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Mora (Buenos Aires)

versão On-line ISSN 1853-001X

Mora (B. Aires) vol.22 no.1 Ciudad Autónoma de Buenos Aires jun. 2016

 

DOSSIER

Los destellos de la pérdida: víctimas resilientes

 

Cecilia Macón*

*Universidad de Buenos Aires

 


Resumen

El debate desplegado alrededor de la idea de "precariedad" asociada a la de "desposesión" (Butler y Athanasiou, 2013) y su impacto sobre la noción de "agencia" obligan sin dudas a revisar ciertos conceptos que han resultado centrales para la teoría y la práctica de género. Es en este marco que el presente trabajo tiene como objetivo discutir la posibilidad de reemplazar la noción de "resistencia" por la de "resiliencia" en el contexto del giro afectivo (Ahmed, 2004 y Sedgwick, 2003), específicamente en lo relativo al papel de la dimensión háptica en la representación artística (Paterson, 2007). Es a partir de una obra clave de Lygia Clark, La casa es el cuerpo: penetración, ovulación, germinación (1968), que daremos cuenta del fuerte cuestionamiento que impone hacia las nociones clásicas de agencia y hacia el papel que, frecuentemente, suele ser atribuido a los afectos. En un segundo momento y tomando como punto de partida el análisis de las muestras de la ex detenida desaparecida Paula Luttringer: El lamento de los muros (2004) y Cosas desenterradas (2012), se plantea la posibilidad de reflexionar sobre la usualmente llamada ‘resistencia’ de un modo tal que obliga a ser reemplazada por la idea de ‘resiliencia’, si es que deseamos ser consistentes con el marco conceptual aquí plateado.

Palabras clave: Subjetividad; Afectos; Tacto; Precariedad; Género

Abstract

The debate held around the idea of "precariousness" associated to the idea of "dispossession" (Butler y Athanasiou, 2013), and its impact on the notion of "agency", unquestionably impose the need to revise certain concepts that have been central to gender theory and practice. It is within this framework that the purpose of this work is to discuss the possibility of replacing the notion of "resistance" by that of "resilience" in the context of the affective turn (Ahmed, 2004 y Sedgwick, 2003), specifically regarding the role of the haptic dimension within the artistic representation (Paterson, 2007). Stemming from a key work by Lygia Clark, The body is the house: penetration, ovulation, germination (1968), we shall assess its strong questioning towards the classic notions of agency and towards the role frequently attributed to affects. On a second stage and -in such case- departing from the study of the exhibits by the former detained-disappeared Paula Luttringer: The wall’s cry (2004) and Unearthed things (2012), we introduce the possibility of revisiting the commonly called "resistance" in a way that makes it necessary to replace such idea by that of "resilience" if we want to be consistent with the conceptual framework presented herein.

Keywords: Subjectivity; Affects; Touch; Precariousness; Gender


 

1. Hipótesis

En 1956 Lygia Clark afirmaba: "Creo firmemente en la fusión entre el arte y la vida". Eran los años previos a que la artista brasileña –que se definía a sí misma como ‘no artista’– generara los principios centrales de su perspectiva estética abriendo un camino marcado por la ruptura con la abstracción. Esos principios irrumpieron colectivamente en el marco del Manifiesto Neoconcreto de 1959 del que participaron también artistas como Hélio Oiticica, Ferreira Gullar y Amílcar de Castro. Una de las frases centrales del texto proclama: "no concebimos a la obra de arte como una máquina o como un objeto, sino como un ‘cuasi-cuerpo’ que solo puede ser entendido fenomenlógicamente" (Best, 2011: 49). Es la vida entendida en tanto fusión entre lo interno y lo externo; es la obra de arte planteada más allá de la distinción entre sujeto y objeto. Es también, como veremos, la presentación de la vida y de la obra de arte atravesadas por la dimensión afectiva condensada en el tacto, por la precariedad, por la puesta en jaque de la estabilidad, pero también por las heterodoxas derivaciones emancipatorias de la experiencia al resultar planteada en esos términos.

La obra de Clark abre, seguramente, uno de los caminos privilegiados a la hora de dar cuenta del papel de lo sensorial –particularmente de lo táctil– en la reflexión sobre la subjetividad. Con ello se transforma en un punto de partida clave a la hora de analizar una dicotomía esencial para la teoría de género, como es la que se establece entre víctima y agente. También, para refutar a quienes ven en la apelación a la desestabilización, por parte del feminismo de la tercera ola, un camino hacia el mero debilitamiento de la acción. Pero además –y tal como mostraremos en el desarrollo de este trabajo– deviene un eje central para sugerir la necesidad de reemplazar nociones clave para la teoría política como la de ‘resistencia’, ante el radical cambio de matriz que supuso la tercera ola. Efectivamente, la cofundadora del movimiento neoconcreto encontró en el tacto un camino para poner en cuestión las pretensiones clásicas que entienden al artista en tanto un sujeto cierto y activo y al espectador como recostado en la mera pasividad. Pero ¿cuáles son las consecuencias sobre la idea de subjetividad –y sus correlatos conceptuales como "agencia", "resistencia" y "emancipación" o sus némesis como "víctima", "esclavitud" y "precariedad" –de las presentaciones de Clark?, ¿cuáles son sus preguntas?

Las imágenes –y el hacer– de Clark son entonces un punto de partida ineludible para este trabajo dedicado a proponer una mirada alternativa sobre nociones que han resultado centrales, en los últimos años en el ámbito de la teoría de género – tales como precariedad, vulnerabilidad y desposesión– desde el punto de vista del giro afectivo, muy especialmente, en lo que hace a la trama conceptual dedicada a dar cuenta del estatuto de la víctima: reconfigurada la relación entre un poco activo y otro pasivo, ¿cómo se define entonces el estatuto?, ¿cómo, además, su accionar pretendidamente liberador en términos de ‘resistencia’? Así, en nuestro planteo, la revisión del papel del tacto en la obra de Clark –es decir, de la dictomía activo/pasivo o interno/externo– será un primer paso para el despliegue de una revisión de la idea de resistencia a partir de la obra de la artista y ex detenida desaparecida, la argentina Paula Luttringer.

Es en este marco que este trabajo tiene como objetivo final discutir la posibilidad de reemplazar la noción de ‘resistencia’ por la de ‘resiliencia’ en el contexto del giro afectivo (Ahmed, Sedgwick), específicamente en lo relativo al papel de la dimensión háptica (Paterson), para así evadir tanto consecuencias desempoderadoras como negadoras. Es con este fin, que en un segundo momento desplegaremos –a partir del análisis de las muestras de Luttringer El lamento de los muros (2004) y Cosas desenterradas (2012)– la posibilidad de reflexionar sobre la llamada ‘resistencia’ de un modo que entra en contradicción con las estrategias clásicas para evaluarla y en consistencia con la tercera ola del feminismo: alejada de las dicotomías y capaz de resultar atenta a la tensión entre víctima y agente. El modo en que allí se da cuenta de la experiencia del cuerpo y de lo monstruoso articula, además, una genealogía sobre la discusión del papel de los afectos en las representaciones artísticas latinoamericanas, que encuentra su origen en obras en este sentido fundacionales como las de Lygia Clark.

2. Lygia

El trabajo de Clark se enlaza centralmente con dos de las cuestiones en las que intentamos indagar en este trabajo: el rol del tacto y de los afectos a la hora de discutir la subjetividad. No queremos utilizar su obra en tanto ilustración de la teoría, sino como generadora de reflexiones clave a la hora de debatir revisiones que resultan aquí asociadas a un marco de vulnerabilidad y desestabilización. El arte subjetivo y orgánico promovido por el movimiento neoconcreto, donde se da al espectador un rol fundamental manipulando objetos móviles tridimensionales y modificando su apariencia, implicó, ciertamente, abolir el rol tradicional del objeto frente al espectador contemplativo. La centralidad otorgada al cuerpo por esta vanguardia latinoamericana implicó, no solo una evocación explícita de las teorías de Merleau-Ponty, sino además una imposición del fin de la recepción pasiva, de la mera contemplación. Se trataba de dar cuenta de las transformaciones mutuas del cuerpo y el objeto (Cámara, 2007: 2), pero también de los cuerpos entre sí, vinculados, atravesados, constituidos por el tacto (Guagnini, 2001: 14). Nos enfrentamos aquí a un cuerpo plástico: límite y contacto a la vez. En palabras de la propia Clark: "Es sobre todo la fantásmatica del cuerpo lo que me interesa y no el cuerpo en sí" (Guagnini, 2001: 14).

En los análisis de la obra de Clark, es, efectivamente, una descripción repetida evocar la centralidad que se otorga al papel del espectador (Best 2011: 17). Tal como señalamos más arriba, entre sus premisas se encontraba el mandato de cuestionar una concepción pasiva del espectador –que no hacía más que sacar a la luz los prejuicios perturbadores de toda dicotomía–.La expresión, los afectos no son aquí algo que pertenezca al orden del artista, sino a la obra de arte (p. 22) pensada como aquel cuasi-cuerpo de la cita del Manifiesto [Neoconcreto], Gullar, F. et al. (1959).

A través del contacto –que es, centralmente, tacto– el espectador es compelido a actuar (Best 2011: 23) gracias al papel de las emociones presentes en el corazón del encuentro estético: incluso –tal como ha señalado en su análisis de la obra de Lygia– afectos como el miedo, la ansiedad, o la propia alegría de alguna manera funcionan como una anticipación acechante de lo porvenir (p. 31). Se trata por cierto de una acción precaria, inestable, radicalmente vulnerable, ya que es ajena a las certezas de toda visión dicotómica (p. 58). En el trabajo de Clark, la obra se convierte en el sitio de investigacion estética (p. 47), en una oportunidad para la exposición de la intimidad que busca romper la alienación de la experiencia (p. 48).

A fin de detallar mi análisis, me gustaría centrarme aquí brevemente, en una obra paradigmática de Lygia, particularmente relevante a la hora de desafiar las nociones clásicas de maternidad: La casa es el cuerpo: penetración, ovulación, germinación y expulsión. Presentada por primera vez en la Bienal de Venecia de 1968 se trató de una instalación donde el visitante era convocado a transitar por cada uno de los momentos aludidos por el título: el instante de la penetración donde el participante es ‘penetrado’ en un cuarto oscuro por superficies suaves; el de la ovulación donde se encuentra rodeado de figuras esféricas; la germinación en un espacio abierto con la forma de una lágrima y, finalmente, la expulsión –y no-‘nacimiento’– donde se atraviesan hilos que simulan pelos hasta, finalmente, reflejarse en un espejo deformante (Fig. 1 y 2). Los participantes eran invitados así, a ingresar a un gran útero laberíntico y recorrer esos momentos de la gestación en un camino donde sensación y acción se unían para generar la creación de un yo deformado, que surgía como resultado más de un proceso de desintegración que de uno de unidad y estabilidad.


Figura 1. La casa es el cuerpo: penetración, ovulación, germinación y expulsión


Figura 2. La casa es el cuerpo: penetración, ovulación, germinación y expulsión 

La función terapéutica del arte reivindicada siempre por Clark sugiere así la posibilidad de generar subjetividades inestables: tanto la que es resultado del parto, como la que da espacio a esa expulsión. Es un útero que protege pero que también es cárcel, que construye y destruye a la vez, un nacimiento que libera, pero que también hace a un lado cualquier posibilidad de protección. Se trata de un desafío cierto a imágenes patriarcales de la maternidad donde el cuerpo femenino es asociado a un proceso pasivo de cobijamiento de un feto que resulta en un sujeto estable. El recorrido por esta obra sugiere así un tipo de emancipación posible como intemperie, nunca como determinación cierta. Los objetos de Lygia revisten el cuerpo, lo envuelven, y son, de alguna forma, portados a la manera de una prenda. La casa es, ciertamente, una segunda piel (p. 60) pero la misma deviene medio o caja de resonancia para registar su presencia (p. 60). Es decir que las subjetividades construidas por el espectador/actor son a la vez dependientes y desafiantes de los límites, multiplicando también la diversidad de las que están en juego. En sus palabras: "La acción de tocar se ejerce sobre los propios cuerpos: pueden ser dos, tres, o más. Su número crece siempre según su desarrollo celular, que será cada vez mayor cuanto mayor sea el número de participantes" (Guagnini 2001: 14).

En una obra como La casa es el cuerpo […] el espacio resulta tanto el continente de la propuesta, como el contenido mismo: el útero contiene y genera, pero también disuelve y produce sobre el espejo una imagen deformada de cada uno de los sujetos participantes. No hay reconocimiento sobre ese espejo, solo extrañeza –o reconocimiento en la extrañeza–. En los términos en que lo expone Martínez: "El cuerpo que aparece aquí como "abrigo poético" debía ser penetrado por los participantes y entrar en distintos compartimentos a los que denominaba "penetración", "ovulación", "germinación" y "expulsión", espacios en los que experimentaban diversas sensaciones como la pérdida del equilibrio o de deformación, y de esta forma rescataban la vivencia intrauterina". (Martínez 2000: 325).

Es la memoria del cuerpo, a través de esos objetos capaces de hacer revivir sensaciones, deseos, fantasías, dramas olvidados, trayendo a la conciencia experiencias difíciles de verbalizar (p. 326). Es el cuerpo femenino desestabilizado, pero también como desestabilizador radical. Pero, la desintegración deviene aquí un elemento necesario para encarar la transformación de la subjetividad, no mera causa de pasividad (Best, 2011: 61). En palabras de Best: "los que podrían ser llamados los peligros de la intimidad –vulnerabilidad, intrusión, pérdida de la libertad– son también evocados aquí" (p. 63). No hay evidencia alguna de la romantización de la vida intrauterina –y por lo tanto de la representación de la maternidad– en términos de unidad, certeza o nodo de una perfección fatalmente destinada a ser añorada. Surge en cambio la representación de un pasado intrauterino marcado por la falta, la falla, el deshacer más que el hacer. De la propia maternidad, también, como una superposión productiva entre construcción y destrucción. Se trata de un sujeto paradigmáticamente precario con una precariedad que es netamente de origen, cuyo cuerpo enigmático es a la vez propio y habitado por imaginaciones salvajes; "un sujeto que sujeta y es sujetado por él mismo y por lo tanto es activo, abierto y vulnerable al mismo tiempo; profundamente dependiente de los cuerpos ajenos" (p. 66). Así, cada una de las etapas de La casa es el cuerpo […] define una tactilidad esferas, pelos, telas suaves, que en contacto con lo visual –el reflejo deformado sobre el espejo final– generan un proceso de construcción/destrucción de la subjetividad sostenida en la inestabilidad de lo corporal.

La propuesta de esta obra de Clark no parece ser marginal. De hecho, en el mismo año 1968 algunos de sus trabajos centrales tales como Nostalgia del cuerpo: diálogo, Máscara abismo y Guantes sensoriales se centraron en el redescubrimiento del tacto llevando a los participantes, por ejemplo, a ponerse "guantes de diferentes materiales con los que debían tomar bolas de distintos tamaños, texturas y pesos, para terminar con la mano desnuda" (Martínez, 2000: 324). La artista señaló que se trataba "de experimentos colectivos en los que el objeto quedaba abolido y la persona, célula de una arquitectura biológica constituida por su propio cuerpo, se convertía en objeto de su propia sensación" (p. 324).

Tal como ha señalado Cámara al referise a una serie paradigmática como Bichos (1960-1963) (Fig. 3):

Figura 3. Bichos 

Es la fricción sensual entre la superficie plana y fría del "Bicho" y la piel tibia del espectador, la ubicación y la espacialidad de los objetos, el carácter de ritual abierto y lúdico que proponía la experiencia estética lo que debía conducir al espectador a recuperar un conjunto de percepciones olvidadas en el mundo cotidiano (Cámara, 2007: 5).

Pero,

el tacto y la danza debían complementarse con una gestualidad y un movimiento específicos y debían ejecutarse en espacialidades previamente determinadas, si lo que se deseaba era producir una resemantización del cuerpo del espectador para dotarlo de nuevas significaciones críticas a través de una liberación de su sensibilidad.(Ídem)

Justamente en relación con Bichos Clark misma escribió: "Yo le daba el nombre de "bichos", pues su carácter era fundamentalmente orgánico. Además, la bisagra de ensamblaje entre los planos, me recordaba una espina dorsal" (Martinez, 2000: 324): es decir, un eje, un punto de partida para la acción nacido de la fricción abierta y lúdica.

Es difícil olvidar aquí que Lygia recibió una influencia notable por parte de Roberto Burle Marx con quien estudió tempranamente arquitectura de jardines (p. 322). El cuestionamiento dirigido hacia la diferencia entre lo natural y lo artificial, entre lo volátil y lo firme, o entre lo orgánico y lo inorgánico seguramente evoca los principios marxianos que definen sus jardines en tanto "obras vivas", orgánicas, cuerpos. En consonancia con esta visión al referirse justamente a El cuerpo es la casa la artista señaló: "Así se desarrolla una arquitectura viva, en la cual el ser humano, a través de su expresión gestual, construye un sistema biológico que es un verdadero tejido celular" (Guagnini 2001: 14).

Sus obras aspiran a que en el acto de aprehensión, el redescubrimiento táctil induzca una suerte de trauma estimulante. No uno de carácter paralizante, sino uno que dispare la acción redefinida gracias al papel del tacto como desestabilización y construcción a la vez. Pero, ¿cómo se establece la relación entre el tacto y la vista?, ¿qué papel cumple este vínculo en la reconceptualización de la idea de agencia? En el caso específico de la experiencia del pasado reciente latinoamericano, estas preguntas se tornan centrales en tanto llevan a establecer una nueva matriz bajo la cual evaluar los desplazamientos entre agencia y ‘victimidad’. Y es allí donde las indagaciones del giro afectivo sobre esta cuestión resultan de inevitable reconstrucción.

3. Tacto

En uno de los textos fundacionales del giro afectivo, Eve Kosofsky Sedgwick afirmaba:

el sentido del tacto hace que no tenga relevancia ninguna una conceptualización dualista de la agencia y la pasividad: tocar es siempre ser alcanzado, acariciar, elevar, conectar, envolver, y también entender a otras personas o fuerzas naturales en tanto involucradas en el mismo proceso (kosofsky Sedgwick, 2003: 14).

Efectivamente, lo que el giro ha discutido es que la presencia de los afectos implica una disolución de la distinción entre un polo activo y otro pasivo: el sufrimiento no implica ya pasividad; el trauma no resulta ya en el exclusivo ensimismamiento del ego. Y es en el sentido del tacto, donde se condensa el cuestionamiento a estos límites, claves además a la hora de indagar en las estrategias para cuestionar los modos clásicos de entender la distinción entre agencia y víctima.

Es en aquellas líneas de Sedgwick donde seguramente se encuentra la descripción más acabada de las paradojas que genera el sentido del tacto a la hora de dar cuenta de la subjetividad –y su supuesto de la oposición entre las dimensiones interna y externa–: es envolver y envolverse, elevar y elevarse, alcanzar y dejarse alcanzar. Son palabras que, además, logran captar las impresiones sugeridas por la obra de Clark donde, tal como señalamos más arriba, la subjetividad es pensada en la superposición misma entre el adentro y el afuera, entre la construcción y la disolución, entre la distancia y la cercanía. El tacto refiere justamente a la inmediatez (Paterson, 2007:2), a la pretensión de una experiencia radical desligada de proyecciones conceptuales, pero al mismo tiempo evoca la metáfora de la conexión intermitente, fugaz, precaria que se constituye en un marco ideal a la hora de discutir qué tipo de agencia/resistencia puede presentarse bajo las premisas que enmarcan las nuevas tradiciones del feminismo.

Tradicionalmente descripto en tanto un sentido poco atendido por la filosofía por ser considerado previo a todos los demás –y por ende el más primitivo– la jerarquización aristotélica lo relega consistentemente a ocupar el último lugar (p. 1) en radical contraste con la vista que logra alzarse con el podio. Sin embargo, el tacto resulta también el punto de partida para el despliegue de todos los demás sentidos (Derrida 2011: 48) con los que se encuentra estrechamente relacionado, muy particularmente en el caso de la vista: el tacto es, después de todo, la prótesis de la ceguera (Paterson 2007: pp. 46-47).

La recuperación del rol del tacto producida en los últimos años llegó junto a la convicción de que "puede establecer un vínculo empático o afectivo capaz de abrir un nuevo canal de comunicación" (p. 2). Así, el análisis que dedica a la cuestión Jean-Luc Nancy resulta en este sentido fundacional. En Corpus y en tren de mostrar el modo en que el tacto cumple un papel central en la revisión de los límites entre el adentro y el afuera, el filósofo francés asegura "El cuerpo es certeza destrozada en pedazos" (Nancy, 2008: Loc. 123). En su planteo la exterioridad no se deriva de una alteridad que divide el yo del afuera, sino que "el afuera es el adentro" (Nancy, 2008: 3376). El tacto resulta justamente aquello que deja en evidencia el ser como ser expuesto. Es esta línea abierta por Nancy la que resulta apropiada por Jacques Derrida (2011) al señalar de manera contundente: "Tocar quiere decir aquí modificar, cambiar, desplazar, poner en cuestión, pero se trata siempre de una puesta en movimiento, de una experiencia cinética." (p. 50). Es este aspecto del tocar el que justamente nos interesa destacar aquí: se trata en definitiva de una estrategia que recupera las dos caras de la dimensión afectiva –afectar y dejarse afectar– al tiempo que recupera su dinamismo. La tactilidad no es así mera sensación (Paterson, 2007: 154), sino que funda una relación continua entre lo interno y lo externo, entre el yo y el otro, o entre el pasado y el futuro a la manera de la gestación y del nacimiento evocados por Clark.

Este proceso de revisión ha llegado también desde ciertos desarrollos de la teoría género que se han ocupado de indagar en el papel cumplido por el cuerpo en la reconstrucción de una subjetividad definida más allá de los marcos tradicionales. De alguna manera, generadas por las apreciaciones de Irigaray quien interpretó la visión como un sentido masculino y el tacto como un camino que expresa el deseo femenino (Young 2005: 69), estas aproximaciones implicaron, ya a comienzos de la década del noventa, las sugerencias de Iris Young sobre la necesidad de que la revolución de la subjetividad atienda al papel de los cuerpos y los afectos (p. 64).

A partir de esta primera senda y originados en el dictum de Donna Haraway: "¿Por qué nuestros cuerpos deberían terminar en la piel, o incluir a lo sumo otros seres encapsulados por la piel?" (Ahmed y Stacey, 2001: 1) el arco de estudios feministas dedicados a la cuestión de alguna manera deriva de la necesidad de cuestionar la distinción clásica entre mente y cuerpo y centrarse en la recuperación de la intersubjetividad en términos de intercorporalidad. Se trata de "pensar a través de la piel" (ibid.p. 1), un proceso por el cual uno toca y es tocado por otros. En este marco, el papel central otorgado a este sentido permite evitar la reificación del cuerpo y enlazarlo, centralmente, con la acción. Es así como, por ejemplo, Elizabeth Grosz (1994) encuentra en el tacto la articulación entre la recepción de información y la emisión de fluidos a través de la porosidad que inevitablemente supone. De este modo, aquella evocación derrideana redunda en un punto de partida para desplegar modos alternativos de pensar la subjetividad y la emancipación misma, en el marco de un rechazo a los argumentos que sostienen la subordinación femenina a partir de la reificación de ciertos atributos. Es decir que se ha transformado en una trama conceptual que busca dar cuenta de la acción misma más allá de una concepción teleológica y racional desplegando nuevas opciones, en particular en lo que hace a cuestiones de género. Y es allí además, donde el vínculo entre la visión y el tacto se torna central: se trata de dos polos que se guían mutuamente para impulsar la acción, una de caracter precario, incierto, desenmarcado, pero de todos modos eficaz.

Por su parte, la atención que ha recibido el segundo en los últimos años en el campo del arte resulta en gran medida del papel que cumple en la constitución de lo háptico: es decir la dimensión que establece el vínculo entre el ojo y la mano (Paterson, 2007) capaz de abrir la discusión hacia la relación entre el tacto y el movimiento. Es, justamente, esta relación presentada por la obra de Clark la que permite entrever el papel que cumplen los afectos en la constitución de la agencia.

Esta recuperación –que evoca la idea del tacto kinestésico en Husserl (Paterson, 2007: 33)– implica hacer foco en lo háptico en términos del movimiento ojo-mano (p. 85) en un marco donde se asegura que "los ojos mismos funcionan como órganos del tacto" (Ahmed y Stacey, 2001: 6). La piel como algo más que un borde y mucho menos que una coraza contenedora.

En esta matriz, las propiedades táctiles de lo estético son las que imponen el impacto afectivo a la manera del generado por Clark (p. 9): el arte es aquí pensado, al decir de Benjamin, como una experiencia tocante, remitiendo a la metáfora del tocar como una operación que implica afectar, alterar, emocionar (Benjamin, 1935: 79), es decir, mover y moverse. Es ese movimiento inestable y precario el que impacta sobre los modos de entender y encarar la acción política. No meramente la intervención política en términos generales, sino la que se produce en momentos de radical desposesión. Es en este sentido que la introducción a este debate del estatuto de la víctima resulta central.

El momento de invisibilización radical contenido, por ejemplo, en la desaparición forzada de personas obliga a hacerse ciertas preguntas capaces de liderar una reconceptualización de nociones como la de ‘resistencia’. ¿En qué medida es posible resistir en estos contextos? ¿Por qué romantizar esa posibilidad evocando una noción como la de ‘resistencia’ que resulta minada bajo las premisas ejecutadas en torno a la vulnerabilidad y la desestabilización? ¿Por qué no admitir esa transformación, para así, a partir de allí definir un nuevo espectro de nociones consistente con la transformación que ha sufrido la teoría de género en los últimos años? Y es en ese sentido que las imágenes de Paula Luttringer resultan posibles fundadoras de estos desafíos.

4. Paula

En 2004, la fotógrafa argentina Paula Luttringer presentó su muestra El lamento de los muros. Ocho años más tarde la serie Cosas desenterradas funcionó como una suerte de continuación de su propuesta revisitando la dimensión táctil, que ya había sido introducida en el primer conjunto de fotografias1 : si El lamento […] es una sucesión de imágenes de las huellas fragmentarias dejadas en los muros de los centros clandestinos de detención, Cosas […] surge de la excavación de uno de esos espacios, Club Atlético, al retratar objetos encontrados allí mismo: la huella –pensada como lo cóncavo, el sello de un pasaje anterior por una superficie– reemplazada en la segunda serie por lo convexo, la presencia radical del objeto que sobresale, que se eleva más allá de la superficie. Aquí, la dimensión táctil –destacada en ambos casos por el uso del blanco y negro–surge literalmente como huella material ineludible, pero también en tanto marca activamente buscada; es encontrada después de una labor de borramiento de lo accesorio, como práctica de la construcción de la propia subjetividad de una víctima que deja así de ser meramente pasiva. La imagen de lo táctil como definición de lo háptico implica, así, la exhibición de un proceso donde los objetos dejan de ser meramente tales para devenir extensiones de subjetividades pasadas que se enlazan de manera no lineal con las construidas en el presente.

En ambos trabajos Luttringer indaga en la naturaleza de los actos de violencia sexual cometidos en el marco y en términos de crímenes de lesa humanidad durante la última dictadura argentina. Una de las particularidades de El lamento de los muros es que la muestra está compuesta por fotografías acompañadas por los testimonios de setenta y cinco víctimas entrevistadas especialmente por la artista. Es decir que, como veremos, la voz, la imagen y el tacto se presentan como caminos que dialogan en forma constante desfiandose mutuamente. No son ya meras huellas visuales donde las texturas puestas en primer plano destacan la dimensión táctil, sino imágenes sostenidas en un punctum que emerge de las voces dirigidas hacia ese pasado como evocación.

Me gustaría traer aquí a la discusión, algunas imágenes específicas de las series, todas ellas en blanco y negro.

Las fotografías de la primera serie seleccionadas para este artículo tienen un elemento en común: todas ellas refieren en el título mismo y en la imagen que se adivina en los muros una presencia humana, no objetual. Así, El grito (Fig. 4), Hombre bala (Fig. 5), Mujer (Fig. 6) y Máscaras (Fig. 7) exhiben presencias humanas tanto de víctimas y victimarios como de instancias indecibles del horror. Las cosas olvidadas en el tiempo devienen aquí espectros humanos que acechan desde el pasado. Las marcas de subjetividad dejadas sobre esos muros deteriorados que exponen los años transcurridos, casi brutalmente, remiten así a voluntades que alguna vez estuvieron allí: la de quienes sufrieron, la de quienes torturaron y también la de quienes buscaron camuflarse –en cualquiera de las dos instancias– tras ciertas máscaras. Hay entonces una vocación por poner en foco la agencia de quienes formaron parte de esos hechos. Pero esa misma también resulta encarnada en el propio presente a través de la transcripción de las voces de las testigos.


Figura 4. El grito


Figura 5. Hombre bala


Figura 6. Mujer 


Figura 7. Máscaras

Efectivamente, tal como se señaló más arriba, uno de los elementos más llamativos de El lamento […] –que, evidentemente, remite al Muro de los Lamentos– es la incorporación como parte de la obra de fragmentos firmados de los testimonios de ex detenidas-desaparecidas recogidos por la propia Luttringer. El vínculo entre imagen y texto puntual no es nunca literal porque la serie está planteada como una suerte de totalidad. Es la presencia de la firma en cada uno de los párrafos aquello que ayuda a dar carnadura a las palabras, a transformarlas en mucho más que meras descripciones. El testimonio de Liliana Gardella transcripto en la serie dice:

Y eso te marca, es una sensación lacerante que te acompaña el resto de tu vida. Te queda el doble guión que tenés que estar todo el tiempo dándote cuenta qué es del trauma y qué es de la vida normal.Yo tengo doble trabajo en la vida. Tengo que considerar cuáles son las sensaciones que son del trauma y qué es lo que hay abajo con mucha menos intensidad y más diluido, qué es lo de la vida normal. Entonces hablo con alguien que nunca estuvo en un chupadero y ahí hago de persona normal y me doy cuenta de cuál es, y ahí le doy pie al registro normal. Esas cosas que nos pasan a todos los que fuimos víctimas de la represión.

Como epígrafe a otra de las imágenes se leen las palabras de Ana María Careaga:

Tengo marcas que se ven, y que un chiquito de 5 años te diga ¿qué es eso mamá? es difícil. Es difícil porque uno quiere ahorrarles a los hijos el sufrimiento, a uno ya no le duele. Los hijos sufren mucho con el dolor de los padres, pero uno les tiene que contestar porque es parte de nuestra historia. Uno lo contesta muchas veces: cuando está triste y tiene que explicar por qué, o cuando se queda pensando, lo contesta a veces sin palabras. Uno se pasa la vida explicándoles a los hijos lo inexplicable.

Es decir que la pérdida, la injuria o la herida son marcas que acechan en el presente pero que también obligan a la toma de decisiones en términos de intervención sobre ese mismo presente.

Hay aquí entonces una suerte de colisión productiva entre las subjetividades pasadas –en las imágenes– y las presentes –en los textos– que alejan la posibilidad de configurar la idea de pura pasividad. Al contrario, en esas voces firmadas y plantadas en tipografía de gran tamaño hay una suerte de grito colectivo que demanda al futuro marcado por las imágenes fantasmales de las fotografías.

En un giro alternativo, Corpiño (Fig. 8), Medibacha en microfilamento (Fig. 9) y Cachiporra (Fig. 10) que forman parte de la serie Cosas […], construyen una suerte de tríptico centrado en la violencia sexual. Cada uno de los objetos –los dos que representan a las víctimas y el que evoca al victimario– se destaca sobre un fondo blanco, prístino y plano que descontextualiza, adrede, a aquellas ‘cosas desenterradas’ del título. Es el objeto como una suerte de evidencia criminalística que se destaca gracias a los rastros del uso, del roce, de la violencia concreta ejercida a través de y con ellos. La diversidad de texturas es uno de los primeros elementos que salta aquí a la vista. El segundo, probablemente, el artificio de la puesta en escena: una operación que saca a la luz la presencia indudable de una voluntad, de una subjetividad que encontró, selecccionó y decidió exponer esos objetos de una manera determinada. No hay pasividad, sino una acción determinada orientada a exponer un pasado que inevitablemente marca el presente pero que no es la mera retención de una herida.


Figura 8. Corpiño.


Figura 9. Medibacha en microfilamento.   


Figura 10. Cachiporra.

En esta serie entonces, no es ya la voz articulada con la tactilidad de las imágenes lo que expone las posibilidades de acción a través de la interpretación activa de las víctimas, sino la puesta en primer plano del proceso mismo de la excavación. También, a través de otra estrategia estética la orientación hacia el pasado ejecutada por el testimonio no es ya una evocación pasiva, sino una de tipo explícitamente activo: al haber una acción para conectar el pasado y el presente a través de la excavación y selección, se abre la posibilidad de la conexión en términos de acción entre presente y futuro.

Si las imágenes de Clark traían a discusión la relación entre visión y tacto para cuestionar los límites binarios –entre ellos: actividad vs. pasividad–, aquí la suma de la voz como materialidad y de la actividad indagatoria concreta dirigida hacia el pasado refuerzan la idea de acción, esbozada en el trabajo de la brasileña. Las voces de las víctimas/testigos evocan el pasado, pero a través del acto mismo de sus testimonios públicos se desplazan hacia un espacio donde orientan sus voces hacia el futuro. La voz, efectivamente, tiene eco y enmarca las indagaciones en aquello por venir.

Tal como afirmamos más arriba, el uso del blanco y negro a lo largo de estas series destaca ineludiblemente los volúmenes, es decir, la tactilidad de las imágenes: pero la voz y la acción de la indagación en el marco de la presencia fantasmal de las subjetividades pasadas hace foco en la posibilidad de una noción de resistencia transformada. La incorporación de textos que no son explicaciones curatoriales de las imágenes, sino parte de ellas, hace lugar a las voces de las víctimas. Y es allí donde el ‘lamento’ del título deja de ser mera reproducción del estatuto de la víctima, para ubicarse en un espacio donde la exhibición de las imágenes ayuda a que las propias víctimas devengan agentes de su representación o que ‘resistan’ bajo un marco desligado de certezas.

El dolor no es, claramente aquí, un mero mecanismo desempoderador. Son los testimonios plantados bajo las imágenes como voces deícticas los encargados de superar ese modo de entender el estatuto. Pero tampoco se trata de establecer un punto de partida para exponer modos de resistencia si entendemos a esta de un modo clásico. Más bien de encontrar una manera de tomar lo vivido y su representación como punto de partida para reconfigurar la propia subjetividad en términos de una acción marcada por ese pasado, pero no por ello imposible. Es en este sentido que las series de Luttringer plantean la posibilidad de hacer a un lado la dicotomía resistencia/pasividad para introducir otros modos de pensar y de ejercer la acción. Lo que resta de este trabajo tendrá justamente como objetivo indagar en las distintas posibilidades teóricas generadas por este tipo de planteo. Comenzaremos así discutiendo la pertienencia de la idea de supervivencia, de inspiración warburgiana, que ha sido utilizada, justamente, para dar cuenta de la experiencia de las víctimas como punto de partida para abrirla a una acción emancipatoria pensada en términos no convencionales, una matriz cercana a la marcada por Paula.

Justamente, el concepto de supervivencia tal como es desarrollado por George Didi-Huberman (2012) se engarza con su lectura de las nociones centrales de los planteos de Aby Warburg, en particular los asociados a la idea de Nacheleben. Es sabido que Warburg fue quien mostró el papel de las supervivencias en la dinámica de la imaginación occidental (Didi-Huberman, 2012: 47) y es allí de donde Huberman parte para desplegar el mandato de "reorganizar el pesimismo" (p. 99): la supervivencia tras el apocalipsis –asociada a la metáfora de las luciérnagas– implica rescatar la energía revolucionaria de los desclasados bajo una nueva perspectiva (p. 25). Hubo en el pasado una sucesión de catástrofes responsables entre otras cosas de haber colapsado la lógica clásica de la subjetividad, pero esa experiencia no redunda en el escepticismo sino en un nuevo patrón para la agencia2 . En sus palabras: "La cotización de la experiencia se ha derrumbado, sin duda. Pero el derrumbamiento sigue siendo experiencia, es decir, contestación, en su movimiento mismo, de la caída sufrida" (p. 111).

El tiempo fantasmal de las supervivencias remite a lo impensado, a lo anacrónico (2009: 47) al presente tejido de múltiples pasados (p. 127) y se aleja de las certezas de la temporalidad lineal de la acción. Es allí además donde los afectos cumplen un papel central en el proceso de revivir la imagen (2009: 182). Junto a la tactilidad y la motricidad (2009: 197) los afectos constituyen la lógica de la representación que forma parte esencial del movimiento político. La propuesta de Didi-Huberman contiene así una primera intuición: el movimiento transformador de la historia puede sostenerse en una lógica alternativa –dislocada, anacrónica, afectiva– que está lejos de la pasividad denunciada por quienes se oponen a este tipo de planteos. Sin embargo, contiene también la posibilidad de la romantización de la pérdida, un elemento que claramente no comparte Luttringer y que, como veremos en la próxima sección, logran evadir Judith Butler y Athena Athanasiou.

Si bien la noción de ‘supervivencia’ logra sostener la revisión de la conceptualización dicotómica del par "agencia/victimidad" –algo fundamental para la teoría de género– se arriesga aún a caer en la fetichización de la herida, algo que Paula logra evitar al mostrar la agencia en toda su complejidad y ambivalencia: fantasmal y material, resistente y pasiva, pero nunca mero punto de partida para una emancipación postergada y radicalmente liberadora como en Didi-Huberman. En este marco la noción de resiliencia que desarrollaremos en nuestra última sección –sostenida gracias al paradigma afectivo en la disolución de distinciones tales como activo/pasivo, interior/exterior o razones/emociones– puede desplegar su influencia para cuestionar el pensamiento binario. Las imágenes de Luttringer y de Clark tienen entonces la extrema virtud de enmarcar la cuestión en una lógica problemáticamente agenciadora. No se trata de hacer a un lado la capacidad de acción, sino de pensarla desde la mera vulnerabilidad y atreverse a hacer a un lado la idea de resistencia. Tampoco de evocar el dolor en tanto promesa postergada de un futuro que, inevitablemente, verá la luz. Es momento, entonces, de volcarse sobre otras tramas conceptuales como la ofrecida por la ‘resiliencia’ capaz de dar cuenta de un necesario núcleo para la acción que es a la vez eficaz, contingente, plástico y desafiante a los límites entre lo interno y lo externo3 o entre la intimidad y lo público, elementos que caracterizan la matriz de las teoría de género más recientes.

5. Resiliencia

Planteada en términos generales la idea de resistencia alude, de alguna manera, a la preservación de una cierta identidad y de determinados objetivos considerados irrenunciables ante las presiones del poder: el fin es aferrarse a una concepción considerada justa del mundo y de sí mismo como condición de posibilidad de la acción transformadora. Bajo el marco en que venimos encarando estos problemas, remite de alguna manera a la piel entendida en tanto coraza y no como porosidad táctil. Aunque en muchas de las formulaciones se reniegue de ello, en última instancia, resulta heredera de una noción clásica de autonomía donde el objetivo es evitar la propia transformación para lograr la del mundo. Contiene, además, una dimensión espacial: se trata también de resistir a la intromisión ideológica y mantener un cierto espacio preservado como punto de partida para habilitar la acción. En términos de las imágenes de Clark remite a una división estricta entre el afuera y el adentro, lo pasivo y lo activo. En las presentadas por Luttringer a una negación de los fantasmas y de la pervivencia en los objetos encontrados del profundo daño producido.

Evaluemos ahora ciertos problemas que surgen de un tipo de reflexión sostenida en la idea de ‘resistencia’. Ciertamente, no soy la primera en mostrar algún grado de insatisfacción con esta idea ya clásica –baste recordar las objeciones de corte adorniano de Mieke Bal (2010) o el paradigma de matriz relacional3 donde se destacan Bourdieu y Butler4 –. Sin embargo, si en cada una de esas versiones se trató de señalar las fallas de un pensamiento dicotómico basado en el par poder/resistencia, en mi caso propongo abandonar la idea misma de ‘resistencia’ para reemplazarla por la de ‘resiliencia’5, un patrón que, además, permite pensar desde otra perspectiva nociones centrales como las de víctima, antagonismo, emancipación o hegemonía, a partir del cuestionamiento frontal de la preeminencia de grupos e individuos constituidos. Y se ocupa también, de hacerlo atendiendo muy centralmente a la dimensión afectiva, un aspecto que solo muy forzadamente puede ser integrado al paradigma de la resistencia.

Efectivamente, el concepto de ‘resistencia’ aún en sus versiones más sutilmente revisadas descansa de alguna manera sobre una interpretación dicotómica de la agencia que nos parece objetable. Si agencia como resistencia es lo opuesto a la coerción, ¿qué lugar resta para los mecanismos de reconocimiento que dan cuenta de la naturaleza relacional del sujeto? (Hemmings, 2013: 32). O, desde una perspectiva más específicamente política: ¿cuál es la trama detrás del señalamiento de un ideal occidental autónomo –en tanto supuestamente ejercido por mujeres occidentales blancas– presentado como deseable para otras mujeres? (p. 37). Reconocer que la agencia siempre se ejerce con limitaciones (Madhok et al., 2013: 7) –uno de los puntos contemplados por la resiliencia– no implica reducir su potencial transformador, sino revisarlo bajo un nuevo paradigma.

Las imágenes de Luttringer difícilmente dejan adivinar la actitud heroica presupuesta por la resistencia: se trata más bien de aquellos destellos descriptos por Didi-Huberman pero ajenos a cualquier resabio romántico: la presencia de las voces implica una marca de interpretación de las víctimas entendida en términos de ‘agencia retórica’ o capacidad de autorepresentación (Hesford, 2011: 153) que se aúna a la exhibición frontal de los rastros fantasmales del horror. Esos mismos rastros conservan su presencia material arrolladora en el presente gracias, entre otras cosas, al énfasis en la dimensión táctil de los objetos fotografiados: el pasado turba pero las voces anclan a futuro, marcan las subjetividades colándolas en un espacio que no puede ser descripto en términos de resignación sino de fatal plasticidad, es decir de resiliencia.

Un punto de partida posible para caracterizar la noción de esta última implica indagar brevemente en el planteo spinoziano, un marco que forma parte de los ejes fundacionales del llamado giro afectivo6: ¿qué concepción de resiliencia puede derivarse del análisis desplegado por Spinoza?7 , ¿en qué medida la clásica noción de conatus, por ejemplo, refrenda este tipo de perspectiva que cuestiona la centralidad otorgada a la resistencia?8

Recordemos que así como para Spinoza la felicidad está asociada a la posibilidad de refrendar el conatus y la tristeza a la de ver disminuir esa capacidad, bajo esta matriz y en nuestros términos la resiliencia implica poner en funcionamiento la inestabilidad y la contingencia de los afectos para aumentar la capacidad de acción sin necesidad de recurrir a nociones estáticas y encapsuladas de la subjetividad. Es en este sentido, justamente, que resulta clave la distinción que esboza entre firmeza y generosidad en el marco de lo que denomina ‘fortaleza’. Dice en el libro III:

Refiero a la fortaleza todas las acciones que derivan de los afectos que se remiten al alma en cuanto que entiende y divido a aquella en firmeza y generosidad. Por "firmeza" entiendo el deseo por el que cada uno se esfuerza en conservar su ser, en virtud del solo dictamen de la razón. Por"generosidad" se entiende aquí el deseo por el que cada uno se esfuerza, en virtud del solo dictamen de la razón, en ayudar a los demás hombres y unirse a ellos mediante la amistad. Y así, refiero a la firmeza aquellas acciones que buscan solo la utilidad del agente y a la generosidad, aquellas que buscan también la utilidad del otro (Libro III, proposición LIX, escolio)

La generosidad –que refiere a un modo de pensar la subjetividad y que no necesariamente implica un juicio moral bajo estrategias ingenuas e inmediatas– no es meramente actuar por deseo o por potencia guiada por la razón, sino hacerlo en función de la existencia de los otros, uniendo o fortaleciendo potencias por medio de la amistad. Atravesada por la lógica constitutiva de la porosidad y la plasticidad, la generosidad, marcada aquí por la esfera afectiva, refiere a la dimensión agéntica en términos sustancialmente diferentes a los de la pura firmeza: en esta superposición que encarna la resiliencia hay deseo, pero también imaginación, persistencia pero también multiplicación, hay supervivencia pero no como pervivencia de los vencidos, sino como destello. Y es allí, en esa superposición entre firmeza y generosidad, donde resulta datada la resiliencia.

La resiliencia, tal como aquí la entiendo, se sostiene en una temporalidad donde el pasado no es algo fijado para siempre (Grosz, 2004, 254), sino en constante construcción y estrictamente aliado al presente merced justamente a los enlaces afectivos. Del mismo modo, el futuro deja de ser radical para estar fuertemente vinculado al presente. Es así como no se trata solo de cuestionar los límites estrictos que se abren entre dominación/resistencia (McNay, 2000, 47) yo/ellos o el adentro/afuera –algo que resulta claramente expuesto a través de las imágenes de Clark–, sino también entre pasado, presente y futuro –que surge de Luttringer–: la centralidad otorgada al cambio bajo el paradigma de la resiliencia implica así hacer foco en su historicidad pero también en el carácter construido de la misma.

Recordemos además que en la terminología psiquiátrica la resiliencia tiene una doble cara de la que carece la resistencia: es la capacidad de los individuos expuestos a eventos negativos de mantener su funcionamiento, mientras atiende también a la posibilidad de mantenerse flexible ante los desafíos de ese mundo. Es capaz de exhibir entonces, el modo en que "nuestro sentido interno del self está conectado con el externo del mismo" (Kreuter, 2013: 20). Es decir que, a la manera del tacto, trae a debate el cuestionamiento de la distinción estricta entre lo interno –asociado tradicionalmente a la subjetividad y a la dimensión afectiva– y lo externo –vinculado a lo objetivo y a la acción–.

Si bien el objetivo compartido por las nociones de resistencia y resiliencia es, de alguna manera, indagar en las condiciones de emergencia de comportamientos subversivos (McNay 2000, 57), la segunda tiene la virtud de evitar cualquier reificación –capaz de atentar incluso contra la propia transformación–, incluso la de los afectos mismos. Pero, también resulta comprometida a hacerlo bajo la premisa de la necesidad de describir un punto de fuga a partir del cual poder explicar y explicitar esa subversión. Es decir, atender a los efectos de la precariedad sobre los modos de ejercer la acción pública.

La idea de resiliencia tal como la entiendo aquí refiere de alguna manera a una serie de conceptos que han sido desplegados en los últimos años en tren de cuestionar el paradigma de la resistencia: el de ‘supervivencia’ del modo en que es reconstruido por Didi-Huberman –presentado en la sección anterior– y el de ‘desposesión’ en los términos en que lo hacen Judith Butler y Athena Athanasiou.

Efectivamente, es también dentro de esta matriz problematizadora que recientemente estas autoras han sistematizado la noción de "desposesión" que evita las certezas que pueden resultar contenidas en la romantización de la vulnerabilidad. Desde su punto de vista, el definitivo cuestionamiento al sujeto unitario y soberano implica asumir la verdadera responsabilidad política en términos del desafío a las pretensiones del marco tranquilizador otorgado por la concepción reificada de la subjetividad (Butler y Athanasiou, 2013, ix). Por el contrario, ser desposeído por otro, afectado por y en su vulnerabilidad (p. 1) no solo genera la volatilidad de la autonomía y la autosuficiencia (p. 3), sino también el consiguiente cuestionamiento de la identidad capaz de la generación de una reterritorialización radical (p. 21). La desinstitucionalización del sujeto producida por la desposesión (p. 28) implica en sus palabras que:

somos desposeídos por otros, movidos hacia otros y por otros, afectados por otros y capaces de afectar otros. Somos desposeídos por las normas, prohibiciones, la culpa autopolicial y la vergüenza, pero también por el amor y el deseo. Al mismo tiempo somos desposeídos por los poderes normativos que definen la distribución desigual de las libertades: el desplazamiento territorial, la evisceración de los medios de vida, el racismo, la pobreza, la misoginia, la homofobia, la violencia militar" (p. 55). "Las disposiciones afectivas necesarias, continúan Butler y Athanasiou, para la responsabilidad política –rabia, indignación, deseo, esperanza- están vinculadas a lo que uno desea para los otros y no solo para uno mismo" (pp. 66-67)

en un marco donde el reconocimiento exige ser autodeconstructivo (p. 88). Es cierto, señalan, que la desposesión genera ansiedad, pero también es una nueva disposición, (p. 105) es decir una nueva manera de abrirse a la acción. Las imágenes de Luttringer son en este sentido paradigmáticas: los límites se esfuman y los afectos contradictorios se superponen, pero no por ello se adivina pasividad. Hay sin embargo, en el planteo de Butler y Athanasiou cierta insistencia en el uso de la noción de resistencia, que obtura la posibilidad de captar cabalmente lo sugerido por las imágenes que se presentan en este trabajo. Si bien en sus términos la resistencia trata, entre otras cosas, de poner en funcionamiento la práctica de autodesinstitución del sujeto (p. 146) el uso mismo del concepto de "resistencia" reivindica una polaridad que creemos al menos confusa. La política callejera, la de los cuerpos (p. 177) por la que ellas abogan no es claramente esa, sino la del espejo final del útero de Clark o la de la ropa marca por el tacto ajeno en Luttringer. La idea de resiliencia, en cambio, muestra ser capaz de atender a la dimensión de la desposesión en un marco fuertemente marcado por la dimensión afectiva; al tiempo descentrada y agrupada para la acción potencial.

Si bien concordamos en la necesidad de evitar el humanismo sentimental que está presente en los reclamos liberales (p. 114) a través de la llamada por Edelman "compulsión a la compasión", también reivindicamos aquí el rol productivo de los afectos –tanto los supuestamente positivos como el amor como de los supuestamente negativos–, algo que no parece consistente con el paradigma de la resistencia.

Soy aquí consciente de la revulsión que causa desde ciertas perspectivas la noción de resiliencia. Objetada por su raíz posmoderna y asociada a ciertas consecuencias conservadoras ha sido objeto de un rechazo sistemático por parte de quienes buscan reafirmar la potencia transformadora de una subjetividad estrictamente autónoma. Es en este sentido, por ejemplo, que en Resilient Life Brad Evans y Julian Reid9 han desplegado fuertes argumentos contra la utilización de la idea de resiliencia que advierten enquistada en el discurso de una amplia gama de agentes políticos –el presidente Barak Obama, Alain Badiou, agencias internacionales como el Fondo Monetario Internacional o el Banco Mundial, las perspectivas cosmopolitistas, el poshumanismo, las teorías del trauma o el discurso ecologista desplegado alrededor de la idea de sustentabilidad–.

Interpretada en sus términos como un vocablo de corte neoliberal Evans y Reid señalan que la idea de resiliencia supone una imposición de adaptación hacia los oprimidos (Evans y Reid, 2014: XII) desplegada en el marco de la centralidad otorgada a lo precario y vulnerable que refiere a un diagnóstico catastrofista del presente (p. xiii). Se trata de exigir así, a los oprimidos que exhiban su capacidad para vivir en peligro: "la inestabilidad y la inseguridad son la nueva normalidad mientras nos ponemos a tono con vivir en sistemas complejos y dinámicos que ofrecen perspectiva de control" (p. 5). En el marco de lo que ellos llaman dogmatismo posmoderno (p. 23) la lógica del peligro generaría entonces la disolución de la autoconfianza del sujeto liberal (p. 6) al que solo se le admite acomodarse al mundo (p. 42) aceptando el imperativo de no resistir a los peligros que enfrenta (p. 43). Así, afirman, el discurso liberal de la resiliencia funciona para convencer a las personas de que el sueño de una seguridad durable es imposible (p. 68).

Aquí es la ansiedad –entendida como desempoderadora– el afecto que resulta preponderante (p. 92). Al involucrarse en el debate sobre el contraste entre resiliencia y resistencia afirman: "Sin resistencia al poder, no hay creación de existencias alternativas" (p. xi).

Haciendo a un lado el debate sobre la necesaria asociación entre resiliencia y liberalismo, en lo ateniente al planteo central de Evans y Reid me interesa aquí señalar fundamentalmente dos puntos. Por un lado que las objeciones hacia la idea de resistencia, así como el diagnóstico de la vulnerabilidad contemporánea, se asientan en un programa que intenta empoderar la potencia transformadora de los sujetos bajo un marco que no es necesariamente celebrado, sino tenido como dado. El objetivo parte de la certeza de que las concepciones clásicas de autonomía no son realmente capaces de generar movimientos transformadores bajo este marco: el reconocimiento de la propia historicidad y labilidad de la subjetividad, más que cerrar abre aquí las posibilidades transformadoras –incluso sobre la propia subjetividad–. En segundo lugar, que la apelación a afectos como la ansiedad, la melancolía o incluso la depresión10 no implica, necesariamente, un retiro del mundo sino un marco para abordarlo desde un cuestionamiento radical de los mecanismos establecidos. Es más, bajo esta trama es preciso señalar algo fundamental: la idea de plasticidad o porosidad asociada a las subjetividades precarias sostenidas en la resiliencia no implica amoldarse a las circunstancias, sino simplemente dejarse alterar por ellas, aún para subvertirlas.

Observaciones como las de Evans y Reid se corresponden, ciertamente, con la tradición que entiende la constelación de conceptos marcados por la precariedad y la desposesión en tanto necesariamente desempoderadora y no como una oportunidad para revisar la idea de agencia en tanto sinónimo de autonomía, abierta, eventualmente tanto a efectos emancipadores, como a la posibilidad de la opresión. Entendemos que una reflexión sostenida en la idea de resiliencia no deriva en un camino de reafirmación de la opresión y la pasividad, sino que puede ser el punto de partida para una diversidad de programas para el feminismo, entre ellos los profundamente emancipatorios.

Desde el tipo de argumento que intento sostener aquí y bajo la guía de las imágenes de Clark y Luttringer, se abre la posibilidad de revisar los contenidos clásicos otorgados a la subjetividad bajo un marco que entiendo más apropiado para desafiar reglas establecidas como las que se imponen sobre modos de pensar la tensión entre agencia y víctima11. En los términos que se derivan del paradigma de la resiliencia, la agencia contempla la negociación de las normas y resulta sostenida en una permanente tensión con el despliegue conflictivo del reconocimiento que involucre afectos diversos: tal como señala Hemmings, la "vulnerabilidad y la precariedad evocan no solo cuidado y generosidad sino también odio y desautorización" (Hemmings, 2013: 36). Es decir que, de acuerdo con lo que marcamos unos párrafos atrás, la porosidad propia de la generosidad que circula a través de la noción de resiliencia no implica necesariamente hacer el bien. Después de todo, la agencia refiere a la negociación de narrativas en competencia, más que la afirmación de la libertad frente a la falta de reconocimiento o la oposición/opresión" (p. 42). Se trata, justamente, del tipo de negociación obligada por la porosidad a la que aluden Clark y Luttringer: en un caso, con el resultado de una subjetividad deformada pero eficaz merced al tacto, en el otro por la vía de la tensión entre voz y objeto.

Tal como la resistencia, la resiliencia es ciertamente una competencia (Hutchings, 2013: 14) o disposición en la alusión de Butler y Athanasiou. Intento aquí entonces disociarla de la posibilidad de definirla en tanto mero opuesto a la coerción entendida en términos de heteronormatividad (p. 18) para referirla a la constitución de un núcleo contingente capaz de sostener tal disposición o competencia. Implica además la posibilidad de definir un marco para reflexionar sobre la relación víctima/agencia por fuera tanto de los caminos desempoderadores, como de los negadores de la herida abriendo la posibilidad de pensar el vínculo como algo complejo, contradictorio y desposeedor en los términos de Butler y Athansiou o resiliente en los nuestros. No hay heroínas, tal como señalé más arriba, pero tampoco víctimas puras.

En una entrevista realizada a propósito de este trabajo Paula Luttringer señaló en referencia a El lamento […]:

Primero vinieron las voces, las palabras. Cuando después de muchos años entré a esos centros clandestinos retumbaron en mí los relatos de esas mujeres. Fue a partir de esas voces que comenzaron a aparecer las imágenes. Yo tengo poca memoria y las voces que resurgían me ayudaban a recordar. El recuerdo se fue construyendo de esa manera.

Así, como el recorrido establecido por el tacto y el movimiento en la obra de Clark señala la disolución de las distinciones binarias al tiempo que muestra las rupturas posibles que se generan, gracias a este patrón que olvida la constitución de un sujeto final estable y que por el contrario lo "deforma", la fotógrafa argentina abre la posibilidad de una constitución de la subjetividad a través de rastros fantasmales que tienen un caracter plenamente activo. Que se alteran a través del tiempo. Que exigen atención. Que ayudan a sacar a la luz la materialidad de la pervivencia del pasado en el presente. Que no se limitan ni a padecer ni a resistir. En definitiva que aceptan la plasticidad de su subjetividad, pero no por eso dejan de abrir la posibilidad de subvertir el presente. Un tipo de subversión entonces, que logra tornarse posible, aún en el marco de contingencia ofrecido por los desarrollos más recientes del feminismo.

Notas

1Es importante señalar que tanto El lamento […] como Cosas […] no son consideradas por Luttringer como obras terminadas, sino que la artista ha enfatizado en la entrevista realizada para este trabajo que sigue trabajando en las dos series fotográficas.

2En mi tesis de doctorado he desarrollado exhaustivamente la exigencia de una reformulación de la agencia –ya que no su renuncia– en un marco que allí describo en términos de poshistórico (Macón, 2009).

3Es importante señalar que Judith Butler en textos tempranos como Mecanismos psíquicos del poder […] ha argumentado sobre la posibilidad de caracterizar el sujeto a partir de la ‘pérdida’ (Butler, 2001: 35). Este punto de partida la ha llevado a discutir el modo en que se debería pensar la resistencia a la normalización (Butler, 2001: 100) en un marco problemático –resistencia en términos psicoanalíticos como imposibilidad de cambio y desde un punto de vista foucaultiano–.

4Para una reconstrucción de los avatares más recientes de la noción de ‘resistencia’ véase: Phillips (2006). Soy consciente de la simplificación en que redunda la caracterización de la idea de ‘resistencia’ –asociada entre otras a la de ‘desobediencia civil’– presentada en estas líneas. Autores como Michel Foucault, Antonio Negri, Pierre Bourdieu, Paolo Virno, Hannah Arendt o Jacques Ranciére han desplegado concepciones complejas y desafiantes de la relación resistencia/poder. Sin embargo, tal como argumento en otro trabajo (Macón, 2015), en esos casos la idea de resistencia, muchas veces a su pesar, se mantiene asociada a las características aquí señaladas.

5Al menos en parte del ámbito hispanoparlante el vocablo ‘resiliencia’ ha estado asociado en los últimos años a una visión new-age que tiende ciertamente a despolitizar los conflictos. No es esa la mirada que tiñe este trabajo. Se trata ciertamente, de una palabra de uso mucho más frecuente y amplio en sus contextos entre los hablantes de lengua inglesa y, por eso mismo, menos connotada. Apuesto aquí a tomar como punto de partida este uso cotidiano del vocablo para, a partir de allí, atribuirle las características específicas pertinentes para mi argumento. Agradezco a Pablo Dreizik haberme marcado la necesidad de hacer esta aclaración.

6El llamado giro afectivo no implica meramente hacer foco en la dimensión afectiva, sino también encarar su análisis desde una perspectiva desafiante de los dualismos, Así, por ejemplo, Clough, (2011: 106-109) señala: "los afectos refieren generalmente a capacidades corporales de afectar y ser afectados o al aumento o diminución de la capacidad del cuerpo para actuar, para comprometerse, o conectar". De hecho, los afectos actúan (Gregg, 2011: 2). Esto no implica compartir ciertas posturas que identifican en los afectos un natural potencial emancipatorio, sino destacar la capacidad de esta perspectiva para indagar críticamente en el rol que efectivamente cumplen. Una de las características más importantes de los afectos cuando son estudiados desde esta perspectiva es su capacidad para articular la experiencia. De acuerdo con la descripción de Ahmed: "afecto es aquello que fija, lo que sostiene o preserva la conexión entre ideas, valores y objetos" (Ahmed, 2004: 29). Sociales, inestables, dinámicos, paradójicos, los afectos resultan ser herramientas poderosas a la hora de revaluar definiciones preexistentes –y consoladoras–, particularmente en lo que concierne a la subjetividad. Clough (2011) y Gregg (2011).

7Agradezco a Daniela Losiggio haber resultado mi guía en la expedición por estos párrafos spinozianos.

8Recordemos que para Spinoza la noción de conatus en términos de la tendencia de todas las cosas a permanecer resulta central. El conatus, vinculado a la dimensión corporal, implica un esfuerzo por la autoconservación con la perspectiva, no del mantenimiento estático –al estilo de la resistencia–, sino del aumento de poder. Las definiciones que acerca Spinoza al respecto son las siguientes: "cada cosa se esfuerza, cuanto está a su alcance por perseverar en su ser" (P.III, Prop.VI) entendiendo además que es allí donde puede ser encontrada la esencia. Pero es también en los afectos donde se identifica la generación de movimiento. En sus términos: "por afectos entiendo las afecciones del cuerpo, por las cuales aumenta o disminuye, es favorecida o perjudicada, la potencia de obrar de ese mismo cuerpo, y entiendo, al mismo tiempo, las ideas de esas afecciones" (P.III, Def.III). Desde la interpretación que despliega Moira Gatens de esta sección del texto resulta prístino el modo en que es a través del conatus que se unifica afectos con imaginación (véase: Gatens y Lloyd 1999, 26).

9Agradezco a Irene Depetris Chauvin haberme acercado a esta discusión.

10En este sentido resultan centrales los trabajos de Jonathan Flatley (2008) y Ann Cvetkovich (2012).

11En su libro más reciente Sara Ahmed (2014) indaga en la noción de willful subjects como un camino para revindicar la idea de voluntad al margen de las nociones clásicas asociadas a la autonomía. Después de todo, willful refiere a la obstinación y tozudez, pero también a la lógica caprichosa de la acción. Es justamente esta línea de trabajo la que permite atender a instancias como la precariedad y la vulnerabilidad sin necesidad de recurrir a conceptos como el de resistencia ni recostarse en la pasividad señalada por Evans y Reidl.

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