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Mora (Buenos Aires)

versión On-line ISSN 1853-001X

Mora (B. Aires) vol.16 no.2 Ciudad Autónoma de Buenos Aires jul./dic. 2010

 

VARIA REUNIDA

Obrar  y Reunir

Francine Masiello*

*Universidad de California en Berkeley

"¿Quién reedita a un fantasma?"
Amelia Biagioni

"Imaginar la ausencia / propia en otras manos: /
 ¿qué detalle es el que queda?"
Diana Bellessi

Se narra, en la historia literaria española, un acontecimiento fundador: la viuda de Juan Boscán publica, en 1543, la obra de su difunto marido junto con algunos poemas de Garcilaso de la Vega. Con gran éxito en el Siglo de Oro, el libro alcanzó diecinueve ediciones hasta 1569, año en que se publica una colección de los poemas de Garcilaso, exclusivamente. Con poco más de un lustro de distancia, los textos de Garcilaso vuelven a aparecer, esta vez con "anotaciones y enmiendas" del catedrático Francisco Sánchez de las Brozas, de la Universidad de Salamanca.  Sigue encaminada la que será la edición comentada más importante de Garcilaso, la del poeta Fernando de Herrera, publicada en 1580.  Así se inicia, en la tradición hispánica, la idea de la "obra completa" y desde este marco, Garcilaso pasa a ser, como se anuncia en la portada de la versión del brocense, "El príncipe de los poetas castellanos"1.
     Pero, pensemos en la anatomía de la "obra completa". Las cuatro publicaciones que abarcan la obra de Garcilaso tienen como proyecto lanzar un "clásico" para la literatura española.  La idea sigue la línea de consagración que ofrecieron los antiguos a Virgilio y después, los poetas del renacimiento a Dante y Petrarca. El volumen póstumo, con notas de comentarista,  pone en evidencia los talentos del maestro.  ¿Un fenómeno del mercado? Quizás. Pero también se ofrece como un signo de respeto, el reconocimiento de una obra que vale la pena conservar y poner al alcance del público lector.  Se necesita un detalle más para completar el panorama: la consagración académica (en el caso de Garcilaso, el catedrático Brozas) y la consagración del poeta por uno de sus pares (el poeta Herrera) trabajan juntas para levantar la imagen del autor.  Parecería, desde aquel dorado siglo, que la voz del crítico-poeta superara la del profesor.  Dicho esto, avanzamos a la cuestión de la obra reunida/obra completa en nuestros días.
     Las pequeñas editoriales -entre ellas Adriana Hidalgo, Bajo la luna, El Dock- y también las consagradas -Fondo de cultura económica, Emecé y Planeta- han vuelto a descubrir el valor del marketing de la poesía y, más aún, de la obra reunida; estas publicaciones forman parte de una estrategia de promoción y venta, y de un aumento en la circulación y el consumo.  En la Argentina el fenómeno del big book en poesía,  el de las "obras completas" u "obras reunidas",  se ha hecho más visible en los años recientes, a partir de la publicación de la obra de Juan L. Ortiz, la de Hugo Padeletti (en tres tomos) y los Poemas completos de Néstor Perlongher. Se venden: son un succes de scandale pero también un succes d'estime.  Abren las costuras del canon nacional a las fuerzas contundentes de la poesía.  Circulan, son apreciados; descubren un contenido y una forma, que apelan al público lector, además de acompañar el auge del género poético en la Argentina, que tuvo mayor repercusión, sobre todo, a partir de la década de los 80. Por fin, se empieza a aceptar que el género duradero en la Argentina no es, como se suponía y como los críticos nos han hecho creer, la novela sino la poesía.
      A veces -pienso en los casos de Alejandra Pizarnik, Néstor Perlongher y Marosa di Giorgio-, se editan varias veces las obras, agregando nuevos textos descubiertos que habían sido ignorados.  Otras, se saca a relucir a un autor que había pasado al olvido; también se resalta al poeta tímido, el que huye de toda publicidad (pienso en algunos  poetas que viven a distancia de la capital como Hugo Padeletti o Aldo Oliva, o fuera del país como Arnaldo Calveyra).  Finalmente, y contrario a la tradición del siglo de oro que elogiaba al poeta póstumamente, el fenómeno de la obra reunida que ha surgido en los últimos años y que festeja al autor en vida, viene a ser una manera de darnos una imagen de la poesía en flujo, permite ver una obra literaria en vías de construcción, sabiendo que en el futuro, este curso se ampliará de acuerdo a las nuevas miradas y ritmos que el poeta dará a su poesía.
     En estas páginas, quiero recordar la publicación de la obra reunida o completa con respecto a las poetas mujeres y, muy especialmente, las publicaciones recientes de Diana Bellessi y la de Amelia Biagioni, ambas de 2009, y de una poesía deslumbrante. Además -y contra la necesidad articulada en los 80, cuando se insistía en que las poetas formaran una especie de lobby para poder ocupar un lugar-,  los textos dan evidencia de una conquista lograda. Las poetas están a la venta y con público admirador. Obra de peso en su doble aspecto (las ediciones son costosas, pero también, por el número de páginas -la edición de Diana Bellessi excede las 1200 páginas-, hay que hablar de peso en su aspecto más estricto),  la publicación de estos libros nos dice que es imposible pensar la evolución de las letras argentinas sin tomar en cuenta a las poetas. Desde luego, la obra reunida es un himno al poeta,  pero también significa un ejercicio editorial de intentar abarcarlo todo, de unir los fragmentos, de archivar la historia,  de revelar inéditos, de ofrecer una vista panorámica y  de declarar, en última instancia,  el estado saludable de la poesía en general.
     Encuadernado en papel, el libro de poesía declara su presencia contundente frente a la circulación de poemas en la red y frente a los textos efímeros que aparecen en diarios y revistas.  Surge entonces una pregunta: ¿cómo explicar la venta del libro frente a las múltiples posibilidades de lectura (gratis) que se ofrecen en los diarios o en la pantalla? ¿Será que queremos poseer un objeto material y de peso, un símbolo concreto de la persona del poeta, un recordatorio de su presencia? ¿La obra reunida actúa como metáfora de la persona del escritor?  Pienso, no sin cierta ironía, que este gran volumen de poesía nos seduce por su extensión de páginas y compite en el mercado con la memoire de la figura célebre. Con tanto interés en las historias vitales, el diario íntimo y la recuperación de cartas,  si no la vida escandalosa del   político, el subalterno o la estrella de cine, las obras reunidas de las poetas también ofrecen una manera de representar la figura del autor.
     Si, por un lado, la publicación de la poesía reunida sostiene ciertos mitos (la celebridad, por ejemplo),  por el otro, corrige las metáforas sentimentales que sostenemos en torno al autor. Así, algunos habíamos pensado en Marosa di Giorgio, la rara; Biagioni, la solitaria; Bellessi, la feminista. Sin embargo, al estar con la obra reunida en la mano, vemos de pronto que se derrumban los prejuicios; el texto da la posibilidad de reconstruir la figura del autor a partir de nuestra lectura.
     Si la obra reunida pretende exponer una imagen totalizante  del autor (el resultado de una carrera madura, unida desde los orígenes), también  permite ver el proceso de evolución de una escritura. A caballo entre dos mundos, entonces, el libro propone una summa del autor, una constelación de tendencias, estilos y voces;  al mismo tiempo que expone el proceso de escribir. Pero siempre hay una ironía, porque la obra reunida parece deshacerse de su presunta unidad, precisamente, en el momento en que lector toma el libro entre sus manos. Allí, presenciamos no un fait accompli, una obra totalizadora,  sino un lento y cuidadoso baile en el cual, paso a paso,  los fragmentos de la poesía completa se revelan. Vemos, por lo tanto, un sistema literario en el cual los hilos se entretejen, se deshacen y se vuelven a componer. Toda solidez de la obra, todo sentido de completitud se descompone en el aire. Quedamos, a pesar del concepto de obra reunida, con una serie de hojas sueltas que piden nuestra lectura para darle sentido y forma (por no hablar de la posibilidad de no seguir leyendo en el orden sugerido por el índice del libro; entonces se arma otra lectura que se rompe con los hilos cronológicos instalados en el texto).
     Estamos leyendo y construyendo al mismo tiempo; y lo que es más, desde la materialidad de la obra presentada, edificamos la autobiografía (imaginada) de un escritor. Será la cara pública de la vida privada.  Otra vez, "Borges y yo". Porque tenemos en mano toda una vida en verso donde las figuras retóricas están en pugna, donde la métrica clásica se empuja contra el verso libre, donde los tropismos entran en conflicto, donde las distintas voces del poeta se pelean por afirmarse. Así, vamos construyendo la imagen de un escritor desde la lectura de los fragmentos que pertenecen a su obra reunida.
     En la ópera, la coreografía está diseñada para ayudarnos a escuchar la música con más claridad. Lo mismo ocurre en la presentación de la obra literaria reunida. Según el orden que se ofrece, si se agregan textos inéditos, si se incluyen, como en la espléndida obra reunida de Mirta Rosenberg, las traducciones que ella misma había hecho al castellano de algunos poetas extranjeros; el ensamblaje nos enseña a escuchar y leer, de otra manera, la voz del autor.  Pensamos, entonces, en el caso de Mirta, en su trabajo de traducción al lado de una poesía propia tan sensible a los giros de lenguaje, donde el vaivén entre el castellano y el inglés se siente en cada libro. La voz que habíamos conocido a través de los libros previos o los poemas sueltos aquí adquiere densidad e inesperada textura, cuando vemos con toda claridad que es imposible separar el ejercicio de traducir de la creación poética propia.   
     La obra reunida también nos enseña a leer los espacios textuales. Se asemeja a un mapa que el lector, benigno cartógrafo, va armando poco a poco para adquirir mejor entendimiento de la disposición de espacio y tiempo. De esta manera, el lector sigue las líneas rectas y los puntos cardinales, sigue las transversales y los cul de sac; aprende de los espacios cerrados (la casa, el hotel, el estudio) así como de los terrenos abiertos (los campos, los ríos, las calles) que aparecen nombrados en la poesía; también aprende de los silencios que podrían equivaler a los huecos o vacíos en los espacios ya nombrados. El libro de poemas reunidos nos permite viajar por una carretera zigzagueante sobre terreno a veces desconocido u otras veces, cercano e íntimo.  
     Frecuento una serie de libros que reposan en mi biblioteca; las obras reunidas o completas de las poetas como Alfonsina Storni y Alejandra Pizarnik, Susana Thénon y Olga Orozco,  Marosa di Giorgio y Juana Bignozzi, Mirta Rosenberg e Irene Gruss, y ahora las de Diana Bellessi y Amelia Biagioni.  Lecturas indispensables, forman parte de mi familia.  Más que las obras sueltas, estos libros se arman como pequeñas personas, íntegras y completas. Cada vez que abro la tapa de uno de estos volúmenes,  me encuentro con las poetas como si fueran viejas amigas; en su conjunto, las veo como pequeñas exploradoras, pilotos que agarran vuelo y me invitan a seguir su estela. La obra reunida me proporciona la sensación de haberme acercado a la persona completa del autor.  Se expone, se contradice, me carga con sus tics y manías; a veces logra seducirme, a veces me indigna también.  Leo las palabras de la otra como las de una persona de larga vida que se me entrega; para mí, se trata de una propuesta de gran consecuencia humana.  Descubro que la voz de la obra reunida termina siendo mi interlocutora. Entre las dos, conquistamos el mapamundi, somos expertas en navegación.
     Pero, seamos francos ¿qué hacemos para entrar a leer un libro que muchas veces excede las 500 páginas? Lo colocamos en una mesa y allí empezamos a dar vueltas -el baile previo a la lectura- porque tememos que la actividad que nos espera sea, quizás, abrumadora. Así, acariciamos el libro poco antes de empezar la lectura; estudiamos el diseño de la tapa, los comentarios de la solapa, nos quedamos mirando la foto -si hay- de nuestro escritor. Tratamos de pensar en las estrategias de lectura adecuadas para abarcar la obra perteneciente a una vida. Leemos un poco cada día, unas cuantas páginas cada noche, como si fuera la Biblia o el I Ching. Y de golpe entramos en la lectura;  nos abandonamos, es la entrega total. Llevamos lápiz a la página para entrar en el diálogo con el texto (¡quizás para acuchillarlo!);  empezamos a subrayar, a hacer comentarios en el margen, a anotar un par de ideas recurrentes que proporcionan cierto interés en el curso de la lectura. Volvemos a leer, a pensar en el orden del libro, marcamos un lugar en el texto que nos alumbra por la imagen creada, por la armonía perfecta de emoción y sonido, por su ritmo latente.  Entrega y descanso, entrega y descanso, la lectura de la obra reunida es una combinatoria perfecta de seducción y retiro.  Leer en un solo volumen la obra reunida, un texto que recupera la vida literaria del escritor, no es poca cosa. Más bien, es una experiencia carnosa; nos abrimos al imaginario del otro y el otro a nosotros. Me refiero a la confianza que se deposita en la presencia del lector.
     Quizás la obra reunida sea para melancólicos, para los que insistan en un pasado recuperable. Para los que esperen detener el tiempo transcurrido y controlarlo en un largo presente.  Porque al leer la poesía de la obra reunida, pienso en mi propio pasado; el primer momento de haberme encontrado con un poema que ahora sale reeditado en la obra completa;  recuerdo un momento de iluminación, mi disposición literaria en tal o cual punto de mi vida de lectora.   El gesto de la relectura (de pasear por las ruinas, diría Walter Benjamin) me señaliza este momento que ya no está más; me obliga a comparar un antes y un después. A veces envidio a la joven lectora que fui, a veces me causa gracia, a veces me provoca risa.  El poema logra cristalizar a manera de emblema un instante de mi historia personal. La presentación de una obra, ordenada cronológicamente, señala este momento en el pasado, pero también las rupturas y discontinuidades ponen el pasado en evidencia, indican la brecha con el mismo presente.  La lectura de los poemas reunidos como lectura alegórica del tiempo (es el único placer tomado por el sujeto melancólico, según Benjamin en el Trauerspiel), pero -ojo-, a veces un solo poema se muestra capaz de liberarse de todo registro temporal.   
     En las artes visuales, estamos acostumbrados a ver las muestras retrospectivas de un pintor.  La retrospectiva es una manera de afirmar el prestigio de un pintor desde la mirada de la institución, donde se pide a los coleccionistas traer sus cuadros a préstamo al museo para poner en evidencia una obra secreta, anteriormente, no compartida. Vemos la retrospectiva durante un período de dos o tres horas; a lo mejor, compramos el catálogo para estudiarlo más adelante en casa, pero el impacto fuerte de la muestra se da durante nuestra breve estadía en el museo.  ¿Será el aura de la casi totalidad que, en este caso, nos seduce?   A diferencia de este encuentro, ubicado en un espacio fijo,  el libro de poemas es portátil, elástico, movedizo; nos acompaña por las calles de la ciudad.  Cruzamos la lectura de la obra con nuestros pasos por lo cotidiano.  Como no es lectura de un solo día, llevo el libro conmigo durante un tiempo; el libro forma parte de mi rutina diaria, sirve de eslabón entre mi mundo y el espacio de la reflexión. De esta manera, se unen vida pública y vida privada. Y me refiero no sólo a la vida del autor, sino también a la mía.
     De las coincidencias entre tiempos impares (el tiempo de la poesía, el tiempo del lector), nos abrimos a un encuentro común; la indagación del poeta encuentra a su destinatario paciente capaz de tolerar los altibajos de un estilo en formación. Es decir, mi experiencia personal de lectura está expuesta en el orden del libro. Y si, por un lado, se ve la construcción del yo poético  como proyecto de la obra reunida, por el otro, estamos presenciando la construcción de un  lector.  Trabajo colectivo, de empatía del uno por el otro; estamos en una encrucijada, un lugar de encuentro, el descubrimiento de pasiones recíprocas;  la obra reunida como sitio de reunión.  
     La obra reunida trabaja con el tiempo. Toda la lectura se da en tiempo presente; por lo tanto, este texto,  que integra los libros previos, producidos a lo largo del tiempo,  provoca, a veces, extranjería. Presenciamos una expansión y achicamiento del horizonte temporal. Por un lado, tenemos a mano un documento de avance cronológico, los cambios de poética entre una etapa de escritura y otra que permiten recibir una idea de la "vida y obra" del autor. Por el otro, la totalidad vital se cristaliza en sus partes. Así, se evidencian los desdoblamientos de la personalidad del autor mientras nosotros, los lectores, estamos contra viento y marea tratando de estabilizarlos.
     Pienso en el concepto de "panorama" del siglo XVII,  que se retomó en el XIX, y ahora, otra vez, en el nuevo milenio. Cómo ver el avance del tiempo a través del espacio del libro; ver el fragmento de un momento del pasado ahora, en la nueva obra. Una caminata por el paseo del libro es, también, asumir el tiempo en su dimensión espacial.  Nadamos entre sus páginas para ver pasado y presente juntos. Experimentamos la coexistencia del  espacio con el tiempo, la simultaneidad de lo discreto. Otro modelo para sostener este doble marco nos fue ofrecido por Walter Benjamin en su reflexión sobre el Angelus Novus, de Paul Klee. Aquí, se ve el pasado, arrastrado en el presente y apuntando a un futuro. Quizás es otra manera de pensar los destiempos de la obra reunida; posiblemente en ella logramos capturar la inconstancia del fluir temporal.
     Digamos que hay un contrapunteo en todo libro que intenta abarcar muchos años de producción escritural. Un antes y un ahora, sistema e innovación; un desprendimiento de detalles que corresponden a una etapa particular versus una continuidad de voces. Trabajamos, entonces, en zigzag para descubrir un tejido; esto será,  al fin de cuentas, el estilo del escritor. Quizás el estilo dependa de la dialéctica perenne entre sistema e innovación. César Aira, cuando escribe sobre Alejandra Pizarnik, dice que habría que referirse al proceso de escritura versus el resultado final.  El primero se refiere al aspecto experimental, el momento de la creación; el segundo está enfocado en la cuestión del "consumo", el libro terminado que se lanza a la venta. En el polo del resultado está el lector o espectador para recibir la obra; en el del proceso, está el artista. Observa, Aira: "Se diría que en el arte clásico hay una armonía entre proceso y resultado, y por esta armonía se define lo clásico"2.  Y efectivamente, lo clásico está recuperado en la obra reunida.  
     Quizás al unir proceso y resultado, estamos hablando de la posibilidad de localizar el estilo, esta palabra tan mágica y tan eludible, que siempre nos cuesta definir con exactitud.  Sin saber qué es el estilo, lo identificamos con la persona del autor. Inconfundible el estilo de Jorge Luis Borges, el de Manuel Puig o Julio Cortázar; inconfundible un verso de Oliverio Girondo u otro de Néstor Perlongher. El estilo construye la persona del escritor: producto de estrategias elaboradas, de simetrías y rupturas formales, el estilo es una manera de identificar a quien escribe. El estilo, entonces,  viene a ser más que ornamento;  es la argamasa del libro. Responde a una necesidad interna de la obra, inseparable de la totalidad.  Es la estructura del texto sin insistir en aparentarlo, identifica la personalidad escritural del autor y construye también, a su lector.  Dicho de otro modo, el estilo es un conjunto de detalles insignificantes, un orden de sintaxis, un particular ensamblaje de frases que se materializan y producen un efecto. Al mismo tiempo, podemos decir que el estilo produce voz,  la voz de la escritura, la voz del escritor.
     El estilo exige una relación con el espacio y el tiempo. Subyace en el estilo una idea del tiempo casi cinematográfica: las tomas aisladas cortan la totalidad en pequeños pedazos y en sí subrayan la actualidad, el momento de percepción. En este caso, no estamos delante de la imagen dialéctica respecto de los conflictos entre experiencia e imagen. No se trata de una ambigüedad pictórica que pida resolución. Más bien, el estilo necesita señalar las rupturas en el fluir temporal; el estilo literario se percibe a través de un hilo de pequeños movimientos yuxtapuestos y comparables.  Por un lado, impone fluidez y movimiento; por el otro,  funciona a través de una cadena de choques con la materia de su entorno. Es un estallido que se repite durante la carrera de un autor.
     Para elaborar este pensamiento, tomo dos volúmenes extraordinarios publicados por la editorial Adriana Hidalgo en el 2009, Tener lo que se tiene, la obra reunida de Diana Bellessi, y Poesía completa de Amelia Biagioni.  Los dos puntos de partida me resultan interesantes, además, porque en el primer caso, se trata de una gran poeta activista y muy presente en el medio cultural argentino (una presencia muy nutrida por el mito populista y ultra feminista),  y en el segundo,  una gran poeta, fallecida en 2000, una mujer (según la leyenda) siempre huraña, aislada de los grupos literarios, sin adhesión  a ninguna escuela.  El ejemplo de Bellessi se desenvuelve delante de nosotros, a través de una inquieta y constante renovación de energía poética. En el caso de Biagioni, la obra completa es un tributo a una carrera indebidamente oscurecida, en la cual la poeta publicaba a ritmo lento para producir, a fin de cuentas, una obra monumental. Dos perfiles públicos distintos con trayectorias disímiles.  La obra reunida en estos casos nos enseña nuevamente a leer más allá de los mitos.
     De la poesía de Bellessi, se sabe que ha pasado por varias etapas: la primera -que va desde Buena travesía, buena ventura pequeña Uli a Crucero ecuatorial-,  es una etapa de viajes, con el proyecto de conocer y describir, en el poema, la tierra de ambas Américas. Así se enfatiza el pequeño detalle de la vida humilde, las ruinas de Tulum, las ruidosas calles de los centros metropolitanos de los Estados Unidos;  luego, en los momentos  de Tributo del mudo, sigue una reflexión sobre el orientalismo, la disposición de los cinco sentidos, la manera  de llegar tranquilamente a los orígenes y conocerse a sí misma. Este llamado de la voz hacia un pasado perdido de la cultura china sostiene el tiempo presente del poemario y deja huella  más tarde, en sus textos sobre la familia, sobre las culturas indígenas, sobre el contacto del uno con el otro. Pero esta propuesta tampoco está desligada ni de la indagación temática de los próximos volúmenes sobre el amor lésbico (Eroica), la tierra santafesina y la herencia (Danzante de doble máscara),ni del retorno lírico, expresado en El Jardín y Sur, donde Bellessi  encuentra  cuerpo y voz en la naturaleza americana, desde el Delta hasta el cañón de Colorado. Entre ars poetica y denuncia de la realidad actual en la Argentina,  La edad dorada, Mate cocido y La rebelión del instante (todos a partir del 2002)  reflexionan sobre la posibilidad de escuchar las voces populares, de encontrar en el otro lo que es propio y de encontrar en el desdichado camino del otro, una verdad con respecto a la ética y el diálogo posible entre todos nosotros.  Tener lo que se tiene, su nueva colección de poemas, que aparece publicada por primera vez en la obra reunida actual, parte de la realidad social de protesta y pobreza, y vuelve a la serenidad del campo, un lugar que la voz encuentra para hablar apaciblemente del desgarro de lo que ocurre, para que el desgarro pueda ser hablado y compartido con el lector. Remite al lirismo de El jardín, pero de verdad nos recuerda que Bellessi, desde sus primeros escritos, siempre se deja llevar por la reflexión sobre la ética.  Si consideramos estos libros uno por uno, es posible que veamos muchos giros de tema y estilo, rupturas con los textos anteriores, las intervenciones esporádicas de otras miradas y enfoques que nos distraen del camino elegido.  Pero leído en su conjunto, lo que se escucha es la fe insistente de la poeta en la continuidad de las formas, con la cual el mundo natural y el yo poético se nutren sin cesar y donde la poesía del paisaje está vinculada al ejemplo ético y al deseo de estar en contacto con el otro.  
     Algunos han dicho, por ejemplo, hablando de Mate cocido, que se trata de la irrupción del contenido social en la poesía de Bellessi; nada más lejos de la realidad, puesto que en su obra se halla una nítida labor poética iniciada muchos años antes, donde los humildes siempre han ocupado el papel de figuras protagónicas; forman la base de un imaginario totalizante y organizan la voz del poema. Si, como dice Bellessi en unos versos de La edad dorada: "estoy en el concierto / y soy dueña, en minúsculo espacio / del horror o la belleza de afinarlo, / y también del nuevo acorde, accidente / en las fallas que el ideal impone / Todos somos piedra de toque cuyo centro / a veces se ha perdido en el océano" (pág. 701).  Aquí está la clave de su poética en general: no se trata sólo de enfocar la visión de los vencidos; más bien el plan de Bellessi, desde sus primeros libros, ha sido el de recuperar el detalle perdido, de poner al yo en estado de alerta para poder alcanzar al otro.
     La obra reunida nos recuerda, repetidamente, la contundencia de este tema.  Tener lo que se tiene  remite a  la "temible belleza" (pág. 1089); pide que aprendamos a ver y a no temer la mirada.  El libro de Bellessi, a veces, expresa deseo por descubrir un camino lejanamente olvidado; por eso, retorna a los orígenes, a la llegada de la familia de Italia a la provincia de Santa Fe.  En otras ocasiones,  recuerda la historia de los selknam desparecidos de Tierra del Fuego. También nombra las gargantas del cañón de Colorado que se vinculan con las tierras del Sur, con la propuesta -nos dice desde el principio- de que sus poemas deberían de alcanzar los dos continentes.  Pero a pesar de la gran  envergadura de sus objetos, obsesiones y temas, lo más constante de Bellessi es "estar en el presente" (págs. 1182, 1184), vivir la plenitud del momento para acceder a la serenidad. El tiempo se conquista a través de la belleza, nos dice (págs. 1146, 1172). Es un momento cenestésico, donde los sentidos convergen en la singularidad del instante; todo lo altamente sensual del verso encuentra, por fin, su centro de paz. Esto se alcanza en las pequeñas escenas de los humildes, donde se reparten queso y pan, o en la mirada detenida que la poeta pone en el pétalo de una flor. Para Bellessi "la perfección del momento" (pág. 1184) se da en la resolución de las desigualdades, cuando el uno encuentra al otro en infaltable armonía y descanso. Desde su primer volumen de poesía hasta  Tener lo que se tiene, el proyecto es el de encontrar un ritmo de armonía que exceda el egoísmo del autor. Y es su fe en la poesía la que le proporciona esta paz: "el sentido salvador en un mundo que se disgrega",  escribe en El jardín (pág. 441).
     Parecido al more budista,  pone atención en los detalles mínimos y descubre,  a través de ellos,  la plenitud de la belleza; "Adonde se detiene la mirada encuentra asombro" (pág. 1090), escribe, en busca de un ritmo de contacto con el otro que supere la centralidad del yo.  Efectivamente, desde su primer texto, Bellessi enfatiza la concordancia entre el sujeto lírico y el entorno. Salir al encuentro del paisaje en el misterio de su detalle es la meta; la ética de la mirada, su constante. Hay en su poesía, un sistema de verticalidades que corren desde las raíces de la tierra hasta el cielo, desde Tierra de Fuego hasta las mesetas de Nuevo México. Se trata de un movimiento vertical que atraviesa la obra poética,  constante y sin parar, como a manera de excavar los orígenes del continente, de oír una voz fundadora que viniera de la tierra. Pero por detrás de este movimiento que enlaza los fragmentos, hay un deseo de alcanzar el oído del otro, de tocarlo hasta el más íntimo nivel.  Encuentro, contacto, continuidad: éstas son las premisas estructurales que dan forma a su cosmovisión.
     Bellessi busca la armonía, la base sinfónica de la naturaleza, siempre con el fin de unirse con el otro, de aprender a amar el mundo natural, y a las personas que encuentra en su camino. En "Samsara"(poema del último libro, Tener lo que se tiene), Bellessi dice con respecto a los pájaros "yo quiero hacerme uno con ellos" (pág. 1170);  "somos uno" dice en el mismo volumen, "acéptalo mi turbio corazón, / la espina de la rosa, el trapo que borra lo empañado, / el doble movimiento, /  la razón que no se sabe / ni se toca" (pág. 1183). Con respecto a su sistema poético, se sostiene, como se ha dicho, por un deseo incesante de contacto y unidad con el otro. Esto se ve especialmente en su trabajo con la oralidad y con la respiración. Leyendo los once libros de poemas que cubren una carrera de más de treinta años, me doy cuenta de la importancia de la pausa y la cesura, los soplos de aire que cortan los versos. Es la respiración de la poeta que asume un papel protagónico en la organización del poema y, en el ritmo de respiración del lector, descubrimos el ritmo que nos une.
     El saber de Bellessi se afirma: "Sé, en algún lugar convergen ambas, physis y reverberación" (pág. 1177).  En este caso, la completitud  se descubre en el ritmo, en la vibración que atraviesa el cuerpo; nos hace olvidar del egoísmo y del yo. El ritmo es un todo entero, una temporalidad más allá del tiempo mismo. Nos despierta a la presencia viva del instante.  Es el medio por el cual los cuerpos se tocan, se abrazan y, de a dos, se vuelven uno. Incluso la transformación del duelo pasa por el  ritmo. Y por eso, la obra de Bellessi logra superar la melancolía por el pasado perdido. No sólo el llanto de las plañideras que acompañan al fallecido, sino el ritmo del poema pensado en relación al tiempo, permiten redefinir el  presente desde el compás de la música y el ritmo de las voces populares.  Este doble tiempo que se destaca en la literatura me recuerda lo que una vez escribió Henri Meschonnic: "El ritmo es anterior al significado; no sólo permite una experiencia previa a la lógica, la construye, le da nueva vida".3
     El ritmo del verso, las pautas de la respiración, se dan en las cesuras del texto, los cortes y encabalgamientos;  también se ve en la mezcla de voces, en la jerga de la calle, sea de los pobres de Buenos Aires o de los puertorriqueños de Nueva York, en el bilingüismo (el castellano e inglés, a veces el italiano) que corre por su obra.  El detalle va más allá de una política obvia y fácil. El habla popular de la calle que afecta las normas del castellano no está, a la larga, tan lejos del proceso de renovación y divergencia que ocurre en la naturaleza; en ambas, su poética se funda en la necesidad de absorber, de sincretizar lo viejo con lo nuevo, de reconocer nuevas combinatorias de sonidos que marcarán el ritmo de cambio. También, el cruce de voces entre lo popular y lo culto, entre el castellano y el inglés, es parte de una estrategia para ampliar el espacio del texto. Los muchos encabalgamientos, el verso breve de arte menor, los cortes de la frase que a veces resultan en un doble sentido, provocan sorpresa; marcan una continuidad imparable frente a la voz dominante del poema que busca una resolución.  Nos dicen de la paciencia de la poeta con la materia, su aceptación de otras voces, su detenida atención en los otros, a quienes decide escuchar. Como escribe Bellessi: "Sí, es verdad que la poesía está / simplemente ahí y no tendida / como una reina sino en constante / transformación de eso que miramos / sí, cualquier cosa en la irrazonable / materia yendo del tormento hacia / la dicha y al revés, como el copo/ inmaculado de esas flores / desgajadas al cenit y ahora /" (pág. 1104). Se hace una pregunta sobre  la manera de estar en el mundo, de recibir lo que encuentre en su camino,  de descubrir la esencia de la poesía a través de la materia ajena (pág. 1116). Y siempre de admitir un detalle más, un fragmento desconocido, de prestar atención.
     La obra reunida es un trabajo de coleccionista en la cual se acumulan ritmos y patrones de sentido.  Pero, siempre queda un objeto de más no incluido en el círculo cerrado. Por lo tanto, queda un deseo.  A este respecto, conviene observar el poema incluido al final de la obra reunida de Bellessi, pues ella lo omite del índice del libro.  En "Pista oculta", última sección del libro, aparece un poema llamado "La corona" que consiste en catorce sonetos encadenados; conforman entre sí una historia sobre el "sermón de silencio" anticipado por Buda.  Pero "La corona", el sermón de silencio, no figura en la lista de poemas; ¿es un silencio que se esconde? O ¿será otra manera de decirnos que la obra no es nunca completa, que la obra reunida siempre admite un texto más?  Es, creo yo,  el movimiento de la poesía que avanza sin cesar.
     Susan Stewart observa que el coleccionista trabaja con una serie de objetos que materializan el mundo cotidiano del pasado; pero también practica una lógica de ahorro, invirtiendo en un objeto caído en desuso la espera de ganancia futura. Será, a mi modo de ver, una práctica vinculada con la confianza y la fe. En poesía, mediante la acumulación de objetos, de voces, de disposiciones, pasado y futuro se juntan.  Pero, la estrategia funciona de una manera paradójica. Es decir, en el momento de nombrar el detalle, se congela el fluir histórico dentro del poema. Invita a que exploremos el instante, las facetas de la voz poética que conviven en el otro -la poeta con la persona amada, con la naturaleza, con un vaso de agua sobre la mesa- todo sostenido en el largo e imperturbable presente.  Pero, a la vez, la obra reunida también obliga a una lectura que vaya más allá del momento detenido: enfatizamos la evolución del yo poético, el estilo, la acumulación de detalle, los ritmos y las voces, que se mantienen vivos a lo largo de la obra. Y con ello, entendemos que el libro se posa en un hilo que va de pasado a futuro. Se busca, como dice Bellessi, "la plenitud del instante" pero al mismo tiempo lo supera. Es decir, la obra reunida depende de la convergencia de materialidad y sonido, asienta la plenitud del momento sobre las herencias del pasado;  trabaja la continuidad entre vida y muerte, reconoce un vacío que el libro intentará llenar. Quizás en este sentido y seguramente sin que la poeta lo hubiera pensado, la obra reunida nos instala en esa línea tenue entre completitud  y precariedad, tanteando entre miradas totalizantes y pequeños fragmentos de sentido. Todo comienza a partir de un fantasma que perseguimos, en espera de cuerpo y voz.
     Las lecturas de Biagioni y de Bellessi difieren en dos categorías fundamentales: obra completa versus obra reunida. Pero, no solo esto. Si Bellessi empieza a publicar en 1981, Biagioni en cambio publica su primer libro en 1954; es decir, con Biagioni, tenemos medio siglo de poesía contenida en seis libros versus un ritmo de publicación, en el caso de Bellessi, entre tres y cuatro libros por década. Biagioni empieza bajo la sombra del neorromanticismo argentino; por su menosprecio de la ciudad, nos recuerda a veces a la poesía de Alfonsina Storni;  por la perfección métrica,  recuerda a Gabriela Mistral; por su elogio del campo santafesino, a José Pedroni. Debido a su extensión en el tiempo, la lectura de cada libro de poemas dentro de la obra completa de Biagioni exige una entrega sincrónica de mayor consecuencia; la distancia temporal invita a considerar su diálogo con poetas de su generación y las influencias de otros más tempranos. Y, otra vez, a repensar el mito de Biagioni, la aislada, la poeta apartada del mundanal ruido (aunque cuestionamos, en este esquema, dónde ubicar la imagen de Biagioni que publicaba con cierta frecuencia en las páginas de La Nación). Desde la obra completa, habría que preguntar si realmente fue así.
     La obra completa (en contraste con la obra reunida)  nos ofrece otro mapa de influencias, genealogías  y puntos de contacto;  invita a reconstruir la historia de la poeta con otro panorama por delante, otra versión de la historia literaria.  Nos obliga a medir el tiempo con  relojes de diverso orden; obliga a un sistema de lectura siempre arraigado en un concepto de inalterable totalidad. Pasemos, brevemente, a la obra completa de Amelia Biagioni, para ver la sistematización de lectura que la misma ofrece.
     Con un lugar en la poesía argentina, fuera de los encuadres comunes (ni feminista, ni neorromántica, ni rupturista del todo), Biagioni -identificada en parte, con la poesía de los años 40 (aunque su primer libro publicado es de 1954)- es magistra de la métrica, y elabora cuidadosamente, una gran variedad de formas poéticas en sus primeros libros. Los textos tempranos, que incluyen Sonata de soledad (1954) y La llave (1957),  indican un sistema métrico muy controlado, de un rigor formal insuperable. Una repetida insistencia en la autoridad del poeta y el oficio del escritor, un tributo a sus maestros. Pero, también duda en verso de su propio poder; considera que la suya es una "voz  marchita" (pág. 87); se refiere al deseo frustrado de alcanzar palabra y verso, expresa su fracaso de no poder sanar su canción quebrada (pág. 94).  Sin embargo, insiste en el valor del nombre, quiere ser vate de su tierra, y celebra la casa perdida y la tierra abandonada.
     Con un constante lamento por haberse trasladado a la ciudad, diciendo de su desarraigo y su condición de forastera, Biagioni cuenta del cuerpo perdido que conoce el sufrimiento.  Es notable que, en su tercer libro El humo (1967), reformula el sujeto fuerte que necesita expresar su canto. La obra completa hace destacar esta ruptura; vemos claramente el corte, el cambio de rumbo en su carrera. En El humo, el yo preponderante de los textos anteriores ahora retrocede;  se esconde en una torre, (págs. 233-238); en otras ocasiones, es una imagen en la alfombra. Sin encontrar la autoridad de su voz, persigue el fulgor lejano que aparece "A contracanto, más allá del sonido" (pág. 246). De los primeros poemas a éstos, hemos descendido a un infierno que produce, para nosotros, tortuoso placer.
     Lejos estamos de la mirada bucólica, la perfección de la naturaleza que Biagioni había observado en sus primeros textos; más bien, estamos ahora delante de un proceso de desconstrucción. Se busca el sentido a través de la urdimbre, contando los nudos y trazando el diseño que nos ofrecerá el tejedor. Y si aquí, la poeta queda sin voz ["Yo sin nadie y sin ruidos" (pág. 234)], sabemos también, que se arma una trama de orden mayor. Con poemas llenos de doble sentido, que oscilan entre lo doméstico (el telar, la casa, la alfombra) y la búsqueda de un orden cósmico, Biagioni  asume el papel de homo faber  pone raíces donde la ciudad espesa no permite  arraigo. Es un libro de materia y tactilidad, un gesto de palpar y probar: Biagioni descubre una realidad de sensaciones que la salva del anonimato urbano.  Su placer está en poder descifrar  el tejido de los hilos, más que en apropiarse de la tela entera. Además, se sumerge en un universo de fantasmas,  donde dominan frío, ritmo, oscuridad y luz. Para recordarnos el cuerpo vivo que está al borde de la muerte, nos envuelve en los cinco sentidos, una disposición sensorial para elaborar el cuerpo de la poesía, también. Así, en el mismo volumen, escribe: "Oh tenebrosa fulgurante, impía / que reinas entre cábala y quimera, / oh dura poesía / que hiciste mi imprevista calavera" (pág. 278).  
     En El humo, el sujeto lírico es víctima atrapada entre vida y muerte; es fugitiva y cazadora. Se alterna entre la autoafirmación y el borramiento. En Las cacerías, poemario de 1976, un libro a veces esotérico y agresivo, toma el viaje del cazador en busca de revelaciones. Ella es "león",  es "prepotente",  es "cazador en trance" (pág. 327),  es capaz de crear y derrumbar;  es también la exiliada, la que responde a un mundo con "la lengua al revés" (pág. 311). Los enigmas están a su alcance, traducidos al poemario por un vocabulario oscuro, de neologismos y combinación. Ahora los versos son cortos, sin la métrica clásica de antes; ahora se deja llevar a veces por una lista de repeticiones. ["Yo soy / ni más ni menos que mi nombre / mis dos vidas mi salto mi payada / mi temporada de dormir / mi democracia mi hambre alegre / mi privada revolución" (pág. 315)].
     Las cacerías  es un libro de rituales, el rito del cazador en busca de la palabra perdida.  Pero también, es un libro de intenso movimiento, representando la fuerza de la jauría y la del jinete.  Cómo cazar el paisaje, cómo arrestar la  "curva idea" (pág. 384) que después será el poema.  "Todo movimiento es cacería",  nos dice  (pág. 361); también lo es el pensamiento. El suyo es un mundo donde hablar es un arma de combate, "porque decir es un rayo y su sombra" (pág. 345). Si ella es cazadora, también es la que huye (pág. 409). Es la señalada, la perseguida, la loca, la de "indecible dimensión" (pág. 429). Un doble plano se sostiene, entonces, con respecto de la actividad vital.  Pero, el libro también proporciona otra mirada sobre la ciudad. Aquí perdemos de vista la "ciudad cremada" (pág. 270) del  libro anterior; ahora la ciudad es musa íntima, se constituye de pequeñas escenas; los fragmentos de la escena urbana son de cálida intimidad. Se trata de la urbe redefinida en pequeñas plazas, en Recoleta, en el lugar donde se encontraron Macedonio Fernández y Roberto Arlt: "Hasta que se atraparon. / Hasta que cada cual se oyó en el otro. /  Hasta que hubo /  una sola escritura /  o pasión / o senda, / y por ella los dos se fueron" (pág. 370). Del encuentro urbano, Biagioni descubre la armonía o, como dice en otro poema, festeja aquella ciudad que "está invadida por la fe" (pág. 373). Hay un ritmo interno en este volumen que no habíamos visto antes; ahora se alternan las disposiciones de la poeta con respecto a la ciudad y con respecto a sí misma. Armónica o fiera, la ciudad apela a la que escribe para que actúe como fugitiva o cantante; la llama a que descienda de su torre, a bajar al centro urbano. Esta obra frente a los textos anteriores es un teatro de formas, con énfasis en la mise en scène con su  contrapunteo de decoraciones y voces.
     Si armar un camino doble es su propósito, se ve en el próximo libro, Estaciones de Van Gogh  (1984), una competencia de voces (basada en la correspondencia intercambiada entre Vincent y su hermano Theo) y una competencia de estilos visuales. Vemos entonces, un doble proceso de elaboración; el de sujeto y objeto. El del artista y del marchand. También este texto invita a hacerse la pregunta ¿estamos construyendo la biografía del artista, la de la poeta Biagioni, o posiblemente estamos invitados a construir la nuestra?  Una gran reflexión sobre la concepción del proceso artístico pero al estilo habitual de la glosa o la comparación entre el arte y el verso, el texto de Biagioni intenta captar la biografía del artista en el momento de pintar. Y sabemos, al final, que si Biagioni describe a Van Gogh en su larga agonía, nosotros los lectores también marchamos hacia la muerte, al igual que el gran pintor.
     La poesía de Amelia Biagioni, leída desde el panorama de la obra completa, muestra un incansable esfuerzo por conocerse a través del poema.  La identidad buscada es su meta.  Incluso en su último libro, Región de fugas  (1995), nos dice "Soy mi desconocida... Tan solo sé / que el bosque errante de los nombres / es mi hogar" (pág. 519).  Pero también avisa del peligro, "Arqueóloga en mí hundiéndome, / excavo mi porción de ayer / busco en mi fosa descubriendo / lo que ya fue o no fue / soy predadora de mis restos" (pág. 520). El libro final, como los anteriores,  abunda en palabras compuestas ["avellave", (pág. 521); "gimecanta",  (pág. 523)],  pero su adjetivo predilecto es innumerable  ["sola garganta innumerable"  (pág. 529);  "innúmeros colores" (pág. 570); "hombre innumerable"]. Quizás recordando a una estrategia de Juan L. Ortiz o de Borges, para quienes la palabra innumerable fue predilecta, aquí lo singular se entrega a la pluralidad del cosmos; el uno encuentra su destino con el todo; la subjetividad de la poeta se resiste a ser medida, ni calculada dentro de las normas del logos ni con las normas del lenguaje.  Es probable que toda  poesía intente captar la experiencia del uno con el universo, pero aquí con la obra completa en la mano, podemos ver concretamente la evolución de esta propuesta. Desde sus homenajes a José Pedroni y Friedrich Hölderlin (del primer poemario) hasta la correspondencia reconstruida entre los hermanos Van Gogh, Biagioni nos habla de la necesidad de encontrar a su interlocutor.  La escritura, con este propósito en mente, alivia el silencio y también la soledad.
     En "Arpa" (págs. 522-523) de Región de fugas, Biagioni inventa una escena en la que dos plantas se ocupan de custodiarla: Una es "cerrada oscura ciega /... me oxida las preguntas rojas / paraliza los riesgos / me entrega al curvo oficio de fosante /  y voltea mi voz";  la otra es "indetenible espiralada bifurcándose / veloces hojas en trompetas/ -usurpa mi garganta con salvaje aleluya- me convierte en humanidad". Entre el vaivén de estas alternativas, busca la música del otro "hasta que otra sinfonía me engulle".  Ella reconoce que toda está en fuga, que la literatura en sí misma es zona de fuga; pero también  reconoce que la literatura es zona de encuentro.
     A manera de conclusión, quiero recordar el ensayo de Sigmund Freud sobre la manera de captar  lo perecedero a través de la belleza. La melancolía se puede superar, nos dice, a través de un  poema, por ejemplo, o una escena de hermosura natural; de allí, la certitud de que la belleza siempre volverá a estar con nosotros pese a las crisis del mundo, las guerras, los desastres humanos. La obra reunida y la obra completa me obligan a pensar en el gesto melancólico que su publicación significa. Más allá de los intereses de mercado, más allá de la circulación más amplia de textos agotados o difíciles de encontrar ¿será que la obra reunida nos ofrece una manera de detener el fluir del tiempo? Para sostener una melancolía prolongada, nos dedicamos a guardar estos libros comprensivos, a volver a leerlos múltiples veces, a enfocar algunas páginas específicas para cristalizar el instante. Será que las poetas descritas aquí, toman como su propuesta -cada una a su manera-, la de encontrar el momento de tocar al otro, de detener el fluir del cosmos, de recuperar en una las varias voces que se definen entre cazadoras y fugitivas; pero, nosotros, también, llegamos a la obra completa con esperanzas de vida eterna.  Para nosotros, pasado y presente confluyen en anticipación de futuras lecturas.

Notas

1Para la historia de estas publicaciones, ver Gallego Morell, Antonio (1979). Los comentaristas de Garcilaso de la Vega, Granada, Universidad de Granada.         [ Links ]

2Aira, César (1998). Alejandra Pizarnik, Rosario, Beatriz Viterbo pág. 11.         [ Links ]

3Meschonnic, Henri (1982). Critique du rythme. Anthropologie historique du langage, París, Verdier, pág. 98.        [ Links ]

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