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Mora (Buenos Aires)

versão On-line ISSN 1853-001X

Mora (B. Aires) vol.22 no.1 Ciudad Autónoma de Buenos Aires jun. 2016

 

DOSSIER

Sobre la destrucción. Materialidad y afecto en dos itinerarios por una geografía sísmica1

 

Irene Depetris Chauvin

1Agradezco a José Luis Torres Leiva y a Tiziana Panizza la autorización para reproducir en este artículo algunos fotogramas de sus películas.

 


Resumen

Considerando abordajes recientes sobre las geografías afectivas y sobre los vínculos entre memoria y materialidad, este artículo analiza los documentales Tres semanas después (2010), de José Luis Torres Leiva, y Tierra en movimiento (2014), de Tiziana Panizza. Estos dos itinerarios por una geografía sísmica ofrecen modos de comprender el desastre y elaborar la pérdida a través de un "trabajo del duelo" que insiste en la materialidad y espectralidad del espacio. La atención de Torres Leiva en los escombros y en las performances de destrucción del paisaje, y el registro de Panizza de las texturas de los materiales blandos en el retrato de la cotidianeidad de una "comunidad humano sísmica", dan cuenta tanto de los modos en que los filmes movilizan imágenes que "nos mueven" como del potencial de las prácticas estéticas para articular formas de "estar juntos" después de una pérdida.

Palabras clave: Desastres Naturales; Memoria; Materialidad; Afecto; Cine

Abstract

Considering recent contributions from the field of affective geographies as well as studies on the connecctions between memory and materiality, this article analyses two Chilean documentaries: Tres semanas después (2010), by José Luis Torres Leiva, and Tierra en movimiento (2014), by Tiziana Panizza. These two itineraries through a seismic geography offer ways of understanding the disaster and coping with the loss through a "work of mourning" that insists on both the material and the spectral qualities of space. José Luis Torres Leiva’s emphasis on the debris of collapesed buildings and on the performances of destruction of landscape and Tiziana Panizza’s attention to the poetic of textures in the every day life of a "seismic human community", reveal the ways in which films mobilize images that "move us" as well as they convey the potential of aesthetic practices to articulate new forms of "being together" in the aftermath of a loss.

Keywords: Natural Disasters; Memory; Materiality; Affect; Cinema


 

Memorias sísmicas

Cada vez que temblaba, los aborígenes corrían a los cerros (donde habitaba el Ten Ten) con sus hijos y comida para varios días transportada en platos de madera sobre sus cabezas. Le temían al gran diluvio, que ya había ocurrido antes, debido a que el dios de las aguas, una enorme culebra llamada Kay Kay, hacía salir las aguas del mar súbitamente para sorprender y destruir al dios de la tierra (Ten Ten) acabando de paso con toda la gente.
Leyenda mapuche

Ubicado en el llamado Cinturón de Fuego del Pacífico, Chile es una de las regiones más sísmicas del planeta y periódicamente sufre movimientos telúricos de diversa magnitud que en ocasiones desencadenan gigantescas catástrofes. En su recorrido por las memorias de los terremotos en la historia chilena, Marisol Palma da cuenta de los modos en que, una y otra vez, esas catástrofes naturales trastornaron las relaciones sociales y generaron crisis políticas. Pero, con el pasar del tiempo, los terremotos han pasado a formar parte de una identidad colectiva sustentada por testimonios que apuntan no solo a un imaginario de destrucción, sino también a nuevos sentidos de futuro: la voluntad de una reconstrucción material y simbólica. Las culturas nativas, la religión y el arte han proveído mitos, leyendas y rituales para conjurar, y al mismo tiempo recordar, las pérdidas provocadas por terremotos y maremotos en la repetición del lenguaje de los cuerpos orantes, de las ofrendas sacrificiales o de las representaciones y prácticas artísticas (Palma, 2014: 163-177).1

Sin embargo, no siempre se puede acudir a ritos que sirvan para suturar las cicatrices y elaborar personal y socialmente el duelo que sigue a la súbita pérdida de vidas y de las bases materiales que sustentan la cotidianeidad. Nuevamente, el 27 de febrero de 2010 un terremoto castigó el centro del vecino país con una fuerza de 8,8 en la escala de Richter dejando más de quinientos muertos y quinientos mil construcciones derribadas. Casi inmediatamente después, algunos poblados del litoral del océano Pacífico situados frente al epicentro fueron barridos por un maremoto que las autoridades no supieron anunciar. Al desastre natural le siguió el "terremoto social": el movimiento telúrico que hizo vibrar la superficie terrestre llevó a los pobres nuevamente a escena. El desabastecimiento, la falta de servicios básicos, la urgencia del hambre, el frío y los saqueos, reproducidos incansablemente por las pantallas de televisión, señalaban la vulnerabilidad de un sistema que excluía a amplios sectores sociales del acceso a los bienes materiales, al mismo tiempo que los "invisibilizaba por el resplandor del milagro chileno" (Paredes, 2012, s/n). Según Sonia Montecino, sin un ritual social y público que ayudara a frenar el desorden simbólico que trajeron consigo las pérdidas, los medios de comunicación masivos y el mercado se apoderaron del lenguaje del duelo convirtiéndolo en un reality show que banalizaba la muerte y los saqueos. La competencia de la televisión por ganar espectadores terminó anestesiando la mirada de un país entero ante la reiterada reproducción de imágenes del desastre que construía a los damnificados como "entes transicionales, ni vivos ni muertos, porque lo habían perdido todo y ningún rito de pasaje los hacía transitar de un estado de carencia a uno de plenitud humana" (Montecino, 2015: 198).2

Si los medios periodísticos, que registraron el caos y la tragedia, respondían a una lógica de producción de "evidencias visuales" para fogonear el espectáculo del desastre con una estética que explotaba el horror y transformaba al espectador en voyeur, cabe preguntarse qué otros regímenes visuales permiten pensar la destrucción y elaborar la pérdida. Más específicamente: ¿qué debe o puede registrar un documentalista luego de un terremoto?, ¿es posible testimoniar la destrucción?, ¿qué memorias se escrutan en la épica del derrumbe?, ¿puede el cine poner en escena un trabajo del duelo? De diversos modos, los documentales Tres semanas después (2010) de José Luis Torres Leiva, y Tierra en movimiento (2014) de Tiziana Panizza, atienden a estos interrogantes. Sus obras son dos recorridos por la zona del desastre, dos itinerarios por una geografía sísmica que movilizan imágenes que "nos mueven". En su Atlas of Emotion, Giuliana Bruno piensa el cine como "una práctica cartográfica del espacio", una geografía móvil en donde paisajes, recorridos e inscripciones hacen coexistir cartografías interiores y exteriores en una misma superficie, como materialidades fílmicas, que vienen a poner en duda el hermetismo de la intimidad, transformando lo exterior/interior en un espacio poroso, de flujos y contaminaciones (2002: 11). En sintonía con esta forma de entender el cine, los documentales de Torres Leiva y Panizza pueden ser pensados como dos geografías afectivas que contribuyen a elaborar la pérdida. Sus itinerarios e imágenes en movimiento actúan sobre nosotros porque producen modos de ver, afectar, entender y recordar que atienden a dimensiones de la materialidad que escapan tanto al sensacionalismo como a la monumentalización.

Es importante aclarar que no es solo desde el campo del cine que se presenta un renovado interés en las esferas espaciales de la intimidad y de la afectividad. En el campo mismo de la geografía humana interesa cada vez más la exploración a fondo de la espacialidad de la emoción y del afecto. En este sentido, Joyce Davidson, Louis Bondi y Mick Smith (2005) proponen una "geografía emocional" que entiende las emociones en términos de sus mediaciones socioespaciales, antes que como estados mentales meramente subjetivos.3 Sin embargo, en "Emotions and Affect in recent Human Geography", Steve Pile plantea que, aunque estudios como los de Davidson y Bondi se refieren alternadamente a "emoción" y "afecto", existen diferencias en tanto las geografías emocionales ponen el énfasis en emociones que se pueden expresar, mientras que las afectivas insisten en aquello que parcialmente queda fuera de la representación (2009: 8). Los investigadores que atienden a las "geografías afectivas" desarrollan concepciones alternativas y no abstractas del espacio y del cuerpo en donde el afecto describe dominios de la experiencia que son "más que subjetivos" y, sin embargo, son al mismo tiempo formativos de sentidos del ser en relación al paisaje (Wylie (2009); Anderson, Harrison (2010).

A partir de estos abordajes recientes en torno a las geografías afectivas me interesa no tanto el valor representacional o las propiedades físicas de los restos materiales, sino su capacidad de generar una respuesta afectiva. En los documentales de José Luis Torres Leiva y Tiziana Panizza la fuerza de las imágenes es más que representacional; se trata de bloques de sensaciones con intensidades afectivas: las imágenes construyen sentido no solo porque demandan un tiempo para entender qué significan, sino porque su misma materialidad afectiva presignificativa se siente en el cuerpo. Por otro lado, estas geografías afectivas ponen en juego concepciones más amplias de materialidad al analizar los vínculos entre espacios y memorias atendiendo a la presencia de objetos, lugares y personas, pero también a la pérdida y a ausencias que nos acechan (Wylie, 2009). Así, el interés de las geografías afectivas en la "espectralidad" permite comprender de modo alternativo cómo los espacios y las prácticas realizadas en ellos son disruptivas de ideas convencionales de presencia y ausencia. De manera similar, en el campo de los estudios de la memoria algunos académicos sostienen que la oposición entre objetos como cosas tangibles, reales y concretas y el mundo intangible e inmaterial de los afectos es inadecuada. En este sentido, Katrina Schlunke argumenta que la memoria es una especie de "efecto" producido a través de y con el orden de lo material, antes que un mero producto de una conciencia centrada en lo humano (2013: 253-254).

Entonces, considerados desde este cruce entre cine, materialidad y afecto, los itinerarios por la geografía sísmica de ambos directores ofrecen modos de comprender el desastre y elaborar esa pérdida a través de un "trabajo del duelo" que insiste en la materialidad y espectralidad del espacio: la atención a los escombros y las performances de destrucción del paisaje, en Tres semanas después, y a las texturas y los materiales blandos de la cotidianeidad de una "comunidad humano sísmica", en Tierra en movimiento, dan cuenta del potencial de las formas estéticas para crear modos de "estar juntos" en la pérdida.

La destrucción del paisaje y la espacialización del duelo en Tres semanas después (José Luis Torres Leiva, 2010)

In the context of coastal walking [affect] connotes configurations of motion and materiality –of light, color, morphology and mood from which distinctive senses of self and landscape, walker and ground, observer and observed, distil and refract […] The circulation and upsurge of affects and percepts is precisely that from which these two horizons, inside and outside, self and landscape, precipitate and fold.
John Wylie (2005). "A single day’s walking […]".

Tradicionalmente, los estudios culturales han considerado los sitios meramente como lugares en donde se desarrollaron las catástrofes. Como plantea Jens Andermann, a diferencia de otras prácticas conmemorativas –como archivos, museos o monolitos–, los espacios abiertos y el paisaje en tanto "superficie de inscripción" han recibido escasa atención en los estudios sobre las políticas de la memoria en los países del Cono Sur. El autor propone, entonces, volver al paisaje y ver en sus distintas modulaciones interrupciones críticas de los emplazamientos monumentales, modos de apertura, lógicas itinerantes, que potencialmente pueden llevarnos más allá de la lógica temporal del trauma para pensar políticamente en el presente (2012: 177-181). Las configuraciones del paisaje en el cine ofrecen otra forma crítica de explorar las construcciones culturales de espacio, lugar y naturaleza, al mismo tiempo que ponen en juego dimensiones materiales y afectivas a partir de las cuales se pueden elaborar discursos de memoria en relación tanto a catástrofes políticas como naturales.4

Desde Ningún lugar en ninguna parte (2005) hasta El cielo, la tierra y la lluvia (2008) y Verano (2011), el cine de José Luis Torres Leiva se presenta como un persistente esfuerzo por extraer del territorio paisajes que podamos contemplar. Sin embargo, su insistencia en torno al protagonismo de los planos generales de larga duración, que es característica de su estilo, no es la única forma de "fijar la mirada" en los paisajes como receptores pasivos, sino que es, también, la performance de los cuerpos en torno a los mismos, la que viene a darle al espacio un protagonismo que se desmarca del eje de lo dramático y reorienta el hecho fílmico hacia el campo de lo sensible. Es también un modo de entender una relación de naturaleza y cultura que encuentra resonancia en las conceptualizaciones contemporáneas en torno al paisaje.

Como sugiere Jens Andermann (2011), el paisaje, como una categoría espacial particular, no es enteramente naturaleza (entorno) ni cultura (imagen), sino que es una categoría que franquea esos límites. El paisaje es, a la vez, un marco visual sujeto al consumo estético; una relación entre cuerpo y entorno y un "ensamble" móvil entre agentes humanos y no humanos. En el paisaje como forma de representación, no hay vuelta a la naturaleza: el paisaje en sí, es una noción intersticial, oscilante entre imagen y entorno, aquello que ensambla lo perceptivo con los efectos –y podríamos pensar también en los "afectos"– que la percepción produce en la materialidad que lo abarca. Así, observadores y naturaleza observada se convierten en partes inseparables de un "dispositivo performativo", en perpetua transformación: no solo naturaleza, no solo cultura, sino una relación dinámica entre ambos elementos (2011: 280). En las películas de Torres Leiva hay una mirada subjetiva que logra que los efectos de la naturaleza, y la intimidad ante la misma, traspasen la pantalla de un modo en que el paisaje recupera toda la potencialidad de representar y producir lugares.5

En Tres semanas después (2010), el documental que realizó en las zonas del sur devastadas por el terremoto, la meditación visual sobre el espacio, luego de una catástrofe, considera los dos sentidos de paisaje: como imagen –como espacio observado desde cierta distancia– y como entorno –como medio recorrido–. La atenta mirada y las performances en relación con ese territorio arrasado articulan distintos vínculos afectivos con un paisaje que se desmarca de los sentidos sobre la destrucción que habían sido promovidos por la cobertura televisiva. De manera minimalista y pausada, el imaginario de la destrucción, sin embargo, nos toma por sorpresa: junto a unos acordes de piano un plano fijo de la playa registra las olas rompiendo sobre la orilla. La cadencia de la contemplación de una franja de la naturaleza asociada a la armonía se interrumpe, de pronto, por lo inesperado. Como si se tratara de una pintura abstracta, el fragmento arrancado de una fachada de casas destruidas se expone horizontalmente –con un plano frontal y sostenido y un sonido difuso de ruidos en off– nos invita a intuir cierto dinamismo oculto detrás de la inercia de esos escombros. En el inicio del documental, antes de estos dos paisajes, una placa en negro ya nos adelantaba que las imágenes forman parte del proyecto 8,8 del artista chileno Fernando Prat y que fueron registradas tres semanas después del terremoto del 27 de febrero de 2010, en las ciudades y localidades chilenas de Talca, Curepto, Rancura, Iloca, Duao, Constitución, Cobquecura, Pelluhue, Dichato, Talcahuano y Lota. Este es el único momento en que se explicitan marcas geográficas ya que el itinerario fílmico de Tres semanas después evita el discurso vocal o títulos que organicen el recorrido y nos localicen en espacios determinados.

Durante ocho días, Torres Leiva registró el proceso de retiro de escombros desde diversos poblados de la séptima y octava regiones que quedaron prácticamente en el suelo luego del terremoto. Con un plano secuencia ingresamos a una espectral y deshabitada Cobquecura, –otro travelling horizontal nos acompaña por una hilera interminable de escombros dispuestos en la zona costera de Constitución–. Muchas de las prácticas espaciales que el documental propone, a lo largo de sus cincuenta y ocho minutos de duración, tienen que ver con esta forma de vincularnos con el espacio: una invitación a recorrer vicariamente una zona devastada. El poder de observación de las imágenes se acerca a la abstracción, no solo por los encuadres y los mínimos movimientos de cámara sino porque, en ausencia de una narración vocal, todo –entorno natural y comunidad humana– parece formar parte de lo mismo: un extenso territorio arrasado del cual sus habitantes no terminan de ser expulsados porque, sin que sepamos quiénes son, o cuáles son sus historias, los vemos ingresar y salir del plano, atravesando las ruinas para continuar con la rutina de todos los días.

Sin embargo, Tres semanas después no trata al paisaje solo como "entorno". Se puede decir que en el documental el duelo adquiere un "giro espacial", sobre todo porque los planos fijos de larga duración estructuran secuencias, series de "paisajes entrópicos",6 separados de otros planos de larga duración que registran el armónico, aunque en parte siniestro, rompimiento de las olas del mar sobre la costa. La insistencia en los planos cerrados de larga duración, en las "imágenes fijas", sugiere que el desciframiento del territorio es una de las formas de interrogar la pérdida y que en esa interrogación del espacio se requiere de otro tipo de vínculo estético y afectivo con el paisaje. A diferencia de los recorridos, en los que el lugar geográfico se presenta como un espacio que habitamos vicariamente, los planos generales, que se presentan a lo largo de la película, nos vinculan con el paisaje teniendo en cuenta el encuadre y la distancia, es decir, privilegiando la visión por sobre la performance. Tradicionalmente en las artes plásticas el paisaje es una imagen fija,7 un momento detenido, mientras que la imagen en movimiento que caracteriza al lenguaje del cine, de alguna manera traiciona la normativa de la convención del paisaje en la pintura. Pero, en el cine hay también usos del paisaje que dialogan con esta tradición pictórica, como lo sugiere Martin Lefebvre (2006) en su conceptualización de los paisajes "puros o intencionales" y los "impuros". En la base de estos dos modos de presentación en el cine, se encuentra la sensibilidad del espectador hacia los paisajes como medios visuales y su habilidad de "detener" esa imagen, aunque más no sea en su propia mente. En otras palabras, el "paisaje intencional" descansa en estrategias visuales que nos llevan a experimentar el entorno natural de un filme de manera similar a como lo experimentamos en una pintura. Como consecuencia, la función narrativa de ese escenario momentáneamente se desvanece y la configuración del entorno natural adquiere, en la mirada del espectador, el tipo de autonomía que tradicionalmente este tiene en la pintura.

Este predominio del paisaje en su acepción visual se presenta en las tomas de larga duración, en donde el encuadre fijo lo presenta  como pura imagen, de un modo que  destaca la importancia del medio dado y del mismo acto de mediar: es decir, del poder desnaturalizador de la mirada de detener y extraer un paisaje de ese territorio inestable. Así, como la naturaleza es convertida en paisaje por la percepción humana, la cámara convierte el flujo narrativo en pura visualidad. En esta presentación del espacio, se apela a nuestra habilidad de reconocer "paisajes puros", capturando y extrayendo ese paisaje del flujo narrativo. Detener la imagen fílmica supone desterritorializar el "escenario" al trasladarlo del cine a la fotografía. Así, al separarlo de la narración, y devolverlo desprovisto de acción y personajes, Torres Leiva recupera paisajes que podemos contemplar. Permitir una pausa que dé lugar a la contemplación es también una forma de apelar al afecto como modo de vincularnos con el espacio. Este giro afectivo se refuerza por la larga duración de las tomas que instalan una atmósfera afectiva, un impulso a reconocer la ausencia, al mismo tiempo que nos deja buscando una respuesta para algo que no está ahí.

Al eludir la palabra de una narración en off o diálogos y entrevistas, Tres semanas después nos confronta con el poder de la pura imagen. Los planos de larga duración de los escombros "hacen hablar al espacio" y extraen de su materialidad una extraña dinámica de restos, presencias y acechantes ausencias. Las ruinas literalmente apuntan al colapso, pero también refieren a los restos, a lo que queda en pie, a aquello que funciona como recordatorio. Un tour por las ruinas nos lleva, entonces, por un laberinto temporal incierto. Siguiendo a Wylie (2009) es posible entrever en la materialidad de las imágenes de Torres Leiva rastros de lo inmaterial, no como algo definido en oposición a lo material, sino como aquello que respira "en exceso" de su forma representacional. En otras palabras, al insistir en los restos materiales, la película atiende un nuevo modo de afectividad del espacio porque entrelaza objetos con modalidades de afecto y un sentido acechante de la pérdida (Edensor, 2005). Los restos son índices también de eso que desapareció, revelan las vidas perdidas. Otro plano general nos deja ver las ruinas de un auto al costado del mar. La larga duración que nos hace posar la mirada sobre este objet trouvé no estetiza, sin embargo, la pérdida, ni convierte al medio ambiente en algo que pasivamente espera una mirada humana. La dislocación de los objetos y su presencia son recordatorios de sus usos y de lo que ya no está.

Una forma de considerar la ontología inestable de la materia que apunta a la naturaleza "más que representacional" de la memoria como corporealizada y acechada por lo espectral. Una naturaleza sensorial e inestable del paisaje y de la memoria que se acentúa, también, en un trabajo sonoro que parece vincular el sonido de las olas con el que producen las topadoras y las grúas que levantan los escombros y los llevan a la costa –en donde también el sonido de los grillos parece fundirse con aquellos sonidos que acompañan a las grandes quemas de residuos–.

En su trabajo sobre los fantasmas de las ruinas industriales, Tim Edensor habla de que estos espacios contienen un "exceso" de materialidades, de significados y de espectros que ciertos discursos de memoria necesitan "ordenar" (2005: 829-849). La yuxtaposición aleatoria de restos, escombros, objetos inexplicables, basura, que resultan del revoltijo del territorio en una geografía sísmica, demandan un vínculo más corporal y performativo con la memoria y el espacio porque ese "exceso de significados" es la otra cara de la plenitud perdida, de elusiones, de historias fragmentadas. Tres semanas después interroga la materialidad de esos bloques de cemento no solo observando esos montículos de escombros por medio de los rigurosos travellings, sino porque registra la misma performance de remoción que sigue al terremoto. Siempre atenta a los tiempos y las pausas de los hechos que filma, la cámara del director pone en escena ese segundo proceso de destrucción: el de las viviendas que son arrasadas por grúas, camiones y palas mecánicas. En varias escenas, asistimos, pacientemente, a la contemplación de las máquinas trabajando. Una mujer observa como una grúa levanta lo que queda de una casa, como quien levanta una pieza de una maqueta. Se puede descifrar en esta "forma metódica de destrucción" un "trabajo del duelo" que, al dejar hablar al espacio, a sus texturas, a sus materiales nos obliga a desplazarnos de las narrativas centradas en lo humano para dar cuenta de los modos en que la memoria se infiltra en los escombros, en los restos, en las cicatrices. El ruido de las máquinas es la sonoridad de una deglución incierta, atorada, de un duelo. Así, el trabajo de las topadoras y de los camiones que retiran los escombros pone en escena un trabajo del duelo que trae nuevas corporalidades, materialidades y afectos que no ocultan los sentidos semióticos excesivos de un espacio incierto y perturbador.

En el documental de Torres Leiva la sensualidad de las texturas deja intuir un carácter espectral, intersticial, de los residuos que acechan el espacio. Esa cualidad fantasmal es en parte capturada por la noción de siniestro o unheimlich. Hay algo de familiar y extraño en cierto antropomorfismo de ruinas, que nos permite pensar en los objetos como si tuvieran trazos de una historia vivida que puede ser leída en una superficie que habla de una disrupción de lo estable. Atendiendo a la multisensorialidad del afecto, el sonido de las olas rompiendo en la costa es un motivo recurrente, una presencia espectral del maremoto pero, al mismo tiempo, una sonoridad que nos habla de un ciclo de la vida, de la naturalidad de esa naturaleza en trizas. Un ciclo que, quizás, debe ser conjurado por medio de la pausa de un plano que atestigua y elabora la destrucción del paisaje y la quema, casi ritual, de grandes túmulos de desecho frente al mar, como si se tratara de un sacrificio a un arcaico dios vengativo.

De esta manera, situándonos en la excepcionalidad del territorio devastado y configurando el espacio como resultado de una "práctica", Tres semanas después apuesta a pensar la pérdida a partir de diversos modos de entender la visión y la performance de la destrucción del paisaje. En el documental, el trabajo de duelo adquiere un "giro espacial": la pérdida se plantea en términos espaciales porque en el recorrido por el territorio devastado, hay un mapeo en donde el espacio adquiere atributos afectivos y la puesta en escena de la "deglución de los escombros" opera como un "trabajo de duelo" haciendo que el lugar funcione, paradójicamente, al mismo tiempo como un espacio asociado a la pérdida y como uno  de consuelo.

Poética de las texturas y de la pérdida como forma de intimidad en Tierra en movimiento (Tiziana Panizza, 2015)

Affects not only are makers of space but are themselves configured as space, and they have the actual texture of atmosphere. To sense a mood is to be sensitive to a subtle atmospheric shift that touches persons across air space […].To address this language involves a tangible redressing of visual space, because the affect is not a static picture and cannot be reduced to optical paradigms or imaged in terms of optical devices and metaphors. The landscape of affective mediation is material: it is made of haptic fabrics, moving atmospheres, and transitive fabrications.
Giuliana Bruno (2014). Surface: Matters of Aesthetics, Materiality, and Media

En la última década, la chilena Tiziana Panizza viene desarrollando una interesante labor como documentalista experimental. Una práctica estética que se vincula a cierta esfera de lo familiar y a la temprana juventud, una época en la que, según la realizadora:

Uno descubre la intimidad y en la casa familiar, el portazo pasa a ser parte del soundtrack de la adolescencia, como gesto de dejar el mundo afuera, con la puerta con llave, escuchando música y escribiendo en el diario de vida, en un intento por reclamar intimidad ante las transgresiones del mundo adulto o del mundo entero .Entrevista de Roberto Doveris (2009).

 En cierto modo, los primeros documentales de la directora reproducen un tono muy cercano al de esos diarios de vida, ya que se trata de "cartas filmadas". En Dear Nonna: a film Letter (2004), Remitente: una carta visual (2008) y Al final: la última carta (2012) la directora acude al registro epistolar para mostrar su contexto inmediato y explorar los mecanismos asociativos de la memoria. Narradas en inglés y en español, las cartas enfatizan la distancia de la relación epistolar, al tiempo que la recolección de imágenes y textos abstractos, íntimos y poéticos se yuxtapone y libera sentidos múltiples. Según Constanza Vergara y Michelle Bossi, en estos trabajos, "la palabra se expresa a través de la voz en off y de la escritura. La letra manuscrita, exhibida en diversos soportes (intertítulos, calle, pizarra de juguete, mano), refuerza la idea de escritura íntima y problematiza la relación entre palabra e imagen, porque lo que se dice no comenta lo que se muestra ni es mera repetición de lo que se ha escrito" (2010: 25)

En este sentido, los documentales de la realizadora dan cuenta de una exploración sensible de las dimensiones visuales y sonoras que difumina los límites entre los géneros. Una hibridación de la materialidad, el soporte y los dispositivos de la obra que es, sobre todo, la apuesta a construir una "mirada" que busca revelar los innumerables efectos y afectos de las superficies.

Si su trilogía de cartas visuales cruza el género epistolar con la poesía visual y rescata retazos de home-movies y de found-footage para reflexionar desde su esfera familiar sobre los mecanismos de la memoria y del olvido en: Tierra sola (2010) acude al super8 para retratar los modos de habitar otro espacio: una cárcel sin paredes en la isla más remota del mundo. 74 m2 (2012), documental dirigido en colaboración con Paola Castillo, también evidencia una atención hacia espacios y sentidos de habitabilidad. A lo largo de siete años, la cámara observa el difícil proceso de integración social en un barrio de clase media. La historia se centra en dos dirigentes a la cabeza de ciento cincuenta familias que deciden participar de un proyecto de "vivienda social", que les entregará una casa propia en Valparaíso, donde el objetivo es amenazado: por la falta de recursos, un barrio que los rechaza, el desastre que provocan las lluvias en sus nuevos hogares y la división de la propia comunidad. El retrato de los "hilos que tejen una comunidad" es, en cierta medida, un elemento de continuidad con Tierra en Movimiento (2014), un documental creado en colaboración con el poeta Germán Carrasco que viene a confirmar que para Tiziana Panizza un cine "íntimo" no es necesariamente un cine anclado en la primera persona, sino aquel que explora el potencial sensible y analítico de las texturas.8

Tierra en Movimiento comienza en formato digital registrando fragmentaria y pudorosamente una segunda escena de destrucción que sigue a la del terremoto de febrero de 2010. Las grúas socavan lo que quedó de "Alto Río", un edificio que se derrumbó en su totalidad y se volvió emblema de la negligencia de los negocios de construcción moderna y rápida que dan la espalda a las realidades de una geografía. "¿Por qué no dejarlo como parte de la memoria sísmica?", se pregunta la voz en off.  Hay una pregunta y un deseo implícitos en la propuesta de conservar los restos como parte de "un museo a cielo abierto". Se trata de explorar los modos de dar cuenta de la magnitud de un desastre evadiendo, tanto un registro visual que espectaculariza el sufrimiento, como los efectos monumentalizadores de la memoria oficial. Entonces, ¿cómo dar cuenta de una geografía sísmica? una forma, propone el cortometraje, es explorar aquello que queda en pie cuando una persona sufre las consecuencias de un terremoto. Tierra en Movimiento es un viaje que comienza en el epicentro, pero deja la destrucción casi fuera del plano y nos hace desplazar hacia el perímetro, para ir en busca de lo que queda: una comunidad "humana sísmica".9 Así, en sus treinta y cuatro minutos de duración, este ensayo visual busca ser un viaje por el perímetro de un epicentro en busca del humano sísmico, "esa especie de nación repartida por el mundo que habita en la orilla de las placas tectónicas y que carece de gentilicio".

Un relato más marcado por lo poético, que por lo narrativo, Tierra en Movimiento se arma como un caleidoscopio móvil de fotogramas que se potencian, o se tensan, con fragmentos de poemas, anécdotas bíblicas, textos escogidos de un informe de geología o de los periódicos y una atmósfera sonora, por momentos onírica, que se interrumpe con el registro real de mensajes de radio dejados por las personas que buscaban a sus familiares desaparecidos durante el sismo y que acompañan los veloces travellings que registran el itinerario por los distintos pueblos afectados por el terremoto.

Al alejarse del centro, este ensayo en movimiento acude al registro de super8. Una elección que no solo plantea una continuidad estilística con los trabajos previos de Panizza en relación a la narrativa epistolar, sino que adquiere aquí más bien, la dimensión de una postura "ideológica". La textura granulada y de colores apastelados del cortometraje no apuntan, meramente, a la nostalgia y el romanticismo de un formato que asociamos a los recuerdos de proyecciones de la niñez. Frente al bombardeo de los medios que hicieron de la nitidez de un digital en alta definición un instrumento para convertir el dolor en espectáculo, el registro precario e impreciso de Tierra en Movimiento se plantea como un modo de reflexionar sobre la posibilidad de una memoria. Así como Heather Love plantea que la pérdida es "the form – of intimacy" (Love, 2009: 82), el documental de la realizadora es un intento de entender la pérdida como una forma de intimidad que comparten los que han sobrevivido al sismo y un modo de potenciar, desde la materialidad misma del registro audiovisual, cierta intimidad del espectador con esa pérdida.

El documentaltrabaja sobre la mirada y la escucha de un modo peculiarmente afectivo. En el film, los planos híbridos, autónomos e imperfectos se nos presentan como un caleidoscopio visual y sonoro, aparentemente sin otra conexión más que la del viaje, cuyo sentido está dado en sensaciones, una invitación a escuchar y contemplar antes que a establecer vínculos causales entre las escenas. El hacer la película a partir de la experiencia del viaje, traslada al documental el potencial afectivo del vagabundaje, como si la cámara que acaricia los cuerpos y los espacios nos permitiera vivir vicariamente la experiencia sensorial del tránsito. La narración en off que se dirige a una indeterminada segunda persona, también construye una cercanía con el espectador porque nos sitúa en un lugar incierto: mezcla de bitácora de viaje, diario íntimo y escritura epistolar, un género que en su circulación privada se presenta como una muestra de afecto y un diálogo diferido, en el cual el emisor incluye en su propio discurso, las ideas y visión de mundo del destinatario.

"Después de un terremoto siempre aumentan la demanda de ataúdes, de cemento y sobre todo de vidrio", lee la narradora en la columna financiera de un diario y, continúa, "la modernidad se desmorona en un segundo, pero erratas y goteras son en el fondo pruebas de carácter". Frente a la solidez del cemento y la histeria por lo nuevo, restos y fragmentos de materiales blandos son los que rescata la mirada de Tierra en Movimiento. Los primeros planos –detalle– encuentran atrapados, entre los escombros y el metal doblado, restos de tela y papel, ropa, frazadas, fotografías. La naturaleza crea casi "pinturas abstractas" con esos materiales, pero esta mirada sobre la ruina no es un mero preciosismo poético. Mediante su atención a la distinta resistencia de los materiales, el documental explora una atmósfera afectiva en donde el vitalismo y la voluntad de reconstruir se mezclan con la mudez, el silencio y la renuncia.

En realidad, más que de resistencia, la comunidad humana sísmica del documental parece ensayar pequeños actos de resiliencia. Sabemos que los sobrevivientes a grandes desastres se ven obligados a restablecer una especie de equilibrio interno, a menudo precario y frágil, entre el recordar demasiado y el recordar demasiado poco. El olvido es parte de la memoria y de la elaboración de la catástrofe y la poética de la textura en el documental de Panizza se vuelve también parte de esa política de la resiliencia. Un ovillo de lana y una tijera, las manos de una anciana bordando, el plano detalle de un tapiz. "Siempre tuve admiración por los trabajos cabizbajos que requieren paciencia. Es como volver a la infancia y recortar papelitos con formas de medialunas, estrellas, flores y corazones", dice la narradora mientras el registro visual insiste en los textiles.10

Esas "labores que se ejecutan como un mantra" hablan, quizás, de una especie de utopía del hábito cotidiano como un modo de reconstruir una trama afectiva. En su estudio sobre los modos de superar la depresión y la melancolía, a través de una transformación de la cotidianeidad, Ann Cvetkovich encuentra, en el tejido, una herramienta de transformación afectiva, un: "slow steady work of resilient survival" (2013: 2). De raíz comunal, estas prácticas artísticas enlazadas a la vida diaria ordinaria se conectan, según la autora, con rituales sagrados: "the extension of ‘spiritual practice’ to encompass knitting or other textile-based crafts is possible because both can involve the reparative and regular motion of the body and its use for activities that can also betime-consuming and boring" (Cvetkovich, 2013: 189).

Esta insistencia en prácticas ordinarias, como la base de un proyecto utópico de construcción de "nuevas palabras" para responder a la depresión, está plagada de "sentimientos encontrados", una extraña combinación de optimismo y estupor: la utopía del hábito ordinario como algo que: "reconceives the rational sovereign subject as a sensory being who crafts a self through process and through porous boundaries between self and other, and between the human and the non-human" (Cvetkovich, 2013: 191-192 ). Se trata, entonces, de un proceso que confía en lo sensorial y se mantiene expectante hacia lo que puede llegar a pasar, antes que una estrategia que provee de respuestas claras y estables. La cadencia afectiva del itinerario de Panizza por la cotidianeidad de esta "comunidad humano sísmica" está también llena de "sentimientos encontrados". Sus planos de ropa colgada, ropa secándose, el viento que las agita y las convierte en banderas que piden tregua. El deseo de que la "naturaleza lo invada todo"; la renuncia junto a la voluntad de seguir viviendo que se trasmite en esas "historias de sábanas y afectos" y en el plano largo de unos niños jugando en una fuente de agua.

"El bordado o el cine son escrituras de la imagen", dice en un momento la narradora explicitando de una vez que el cine de la textura es un cine de la intimidad. No son solo el referente o las palabras los que construyen esa cercanía, sino el mismo registro visual fragmentario, texturado e impreciso del super 8 el que motiva las miradas en relación a las personas, los espacios y los objetos. Los planos de Tierra en movimiento presentan las cualidades formales que Laura Marks (2000) asocia a la "visualidad háptica": imágenes granuladas y poco claras, imaginería –que evoca memoria de los sentidos (agua, naturaleza) –, posiciones de cámara muy cercanas al cuerpo, recorrido de superficies, cambios de foco, uso de super 8, carteles, impresiones y caligrafía artesanal, imágenes densamente texturadas, intercalado de filme, video y fotografía (2000: 163). En la película de Tiziana Panizza las imágenes son verdaderas potencias sensoriales porque participan de una dimensión háptica mucho más próxima a la dimensión táctil, que la tradicional visualidad "óptica". Las imágenes borrosas del documental nos invitan a una percepción más próxima a la superficie y a la materialidad misma, donde el ojo se queda explorando el grano y la textura, pequeños eventos que emergen en la superficie del plano.11

Esta relación entre el tacto y la mirada tiende a crear proximidad con los observadores. La visualidad háptica implica "making oneself vulnerable to the image, reversing the relation of mastery that characterizes optical viewing" (Marks, 2000: 185). Al reducir la distancia y confundir –observador y superficie observada– la visualidad háptica establece canales de comunicación entre estética y afecto que impactan en las dimensiones narrativas y de temporalidad. La imagen háptica es "menos completa" y requiere que el espectador contemple la imagen como una presencia material, antes que como una pieza representacional reconocible en una secuencia narrativa. Al mismo tiempo, las imágenes hápticas son "precarias" porque, al esbozar antes que representar sus objetos, no convocan una mirada que disecciona, que mira con atención, sino una que vislumbra, que mira como de costado y que funde percepción y sensación. En este sentido, el modo de registro del cortometraje comparte la misma "precariedad" de la geografía sísmica, ya que trabaja con un universo de imágenes que, por su escasa definición, parecen apuntar necesariamente a su propio límite, como si hubiera algo que no se ve completamente, no solo porque están fuera de foco o de campo, sino porque ese límite señala algo todavía no actualizado, como una promesa de algo que está por venir. Pero el modo en que el documental va hilvanando esas imágenes hace que la precariedad de los planos se traspase también al espectador que se vuelve él mismo vulnerable a la imagen y puede participar íntima y vicariamente de esa comunidad en la pérdida.

Luego del rodeo por Talcahuano, Hualpén y Ninhue, el documental de viaje nos devuelve al epicentro, a Concepción. Las grúas han terminado su labor. El plano silencioso de un terreno baldío no permite adivinar que alguna vez hubo un edificio y los títulos nos informan que los ejecutivos de la constructora fueron casi en su totalidad exonerados por la justicia. A pocos metros de allí, el memorial para las víctimas del terremoto, cuya construcción costó casi cuatro millones de dólares, queda fuera del plano. La cámara insiste en dirigirse al suelo para registrar unas flores volviendo a nacer de esa tierra inestable reafirmando que Tierra en Movimiento es una mirada sobre la destrucción, la demolición, la reconstrucción, la obsolescencia y la fragilidad de la ciudad moderna pero también una forma de entender la fragilidad de una memoria que escapa al monumento, un modo audiovisual de compartir íntimamente pequeños actos de resiliencia: olvido, pedido de tregua, recreo, obstinada vitalidad y paciente persistencia.

De materialidades y afectos

Un mal terremoto destruye en un momento las más viejas asociaciones; el mundo, el verdadero símbolo de todo lo que es sólido, se movió debajo de nuestros pies como una corteza sobre un fluido; un segundo del tiempo creó en la mente un sentimiento de inseguridad, que horas de reflexión no producirían.
Charles Darwin, [1838] Diario a bordo del Beagle

La sensación de la contingencia inmediata que provoca el movimiento bajo los pies fue una experiencia fundamental para Darwin durante el terremoto que presenció en la ciudad chilena de Concepción en 1835. Su relato del sismo habla de una experiencia sensorial, radical, del cuerpo que entreteje el cruce necesario entre historia y biografía, entre la macro y la microhistoria (Palma, 2014: 172). Si la experiencia del desastre es al mismo tiempo universal e individual, la actividad estética es una forma particular de comprender y cambiar nuestra relación con la pérdida: "una forma de ejecutar esos ritos que Durkheim denominó ‘piaculares’ y que se realizan en medio de la tristeza y la inquietud, pero que suturan simbólicamente las catástrofes" (Montecino, 2010: 199).Tradicionalmente, esos ritos se asocian a la construcción de espacios de memoria específicos, formas iconográficas, escenarios conmemorativos, que organizan una relación con la perdida. Sin embargo, el cine también ofrece un modo particular de elaborar la catástrofe que, antes que fijar lugares, genera una nueva circulación de imágenes de esos fragmentos de tierra removidos por el sismo.

Casi en paralelo a las medidas de destrucción y reconstrucción sanitarias y urbanísticas requeridas por el terremoto, el recorrido de Tres semanas después nos hace volver al escenario del desastre pero, encuadradas en planos generales, esas vistas catastróficas son sometidas a una pausa, para luego, volver a ponerse en un movimiento, mínimo, que nos sumerge en una narrativa visual permeada de afectos. Sin diálogos ni narración vocal alguna, desde el estupor frente al desastre, desde la fijeza del encuadre y el montaje como constructor de relaciones, el documental de Torres Leiva hace que ese territorio desordenado hable. Los planos saturados de objetos testimonian y reescriben el desastre pero la cámara  "desnaturaliza" la mirada sobre el territorio, al mismo tiempo que crea un contexto para que este se impregne de afectos al administrar los espacios y los sonidos con la duración, la distancia y la potencia afectiva que, tradicionalmente, se le asigna al rostro y al poner en escena una performance de destrucción/deglución que es un trabajo de duelo.

Con una construcción audiovisual que encuentra cierta resonancia en la concepción de Giulianna Bruno del cine como "una práctica cartográfica del espacio que designa una ruta háptica" (2002: 3), el itinerario de Tierra en movimiento se articula a partir de planos borrosos y precarios que responden a una visualidad táctil y restablecen un contacto más sensible con las imágenes, con los objetos, con el entorno. De este modo, utilizando el formato de documental de viaje e invirtiendo en la materialidad de las imágenes, en su potencia plástica y sensorial, los documentales de José Luis Torres Leiva y Tiziana Panizza proponen nuevas formas de reescribir el espacio del desastre desde la dimensión de la afectividad, una matriz que tensiona la noción misma de representación y da cuenta del modo en que ciertas estéticas participan de la construcción de nuevas formas de "estar juntos" en la pérdida.


Figura 1: La omnipresencia del mar en Tres semanas después (Torres Leiva, 2010)


Figura 2: "Paisaje abstracto" frente de casa destruida en Tres semanas después (Torres Leiva, 2010)


Figura 3: Performance de destrucción. Grúa levantando casa en Tres semanas después (Torres Leiva, 2010)


Figura 4: Quema "ritual" de escombros en Tres semanas después (Torres Leiva, 2010)


Figura 5: "El clima es un pintor abstracto". Materiales blandos y textiles en Tierra en movimiento (Panizza, 2014)


Figura 6:
"Papeles". Materiales blandos en Tierra en movimiento (Panizza, 2014).


Figura 7: "El cine y el bordado son escrituras de la imagen". Labores resilientes en Tierra en movimiento (Panizza, 2014)


Figura 8: Niños bañándose en una fuente. Visualidad háptica en Tierra en movimiento (Panizza, 2014)

 

Notas

1 Según Marisol Palma para las poblaciones nativas las catástrofes eran condiciones conocidas del territorio. El terremoto era un momento fundacional de los selk’nam ya que la memoria ritual de un sismo explicaba la separación de la isla de Tierra del Fuego del continente y de la cultura selk’nam de las tribus tehuelches. Entre los mapuches del sur de Chile, el mito del Kai Kai y Ten Ten se ha narrado por siglos: de modo esquemático el relato alude a la lucha entre Kai Kai, la fuerza de los espíritus del mar y de las aguas, y Ten Ten, las de la tierra y las montañas, simbolizadas ambas en dos culebras, una que hunde y ahoga y otra que salva a las personas elevando la tierra. Los maremotos y los terremotos eran explicados por esta contienda telúrica y líquida y aquellos miembros de la comunidad que lograban sobrevivir refugiados en los cerros tenían que calmar esos espíritus por medio de rituales sacrificiales. La condición telúrica es también parte de la memoria temprana colonial como lo evidencian las numerosas crónicas de españoles sorprendidos por los terremotos.  En estos testimonios, la imagen de Cristo Rey aparece como fundamental para fijar una memoria hegemónica "apocalíptica" y una mirada providencialista que reforzaba el lugar de la iglesia en el destino de la comunidad (2014: 163-166). Además de poemas y cuentos, la autora rescata el proyecto T del Grupo Teatro Mapamundi que, al abordar el terremoto a partir de una indagación de la dramaturgia y puesta en escena de textos literarios, despierta a la experiencia sensorial de un modo explícito e invita al público a participar de una performance de la contingencia de cuerpos en movimiento por el sismo pero también por la experiencia estética (2014: 174).

2Según Sonia Montecino, sólo tardíamente "se decretó un duelo nacional cuyo corolario ritual fue el superficial espectáculo de la beneficencia mediática: la Teletón con toda su carga de expiación y lavado de conciencia" (2015: 199).

3 En "Ecology of Emotion, Memory, Self and Lanspace" Owen Jones sostiene la imposibilidad de separar afecto, memoria y espacio. La memoria es espacial y resulta de instancias en las que se estableció un vínculo afectivo con un lugar. Uno recuerda en relación a lugares, estando en un lugar, a través de un lugar y los recuerdos ya nacen filtrados por emociones adscriptas a esos espacios rememorados (2005: 213).

4 Los trabajos que analizan las "inscripciones de la memoria en el espacio" se detienen generalmente en artefactos y monumentos conmemorativos. Esto se debe en parte, según Owen Jones, a que la memoria es conceptualizada como representación: cuando consideramos expresiones de la cultura material como "repositorios" tratamos a los objetos como formas de representación y no como elementos dinámicos en la producción performativa y activa de memorias y afectos (2005: 210).

5 Según Jens Andermann, el paisaje remite a la representación en su doble acepción: por un lado, a la imagen hecha, al paisaje-visión (y así a la noción de lugar, como orden estable de elementos figurado en el conjunto de líneas y volúmenes que organizan y convierten el marco visual en un todo estéticamente placentero, correspondiente a una sensación de habitabilidad). En cambio, en su sentido performativo, representación remite a la puesta en relación entre cuerpo y entorno, y así a una noción de espacio entendido o bien en términos de rito o ceremonia (como la puesta en acción de un guión preestablecido (…) y, por lo tanto, nuevamente como producción de lugares) o bien como ensamble móvil y dinámico de interacciones imprevisibles entre agentes humanos y no-humanos" (2011: 280).

6 Diversas prácticas artísticas han construido una mirada que propone una valoración de los paisajes devastados que resultan de la destrucción del territorio. En sus obras Non-sites, Displacementsy Earthworks, el artista americano Robert Smithson convierte a las ruinas industriales en monumentos y memoria de un paisaje agotado, señalando las roturas, vacíos, fisuras y cicatrices de un "paisaje entrópico" irreversiblemente deteriorado (1966: 26-31).  Según Catalina Valdés, en el contexto chileno, otras prácticas artísticas funcionan como "antipaisajes" que intentan quebrar con identidades territoriales hegemónicas: en 1984, el artista chileno Carlos Leppe (1952) presentaba en Buenos Aires su "Proyecto de destrucción de la Cordillera de los Andes". Todavía en plena dictadura pinochetista, y a un año del conflicto fronterizo que estuvo a punto de culminar en una guerra entre la Argentina y Chile, la instalación que, con medios precarios, planificaba dinamitar la inmensa montaña, cobraba el sentido político de demoler los muros del país que la violencia militar mantenía secuestrado y se inscribía como reacción en una tradición pictórica que había hecho de la Cordillera de los Andes un "cuerpo correccional de Chile" (2014: 110-111).

7 En la pintura, el "paisaje" se refiere a una mirada de la naturaleza emancipada de la presencia de figuras humanas y que se ofrece en sí misma para la contemplación. El artista "compone" una escena, introduciendo una relación armónica entre un número de elementos visuales potencialmente discordante, una composición que encuadra, media y domestica para el consumo un entorno natural que supera el marco del cuadro.

8 Una primera lectura del documental de Tiziana Panizza fue publicada en una reseña escrita para el Dossier BAFICI 2015 de Informe Escaleno: "La resistencia de los materiales. (Sobre "Tierra en movimiento", de Tiziana Panizza)", abril de 2015 [en línea]http://www.informeescaleno.com.ar/index.php?s=articulos&id=329

9 La narradora propone: "después de un terremoto, el olvido es condición de sobrevivencia y la cámara no debiera registrar la destrucción sino lo que queda en pie, pues es lo que desaparecerá la próxima vez".

10Puede intuirse en la insistencia del documental en los textiles cierta resonancia de la labor de las arpilleras, los tejidos realizados por mujeres para relatar historias sobre masacres e injusticias durante la dictadura. Muchas de esas personas eran parientes de desaparecidos o prisioneros políticos del gobierno golpista de Augusto Pinochet. Diversos estudios demuestran cómo esos tejidos fueron tanto una forma de expresión para individuos y organizaciones así como una herramienta de resistencia (Sastre, 2015).

11Según Marks en la visualidad óptica el ojo percibe los objetos desde una distancia lo suficientemente lejana como para aislarlos como formas en el espacio. En contraposición a esta separación entre el cuerpo del que ve y el objeto, la visualidad háptica sería una forma más cercana de mirar, ya que tiende a moverse sobre la superficie de los objetos antes que zambullirse en una profundidad ilusoria y no busca tanto distinguir formas sino discernir texturas. En este sentido, la visión háptica se basaría más en el tacto y estaría más cercana a una forma corporal de percepción como si los ojos en sí mismos fueran "órganos del tacto" (2000: 162). En Surface: Matters of Aesthetics, Materiality, and Media, Giuliana Bruno insiste en la cualidad recíproca del tocar: "There is a haptic rule of thumb: when we touch something or someone, we are, inevitably, touched in return. When we look we are not necessarily being looked at, but when we touch, by the very nature of pressing our hand or any part of our body on a subject or object, we cannot escape the contact. Touch is never unidirectional, a one-way street. It always enables affective return" (2014: 12).

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