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Mora (Buenos Aires)

versión On-line ISSN 1853-001X

Mora (B. Aires) vol.18 no.1 Ciudad Autónoma de Buenos Aires ene./jul. 2012

 

ENTREVISTA

Un debate feminista. Entrevista a Marta Lamas

 

Deborah Daich*

* Investigadora del CONICET; docente del Departamento de Ciencias Antropológicas, FFyL, UBA; integrante de la Colectiva de Antropólogas Feministas del Instituto Interdisciplinario de Estudios de Género, FFyL, UBA.
* CONICET/ IIEGE, FFyL, UBA

Marta Lamas es antropóloga feminista, profesora de la Universidad Nacional Autónoma de México y del Instituto Tecnológico Autónomo de México, fundadora y directora de la revista Debate Feminista y del Grupo de Información en Reproducción Elegida (GIRE).
La entrevista fue realizada en junio de 2011, en Buenos Aires, durante la última visita de Marta Lamas al país. Autora de Miradas feministas sobre las mexicanas del siglo XX (2007), Feminismo: transmisiones y retransmisiones (2006), Cuerpo, diferencia sexual y género (2002), Política y reproducción. Aborto: la frontera del derecho a decidir (2001), entre otros libros, y de numerosos artículos, su trabajo refleja su compromiso con la antropología feminista.
Conversar con Marta Lamas es una suerte de ventana a la historia del feminismo latinoamericano y de la antropología de género; será por eso, quizás, que una sola entrevista no alcanza.

Pensando en el recorrido del concepto de género -en el impacto que ha tenido Butler y la irrupción de los estudios queer, por ejemplo-, ¿qué lugar ocupa hoy el concepto de género?
-Uno principalísimo. El concepto "género", en su nueva acepción teórica, alude a una lógica cultural que tiene efectos en la subjetividad, pero como su acepción tradicional en castellano (como categoría taxonómica) todavía está vigente, esta duplicidad provoca confusiones. El concepto resulta muy esclarecedor para comprender que la cultura, además de ser un resultado, es una mediación: la institución de códigos culturales, a través de prescripciones simbólicas de gran potencia, reglamenta las relaciones entre las mujeres y varones e incide sobre las identidades psíquicas, sobre lo que se asume individualmente como feminidad o como masculinidad.
Ahora bien, el impacto de Butler ha sido fuertísimo al conceptualizar al género como "performatividad" y así introducir un giro interpretativo muy rico. Butler parte de la idea de que las personas no solo somos construidas socialmente mediante un proceso en el cual recibimos significados culturales, sino que en cierta medida nos construimos a nosotras mismas e innovamos el género. Siguiendo a Foucault, ella define el género como el efecto de un conjunto de prácticas regulatorias complementarias que buscan ajustar las identidades humanas a la "matriz" de la cultura occidental hegemónica, que impone con sus habitus la obligatoriedad cultural de la heterosexualidad. Su gran aportación ha sido plantear que el género resulta ser performativo, es decir, que constituye la identidad que se supone que es. Butler reivindica la flexibilidad de la orientación sexual y señala que la homosexualidad y otras variaciones queer muestran la resistencia ante el mandato cultural heterosexista. ¡Pero este alegato antiesencialista ya lo ha hecho la teoría psicoanalítica! Tal vez por eso, sin negar la importancia de Butler, a mí me interesa más lo que puedo aprender del psicoanálisis.
Una gran discusión teórica sobre el género es la del impacto de lo corporal en el inconsciente, en la psique, y de cómo éste se traduce en prácticas simbólicas y construcción de cultura. En ese sentido, me resultan más interesantes los antropólogos psicoanalíticos, en especial los de la escuela francesa, pues para ellos el psicoanálisis es la disciplina que mejor esclarece el origen psíquico subyacente en los contenidos culturales simbólicos. Son varios los que siguen esa línea: desde Bernard Juillerat, pasando por Patrice Bidou, Jacques Galinier y Paul-Laurent Assoun, hasta Charles-Henry Pradelles de Latour. Estos antropólogos sostienen que el psicoanálisis tiene un saber a partir del cual se pueden pensar de forma más productiva los objetos de estudio de la antropología. De la corriente inglesa destaco a una antropóloga feminista, Henrietta Moore, que argumenta sobre la importancia de usar la teoría psicoanalítica del sujeto para comprender cómo un Yo complejamente constituido se identifica, resiste o transforma las posiciones de sujeto disponibles en un determinado contexto cultural. La antropología ha mostrado que el aprendizaje y la socialización juegan un papel fundamental en dicho proceso, pero el asunto se complica porque el deseo, la fantasía y el inconsciente interaccionan en la constitución del Yo.
Moore afirma que, si bien la antropología ha investigado las relaciones de las personas con los sistemas simbólicos, apenas empieza a teorizar adecuadamente sobre cómo la experiencia del cuerpo y su relación con la diferencia sexual (experiencia atrapada en representaciones imaginarias) impacta en dichos sistemas simbólicos. Ella lo hace en su libro The Subject of Anthropology: Gender, Symbolism and Psychoanalysis (2007), donde desde el título juega con el doble sentido de "subject" (al mismo tiempo sujeto y tema) y donde revisa ciertas construcciones simbólicas cruzadas por el fantasma de la diferencia sexual. Este tipo de antropología muestra la utilidad del concepto género, que remite a la interrogante de cómo se asume una identidad sexuada. Esto es lo que ahora me interesa, y he estado trabajando en cómo las personas transexuales han puesto en evidencia que no hay una correspondencia "natural" entre la sexuación y la identidad.
Por lo demás, estoy un poco aburrida de cómo se maneja "la perspectiva de género", sobre todo en México. En ciertos espacios académicos donde "hay que tener perspectiva de género", esto se reduce a enfocarse en las mujeres, ¡y ni siquiera se explora qué pasa en la relación entre mujeres y varones! E incluso quienes emplean la "perspectiva de género" para hablar de la relación entre varones y mujeres no se preguntan por el impacto psíquico de la corporalidad. Da la impresión de que "género" vino a sustituir el concepto de diferencia sexual y no a complementarlo.

-Entonces lo corporal adquiere un peso bien importante...
-Sí, lo corporal tiene un peso importantísimo. Pero, además, lo corporal implica referirse no solo a los machos y hembras de la especie, sino también a las personas intersexuadas y hermafroditas, y a las transexuales. O sea, a todo lo que gira en torno a la sexuación. La lógica de la cultura (el género) encasilla a los seres humanos en dos estereotipos asociados a una serie de atributos. Evidentemente, esta manera arcaica de concebir a la especie humana está siendo paulatinamente superada. Distintos movimientos sociales han impulsado la necesidad de una comprensión más compleja de la diferencia sexual y de la de género, y los intelectuales han trabajado en ello.

-Pero al cuerpo no lo pensás como pura materialidad...
-No, no, al cuerpo hay que pensarlo como lo piensa el psicoanálisis, como una totalidad bio-psico-social. El cuerpo está constituido por tres elementos: es carne, es mente y es inconsciente. Y, en general, las discusiones sobre lo humano se limitan a dos elementos: la carne y la mente; la parte inconsciente queda ausente, borrada. Yo decido hacer mi tesis de doctorado sobre transexualidad justamente para explorar hasta sus últimas consecuencias la reflexión sobre el género y la sexuación. Estamos tan troquelados culturalmente en dos modelitos binarios, complementarios y opuestos, que resulta muy difícil pensar otro tipo de combinaciones. Estamos acostumbrados a creer que una hembra humana se convierte "naturalmente" en lo que se denomina mujer. Pero hoy aparecen hembras que se sienten hombres. ¿Qué significa esto? Que la construcción de género no sigue una ruta cultural fija, pues el inconsciente hace de las suyas.
En mi investigación, lo que me propuse ver era qué pensaban algunas personas transexuales sobre su condición: ¿por qué suponían que eran transexuales? Fue muy impresionante comprobar que tienen absolutamente incorporado el discurso terapéutico médico de la tradición norteamericana. Para las personas que entrevisté, su transexualidad es un problema biológico -"tener un cuerpo equivocado"- y no un problema psíquico. Al indagar cómo llegan a esa conclusión, revisé qué les dicen los terapeutas que los atienden y encontré un discurso defensivo con respecto a lo psíquico, que no permite el menor cuestionamiento sobre el abordaje terapéutico. Las personas transexuales son hombres o mujeres biológicamente normales que sienten ser de otro sexo (y reclaman esa "identidad de género"), pero que no piensan que su estructuración psíquica les ha hecho sentir lo que sienten. Y al hablar de estructuración psíquica destaco el papel del deseo inconsciente. El hecho de que existan hembras que deseen ser hombres y machos que deseen ser mujeres, ¿significa necesariamente una patología? Una vivencia que se sale de la norma, ¿es patológica? El tema es apasionante y toca aspectos centrales, tanto de la conceptualización de lo humano como de la definición de los derechos humanos. Y, sí, indudablemente el tema del cuerpo tiene un lugar central en mi investigación, pero desde una perspectiva que le da un lugar principal a lo psíquico.

-Claro, pero me parece importante la corporalidad en tu planteo porque, si planteás de qué sirve hablar de género si no se alude a diferencia sexual y si, por el contrario, hablar de diferencia sexual implica también aludir a lo inconsciente y el cuerpo, cuando se trabaja con transexualidad imagino que también cobra importancia el impacto de la tecnología y su capacidad de operar e intervenir en los cuerpos.
-Sí, y eso justamente se vincula con el tema de la medicalización de la sociedad, que planteó hace tiempo Iván Illich. Hay un proceso político de utilización de una medicina mercantilizada, pero también existe ya una reflexión trans que resiste esa medicalización y que plantea que hay otras maneras de ver a los seres humanos atípicos, sin presionarlos para que se operen. Es obvio que toda la problemática transexual está atravesada por el tema de la identidad. Todas las personas tomamos a nuestro cuerpo como una forma principal de identidad, pero las personas transexuales a las que entrevisté reivindican su imagen inconsciente del cuerpo por encima del dato que les devuelve el espejo. Lo impresionante es cómo su identidad no está arraigada en el cuerpo visible, sino que su referencia es la imagen inconsciente del cuerpo. Yo no interpreto qué es lo que provoca la transexualidad, porque eso pertenece al orden de lo psíquico, sino que trato de entender hasta dónde incide la cultura en el deseo de asumir una identidad sexuada distinta de la que corresponde biológicamente. ¿Qué significa, como fenómeno cultural, el aumento de la demanda transexual? Cada vez hay más chicos que tienen el dilema: "¿Soy niño o niña?". ¿Qué está pasando culturalmente para que esto ocurra? Creo que tal indeterminación es provocada por muchos cambios sociales vinculados al desarrollo capitalista, pero destaco la influencia del discurso cultural sobre el género.
A partir de los años 50 se instala en el campo psicomédico la distinción entre sexo y género, y en los 70 se generaliza su uso en las ciencias sociales. Desde ese momento se filtra la distinción entre sexo y género, entre lo biológico y lo social, en otras capas de la sociedad. Este discurso llega a niveles sociales insospechados. Así, hoy, chicos de 10 u 11 años argumentan que su cuerpo "no se ajusta" a su género y solicitan que les permitan hacer el tratamiento hormonal antes de que les lleguen los cambios de la pubertad. Esto ocurre fundamentalmente en Estados Unidos, donde el discurso médico, que avala la distinción entre sexo y género (y borra el inconsciente), está articulado por lo que Bourdieu y Wacquant denuncian como agendas de investigación condicionadas política y económicamente. Tenemos, pues, que la hegemonía económica y científica de Estados Unidos, que Bolívar Echeverría caracteriza como la "americanización de la modernidad", impone su visión medicalizada en el abordaje terapéutico de la transexualidad: la cirugía de reasignación sexual.
Esa es la reflexión sobre género en la que ahora me interesa. Y, bueno, también estoy involucrada en la discusión política sobre qué sería una perspectiva de género en política. Creo que implica desmarcarse del tema "mujeres" y pensar a los seres humanos en su diversidad. Claro que, como cada ser humano tiene que adoptar cierta presentación social, como diría Goffman, y lo que ocurre es que las presentaciones disponibles culturalmente se dan solamente en dos modelos -mujer u hombre-, aunque me interesa una política que no se centre exclusivamente en las mujeres, el tema de fondo sigue siendo el de la relación entre las mujeres y los hombres.

-Una perspectiva política que no se centre en las mujeres... Pero cuando nos centramos en las mujeres es para pensar las relaciones de género, no a las mujeres en sí mismas. Sí me parece que tenemos que centrarnos en las mujeres o partir de allí como una cuestión política, porque todavía somos las que llevamos las de perder en una sociedad sexista, donde hay una estructura de género jerárquica.
-Mira, "las mujeres" no existen; existen las jóvenes, las viejas, las obreras, las indígenas, las pequeñoburguesas, las ricas; todas esas diferencias cuentan. De la misma manera, "los hombres" no existen. Una perspectiva de género tendría que analizar a los seres humanos sexuados y con determinada identidad, pero cruzados por todos esos marcadores: clase social, edad, pertenencia étnica, etc. En este momento a mí lo que me interesa de las mujeres es que tengan las condiciones para abortar de manera legal, gratuita y segura. Ese es mi activismo político como feminista, pero intelectualmente me intrigan otras cuestiones, por ejemplo, lo que preguntabas sobre el impacto de lo queer, lo que pasa con las personas atípicas, transgresoras, y que están impulsando demandas que van a trastocar la lógica cultural del género.
Yo he querido desmarcarme del "mujerismo". Tengo una trayectoria de cuarenta años en el feminismo, y me inicié en el activismo feminista tomando conciencia de que había una problemática específica de la que no se hablaba: la de las mujeres. Después de cuarenta años encuentro que hay otras problemáticas de las que no se habla. Y, además, cuando se habla de la problemática de la mujer se lo hace de una manera complaciente, llena de lugares comunes y, sobre todo, victimista.

-¿Cómo es esa trayectoria?
-Entré al movimiento feminista en 1971, y durante los primeros veinte años viví un ejercicio político de horizontalidad: las decisiones se tomaban colectivamente, no reconocíamos líderes y rotábamos muchas tareas. Pero en esos veinte primeros años se me fue desgastando el convencimiento de que la lucha era una lucha exclusivamente de las mujeres. Yo tenía amigos gays muy interesados en un cambio de reglas de las relaciones de género; veía a muchísimos hombres heterosexuales luchando por cuestiones por las que luchábamos las feministas. No entendía el separatismo, y me irritaba el discurso entre victimista y narcisista de muchas de mis compañeras feministas, que creían que "las mujeres" eran la vanguardia de la revolución. Durante esos primeros veinte años, dudaba de lo que estaba viendo a mi alrededor y tenía esta idea de que a lo mejor era yo la que estaba mal. Hasta que llegó un momento en que toda la situación me hizo entrar en crisis, y decidí dejar de asistir a las reuniones del movimiento feminista e iniciar otras formas de intervención política feminista. Así, en 1990 fundé la revista Debate Feminista y un año después decidí construir una organización civil para conseguir mayor incidencia política en la despenalización del aborto. Lo que me decidió a esto fue que, a finales de 1990, el gobernador de Chiapas amplió las causales de aborto legal y la Iglesia católica armó tal escándalo que se "congeló" esa iniciativa. Las feministas en la ciudad de México nos reunimos, discutimos horas, y no llegamos a nada. Nos volvimos a ver una semana después, y se volvió a discutir qué hacer. Las que no habían venido a la primera reunión llegaron a la segunda y cambiaron los acuerdos de la primera reunión. Pasaron un mes, dos, y no habíamos podido hacer una intervención pública con impacto. La manera de funcionar -con reuniones interminables donde todo el mundo votaba, independientemente de que acabara de llegar- no era eficaz, y a mí me desesperó de tal manera que me dije: "No puedo seguir así". Al reconocer mi necesidad de estructura y orden, y al considerar que la brecha en los tiempos de respuesta política era brutal, decidí desarrollar un instrumento de intervención política para actuar mucho más rápido: una organización ciudadana que funcionara con una estrategia distinta. Así nació el Grupo de Información en Reproducción Elegida (GIRE), que instaló una nueva manera de luchar por la despenalización del aborto.
En ese entonces yo era más activista que académica. Estudié antropología de una manera muy intermitente. Entré a la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH) en 1966; participé en el movimiento estudiantil del 68 y dejé la ENAH; en el 69 me embaracé de mi compañero, y tuve a Diego en el 70; en el 71 regresé a la escuela, pero me atrapó el feminismo, y ya no me interesó continuar la carrera. Me metí de cabeza al movimiento, mañana, tarde y noche; fue un momento de ruptura con muchas cosas, y también una vorágine de activismo. Los primeros diez años fueron absolutamente geniales, pero después empecé a necesitar más eficacia política. Cuando decido dejar de asistir a las reuniones colectivas, logro echar a anda dos proyectos feministas: la revista Debate Feminista, que ya tiene veintidós años de existencia, y GIRE, que ya cumplió veinte años.

-¿Debate nace como puente entre academia y militancia?
-Sí, como lo dice el editorial del primer número, nace de la necesidad compartida entre varias feministas de disponer de un medio de reflexión y debate, un puente entre el trabajo académico y el político, que contribuya a movilizar la investigación y la teoría feministas, dentro y fuera de las instituciones académicas, y ayude a superar la esterilidad de los estudios aislados del debate político. Criticábamos el antiintelectualismo de muchas activistas y nos propusimos analizar qué asuntos eran necesarios para el cambio político, así como trabajar en la fundamentación de un programa político feminista.
Yo siempre he valorado la teoría, y no la puedo desvincular de la práctica. Pero en mi vida concreta, aunque leía como demente, durante años el activismo le ganó terreno a mi desarrollo académico. Por eso no termino la carrera de Etnología hasta el 2000. Y, aunque lentamente iba cursando las asignaturas, ya era una especie de fósil en la ENAH. Lo que me impulsa a entrar a la dinámica académica es una investigación sobre trabajo sexual, a la que llego sin proponérmelo, como consecuencia de mi activismo.
En 1988, me invitan a hablar en la primera reunión sobre sida a la mesa de la "sociedad civil", en la que había un representante del Episcopado, un gay y una señora muy elegante, rubia platinada, que resulta ser una trabajadora sexual. Me presento como feminista y le digo que, si en algún momento necesita apoyo político, no dude en buscarme. Le doy mis teléfonos y como a las dos semanas me llama, ¡a las 2 de la mañana!, cuando llevaban a unas chicas a la delegación de Policía. Ahí se inicia mi relación de apoyo político a esas trabajadoras. En México pesa muchísimo la clase social, y con capital cultural se logra impactar a la autoridad. Yo me hacía pasar por abogada y argumentaba, con la ley en la mano, que era una arbitrariedad que las hubieran detenido, ¡y funcionaba! Después de casi un año de este acompañamiento, investigadores de la Dirección de Epidemiología, que habían decidido hacer una investigación con las trabajadoras callejeras, me pidieron que hiciera la parte de la observación participante. El objetivo era saber si las chicas estaban usando condón, pues como los clientes les ofrecían más dinero sin condón, existía la duda de si los usaban.

-¿Eran trabajadoras sexuales organizadas?
-En ese momento, no. Cuando comienza la epidemia de sida en México, no sé si pasó esto también en Argentina, las trabajadoras sexuales piensan que es una mentira del Gobierno para controlarlas. El Gobierno hace unas reuniones para informar de la epidemia, avisa que tienen que usar condón y ellas piensan que las quieren controlar, y demuestran muchísima resistencia. Hasta que Claudia -esa rubia platinada- ve morir a una amiga suya, no se da cuenta de que el sida sí existe. Y Claudia se convierte en una promotora del uso del condón y se vuelve una interlocutora entre el Gobierno y las trabajadoras. En CONASIDA, el Consejo Nacional de Lucha contra el Sida, inicia su labor. La preocupación de Epidemiología eran las trabajadoras de la calle, y a Claudia se le ocurre conseguir permiso de las autoridades para poner un punto (en México se llaman puntos a los lugares donde se paran las trabajadoras en la calle) donde pudiéramos hacer la investigación. En México la prostitución a nivel personal no está penalizada (puedes hacer con tu cuerpo lo que quieras), pero sí lo está el lenocinio, que es sacar provecho de la prostitución de otra persona. Y es un tema complejo el modo en que se usa la legislación para controlar a las mujeres y a los lugares de comercio sexual. Si una chica renta un departamento en el que trabaja con tres amigas, la policía puede llegar y, como el contrato del departamento está a su nombre, es condenada por lenona, aunque las tres sean sus compañeras. No te cuento todo lo que pasó, pero el caso es que se instaló el punto y allí hice la observación participativa. Y como la relación con Claudia me llevó a conocer otros aspectos del mundo de la prostitución callejera, después de varios años uso ese material para la tesis y finalmente me recibo.
En esa investigación yo quería ver qué les pasaba a las trabajadoras, si sufrían, si gozaban, si no les importaba, si podían hacer una escisión psíquica con respecto a lo que estaban haciendo como trabajo, hasta dónde les importaba o no el estigma. Interpreté la doble moral (un producto del género) como esa marca que distingue a las mujeres putas de las mujeres decentes, y vi cómo tenían incorporada esa valoración. También con la investigación se me derrumbó el discurso victimista, porque pude comprobar un nivel de disfrute, de compañerismo, de transgresión, muy gozoso. A veces se aprovechaban de los clientes hombres, pero también había clientes hombres que eran pretendientes o amigos. No mitifico, también había horrores. Había de todo. Esos resultados antivictimistas me confrontaron con la mayoría de las feministas, que están en contra de la regulación del trabajo sexual y que desean sacar a las chicas del trabajo de la prostitución, redimirlas.
Pero esa investigación me devuelve las ganas de seguir investigando y regresa mi interés por la antropología. También mi salida del activismo colectivo y el desarrollo de Debate Feminista y GIRE colaboran, pues había que "nutrirlas" con pensamiento.

-Y en el momento en que sale Debate, ya la revista Fem no era lo que había sido.
-En efecto, ya no era lo que había sido. Al principio, éramos varias en la dirección de Fem. Habíamos llegado a la revista por caminos muy distintos, no teníamos una misma perspectiva política ni teníamos experiencia en un proyecto editorial colectivo. Trabajar así fue complicado, y luego de varios años de tensiones buscamos "heredarle" la revista a otras feministas. Hubo dos directoras distintas, y la última que se hizo cargo decidió darle un giro hacia una revista mensual de difusión a nivel popular, que se vendiera en los puestos de periódicos. No tuvo mucho éxito, pues requería de publicidad para mantenerse, y no consiguió la necesaria.
Cuando salió Debate Feminista, reconocimos a nuestra antecesora, pero señalamos que eran proyectos distintos: una, dirigida a un público amplio; la nuestra, a uno más reducido. La población objetivo de Debate eran cuadros feministas que estaban trabajando con mujeres obreras, con mujeres campesinas, con mujeres indígenas. Muchos de estos cuadros no leían en otros idiomas, y decidimos hacer traducciones de textos sumamente interesantes, que venían de Estados Unidos, de Francia, de Italia. También queríamos tener interlocución y debate con personas en la academia, y con la clase política. Deseábamos verdaderamente impulsar un "debate feminista". Y se nos tachó de elitistas porque publicamos textos que requieren que se tenga un nivel universitario para ser comprendidos. Y molestó el hecho de que escribieran hombres.

-Después de 20 años de Debate como puente entre academia y militancia, de 40 años de trayectoria en el movimiento feminista, ¿crees que los estudios de género son el brazo académico del feminismo?
-Supongo que sí, y seguramente lo son para algunas feministas. Pero el estudio del género debería ser una realidad en varias disciplinas sociales, aunque los investigadores no se consideren feministas. En México, los estudios de género se han reducido a ser el estudio de las mujeres y, en algunos casos, el estudio de la masculinidad. Pero no es lo mismo investigar las relaciones entre varones y mujeres a partir de la simbolización de la diferencia sexual (construcción de la masculinidad y la feminidad) que investigar el impacto de dicha simbolización en la economía, la arquitectura, la política, etc. Por eso, no sé si formularía el estudio del género como "brazo académico" del feminismo. Más bien creo que el feminismo se tiene que fortalecer con aportes de varias disciplinas, al mismo tiempo que debe articular la teoría y la práctica. Claro que sería muy valioso tener en todos los campos punteros del saber a un grupo de feministas que insistan en integrar la perspectiva de género, pero también sería muy estratégico contar dentro del movimiento con algunas personas del mundo intelectual y académico que instalen nuevas ideas y teorizaciones, y debatir públicamente. Solo con una confluencia de personas críticas y radicales comprometidas en construir una sociedad menos desigual y más equitativa es que avanzará el objetivo central del feminismo: que la diferencia sexual no se traduzca en desigualdad social.

 

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