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Mora (Buenos Aires)

On-line version ISSN 1853-001X

Mora (B. Aires) vol.22 no.1 Ciudad Autónoma de Buenos Aires June 2016

 

DOSSIER

Reflexiones sobre el giro afectivo en historia queer

 

Mariela Solana*

*Universidad de Buenos Aires, Facultad de Filosofía y Letras, Instituto de Filosofía "Alejandro Korn"; y Universidad Nacional Arturo Jauretche, Instituto de Estudios Iniciales.

 


Resumen

Este artículo explora el llamado "giro afectivo" en historia queer. A partir del estudio de una selección de textos de Elizabeth Freeman, Carolyn Dinshaw y Heather Love se pretende, por un lado, armar un mapa teórico que dé cuenta de la especificidad de esta nueva forma de aproximarse a la historia de la sexualidad disidente y, por otro lado, identificar algunos de sus aportes principales. Para eso, en primer lugar, se examinan los usos de una serie de figuras y metáforas que aparecen en los textos de estas pensadoras queer  para indagar cómo caracterizan el discurso histórico y la relación entre el pasado y el presente. En segundo lugar, se argumenta que la contribución central de este giro afectivo en historia queer es que logra desafiar una serie de dicotomías clásicas de la filosofía de la historia: distancia/cercanía; presencia/ausencia; identidad/diferencia; sentimientos/pensamientos.

Palabras clave: Giro afectivo; Historia de la sexualidad; Teoría queer; Emociones; Filosofía de la historia

Abstract

This paper explores the so called "affective turn" in queer history. By engaging in a close reading of selected work by Elizabeth Freeman, Carolyn Dinshaw and Heather Love, it seeks, on the one hand, to give an account of the specificities of this new way to approach the history of dissident sexuality and, on the other hand, to identify some of its key contributions. For this, this paper examines the use of certain figures and metaphors in the work of the aforementioned queer thinkers in order to understand more clearly how they characterize historical discourses and the relation between the past and the present. Secondly, it argues that the main contribution of this affective turn in queer history is that it manages to challenge a set of classic dichotomies in philosophy of history: distance/nearness; presence/absence; identity/difference; feelings/thoughts.

Keywords: Affective Turn; History of Sexuality; Queer Theory; Emotions; Philosophy of History


 

Introducción

La historia ha jugado un papel central en la emergencia y el desarrollo de los estudios queer. Esto se hace evidente, por ejemplo, en el carácter temporalmente complejo del término queer mismo, un vocablo performativo que hace referencia no solo a un pasado injurioso –recordemos que, tradicionalmente, fue empleado como un insulto– sino también a las posibilidades de resignificación a futuro1. Si el vocablo queer está marcado a fuego por la historia de sus usos y abusos, también está atravesado por fuertes cargas afectivas. Desde el dolor y el estigma invocados por el insulto a la ulterior llamada a transformar esa vergüenza en orgullo, las emociones que han teñido los significados asociados a este término son complejas y, a menudo, discordantes.

Aunque la relación entre la historia2 y los afectos3 ha estado presente en los estudios queer desde sus inicios, es en los últimos años que ha aparecido una serie de trabajos teóricos que enfatizan un aspecto particular de esta relación: el modo en que los afectos del presente pueden motivar y enriquecer el estudio del pasado. Este es el caso, por ejemplo, de la obra de la historiadora medievalista Carolyn Dinshaw, quien pretende forjar comunidades afectivas queer a través del tiempo; o de Heather Love, quien busca releer el pasado queer atendiendo a su costado más hiriente; o de la obra de Elizabeth Freeman, quien emplea la noción de "erotohistoriografía"para poner en primer plano los placeres que pueden emerger del encuentro con lo acontecido. En todas estas aproximaciones, la dimensión emotiva, sentida e incluso erótica de la relación entre el pasado y el presente aparece como un elemento insoslayable a la hora de gestar narraciones históricas alternativas sobre la sexualidad disidente.

El objetivo de este artículo es, por un lado, armar un mapa teórico que logre dar cuenta de la emergencia de este "giro afectivo" en historia queer.4 Para eso, reconstruiremos las concepciones teóricas de las autoras previamente mencionadas prestando particular atención a como figuran el conocimiento histórico y la relación entre el pasado y el presente. Por otro lado, se buscará identificar algunos de los aportes más significativos de la historia afectiva queer para la filosofía de la historia. En particular, se argumentará que sus contribuciones principales están vinculadas a los modos en que desafían una serie de dicotomías clásicas a la hora de pensar la representación histórica: distancia/cercanía; presencia/ausencia; identidad/diferencia; y sentimientos/pensamientos.

Figuras de la historia afectiva

En este apartado buscaremos reponer un estado del arte sobre la emergencia del giro afectivo en historia queer. Según Heather Love, este giro ha implicado dejar de preguntarse "¿hubo personas gays en el pasado?" para centrarse en otro tipo de interrogantes como "¿por qué nos interesa tanto saber si hubo personas gays en el pasado?" o "¿qué relaciones con estas figuras esperamos cultivar?" (Love, 2007: 31)5. El interés en la dimensión afectiva de la historia de la sexualidad disidente se hace presente en la obra de varias autoras queer como Ann Cvetkovich (2003), Carla Freccero (2006), Deborah Gould (2009), Heather Love (2007), Elizabeth Freeman (2010) y Carolyn Dinshaw (1999), entre otras. A continuación, haremos una revisión de cómo los afectos son invocados en la obra de estas autoras –en especial, de las tres últimas– y qué lugar ocupan en sus investigaciónes del pasado. Para llevar a cabo este análisis, exploraremos algunas metáforas que ellas utilizan para dar cuenta de la historia y el vínculo con el pasado. Obviamente, utilizar figuras para caracterizar la historia no es algo nuevo. Solo basta recordar los usos del personaje mítico Clío o la imagen del ángel de la historia de Walter Benjamin para hallar algunos antecedentes. El punto, como veremos, es que la invocación de estas imágenes no cumple un papel meramente accesorio sino que apunta al corazón mismo de como estas autoras conciben el discurso histórico.

Un buen punto de inicio de nuestro análisis puede ser la analogía que traza Love, en Feeling Backward: Loss and the Politics of Queer History (2007), entre la historia, como disciplina, y el mito de Odiseo. Si bien la analogía no es original –ella la retoma de Theodor Adorno y Max Horkheimer en Dialéctica de la Ilustración (1944)– sí lo es la forma en que la utiliza para repensar la historia queer. Según los autores de la escuela de Frankfurt, el relato de Odiseo y las sirenas puede servir para ilustrar la relación que la modernidad establece con los eventos del pasado.

En esta analogía, las sirenas representarían el archivo de la memoria histórica que amenaza con destruir a quien ose oír su llamado cautivador. De cara a esto, el protagonista "ofrece un modelo ideal de la relación con el pasado histórico: escúchalo pero no dejes que te destruya" (Love, 2007: 9). Como es sabido, lo que salva al héroe griego es atarse al mástil de su embarcación de forma tal que pueda escuchar el canto de las sirenas pero sin permitirse hacer nada al respecto. Al igual que él tuvo que contenerse para evitar un encuentro abrumador, la historiografía moderna plantea una relación distanciada con el pasado histórico incapaz de concebirlo como una fuerza viviente, por fuera de nuestro control, que logra tocarnos y sacudirnos en el presente. Según Love, la forma en que se logra mantener esta relación distanciada es convirtiendo lo abrumador y viviente en material de progreso –recordemos que Odiseo mira hacia atrás pero sigue avanzando hacia adelante, hacia un futuro mejor.

Otra de las imágenes utilizadas por la autora para ilustrar el miedo a enfrentarse a un pasado aflictivo proviene del relato bíblico de la destrucción de Sodoma y Gomorra. Esta historia es significativa "no solo como un relato de la violencia perpetuada contra aquellos acusados del grave pecado de la homosexualidad; también describe las consecuencias de rechazar el olvido de estas pérdidas" (p. 5). En el Génesis, se narra cómo Lot y su familia huyeron de allí alertados por los ángeles de Yahvev. El único mandato que les dieron fue no mirar hacia atrás. La mujer de Lot desobedece y, al volver la mirada, se convierte en una estatua de sal, el gran emblema de la destrucción que puede ocasionar mirar al pasado, es decir, desobedecer la demanda de olvidar lo perdido.

Lo interesante del uso que hace Love de estas figuras que miran hacia atrás –Odiseo, la mujer de Lot– es que le permiten repensar el panorama actual de los estudios y las políticas queer. Este panorama se encuentra marcado por lo que ella denomina un "giro afirmativo" basado en el imperativo de transformar la vergüenza en orgullo y en evitar la vieja compulsión al closet a través de la visibilidad –un impulso a la resignificación positiva que, como vimos en el apartado anterior, ya estaba latente en el corazón mismo del término queer. Este giro afirmativo se apoya en narraciones triunfalistas sobre los "progresos" históricos de gays y lesbianas en el siglo XX y, de esta forma, busca redimir el pasado hiriente mostrando que condujo a un presente más tolerante e inclusivo. La autora entiende el deseo de muchas personas queer de ser incluidas en la historia de la humanidad y de ser consideradas, incluso, como una parte más de los progresos obtenidos. En especial, si tenemos en cuenta que la sexología y la psicología moderna caracterizaron a los sujetos queer como intrínsecamente atrasados, ya sea porque representarían una interrupción en el desarrollo sexual "normal" del sujeto, o porque constituirían un retroceso en el progreso de la civilización occidental (acusaciones compartidas con otros sujetos marginalizados, como las personas negras, las mujeres, los aborígenes, etc.).

No obstante, propone evitar el camino habitual que transforma el dolor del pasado en material de progreso, argumentando a favor de una estrategia no redentora. De esta forma, busca detenerse en aquellos sentimientos vinculados a la experiencia de exclusión social de la homosexualidad moderna y ocuparse de aquellos textos y personajes que parecen obturar cualquier deseo de rescate por parte de los sujetos queer del presente. Para eso, armará un "archivo de sentimientos"6 a partir de la obra de escritoras como Willa Carther (1992), Radclyffe Hall (1990), etc. que logre ilustrar los costos corporales y psíquicos de la homofobia y la exclusión.

El punto es no hacer desaparecer estos sentimientos convirtiéndolos en estadios previos de un presente más tolerante y de un futuro esperanzador. Love quiere detenerse en estas representaciones negativas sin la certeza de poder ubicarlas en una narrativa triunfalista, explorando su carga negativa por el valor que tienen en sí misma, por su capacidad de contarnos algo sobre la experiencia de vivir con la injuria y no por su potencialidad de hacernos sentir que, ahora, vivimos en un mundo mejor.

Claramente, esta estrategia tiene consecuencias tanto para repensar el pasado como el presente. Por un lado, la autora quiere recuperar un pasado que, para ella, se encuentra relegado en relatos más optimistas sobre el progreso del colectivo LGBT. Pero, por otro, también quiere reflexionar sobre las exclusiones presentes que el modelo triunfalista conlleva, en especial cuando la llamada a transformar la vergüenza en orgullo genera incluso mayores vergüenzas –por ejemplo, para aquellos sujetos queer que siguen sintiendo pena o culpa a pesar de vivir en un mundo post-Stonewall [Inn (1969)], aquellos "obstinados" que resisten la demanda de reconocer que las cosas están mucho mejor. Las representaciones negativas del pasado queer pueden servir de repertorio para facilitar identificaciones vergonzantes en el presente que no encuentran acogida en las narraciones más optimistas.

Mirar hacia atrás al pasado doloroso –o, más bien, sentirlo como una fuerza que acecha y conmueve el presente– puede conducirnos, como a la mujer de Lot, a la más terrible destrucción. Y no nos referimos solamente al hastío emocional de recuperar el lado más oscuro del pasado queer sino también al dolor de reconocer que el relato progresista y las políticas afirmativas pueden generar nuevas abyecciones. Pero también puede habilitar la producción de narraciones alternativas alejadas de los modelos progresistas y complejizar, de este modo, el inventario de historias disponibles para la comunidad queer.

Si el uso de las figuras de la historia en la obra de Love tenía como fin poner bajo la lupa los modelos distanciados y progresistas de concebir la historia, propios de la historiografía moderna, Elizabeth Freeman busca contar otra versión del proceso de profesionalización de la disciplina histórica. Para eso, en Time Binds: Queer Temporalities, Queer Histories (2010), se embarca en una labor genealógica que toma como objeto de análisis a la historia misma. En su libro, busca dar cuenta de una disputa teórica y metodológica entre modelos sensoriales y cognitivos de pensar el conocimiento histórico a fines del siglo XVIII. Esta tarea la lleva a formular un modelo de contrahistoria con base en el placer que se puede derivar de las aproximaciones al pasado y que ella denominará "erotohistoriografía".

Antes de explicar qué entiende la autora por este término, reseñaremos brevemente el conflicto entre modos racionales y emotivos de comprender el pasado y los presupuestos sexuales que estos conllevan. Para trazar esta genealogía, Freeman recuerda el debate entre Thoman Paine y Edmund Burke, en 1790-1791, sobre el papel de la capacidad sensible masculina en la comprensión histórica. Según Burke, las respuestas somáticas del historiador ante las vidas pasadas constituían una vía legítima de conocimiento histórico. Sobre la base de este conocimiento yacían las identificaciones empáticas que el historiador podía experimentar en relación con personas y formas de vida pasadas. El punto del autor es que esto sucedía no solo a través de la mente sino también por medio de ataduras viscerales y respuestas somáticas que hacían del cuerpo del investigador un instrumento, a la vez, sensible y cognitivo.

Freeman sigue a Mike Goode (2009) en su argumento de que estas preocupaciones historiográficas estaban atravesadas por ciertos ideales en torno al género y la sexualidad. El encuentro carnal del historiador con el pasado corría el riesgo de dañar su cuerpo masculino. Esto se hacía evidente en panfletos e historietas de la época que figuraban la obsesión del anticuario hacia los archivos como una perversión sexual, así como también en el uso del término "bibliomanía", una expresión que connotaba un desinterés por las mujeres y un interés homoerótico en la vida de los grandes hombres. La autora sostiene que en esta batalla entre modelos de concebir la relación entre el presente y el pasado, claramente han vencido quienes creen que la historia debe ser comprendida más que sentida7 o, mejor dicho, racionalmente comprendida en vez de emocionalmente.

Frente a las concepciones racionalistas de concebir la historia, Freeman encuentra una figura alternativa para comenzar a idear un modelo de contrahistoria que no necesite evacuar su carga somática: el monstruo de Frankenstein (1818). La autora vincula la historia afectiva de Burke al monstruo de la novela de Mary Shelley en tanto este logra encarnar en su propia anatomía incoherente el encuentro corporal entre el pasado y el presente (recordemos que se trata de un monstruo conformado por partes de cuerpos ya muertos pero revivificados, posteriormente, en un todo suturado y heterogéneo). Pero, según ella, esta figura supera, incluso, la propuesta de Burke: "el monstruo de Frankenstein es monstruoso porque deja que la historia vaya demasiado lejos, al punto tal de encarnarla en lugar de meramente sentirla", al mismo tiempo que "es un emblema de las ataduras pasionales a los materiales del archivo, que eran cada vez más negadas por la metodología historicista a medida que el siglo XIX progresaba" (Freeman, 2010: 109). Afirma que la novela trata, justamente, de la relación erótica con el pasado, de encuentros y contactos entre cuerpos que pueden tener efectos vivificantes y placenteros. Es así que hemos llegado a la noción de "erotohistoriografía", "un nuevo término que puede capturar la centralidad del placer, especialmente el placer sexual, en prácticas queer de hallazgo y documentación del pasado" (ídem: xxiii). Distanciándose de otros modos de pensar la fuerza afectiva del pasado –por ejemplo, de los estudios sobre el trauma– sostiene que la historia no es solo lo que duele, como sostenía Fredric Jameson (1981), sino también lo que puede excitarnos, provocarnos y tentarnos. Así, la autora analiza una serie de libros y videos8 "que dan a entender que el gozo erótico puede ser tan potencialmente ‘histórico’ como el trauma" (p 118).

Esto no solo le permite salir de la lógica de la excepcionalidad vinculada a los acontecimientos traumáticos sino también recuperar la dimensión placentera de un archivo plagado de injurias y penas como el archivo queer. A pesar de los daños que la homofobia y la transfobia han generado, y que tanto le interesan a Love, Freeman sugiere que podemos considerarnos acechados no solo por el trauma sino también por la dicha: "residuos de afectos positivos (idilios, utopías, memorias de contactos) pueden estar disponibles para las contra- (o para-) historiografías queer" (p. 120). Una de las estéticas privilegiadas para ilustrar este tipo de erotohistoriografía es el camp que es una de las performances queer por excelencia, se caracteriza justamente por complacerse en traer de vuelta, con cierta irreverencia y de forma paródica, aquellos elementos kitsch que la cultura dominante dejó en el pasado. El camp, así, no implica solo una transgresión de las fronteras entre lo masculino y lo femenino, entre la alta cultura y la popular sino, fundamentalmente, entre el pasado y el presente.9 En estos tipos de aproximaciones el cuerpo adquiere un lugar central como medio para propiciar ese encuentro erótico con el pasado.

Para finalizar este mapa teórico del giro afectivo en historia queer, nos detendremos en la obra de la historiadora medievalista Carolyn Dinshaw para explorar una última metáfora. Nos referimos a su propuesta de efectuar un "contacto afectivo" entre los sujetos queer del pasado y el presente. La autora arranca Getting Medieval: Sexualities and Communities, Pre- and Postmodern (1999)reconociendo que lo que motivó su escritura fue un deseo queer por la historia, "un impulso a establecer conexiones a través del tiempo entre, por un lado, vidas, textos y otros fenómenos culturales excluidos de las categorías sexuales en ese entonces y, por otro lado, aquellos excluidos de las actuales categorías sexuales ahora" (Dinshaw, 1999: 1). En un texto posterior, Dinshaw sostuvo que este deseo queer por la historia la condujo a alejarse del imperativo histórico que había aprendido como historiadora profesional en Princeton y que la constreñía a ver al pasado como algo otro (Dinshaw, 2007: 177-178).

Su alejamiento de los mandatos historicistas la llevó a buscar formas de colapsar la temporalidad lineal a través de un contacto afectivo a través del tiempo. En términos propiamente historiográficos, le permitió formular una historia "contingente" en el doble sentido de la palabra, es decir, en el sentido lógico (a saber, una historia no necesaria) y en el sentido etimológico (del latín com tangere, es decir, tocar, creando una historia de yuxtaposiciones entre entidades pasadas y presentes). Esta forma contingente deja de considerar lo acontecido como cuentas de un rosario y busca, en cambio, captar el pasado en forma de constelaciones que se han formado en el presente. La figura de la constelación, de Walter Benjamin, remite a la percepción actual de luces estelares –vidas y voces pasadas– que fueron emitidas en tiempos diversos pero son captadas todas a la vez desde un momento actual. La que percibe Dinshaw está formada por luces muy heterogéneas: el movimiento lolardo (siglo XIV, Inglaterra), la literatura de Chaucer (Geoffrey, siglo XIV, Inglaterra), una prostituta travestida en el siglo XIV, la vida de la mística Margery Kempe (siglo XIV/XV Inglaterra) e incluso las emociones de Foucault al visitar los archivos o el uso del Medioevo que se hace en la película Pulp Fiction (Tarantino, 1994).

Ahora bien, es necesario ahondar en qué entiende Dinshaw por contacto afectivo. Para eso, podemos analizar el conjunto de historiadores que ella selecciona para dar cuenta de emociones similares a las suyas que pueden ser experimentadas visitando los archivos del pasado. Uno de estos personajes es Ronald Barthes, quien en S/Z (1971) afirma que la celebración de la fragmentación histórica no obtura los profundos deseos de conectarse y hasta querer tocar a quienes vivieron en tiempos remotos. En este sentido, lo afectivo remite no solo a un impulso o deseo, sino también a la capacidad de ser afectado físicamente por un otro del pasado. A su vez, la autora nombra al Michelet recuperado por Barthes (1987) quien es a menudo presentado como el escritor histórico somático por excelencia. Según Michelet, la masa histórica no es un rompecabezas a ser reconstruido sino un cuerpo a ser abrazado. El fin de la historia, por ende, no es la reproducción sino la "resurrección", es decir, hacer que el pasado cobre vida en el cuerpo del historiador (lo cual nos devuelve, nuevamente, al monstruo de Frankenstein)10. El último personaje que retoma es Michel Foucault quien, a pesar de ser considerado el gran exponente del alterismo histórico, admite haberse sentido "tocado" por aquellos hombres infames que encuentra en su archivo. En La vida de los hombres infames (1996), Foucault habla de una "vibración" que sintió al estudiar esas vidas singulares y abyectas del pasado y cómo los fragmentos que hallaba le ocasionaban un impresión física y una intensidad difícilmente pasible de ser reconstruida por medio de la escritura histórica.

Así, y a pesar de sostener que hay una radical alteridad con el pasado, Foucault reconoce sentir una conexión, una forma de vibrar junto a aquellos hombres por más imposible que esto pareciera.

A partir de la afiliación con estos historiadores, Dinshaw emplea la metáfora del contacto afectivo para caracterizar una relación con las vidas pasadas motivada ya no por una semejanza "esencial" u "objetiva" entre los sujetos pasados y presentes, sino por los deseos actuales que ella tiene de encontrar compañeros queer a través del tiempo. Hablar de una historia queer, justamente, le resulta particularmente útil para evadir el espinoso problema de ofrecer definiciones positivas de las identidades sexuales que operen como base de una conexión transhistórica. Por el contrario, le sirve para fundamentar su relato no en un contenido positivo de la identidad sexual sino en una "posicionalidad" respecto a la normativa sexual. En este sentido, la autora sigue a David Halperin (2007) en su definición de lo queer como una identidad sin esencias, como una posición negativa o una relación de oposicionalidad respecto a las normas vigentes, normas que, claramente, no son universales ni inmutables sino que varían a lo largo del tiempo (Halperin, 2007: 83).

Como veremos a continuación, esta forma de fundamentar la conexión con el pasado a partir de los afectos, deseos y placeres de las historiadoras presentes nos permitirá repensar algunas de las dicotomías clásicas que articulan la relación entre el pasado y el presente en filosofía de la historia. Si bien no podremos afirmar que el giro afectivo en historia queer efectivamente se deshaga de estos binarismos, sí intentaremos argumentar que uno de sus aportes centrales es que logra o bien problematizar estas dicotomías o bien ofrecer caminos alternativos para evitar algunas de sus limitaciones.

Aportes de la historia afectiva queer a la filosofía de la historia

Si aquello que une a las distintas teóricas exploradas en la sección anterior es la apuesta por algún tipo de vínculo afectivo con el pasado, creo que es importante preguntarnos cómo piensan la distancia histórica. El problema de la distancia entre el pasado y el presente ha dado lugar a una vasta literatura en filosofía de la historia. Por un lado, existen posturas que reivindican los beneficios epistemológicos de contar con una brecha cronológica entre el sujeto y el objeto de la investigación histórica; por el otro, también han surgido voces interesadas en pensar estrategias para acortar esa distancia y penetrar aquello que ha sido. Como hemos visto cuando analizamos la caracterización de la disciplina histórica que ofrecen Love y Freeman, la distancia histórica ha sido frecuentemente percibida como una ventaja metodológica. Para Wilhelm von Humboldt (1967), por ejemplo, las verdades históricas se asemejan a nubes que toman forma ante nuestros ojos solo gracias a la distancia (von Humboldt, 1967: 58). El historiador Johan Huizinga, por su parte, cuestionaba la denominada "historia contemporánea" argumentando que los historiadores no tiene nada nuevo que aportar a las reflexiones sobre el presente más que lo que se encuentra en los periódicos; lo que se necesita para el estudio histórico no es cercanía temporal sino "distancia, perspectiva, formas históricas bien definidas" (citado en den Hollande et al., 2011: 2).

Este tema ha vuelto a cobrar importancia en los estudios de filosofía de la historia recientemente, tal como lo demuestra la publicación de un dossier especial en el año 2011 de History and Theory dedicado al problema de la distancia histórica. En uno de los artículos de este número especial, "Rethinking Historical Distance: From Doctrine to Heuristic", Mark Salber Philips nos advierte de una tensión latente en la disciplina histórica. Él señala que por más que la historiografía haya asociado positivamente la distancia histórica a la claridad intelectual, esta asociación está vinculada a un deseo contrario, el de conectarse históricamente con su objeto de estudio. Cualquier historiador que pretenda comprender el pasado, por más distante que este sea, tendrá que pasar de un momento inicial de reconocimiento de la alteridad del pasado a un intento de comprender, aproximarse y penetrar aquello que ha sido.

En historia de la sexualidad, el problema de la distancia entre el pasado y el presente también ha producido distintas narraciones y justificaciones metodológicas. El caso, quizás, más paradigmático es el debate entre los llamados "continuistas" y "alteristas" en relación con la homosexualidad masculina. En la antología sobre historia de gays y lesbianas de 1989, Hidden from History: Reclaiming the Gay and Lesbian Past, aparecen representadas ambas propuestas en los artículos de John Boswell y David Halperin. Si, para el primero, la existencia de evidencia de formas de relaciones sexuales entre personas del mismo sexo en la Antigüedad es índice suficiente de que existieron personas gays en tiempos remotos, para el segundo el hecho de que haya una diferencia radical entre las formas pasadas y presentes de concebir las relaciones sexuales entre personas del mismo sexo es suficiente para afirmar que la homosexualidad, tal como ya la conocemos, era inexistente en sociedades premodernas y no occidentales.

Este debate –que ha sido leído como una puja entre esencialistas y construccionistas sociales o también como una batalla entre realistas y nominalistas– ha influenciado fuertemente a la historia y la teoría queer obligando a varios de sus exponentes, incluyendo algunas de las historiadoras que venimos analizando, a elegir bandos u ofrecer caminos alternativos. Cabe aclarar que, en este debate, el problema de la distancia histórica se traslada de la dimensión cronológica a la ontológica –es decir, se interroga si el paso del tiempo hace mella en la naturaleza y constitución de la identidad sexual.

Ahora bien, ¿cuál es la posición del giro afectivo en historia queer respecto al problema de la distancia histórica?, ¿cómo logra avanzar de un primer reconocimiento del carácter ajeno del pasado a producir alguna forma de conexión y comprensión de lo que ha sido?

Dinshaw es una de las autoras que responde al desafío de la distancia histórica alejándose de las posiciones de Boswell y Halperin (1989). La historiadora cuestiona lo que, para ella, es una postura esencialista en la narración de Boswell pero sin aceptar que la alteridad del pasado imposibilite las conexiones transhistóricas entre los sujetos queer. Como vimos, aquello que habilita esta conexión son los deseos presentes que motivan su escritura, su impulso de forjar una comunidad junto a otros marginales sexuales del pasado. Creo que una buena forma de entender su estrategia es a partir de las nociones de "realismo figural" y "causalidad figural" de Hayden White. En el artículo de Salber Philips que mencionamos previamente, el autor nota que el desafío de sortear la distancia histórica ha sido caracterizado de varias formas en filosofía de la historia: la idea de "resurrección" de Michelet, la noción de "tradición" de Gadamer, el concepto de "Verstehen" de Dilthey, etc. (Salber Philips, 2011: 12).

A mi entender, el figuralismo whiteano es probablemente una de las formas más sofisticadas de caracterizar este desafío y es particularmente útil para interpretar las propuestas de las historiadoras afectivas que estamos examinando. White, siguiendo a Erich Auerbach, utiliza la noción de realismo figural para comprender las operaciones figurativas que se dan no solo en la literatura sino también en la historia cuando los autores intentan presentar un relato realista acerca del pasado. El concepto de "figura" remite a aquellas prácticas literarias que establecen una relación entre dos eventos o personas de forma tal que uno de los elementos gana significado al cumplimentar el otro. En términos históricos, la idea de figuración permite transferir significado entre dos eventos que no están, necesariamente, relacionados causalmente. Esto nos conduce a una segunda idea whiteana útil para pensar la historia afectiva queer: la noción de "causalidad figural". Introduce esta idea para desarrollar una forma distintivamente histórica de conectar eventos, por fuera de cualquier teleologismo, determinismo o mecanicismo.11 Esta noción nos permite pensar los eventos históricos como consumaciones de eventos previos, pero –y esto es crucial– siempre desde un punto de vista "retrospectivo". White traza una analogía entre esta noción y la idea de la promesa. De la misma forma en que la formulación de una promesa solo es deducible de su cumplimiento y no viceversa (uno no puede deducir de una promesa que esta vaya a cumplirse), "un acontecimiento histórico dado puede ser visto como el cumplimiento de un acontecimiento anterior aparentemente ajeno y sin relación, cuando los agentes responsables de la ocurrencia del último evento lo vinculan ‘genealógicamente’ con el primero" (White, 2010: 36). Para decirlo en otros términos, no puede decirse que el evento anterior haya causado o determinado el evento ulterior, sino que son los agentes históricos de un tiempo posterior los que establecen una conexión con el evento del pasado sobre la base de sus intereses y necesidades presentes.12 En este sentido, las conexiones figurales nos hablan más de la cultura posterior que busca establecer la conexión que de la cultura previa que está siendo vinculada. Si bien no queda del todo claro que la idea de yuxtaposición –idea de la historia contingente de Dinshaw– sea asimilable a la de consumación, estas palabras de White permiten ilustrar que la forma de sortear la distancia entre el pasado y el presente no depende de vínculos objetivos ni esenciales entre los eventos o los sujetos, sino de la fuerza de los afectos, deseos y elecciones presentes.

Si bien la autora afirma que ella solo elige "en parte" su pasado –y esta aclaración la hace tras haber recibido críticas por parte de estudiantes alemanes de que su modelo era demasiado voluntarista y, por ende, demasiado americano (Dinshaw, 2001: 210)– leer su propuesta a través de la noción whiteana creo que ayuda a reconocer el papel activo y no meramente contemplativo de la escritura histórica. Esta forma de pensar la agencia de las historiadoras puede ser aplicada a cualquier representación del pasado –queer o no, afectiva o no– pero se vuelve incluso más evidente en aquellas aproximaciones –como las de Love, Freeman y Dinshaw– que explícitamente asumen la centralidad de los impulsos afectivos en la constitución y demarcación de los objetos de estudio/deseo del pasado. A su vez, permite reconocer, como ya señalaba Salber Philips, que la distancia histórica es más una cuestión retórica –i.e. estrategias textuales o estéticas empleadas por los historiadores para alcanzar efectos de cercanía o alejamiento– que un registro objetivo de una división real.

En la teoría de Love también encontramos una mirada centrada en las preocupaciones presentes, especialmente en aquellos momentos en que la autora nos advierte que tenemos que dejar de pensar al rescate histórico como si fuera un acto unidireccional: "Los críticos contemporáneos tienden a plantear al pasado como el único sitio de la necesitad, como si la práctica de la historia no estuviera motivada por un sentido de falta en el presente." (Love, 2007: 33). Si seguimos a Love, podríamos afirmar que no se trata tanto de recuperar un pasado sino de recuperarnos a nosotras mismas, aquí y ahora.

Nuestro presente depende del pasado para tener sentido y el rescate que pretendemos efectuar nos termina salvando más a nosotras que a los muertos de antaño. La distancia histórica, para ella, cruje en virtud de nuestra necesidad actual, una necesidad de constituirnos como colectivo buscando ancestros con quienes compartir el aislamiento: "La experiencia de los sujetos históricos queer no está a una distancia segura de la experiencia contemporánea; más bien, su marginalidad social y su abyección son un reflejo de la nuestra" (ídem: 32).

Sin embargo, y creo que este punto es crucial, hay un reconocimiento en estas autoras de la imposibilidad de realizar tal rescate, del carácter netamente metafórico del contacto afectivo y de las limitaciones de cualquier narrativa histórica a la hora de traer a la vida aquello que ha muerto. En este sentido, considero que no hay ingenuidad en el giro afectivo queer en lo que respecta a las posibilidades representacionales del discurso histórico y a la tarea, a menudo asignada a la historia, de reconstituir el pasado tal como ha sido. La siguiente cita de Freeman es ilustradora al respecto: "La erotohistoriografía es diferente al deseo de un pasado completamente presente, una restauración de los tiempos antiguos. La erotohistoriografía no trae el objeto perdido al presente sino que lo encuentra ya en el presente, al tratar al presente mismo como un híbrido" (Freeman, 2010: 95). En esta cita se hace evidente no solo el fracaso de la historia para recuperar el pasado real sino también una forma de concebir el presente alejado de la linealidad del tiempo homogéneo y vacío.13 Está habitado por fuerzas pasadas que lo acechan y lo afectan. Los eventos y sujetos del ayer ya se han ido pero sus residuos, sus memorias y los placeres –o penas– que nos despiertan siguen habilitando encuentros asincrónicos.14

Todo esto nos permite avanzar hacia otro de los pares dicotómicos que nos interesa problematizar: la presencia/ausencia del pasado. Freeman, por ejemplo, invoca el lenguaje de la hauntologie derridiana para dar cuenta de un pasado que no está completamente ido pero tampoco completamente presente. Carla Freccero (2006), otra medievalista que emplea el lenguaje afectivo y que sigue al filósofo francés, también se refiere a la "espectralidad" del pasado queer y a los fantasmas que habitan nuestro presente. Para Freccero, la espectralidad "describe la forma en que ‘el tiempo está fuera de quicio’; es decir, la forma en que el pasado o el futuro nos presionan con cierta insistencia o demanda, una demanda a la que debemos de alguna forma responder" (Freccero, 2006: 70). Contrapone la espectralidad a otros modelos históricos como el necrológico –que busca enterrar a los muertos, es decir, darles monumentos o tumbas para honrarlos y conmemorarlos– o el colonial –que involucra una estrategia de apropiación o control del pasado.

Estas aclaraciones nos sirven para mermar lecturas demasiado voluntaristas de la historia afectiva queer. Si antes habíamos enfatizado en la noción de causalidad figural whiteana para marcar el carácter activo de las historiadoras presentes, así como la importancia de sus intereses y deseos actuales a la hora de elegir un pasado, también hay que reconocer que hay algo que escapa a la voluntad de apropiarse del mismo. Recordemos que Dinshaw admitía que solo podía elegir "en parte" su pasado y que a Love le interesaban aquellas figuras tristes del pasado queer que parecían resistir nuestro deseo de rescatarlas. Freeman también parece preocupada por aquello que descoloca nuestro impulso de control, ya que caracteriza al placer no como el resultado de nuestra voluntad, sino como una fuerza que destella desde el pasado. Freccero, por su parte, traza una importante distinción entre la pasividad y la inacción: "el acecho es pasivo, no en el sentido de una falta de actividad sino en el sentido de abrirse a la residencia de lo otro y, de esta forma, estar atenta a la alteridad" (ídem: 90-91).

Podríamos afirmar, entonces, que la historia afectiva queer está marcada por una serie de tensiones clave: reconoce los placeres, deseos e intereses presentes que nos llevan a querer penetrar lo que ha sido, pero sin engañarse sobre las posibilidades de (re)presentar ese pasado anhelado; acepta la fuerza acechante de los fantasmas que habitan el presente pero sin caer en la ingenuidad de creer que la historia puede revivir a los muertos. Los deseos de "tocar" el pasado, de "rescatar" a los muertos o de propiciar "encuentros" adquieren toda su potencia de su sentido figural, es decir, no solo reconociéndose como metáforas que jamás podrían tener un valor literal sino también propiciando el establecimiento de conexiones figurales, en el sentido whiteano, entre el pasado y el presente. En palabras de Love: "El esfuerzo por recapturar el pasado está condenado desde el principio. Para reconstruir el pasado, nos basamos en ruinas; para traerlo a la vida, perseguimos a los muertos fugitivos" (Love, 2007: 21). La figura del muerto fugitivo es sugerente, marca la simultánea pasividad y actividad del pasado –ya no existe pero así y todo se nos aleja– así como también la imposibilidad esencial de restaurar lo que ha sido. Esta actitud lleva a Dinshaw a hacerse eco de las palabras de la historiadora Gabrielle Spiegel, quien describe la posición paradójica de simultáneamente desear la historia y reconocer su pérdida irreparable, "una ironía que me parece que es la figura misma de la historia en el siglo XX tardío" (citado en: Dinshaw, 1999: 14).

Si el contacto o encuentro que establecemos con el pasado nunca logra recuperar aquello irremediablemente perdido, ¿cómo podemos forjar algún tipo de comunidad con estos fantasmas o muertos fugitivos? Responder este interrogante nos conduce a ahondar en otra de las dicotomías que nos interesa problematizar: identidad/diferencia.

La pregunta por cómo concebir a la comunidad queer ha sido objeto de un largo debate. ¿Qué es lo que tienen en común sujetos que –ya sea por sus prácticas sexuales, su orientación sexual, su identidad de género, sus deseos o sus identificaciones– no se ajustan a lo que la normatividad sexual demanda de ellos?

¿Cómo forjar una comunidad entre quienes viven experiencias tan disímiles en relación a las normas sexuales y de género? ¿Es esta comunidad verdaderamente inclusiva o vuelve a reproducir desigualdades y jerarquías ocultas bajo el manto de la neutralidad del término queer?

Si la cuestión de la comunidad queer parece difícil de resolver en el plano sincrónico, esta cuestión adquiere incluso mayor complejidad cuando se introduce la dimensión diacrónica. ¿Qué vínculos puede tener, por ejemplo, un hombre gay del siglo XXI con un sodomita medieval? ¿Hay una relación de continuidad y desarrollo entre aquel sodomita del pasado y el hombre homosexual moderno? Y ni hablar si ese vínculo cruza las fronteras del género y la sexualidad, ¿qué vínculos podemos trazar entre una prostituta travestida del siglo XIV, un invertido del siglo XIX y una lesbiana posmoderna (solo para mencionar algunos de los astros de la constelación de Dinshaw)?

Con respecto a este punto, encontramos una tensión en las autoras analizadas. Especialmente, entre la apuesta por una comunidad queer a través del tiempo de Dinshaw y la sospecha por parte de Love ante este tipo de idealizaciones. Como vimos, el deseo queer por la historia de la primera la condujo a buscar establecer una comunidad entre los proscritos sexuales de ayer y de hoy. Sin embargo, el modo en que ella concibe esta comunidad de disidentes no puede ser enmarcada, ni desde la pura identidad, ni desde la pura diferencia entre sus miembros. Dinshaw, siguiendo a Donna Haraway, utiliza la expresión "conexiones parciales" para dar cuenta de aquello que aglutina un tipo de colectivo queer alejado del imperativo de la sangre o del linaje familiar que funciona de base para otro tipo de comunidades históricas o nacionales. La noción de conexión parcial le sirve para evitar tanto la identificación mimética como el alterismo radical y ella lo propone como una manera de esquivar las posturas extremas de Boswell y Halperin. En otras palabras, no hay una identidad esencial que sirva de denominador común para unir a la comunidad queer pero esta falta no provoca disolución sino que opera, justamente, como condición de posibilidad para forjar otro tipo de relación, un tipo de relación basado en los afectos del presente y en los aislamientos compartidos.

Como vimos, Dinshaw se hace eco de la definición de lo queer de Halperin según la cual se trata de una identidad que no tiene una esencia positiva sino que es una posición respecto a las normas. Esto le permite a la autora componer "una historia queer sin los mecanismos de la identificación, la semejanza o la filiación. Esta conexión está posibilitada no por una identidad compartida sino por una soledad compartida. Esto es un oxímoron, como lo es la comunidad queer" (Dinshaw, 2001: 204). En este tipo de comunidad la dimensión afectiva es el cohesivo central en un doble sentido: su articulación depende no solo de los deseos de la historiadora sino también de compartir la vergüenza y el asedio. El papel de la vergüenza en la conformación de comunidades queer ya ha sido objeto de importantes análisis15 pero la incorporación del plano diacrónico así como la insistencia en los deseos que motivan desde el presente marcan cierta especificidad del giro afectivo en historia queer, por lo menos tal como aparece en la obra de Dinshaw.

La historiadora agrega que el tipo de comunidad que pregona no puede ser entendida bajo la lógica de la metáfora sino de la metonimia. Mientas la relación metafórica supone procesos de sustitución de elementos, la relación metonómica está basada en la contigüidad. En este sentido, no es del todo evidente que la historia de esta autora pueda ser leída a través de la dinámica de la empatía –tal como aparecía en la historia afectiva de Burke– si entendemos esta cualidad afectiva como el acto de "ponerse en los zapatos del otro". Como vimos, su historia es una historia contingente basada en el contacto o yuxtaposición de elementos dispares e insustituibles.

Hay dos características adicionales del tipo de comunidad histórica propuesta por Dinshaw que resultan particularmente sugerentes. En primer lugar, que estos seres que se tocan colapsando el tiempo lineal incluyen entidades reales e imaginarias, personajes históricos y ficcionales. En segundo lugar, que al basarse en la idea de que no hay una línea divisoria clara y distinta entre lo normativo y lo marginal –una de las tesis defendidas en su libro– sino que ambas dimensiones se contaminan mutuamente, puede incluir grupos minoritarios pero también exponentes ortodoxos. De esta forma, la comunidad queer según ella parece deslizarse y oscilar entre el pasado y el presente, entre lo real y lo ficticio y entre lo marginal y lo hegemónico.

Pero no todas las pensadoras queer aceptan esta propuesta comunitaria. Love, por ejemplo, descree de la forma romántica –basada en el amor, la amistad o el deseo– en que ciertas historiadoras figuran su relación con los sujetos del pasado. Prefiere detenerse en aquellos momentos en que la comunión parece imposible, en las frustraciones y los quiebres en la identificación que pueden emerger del estudio del pasado. Así, recuerda que Foucault había afirmado en una entrevista que el mejor momento de un encuentro es cuando "estás poniendo al muchacho en un taxi". Esta forma de ilustrar la conexión imposible le permite a Love preguntarse ¿dónde queda el dolor y el rechazo en las comunidades idealizadas por historiadoras como Dinshaw?

¿Qué sucede si el aislamiento y la vergüenza no logran convertirse en pegamentos de la comunidad queer? Quizás no podamos forjar comunidades con todas las figuras del pasado, quizás algunas de ellas no solo nos evaden sino que su impronta triste y melancólica consiga hasta poner en dudas la fortaleza de la comunidad presente.

Love recuerda asimismo, la crítica de Valerie Traub (2002) a las historias de lesbianas que se proponen encontrar similares en los archivos del pasado. Cuestionando los deseos que motivan las narrativas históricas que miran hacia atrás como si estuvieran mirándose en un espejo, Traub sostiene que el placer que encontramos en la identificación puede conducir a un fracaso cognitivo. Para ella, la naturaleza melancólica de los estudios lésbicos es un reflejo de que no se han resuelto los dolores del aislamiento y la invisibilización histórica. En este sentido, buscar la identidad con las lesbianas del pasado puede ser otra forma de reactualizar el trauma del archivo vacío.

Si bien creemos que existe una serie de problemas que pueden derivarse de una historia mimética que busca meramente recuperar aquello que se nos asemeja, no creemos que este sea el caso de la comunidad propuesta por Dinshaw ni que su teoría lleve, necesariamente, al fracaso cognitivo. La base afectiva y no esencial que habilita las conexiones parciales aleja a este tipo de comunidad de la compulsión a la mismidad que motiva una historia de identidades comunes. El punto no es negar la diferencia en pos de la identidad sino imaginar comunidades precarias y provisorias a partir de la incertidumbre del antiesencialismo. Esto puede implicar un fracaso a la hora de conformar un grupo –y el deseo de Dinshaw de establecer contactos no implica, de por sí, un desenlace positivo– pero tampoco un fracaso en la construcción de formas de conocimiento. Para finalizar este artículo, nos preguntaremos justamente sobre la potencialidad epistémica de este tipo de historia afectiva y sobre la relación entre los afectos y el conocimiento histórico.

Cierre

En los apartados previos, hemos indagado no solo en la especificidad del giro afectivo en historia queer sino también en lo que, a nuestro entender, constituye uno de sus aportes principales: ayudarnos a revisitar una serie de dicotomías clásicas en filosofía de la historia en torno a la representación del pasado. Como cierre, nos detendremos en una última dicotomía que es posible revisar a partir de esta nueva plataforma teórica, aquella que opone los afectos al pensamiento. Si bien no es posible analizar este problema en profundidad en unas breves líneas, nos interesa culminar este artículo sosteniendo, como hicimos con las dicotomías previas, que las autoras examinadas no son ingenuas con respecto a este punto.

Cuando Love describe la emergencia de un giro afectivo en historia queer sostiene que esto implicó un cambio de foco de cuestiones epistemológicas a cuestiones afectivas. No obstante, y como pretendemos mostrar a continuación, no es del todo apropiado hablar de un cambio de foco o de un giro si con esas expresiones entendemos el acto de dejar algo atrás. Las cuestiones epistemológicas no fueron abandonadas por ninguna de las autoras que venimos trabajando sino que son reconfiguradas para atender a los modos en que la dimensión afectiva entra en juego en los procesos de investigación y representación del pasado. De esta forma, sentirse afectada por el pasado no es un obstáculo para la investigación histórica –tal como argumentaría una mirada ascética y distanciada de la disciplina– sino la condición de posibilidad para articular historias alternativas.

Creo que este es un punto clave ya que exime a estas historias afectivas de caer en posiciones sentimentalistas que celebran lo afectivo por lo afectivo en sí. Por el contrario, para estas autoras, las emociones, deseos y placeres de quienes se aproximan al pasado no son un mero accesorio o epifenómeno del relato histórico. Mas bien, son aquello que motiva el estudio, que insufla la escritura y que habilita la emergencia de nuevos interrogantes. Un buen ejemplo de la función epistémica de las emociones lo encontramos en otra de las historiadoras afectivas queer que mencionamos al principio, Deborah Gould. En Moving Politics (2009), ella describe su llanto mientras revisaba los archivos históricos del movimiento ACT UP (1989) –un archivo signado por las muertes de sus participantes a manos del sida. Sin embargo, su relato no se reduce a la mera celebración narcisista del dolor y la pena.

El duelo, más bien, operó como "una fuente de conocimiento que provocó una línea de interrogación sobre los sentimientos y el activismo que ha dado forma a este proyecto de modo fundamental" (Gould, 2009: 9). Atender a sus sentimientos le permitió, por ejemplo, reflexionar sobre la diferencia entre la pena que siente ahora y el enojo que sentía cuando ella misma era activista de ACT UP, es decir, comprender por qué el dolor estaba obturado en sus días de militancia y por qué logra emerger una vez que pasó el tiempo y ella se ha convertido de participante a investigadora de ese movimiento; lo cual sirve para repensar, también, si la distancia temporal siempre termina aplacando los sentimientos o si habilita, más bien, una reconfiguración afectiva.

Como vimos, Freeman también piensa en las posibilidades de generar conocimiento vía los afectos placenteros. Rompiendo con la clásica división del trabajo entre la mente que conoce y el cuerpo que siente, caracteriza al cuerpo como un fino instrumento sensible que posibilita el conocimiento histórico. En este sentido, el cuerpo no "representa" la historia sino que la "performa", es decir, posibilita el encuentro del pasado en el presente, que es capaz de producir cierta forma de comprensión bajo la forma de respuestas somáticas. Esta forma de pensar la relación con el pasado ve los afectos como insumos indispensables para formular performances históricas alternativas.

Al fin y al cabo, no se trata de registrar cómo la búsqueda del pasado nos conmueve sino de explorar cómo las emociones mismas mueven la escritura histórica. Las emociones, en este sentido, son más que un condimento que se le agrega al estudio histórico, son aquello que permite construir un objeto de estudio/deseo y que movilizan aproximaciones al pasado cuya potencia radica en ser simultáneamente conscientes de los deseos de conexión y de la imposibilidad radical de restaurar lo que ha sido.

Notas

1Quien analiza en profundidad la estructura temporal del término queer en tanto vocablo performativo es Judith Butler en el capítulo "Acerca del término ‘queer’" (Butler, 2005: 313-320).

2Cabe aclarar que cuando hacemos referencia a la "historia" en este artículo, no nos vamos a estar refiriendo al curso real de acontecimientos sino a los relatos sobre ese curso de acontecimientos, es decir a las estrategias verbales o visuales de (re)presentación del pasado histórico.

3La diferencia entre afectos y emociones en el giro afectivo es objeto de un largo debate. En este artículo, utilizaremos afectos en sentido amplio como un término paraguas que permite incluir emociones, deseos, placeres y sensaciones.

4En este artículo nos centraremos, específicamente, en la relación entre los afectos del presente y los objetos de estudio del pasado. No nos dedicaremos a examinar otra de las formas posibles de pensar la relación entre historia y afectos, a saber la llamada historia de las emociones (es decir, los modos en que se narran la emergencia y la transformación de los paradigmas emotivos a lo largo del tiempo). Para una reconstrucción de los aportes principales en historia de las emociones, véase la introducción a Pretérito indefinido: afectos y emociones en las aproximaciones al pasado (Macón y Solana, 2015).

5Todas las traducciones del inglés al castellano fueron realizadas por la autora de este artículo.

6La expresión "archivo de sentimientos" proviene de Ann Cvetkovich y apunta al establecimiento de "metodologías para la documentación y la examinación de las estructuras de afectos que constituyen la experiencia cultural y sirven como fundamento de las culturas públicas" (Cvetkovich, 2003: 11).

7 Freeman, a su vez, vincula la división entre comprensión y sentimiento a otra separación que marcó los albores de la profesionalización de la disciplina histórica: realidad/ficción.

8Por ejemplo, la novela de Mary Shelley que acabamos de mencionar así como el libro Orlando, de Virgina Wolf y el filme The Sticky Fingers of Time de Hilary Brougher.

9Al incluir al camp como una forma de aproximación histórica, se hace evidente que Freeman utiliza la noción de historia en un sentido bastante amplio que incluye discursos y narraciones disciplinares, pero también toda una serie de estrategias artísticas de hallazgo y documentación del pasado. Cvetkovich también reflexiona sobre la insuficiencia de modos tradicionales de armar los archivos y de pensar la metodología histórica cuando lo que se intenta es dar cuenta no solo de un pasado queer sino fundamentalmente de la estructura de sentimientos asociada a lo queer (Cvetkovich, 2003).

10Para ilustrar esta idea, Barthes nos recuerda las "migrañas históricas" de Michelet, los dolores de cabeza que sufría el historiador al narrar los horrores del pasado.

11 En este sentido, es una noción útil para repensar la historia de la sexualidad por fuera de la dicotomía realismo-nominalismo con la que tradicionalmente fue leído el debate Boswell-Halperin.

12White utiliza como ejemplo cómo la cultura renacentista se postula como consumación de la cultura clásica: "Ver un evento tal como el Renacimiento italiano como la consumación de una cultura grecolatina muy anterior (y de la serie entera de otros renacimientos que precedieron al italiano, desde el siglo VIII al XII) equivale a dirigir la atención hacia lo que es nuevo y original en la cultura renacentista más que a lo que es antiguo y tradicional en ella" (White, 2010: 37).

13Freeman utiliza una buena metáfora para referirse al acto de encontrar el pasado en el presente: "el carácter queer de estos artistas consiste en escarbar el presente por signos de energía no detonada de revoluciones pasadas" (Freeman, 2010: xvi).

14Creo que no es casualidad que las autoras que venimos trabajando también sean exponentes de otra tendencia en los estudios queer: pensar el carácter queer de la temporalidad.

15Véase, en especial, el capítulo 1 de Sedgwick (2003).

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