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Mora (Buenos Aires)

versión On-line ISSN 1853-001X

Mora (B. Aires) vol.17 no.2 Ciudad Autónoma de Buenos Aires set. 2011

 

RESEÑAS

Scavino, Dardo, El señor, el amante y el poeta. Notas sobre la perennidad de la metafísica, Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2009, 384 págs.

 

El señor, el amante y el poeta son las tres figuras que Scavino pone a rodar en su texto para sustentar una tesis fundamental: la afirmación del carácter perenne, y por tanto no desarraigable, del discurso metafísico. Insertándose en la ya clásica disputa en torno al fin de la metafísica, el autor opta por releer el giro hermenéutico de la contemporaneidad en clave continuista. Así, lejos de anunciar el fin de esta prima donna de la filosofía y aceptando el desafío nietzscheano según el cual no es posible ubicarse por fuera de la metafísica, lo que se sostiene es la aparición de "su forma más acabada". En tanto filosofía perennis, el discurso metafísico se ha abocado incesantemente a explicar "por qué hay algo en vez de nada", y ha tenido que dar, una y otra vez, con algo eterno y sosegado.
     De este modo, la hipótesis de trabajo de Scavino será "afirmar que el dispositivo metafísico involucró siempre a tres personajes: el señor, el amante y el poeta. Y estas figuras siguen regresando en el pensamiento actual aunque trate con cierto desdén, y hasta con hostilidad, a esa misma metafísica cuyo proyecto prosigue" (16). Ahora bien, ¿cuál es a juicio de Scavino el rasgo perenne que atraviesa a la metafísica? ¿Cuál es ese proyecto que incluso aquellos que se han abocado a criticarla continúan? Quizás la respuesta más clara y sintética a este interrogante se encuentre en uno de los conceptos de más larga data en nuestra tradición filosófica: el de arjê. Arjê que oficia a la vez de señor –causa, principio, fundamento y poder–, de amante –en la medida en que algo que obedece a su causa, a su soberano, la desea– y de poeta, en la tanto que los distintos nombres de la arjê "[...] suelen aludir a una excepción, un fundador excesivo, pavoroso, umheimlich, [...] en donde la filosofía encuentre un límite, un silencio místico o traumático, que la lleva a bascular hacia la poesía o hacia la narración mítica" (373).
     La metafísica, que se presenta como un "constructivismo o una arquitectónica." (30), se despliega en las tres dimensiones indicadas por las figuras centrales que nos propone Scavino. En tanto busca un señor originario, soberano y productor es "archi-política". En tanto lidia con sujetos deseantes y con las causas que desean-aspiran las cosas, ella es también "archi-erótica". Y en la medida en que se ocupa de dar con el mito fundador, con la causa de que las cosas existan, no puede sino ser a la vez, e inescindiblemente, una "archi-poética" o "archi-poiética".
     Ahora bien, si el propósito global del libro estriba en mostrar el círculo incesante que constituye a toda metafísica en un constructivismo cuyas aristas son la (teología) política, la estética y la po(i)ética; el objetivo hermenéutico puntual, e incluso diríamos central, radica en elucidar el modo en que dicha metafísica ha adquirido una forma "acabada" en la posmodernidad. De allí que Scavino sostenga que "la teología, en este aspecto, corresponde a una época precisa del periplo metafísico: aquella que pone al theós en arjê" (42). En la contemporaneidad, por su parte, la filosofía perenne se transforma, o trasviste, de "logoarquía". Si en la teología medieval nos encontrábamos con la afirmación de Dios como causa primera, en la modernidad ese lugar de condición de posibilidad será ocupado por el sujeto, y en la actualidad será el lógos o el discurso el que ocupe el centro de la poética erótica del Señor. En el principio, está (ahora) el lógos. El desarrollo de esta "metafísica posmoderna" signará el recorrido a partir del cual se hilarán el mito del padre de fundador freudiano, con la figura del entenado de Saer, el significante-amo de Lacan, la voluntad de poder nietzscheana y lo discursivo en Mouffe y Laclau, por mencionar solo algunos de los campos y pensadores que surcan las páginas del texto en cuestión.
     Las categorías que utiliza Scavino le permiten trazar una genealogía de la metafísica que pone en continuidad a Platón con los alquimistas y con Judith Butler. Siguiendo los pasos nietzscheanos en los que se asentase el diagnóstico heideggeriano según el cual la historia de la metafísica es la historia de la ontoteología, Scavino nos propone su propio trazado historiográfico a partir de la identificación de una misma economía señorial, amatoria y poética. A nuestro juicio, el desafío mayor de esta historiografía estriba no tanto en la lectura puntual de los distintos autores e hitos que se encadenan en la misma, como en la eficacia general del dispositivo hermenéutico que nos ofrece el autor. Discutir una a una las lecturas que presenta Scavino equivaldría a querer ponderar aquella "historia de un error" nietzscheana en base a un análisis erudito de la interpretación, simplificada y escueta, que el alemán propone de Platón. Un intento semejante nos llevaría a extraviarnos en una discusión que en virtud del esclarecimiento de determinado corpus filosófico desoye o invisibiliza la verdadera apuesta hermenéutica de estos autores: el trazado genealógico a partir de una cifra equivalencial. En el caso de Nietzsche, el (gran) error del monotonoteísmo. En el del filósofo argentino, la identificación de una arjê que oficia de sustrato –y supuesto– de la construcción ontológica. Scavino se ocupará de mostrar en esa serie de lecturas que acomunan a Aristóteles con Heidegger, Levinas, Derrida y Borges el modo en que "cada época se da a así sus fundamentos y se confronta, por consiguiente, con algún indecible" (373).
     Demorémonos, entonces, en dicha apuesta y tomemos como ocasión para ello una de las lecturas que aparece en esta genealogía o "historia de lo inmutable": la tesis butleriana del género como performatividad. Si Judith Butler representa a juicio de Scavino uno de los puntos en el que la metafísica se corona como logoarquía, esto es porque en sus planteos en torno a la performatividad del género observamos (una vez más) la institución de una nueva arjê que opera como principio y soberano de la existencia, en este caso particular, las identidades de género. Así, concluye el pensador, "aunque no cese de preconizar la ruptura con la metafísica, el pensamiento de Butler reúne sus principales elementos. ¿Qué sería la performance sino una traducción del lógos en arjê?" (59). En este sentido, estima Scavino, la teórica sajona "puede sublevarse contra la onto-teología occidental y contra el orden patriarcal, pero su teoría de la performatividad de los géneros se basa en la presuposición tácita de ese momento teológico político: el corte radical con la naturaleza por interposición de la palabra" (85), o lo que sería lo mismo, la institución del discurso como causa soberana y productora. Judith Butler entraría en la historia de la metafísica, y lo mismo predica Scavino de todos los autores que componen su entramado perenne, en la medida en que lleva el constructivismo de la metafísica al campo particular de la teoría de género, instituyendo en el principio al discurso y los mandatos socio-simbólicos. Una vez más, en el principio, nos encontramos con el lógos.
     Tirando del hilo de Platón (y la institución del bien y la belleza como arjê) nos encontramos, veinticuatro siglos después, con la teórica anglosajona. Y, efectivamente, bajo la caracterización que Scavino propone de la metafísica, la pensadora no se aparta de dicha senda. En esto radica la eficacia y lucidez del planteo. Efectivamente, los géneros en tanto productos histórico-sociales no solo rigen, comandan y originan la construcción de identidades generizadas, sino que también producen el ámbito de existencias vivibles (y por tanto, deseadas). He aquí el constructivismo aplicado a las tecnologías de género.
     Scavino no deja de recordar los esfuerzos de la filósofa por apartarse de la historia de la metafísica, para mostrar la ineficacia de dicho propósito, y la eficacia de su propio dispositivo hermenéutico. Esta estrategia se reitera a lo largo del escrito, iluminando los aspectos de continuidad que acomunan a proyectos tan disímiles como los de Aristóteles, Marx y Sor Juana Inés de la Cruz. Más allá de eso, la lucidez de Scavino parece obturar uno de los aspectos centrales de la apuesta teórica que encarna Butler, y que es representativa de una parte importante del pensamiento contemporáneo: el intento por apartarse de una "metafísica de la sustancia". Recordemos que, también en la estela nietzscheana, la filósofa discute específicamente con la metafísica de la sustancia que ha reificado y naturalizado el binarismo de género. Este es el flanco polémico de la autora, y a nuestro juicio, su teoría del género como performatividad consigue efectivamente alejarse del peligro de estatización de una concepción sustancialista de los géneros. Detenernos en este aspecto nos permite pensar algo que a nuestro juicio queda oscurecido por la lúcida lectura de Scavino: la posibilidad de marcar los matices que los distintos posicionamientos metafísicos comportan. Al fin y al cabo, y como el propio Scavino lo destaca, Nietzsche ya nos había advertido de la imposibilidad de superar la metafísica en la medida en que somos presas del lenguaje. Pero fue el propio filósofo alemán quien nos señalaría también el aspecto que, estimamos, queda marginado en la genealogía de Scavino: los distintos relatos míticos y la distintas ontologías representan, en su poética productiva, distintos modos de habitar (y crear) el mundo en el que vivimos. No es lo mismo adorar un asno que embarcarse en un navío estrellado. Deberíamos entonces preguntarnos por la equivalencia (queda claro que aquí no se trata de igualdad) entre los distintos principios –y télos– que se han instituido y se instituyen a lo largo de esa incesante historia que traza Scavino.
     Tal vez podríamos aquí hacernos una pregunta recuperando una de las preocupaciones fundamentales de Butler, ¿acaso es lo mismo asumir que el género se corresponde con una sustancia invariable a que es el producto histórico, y por tanto variable y cuestionable, del discurso? O para usar las figuras de Scavino, ¿son todos nuestros señores igualmente tiránicos? ¿Es lo mismo tener un amo que mueve pero permanece inmóvil a tener uno que se sabe mortal, y por tanto muta y perece? ¿Son todos nuestros poetas escritores de un mismo poema? ¿Podemos acaso decir, sin caer en la más lúgubre apatía, que todos nuestros amantes nos aman, congregan y seducen por igual?

Virginia Cano

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