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Mora (Buenos Aires)

versão On-line ISSN 1853-001X

Mora (B. Aires) vol.22 no.1 Ciudad Autónoma de Buenos Aires jun. 2016

 

DOSSIER

Posafectos traumáticos. Desde el vacío de representación al pathos transformador

 

Natalia Taccetta1

1 Universidad de Buenos Aires, Facultad de Filosofía y Letras, Instituto de Filosofía "Alejandro Korn" y Universidad Nacional de las Artes, Departamento de Artes Audiovisuales.

 


Resumen

En el ámbito de la filosofía contemporánea, el denominado giro afectivo ofrece un repertorio nuevo de herramientas para la reflexión sobre el modo en que se organiza la experiencia humana y la forma en la que se tramitan emocionalmente los intercambios políticos y sociales. A estas constataciones habrá de sumarse una cuestión más: el carácter postraumático del mundo contemporáneo. Los estudios del trauma, en efecto, se vinculan de modo profundo con los afectos, pues la melancolía, el shock y la ansiedad, entre otros, constituyen afectos propios de un mundo ligado a la pérdida y el desencanto. En el ámbito de la estética, explorar estas cuestiones implica centrarse en el modo en que se producen y transmiten los afectos a través de la articulación de  imágenes que configuran entramados espaciotemporales. En este sentido, es a través de las prácticas artísticas que es posible pensar la manera en que los afectos dan cuenta de la forma que toma la experiencia en las sociedades actuales. Para ello, en este artículo, se sigue un corpus reducido de la obra de la artista argentina Diana Dowek, cuya obra, interrogada desde la perspectiva de Griselda Pollock entre otros, permitirá reexaminar la problemática de los afectos –específicamente del miedo ligado a la experiencia de la violencia de Estado– en el (in)específico ámbito del arte.

Palabras clave: Diana Dowek; Griselda Pollock; Giro afectivo; Posafectos; Posimágenes

Abstract

In the field of contemporary philosophy, the so called affective turn offers a new set of tools for thinking about how the human experience is organized and the way in which we can handle emotionally the political and social exchanges. To this we must add something else: post-traumatic character of the contemporary world. Trauma studies, in fact, are profoundly linked to affects as the melancholy, the shock and anxiety, among others. In the field of aesthetics, to explore these issues means focusing on the way they produce and transmit emotions through images that can form spatial and temporal frameworks. In this sense, through artistic practices, we might think how affects realize how we take the experience in contemporary societies. Therefore, in this article, we take a reduced group of paintings of the Argentinean artist Diana Dowek, whose work questioned from the perspective of Griselda Pollock among others, will allow us to re-examine the problem of affects -specifically experiences linked to fear in periods of state violence- in the (in)specific field of art.

Keywords: Diana Dowek; Griselda Pollock; Affective turn; After-affects; After-images


 

Introducción

En el ámbito de la filosofía contemporánea, el giro afectivo parece ofrecer un repertorio nuevo de herramientas para la reflexión sobre el modo en que se organiza la experiencia humana y la forma en que se tramitan emocionalmente los intercambios políticos y sociales. Junto a otros autores, Anna Gibbs (2010) define los afectos como "un nivel de experiencia que no puede ser traducido a palabras sin ejercer violencia"; es decir, competen a un orden ontológico diferente al de las representaciones lingüísticas y tal vez por eso posibilitan indagar sobre cuestiones que se desplazan del ámbito del lenguaje para recalar en otras esferas de negociación.

En ¿Qué es la filosofía?, Gilles Deleuze y Felix Guattari recurren a la noción de afecto para desarrollar su sentido de la estética. Señalan que el arte es "un bloque de sensaciones, es decir, un compuesto de perceptos y afectos" (1994: 163). Consecuentemente, el o la artista podría ser pensado a partir de la capacidad de inventar nuevos afectos, desconocidos u olvidados, que muestran aspectos inexplorados de la experiencia. A estas constataciones habrá de sumarse una cuestión más: el carácter postraumático del mundo contemporáneo. Los estudios del trauma, en efecto, se vinculan de modo profundo con los afectos, pues la melancolía, el shock y la ansiedad, entre otros, constituyen afectos propios de un mundo ligado a la pérdida y el desencanto.

En el ámbito de la estética, entonces, explorar estas cuestiones implica centrarse en el modo en que se producen y transmiten los afectos a través de la articulación de imágenes que configuran entramados espacio-temporales. Teniendo en cuenta la sugerencia de Georges Didi-Huberman (2007) –quien afirma que cuando se está ante una imagen se está ante el tiempo–, este artículo intentará seguir la huella del lazo entre imagen, afectos y temporalidad, asumiendo que la imago supone el producto de un trabajo, un artefacto adonde van a recalar afectos y temporalidades no siempre claramente identificables. En este sentido, es a través de las prácticas artísticas que es posible examinar la manera en que los afectos dan cuenta de la forma que toma la experiencia en las sociedades actuales.

El giro afectivo proporciona además nuevos elementos para el abordaje de la relación con el pasado traumático y lo hace desafiando tendencias dominantes. Este nuevo foco de atención no surge solamente para desplazar el interés de la significación y la estructura a través del lenguaje artístico, sino que, valiéndose de su vínculo con el psicoanálisis, por ejemplo, puede indagar sobre nuevas miradas sobre el tejido conformado por trauma, imagen y pensamiento. Siguiendo a Luigi Pareyson en Estetica. Teoria della Formatività (1954), podría afirmarse que las poéticas para enfrentar la experiencia histórica son todas legítimas; por eso, movilizan afectos positivos o negativos –como la culpa, el terror, la vergüenza, la morbidez, entre otros–, especialmente cuando están ligadas a experiencias como el exilio, la represión o el abuso.

A la luz de estas consideraciones, este artículo explora la transmisión y conformación de los afectos involucrados en la obra de la artista argentina Diana Dowek. A partir de algunas series pictóricas –como Pinturas de la insurrección de 1973, algunos de los paisajes producidos entre 1975 y 1981, y la serie Las heridas del proceso de 1985–, se vuelve ineludible abordar el vínculo entre imagen, afectividad y temporalidad, a la vez que sus obras obligan a volver sobre la relación entre el arte y la política como núcleo originario de la experiencia. Con la artista, en efecto, podría subrayarse el carácter redundante de la expresión "arte político", pues su pintura parece hacer explícito que, en tanto zoon politikón, el sujeto no tiene más alternativa que entregarse a su experiencia más propia, la política. El modo en que los artistas en general lo hacen determina una poética singular que no solo decanta en estilos diversos, sino que alude al sentido más activo de la noción de poiesis. Para Dowek en particular, el arte constituye precisamente la mediación para este pronunciamiento y permite leer una mirada sobre la historia en donde cada decisión estética encuentra su correlato en la experiencia afectiva que recuerda o que hace imaginar.

Su obra se nutre de múltiples influencias además de su propia pertenencia a una generación –nació en 1942– que debió atravesar décadas de las más turbulentas de la historia argentina reciente. Su obra está, además, ligada al cine y eso se aprecia en el modo en que compone el cuadro, dispone los elementos en la imagen, cómo equilibra luces y sombras y cómo construye puntos de vista que parecen inspirados en la toma panorámica o el plano cenital cinematográficos en los que resuenan Pasolini, Visconti y Fellini, tanto como Francis Bacon para examinar la construcción de los cuerpos.

El corpus transitado aquí involucra, además, un contexto de circulación pública muy problemático al estar signado por la violencia política de los años previos a la dictadura, el período más oscuro de esta y sus huellas en la transición democrática. De esto es muestra la totalidad de la obra de Dowek al menos entre los años 1974 y 1981. Sus pinturas se apoyan en dos centros de representación y reflexión que son el paisaje y el cuerpo, sobre los que la artista construye superficies de inscripción del poder represor y omnipresente: el cuerpo grupal de los manifestantes en Pinturas de la insurrección, el espacio abierto claustrofóbico que se cierra sobre sí mismo en Paisajes y el cuerpo humano intervenido en Las heridas del proceso. En todas las obras se percibe una reflexión sobre el cuerpo torturado, la fragmentación como predicado principal para aprehender la realidad posdictadura y las dificultades para dar cuenta del tiempo revulsivo del miedo. Sus temas, formas de composición y recursos visuales para narrar, se convierten en mecanismos de transmisión de los afectos que apelan a la capacidad del espectador para dejarse afectar por las imágenes narrativas que se le ofrecen. Vistas como conjunto, sus obras conforman un atlas tal como el poco-ortodoxo historiador del arte Aby Warburg (2005) lo pensaba, es decir, como guiado por una lógica que no sabe de cronologías ni normatividades, sino de enlaces patéticos.

Griselda Pollock señala que algunos artistas cargan con –o se hacen cargo de– las huellas de "experiencias históricas horroríficas y políticamente causadas" (Pollock, 2013: xxi). La pregunta que se puede hacer a estas prácticas, entonces, tendrá que ver con el modo en que el arte crea posimágenes (after-images para Pollock) para producir algún tipo de transformación que no implique cura o resolución, sino que ponga en evidencia los posafectos (after-affects) que quedan involucrados en la experiencia singular o colectiva. Es a partir de este interrogante que es posible "leer" la obra de Dowek valiéndose de algunas categorías que provienen de la teoría y la historia del arte, pero también de abordajes ligados a la epistemología feminista que propone Griselda. En este sentido, se partirá del modo en que se componen las obras, afectan al espectador y construyen una espaciotemporalidad que hace hincapié en la imposibilidad de representar la experiencia de modo digerible.

Siguiendo la propuesta de la artista y teórica Bracha Ettinger (1996) y la lectura que Pollock hace de sus lineamientos metodológicos, es posible enfrentarse a las obras de Dowek con "fascinancia" (fascinance), es decir, en "un encuentro de aprendizaje, prolongado, estéticamente conmovedor" (Pollock, 2013: xxii). La fascinancia parecería involucrar irresolubilidad entre la fascinación ligada a la belleza y el horror vinculado a la experiencia sublime o terrorífica. Es en este sentido, que es posible abordar las obras de la artista en tanto movilizan post-afectos y huellas del trauma, es decir, como "acontecimientos o experiencias excesivas para la capacidad de la psiquis de ‘digerir’ y para los recursos existentes de representación de abarcar" (ídem: xxii). La propuesta teórica de Ettinger y Pollock involucra el entrecruzamiento de disciplinas como la teoría feminista, la estética psicoanalítica y los estudios del trauma, entre otras. La apuesta es leer las obras de arte desde el giro afectivo teniendo presente esta desterritorialización para pensar los afectos a través de y con las obras de artista, a fin de comprender qué le ofrecen las prácticas estéticas a condiciones culturales postraumáticas como las argentinas y de qué modo las experiencias estéticas posibilitan encuentros transformacionales en la contemporaneidad (transformational para Pollock).

Imágenes históricas

Lejos de cualquier función ornamental, la pintura de Dowek asume la influencia del realismo crítico de Antonio Berni en su constante indagación sobre el poder y sus figuras. En una entrevista del año 2005, ella describe su obra del siguiente modo: "Sucede que mis series son secuencias de aquellos elementos simbólicos o metafóricos que representan la realidad del país en determinado momento y determinado lugar. Cada serie tiene su aquí y ahora" (Dowek: 2005, 64). En algunas obras, esta determinación temporoespacial será figurativa y en otras, figurada. Con infinitos matices entre ambos mecanismos, Dowek no le escapa a la responsabilidad de testimoniar e interpelar las memorias e historias oficiales para dejar aparecer la grieta que marca una cesura imposible de reapropiar.

Como se ha dicho, su obra hace un uso evidente de modos de narrar cinematográficos por lo que podría hablarse de una narrativa plásticocinética que pone en juego, precisamente, la intersección de diversos discursos artísticos e históricos. Se trata de montajes complejos que hacen funcionar las mismas operaciones que en el cine, es decir, la selección, la combinación y la fijación de la duración. Podría parecer extraño hablar de duración en relación con la bidimensionalidad del cuadro, pero sus obras abren una dimensión temporal en el espectro que va del conceptualismo al hiperrealismo para dar cuenta de las marcas de la historia. De hecho, el montaje es la forma que parece más adecuada para percibir en Pinturas de la insurrección, el modo en que se construye una secuencia, con cierto ordenamiento de los sucesos, donde las cuatro imágenes hacen aparecer el enfrentamiento entre la policía y las manifestaciones que siguieron al Cordobazo. El encuadre es prácticamente un cenital e intenta captar la arquitectura de un evento histórico completo, aunque elige deliberadamente hacerlo sin dar mayor detalle a los cuerpos. Para ello, construye una cronología compleja entre las imágenes que no indica un único sentido de lectura, y un montaje dinámico al interior de cada una de ellas. La aparición aislada de cada cuadro no podría dar cuenta de la búsqueda que la autora hace con la combinación entre simultaneidad y sucesión.

Asimismo, lejos de retóricas metafóricas o elípticas, la obra de Dowek indaga sobre la violencia y el silencio en la serie Paisajes. Con larga tradición en la pintura argentina, su paisajismo se desplaza de cualquier idealización y hasta rehúye de ciertas prerrogativas de realismo. En parte de la serie, utiliza el espejo retrovisor del auto como dispositivo para dar cuenta de la mediatización necesaria para ver la realidad y hasta para creer en ella. Propone el recorrido desde el interior de un vehículo que huye, o del que hay que huir. En un gesto cinematográfico, pinta la velocidad de la angustia sin las precisiones que podrían haberle valido la censura más brutal, dado que gran parte de la serie se produjo y expuso en plena dictadura. Por eso, en un juego dinámico entre visibilidad e invisibilidad, entre sinécdoque y metonimia, Dowek transporta afectos ligados al miedo como la ansiedad concibiendo un artilugio complejo, que introduce al espectador en el dispositivo, obligándolo a experimentar lo inexperimentable. El interior del auto y el mecanismo disruptivo de habitarlo remite a la autoridad y la violencia que hay detrás de la operación de un secuestro o la sensación de zozobra que se experimenta mientras se huye.

El juego entre visto/no visto y adentro/afuera se plasma de modo evidente en Paisaje con retrovisor II de 1975 y Atrapado con salida de la serie Alambrados de 1977. Estas obras consolidan una vía para indagar sobre esta vocación de testimoniar de una época tormentosa y traumática. Los distintos mecanismos de ocularización puestos en juego dentro de las obras, obligan al espectador a preguntarse "¿quién ve?", o más bien, "¿cómo quién veo?". En Paisaje con retrovisor II, se construye una mirada que es casi desde el interior de un auto. Atrás quedó un cuerpo al costado de la ruta. Podría pensarse que el vehículo no se detiene, como no mira atrás la protagonista de La mujer sin cabeza de Lucrecia Martel (2008) quien, segura de haber atropellado algo en la ruta, no sabe si es una persona o un perro. Por la fecha en que fue realizada la obra de la artista no es impensable que esté refiriéndose al accionar de la Triple A. El conductor del automóvil –o lo que es lo mismo, el espectador– parece huir dejando todo atrás. ¿Quién queda atrás? ¿En qué circunstancias? La huida aparece informada por el miedo que acecha al que se escapa y parece conformar un díptico entre el camino inquietante que se presenta por delante y el secreto a voces del golpe inminente.

El cadáver aparece borroso, indefinido, anónimo. Hay, evidentemente, una asunción sobre el punto de vista en esta decisión estética, un compromiso con la historia que, posiblemente, pretenda poner en evidencia la desprotección de la vida desnuda frente a la violencia del Estado y sus epifenómenos parapoliciales.

En Paisaje de 1976, Dowek se permite salir del auto. Una serie de cuerpos huyen a cielo abierto. La paleta desaturada imposibilita descubrir las individualidades, son más bien el grupo que huye; resuena como supervivencia la imagen de los fusilados de José León Suárez –tal vez filmados por Jorge Cedrón en Operación masacre (1972)– o los que serían los fugados de la mansión Seré en 1978. La fórmula del pathos de la fuga vuelve en las pinceladas indefinidas que superpone a los cuerpos y su contexto.

Como si fueran el fotograma de una película, los paisajes de la artista parecen ser las imágenes inmediatamente anteriores a la desaparición, tema que se instala en su obra como en gran parte del arte argentino a partir de entonces. Esto ocurre, definitivamente, en Atrapado con salida de 1977. Esta obra consiste, precisamente, en un alambrado roto, detrás el pasto de una posible vía de escape. El atrapado, de nuevo el punto de vista del espectador, tiene salida a diferencia del protagonista de aquel filme de Milos Forman de 1975. Allí era un psiquiátrico guiado por una enfermera perversa; aquí las figuras de autoridad sean probablemente las organizaciones parapoliciales con las que el Estado tramó la desaparición forzada de personas.

Sus obras trazan una lógica que no es estrictamente cronológica –o no necesariamente en una lectura de conjunto–, pero adquieren una profundidad filosófica interesante si se las piensa, al mismo tiempo, simultáneamente y en sucesión, es decir, anacrónicamente. La cronología se vincula a las vivencias que la autora va plasmando en su derrotero por la violencia política de ese fragmento de mundo histórico, que le tocó vivir y hace revivir en su pintura, pero el corte sincrónico-diacrónico permite unir las heridas de la pre y la posdictadura. Es así que la serie Las heridas del proceso se la puede pensar plasmando la corporalidad torturada que se instalaba desde principios de la década del setenta. En esa serie, los cuerpos femeninos aparecen desnudos con suturas grotescas y pedazos de tela cocidos a la piel. El cuerpo torturado traza un mapa de esas heridas especialmente sufridas por mujeres y las telas parecen ser las costuras desprolijas con las que se pudo seguir viviendo. Dowek parece ver el cuerpo femino como una cartografía del dolor, como lo hizo la dictadura con la ciudad, la vida pública, la memoria social. Como el cuadro Angelus novus de Paul Klee, ella mira hacia atrás y abre los ojos enormes frente las pilas de escombros que se acumulan en la historia reciente.

Postrauma, posimagen

La tesis freudiana sobre el trauma supone que este señala algo horrible pero reprimido que es, no obstante, compulsivamente reactualizado. El arte permitiría a las impresiones traumáticas aflorar a la superficie y "ser formuladas a través de articulaciones creativas" (Pollock, 2013: xxiv). Habrá en ellas huellas de la impresión traumática que se produce en la coemergencia de pasado y del presente y en la coafección sobre los afectos invocados y los revividos. Ver qué hay en juego en esta economía implica asumir que las obras de arte tienen algún poder de negociación en el ámbito de los afectos involucrados en el trauma histórico.

Eve Kosofsky Sedgwick ofrece, además, una serie de herramientas analíticas a partir de las cuales la lectura de la obra de la artista puede ser pensada como "reparativa". La filósofa está pensando en determinadas situaciones –como las ligadas a la homofobia, por ejemplo– cuya lectura implica a veces la utilización de herramientas informadas por lo que ella llama "lectura paranoica", de modo tal que están impregnadas de aquello que pretenden criticar. La lectura reparativa, en cambio, inspirada en el trabajo de Melanie Klein y Silvan Tomkins (1991), intenta escapar a la naturaleza autoconfirmatoria de los afectos. Se trata, entonces, de una crítica de cierta hermenéutica de la sospecha. El despliegue de lo "reparativo" implica pensar los afectos negativos y los modos de atravesar situaciones que podrían considerarse traumáticas, a partir de una crítica que intenta proponer caminos de reparación en vez de simplemente revelar los perjuicios provocados por las incontables situaciones contemporáneas de abuso. De esto se trata cuando Pollock intenta escapar a la tendencia "paranoica" que observa en la teoría crítica, feminista y poscolonial, que empobrece sus análisis cuando no pueden escapar a la normalización que implica la postura paranoica –que anticipa e identifica la opresión sistemática (dicho vulgarmente, suponer y reducir toda la cultura como deformada por las relaciones de poder, aunque no implica no negar esto)– y vuelve más complejo el recorrido hacia una transformación imaginativa.

La lectura reparativa, entonces, implica permitirle al espectador sorprenderse con la aparición de lo potencial, de lo posible, aun de los afectos negativos involucrados, como el miedo en la obra de Dowek. Implica soportar, precisamente, el peso de lo posible y la responsabilidad creativa que ello supone, para lidiar con afectos inesperados que emergen producto de este nuevo horizonte de expectativas. Esto, naturalmente, no desactiva las alertas frente a las marcas terroríficas ligadas a la opresión militar, patriarcal, de clase o religiosa, sino que involucra la lectura de signos de resistencia para detectar el potencial de afectos que culturalmente están velados por diversos motivos.

La potencia visual de sus obras genera ineludiblemente un espectro de afectos que obligan a repensar el modo en que se puede reconfigurar el espacio social a partir de lecturas reparativas de la opresión que no encierren al cuerpo social en una melancólica espiral del recuerdo, ni un repetitivo estado de alerta que obture el potencial político y agenciador que tienen afectos como el miedo y canales como el arte.

En este sentido, seguir la propuesta de Pollock significa aceptar que el trauma (la representación y los afectos involucrados) no está encriptado, sellado definitivamente en el inconsciente como un vacío que aparece ocasionalmente de modo fantasmal, sino que los posafectos pueden ser movilizados por las obras de arte (y la experiencia artística como tal). Esto significa que las posimágenes podrían ser comprendidas en términos de lo que Ettinger llama transport-station, es decir, vehículo pero también destino, movimiento y además detención, dialéctica y suspensión. Esta "transportación" se produce desde la intimidad psíquica que se debate entre aisthesis y trauma hacia el rol del arte para producir una nueva poiesis que permita rodear el vacío de representación dejando aparecer el pathos.

Es en este sentido, que se comprende por qué Pollock se apropia de algunas categorías del psicoanálisis en tanto "teoría del tiempo y el afecto, ambos íntimamente conectados" (Pollock, 2013: 5). Para analizar las posimágenes hace falta asumir, precisamente, que las temporalidades de la subjetividad no siguen una lógica lineal, sino que la repetición constituye una noción clave, del mismo modo que las ideas vinculadas al retorno y a la retroacción. La autora toma el concepto Nachträglichkeit, posiblemente trasladable al español como "retroactividad" y lo prefiere en relación a "acción diferida". Si la práctica del análisis es un trabajo posterior al evento traumático y en el presente se produce un encuentro transferencial, las posimágenes podrían funcionar como vehículos de este proceso que, sin tener fines precisos, produce ineludiblemente transformación. Los mecanismos por los cuales se hace posible esta transportación serán producto, precisamente, de la particularidad de los vehículos. Con las obras de Dowek no parece impensable preguntarse por las temporalidades que confluyen en ellas, al tiempo que indagar sobre la lógica de transportación que moviliza la detención y el avance que las mantiene en movimiento. Pinturas como las mencionadas aquí tienen la capacidad de retemporalizarse cada vez, es decir, con capacidad para transportar posimágenes que, ya no ligadas a la dictadura, se ligan a modos de opresión contemporáneos.

Por otra parte, hay que consignar especialmente que Pollock toma la noción de trauma a partir de su lectura lacaniana. Para esta perspectiva, el trauma es un término estructural, condición de posibilidad de la receptividad humana para y por las intensidades y afectividades no-verbales que resultan del intercambio con el mundo. La autora lo justifica del siguiente modo:

En la terminología lacaniana, lo Real –el ámbito del trauma– yace detrás y más allá de la fantasía: lo Imaginario y más allá del pensamiento: lo Simbólico. Ocurre, pero "eso" ocurre antes de que el sujeto todavía-por-ser haya desarrollado un aparato psíquico por medio del cual metabolizar el evento entrante, para traducirlo, procesarlo, imaginar con él y pensar sobre él. (Pollock, 2013: 5)

Tal como explica Pollock, en sus últimos trabajos sobre esta cuestión, Lacan reconoció la posibilidad para la reflexión psicoanalítica sobre lo que ocurre entre el trauma (lo Real) y la fantasía (lo Imaginario). Esto se ha convertido en un campo fundamental para la investigación contemporánea sobre prácticas artísticas. Ettinger se lo apropia del siguiente modo: "Vivimos, históricamente, en una era postraumática. Lo que significa asumir que venimos después de eventos de un carácter extremo tal, que desafían los modos existentes de comprensión y representación" (ídem: 5-6). De modo que solo teniendo en cuenta este carácter estructurante del trauma, podríamos habitar nuestras culturas sobresaturadas de sus efectos, pero incansables habilitadoras de nuevos afectos para acercarse a ellos. Los rastros de esta base afectiva perturbada resuenan en todo el ámbito de la cultura: en cómo se conciben los modos de socialidad humana, cómo se enfrentan las realidades postraumáticas, cómo se vehiculizan esos afectos a través de los objetos de la cultura y del arte.

Estas ideas conducen a suponer que las posimágenes conducen emociones que se ven problematizadas en el proceso del trauma y permiten comprender cómo la cadena retroactiva de lo traumático puede volverse conocida no como una cura terapéutica, sino como un proceso cultural afectivo más que cognitivo –del hiato creado por su pasaje a una forma estética que posibilite una experiencia transformadora–. De lo que se trata en definitiva es de la creación de una forma de figuración mediante la cual lo traumático puede ser afectivamente aprehendido. Esto no implica que el evento y sus afectos relacionados sean representados, sino que el exceso de representación del trauma se transforme en uno de representación en formas estéticas, esto es, que pueda ser visiblemente transitado.

Entre la fantasía y el trauma, el trabajo transformativo es una auténtica posibilidad generada a partir de las potencialidades de las prácticas artísticas que transportan sus propias condiciones de posibilidad. Es en el encuentro con la obra de arte que emergen los posafectos transformadores –de otro modo posiblemente obturados– alrededor de lo experimentado y no experimentado del trauma. No se trata de aproximaciones figurativas a la inexpresabilidad de lo sublime, sino de la emergencia y de la apertura de estos afectos –incluso negativos– que moviliza la obra de arte. La transportación se produce desde la inmovilidad a la conmoción como un movimiento poietico complejo, perifrástico más que constatativo como propone Pollock, que "rodea, evoca, buscando tocar el "eso" elusivo que estructura la subjetividad" (ídem: 7).

El trabajo que realiza el arte (o que se realiza con él) sobre el trauma se arriesga a ser traumático en sí mismo, según la autora. Puede constituir un pasaje hacia el encuentro con las huellas o bien implicar el pasaje desde ellas. En este sentido, es posible hablar de otro aspecto de la transmisibilidad de los afectos transportados por las obras de arte. Sin temor a la sobreinterpretación, no sería impensable asumir algo del potencial para trasladarse intergeneracionalmente que Walter Benjamin atribuye a la narración tanto en su texto Experiencia y pobreza de 1933 como en El narrador de 1936, aunque con matices diferentes en relación con la guerra como el trauma (aunque no es el término que Benjamin utilizaría) que marca el fin de toda experiencia.

Los posafectos junto con otros efectos permanecen en la cultura que no se ocupó de su herencia, en tanto trabajo sobre el pasado. Estos afectos se mantienen encriptados –encryptment, es el término que usa Pollock– haciendo evidente que no solo el dolor del trauma es transmisible, sino también los afectos derivados, como la culpa o la vergüenza que comprometen la transmisibilidad social en su conjunto y no solo mediante los modos de dar cuenta de la experiencia (o narrar) que Benjamin miraba con nostalgia. En este sentido, podría decirse que la obra de Dowek desencripta el miedo para generar espacios potenciales de transportación y transformación.

¿Qué puede hacer el arte con estos afectos? Indudablemente, no solo intentar desplazar el encuentro sublime con lo traumático, sino volver evidente que el trabajo con sus emociones supone una formalización creativa, poiética y afectiva que conduce a una transformación en aquellos que participan de la experiencia (incluyendo a los artistas y a los espectadores). ¿Qué puede hacer el arte con el miedo, el dolor, el sufrimiento, la violencia o la vergüenza? ¿Cómo lidian las obras de arte con la atemporalidad del trauma y la permanencia de la ausencia? ¿Cuáles son los afectos que vehiculizan la transportación?

Para pensar estos interrogantes desde una perspectiva feminista, se sigue el modo en que Pollock retoma las reflexiones de Bracha Ettinger, quien registra un giro en el arte contemporáneo hacia los compromisos estéticos con residuos traumáticos. Desde una perspectiva lacaniana que piensa lo Real como trauma psíquico estructural y a lo irrepresentable o impensable como abordable a partir del arte en el intervalo que se establece entre el trauma y la fantasía, Bracha sugiere que el proceso artístico que implica transformación es capaz de "negociar" afectos con el trauma y movilizar a los sujetos aún a partir de emociones aparentemente ligadas a la parálisis o a la inacción, como el miedo. La artista hace hincapié en la muy temprana emergencia de procesos psicoestéticos y transsubjetivos para facilitar la transmisión y transformación de los residuos y huellas de los eventos traumáticos, ya sea en términos personales como históricos. Para Ettinger esto recuerda la capacidad humana que está primordialmente (en lo Real) vinculada a la "diferencia femenina no-fálica".

El feminismo ha sido cauteloso con los reclamos de una definición específica de una diferencia femenina dado que el riesgo yace en reconfigurar una femineidad esencial –es decir, dada naturalmente– derivada de una morfología sexual, fundada en el cuerpo biológico. Ettinger, sin embargo, no quiso sentirse amedrentada por las abstraídas nociones construccionistas de género. Su teoría estética rigurosamente psicoanalítica no tiene nada que ver con esos riesgos de esencializar o naturalizar la diferencia masculino/femenino. La teoría matricial del trauma, la diferencia femenina estética y no-fálica emergió frente al trauma y el arte. (Pollock, 2013: 12)

La dupla trauma y arte se enfrenta a una consideración sobre la diferencia estética que se centra en otros aspectos de la experiencia que no se preocupan, ni por los riesgos de la esencialización, ni por el fundamentalismo de hacerlo. Es en este contexto que Bracha introduce un concepto central: el testimoniar-con estético (aesthetic-wit(h)nessing). Sugiere que en el siglo XXI se carga un enorme peso traumático y que el testimoniar-con estético en el arte constituye un vehículo de alerta que, podría agregarse, resulta privilegiado. Esto se comprende mejor si se recuerda que para Ettinger, aunque no se haya sido personalmente víctimas de la perpetración, se cargan colectivamente sus residuos traumáticos en tanto están dispersos en la espacio-temporalidad que se construye en la cultura. El arte tiene a su cargo, como se ha explicitado, iluminar nuevas posibilidad de aprehensión afectiva. Esto supone para ella que el arte conlleva transformaciones creativas potenciales apoyadas sobre la relación entre proceso estético, sensibilidad y com-pasión. "En respuesta a las preguntas éticas profundas sobre el sufrimiento humano y nuestras injurias infligidas históricamente que aparecen de modo urgente en la superficie del arte y la filosofía, la práctica estética puede poner en funcionamiento un modo de testimoniar-con estético" (ídem: 13).

En medio de la palabra anglosajona para "testigo", witness, cuya historia jurídica, filosófica y ética la coloca en un lugar de centralidad en distintos ámbitos del pensamiento desde mediados del siglo XX en adelante, Ettinger introduce una "h" que no solo suspende la grafía de "testigo", sino que habilita su desplazamiento a la aparición del "con", with, withness, sugiriendo el estar-con, estar al lado de, el compartir. Como es evidente, los paréntesis en wit(h)nessing vuelven activos los dos significados aludidos. Es así que el testimoniar-con estético –a pesar de que el juego de palabras de la traducción se diluye de modo drástico– es el resultado de un trabajo, de una entrega que supone cierta apertura al exterior al mismo tiempo que ciertos estratos de temporalidad superpuestos. Estos entramados temporales hablan de co-afección y relaciones trans-subjetivas que la autora llamaría matriciales, vinculadas a ser testigos y ser testigos-con.

Estos tejidos temporo-afectivos transportan los afectos desde la memoria y la estructura psíquica hasta las obras en donde se transforman producto de los procesos de figuración que incluso pueden conducir al disfrute o placer estético. El arte contemporáneo que se enfrenta a estas cuestiones no solo resulta ser vehículo, sino que crea estaciones donde los posafectos recalan antes de formar parte de la configuración afectiva compartida.

Posafectos poiéticos

Los posafectos generados a partir de las obras de Dowek pueden eludir la clasificación de trauma y evocar el proceso postraumático sin pensarse específicamente como traumáticas, es decir, asumiendo su carácter histórico y su fuerza para reflexionar sobre el pasado. Como quedó dicho más arriba, el trauma parece ser un exceso en la obra o su significado, que ingresa en una dinámica afectiva interna a la obra. El trauma en sí mismo es "clásicamente definido como más allá del ámbito del lenguaje y la representación; por lo tanto, un imaginario del trauma podría no ajustarse fácilmente a la lógica de la representación" (Bennett, 2005: 3). Como señala entre otros Ernst van Alphen, no es posible limitar la función del arte a la producción de placer (estético) o a la redención postraumática, dado que lo que es central en este marco es el arte en sí para desafiar, más que reforzar la distinción entre el arte (o el ámbito del discurso imaginativo) y la realidad postraumática. Es precisamente este intervalo el que se vuelve interesante para interrogar de cara a problematizar el carácter representativo y la potencia afectiva y posafectiva de determinadas obras.

Jill Bennett señala que el arte que intenta bordear el vacío de representación del trauma se comprende mejor en el modo de lo transactivo que en el de lo comunicativo. Esto significa que la obra "toca" a los espectadores sin necesariamente comunicar el "secreto" de la experiencia personal. Es decir, negocia afectivamente con los actores involucrados, sin tramitar cura o superación alguna. Esta naturaleza transactiva se comprende mejor al examinar el modo en que se produce el afecto en y a través de la obra y de qué manera es experimentado por los espectadores. Pensando de este modo es que la perspectiva deleuziana se vuelve relevante para estas páginas: el afecto es más efectivo para el pensamiento profundo sobre el pasado por el modo en que se expande en lo público –es decir, se transmite, migra, muta– y por la forma en que fuerza al espectador a comprometerse. En este sentido, Bennett recuerda que las obras que se vinculan al trauma, o mejor a culturas postraumáticas, promueven una empatía crítica y autoreflexiva como forma de compromiso adecuada. Siguiendo a Dominick LaCapra es posible sugerir el concepto de "desajuste empático" (empathic unsettlement) para describir la experiencia estética de sentir por otro y al mismo tiempo estar atento a la distinción entre las propias percepciones y la experiencia del otro. En este proceso de subjetivación/desubjetivación –para pensarlo en los términos en que Giorgio Agamben (2014) plantea la lógica del testimonio– que la obra como poiesis se hace posible. En el hiato entre estas dos instancias, en el desajuste, en el anacronismo, que los afectos emergen como contingentes y necesarios al mismo tiempo.

Lo que hace el afecto es producir una experiencia somática en tiempo real, ya no encuadrada en el ámbito de una representación. Este desplazamiento por "fuera" de cualquier referencialidad obliga al arte que lidia con lo traumático a resistir este proceso. En el caso de las obras de Dowek, esto no implica la narrativización de la experiencia traumática, sino la impresión del trauma como huella. Es así que no conlleva solamente la lectura del significado de la obra, sino la posibilidad de convertirse en testigo y transmisor, o incluso transporte y estación de los afectos.

Los afectos transmitidos por las obras de la artista se producen –como querría Deleuze– como intensidad. A través de decisiones formales que disparan la dimensión afectiva del cuadro, más que mediante significados narrativamente identificables. Las obras aquí referidas habilitan economías emocionales abriéndose a la espacio-temporalidad que ellas mismas inauguran. Los afectos movilizados tienen la virtud de volver al presente las emociones representadas. El trabajo conceptual implicado en el acto de la memoria y en el trabajo sobre los eventos traumáticos supone una distancia perceptiva que deja espacio para un entramado de afecto y de pensamiento en el que no compiten, sino que se complementan para dar cuenta de la memoria histórica. Las emociones tienen la posibilidad de vivir y revivir una experiencia que no es la del trauma, sino la del posafecto obligado a transitarlo y eventualmente a dar cuenta de él. Los afectos que se establecen en la relación con las obras no están precodificados por un sistema representacional que permita leer una imagen como "sobre el trauma"; estallan sobre el espectador construyendo una nueva trama que modifica afectivamente el vínculo con la historia. Las superficies de inscripción del entramado del pasado que traza la artista funcionan como dispositivos afectivos que no se subordinan a la lógica del trabajo (working through, como lo retoman los estudios del trauma), sino que sostienen un enfoque cargado de problematicidad, donde lo que se sostiene afectivamente es la irresolubilidad, la contingencia, la marca permanente sobre la memoria.

Las obras de Dowek evidencian un testimoniar-con dialéctico tal como Ettinger y Pollock lo tematizan en la medida en que conllevan la permanencia en la imposibilidad de clausurar el vínculo con la historia. Los cuerpos difusos, los espacios abiertos que generan claustrofobia, el hiperrealismo de los cuerpos cocidos, penetrados, proponen un nuevo capítulo en lo que Pollock llama "museo feminista virtual". La artista inauguraría en él un encuentro nuevo sobre el denominado "arte político", en la medida en que sus obras movilizan afectos ligados a la velocidad, al movimiento, a las tomas cinematográficas, pero también al modo en que el arte argentino se ha medido con la dictadura tanto antes, como durante y después, utilizando una retórica compleja para volver visible lo indecible.

Las series plantean un archivo por fuera de la historia del arte canónica, es decir, aquella que invoca nociones como período, estilo, nacionalidad, recursos, etc. Lo hace para inaugurar un museo virtual donde la serie se comprende de acuerdo con las ideas warburgianas de Nachleben –es decir, supervivencia, vida-después y Pathosformel –esto es, fórmula patética, fórmula del pathos–. Abordar las obras de Dowek desde estas consideraciones sobre el vínculo del arte con la historia y la emoción, implica asumir una reconfiguración de las nociones de temporalidad, espacio y archivo, al mismo tiempo que pensar una noción de poiesis para el arte que asume la inscindibilidad entre hacer y transformar, o para decirlo con las nociones de Ettinger, la indisoluble relación entre hacer y transportar. Estas ideas permiten establecer nuevos viajes por el archivo que Pollock replantea cada vez y hacen emerger una historia sin clasificaciones que hace del recorrido un camino cargado de afectos.

Warburg llamaba Pathosformel a una formulación icónica del sufrimiento y la emoción extrema, una imagen que registrara los signos afectivos del trauma propio o del otro. En estas series, la artista hace aparecer la fórmula del pathos de la historia argentina reciente a través de imágenes cargadas afectivamente en el imaginario social –la fuga, el secuestro, el cuerpo torturado, el temor a la autoridad e imágenes que convocan al pensamiento de modo incontrolable, intempestivo. Este no se deja guiar por los principios del museo convencional, sino que es propio del feminista virtual, donde las series forman un nuevo entramado que puede ser re-leído no solo trazando un sentido histórico preciso y hasta una lógica guiada por una cronología violenta, sino incluso a contrapelo, intentando leer los trazos afectivos que se continúan y repiten, las supervivencias que se reconectan y que migran de fórmula en fórmula.

Imitando el gesto warburgiano es posible intentar comprender la afectividad de la imagen como portadora de memoria corporalmente codificada de intensidades traumáticas. Con Warburg, entonces, se propone una iconología del intervalo, un método para rastrear una dimensión de la imagen que excede sus aspectos compositivos y semánticos incluso corriéndose de la mirada más pragmática con la que es posible abordar una obra de arte, la de representar y transmitir emociones o significados mediante la imagen. Se vincula a los afectos que fluyen alrededor y por la imagen en y más allá de su función como símbolo o sustituto de significaciones. Esta operación supone comprender el afecto como una vibración que escapa al sentido más asible y se parece más al modo en que Roland Barthes describe lo que de la fotografía sale a afectar al espectador. En La cámara lúcida (1980), una suerte de libro testamentario, Barthes asegura que el punctum de la fotografía sale a punzar al espectador, a herirlo, a afectarlo. La imagen, entonces, se convierte en un espacio para dar acceso a ese intervalo que yace en tensión entre los elementos simbólicos del registro. Que es, precisamente, el que suspende la clausura sobre la significación para sostener la dinámica de los afectos.

La iconología del mismo es para Warburg un método por el cual se rastrea lo que ocurre en el arte más allá de su capacidad para significar, que es posible decodificar través de las capacidades afectivas a las que los espectadores responden con un complejo de imágenes de la memoria y gestos físicos. El Zwischenraum, el espacio entre medio, el intervalo, literalmente el espacio entre espacios, alcanzado por procesos estéticos, implica un lugar entre la presión inarticulada del afecto y el pasaje por la comprensión simbólicamente articulada, necesario para la transformación del afecto en conocimiento y memoria. Lo interesante de las obras Dowek es que este proceso no se reduce a un "pasaje" –como si la tela fuera un "puente", sino que el afecto se sostiene en su fuerza rudimentaria e inasible.

Con Pollock podría decirse que este pasaje, sin embargo, produce algo de disfrute (jouissance) originario, "la dolorosa pero disfrutable intensidad del afecto a punto de convertirse en una emoción conocida y cognoscible, se pierde, para nuestra propia seguridad, sin ser suprimida por completo" (Pollock, 2013: 63). Es este sentido agrega:

El afecto estético en la práctica artística era este sentido de un Zwischenraum entre lo conocido y lo desconocido, lo dicho y lo no dicho, que traiciona y transporta un miedo psíquico o psicológico que Warburg sentía contemporáneo, que la historia del arte mortificantemente intelectual o formalista no sólo falló en registrar, sino que se rehusó peligrosamente a reconocer. (Pollock, 2013: 63)

Es a este reconocimiento al que las obras de la artista interrogan. El placer estético está en la presentificación del miedo, que no sólo reenvía a un episodio del pasado o a un relato escuchado, sino a la propia vivencia del miedo en una situación no necesariamente atravesada por la violencia de Estado, ni únicamente ligada al pasado.

Pospaisajes

Plantear el marco teórico para estas páginas implicó centrarse en la pregunta por el tiempo. Dowek parece convertirlo en el eje estético fundamental para pensar la compleja relación entre política y arte, y entre imagen e historia. La inquietud por testimoniar sus vivencias de la Argentina más turbulenta parece ir contra el tiempo cronológico de los relojes como querría Benjamin, para moverse de disrupción en disrupción, haciendo de la discontinuidad la condición de posibilidad de la emergencia del tiempo político. Sus obras no son posimágenes porque las haya producido en el contexto de la dictadura e incluso antes o después, sino porque transportan posafectos que se resisten a resolverse en la estabilidad del significado.

Es a partir de estas consideraciones que su obra permite pensar imaginaria, histórica y políticamente una transformación del tiempo a través de la imagen. Esto no se relaciona con sus propiedades artísticas intrínsecas, sino con el modo en que su apuesta reenvía a la cartografía convulsionada del pasado reciente. El montaje resulta ser la operación historiadora que abre nuevas temporalidades dentro de la obra y que construye sentidos históricos que se desvinculan de cualquier crononormatividad.Dowek convoca al espectador a hacerse cargo de lo no-inscripto, de lo desaparecido, de lo que está fuera de campo, de lo inmemorial histórico. Es este potencial propio de ella, el que tiene la obligación de exhibir las narrativas vencidas para consolidar el espacio de alguna experiencia posible. De esta forma, la artista puede ser pensada como una contemporánea en el sentido agambeniano; es decir, alguien que pertenece verdaderamente a su tiempo, pero "no coincide a la perfección con este ni se adecua a sus pretensiones", es no-actual, "pero, justamente por esto, a partir de este alejamiento y ese anacronismo, es más capaz que los otros de percibir y aferrar su tiempo" (Agamben, 2011: 18).

Ella propone el anacronismo como un desfase, es decir, como una distancia con la cual se está irrevocablemente unido. Se trata de una suerte de desplazamiento de la contemporaneidad, necesario para comprender la relación con el ahora y la conexión entre el tiempo, la historia y sus representaciones. Esta idea de contemporaneidad implica que sus obras son huellas de esta no-concordancia, que posibilita al arte "escuchar" las exigencias de la historia. La artista plantea la necesidad de atender a esa exigencia de ser uno con su tiempo, también con sus índices y signaturas, los que incluyen sentidos comunes extendidos en torno al terror y la desaparición.

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