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Mora (Buenos Aires)

versão On-line ISSN 1853-001X

Mora (B. Aires) vol.21 no.2 Ciudad Autónoma de Buenos Aires dez. 2015

 

DOSSIER: TERESA DE LAURETIS EN BUENOS AIRES

Género y teoría queer1

 

Teresa de Lauretis

Fui formalmente educada en Italia, pero la mayor parte de mis investigaciones se llevaron a cabo en EE. UU., en un terreno cultural y político en algunos momentos intersectado por eventos en Europa (por ejemplo, los movimientos estudiantiles y de mujeres a finales de la década de 1960 y principios de la década de 1970), pero más bien abierto a cambios e innovaciones –en particular en los discursos institucionales y las prácticas de género–.

En EE. UU., en la década de 1960 y principios de la década de 1970, el activismo político entró en los campus universitarios con los movimientos contraculturales (el movimiento por la libertad de expresión "Free Speach Movement", los movimientos feministas, el movimiento de los Panteras Negras) y la protesta masiva de estudiantes y profesores contra la guerra en Vietnam y la invasión de Camboya por EE. UU. Los estudiantes se politizaron y solicitaron que se impartieran cursos cuyos contenidos no se consideraban académicos y que estaban relacionados con los movimientos sociales que agitaban la esfera pública. Debido a que las universidades estatales estadounidenses siguen las reglas del mercado capitalista, pronto aparecieron programas de pregrado en estudios de la mujer (Women's Studies), en cultura popular, en estudios afroamericanos, nativos estadounidenses, chicanos y latinos.

El concepto de género fue introducido y articulado por las investigadoras feministas en varios campos disciplinarios, en el marco de Women's Studies; y fue el eje central, el elemento cohesivo de la crítica feminista hacia el patriarcado occidental. Género o bien "el sistema sexo-género", como lo nombraron las antropólogas feministas, fue el marco en el cual las feministas analizaron la definición socio-sexual de la Mujer como divergente del estándar universal que era el Hombre. En otras palabras, género no pertenecía a los hombres, género era la marca de la mujer, la marca de una diferencia que implica el estado subordinado de las mujeres en la familia y en la sociedad, debido a un conjunto de características relacionadas a su constitución anatómica y fisiológica –características tales como la inclinación al cuidado, la maleabilidad, la vanidad... no necesito seguir, ustedes saben a qué me refiero–. Género, como lo entendían las investigadoras feministas, era la suma de esas características, ya sea que tuvieran alguna base en la naturaleza o que fueran enteramente impuestas por el condicionamiento cultural y social. Con respecto a este tema, hubo mucho debate y división en el movimiento, pero en ambos casos, para todas nosotras en aquella época, género nombraba una estructura social opresiva para las mujeres.

Los llamados Gender Studies, o estudios de género, se desarrollaron más tarde, en parte como una crítica al feminismo y al énfasis separatista que en aquel tiempo tenían los estudios de la mujer. De hecho, no es una coincidencia que el estudio de los hombres y de las masculinidades fuera y siga siendo una preocupación importante de los estudios de género. Los estudios lésbicos y gay se sumaron más tardíamente a los programas universitarios, probablemente debido a su interés por la sexualidad, y los estudios queer no aparecieron hasta mediados de la década de 1990.

Fue en este contexto que a mediados de la década de 1980 propuse la idea de una "tecnología del género". Me pregunté: si el género no es una simple derivación del sexo anatómico sino una construcción sociocultural, ¿cómo se logra aquella construcción? Me pareció que el género era una construcción semiótica, una representación o, mejor dicho, un efecto compuesto de representaciones discursivas y visuales que, siguiendo a Michel Foucault y Louis Althusser, yo vi emanar de varias instituciones –la familia, la religión, el sistema educacional, los medios, la medicina, el derecho–, pero también de fuentes menos obvias: la lengua, el arte, la literatura, el cine, etcétera. Sin embargo, el ser una representación no lo previene de tener efectos reales, concretos, ambos sociales y subjetivos, en la vida material de los individuos. Por el contrario, la realidad del género consiste precisamente en los efectos de su representación: el género se "real-iza", llega a ser real, cuando esa representación se convierte en auto-representación, cuando uno lo asume individualmente como una forma de la propia identidad social y subjetiva. En otras palabras, el género es tanto una atribución como una apropiación: otros me atribuyen un género y yo lo asumo como propio –o no–.

Todos sabemos esto, hoy en día. Pero quisiera retroceder brevemente a esos años para subrayar que el entendimiento actual del concepto de género tiene sus orígenes en el movimiento de las mujeres y en los estudios feministas, mucho antes del cambio institucional a estudios de género. Quiero destacarlo porque esa historia está desapareciendo: en una década o más, quizás nadie recordará que el concepto crítico de género –la idea de que los individuos son de hecho constituidos como sujetos por el género– no existió antes que la teoría feminista lo elaborase como un nuevo modo de conocimiento, una práctica epistémica surgida en el marco de un movimiento político de oposición radical.

Quizás el ensayo más influyente sobre género fue "The Traffic in Women" ("El tráfico de mujeres") de Gayle Rubin que definió la mutua implicancia de sexo y género en el concepto de sistema sexo-género. Fue publicado en 1975, en un volumen misceláneo bajo el explícito título Hacia una antropología de las mujeres. Rubin, antropóloga feminista, comenzó su ensayo afirmando que "un 'sistema sexo-género' es el conjunto de arreglos por los cuales una sociedad transforma la sexualidad biológica en productos de actividad humana, y en los cuales estas necesidades sexuales transformadas son satisfechas" (Rubin, 1975). Luego de una discusión de Claude Lévi-Strauss y Jacques Lacan virtualmente sin precedentes en los escritos feministas de aquel tiempo, Rubin concluyó su sinopsis del recuento de Freud sobre la sexualidad femenina con la afirmación –un tanto sorprendente– que "el psicoanálisis es una teoría del género" (Rubin, 1975). Sorprendente, primero, porque Freud casi nunca habló de género (la palabra alemán Geschlecht no distingue género de sexo) y, seguidamente, porque la misma Rubin, diez años después, drásticamente, separó el género del sexo.

En un ensayo titulado "Reflexionando el sexo: notas para una teoría radical de la sexualidad", Rubin (1989) afirma que "una teoría autónoma y una política específica de la sexualidad deben ser desarrolladas separadamente de la crítica feminista del género" en cuanto el género es la estructura social de la opresión de las mujeres. Por sexualidad, Rubin claramente quiere decir actos sexuales o comportamiento sexual, en particular prácticas sadomasoquistas entre hombres. Y estas, ella debía pensar que no tenían nada que ver con el psicoanálisis... Su equivocación es ilustrativa de cómo la temprana crítica feminista leía a Freud de manera altamente selectiva y reducida (no siendo diferente, en este sentido, de la cultura estadounidense en general).

Sin embargo, la idea de Rubin que género y sexualidad deben ser diferenciados conceptualmente, sigue siendo fundamental para el estudio de los procesos sociales, por ejemplo, las relaciones entre política y teoría. Eso es lo que voy a plantear en esta presentación, tomando como ejemplo el actual debate sobre la política antisocial de la teoría queer.

La expresión "teoría queer" nació en 1990 como tema de un workshop que organicé en la Universidad de California en Santa Cruz. El término queer tiene una larga historia; en inglés existe desde hace más de cuatro siglos, y siempre con denotaciones y connotaciones negativas: extraño, raro, excéntrico, de carácter dudoso o cuestionable, vulgar.2 En las novelas de Charles Dickens, Queer Street denominaba una parte de Londres en la que vivía gente pobre, enferma y endeudada. En el siglo pasado, después del célebre juicio y posterior encarcelamiento de Oscar Wilde, la palabra queer se asoció principalmente con la homosexualidad como estigma. Fue el movimiento de liberación gay de la década de 1970 el que la convirtió en una palabra de orgullo y en un signo de resistencia política. Al igual que las palabras gay y lesbiana, queer ha designado, en primer lugar, una protesta social, y sólo en segundo lugar una identidad personal.

Cuando organicé el workshop (working conference) titulado "Queer Theory", para mí la teoría queer era un proyecto crítico cuyo objetivo era deshacer o resistir a la homogeneización cultural y sexual en el ámbito académico de los "estudios lésbicos y gay", así llamados, que se consideraban como un único campo de investigación. Pero, por supuesto, eso no era así: los hombres gay y las lesbianas tenían historias diferentes, diferentes maneras de relacionarse entre sí y diferentes prácticas sexuales. Las lesbianas no eran, en aquel tiempo, los principales objetivos de las estrategias de comercialización de un "estilo de vida" gay (saunas abiertos las veinticuatro horas del día, cruceros y paquetes de vacaciones, moda). Más aún, las lesbianas tenían una fuerte relación con el movimiento feminista, aunque a veces fuera conflictiva. De hecho, las cuestiones de las diferencias raciales y étnicas, planteadas por los colectivos de lesbianas negras, chicanas y latinas en su crítica al feminismo blanco, moldearían el feminismo de la década de 1980 y de ahí en adelante.

Mi proyecto de "teoría queer" consistía en iniciar un diálogo entre lesbianas y hombres gay sobre la sexualidad y sobre nuestras respectivas historias sexuales. Yo esperaba que, juntos, rompiéramos los silencios que se habían construido en los "estudios lésbicos y gay" en torno a la sexualidad y su interrelación con el sexo y la raza (por ejemplo, el silencio en torno a las relaciones interraciales o interétnicas). Las dos palabras, teoría y queer, aunabanla crítica social y el trabajo conceptual y especulativo que implica la producción de discurso. Yo contaba con ese trabajo colectivo para poder "construir otro horizonte discursivo, otra manera de pensar lo sexual" (de Lauretis, 1991: 11).3 Si bien ese no era un proyecto utópico, en aquel momento yo todavía imaginaba que las prácticas teóricas y las prácticas políticas eran compatibles. Pensando en la subsiguiente evolución de la teoría queer, ya no estoy segura.

El diálogo que yo esperaba no se produjo, aunque se publicaron algunos trabajos individuales sobre la sexualidad gay y lesbiana, en particular el libro Homos (Bersani, 1996) y mi propio libro The Practice of Love: Lesbian Sexuality and Perverse Desire (1994). A lo largo de la década de 1990, la alarmante propagación de la epidemia de sida reclamó la atención tanto de los movimientos sociales como de los medios de comunicación. El trabajo de grupos como AIDS Coalition to Unleash Power4 (act up) y Nación Queer hizo espectacularmente visible en todos los sectores sociales la importancia de la prevención y amplió la gama de identidades sexuales no normativas. La política de la sexualidad que Rubin, en la década de 1970, y yo misma en la década de 1990 esperábamos, se convirtió en una política de las identidades de género: los términos que han surgido en relación con prácticas de disputa, de-construcción o re-significación del género ponen al género como la medida de la identidad de la persona.

Actualmente, el discurso sobre género ha opacado o dejado de lado la problemática de la sexualidad y la dimensión sexual de la identidad que fue tan importante para la generación de Stonewall de las décadas de 1970 y 1980. Paradoxalmente, esto sucede aunque la sigla utilizada en muchas partes del mundo, lgbti (lesbianas, gays, bisexuales, transexuales e intersexuales), se refiera a identidades sexuales no normativas. También el actual término queer, al mismo tiempo que conserva algo de su connotación histórica de desviación sexual, ha llegado a ser una identidad de género, es decir, se queda lejos de lo que es específico de la sexualidad, el perverso polimorfo de Freud, que Mario Mieli en Italia y Guy Hocquenghem en Francia volvieron a teorizar durante la visionaria y radical década de 1970.5

¿Por qué el género se ha convertido en marca privilegiada de la identidad? ¿Por qué las políticas de género han reemplazado las políticas sexuales? Creo que la respuesta a esta pregunta tiene que ver con la sexualidad en el sentido freudiano, la co-presencia de pulsiones en conflicto en la psique individual, con su carácter obstinado y, a menudo, destructivo, y las dificultades que esto causa tanto al individuo como a la sociedad.

Si la primera contribución de Freud a la epistemología moderna es el concepto de inconsciente (das Unbewusste), la segunda debe ser el de sexualidad infantil, o sea, una sexualidad de pulsiones parciales, polimorfa, auto-erótica, no reproductiva y sin normas.

Es un lugar común decir que la sexualidad infantil se desarrolla en dos fases sucesivas, la fase oral y la fase anal, que preceden al desarrollo de los órganos sexuales y a la irrupción de ciertas hormonas en la pubertad. El lugar común implica que realmente sólo esto último cuenta, es decir que la sexualidad es la sexualidad genital adulta. Pero este punto de vista popular y médico se contradice con consideraciones obvias: las manifestaciones infantiles de placer sexual, oral y anal permanecen plenamente activas en la sexualidad adulta; más aún, estas y otras pulsiones parciales, así llamadas, pueden en realidad ser más poderosas que la actividad genital. Así sucede, por ejemplo, en lo que Freud llama perversiones y la psiquiatría actual denomina parafilias: fetichismo, exhibicionismo, voyeurismo, sadismo, masoquismo, pedofilia, zoofilia, necrofilia, coprofilia, y urofilia, por nombrar algunas. Por lo tanto, entre los comportamientos sexuales conocidos, hay varios que claramente se remontan a los placeres infantiles y producen satisfacción sexual, incluso independientemente de la actividad genital.

El término parafilia fue adoptado por el Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales de la Asociación Psiquiátrica Americana (dsm-iii) en 1980, nos informa John Money:

En el momento de su fundación a finales del siglo xix, la sexología hizo su entrada en el sistema de justicia penal a través de la psiquiatría forense, notablemente bajo la tutela de Richard von Krafft-Ebing (1886-1931). La psiquiatría forense tomó prestada la nomenclatura del derecho para clasificar a los delincuentes sexuales como desviados sexuales y pervertidos sexuales. La psiquiatría forense también retomó del código penal su lista oficial de las perversiones. Más tarde, los términos perversión y desviación darían lugar al término parafilia (Money, 1999: 55).6

Parafilia puede sonar más neutral, menos "patologizante" que perversión, pero todavía nombra comportamientos sexuales que se consideran anormales. Lo normal no es objeto de debate en el derecho penal o en la psiquiatría forense. Y podríamos recordar que el mismo John Money inició la práctica clínica, ahora común en muchos países de occidente, de tratar a los niños intersex, nacidos con múltiples órganos genitales o con genitales que la medicina considera indeterminados –tratarlos con cirugía u hormonas para "normalizar" sus cuerpos ya sea como cuerpos femeninos o como cuerpos masculinos–.7    

A diferencia de la psiquiatría, al psicoanálisis no le atañe lo normal, la normalidad sexual. Al contrario, para Freud, la sexualidad es la dimensión más compleja de la vida humana, que va desde la perversión a la neurosis y hasta la sublimación; es compulsiva, no contingente e incurable. Con el psicoanálisis, la teoría queer podría ampliar su gama de preocupaciones a todas las formas de comportamiento sexual; no para clasificar o tipificar como delito, no para "proteger a la sociedad" o para apuntalar vínculos sociales, sino para entender sus condiciones de posibilidad. Esto es así porque la sociedad –todas las sociedades– contiene tanto fuerzas negativas como positivas. Mientras que se teoriza sobre la sociabilidad y la afectividad en las comunidades queer a nivel local y mundial, no se pueden ignorar los aspectos compulsivos, perversos e ingobernables de la sexualidad que nos confrontan en la esfera pública, en la familia y también en nosotros mismos. El problema está en ¿cómo plantear una sociabilidad queer hecha de vínculos afectivos y, al mismo tiempo, de impulsos contra-sociales?¿Cómo podemos pensar juntos, por ejemplo, los matrimonios entre personas del mismo sexo y la práctica masculina de sexo anal sin protección (barebacking) o el asesinato en serie y la búsqueda de comunidad espiritual?

La teoría freudiana de la sexualidad plantea la hipótesis de la presencia de dos pulsiones o fuerzas psíquicas contrarias, coexistiendo y actuando juntas pero diversamente combinadas durante diferentes momentos de la vida psíquica de cada individuo. Las pulsiones de vida son energía psíquica ligada a objetos (personas, ideas, incluso ideales) y, por lo tanto, son apego, lazo social, creatividad; en este sentido, Freud las nombró utilizando el término platónico Eros y puntualizó: "el Eros de los poetas y filósofos" (Freud, 1978). La pulsión de muerte, por el contrario, es pura negatividad, es energía psíquica desligada de cualquier objeto, incluso del mismo yo, que merma su coherencia y, por consiguiente, la cohesión de lo social. Freud, seguramente, no era optimista. Su teoría no ofrece soluciones prácticas –y no era esa su intención– pero precisamente porque su teoría es especulativa, no sistemática e, incluso, contradictoria permanece abierta a lo nuevo. Y es así, por ejemplo, en lo que concierne a la cuestión del género y a su compleja relación con lo sexual.

A diferencia de la psicología, el psicoanálisis no se ha ocupado del concepto de género. Sin embargo, recientemente, Jean Laplanche, psicoanalista y profesor de psicoanálisis en la Universidad de París, quien fue el más atento lector de Freud, ha introducido la cuestión del género en el psicoanálisis en el contexto de su propia teoría de lo sexual (o de la seducción generalizada). Planteándolo de manera muy simple, Laplanche sostiene que la sexualidad no es innata, no está presente en el cuerpo cuando nacemos, sino que viene del otro, de los adultos, y es un efecto de seducción. La sexualidad es implantada en el recién nacido, el infante –un ser sin lenguaje (in-fans) e inicialmente sin yo– por las acciones necesarias del cuidado materno: alimentar, asear, tener en brazos, etcétera.; acciones que son necesarias por la prematuridad del ser humano recién nacido, quien no puede sobrevivir sin una persona adulta que lo alimente, lo mantenga caliente, sano y confortado. En la madre y otros cuidadores adultos, estos actos están acompañados por inversiones afectivas conscientes y también por fantasías inconscientes que se transmiten al bebé como mensajes o significantes enigmáticos; enigmáticos no sólo porque el bebé no es capaz de traducirlos, sino porque están imbuidos de las fantasías sexuales conscientes e inconscientes de los adultos, padres o cuidadores. En el bebé, estos significantes enigmáticos intraducibles están sometidos a la represión primaria y constituyen el primer núcleo del inconsciente del niño o de la niña.

Cuando crecen y el yo se forma y desarrolla, se producen traducciones parciales, pero estas también dejan residuos sin traducir que permanecen inscritos en el aparato psíquico del individuo como huellas mnémicas o memoria irrecordable de excitaciones y placeres del cuerpo. Tales residuos enigmáticos actúan, dice Laplanche (1992), "como una astilla en la piel" o podríamos decir, como un software o un virus instalado en en una computadora: siguen vivos, aunque sin ser detectados, y se reactivan en la sexualidad adulta a veces bajo formas que nos parecen vergonzosas o inaceptables. De esto provienen los conflictos, ya sean morales o neuróticos, que todos experimentamos en nuestra vida sexual.

El género, en cambio, es una manifestación del yo consciente o preconsciente. A pesar de que también viene del otro pues es asignado por los padres o los médicos, a menudo antes del nacimiento. El género no es, como la sexualidad, el implante somático de una excitación psicofísica particularmente insistente en las llamadas zonas erógenas; no es implantado en formas que la niña o el niño no puedan comprender y a las cuales puedan solamente reaccionar. El género requiere una acción de parte del niño o de la niña; él o ella tienen algún rol que jugar en la construcción del género, lo deben asumir, es decir, deben hacerlo propio a través de un proceso de identificación. La identificación como niña o como niño –ya que ninguna otra alternativa se ofrece en la niñez– generalmente se lleva a cabo muy temprano, aun antes del descubrimiento de las diferencias anatómicas. En los años subsiguientes, esa identificación puede ser confirmada y convertirse en una identidad de género o puede ser cuestionada, rechazada o transferida a otro género.

Sin lugar a dudas, las fantasías conscientes e inconscientes de los padres, hermanos y otros miembros de la familia juegan una parte, de hecho una parte determinante, en las identificaciones y des-identificaciones de género del niño o de la niña, y, por lo tanto, en las múltiples articulaciones de la identidad de género en la edad adulta. Pero en todos los casos, tanto las tempranas identificaciones como las posteriores identidades de género requieren la participación del yo, aunque sea solamente un yo infantil. En suma, mientras que la sexualidad es implantada en el recién nacido como una excitación psicofísica que el bebé no puede controlar o metabolizar y, por lo tanto, permanece inconsciente, la identificación de género es un proceso consciente o pre-consciente en el cual la niña o el niño participan activa y alegremente.

Laplanche fue el primero, posiblemente el único teórico del psicoanálisis, en abordar la cuestión del género directamente. En primer lugar, él puntualiza que el género es múltiple, ya que diferentes identificaciones de género pueden coexistir en una misma persona, pero la categoría social del género es binaria, hombre o mujer, porque el género es asignado en base al sexo anatómico o, mejor dicho, a la percepción que los adultos tienen de ello que, a su vez, se basa en la visibilidad del órgano genital externo. Por esta razón, la categoría de género como la categoría de sexo cae bajo la lógica binaria del falo –ya sea con o sin, ya sea varón o mujer–; una lógica que, en su binarismo rígido y sesgo genital, borra o niega el polimorfismo y, sobre todo, las dimensiones inconscientes de la sexualidad.

En segundo lugar, Laplanche destaca la tendencia por privilegiar el género en los discursos occidentales sobre identidad y plantea que el desplazamiento de la cuestión de la identidad sexual a la de la identidad de género es un signo de represión (refoulement), la represión de la sexualidad infantil y su sustitución por el género como una categoría más aceptable para los adultos y su auto-entendimiento. "Pienso", escribe, "que incluso en nuestro tiempo, la sexualidad infantil es lo que más repugna a la visión del adulto. Incluso hoy en día, lo que resulta más difícil de aceptar [para los adultos] son los llamados 'malos hábitos' de la infancia"8 (Laplanche, 2007: 157). (Pensemos en la película de Almodóvar, La mala educación y su ingenioso juego de palabras, precisamente sobre los malos hábitos aprendidos en la escuela).

La importancia de la labor de Laplanche para la teoría queer es que articula las relaciones entre sexualidad y género como resultado de la interacción de tres factores: el género, el sexo (anatómico-fisiológico) y lo propiamente sexual, es decir, la sexualidad como efecto de la represión, la fantasía y el inconsciente. Laplanche está de acuerdo con los investigadores que dicen que la identidad de género es anterior a la identidad sexual, pero no está de acuerdo con su conclusión de que el género organiza la sexualidad.9 Laplanche sostiene que, al contrario, mientras que el género se adquiere muy pronto, sus significados sólo le quedan claros al niño o a la niña con la percepción del sexo, es decir, con la diferencia sexual anatómica y, por lo tanto, con la entrada en juego del complejo de castración. Él señala que, aunque se han planteado muchas preguntas y dudas sobre la universalidad del complejo de castración, la lógica binaria predominante en la cultura occidental también parece reinar a nivel del individuo porque a ese complejo están ligados los recuerdos que afloran durante el análisis.

Aquí Laplanche añade algo que, viniendo de un psicoanalista, me parece bastante excepcional: "Lo que el sexo y su brazo secular, podría decirse, el complejo de castración, tienden a reprimir, es lo sexual infantil. Reprimirlo es precisamente crearlo reprimiéndolo"10 (Laplanche, 2007: 173). Para parafrasearlo: tanto la institución social de sexo-género como el concepto psicoanalítico de complejo de castración que la justifica y hace cumplir (en tanto que es "su brazo secular") tienen el efecto de reprimir, contener o refrenar lo sexual que fue el descubrimiento fundamental de Freud: la sexualidad perversa y polimorfa que es oral, anal, para-genital, no reproductiva; una sexualidad que precede a la percepción de las diferencias de sexo y de género y que, en última instancia, es incontenible por estas. Incontenible porque está reprimida, es decir, inconsciente, fuera del ámbito del yo y, sin embargo, capaz de ser reactivada. Esta sexualidad, entonces, no termina con la pubertad sino que persiste en la vida adulta de varias formas.

Para resaltar esta concepción específica de la sexualidad, Laplanche acuña el neologismo francés le sexual (con 'a' en vez de 'e', sexual en vez de sexuel) de la palabra Sexualtheorie, que Freud utiliza en su trabajo inaugural Tres Ensayos de Teoría Sexual (1905). En Freud, él puntualiza, Sexual distingue lo propiamente sexual de Geschlecht, la palabra alemana que significa 'sexo/género', y no bromea diciendo: "Hubiera sido impensable para Freud titular su trabajo "Tres Ensayos de Teoría del Género".

Laplanche sostiene que el complejo de castración como el de Edipo y el mítico asesinato del padre son esquemas narrativos preformados, códigos mítico-simbólicos transmitidos y modificados por las culturas, que ayudan "al pequeño sujeto humano a ligar y simbolizar, o [...] traducir, los mensajes enigmáticos y traumáticos procedentes del otro adulto"11 (Laplanche, 2007: 212); estos ayudan al niño a encontrar un lugar en la familia, la comunidad, el socius; nos ayudan a historizarnos. Aunque Laplanche apunta con ironía que nada es menos sexual que el mito de Edipo o la tragedia de Sófocles. Estas estructuras narrativas colectivas y otras similares en otras culturas no están inscritas en el aparato psíquico del lado de lo reprimido, como comúnmente se supone, sino del lado de lo que reprime (non pas du côté du refoulé, mais du refoulant). Es decir que están inscritas no del lado de lo sexual, sino del lado de lo que reprime lo sexual, dando lugar a la neurosis o, en el mejor de los casos, del lado de lo que pone freno a lo sexual, lo contiene, lo organiza y, en última instancia, lo des-sexualiza en el nombre del apego, del vínculo social, de la familia, de la procreación, del futuro.

La ironía de esta propuesta por un teórico del psicoanálisis es evidente, ya que los conceptos de falo y de complejo de castración son piedras fundantes de todo discurso psicoanalítico, incluso el de Freud, por ejemplo, como en sus tardíos escritos sobre la sexualidad femenina. Parece, por lo tanto, que aquellas infames nociones psicoanalíticas –infames para las feministas y otros estudiosos del género– no son enemigas sino aliadas del género; son instrumentales en la construcción del género, afirmándolo y reafirmándolo cuando es necesario. Si el complejo de castración y el complejo de Edipo son instrumentales en la construcción del género y, de este modo, producen mujeres y hombres, identidades, comportamientos y jerarquías sociales al reprimir lo sexual, lo sexual reprimido debe ser tenido en cuenta como un componente problemático y no reconocido de la identidad y de la sociedad.

Déjenme ponerlo de esta manera: podemos sí privilegiar el género y podemos rebatirlo, re-significarlo o transcenderlo, pero lo que crea disturbio es lo sexual –sus dimensiones reprimidas e inconscientes, sus aspectos perversos, infantiles, vergonzosos, repugnantes, asquerosos, destructivos y auto-destructivos– que la identidad personal raras veces admite y que el discurso político sobre género debe eludir por completo para lograr aceptación social y reconocimiento legal de nuevas o cambiantes identidades de género.

El discurso de las identidades sexuales o de género ha sido político desde sus inicios, ya sea conservador en los estudios "científicamente neutrales" de Money y Stoller, o explícitamente contestatario en la crítica feminista de las décadas de 1960 y 1970 que por primera vez planteó el género como una estructura social opresiva. Esa comprensión crítica del género, alcanzada en el contexto de un movimiento feminista, inicialmente radical, de oposición a la sociedad patriarcal, fue la base de todas las prácticas de deconstrucción del género y de los discursos que siguieron su estela. Hoy tenemos muchas identidades de género, lgbtiq, pero la cuestión política de las identidades sexuales, especialmente aquellas estigmatizadas como parafilias o trastornos de la identidad, todavía se encallan en lo sexual.

El malestar de la civilización, tal como lo veía Freud, consiste en una paradoja fundamental: las instituciones de la sociedad civil, la familia, la educación laica y la religión tienen el propósito de frenar o contener lo sexual y de canalizarlo hacia el vínculo social y el bien común. El tabú del incesto sirve para llevar a cabo el parentesco y crear el vínculo social; el complejo de Edipo para unir el apego a la reproducción sexual y social; y el complejo de castración para organizar el género y asegurar una articulación fluida de la labor reproductiva. La paradoja es que el refreno de lo sexual, lo que Freud llamó represión, también produce la sexualidad como algo más que sexo, como síntoma, compulsión, agresión. Freud, además, mostró cómo el yo lleva a cabo la represión psíquica de manera más eficiente que el Estado lleva a cabo la represión política.

La negatividad inherente en esta visión de la sociedad humana está en conflicto con la política de las identidades o, de hecho, con cualquier política, si entendemos por política una acción destinada a conseguir un objetivo social, ya sea este el bien común o el bien de algunos. El conflicto entre sexualidad y política es el núcleo de lo que he llamado los equívocos del género, la confusión entre género y sexualidad. Creo que este mismo conflicto permea el actual debate sobre la política antisocial de la teoría queer.

"La tesis antisocial en la teoría queer" (Caserio, 2006: 819-828) se asoció primero con la teorización que hizo Leo Bersani en Homos (1996) de las prácticas sexuales gay como "anticomunitarias, anti-identitarias y de autodisolución". En los últimos cuatro o cinco años, la tesis antisocial de la teoría queer se identifica con un polémico libro de Lee Edelman titulado No Future (2008) y subtitulado La teoría queer y la pulsión de muerte.Edelman propone lo queer ("queerness" o la queerdad) como la figura de una postura ética contra el "futurismo reproductivo" de la sociedad actual, representado por la imagen mediatizada del Niño (Child), que representa la posibilidad del futuro, de un mundo mejor, la supervivencia del género humano y de la vida misma. Su antítesis es lo queer, sobre todo el hombre gay, los homosexuales que no se reproducen, representados en la cultura como narcisistas, anti-sociales y portadores de muerte.

No Future (2008) insta a las personas queer a rechazar el orden social heteronormado en el que la violencia y el asesinato se llevan a cabo en el nombre de ese Niño y, desafiante, insta a abrazar una identificación con la pulsión de muerte como figura del desmontaje de la identidad individual y del orden social en el que vivimos. Para Edelman, desde una perspectiva psicoanalítica inspirada en Lacan, lo queer (la queerdad) nombra la negatividad de la pulsión, lo anti-social que está en la sexualidad o, dicho con sus palabras, "la pulsión de muerte que siempre informa al orden simbólico" en cuanto inherente a cada sujeto individual (Edelman, 2008: 25). Si bien los términos que usa Edelman son los de Lacan, y no los de Freud, su argumento se desprende de lo que acabo de describir como la paradoja de la visión que tiene Freud de la sociedad: el estancamiento de la civilización, la obstrucción al progreso que la civilización misma produce al reprimir lo sexual. Paradójicamente, lo sexual, excluido por el vínculo social, se mantiene dentro de lo social como un exceso indomable e incontenible, una fuerza de conflicto, desligamiento y desagregación. Esta es la negatividad de la pulsión de muerte. El libro de Edelman, al enlazar la teoría queer y la pulsión de muerte, primero reclama la sexualidad para la teoría queer y, luego, empuja los límites conceptuales del pensamiento queer más allá de la zona de confort del principio de placer.

La controversia sobre este libro ha subido las apuestas políticas en la comunidad queer. Por un lado, hay quienes plantean una utopía queer, que imaginan lo queer como la posibilidad de un futuro colectivo mejor o escriben sobre el "optimismo queer" y sobre cómo "pensar para sentirse mejor" en el presente.12 Por otro lado, están aquellos que piensan que el libro de Edelman no es suficientemente político y preferirían "una formulación política más explícita del proyecto antisocial", que articule las formas de "una negatividad política explícita" (Halberstam, 2006: 823). La frase "negatividad política" apunta hacia otro equívoco: la política no es negativa sino positiva en su esencia y, más aún, cuando es de oposición. La confrontación política, la oposición o el antagonismo es cualquier cosa menos antisocial, de hecho, es constitutiva de una sociedad democrática. Lo que sí es antisocial o contra-social es la sexualidad, el principio de placer y, sobre todo, la pulsión de muerte.

Con relación al libro de Edelman, se puede formular la pregunta que Judith Halberstam plantea brevemente a propósito de Homos (Bersani, 1996): ¿puede uno "identificar una trayectoria política en un proyecto radicalmente no-teleológico"? (Halberstam, 2006: 823). Esta pregunta es tan relevante para No Future (2008), como para la teoría queer en general. En la medida en que es teoría, es decir, una visión conceptual, una visión crítica o especulativa del lugar de la sexualidad en lo social, la teoría queer no es un mapa o un programa de acción política. Lo cual no quiere decir que no pueda existir una política queer no-teleológica; sino que se necesita de algún tipo de traducción de una a otra, se requiere de una traducción desde la abstracción de la teoría o la filosofía a la acción concreta de la política.

No tengo una traducción que ofrecer con respecto a la teoría queer, pero sé que eso se hizo, en otro período histórico, con al menos otra teoría. Como observa Stuart Hall, Antonio Gramsci rearticuló o tradujo conceptos marxistas como el de modos de producción o el de fuerzas y relaciones de producción, desde su "nivel más general de abstracción" en la formulación de Karl Marx, a un nivel de concreción y especificidad adecuadas para una determinada coyuntura histórica. Los conceptos de Gramsci, por lo tanto, aunque derivan de los de Marx, fueron diseñados para funcionar a un nivel de concreción histórica y, no obstante, continúan "trabajando dentro de su campo de referencia" (Hall, 1996: 414-415).

Stuart Hall argumenta en su ensayo que la obra de Gramsci fue relevante no sólo para la política de los trabajadores de las fábricas italianas en las primeras décadas del siglo xx, sino también "para el estudio de la raza y la etnicidad" en las últimas décadas de aquel siglo. Ojalá encuentre la teoría queer traductores de semejante magnitud.

Notas

1Esta conferencia, pronunciada el 29 de abril de 2014 en el Centro Cultural de la Cooperación Floreal Gorini en la Ciudad de Buenos Aires, es una versión de otras intervenciones anteriores. Parte de las secciones dedicadas a "Género" formaron parte de la conferencia magistral dictada en la Universidad Nacional de Córdoba el 24 de abril del 2014 con el título "Los equívocos de la identidad". Las secciones centradas en teoría queer provienen de una conferencia dictada en España en 2011 y luego publicada en de Lauretis (2011: 298-311).

2Etimología probable: de la raíz 't (w) erk', que da en alemán moderno quer (qwer en alemán antiguo), que significa oblicuo, diagonal, inclinado; en neerlandés dwars; en inglés (to) thwart, en latín torcere. Teoría torcida: prejuicios y discursos en torno a "la homosexualidad" es el título de un libro publicado en Madrid en 1998 por la editorial Siglo Veintiuno, citado por Sáez, Javier (2004). Teoría queer y psicoanálisis, Madrid, Síntesis.

3Esta edición especial reunió las contribuciones hechas a la conferencia por Tomas Almaguer, Sue-Ellen Case, Julia Creet, Samuel R. Delany, Elizabeth Grosz, Earl Jackson, Ekua Omosupe, y Jenniffer Terry. La traducción del artículo se encuentra en List Reyes y Teutle López (2010: 21-46).

4Coalición del sida para desatar el poder.

5Ver: Mieli (2002) y Hocquenghem (1972).

6Gracias por esta referencia a Timothy N. Koths, doctorado en History of Consciousness, University of California, Santa Cruz.

7La noción médica de género, distinguida de la de sexo, la acuñó en 1915 el británico Blair Bell, especialista en personas intersexuales. Ver: Dreger (1998) y Castel (2003).

8"Je crois que, même de nos jours, la sexualité infantile proprement dite est ce qui répugne le plus à la vision de l'adulte. Encore aujourd'hui, le plus difficilement accepté, ce sont les 'mauvaises habitudes', comme on dit".

9Cf. Person y Ovesey's (1984).

10 "Ce que le sexe et son bras séculier, pourrait-on-dire, le complexe de castration, tendent à refouler, c'est le sexuel infantile. Le refouler, c'est-à-dire précisement le créer en le refoulant".

11"[...] le petit sujet humain à traiter, c'est-à-dire à lier et symboliser, ou encore à traduire, les messages énigmatiques traumatisants qui lui viennent de l'autre adulte".

12Cf. Muñoz (2009) y Snediker (2008).

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