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Mora (Buenos Aires)

versión On-line ISSN 1853-001X

Mora (B. Aires) vol.20 no.1 Ciudad Autónoma de Buenos Aires ago. 2014

 

DOSSIER: PASADO Y PRESENTE DE LA ANTROPOLOGÍA FEMINISTA

Los cuidados y sus máscaras. Retos para la antropología feminista*

 

Dolors Comas d'Argemir**

* El presente artículo se ha redactado en el marco del proyecto de investigación "Adopción internacional: familia, educación y pertenencia. Perspectivas interdisciplinares y comparativas". Ministerio de Ciencia e Innovación (CSO2009-14763-C03-01), en el que participé analizando la dimensión de los cuidados. En el curso de su redacción contó con el apoyo del Institute for Social Research, de Birckbeck College (Universidad de Londres), en el que estuve como investigadora invitada en octubre y noviembre de 2012.

** Universitat Rovira i Virgili, Departament d'Antropología, Filosofia i Treball Social

 


Resumen

En este artículo analizo las políticas públicas de provisión de cuidados en Cataluña. Hay dos aspectos que vale la pena interpretar. El primero es la fuerte expansión del mercado y, por tanto, la mercantilización de los cuidados. El segundo es que las políticas públicas no han contribuido a alterar la estructura de género. Me propongo debatir estas cuestiones a partir de los aportes de la antropología y del feminismo. La hipótesis es el que las políticas públicas se asientan en los presupuestos e ideologías prevalentes acerca del rol de las mujeres y la naturaleza de la familia y también en una forma restrictiva y fragmentada de entender la dependencia, que se asocia a personas ancianas y a la infancia. Planteo la necesidad de considerar los cuidados como parte de la reproducción social (y no solo asociados a problemas coyunturales de las personas) y, en consecuencia, como parte de una deuda social que implica al conjunto de la sociedad. Este planteamiento, desenmascara las trampas ideológicas que impiden el reparto del cuidado entre sexos y generaciones y entre individuos, familia y estado.

Palabras clave: Cuidados; Políticas públicas; Género,; Dependencia; Antropología feminista

Care and its Disguisses. Challenges for the Feminist Anthropology

Abstract

This article analyses the Catalan public policies for care. There are two main conclusions. Firstly, the involvement of the state does not decrease the market role. On the contrary, it has been a commodification of care. Secondly, public policies have not changed the gender structure. Women remain the principal caretaker and men are hardly ever involved. The hypothesis is that public policies are based on prevalent concepts and ideologies about women roles and family functions. Dependence is associated. They also have a restrictive and fragmented way of understanding the dependence, which is related to elders and children. I propose to consider care as part of social reproduction and, consequently, as part of a social debt that involves the whole of society. This approach reveals the ideological masks that prevent the distribution of care between sexes and generations and between individuals, family and State

Key words: Care; Public policies; Gender; Dependence; Feminist anthropology


 

El cuidado, una necesidad social

Este artículo analiza la distribución social del cuidado como un aspecto crucial del análisis de las desigualdades de género en su articulación con desigualdades de clase y étnicas. El cuidado es esencial para la existencia de la vida y su sostenibilidad así como para la reproducción social y, en este sentido, no es nada marginal. Todos los seres humanos necesitamos cuidados a lo largo de nuestras vidas, aunque en algunos momentos sean más intensos que en otros, y por tanto, tienen también una dimensión social, ya que son condición indispensable para la propia existencia y continuidad de la sociedad. Esta centralidad no se corresponde con la percepción social existente, que otorga un gran valor a la producción de mercancías, tanto materiales como ficticias, y en cambio restringe la responsabilidad del cuidado al ámbito familiar y considera sus actividades como propias de las mujeres, ancladas en su naturaleza, así como en dimensiones morales y afectivas.

La antropología feminista ha hecho importantes contribuciones al análisis del cuidado. Ha mostrado, por ejemplo, que el cuidado está presente en todas las sociedades humanas pero que se asienta en unas relaciones sociales determinadas y su significado solo tiene sentido en contextos sociales y culturales específicos. No hay un cuidado universal; siempre es particular, socialmente construido. Hay una gran diversidad cultural en las formas de cuidar y de distribuir el trabajo de cuidados.

Otra aportación de la antropología feminista ha sido mostrar que la sexualidad y el parentesco son esenciales para analizar la vinculación entre cuidado y género. La sexualidad proporciona el lenguaje de la biología para explicar las diferencias entre hombres y mujeres; el parentesco proporciona el lenguaje de la genealogía para ubicar a las personas en funciones y obligaciones diferenciadas.

La sexualidad vincula la biología con la capacidad de cuidar, y se fundamenta en la idea de que el papel de las mujeres en la reproducción de la vida y en las primeras etapas de la crianza les dota de un instinto y capacidad especial para ocuparse de los cuidados (Caplan, 1987; Ortner y Whitehead, 1981). Las dicotomías naturaleza/cultura (Ortner, 1974), doméstico/público (Rosaldo, 1974), producción/reproducción (Harris y Young, 1981) tuvieron la potencia teórica de expresar la vinculación entre sexualidad, género y división del trabajo, pero pronto se evidenciaron sus límites, en la medida en que reproducen un esquema conceptual propio de nuestra sociedad.

El parentesco es el otro factor que establece la conexión entre género y cuidado. Yaganisako y Collier (1987) mostraron de forma clarividente la centralidad del parentesco para el análisis del género. El principal argumento es que el parentesco es la relación social por la que se regula la reproducción humana, distribuyendo a las personas en una red genealógica en base a la cual se otorgan atributos, derechos y roles. A partir de estos mismos principios se regulan las divisiones del trabajo en la familia, así como en las formas de dar y recibir asistencia. Puesto que el parentesco es un sistema de significados culturales (Schneider, 1968), proporciona el paradigma por el que determinadas relaciones genealógicas se vinculan con la obligación moral y el afecto, que tan importantes son en las prácticas relacionadas con el apoyo y el cuidado1

Esta relación entre género, sexualidad y parentesco contribuye a que la división del trabajo entre hombres y mujeres se perciba como algo basado en diferencias naturales e inevitables que difícilmente pueden ser contestadas. Por ello se encuentran fuertemente arraigadas y son difíciles de remover (Del Valle, 2010: 300). Desde la antropología se muestra que se trata de construcciones sociales y se insiste en la necesidad de analizar cómo estas relaciones se concretan en diferentes contextos culturales y no tomar esta idea de naturalización como algo dado. Las parentalidades múltiples como fruto de las adopciones y de las técnicas de reproducción asistida, así como las familias gays y lesbianas son una evidencia, por ejemplo, del carácter cultural del género y del parentesco (Fons, Piella y Valdés, 2010).

La antropología feminista ha contribuido también a politizar 'lo personal', desvelando que las desigualdades se producen en la familia y en las tradiciones culturales, en la sociedad civil y en la vida cotidiana. Focalizando no solo en el género sino también en la clase, la raza, la sexualidad y la nacionalidad, que también contribuyen a construir la alternativa 'intersectorial' ampliamente aceptada hoy (Stolcke, 2010) y desvelan el entramado por el que se construyen las desigualdades, que no derivan únicamente de las desigualdades económicas, sino también de las jerarquías de estatus y las asimetrías de poder. Esta perspectiva va más allá de la dimensión académica, pues aporta elementos para vincular las luchas contra las injusticias de género con las luchas contra el racismo, la dominación de clase, la homofobia o el neoliberalismo.

La compresión del cuidado como una construcción social, clarifica las potencialidades y límites del uso de este término como categoría analítica. Investigaciones sociológicas y de política social han destacado la dificultad de definir el concepto de cuidado y o bien se opta por considerarlo una categoría empírica o bien por dejar el debate abierto en cuanto a su contenido (Thomas, 2011; Carrasco, Borderías y Torns, 2011). Considero que no hay contradicción en utilizar el término cuidado como categoría analítica si se tiene en cuenta que es también una construcción social, pues se trata de no confundir ideología con sistema, ni hechos empíricos con teoría (Strathern, 1985). Como señala Giménez (2005: 16), "cada abstracción o categoría de análisis captura solo un momento o aspecto de una compleja realidad; las cosas son lo que son a causa de su relación con otras cosas". Y esta relación se expresa en contextos sociales específicos. Desde esta perspectiva, me referiré al cuidado como el conjunto de actividades dirigidas a proporcionar bienestar físico, psíquico y emocional a las personas. Estas actividades se realizan en unas determinadas relaciones sociales y económicas, que es donde se enmarca la división sexual del trabajo y la reproducción de desigualdades.

En nuestra sociedad el cuidado se vincula a las mujeres y la producción de mercancías a los hombres. Es fruto de una determinada división del trabajo que se consagra con el desarrollo del capitalismo y la separación entre familia y trabajo (Comas d'Argemir, 1995). La familia, que es una construcción ideológica, se configura como una institución básica a la que se atribuye la responsabilidad del cuidado de sus miembros. Este hecho, que oculta la dimensión social del cuidado, resulta funcional para la reproducción de una sociedad desigual. Efectivamente, el capitalismo genera pobreza y exclusión social, y muchas personas que por distintas razones no pueden trabajar o que carecen de ingresos suficientes tienen en la familia una malla de protección social que permite su acceso a recursos y cuidados necesarios para sobrevivir. Se privatiza de hecho la reproducción social, que se restringe a la familia y se asienta en el trabajo no remunerado de las mujeres. Se naturaliza así tanto la familia como el papel de las mujeres en los cuidados. Insisto en todo caso en que esta asociación de familia-mujeres-cuidados es fruto de una particular articulación de las estructuras de producción y reproducción en el contexto capitalista.

En los años recientes de desarrollo del capitalismo neoliberal ha habido cambios importantes en las condiciones de formación de las familias, en su composición y en sus relaciones internas, muchos de los cuales han tenido que ver con las luchas de las mujeres por la igualdad y la diversificación de su participación social. La expansión de las familias con doble salario, en que hombres y mujeres participan en el mercado de trabajo, resquebraja la división sexual del trabajo y modifica el reparto de las actividades de cuidado, parte de las cuales se transfieren al mercado o son asumidas por el estado. Adquiere así visibilidad que el cuidado va más allá de lo que se realiza en la familia y que tiene una dimensión social.

Las políticas de provisión pública de cuidados surgen a raíz de la denominada "crisis de los cuidados", motivada por la presencia masiva de las mujeres en el mercado de trabajo y por el incremento de las situaciones de dependencia derivadas de la vejez y la discapacidad. Modifican la idea de que el cuidado es un tema individual y familiar y asumen que se trata de un problema social que requiere del apoyo del estado. Se trata de políticas amigables para las mujeres, pero que, como mostraremos en el caso de Cataluña, no siempre consiguen modificar las desigualdades de género.

El género impregna la totalidad de estructuras de cuidado y constituye una variable muy fecunda a la hora de interpretar la distribución de actividades entre hombres y mujeres. La distribución del cuidado se ha planteado usualmente a partir de la división del trabajo entre mujeres y hombres. Es cierto que las investigaciones feministas han conseguido mostrar el valor económico del trabajo no remunerado y su importancia para la reproducción social, pero muchas de estas investigaciones siguen prisioneras de un esquema conceptual que sitúa los cuidados exclusivamente en el marco de la división sexual del trabajo. Es cierto también, por otra parte, que las desigualdades de género se han vinculado a las de raza y etnia, pero a menudo se ignoran las clases sociales o se reducen a una categoría social equivalente a las demás, lo que implica ignorarlas como componente estructural del sistema.

En este artículo quiero moverme hacia una perspectiva diferente, que es donde sitúo los retos de la antropología feminista hoy, como es focalizarse en la distribución social de los cuidados, que trasciende la división del trabajo entre hombres y mujeres, y abarca las instituciones derivadas del estado y del mercado, así como las asociativas o comunitarias. Efectivamente, en nuestra sociedad el estado, a través de las políticas públicas, ha asumido responsabilidad social en los cuidados mediante la provisión de servicios, de prestaciones económicas y de tiempo. También el mercado suministra servicios de cuidado mediante empresas privadas especializadas en este ámbito, pero también mediante la contratación de cuidadoras en el hogar. Esta perspectiva más global, que abarca al conjunto de la sociedad plantea la necesidad de analizar la articulación de las dimensiones de género con las de clase y también con las étnicas. Se trata de analizar hasta qué punto la redistribución de los cuidados modifica las pautas de género y se vincula a cambios en la organización de la producción y de la reproducción, es decir, a la transformación de la sociedad y de sus estructuras de desigualdad.

Esta perspectiva obliga a cambiar también las formas de acercarse al cuidado y enfocarlo no solo como actividades que hay que hacer sino también como un conjunto de necesidades que hay que satisfacer. Hay que considerar pues la recepción del cuidado y entender que la necesidad de cuidados no se ciñe solo a la infancia o la vejez, sino que abarca todo el ciclo vital, aunque en determinados momentos se necesiten más. Esta idea contrasta con el valor de la autonomía y de la autosuficiencia personal, que son uno de los mitos fundacionales de nuestro tiempo (Fineman, 2000, 2004).

La propuesta de considerar las necesidades de cuidado como algo que afecta a todos los seres humanos en todas las etapas de la vida y como parte esencial de la reproducción social permite situar el enfoque analítico en cómo el cuidado se reparte entre sexos y generaciones, y entre familia, estado y mercado. Se trata de considerar el cuidado como una forma de reciprocidad generalizada, como una deuda moral, no solo entre generaciones, sino entre todos los componentes de la sociedad. Este planteamiento cuestiona los mecanismos por los que la reproducción social se pone al servicio de unas estructuras de desigualdad y de poder propias del capitalismo sirviéndose de las desigualdades entre hombres y mujeres. Asimismo, permite desenmascarar las trampas ideológicas que impiden avanzar hacia una redistribución más justa de las tareas y del tiempo de cuidado entre sexos y generaciones y entre individuos, familia y estado.  Planteo así la reflexión académica desde objetivos políticos, tal como lo han hecho muchas antropólogas feministas (Méndez, 2007: 103). La propuesta se sitúa en la línea de las políticas de la redistribución que, como señala Fraser (2011), son las que vinculan la igualdad entre hombres y mujeres a una transformación de las estructuras más profundas de la desigualdad social y del sistema neoliberal.

El análisis empírico sobre la distribución social del cuidado lo realizaré a partir del análisis de las políticas públicas implementadas en Cataluña. Tal como intentaré mostrar, estas políticas han dado como resultado una gran expansión del mercado en la provisión de cuidados y, por otro lado, no han contribuido a alterar la estructura de género. La hipótesis es el que las políticas públicas se asientan en la construcción ideológica de que la familia es la responsable de los cuidados, lo que asume implícitamente el papel de cuidadoras de las mujeres. Se asientan también en una forma restrictiva y fragmentada de entender la dependencia, que se asocia a personas ancianas, a personas discapacitadas y a la infancia. Ambas dimensiones son compatibles con la reproducción de las desigualdades de clase y de poder, que se expresan nítidamente en la mercantilización de las necesidades de cuidado. Los servicios de provisión pública de cuidados, positivos por sí mismos, no han conseguido los objetivos de una redistribución de los cuidados, y se hallan confrontados, en definitiva, con la visión feminista de una sociedad justa.

1. Las políticas de provisión de cuidados en Cataluña. ¿Un nuevo reparto del cuidado?

El debate social en torno a los cuidados y su entrada en la agenda política llega a España más tarde que en otros países europeos, ya entrado el siglo XXI. Los cuidados no se habían construido como un problema social y eran asumidos por las mujeres en la familia. Progresivamente se fue gestando la necesidad de corresponsabilidad pública en algo que se consideraba un asunto individual y familiar. Me centraré en cómo estas políticas se concretan en Cataluña, pues los servicios sociales están descentralizados y el acceso a los recursos públicos depende de las políticas específicas de cada Comunidad Autónoma. La regulación básica, sin embargo, es efectuada por el Estado.

En el año 1999 se aprueba la llamada Ley de Conciliación, a partir de las directrices de la Unión Europea, con medidas encaminadas a favorecer los cuidados en el ámbito familiar, mediante permisos, excedencias y reducción de la jornada laboral. Se traspasa así tiempo laboral a tiempo de cuidados.2 Esta ley está pensada de hecho para que sean las mujeres las que concilien la vida laboral y la familiar y, en este sentido, reproduce las desigualdades en la división sexual del trabajo. Los contratos a tiempo parcial, mucho más frecuentes entre las mujeres, han sido utilizados por las empresas como parte de sus estrategias laborales y más allá de las necesidades de tiempo para cuidar. La Ley de Igualdad, aprobada en el 2005, establece medidas más equitativas entre mujeres y hombres, introduciendo un permiso de paternidad propio de los hombres, así como la ampliación de excedencias y permisos. Y en Cataluña se introdujeron mejoras notables para los trabajadores de las administraciones públicas.3

Pronto se mostró que estas medidas de conciliación tenían una eficacia muy limitada y que solo mejoraban la vida de las mujeres con empleo fijo en grandes empresas. El tema de los cuidados de larga duración resultaba especialmente problemático, porque estaba originando fuertes dificultades para las familias. Distintos factores contribuyeron a entender la necesidad de implicación pública:

Primero, factores de carácter demográfico. Una muy baja natalidad, combinada con una esperanza de vida muy alta contribuyen a configurar una población envejecida, e incluso un "envejecimiento del envejecimiento". Segundo, factores de carácter social. Las mujeres jóvenes están incorporadas plenamente en el mercado de trabajo y no pueden asumir los cuidados como lo hacía la familia tradicional y más en concreto las amas de casa. Tercero, factores de género. Los hombres apenas se corresponsabilizan en las tareas de cuidado cuando afecta a adultos dependientes. Cuarto, la escasa implicación pública y el raquitismo de las políticas sociales. Quinto, la expansión del valor de la independencia individual, de manera que muchas personas no quieren depender de sus familiares. La actitud de los discapacitados es paradigmática al respecto. Sexto, factores de clase y étnicos. Los recursos ofrecidos por el mercado no son accesibles para la mayor parte de la población. Séptimo, la presión del movimiento feminista y su participación institucional cooperan a impulsar políticas pensadas para favorecer a las mujeres. Octavo, el crecimiento económico coyuntural facilita la expansión de las políticas de bienestar, que participan a su vez del impulso del espacio social europeo.

A partir de estos condicionantes se construye en España un nuevo ámbito de las políticas sociales que intentan dar respuesta a las necesidades de cuidados de larga duración y que culminan con la aprobación de la denominada Ley de Dependencia en el año 2006.4 El modelo de atención implica una combinación de la responsabilidad familiar, individual y social, y combina universalismo, familismo y mercado, constituyendo un caso específico del régimen mediterráneo de bienestar (Rodríguez Cabrero, 2011:18). La ley marca una clara prioridad en la creación de servicios (de prevención, teleasistencia, ayuda a domicilio, centros de día y de noche y centros residenciales) y en cambio, considera que las prestaciones económicas han de ser algo excepcional, reservadas para los casos en que no se pueda acceder a ningún servicio público. Se prevé la aplicación progresiva de la ley desde el año 2007 hasta el 2015, y se establece el copago de las personas usuarias, aunque se garantiza que nadie quede excluido del sistema por falta de recursos.

En octubre del 2007 se aprueba en Cataluña una nueva ley de servicios sociales en la que se especifican las directrices, la cartera de servicios y las condiciones de acceso a servicios y prestaciones.5 Esta nueva ley adapta las actuaciones públicas a lo establecido por la Ley de Dependencia y añade compromisos propios desde la idea de que llegaría del Estado una inyección de recursos importante. Por primera vez se reconoce el derecho universal de los ciudadanos a acceder a servicios y prestaciones, como un derecho individual y no familiar.

En el caso de Cataluña la aplicación de estas leyes presenta algunas dificultades específicas. La Generalitat de Cataluña tenía su propia red pública de servicios sociales, pero era muy reducida y proporcionaba en cambio un fuerte apoyo al sector privado. Se trata de un modelo de corte liberal, impulsado por un gobierno conservador (Convergència i Unió, CiU) que permanece en el poder de forma continuada entre 1980 y 2003 y que lo recupera de nuevo en 2010, después de un breve paréntesis de un gobierno de izquierda. A lo largo de estos años las políticas sociales se caracterizan por ser residuales, estar escasamente financiadas y tener un marcado carácter familista, es decir, sustentadas en la confianza de que la familia asume la tutela, supervivencia y adversidad de sus miembros. Coherentemente, el gobierno de CiU otorga un elevado valor ideológico y moral a la institución familiar que concibe según el modelo tradicional y la sitúa como piedra angular en el edificio de las políticas sociales.

El resultado de esta escasez de servicios públicos es que deja la provisión de servicios básicos en manos del mercado, lo que tiene como consecuencia una polarización social: los recursos públicos se destinan a los más pobres; los mercantiles a los más ricos. Esta polarización, hasta hace pocos años, era muy acentuada, porque se valoraban los recursos de los componentes del entorno familiar directo (cónyuge e hijos) y, por tanto, acceder a los servicios públicos implicaba que todos los miembros de la familia tuviesen rentas muy bajas. Así, una amplia franja de población, las clases medias, no tenían ningún tipo de apoyo, porque sus rentas no eran tan bajas como para poder acceder a los servicios públicos ni eran suficientemente altas como para acceder a los privados (Adelantado y Noguera, 2000: 159-194).

La Ley de Dependencia y la Ley de Servicios Sociales suponen un cambio sustantivo respecto a estas políticas y también una ampliación considerable del número de usuarios con acceso al sistema de forma gratuita o con un copago reducido. Así por ejemplo, el número de prestaciones otorgadas en Cataluña a finales del año 2008 fue de 69.092 (449.415 en España); en el 2010 aumentaron hasta 130.869 (800.009 en España), y en el 2012 se elevan a 173.913 (959.903 en España).6

Es interesante destacar que la implicación pública en los cuidados no tiene como consecuencia un retroceso del mercado, sino que por el contrario, lo potencia. Se  produce una remercantilización y privatización de los servicios de atención personal, en buena parte financiados con dinero público. En el año 1996, por ejemplo, un 79,70% de las plazas residenciales en Cataluña eran privadas, y en 2011 la proporción se eleva hasta un 83,65%. Hay que decir que más de una tercera parte reciben dinero público.

Una consecuencia de esta expansión del mercado es la inadecuación entre la oferta y la demanda, porque la iniciativa privada se concentra especialmente en el sector de las residencias y no tanto en servicios domiciliarios, que generan menos beneficios. Sin embargo, las personas que deben ser atendidas prefieren de forma bastante generalizada permanecer en el propio hogar. Este factor, junto con el elevado coste de las plazas residenciales, ha propiciado la contratación de cuidadoras en el hogar.

La contratación de cuidadoras ha sido y sigue siendo un recurso muy utilizado, pues permite comprar servicios a bajo coste, frecuentemente suministrados por mujeres inmigradas. La cuidadora doméstica constituye una alternativa percibida como una continuidad de lo que tradicionalmente se hace en el hogar, más parecida al ideal de familia cuidadora y preferida a la institucionalización; sustituye a las mujeres de la familia, y se le supone capaz de entrega y afecto al tiempo que realiza su labor. Es también una alternativa más barata que las otras que ofrece el mercado y a menudo la única asequible (Comas d'Argemir, 2009; Parella, 2003).

Entre las cuidadoras domésticas predominan en Cataluña las mujeres latinoamericanas, especialmente ecuatorianas, peruanas, bolivianas y colombianas. Las dimensiones de género, clase y etnia quedan nítidamente expresadas en el tipo de relación laboral que se establece. La mercantilización de esta actividad se asienta en los patrones de género ya que los hombres no se implican en los cuidados: finalmente son cosas que se arreglan entre mujeres y que evitan las tensiones de reestructurar o cuestionar los roles de género en el hogar. La desigualdad de clase se expresa en la asimetría entre empleadores y empleada y en la vulnerabilidad de las mujeres que no tienen su situación regularizada. El tipo de régimen laboral existente en España para las empleadas del hogar, con escasos derechos laborales y baja remuneración, ha propiciado que este sector haya sido ocupado por migrantes (Anderson, 2012; Le Feuvre et al., 2012). La dimensión étnica se cruza con la de clase y se expresa en lo que Ehrenreich y Hochschild (2002) denominan "cadenas globales de cuidados" fruto de la relación desigual entre países.

Cuando entra en vigor la Ley de Dependencia a inicios del 2007 las Administraciones Públicas se ven inmediatamente desbordadas. Pero a pesar de retrasos y dificultades, se va produciendo una incorporación progresiva de personas al sistema, que se acelera sobre todo a partir del año 2010. Pero pronto aparecen también problemas de financiación, que en parte son estructurales y en parte derivados de la crisis económica y de las políticas de austeridad.

Como consecuencia de esta suma de problemas, las Comunidades Autónomas tienden a conceder más prestaciones económicas que servicios, pues son menos costosas tanto monetariamente como en gestión y más rápidas de solucionar. Lo que la Ley de Dependencia contemplaba como una excepción se convierte pues en mayoritaria. Y esto repercute lógicamente, en la escasez de servicios, que la Administración intenta cubrir, tal como hemos visto anteriormente, comprándolos al mercado. Y entre las prestaciones económicas, una abrumadora mayoría (el 90%) se destina al pago de cuidadores en el entorno familiar.7 Retengamos este dato, porque tiene especial importancia para valorar las actuaciones políticas más recientes.

En el año 2012 el gobierno reforma la Ley de Dependencia con medidas de gran calado: el retraso del calendario de aplicación, la revisión de las cuantías y condiciones de los cuidadores no profesionales, el incremento de las aportaciones de los usuarios (el copago) y la potenciación del sector privado.

Quiero detenerme en los denominados "cuidadores no profesionales". Se trata mayoritariamente de mujeres (un 76%), predominantemente de edades avanzadas (un 30% superan los 65 años; y el 56% tiene entre 46 y 64 años), y fuerte presencia de hijos o hijas (un 51%).8 Con la reforma, se reducen las asignaciones económicas de estas cuidadoras, el Estado deja de pagar su cotización de la Seguridad Social y, además, se restringen estas prestaciones a personas vinculadas por un lazo de parentesco y que hayan estado conviviendo con la persona afectada por dependencia un año antes de solicitar la prestación. El resultado de esta medida ha sido la expulsión del sistema de la Seguridad Social de la mayor parte de cuidadoras que se habían acogido a él. En julio del 2012 había en Cataluña 30.245 cuidadoras familiares dadas de alta a la Seguridad Social y en enero del 2013 se reducen a 3.809.9 La disminución ha sido drástica. La reducción de costes para el Estado se hace a costa de que las mujeres ocupen el lugar de las políticas sociales porque las personas que tenían necesidad de ser atendidas no han dejado de tener esta necesidad.

Las políticas de provisión de cuidados han sido un complemento de lo que hace la familia, pero no ha modificado la división sexual del trabajo. Más todavía, las prestaciones económicas, asignadas mayoritariamente a mujeres, han tendido a reforzar su papel de cuidadoras, tanto si han servido para pagar directamente a un miembro de la familia como para contratar a alguien. Recordemos que se trataba de una medida excepcional y que, en cambio, resulta ser la más difundida y a la que se destinan más recursos. Y quiero destacar un aspecto que ha estado ausente en los debates relacionados con las políticas de atención a la dependencia, como es la escasa implicación de los hombres en el cuidado. Sí que esta cuestión estuvo presente cuando se impulsaron las políticas de conciliación y el permiso de paternidad, pues los hombres se han ido implicando en las tareas de crianza, pero no lo han hecho cuando se trata del cuidado de adultos dependientes. El reparto del trabajo entre mujeres y hombres se ha planteado en los foros feministas, pero ha estado ausente en el debate social y político.

2. El cuidado y sus máscaras. Problematizando mitos, construyendo alternativas

Las políticas públicas contribuyen a definir las ideologías de género y lo que hombres y mujeres deberían hacer. El tipo de intervención pública y el grado de responsabilidad del estado en la provisión de cuidados inciden en la división sexual del trabajo (Esquivel et al, 2012; Moore, 1988). Tal como hemos podido ver en el caso de Cataluña las políticas públicas de provisión de cuidados, se han basado en la idea del derecho individual a ser atendido, han reconocido la responsabilidad del estado mediante la provisión de servicios y prestaciones, pero han cambiado muy poco el reparto sexual del cuidado, y esto a pesar de los discursos igualitarios predominantes. El estado, en su papel de redistribución social expresa no solo las tensiones de género sino también las de clase. El predominio de gobiernos conservadores se ha expresado en las políticas orientadas a fortalecer las opciones de mercado y se han hecho basándose en la familia como principal malla de protección social y en las mujeres como cuidadoras.

El lenguaje técnico-político contribuye a reforzar y a recrear las construcciones culturales acerca del reparto de cuidados. No es un lenguaje neutro, pues está relacionado con los mecanismos de poder, crea categorías, les asigna significados, jerarquiza y construye el individuo como sujeto (Shore y Wright, 2007: 18). Uno de los términos utilizados en las políticas públicas de provisión de cuidados, por ejemplo, es el de "cuidados no profesionales", que se identifican con la atención suministrada en el hogar por personas de la familia o de su entorno. Se contrapone, pues a los cuidados profesionales, que son los que se toman como referencia. Revela, además, la menor consideración del cuidado en el entorno familiar, a pesar de que es donde discurren la mayor parte de cuidados durante el ciclo vital. A los denominados cuidadores no profesionales se les asigna así unas remuneraciones que están por debajo de las del mercado. Términos como "cuidado informal", o "cuidados familiares", de uso frecuente en el contexto académico, reproducen también esta jerarquía valorativa. Otro de los términos clave forjado desde las políticas sociales es el de "dependencia", que se vincula a las personas que necesitan ayuda para realizar las actividades básicas de la vida diaria, lo que se vincula a la vejez y a la discapacidad. Queda así oculto que la necesidad de cuidados está presente a lo largo de toda la vida, aunque en determinados momentos se requieran más. El autocuidado y los cuidados cotidianos que se suministran a partir de la división social del trabajo quedan así invisibilizados.

Sobre la familia, los sentimientos y  la obligación moral.

La familia, como institución responsable de los cuidados, ha informado las políticas sociales en Cataluña, a pesar de la diversidad de formas de convivencia existentes hoy. La idea de que familia y Estado proporcionan recursos complementarios para la atención a la dependencia conecta con un imaginario social que asume, prácticamente sin cuestionar, que la familia es responsable del cuidado de sus miembros.

Esta atribución de la responsabilidad de cuidar a la familia ha dificultado considerar como trabajo las actividades de cuidado, aunque impliquen horas, dedicación y la aplicación de saberes y habilidades que se van aprendiendo a lo largo de la vida. Como mostró Laura Balbo (1987) los cuidados son una forma de trabajo, pero lo más relevante es que consumen tiempo para llevarlos a cabo. Y el tiempo es justamente lo que permite traducir el valor del trabajo de cuidados en términos de mercado (Durán, 2007). Las Cuentas Satélites han calculado el valor de las actividades no remuneradas, lo cual pone en cuestión que la actividad que se realiza en el hogar sea marginal y sin importancia, y han contribuido a dar visibilidad a los trabajos de cuidado. Las actividades de cuidado forman parte de lo que he denominado "economía del afecto" (Comas d'Argemir, 2000: 188), y utilizo este término en un doble sentido: porque tienen valor económico (lo que queda de manifiesto cuando las realiza el mercado o el estado) y también porque "economizan" gasto público. Queda de manifiesto además que el cuidado trasciende el ámbito familiar pues es un elemento imprescindible para la reproducción social (Carrasco, Borderías y Torns, 2011). El hecho de que el cuidado familiar se halle impregnado de afectos y de obligación moral ha contribuido a considerarlo como la solución óptima y más deseable frente a otras opciones.

El altruismo, junto con el amor, aparecen en el imaginario social como atributos constitutivos de la familia. La práctica muestra sin embargo que este altruismo está desigualmente repartido, que hay tensiones y también intereses asociados a las prácticas de cuidado. La generosidad está presente, pero también lo está la respuesta instrumental al suministro de cuidados, valorando cómo afectan al tiempo disponible y a la organización vital, por ejemplo. Por otro lado, en la familia se da y se recibe amor pero la proximidad y la intimidad son fuentes también de conflicto y de dolor y las relaciones familiares no están exentas de violencia. Y otra cuestión: el hecho de que haya afecto no supone que el cuidado se dé automáticamente, como tampoco que se acuda en primer término a la familia en caso de necesidad. Pedir o recibir ayuda de la familia choca con la idea de autonomía individual y para muchas personas no es la primera opción ni la más deseable.

El análisis del cuidado obliga a reconsiderar la relación entre estructura y sentimiento. Sabemos que esta dicotomía es ficticia. Los sentimientos son una expresión de las relaciones sociales, como la antropología ha podido mostrar. Hay que preguntarse, pues cuáles son los mecanismos por lo que las personas se sienten implicadas en la resolución de las necesidades de los demás, como nos muestra por ejemplo la importancia del cuidado en la construcción de la identidad de las mujeres. Tal como señala Scheper-Hugues (1992: 341), es necesario sobrepasar las distinciones entre afectos naturales y socializados, entre sentimientos profundos (privados) y superficiales (públicos), entre expresiones conscientes e inconscientes de las emociones. En la misma línea, Esteban (2011: 70), que ha trabajado sobre la construcción del sentimiento amoroso, reclama la necesidad de desenmascarar que las mujeres sean consideradas emocionales en mayor medida que los hombres y en función de ello se les asigne el trabajo de cuidar. Los sentimientos son modelados por el contexto social y cultural (Vernier, 1991), siendo al mismo tiempo la base para la realización de determinadas actividades, como sucede con los cuidados. Esta perspectiva sugiere que una redistribución de los cuidados pueda borrar la dicotomía que confronta el cuidado profesional, asociado a la racionalidad, y el suministrado en la familia, vinculado al afecto y a la obligación moral (Comas d'Argemir y Roca, 1996; Waernes, 2001). Puede borrar también la distinta implicación de hombres y mujeres en los trabajos de cuidar modificando las pautas por las que se asume la obligación moral de cuidar y la propia construcción de los sentimientos.

La evidencia que en la familia se proporcionan cuidados se suele confundir con la evidencia de la obligación familiar. Finch (1989: 5) advierte sobre este problema y considera que hay que distinguir el hecho de cuidar a un familiar de las razones por las que se cuida. En el cuidado se mezclan amor y deber, afecto y obligación moral, y a veces se trata de dimensiones contrapuestas. El énfasis en la dimensión moral, por ejemplo, tiende a idealizar el trabajo de cuidado y esconde la existencia de tensiones y conflictos, como los que afloran, por ejemplo, en los cuidados de larga duración. Nos debemos preguntar pues qué rol juegan los sentimientos y la obligación moral y porqué ambas dimensiones afectan más a las mujeres y a su identidad. Hasta qué punto se elige cuidar, ya que las elecciones están constreñidas por la estructura económica, por los patrones de género e incluso por las políticas públicas.

Es necesario hacer estas consideraciones porque la noción de familia como ideal imaginario es un concepto muy potente y de gran utilidad, potenciado por las políticas públicas, que alimentan y fomentan la naturalización de la familia, partiendo de la certeza de que ésta es la principal suministradora de asistencia y bienestar. Como señala Fineman (2000: 14), "la familia es una construcción ideológica con una particular composición y relaciones de género que permite privatizar la dependencia individual y no considerarla como un problema público". Se trata pues de desvelar el mito del cuidado familiar como la solución óptima frente a otras opciones que se ubican como subsidiarias (Castro et al., 2008). Y se trata también de ser conscientes del rol que se atribuye a la familia y no darlo como algo dado.

Sobre la necesidad de los demás, la deuda social y el reparto del cuidado

El apoyo y el cuidado nos remiten a la reflexión sobre el grado de dependencia de las personas, cosa que se confronta con el valor de la autonomía y de la individualidad como pilares básicos en que se asienta el sistema ideológico contemporáneo. Hace años ya planteé (Comas d'Argemir, 1995: 135) el hecho de que la dependencia es la situación más común a nivel social. Todas las personas necesitan cuidados a lo largo del ciclo vital y las etapas de mayor dependencia se han tendido a alargar, porque los ancianos viven más años y los jóvenes tardan más tiempo en conseguir una vida independiente. También es bastante común la necesidad de ayuda práctica, financiera, residencial o emocional. La dependencia no es, pues, una situación excepcional, sino que es intrínsecamente universal e inevitable (Fineman, 2000 y 2004) y por ello considero más fructífero partir de que lo normal es la dependencia, o la vulnerabilidad, y no la independencia. En cualquier caso, la necesidad de los demás es la base primaria para la propia existencia de la sociedad.

La autonomía individual (identificada como independencia, o como autosuficiencia) es un mito muy arraigado de nuestro tiempo, a pesar de las evidencias en sentido contrario. Y es un mito porque solo se puede materializar cuando existe un estado protector que cubre las situaciones de adversidad (enfermedad, desempleo, ausencia de recursos o de vivienda), en las que no basta el autocuidado. Donde los estados han desarrollado políticas de bienestar, el individuo puede tener una mayor autosuficiencia, mientras que en otros casos son los vínculos familiares y comunitarios los que funcionan como malla de protección social. El peso del familismo no es solo una cuestión cultural, como a menudo se dice, sino un indicador del raquitismo de las políticas sociales. Y está demostrado que en épocas de restricción económica se tiende a reducir el alcance de la responsabilidad pública y a atribuir más peso a la familia.

Las políticas públicas han reforzado el significado negativo del término dependencia, que se asocia a la necesidad de recibir subsidios y a un incremento del gasto público. Se confronta además a la autonomía individual como valor trascendente de nuestro tiempo. La idea de deuda social se vincula al reconocimiento de la dependencia como algo inherente a la condición humana y a la necesidad de una implicación social (Fineman, 2000: 18). Es necesario restablecer el balance entre dependencia e independencia para poder plantear la responsabilidad colectiva en el suministro de cuidados. Las dependencias de unas personas respecto a otras, a menos que sean por espacios cortos de tiempo, no son deseables. Como tampoco es deseable que el suministrar cuidados en la familia constituya una obligación por la falta de servicios públicos, especialmente cuando se trata de cuidados de larga duración.

El sentido de obligación moral guía la ética del cuidado. La moral consiste en cumplir nuestras obligaciones con los demás y tendemos a considerar estas obligaciones como deudas que se han de pagar, no necesariamente de forma inmediata pues puede estar diferida en el tiempo, como sucede con el flujo de cuidados entre padres e hijos y a la inversa. La deuda es hija de la reciprocidad, del intercambio basado en la equivalencia, y la reciprocidad implica el regalo, la donación gratuita y generosa. Pero tiene también otras dimensiones. Efectivamente, Marcel Mauss, en su Essai sur le don, publicado en 1923, subraya algunos aspectos que vale la pena recuperar. Muestra que la transacción de dones está basado en tres obligaciones: la de dar, la de recibir y la de devolver. No son pues actos voluntarios y desinteresados, sino que se inscriben en un contexto y unas relaciones sociales en que el acto de dar, de recibir y de devolver son obligaciones. Nos dice además que el intercambio de dones ha de darse entre iguales y que en este tipo de intercambio no se pueden separar las dimensiones materiales de las espirituales o simbólicas. Sahlins (1977) introduce el término reciprocidad para referirse al intercambio de dones, y resulta útil el concepto de reciprocidad generalizada, basada en intercambios a largo plazo, en que el retorno no es inmediato ni necesariamente equivalente (frente a la reciprocidad equilibrada y la reciprocidad negativa).

Vivimos en una sociedad en que los intercambios se basan en el dinero y el beneficio, de manera que el don aparece como un asunto que atañe solo a personas vinculadas por parentesco o amistad. La proximidad y el afecto se muestran por la ausencia de cálculo, y por el rechazo a tratar a familiares y amigos como medios al servicio de nuestros propios fines. Así, el don (o la reciprocidad)  se basa en una ética y en una lógica que no son ni las del mercado ni las del beneficio (Godelier, 1996: 291). Este es el poder del don, y es también una máscara que oculta dimensiones sobre las que venimos insistiendo: que la obligación moral respecto a los cuidados está desigualmente repartida entre hombres y mujeres, así como entre la familia, el estado y el conjunto social. De hecho, el propio acto de dar crea una relación desigual, pues genera una deuda (y una obligación) a quien recibe y debe devolver. Son los principios morales los que nos hacen ver estos procesos como equivalentes (Graeber, 2012).

Un sentido de justicia social demanda un sentido más amplio de obligación. La reciprocidad es justamente nuestra manera de imaginar la justicia y aparece cuando nos hacemos una imagen idealizada de la sociedad. De ahí que la idea de deuda social en relación a los cuidados tenga la fuerza de inscribirse en nuestro sistema cultural de significados. Es coherente también con el hecho de que en nuestra sociedad el don empezó a desbordar la esfera privada y de las relaciones personales a medida que el Estado fue ampliando su papel de gestor de las desigualdades y fue introduciendo políticas de bienestar. En este marco se hace posible una redistribución del cuidado, que implique un reparto equilibrado entre sexos y generaciones y una responsabilidad compartida entre individuo, familia, Estado y comunidad.

3. Conclusiones

El presente artículo se ha focalizado en el análisis del cuidado y en los nuevos retos que plantea para la antropología feminista. He tomado como base empírica las políticas de provisión de cuidados en Cataluña, pues la implicación pública en los cuidados y su mercantilización plantean cuestiones de interés relacionados con la estructura de género, las desigualdades sociales y la reproducción social.  El análisis de las políticas públicas ha mostrado que aunque se hayan diseñado para favorecer a las mujeres, el resultado es extremadamente contradictorio, porque adoptan los presupuestos e ideologías prevalentes acerca del rol de las mujeres y la naturaleza de la familia. En este sentido es interesante contrastarlas con los modelos de provisión de cuidados que se basan en la asunción de que hombres y mujeres están igualmente activos en el mercado de trabajo (Lewis, 2007).

Uno de los retos de la antropología feminista es profundizar en los conceptos de reciprocidad y de deuda social, partiendo de la idea de que la dependencia nos afecta a todos como personas y, si es universal e inevitable, no puede ser invisibilizada y desplazada al ámbito privado sino que, por el contrario, se convierte en un asunto de naturaleza colectiva y de ciudadanía. Tiene, pues, una dimensión política, ya que se relaciona con la distribución de los recursos públicos y privados y refleja la forma en que las personas, grupos sociales y administraciones públicas negocian el acceso a los recursos.

He analizado algunos de los mitos arraigados en nuestra sociedad, como es el de la familia, los sentimientos y la obligación moral como construcciones ideológicas que es necesario desvelar, pues actúan como máscaras que impiden avanzar hacia una redistribución más justa de los cuidados y hacia la construcción de un modelo de ciudadanía universal con personas que combinan su condición de cuidadoras y de trabajadoras con independencia de su sexo. Es ahí donde adquiere sentido los conceptos de reciprocidad y de deuda moral, que traspasan las fronteras de las relaciones familiares y entienden el cuidado como una responsabilidad colectiva. Este planteamiento supone remover las estructuras de desigualdad y de poder propias del capitalismo que, entre otras dimensiones, se sirve de las desigualdades entre hombres y mujeres en su lógica de apropiación del trabajo y de acumulación de riqueza.

Notas

1 Ver el debate sobre la relación de parentesco y género por parte de Del Valle (2010), Stolcke (2010) y González Echeverría (2010).

2 Ley 39/1999, de 5 de noviembre, para promover la conciliación de la vida familiar y laboral de las personas trabajadoras.

3 Ley 4/2005, de 18 de febrero, para la igualdad de mujeres y hombres. Hay que mencionar que los hombres no tenían un permiso de paternidad propio, sino que la mujer podía ceder parte de su permiso de maternidad para que el padre pudiera ejercerlo. En Cataluña se aprobó la Ley 8/2006, de conciliación de la vida personal, familiar y laboral del personal al servicio de las administraciones públicas en Cataluña.

4 Ley 39/2006, de 14 de diciembre, de promoción de la autonomía personal y atención a las personas en situación de dependencia.

5 Ley 12/2007, de 11 de octubre, de Servicios Sociales. Generalitat de Catalunya.

6 Datos del IMSERSO, Servicios de Estadísticas de la Subdirección General Adjunta de Valoración, Calidad y Evaluación.

7 Las preferencias de las cuidadoras familiares han dado un vuelco, pues en 1994 se inclinaban por recibir prestaciones económicas un 61,5%, y en 2004, en cambio, muestran mayor preferencia por recibir apoyo de los poderes públicos en forma de servicios, especialmente ayuda a domicilio, según indica el Libro Blanco, 2005, p. 218.

8 Datos del Departament d'Acció Social i Ciutadania, Generalitat de Catalunya.

9 Datos del Ministerio de Empleo y de la Seguridad Social.

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