indicación de Luigi Ferrajoli (2000: 236), defino los derechos civiles según la sentencia que afirma que "los derechos no pueden ser más que lo que los distintos ordenamientos establecen en cada lugar y en cada época"; en este caso, claro está, son los derechos ordenados en los códigos civiles.
     Durante la segunda mitad del siglo XIX, los Estados latinoamericanos avanzaron en la diferenciación del control de estos derechos. Para ello crearon instituciones jurídicas ordenadoras de la vida social. El Código Civil chileno, promulgado en 1855, fue redactado por el jurista venezolano Andrés Bello y sirvió de base para la legislación de muchos otros países de América Latina; el Código Civil argentino, promulgado en 1869, fue obra de Dalmacio Vélez Sarsfield, quien realizó una síntesis de elementos arcaicos y modernos que lo convirtieron en una obra verdaderamente original. Son las dos codificaciones sobresalientes de América Latina (Levaggi, 1992)
     Chile y Argentina, en 1925 y 1926 respectivamente, tuvieron leyes favorables a la ampliación del estatuto jurídico de las mujeres, en particular las casadas, que según aquellos códigos eran consideradas jurídicamente incapaces y equiparadas, en este punto, con los menores. En ambos casos, los procesos legislativos estuvieron impulsados tanto por partidos políticos como por movimientos sociales. Esta legislación fue expresión de un proceso de cambio social más amplio. En efecto, en los años 20 ya eran evidentes los signos de la crisis que puso definitivamente en jaque al liberalismo decimonónico. Desde distintas posiciones ideológicas se reclamaba la ampliación del dominio público del Estado, para intervenir sobre los problemas sociales derivados de la modernización del Estado y de la sociedad, y del auge del modelo primario exportador. Entre los problemas señalados estaba la creciente participación de las mujeres en el mercado de trabajo urbano, tanto de las obreras como, más incipientemente, de las profesionales de clase media; y también la sostenida combatividad del movimiento obrero, que incluía en sus filas a las mujeres.
     Así, la legislación favorable a la mujer fue expresión jurídica de una transformación orientada a ampliar el dominio público del Estado sobre el dominio privado del pater familiae, en un doble movimiento de ampliación: de la esfera de autonomía de la mujer como persona (sustraída a la voluntad del varón) y del control del Estado sobre las mujeres trabajadoras, a través de la protección a la maternidad y la familia (lo cual, a su vez, la devolvía a la autoridad patriarcal del varón). Esto explica el carácter limitado de las reformas del estatuto civil (por ejemplo, no se sancionó la capacidad plena de las mujeres casadas, que siguieron sometidas a la potestad marital en el seno de la familia) y su simultaneidad con la extensión de derechos sociales (laborales, de protección). Asimismo, esto permite entender que las mujeres continuaran bajo el signo de la exclusión respecto de los derechos políticos.

2. La reforma del orden social en Chile y Argentina: Estado, partidos y movimientos, en perspectiva comparativa6

A pesar de las diferencias temporales e ideológicas en cuanto a la centralización del poder (en Chile, en 1830, se erigió la unitaria y ultraconservadora República Portaliana; en Argentina, las sangrientas luchas entre unitarios y federales siguieron hasta 1880), en ambos países la diferenciación institucional del Estado fue contemporánea y similar. En esto tuvo influencia definitiva el avance del liberalismo como ideología constructora del Estado. En Chile, esto ocurrió a partir de 1860 y, más enfáticamente, después de 1883. Por entonces se creó la Alianza Liberal (del partido Liberal con el Radical) y, con el triunfo en la Guerra del Pacífico (1879-1883, contra Perú y Bolivia), el país entró en una nueva fase de crecimiento económico auspiciada por la explotación del salitre en los territorios ganados del norte. Estos dos elementos acompañaron la modernización del Estado sobre bases cada vez más seculares.
     En los años 20, ambos países tenían un sistema de partidos (en Chile, de formación más temprana). La denominada República Parlamentaria inaugurada con la guerra civil de 1891 acentuó la preponderancia de los partidos a través del Congreso, espacio privilegiado de negociación de los conflictos, principalmente los derivados de la distribución del excedente generado por el enclave salitrero. Por entonces, los cuatro partidos principales eran el Conservador, el Liberal, el Radical y el Demócrata, los cuales con el tiempo formaron un sistema de partidos políticos que se articuló en tres espacios nítidos y vigorosos: derecha, centro e izquierda, que a su vez remitían a clivajes de clase diferenciados.
     Los dos primeros representaban el poder de los sectores oligárquicos con asiento en la gran propiedad de la tierra y en el mercado de exportación. Mientras que el Partido Conservador obtenía su mayor rédito de su alianza con la Iglesia, el Partido Liberal, y a su turno el Radical, ostentaban un profundo anticlericalismo (aunque, en particular, el Liberal no era antirreligioso). El Partido Radical era reformista, apoyado en una base de clase media, la cual se fue incrementando conforme avanzó el proceso de modernización del Estado y de la sociedad. El Partido Demócrata también era reformista, pero en su caso con una tendencia pro-obrera, por lo cual incluyó en su base social a sectores de este segmento.
     En Argentina, el año 1891 también marcó un hito en la historia política del país, con el surgimiento de la Unión Cívica, enseguida consolidada como Unión Cívica Radical (UCR). A diferencia de los radicales chilenos, incorporados gradualmente al sistema político, el partido radical argentino se incorporó a la vida política a partir de sucesivas revoluciones y conspiraciones de una fracción de la clase dominante contra la histórica oligarquía, y a partir del reiterado recurso a la abstención en las elecciones. Igual que el Partido Radical chileno, la UCR solo con el tiempo se fue perfilando como un partido de clase media. En 1916, la UCR consiguió la elección de su candidato Hipólito Yrigoyen (hasta 1922), pero el partido se fracturó al poco tiempo. En 1924, quedó definitivamente escindida la corriente antipersonalista (por oposición a la yrigoyenista). Pronto, el funcionamiento del sistema de partidos fue interrumpido por la crisis de 1930, cuando se instauró la primera de una serie de dictaduras militares de cuño conservador (en contraste con la intervención de carácter reformista de los militares chilenos de los años 1920).
     El conservadurismo argentino, a diferencia del chileno, no tenía expresión en un partido, aunque sí tenía representación de alcance nacional a través de un conglomerado de partidos provinciales, solo coyunturalmente reunidos en alianzas y coaliciones nacionales. Asimismo, el primer partido argentino de izquierda, el Partido Socialista, se creó en 1896, pero no tuvo alcance nacional. Sin embargo, durante las primeras décadas del siglo, y gracias a la división de los radicales, tuvo una fuerza extraordinaria que lo llevó a ocupar posiciones en las cámaras legislativas de la Nación, en particular en representación de la poderosa Capital Federal.
     Durante esos años también se produjeron quiebres en el sistema político chileno. En 1919, Arturo Alessandri era candidato de la Alianza, que reunía al Partido Radical, al Demócrata y a algunos sectores progresistas del Partido Liberal. Su programa no era muy diferente del de la opositora Unión Nacional, dominada por los conservadores y fracciones afines del Partido Liberal. El rasgo distintivo era su discurso antioligárquico y su interpelación a la "querida chusma", que tanto enervaba a la oposición. La mayoría de los trabajadores no votaban, por lo cual su gran base de apoyo eran los sectores oligárquicos disidentes del bloque dominante y las emergentes clases medias. En las elecciones del 25 de junio de 1920, Alessandri ganó la contienda con una diferencia muy escasa de votos y, tras un breve período de incómodas tensiones, un tribunal electoral lo confirmó en el cargo, el 20 de septiembre del mismo año. Durante su campaña, Alessandri se había apropiado del discurso favorable a la legislación social que ya era reconocida por todo el espectro político como un elemento necesario para hacer efectivo el control estatal sobre los conflictos sociales.
     En general, las distintas fuerzas compartían la necesidad de una legislación social que garantizase el crecimiento económico y, con ello, la promoción de industrias, el mejoramiento de las condiciones de infraestructura, de trabajo y de vida, que amortiguasen los conflictos de clase. Si hasta entonces estas reformas no se habían implementado extensamente, era primordialmente porque el régimen parlamentarista había promovido una práctica política de fracturas frecuentes e inestabilidad de las alianzas entre partidos, que hizo dificultosa una actividad legislativa organizada y coherente. En estos años, en medio de un clima de huelgas y de crisis de la economía del salitre, los militares hicieron su ingreso en la política nacional.
     En 1919, un grupo de jóvenes oficiales se había organizado en una junta a la que asistió, entre otros políticos prominentes, Arturo Alessandri, por entonces senador liberal por Tapacará y candidato favorito del Partido Liberal para las siguientes elecciones. Este grupo reclamaba reformas legislativas en materia laboral, fiscal y militar. El episodio concluyó con el procesamiento de sesenta oficiales acusados de conspiración, sentencia a la cual Alessandri escapó en virtud de su inmunidad parlamentaria. En 1920, cuando Alessandri resultó electo, la violencia se precipitó. Estudiantes y trabajadores, organizados y movilizados tras consignas de izquierda, fueron el centro del conflicto social. La "amenaza" era mayor en el norte salitrero y en el sur del país, donde predominaban la explotación del carbón y la ganadería, mucho más que en la región central, estructurada en haciendas tradicionales. En el Valle Central, la mayor "amenaza" provenía de la política populista promovida por el entonces candidato de la Alianza Liberal, Alessandri.7 Lo apoyaban la Federación de Estudiantes de Chile (FECH, de orientación izquierdista) y las mujeres de clase media y alta, liberales e independientes, que aglutinaba el Consejo Nacional de Mujeres (creado en 1919), al que luego se sumó el Partido Cívico Femenino (constituido en 1922).
     Una vez electo, Alessandri no cumplió con su programa de campaña. La recesión económica y la inestabilidad política no eran escenario propicio para el reformismo. Las huelgas se multiplicaron y el presidente optó por el histórico recurso a la feroz represión. El Senado, dominado por los conservadores, bloqueó cualquier intento legislativo proveniente del Ejecutivo o apoyado por este. En las elecciones de senadores de 1924, cuando la composición partidaria se modificó a favor de Alessandri, los representantes se hundieron en una disputa por el aumento de las dietas, que nuevamente obstruyó cualquier iniciativa de carácter más estructural. En este contexto, y justo cuando el Congreso se disponía a aprobar la ley de dietas parlamentarias, los militares volvieron a manifestar su descontento.
     A comienzos de septiembre, un grupo de jóvenes irrumpió en el Senado exigiendo la aprobación de una serie de medidas reformistas que consistían en: indemnización, jornada de ocho horas, regulaciones sobre el trabajo infantil y de mujeres, reglamentación de los contratos colectivos, seguridad social, legalización de los sindicatos y las huelgas, etc. (episodio conocido como ruido de sables). El clima político se agitó. Alessandri recurrió a la autoridad de los altos mandos militares para negociar una salida al conflicto. Finalmente, el Congreso aprobó las reformas, pero los mismos oficiales encargados de la negociación y la opositora Unión Nacional se unieron en un proyecto conspirativo.
     Alessandri se alejó del país con un permiso especial del Congreso y el general Luis Altamirano, antes ministro de Guerra y entonces ministro del Interior, ocupó la vicepresidencia. Altamirano cerró el Congreso y formó una junta de gobierno que intentó reprimir a los sectores reformistas de las Fuerzas Armadas. Estos respondieron con un nuevo golpe, el 23 de enero de 1925. La nueva junta, de la que fueron referentes los reformistas Marmaduke Grove (Marina) y Carlos Ibáñez (Ejército), propició el regreso de Alessandri y buscó generarse apoyos entre los trabajadores y las organizaciones de mujeres reformistas. Alessandri retomó su lugar al frente del Poder Ejecutivo, el 20 de marzo de 1925. Los militares reformistas apoyaron a Alessandri y a la nueva Constitución aprobada en julio de ese mismo año. La nueva Carta implantó un Poder Ejecutivo fuerte que terminaba con la conflictiva fórmula parlamentaria, estableció el voto directo, la prioridad de bienestar de los trabajadores y el interés nacional, y separó a la Iglesia del Estado.
     En Argentina, la transformación del pacto de dominación se expresó en la reforma electoral de 1912. Con esta reforma las clases dominantes tradicionales buscaban afianzar su poder. Contra todo pronóstico, el radical Hipólito Yrigoyen llegó a la presidencia (1916-1922) y el Partido Socialista llegó al Senado (con Enrique del Valle Iberlucea, en 1913) y antes, a la Cámara de Diputados (con Alfredo Palacios, en 1904). Durante los años 20 hubo un definido giro hacia la derecha, de lo cual dan cuenta la Liga Patriótica Argentina y, más moderadamente, la UCR Antipersonalista (escindida en 1924) y el gobierno de Marcelo T. de Alvear (1922-1928). Durante esos años, el nacionalismo, el antisemitismo y el anticomunismo se exacerbaron. Estos fueron, también, los años en los que Enrique del Valle Iberlucea adhirió a la revolución rusa y a los postulados de la iii Internacional, que le valieron el desafuero en 1921. A pesar del cambio que implicó la Ley Sáenz Peña en el funcionamiento de la política nacional, el Senado siguió controlado por el conservadurismo.8
     En Chile, del Partido Demócrata se desprendió un sector liderado por Luis Emilio Recabarren, quien creó el Partido Obrero Socialista (en 1912) más tarde convertido en Partido Comunista (en 1922). Así, el socialismo tuvo su base social en los combativos obreros mineros del norte y el comunismo la tuvo en los campesinos de las grandes haciendas (Hall y Spalding, 1997). El caso contrasta con el de la izquierda argentina, con un Partido Socialista de tendencia reformista parlamentaria y un Partido Comunista cuyo mayor apoyo provino de los espacios institucionales generados por un Estado en plena diversificación.
     Asimismo, se había perfilado un movimiento de mujeres conocido como primer feminismo, que estaba encabezado, en general, por sectores de clases medias y altas, en su mayoría profesionales. En efecto, la "empresa pedagógica"9 del liberalismo de la década de 1870 había derivado, en ambos países, en la promoción de algunas mujeres profesionales universitarias, que en los años 20 ya ejercían presión pública para la apertura de ese segmento del mercado laboral y para la emancipación femenina en general. Pero aunque la emancipación era una preocupación compartida, las posiciones eran divergentes respecto del orden de prelación por el cual debían extenderse los derechos, fundamentalmente civiles y políticos. Las mujeres también se movilizaron en pos de sus derechos dentro del denominado movimiento obrero. Desde los crítica década de 1890, en los dos países había habido una progresiva incorporación de las mujeres al mercado de trabajo, a partir del éxito del modelo primario-exportador y del consecuente e incipiente crecimiento de las industrias, la urbanización y el mercado interno.
     Las mujeres se insertaron laboralmente en las grandes fábricas, fuera con trabajos feminizados o con trabajos en los cuales competían con los varones. Sobresalieron las contrataciones en los establecimientos dedicados a la producción textil, de sombreros, alpargatas, guantes, medias, lencería, etc. o a la producción de alimentos, cigarrillos y fósforos. Asimismo, hubo mujeres que ingresaron al mundo del trabajo en talleres medianos y pequeños, siempre dedicadas a algún tipo de producción manual. En buena parte, las mujeres eran contratadas por las empresas, pero el desempeño de la tarea se realizaba en el propio domicilio. También se empleó mano de obra femenina en el sector terciario y de servicios, en el servicio doméstico, en educación, en salud, en comunicaciones y en actividades administrativas y de comercio. Estas mujeres integraron las vigorosas clases obreras de ambos países. Algunas participaban de su organización, ya sea en la forma de movimiento obrero combativo, con influencia de las ideologías de izquierda, o de asociaciones obreras controladas por el catolicismo. Otras simplemente trabajaban. En conjunto, el trabajo femenino desafiaba las concepciones culturales más arraigadas en las clases dominantes acerca del lugar de la mujer en la sociedad.
     En este escenario, y ante la evidente reconfiguración del orden social, el Estado recurrió a diversas estrategias de disciplinamiento tendientes a la institucionalización de los conflictos. Respecto de las mujeres, Alejandra Brito sostiene:

De alguna manera podemos plantear que los haceres de las mujeres populares dejan de ser reconocidos. Las mujeres madres se transforman ahora en sujetos de derecho y se las incorpora en dicha condición; la maternidad pasa de ser un proceso natural a un objeto para la acción de políticas públicas" (Brito et al., 2007: 397).10

     Uno de los haceres de las mujeres trabajadoras fue la intensa participación en las huelgas obreras. Esta actuación de las mujeres, a través del trabajo, y más "peligrosamente" a través de la acción colectiva en pos de sus derechos, no solo era contradictoria con los valores de domesticidad dominantes, sino también más abiertamente contradictoria con la visión de exclusión política que se pretendía mantener.
     En general, la estrategia funcionó, pues muchos varones y mujeres internalizaron el mecanismo de control, y así la emancipación femenina fue reivindicada en nombre de la condición femenina de esposa y madre de familia. Desde luego, hubo expresiones disonantes, aunque hay que decir que menos visibilizadas en los registros históricos. El siguiente testimonio anónimo da cuenta de la polifonía:

Es un error grande, y de los más perjudiciales, inculcar a la mujer que su misión única es la de esposa y madre; equivale a decirle que por sí no puede ser nada, y aniquilar en ella su yo moral e intelectual [...] Es por ello que lo primero que necesita la mujer es afirmar su yo, su personalidad, independiente de su estado, y persuadirse de que, soltera, casada o viuda, tiene deberes que cumplir, derechos que reclamar, dignidad que no depende de nadie [...] ("Para la mujer", La Vanguardia, Valparaíso, 23 de octubre de 1919, tomado de Lavrin, 1997: 75).

     La tensión trabajo femenino/maternidad es clave para interpretar el avance desigual de los derechos. La sección que sigue se ocupa del análisis de esta cuestión a partir del seguimiento de los procesos legislativos que ampliaron el estatuto de las mujeres como sujetos de derecho en Argentina y en Chile, con características muy similares y prácticamente en el mismo momento.

3. La reforma del estatuto civil de las mujeres en Chile (1925) y Argentina (1926)

Ya se ha dicho que en las primeras décadas del siglo XX los derechos de las mujeres fueron objeto de atención en ambos países. En esto tomaron parte no solo los partidos políticos, que como instituciones intermedias, se encargaron de llevar estos reclamos al Congreso, sino también las organizaciones de mujeres –fundamentalmente en sus vertientes liberal y socialista–, que desde fuera del Congreso presionaban a los representantes y acercaban la causa femenina a los palacios legislativos. No está demás recordar que por entonces las mujeres no tenían derecho a elegir y ser elegidas.
     Por otra parte, sectores conservadores moderados y extremos de ambos sexos también se hicieron eco de la situación de las mujeres. Si los sectores más moderados no descartaron de plano una reforma del orden civil (derechos patrimoniales) y político (voto restringido), entre los sectores más extremos estos derechos no constituyeron un reclamo, puesto que sostenían una visión antiliberal y antidemocrática del orden social, es decir, contraria a la matriz desde la cual por entonces se pensaban la ciudadanía y los derechos. En cambio, sí hubo cierta preocupación compartida por la extensión de los derechos sociales, acorde con el objetivo de regeneración social que estos grupos perseguían.
     Finalmente, hubo también expresiones favorables a la emancipación femenina por parte de hombres y mujeres de las clases trabajadoras urbanas. En general, su participación fue a través de movimientos sindicales y obreros, propiciados en su mayoría por las ideologías de izquierda. En dichas expresiones prevaleció un discurso que con matices seguía la línea argumentativa del siguiente testimonio:

En la obra de emancipación de la mujer es necesario trabajar para arrancar de las fábricas malsanas a la mujer madre y futura madre, es necesario elevar sus condiciones actuales por otras de trabajo más humanas, y cultivar su cerebro a fin de que vislumbre el porvenir del proletariado, permitiéndole esto tomar parte de la lucha de clases. (La Vanguardia, Buenos Aires, 26 de septiembre de 1910, tomado de Lobato, 2007: 214; el énfasis es mío).

     A diferencia del testimonio citado en la sección anterior, en este se interpela a la mujer como madre. No obstante, no debe escaparse a la atención un elemento importante: la interpelación es para la lucha. Visto desde el Estado, el problema de la tensión maternidad/trabajo femenino se resolvía en el sentido de disciplinar a las mujeres a través de políticas públicas específicas para sustraerlas de los haceres considerados "peligrosos". Visto desde la óptica de la autora de este testimonio, la misma tensión se resolvía en el sentido de emancipar (civil, social y políticamente) a las mujeres para introducirlas en el hacer de la "lucha de clases".
     El artículo, titulado "La emancipación de la mujer", pertenece a la socialista argentina Carolina Muzilli. El testimonio continúa y pone sobre el tapete otra cuestión conflictiva: la tensión género/clase. Muzilli arremete contra las organizaciones feministas de clase media, las cuales –afirma– soslayan a las organizaciones de mujeres obreras. Al respecto, Asunción Lavrin argumenta que entre las feministas liberales

[...] si hubo una conciencia de clase [...] tendremos que aceptar que no la hicieron pública. [...] Clase fue un concepto que se dibujó detrás del concepto del deber social que las inclinó a apreciar la problemática de la mujer trabajadora ya que aún como mujeres profesionales, ellas también sufrían restricciones y prejuicios masculinos. (Lavrin, 1997: 76)

     Estos testimonios ponen de manifiesto tensiones implícitas en una trama que hoy puede ser leída en términos de multiplicidad y de complejidad (Clemens, 2005). Este artículo busca hacer una contribución en este sentido, a partir de pensar la legislación sobre derechos civiles de las mujeres en 1925 y 1926, y el avance desigual de otros derechos.

3.1. Chile: el decreto-ley 328 de 1925
El 12 de marzo de 1925, el decreto-ley 328 estipuló medidas ampliatorias del estatuto jurídico de las mujeres en Chile. Ideas similares habían sido impulsadas unos años antes por representantes liberales, por el populista Arturo Alessandri y por un sector importante del denominado primer feminismo. Su promulgación en 1925 obedeció a la oportunidad abierta por la crisis política del parlamentarismo chileno. Fue un decreto dictado por la Junta de Gobierno creada por los militares reformistas en enero de ese mismo año y presidida por el civil Emilio Bello, en momentos en los que era inminente el regreso de Alessandri al poder.
     En su articulado, el decreto otorgó a las madres el derecho a ejercer la patria potestad sobre los hijos que tuvieran a su cargo, en caso de ausencia del padre (por muerte natural, interdicción o inhabilidad física o moral), y a las mujeres divorciadas "por culpa del marido". Pero también estipuló que, una vez casadas en segundas nupcias, estas mujeres perdían tal derecho. Asimismo, estableció que las mujeres podían, en las mismas condiciones que los hombres, ser testigos, tutoras o curadoras, pero las casadas necesitaban el conocimiento del marido o, en su caso, de la justicia.
     Respecto del régimen patrimonial, se estableció que los cónyuges, a través de capitulaciones matrimoniales, podían acordar la separación de bienes. Se consideraba a las mujeres separadas de bienes para la administración de aquellos bienes que fueran fruto de su trabajo profesional o industrial y con capacidad judicial respecto de esa administración. En el régimen de separación de bienes, las mujeres casadas podían ejercer libremente cualquier oficio, empleo, profesión, industria o comercio, pero sus maridos podían prohibírselo mediante decisión de un juez.
     El decreto-ley fue impulsado por el entonces ministro de Justicia José Maza, de extracción liberal. Este había participado, entre otras actividades, en la Comisión Mixta de Legislación Social, en el período 1921-1922, y había ocupado el cargo de ministro del Interior del presidente Alessandri, entre el 1 y el 20 de febrero de 1924. Pasada la crisis que había alejado al presidente de su cargo y destituida la Junta Conservadora, Maza ocupó el Ministerio de Justicia e Instrucción Pública de la nueva junta, entre el 29 de enero y el 30 de septiembre de 1925.11
     La iniciativa de Maza tenía algunos antecedentes. En agosto de 1912, el senador liberal y católico Luis Claro Solar había elevado un proyecto de reforma al Código Civil en el que consideraba fundamentalmente los derechos de propiedad de las mujeres casadas. Preocupaba al legislador que la mujer casada que trabajaba, independientemente de su clase, estuviera sometida a la tutela del marido. Su proyecto no buscaba equiparar a mujeres y varones en sus derechos y deberes dentro de la familia sino, más acotadamente, dar a las mujeres casadas la facultad legal para administrar su salario y sus propios bienes, previendo el caso de dilapidación de la economía familiar en manos de maridos irresponsables.
     El proyecto de este jurista reducía la mayoría de edad de 25 a 21 años y creaba la institución de los bienes reservados de gestión exclusiva de la mujer. Asimismo, establecía la patria potestad para la madre en subsidio del padre y mejoraba los derechos sucesorios de los hijos naturales. En su argumentación, Claro Solar sostenía que "la familia no se forma, no existe y no se perpetúa sino por medio del matrimonio" y era en nombre de la unidad familiar que proponía las reformas mencionadas (Corral Talciani, 2006: 8).
     En abril de 1920, en su discurso ante la Convención del Partido Liberal en Santiago de Chile, Arturo Alessandri expresó:

La condición legal de la mujer en Chile permanece aún aprisionada en moldes estrechos que la humillan, que la deprimen y que no cuadran con las aspiraciones y exigencias de la civilización moderna. Carece ella de toda iniciativa, de toda libertad y vegeta reducida al capricho de la voluntad soberana del marido en forma injusta e inconveniente. Todas las legislaciones actuales reconocen, todos los pensadores del siglo reclaman para la mujer la elevada posición de su nivel moral, legal e intelectual, en la forma que corresponde a aquella parte tan noble y respetable de la sociedad, que tan alta e importante participación tiene en el desarrollo de la vida moderna. Nuestra legislación no puede continuar siendo a este respecto una excepción dolorosa en el concierto armónico del mundo civilizado.12

     En 1922, el senador liberal Eliodoro Yáñez presentó un proyecto en la Cámara que establecía el régimen de separación de bienes como régimen legal y derogaba otros artículos que limitaban a las mujeres en razón de su sexo (Klimpel, 1962: 57-58). Yáñez estaba especialmente preocupado por la situación de las mujeres obreras (Lavrin, 2005: 270). Finalmente, su proyecto no tuvo curso.
     Ese mismo año, el Consejo Nacional de Mujeres, con Amanda Labarca a la cabeza, intensificó sus esfuerzos para llevar adelante la causa de la emancipación en articulación con el gobierno. Labarca acercó a los diputados liberales José Maza y Roberto Sánchez un programa de reivindicaciones sobre derechos civiles de las mujeres. No es un dato menor que Amanda fuera esposa del dirigente radical Guillermo Labarca, quien, además, en 1924 se desempeñó como ministro del gobierno de Alessandri (Maza Valenzuela, 1997).
     Desde el punto de vista jurídico, es claro que el decreto-ley 328 estuvo más orientado por un interés social y colectivo que de emancipación individual de las mujeres. Ya en julio de 1907, la ley 1969 había dispuesto que las mujeres casadas y los menores de edad que tuvieran más de 14 años debían ser considerados libres administradores de sus bienes, en lo referente a sus imposiciones en las cajas de ahorro y a la adquisición y goce de casas construidas por el Consejo Superior de Habitaciones. Más significativamente, unos meses antes de la reforma de 1925 se había dictado la Ley de Contrato de Trabajo (ley 4053, del 8 de septiembre de 1924), que había dado la libre administración del salario de las mujeres obreras, y la Ley de Empleados Particulares (ley 4059, del 8 de septiembre de 1924), que había hecho lo mismo respecto de las mujeres empleadas (Klimpel, 1962: 56).
     El decreto-ley 328 no solo fue muy limitado en su alcance, sino que tuvo inconvenientes graves, incluso respecto de los objetivos de creación de un patrimonio reservado para las mujeres casadas que la propia normativa perseguía. La posibilidad de administrar los bienes que fueran fruto del trabajo de las mujeres se desvanecía tan pronto como sus maridos ejerciesen su derecho a prohibir dicha actividad. Más aún, ya que la ley no regulaba la prueba de origen y dominio del patrimonio reservado y de la capacidad de las mujeres, los terceros usualmente les exigían la autorización de sus maridos como prueba, y así, en la práctica, la reforma perdía su sentido fundamental de emancipación. La ley tampoco daba norma alguna para la liquidación de los bienes reservados en ocasión de la disolución de la sociedad conyugal, lo cual fue del mismo modo considerado un serio defecto de la ley (Klimpel, 1962).

3.2. Argentina: la ley 11357 de 1926
En Argentina, el 14 de septiembre de 1926 el Senado sancionó la ley 11357. Esta estuvo impulsada por los senadores socialistas Mario Bravo y Juan B. Justo y se inscribió en la concepción universal de la ciudadanía característica del socialismo argentino, la cual, a diferencia de otras nociones de universalidad dominantes entre liberales y conservadores, no excluía a las mujeres. En el pensamiento socialista argentino, el ideal de libertad y de igualdad involucraba el avance simultáneo de los derechos civiles, políticos y sociales. Aunque hay que notar que "inicialmente" el socialismo promovió la extensión del sufragio femenino "por etapas" (Barrancos, 2005).
     Durante las primeras décadas del siglo XX, el socialismo tuvo a su favor una singular circunstancia política. La estrategia de abstención de la UCR en las elecciones de 1904 y la adopción del sistema uninominal por circunscripciones favorecieron la elección del socialista Alfredo Palacios en el distrito de la Boca. En 1913, un año después de sancionada la Ley Sáenz Peña que habilitara el voto secreto, el socialista Enrique del Valle Iberlucea fue elegido senador por la Capital Federal. En las mismas circunstancias, accedieron a la Cámara de Diputados los socialistas Juan B. Justo y Mario Bravo. En 1924, el radicalismo concurrió dividido a las elecciones, lo cual favoreció el acceso de estos socialistas al Senado. En 1926, Bravo y Justo eran los únicos representantes de su partido en la cámara alta (Iberlucea había sido destituido en 1921), aunque contaban con más de veinte diputados en la cámara baja (Palacios había sido expulsado del Partido en 1915).
     El 14 de septiembre de 1924, Bravo y Justo presentaron un proyecto relativo a los derechos civiles de las mujeres en el Senado. El 10 de junio de 1925, por iniciativa del diputado conservador Ángel Sánchez de Elía, se decidió crear una comisión especial para estudiarlo. Los miembros fueron: el senador Bravo, autor del proyecto inicial; el propio diputado por Buenos Aires, Sánchez Elía, el diputado socialista Héctor González Iramain y el diputado radical Diego Luis Molinari, por la Capital Federal; y el senador radical Luis F. Etchevehere, por Entre Ríos. Bravo fue presidente de la comisión y Sánchez Elía, su secretario. El 27 de agosto, la comisión tuvo el proyecto terminado.
     El Senado consideró el proyecto en la sesión del 25 de septiembre de 1925. Fue aprobado en general, por unanimidad, y en particular, con algunas pocas enmiendas. En la Cámara de Diputados, el proyecto fue votado en general y en particular, y el trámite concluyó el 1.º de septiembre de 1926, con apenas un voto en contra. A partir de allí, continuó en el Senado y fue aprobado en la sesión del 14 de septiembre de 1926.
     En su articulado, la ley estipuló la igualdad entre hombres y mujeres (solteras, divorciadas o viudas) mayores de edad, para ejercer todos los derechos y funciones civiles. Las mujeres casadas podían ejercer profesión, oficio, empleo, comercio o industria honestos sin autorización del marido, así como administrar y disponer libremente del producto de esas ocupaciones, para adquirir toda clase de bienes. También podían formar parte de asociaciones civiles o comerciales y de cooperativas, administrar y disponer a título oneroso de los bienes propios y de los que les correspondiesen en caso de separación judicial de bienes, presumiendo que el marido tuviera el mandato tácito para administrar los bienes de la mujer (mientras esta no manifestase su voluntad contraria con una inscripción en un registro). Asimismo, podían aceptar herencia con beneficio de inventario, estar en juicio por causas civiles o criminales, ser tutoras, curadoras, albaceas, testigos en instrumentos públicos y aceptar donaciones.
     La misma ley dispuso que las "madres naturales" (igual que los "padres naturales" que voluntariamente reconociesen a sus "hijos naturales") tenían derecho de patria potestad. Las mujeres casadas conservaban la patria potestad de los hijos de un matrimonio anterior y podían administrar sus bienes sin que sus frutos pasasen a integrar la nueva sociedad conyugal.
     Como en Chile, la ley no instituyó la igualdad jurídica plena para las mujeres casadas, pues siguió vigente el artículo 55 del Código Civil que las definía como incapaces de hecho (inciso 2) y sujetas a la representación legal del marido (artículo 57, inciso 4). Más precisamente, la reforma solamente amplió los derechos civiles de las mujeres.
     Dos testimonios permiten apreciar el impulso limitado que tuvo la ley. En primer lugar, durante la consideración en particular en la cámara alta, el senador antipersonalista por Catamarca, Alejandro Ruzo, solicitó agregar la palabra honestos al texto del artículo 2, que en el inciso 2 se refería al ejercicio de "profesión, oficio, empleo, comercio o industria" por parte de las mujeres casadas. En segundo lugar, el 11 de agosto de 1926, en momentos en que era inminente la discusión del texto en la Cámara de Diputados, el ministro de Justicia Antonio Sagarna se dirigió por nota al senador Bravo pidiendo explicaciones, pues consideraba que el proyecto no era "todo lo amplio que debiera ser" y era "confuso". Entre otros señalamientos, Sagarna consignaba la circunstancia de que existían en la ley dos tipos de mujeres: las capaces (solteras, divorciadas, viudas) y las relativamente incapaces (las casadas). A este pedido, Bravo respondió:

[...]¿que hubiera podido decirse que la mujer, sea cual fuere su condición civil goza de los mismos derechos que el hombre? Es verdad. Yo así lo hubiera hecho. Temo que ello parezca mejor que lo bueno y perdamos lo bueno por querer lo mejor. (Bravo, 1927: 179).

     Finalmente, en la Cámara de Diputados, el ministro Sagarna se hizo presente y prestó pública adhesión al proyecto, tal como este había salido de la comisión. En el debate, el diputado González Iramain sostuvo que "ya es mucha desgracia tener en el compañero que ella se haya elegido un dilapidador de su dinero, un hombre que comprometa el porvenir de la familia y de la prole" (Bravo, 1927: 184). Esta clara orientación de la ley en el sentido de ofrecer soluciones para los problemas relativos a "la mujer que trabaja" se aprecian también en las palabras del diputado socialista Antonio de Tomaso, quien cerró su discurso con una conclusión sobre un punto que preocupaba a muchos: el proyecto en debate "no innova fundamentalmente en la organización de la familia argentina".
     En efecto, la ley aprobada en 1926 no asumió posiciones mucho más revolucionarias y radicales, como las presentadas respectivamente por el socialista Iberlucea (entre agosto y septiembre de 1919, en el Senado) y por el diputado por la UCR Leopoldo Bard (en septiembre de 1924). Ambos proyectos, muy similares, derogaban la cláusula de incapacidad de las mujeres casadas. Bard era un ferviente yrigoyenista y tuvo una actuación legislativa destacada por su defensa de la emancipación en materia civil, de voto y de divorcio (una concepción de la emancipación similar a la de Iberlucea).
     La iniciativa de Iberlucea no era la primera del Partido Socialista a favor de la reforma del estatuto civil de las mujeres. En 1907, el diputado Palacios había presentado un proyecto en la Cámara de Diputados. Este estaba basado en una propuesta de la feminista liberal Elvira Rawson, en nombre del Centro Femenino creado dos años antes. En la fundamentación de Palacios se observa una concepción limitada respecto de otras nociones de emancipación, en particular de las sostenidas por las mujeres del mencionado centro:

La civilización moderna exige la revisión de los códigos [...]. Y hago esta afirmación, no porque desee establecer una igualdad perfecta, que las condiciones naturales de su personalidad orgánica y psíquica impiden (conste que repudio el feminismo declamatorio y exagerado) sino que anhelo para la mujer la plenitud de los derechos que le corresponden, y de los que se ve privada, merced a los preceptos cristalizados, que los países progresistas se apresuran a borrar de los códigos, pero que, desgraciadamente, perduran todavía en nuestra legislación, que tan poco se ajusta a las exigencias del actual momento histórico. (DSCD, 16 de septiembre de 1907).

     Al respecto, Elvira Rawson consideró que su proyecto había sufrido serias mutilaciones. El artículo 1 del proyecto feminista declaraba: "la mujer, al contraer matrimonio, no perderá los derechos que la ley acuerda a los seres mayores de edad y con uso de sus facultades mentales sanas".13 Por su parte, el proyecto de Palacios, aunque consignaba la capacidad de las mujeres para ser testigo y para ejercer profesión lícita con libre administración y disposición de los bienes producto de su trabajo y esfuerzo, no establecía la capacidad plena para las casadas.
     Asunción Lavrin  interpreta el repudio al "feminismo declamatorio y exagerado" como un rechazo "velado" al feminismo inspirado en el sufragismo inglés. Señala que, con el tiempo, los socialistas fueron "perdiendo su aversión a las manifestaciones femeninas" a favor del voto (2005: 38). Precisamente, Inglaterra (igual que Noruega y Dinamarca) era uno de los pocos países que por entonces ya habían legislado sobre la capacidad de las mujeres casadas. Es posible que esta inicial aversión haya limitado la consigna de la emancipación civil a su dimensión económica. Dora Barrancos  nota que "al finalizar la década de 1910 [había] posiciones ya maduras" a favor de la independencia y el sufragio femeninos, desprendidas del ideario etapista y evolucionario propio del "molde del iluminismo liberador del socialismo" (2005: 167). Barrancos enfoca en particular los derechos políticos, pero esto mismo puede ser aplicado a la concepción de los derechos civiles. En esta clave puede leerse el cambio dentro del socialismo entre el proyecto de Palacios de 1907 y el de Iberlucea de 1919.
     Dado el contenido jurídico de la reforma –limitante de la capacidad plena y ceñido a la dimensión patrimonial del asunto–, es claro que, igual que en Chile, la ley 11357 estuvo orientada por un interés social y colectivo antes que por un interés de emancipación individual de las mujeres. La presentación en el Senado de la iniciativa de ampliación de los derechos civiles, por parte de Bravo, coincidió con la aprobación de la ley 11317 (del 30 de septiembre de 1924), que regulaba el trabajo de mujeres y niños. Esta ley modificaba y mejoraba los términos de la ley 5291 de 1907.
     En ocasión de la sanción de la ley de 1907, hubo una acalorada discusión sobre el alcance de esta: si el Congreso Nacional podía legislar en materia laboral para todo el país o si solo podía hacerlo como legislatura local. La primera postura era sostenida mayoritariamente en la Cámara de Diputados; la segunda, en el Senado. Finalmente, la posición triunfante fue esta última, y por eso fue recién con la ley 11317 de 1924 que hubo una legislación de alcance nacional en la materia. Esta ley ratificaba la jornada de ocho horas y la prohibición del trabajo infantil y del trabajo insalubre para mujeres y niños. También ratificaba la prohibición del trabajo a domicilio y del trabajo nocturno en estos mismos sectores. Prohibía el despido por embarazo y el trabajo durante las seis semanas posteriores al parto y autorizaba la licencia previa al parto contra presentación de certificado médico y el amamantamiento en los lugares de trabajo. Cuando estos espacios contaban con más de cincuenta obreras, se establecía la habilitación de salas cunas. Se trató así de una ley de claro carácter protector y maternalista (Lobato, 1997; Nari, 2005).
     Desde el punto de vista estrictamente jurídico, otra vez igual que en Chile, la ley de ampliación de los derechos civiles de las mujeres fue gravemente criticada. La técnica legislativa consistía en estipulaciones minuciosas que clasificaban los actos para los que las mujeres estaban habilitadas, con el fin de que el juez simplemente pronunciara las palabras de la ley. Esta fue, en definitiva, una técnica de compromiso entre posturas más conservadoras y otras más reformistas, en nombre de aquel supuesto interés social. Así, el articulado de la ley finalmente sancionada entrañó una seria contradicción: los actos eran puntillosamente clasificados sin que se hubiera revocado la condición general de incapacidad jurídica para las mujeres casadas. Esto fue señalado como un defecto y un obstáculo para la aplicación de la ley, y aprovechado por los detractores de la emancipación femenina, quienes encontraban aquí un argumento para descalificar la ley y limitar en la práctica judicial la libertad y autonomía de las mujeres.

4. Consideraciones finales para pensar el avance desigual de los derechos

Como señala Mirta Lobato (1997), la "cuestión familiar" está integrada en la "cuestión política" y la "cuestión nacional", desde fines del siglo XIX.14 La ley chilena de 1925 y la argentina de 1926 se insertan en una dinámica política en la cual el reformismo pugnaba por imponerse. En los dos países, se alcanzaron soluciones de compromiso, generalmente limitadas por la fuerte influencia de concepciones tradicionales levantadas no solo por el conservadurismo, sino también por las propias fuerzas reformistas.
     En Chile, la reforma del estatuto jurídico de las mujeres responde a la competencia política entre tres fuerzas consolidadas: conservadores, liberales y radicales. Pero aun existiendo esta competencia, no debe perderse de vista que la reforma de 1925 no fue resultado de un acto deliberativo, como en Argentina, sino de la audacia de un ministro que, habiendo sido propulsor de la misma reforma en su gestión como diputado, luego la impuso por decreto, en calidad de ministro del gobierno de facto. En Argentina, en cambio, sobresale la influencia del socialismo, cuyo molde del iluminismo liberador lo acercó a las posiciones más reformistas dentro del liberalismo ostentado por los radicales. Esto se observa con solo atender a las fechas en las que se presentaron los distintos proyectos: dos días antes de la presentación de Bravo y Justo, el 12 de septiembre de 1924, el diputado radical Bard presentó una iniciativa relativa a la misma materia. El triunfo de la fórmula intermedia sostenida por los socialistas se entiende en el marco de la negociación con el conservadurismo –todavía fuerte en el Senado– y de una declarada opción del senador socialista por lo "bueno" en detrimento de lo "mejor".
     El sentido social de las fórmulas limitadas que finalmente se impusieron en los dos países es coherente con la exclusión de la mujer respecto de la ecuación un individuo igual a  un voto. En los años 20, en las provincias argentinas de Santa Fe y San Juan, hubo reformas constitucionales a favor del voto de las mujeres en la instancia municipal (no obstante, ellas siguieron excluidas de la facultad de ser electas). El sufragio femenino restringido es un antecedente que se reitera en Chile. En 1931, el gobierno de Ibáñez otorgó a las mujeres mayores de 25 años el derecho a voto en el ámbito municipal. En ambos países sucedía algo similar a esto que, para el caso argentino, Barrancos describe así:

Estamos pues, frente a la extendida fórmula acerca del carácter instrumental del voto femenino que se exhibía en los corrillos, los cenáculos, la prensa y las legislaturas. Se trataba menos del derecho a la igualación, a la soberanía individual, equivalente y equiparada -constitutiva del precepto de ciudadanía-, que de un resorte con efectos triangulados, de un medio para mejorar la calidad del otro. (2005: 170).

     Una diferencia significativa merece ser señalada. En Chile, en los años previos a la reforma de 1931, tanto la feminista Labarca como el liberal reformista Maza se opusieron al voto femenino. Labarca lo consideraba contrario a la "delicadez moral" de las de su sexo. Ambos apoyaban un avance gradual que estuviera a tono con la "paz doméstica" (Maza Valenzuela, 1997). En todo caso, primero debía avanzarse sobre los derechos civiles y luego sobre los políticos. En Argentina, en cambio, con la presencia del socialismo en el Congreso, en los años 20 el debate sobre el sufragio femenino se enfervorizó y el socialismo adoptó posiciones más extremas. Nuevamente, se aprecia la competencia entre radicales y socialistas y entre ambas cámaras. Tanto Bard –en la cámara baja, en 1922– como Bravo –en la cámara alta, en 1929– presentaron proyectos de extensión del sufragio a las mujeres (por mencionar dos representantes directamente involucrados con la causa de la emancipación civil). El primero, restrictivo a las mayores de 22 años, el segundo, de alcance igualitario entre individuos de ambos sexos (Barrancos, 2005).
     Desde el punto de vista de la cuestión política, el avance desigual de derechos responde a un cambio en la concepción y organización de la esfera privada y la esfera pública. Como se ha dicho al comienzo, las reformas expresaron la voluntad de sustraer a las mujeres del dominio privado del varón para someterlas al dominio público del Estado, con una intención de protección que, a su vez, reforzó el canon de la domesticidad, ordenador del ámbito privado del hogar. Se podría decir que el Estado ampliaba sus funciones en detrimento del enorme dominio del varón en la esfera privada, para corregir eventuales desvíos y excesos de este. De modo directo respecto de la potestad marital, o de modo indirecto respecto de un Estado que limitaba la función de representación a los varones, las mujeres tuvieron una autonomía ampliada, pero igualmente sometida a la autoridad patriarcal.
     Desde el punto de vista jurídico, la reforma expresó la definición de la legislación laboral como separada de la civil. Según Abelardo Levaggi (2006), esta distinción era consecuencia del abandono del principio liberal de la no intervención jurídica del Estado. Este autor también señala que el carácter protectorio (de varones y de mujeres) es específico de esta nueva rama del derecho. Su expansión coincidió con la creación de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) en 1919 y con las ideas que ella propugnaba: justicia social para garantizar la paz universal.15
     Visto desde la perspectiva de género, el interés de protección que subyace a la reforma civil y social del estatuto de las mujeres se combina con el interés de exclusión que subyace al ideal de orden patriarcal restrictivo de los derechos políticos femeninos. En los dos países estudiados, la modernización económica, política y social no estuvo acompañada por una igual modernización de las concepciones culturales que sirvieran para reivindicar a las mujeres como sujetos plenos de derechos. La ideología de la domesticidad está en la base del alcance limitado de las reformas estudiadas y de las asincronías respecto de otros derechos (los políticos, pero también algunos del orden civil). En efecto, si bien el elemento capacitario es fundamental en el corpus de los derechos civiles, este puede ser tratado –y, de hecho, ha sido predominantemente así– de modo separado de otros derechos que afectan gravemente a la igualdad entre varones y mujeres. Algunos de esos otros derechos son primordialmente el poder marital en la representación legal del matrimonio, el ejercicio de la patria potestad y el régimen de divorcio. Los derechos que se extendieron en los años 20 estaban referidos a la autonomía, en particular a aquella necesaria para una actuación –que ya era irrefrenable– de la mujer-madre en las relaciones de mercado. El avance simultáneo de los derechos civiles con los derechos sociales señala esta imbricación de la cuestión femenina y la cuestión social, y la de ambas en la cuestión familiar y la cuestión política.

Notas

1En alusión a T.H. Marshall, Citizenship and social class and other essays, 1950.

2La reedición en 1992 del libro de Marshall con el añadido del capítulo de Tom Bottomore "Citizenship and Social Class Forty Years On" da cuenta de la renovada actualidad del asunto. En América Latina, esta renovación se vio potenciada por los contextos de transición democrática.

3Pioneramente, Bendix (1974). En los años 1980 y 1990, con la erosión del Welfare State: Giddens (1982), (1985) y (1996); Mann (1988); Turner (1990) y (1993) y Tilly (1995). En América Latina, uno de los trabajos más sistemáticos de aplicación y crítica de la visión de Marshall en el ámbito de la historia social es el de Carvalho (1995).

4Un enorme aporte en este sentido han hecho los desarrollos sobre ciudadanía y género, con fuerte acogida de los trabajos de Fraser (1993) y Pateman (1995). Desde la perspectiva del derecho crítico, véase una excelente selección en Facio y Fries (1999).

5Una discusión más minuciosa de la categoría en Giordano (2007).

6La bibliografía sobre los reformismos chileno y argentino es cuantiosa. Aquí me baso en la excelente síntesis comparativa de Alcázar et. al (2003); en Bethell (1992) y en Halperin Donghi (1992).

7Desde la publicación, en 1982, del trabajo de Paul Drake, "Conclusion: Requiem for Populism?" (en Michael L. Conniff, Latin American Populism in Comparative Perspective) se ha difundido la categoría populismos tempranos o liberales, en referencia a las experiencias políticas de Alessandri e Yrigoyen. A mi juicio, la interpelación al pueblo no es suficiente para caracterizar a estas experiencias como populistas. Mantengo entonces la categoría reformismo.

8El período ha sido caracterizado como de hegemonía "compartida" (Pucciarelli, 1993) o "pluralista" (Ansaldi, 1995).

9Barrancos (2007) utiliza el concepto empresa pedagógica para introducir la cuestión de la extensión de la educación en Argentina en un análisis (de larga duración) del tensionado recorrido de los derechos y la ciudadanía.

10Dos enjundiosos trabajos desarrollan este punto para el caso Argentino: Lobato (2000) y Nari (2005). Para el caso de Chile, véase: Brito (2005).

11"José Maza Fernández" en Reseñas biográficas de parlamentarios de Chile, Biblioteca del Congreso Nacional de Chile, disponible en http://biografias.bcn.cl/pags/biografias/detalle_par.php?id=851, consultado por última vez el 10 de marzo de 2009.

12"Discurso de Arturo Alessandri en la Convención Liberal", Documentos Históricos, Wikisource, disponible en: http://es.wikisource.org/wiki/Discurso_de_Arturo_Alessandri_en_la_Convencion_Liberal_(25_de_abril_de_1920). Consultado por última vez el 12 de marzo de 2009.

13Véase: "Fundamentos del proyecto presentado por el diputado Bard", en DSCD, 12 de septiembre de 1924.

14También Rodríguez Villamil y Sapriza (1984) alientan una visión integradora.

15En Argentina hubo un enfrentamiento entre posiciones que sostenían la innecesariedad de separar el derecho laboral del civil, por considerar al Código existente muy claro en aquella materia (por ejemplo,Juan Bialet Massé y Estanislao S. Zeballos); y posiciones que sostenían la necesidad de contar con una legislación específica (por ejemplo, Joaquín V. González y Alfredo Palacios). En Argentina, el proyecto de Ley Nacional del Trabajo de Joaquín V. González de 1904 no prosperó. Tampoco lo hizo una iniciativa similar del presidente Yrigoyen en 1921. En Chile, en cambio, el gobierno de Ibáñez sancionó un Código de Trabajo en 1931.

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