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Mora (Buenos Aires)

versão On-line ISSN 1853-001X

Mora (B. Aires) vol.23 no.1 Ciudad Autónoma de Buenos Aires jul. 2017

 

ARTÍCULOS

Configuraciones orgiástico-literarias del Chelsea Hotel: un espacio queer antes de lo queer

 

Javier Gasparri*
María Eugenia Martí**

* Universidad Nacional de Rosario(UNR)/Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET).
** Universidad Nacional de Rosario (UNR).

Fecha de recepción: 28 de octubre de 2014.
Fecha de aceptación: 8 de octubre de 2015.

 


Resumen
Situado en el vértice entre dos décadas (1960-1970) y pensado como un aleph de los itinerarios culturales, el Chelsea Hotel constituye un cruce de coordenadas del ser y el tiempo en donde pudo llegar a materializarse la praxis vital del arte. Lo extenso de la nómina de artistas que produjeron desde o sobre sus confines suele efectuar un progresivo vaciamiento que hace perder de vista la trascendencia y la densidad significativa de esas cristalizaciones de lo que fue un quiebre en el arte y el pensamiento. A partir de una relectura de textos de Patti Smith, Allen Ginsberg y Jack Kerouac, y en consonancia con las producciones de artistas como Warhol o Mapplethorpe, trataremos de desentrañar esa identidad construida a partir de lo transitorio (de la huella imborrable del huésped temporal) que genera el imaginario de un lugar en donde "todo pasó". El Chelsea representa un espacio excesivo en donde confluyen cuerpos (humanos y textuales) disidentes en un intercambio orgiástico en el que se diseñan formulaciones marginales de la vida y la literatura en plena corrosión de las normas sexo-genéricas y de afectividad establecidas. Así, se configura no solo como núcleo de la iconoclastia urbana de la Nueva York de esa época, sino como lugar de prefiguración de la potencia subversiva queer.

Palabras clave: Chelsea Hotel; Arte y literatura norteamericana; Queer; Nomadismo

Abstract
In the vertex between two decades (1960-1970), as if it was an aleph among cultural itineraries, the Chelsea Hotel established itself as a crossroad of time and being where art's vital praxis could have been materialized. The extensive artist's list that created from inside its walls or about them, can sometimes make the transcendence and dense significance of these productions go unnoticed, even when they were breakthroughs for art and thought. On the basis of a new reading of Patti Smith, Allen Ginsberg and Jack Kerouac's texts, and in accordance with the artist's work such as Warhol and Mapplethorpe, we will try to unveil the identity built from transience (the temporal guest's indelible footprint) that creates the imaginery of a place where "it all happened". The Chelsea Hotel represents an excessive place where dissident bodies converge (both human and textual) in an orgiastic exchange, designing marginal outlines of life and literature, in full corrosion of the gender/sex and affective relationship norms. In such manner, it configures itself not only as a New York's urban iconoclastic milestone, but as the prefiguration's place for queer's subversive potential.

Keywords: Chelsea Hotel; Art and Northamerican Literature; Queer; Nomadism


 

Para la tía Gabby

La noticia fue un tanto impactante (si bien luego, pensada en retrospectiva, resulta previsible) y como todo final, supone una clausura que, aunque se reabra alguna vez, nos invita a conjeturar qué se llevó consigo: en agosto de 2011, el Chelsea Hotel, situado en el 222 de la calle 23 del barrio homónimo de Manhattan cerró sus puertas a los visitantes1 . Sus residentes permanentes podrán permanecer allí, pero quienes estaban de paso fueron desalojados y el hotel ya no toma reservas. Asimismo, desde hacía un tiempo, ya no era posible recorrerlo con la curiosidad de un museo aún vivo. Las noticias dicen que fue vendido y será refaccionado: todo parece indicar que el Chelsea se convertirá definitivamente en un hotel-museo, pero ya no vivo, sino con la solemnidad contemplativa de un cadáver. De todas maneras, nada de esto es sorprendente: se trata de la estetización financiera del pasado y de la memoria -por eso más arriba dijimos ‘previsible'-, tan habitual en estos días de turismo cultural.

Pero más allá de esta noticia, cuyo único mérito es sin duda abrir el espacio reflexivo, interesa señalar qué aconteció en el Chelsea alguna vez y qué importa (y sigue importando) de ese acontecimiento hoy. Porque también es cierto que su cierre no hace sino confirmar y simbolizar algo que ya estaba ahí: el Chelsea, en los últimos años (¿En las últimas décadas incluso?) tal vez ya no suponía lo que en otro tiempo supuso y es probable -aun a riesgo de idealizarlo- que su único mérito ya haya sido el de que allí todo pasó, es decir: todo ocurrió y a la vez todo terminó.

"Yo estuve ahí": esa fórmula podría cifrar el pasaje por el Chelsea ahora que es el espacio de un acontecimiento preciso. Y sobre todo, el pasaje de quienes estuvieron allí en cierto momento histórico en el que el Chelsea podía ser casa, universidad, familia y trabajo. Pero más allá del resguardo vital que suponía, sus mismos pasajeros-huéspedes lo agenciaron como tal, contraefectuando ese acontecimiento2 . En este sentido, los relatos que llegan a la actualidad, en muchos casos, se emparentan con ficciones de iniciación:

Cuando nos registramos yo no tenía idea de cómo sería vivir en el hotel Chelsea, pero me di cuenta de que terminar allí había sido un formidable golpe de suerte. Con lo que pagábamos, podríamos haber alquilado un piso bastante grande en el East Village, pero vivir en aquel hotel excéntrico y maldito nos daba sensación de seguridad y una educación excepcional. La buena voluntad que nos rodeaba demostraba que los Hados estaban conspirando para ayudar a sus entusiastas criaturas. (Smith, 2010: 111. Destacado nuestro).

Estos pasajeros-huéspedes nos abren una interrogación territorial: ¿El Chelsea es un sitio dónde asentarse como nómade en tanto espacio abierto? En el Chelsea la posibilidad incesante es la de estar sin fijarse, aunque incluso se esté mucho tiempo. La transitoriedad de los cuerpos que allí circulan, siempre en proceso, siempre llegando, siempre yéndose, siempre mutando, siempre reinventándose, deja ocurrir ese episodio en el que, antes de las operaciones queer (políticas, teóricas, etcétera) las identidades ya fueron experimentadas como un tránsito y una apertura permanente -hacia lo que ocurra, hacia cualquier cosa- como una multiplicidad reactiva a cualquier determinismo -es decir, no monolítica-, como una indefinición desconocida y no clasificable. Siguiendo a Valeria Flores, se podría afirmar que lo queer:

No es un mero concepto genérico acumulativo de gay, lesbiana, bi, trans, etc., -efecto de despolitización y mercantilización de las identidades- sino que se sitúa como posición crítica al interior de toda afirmación de identidad homosexual y, en definitiva, a toda identidad que se diga hegemónica y monolítica, esencializante y naturalizante. (Flores, 2008: 6).

El hotel Chelsea, entonces, puede considerarse un sitio preciso, localizable, y sus huéspedes de largas estadías, no pocas veces llamados residentes permanentes, paradójicamente no se instituyen territorialmente. Antes bien, en ese estar de paso -aunque se viva allí- el Chelsea se inventa como el locus pasajero de un trayecto indefinido y siempre móvil, siendo él mismo el pasaje vehicular hacia otras vidas posibles3 . Es de otro tenor, sin embargo, lo que ocurre después: el hecho de que sus residentes se instituyan, en retrospectiva, como miembros de ese imaginario casi mágico o aurático mediante una operación vinculada con las trampas de la memoria y con la retórica de la fama, tal como sucede en el relato de Patti Smith, o bien en el hecho de que el Chelsea se convierta en un museo.

No obstante, pese a la singularidad del Chelsea, también es conveniente atender a un hecho innegable: en la cultura norteamericana, y tal vez con una firmeza sobreacentuada hacia la segunda mitad del siglo XX, la vida-en-viaje supone un tópico insoslayable plagado de desiertos, carreteras, rutas, hoteles; de los cowboys a Kerouac, pasando por el cine. Lo cual nos remite a otro de sus tópicos culturales: la dicotomía este/oeste. En este sentido, el caso de los beatniks es sumamente atractivo, si bien se terminan asociando más al imaginario del oeste, a lo que juegan es al viaje entre las dos costas, que los postula reactivos al asentamiento y a la cerrazón de un locus. Por este motivo, sus vidas y sus literaturas (o sea, sus obras) se realizan en la intensidad de ese intermezzo, independientemente de que sus recorridos territoriales fuesen más o menos pautados o incluso limitados (lo que no equivale a decir definidos). De allí que se presenten tan potentes en la exhibición del hotel (cualquiera sea) como punto de pasaje, es decir, como un sitio que no detiene, sino que es un momento más, un momento cualquiera, del entre tanto propio del nómade. Además, claro está, de la presencia efectiva de algunos de ellos en Nueva York, merodeando el Chelsea -o incluso permaneciendo en él- en el momento que nos interesa y que dará lugar, como veremos más adelante, a ciertas relaciones de padrinazgo4 .

Un poema bastante famoso de Jack Kerouac, "El último hotel", es precisamente un canto a ese sitio del cual se desea salir, casi huyendo ("solo me interesa el hecho de que este es el último hotel"), para continuar el camino incesante o bien para llegar a algún lugar que tal vez nunca sea definitivo, sino solo otro punto más para un nuevo comienzo. Pero a la vez, esa aspiración de continuum que espanta el anclaje, esa indiferencia ("Él está hablando/No estoy interesado en lo que dice"), lejos de suponer un espacio en blanco, no anula lo que allí acontece y deja su huella vivencial: "Fantasmas en mi cama/Los cabrones que desangré".

"El último hotel" (Kerouac et al., 2006: 43)
El último hotel
Puedo ver la pared negra
Puedo ver la silueta en la ventana
Él está hablando
*No estoy interesado en lo que está hablando/… en lo que dice [… in what he's talking about]
*Sólo estoy interesado en el hecho de que sea el último hotel/Sólo me interesa el hecho de que éste es el último hotel [I'm only interested in the fact that it's the last hotel]
El último hotel
Fantasmas en mi cama
*Las cabras que desangré/Hombres lascivos de los que me aproveché/Los cabrones que desangré [The goats I bled]
El último hotel5 .

Gore Vidal cuenta en una entrevista (tal vez con gesto chismoso o provocador; incluso tal vez la haya inventado) una anécdota que la imaginación novelesca quiere hacer coincidir con ese poema de Kerouac, coincidencia que probablemente no sea verídica pero que sí resulta verosímil:

Kerouac estaba borracho. Una extraña noche de verano. […] Jack y yo siempre contemplábamos la posibilidad de acostarnos, pero nunca llegábamos a hacerlo. […] Para entonces yo ya había descartado hacía rato la idea, porque estaba demasiado borracho. Pero Jack insistió, de modo que fuimos al Chelsea. Alguien debió de obtener una copia del registro del hotel, porque creo que firmamos con nuestros propios nombres.

Fue a finales de los años cincuenta. Supongo que alrededor del verano de 1956. (Vidal, 2004: 262. Destacado nuestro).

Lo encantador e interesante de la anécdota es la conjetura que abre sobre el Chelsea, tanto histórica como ficcional: un lugar en donde dos varones podían ir a tener sexo una noche en la década de 1950 y "firmar con sus propios nombres": un lugar en el cual la lógica reguladora del closet6 estaba suspendida. Es cierto que en Jack Kerouac y en Gore Vidal el closet ya estaba suspendido de antemano e incluso tal vez nunca estuvo presente; y además, que esa reserva misteriosa en torno al nombre, que aquí es posible exceptuar, también se deba a cuestiones de fama. De hecho, Gore Vidal agrega que por esa época trabajaba para la televisión y un conocido le advirtió que se había cruzado a Kerouac quien, otra vez borracho, gritó: "se la he mamado a Gore Vidal". Pero el punto es que es precisamente la juntura y el cruce entre esos cuerpos y ese espacio accidental lo que permitió que el Chelsea ocurra y acontezca.

Entre los relatos más recientes sobre el Chelsea del vértice de las décadas de los sesenta y de los setenta, escritos en primera persona y con cierta extensión y minucia, se encuentra el de Patti Smith, del cual ya hemos hecho alguna mención, centrado básicamente en sus años compartidos con Robert Mapplethorpe. Las vivencias de los años en el hotel -o asociadas con él- ocupan una cantidad de páginas más que considerable dentro del libro, y lo interesante entonces estaría en señalar el modo en que el Chelsea funciona en el relato de Smith como el sitio que, por un lado, habilitaba e incluso satisfacía la búsqueda artística de ella y también de Mapplethorpe, pero por otro, lejos de convertirse en un espacio re-conocible, suponía un espacio experimental que habilitaba el riesgo y por lo tanto una posibilidad de vida nueva, es decir, desconocida. En efecto, el pasaje por el Chelsea hace de Patti una cantante vinculada al punk en lugar de la poetisa más o menos romántica que aspiraba a ser y de Robert un fotógrafo que persigue formas casi clásicas, casi perfectas, antes que el artista pop que era al ingresar al hotel cuando montaba collages y elaboraba artesanías. Y también, claro, ellos mismos: de la pareja de amantes urbana más o menos estereotipada a dos amigos que redefinen un modo de afectividad:

… A menudo desconcertábamos a amigos y conocidos con nuestra indefinible devoción.
Habían regañado a Robert por negar su homosexualidad; nos habían acusado de no ser una pareja auténtica. Robert temía que, al declarar su homosexualidad, nuestra relación se destruyera.

Necesitábamos tiempo para considerar qué significaba todo aquello, cómo íbamos a asumir y redefinir nuestro amor. De él aprendí que, a menudo, la contradicción es el camino más diáfano para llegar a la verdad. (Smith, 2010: 219. Destacado nuestro).

Lo que tal vez sea preciso subrayar es que estos devenires ocurren viviendo en el Chelsea y a partir de la interrelación con quienes allí residían o se encontraban en su órbita. Ya que, si bien este hotel se instala en el imaginario colectivo como meca iconográfica de las disidencias sociosexuales y de las praxis vitales en donde el arte excede las configuraciones normativas de la existencia, es porque la narrativa de su anecdotario está plagada de instantáneas que manifiestan la posibilidad de reversibilidad de los géneros, denunciando su artificio y, con ello, su potencia subversiva política, su capacidad para desdibujar los contornos de lo humano, para instaurar nuevas configuraciones de lo habitable.

Todo esto antes de que la teoría de la performatividad de género fuera desarrollada por Judith Butler en los noventa7 Porque ya un par de décadas antes en el Chelsea el primer destello de la polaroid de Mapplethorpe había registrado la androginia de Patti Smith como Rimbaud posapocalipsis rock. Porque allí lo queer fue queer antes de que existiera un nombre para congelarlo o consagrarlo en las formulaciones teóricas de la academia. Dado que lo queer no es más que una interpelación denigrante resignificada que desafía la normalidad e instaura, desde un afuera constitutivo, formas de subjetividad disidentes orgullosas de su exclusión, el Chelsea puede ser pensado como espacio anacrónico de sus primeras formulaciones. Según Valeria Flores el término designa "... las prácticas performativas de resignificación y de recodificación antihegemónicas que buscan configurar espacios de resistencia frente a los regímenes de la normalidad" (Flores, 2008: 5-6).En este sentido, por lo tanto, el Chelsea y otros sitios que se encontraban en su ámbito de influencia y a donde asistían asiduamente los residentes del hotel, como el bar Max's Kansas City8 ofrecen asilo y espacio de desarrollo a prácticas performativas contrahegemónicas que desafían la lógica naturalizada de la "normalidad" normativa y establecida.

De esta manera, las líneas significantes que pueden conformar una identidad  genérica ambigua, que permiten lecturas citacionales desplazadas, funcionan para Patti Smith por fuera de los conceptos, que desconoce o no le importan, ya que no necesita adherir a la semántica convencional de las palabras: le basta con imaginar su significado.

En Max's alguien me preguntó si era andrógina. Le pregunté qué significaba eso. "Ya sabes, como Mick Jagger." Imaginé que debía de ser bueno. Pensé que la palabra significaba hermoso y feo al mismo tiempo. Fuera cual fuese su significado, con un peinado así, me convertí milagrosamente en andrógina de la noche a la mañana. (Smith, 2010: 154).

La androginia se configura en ella, entonces, como algo que simplemente acontece, como milagro performativo del lenguaje, y su entrega a lo que está ocurriendo le permite instalarse, ya en los setentas, en lo que el pensamiento posmoderno se esfuerza por tratar de imaginar como utopía: una "ontología del gerundio" (Butler, 1990: 299) que permita destruir la esencialidad imaginaria de los sujetos.

Es precisamente la ambigüedad genérica la que habilita esa conjunción de constelaciones que se da en el primer encuentro entre Allen Ginsberg y Patti Smith, relación que, más allá de lo interpersonal, se proyectará como continuidad de una línea de creación por afuera de las convenciones sociales de existencia. El mecenazgo y el padrinazgo alimentan literaria y literalmente a los artistas urbanos neoyorquinos de los setentas, permite que existan en esa suerte de borde inconsciente de lo posible y, al mismo tiempo, que sobrevivan a su propia bohemia. El pasaje transitorio de los maestros por el vestíbulo del Chelsea lo convierte en espacio paidéutico9 : "Gregory Corso, Allen Ginsberg y William Burroughs fueron los maestros que tuve, y no hubo ninguno que no pisara el vestíbulo del hotel Chelsea, mi nueva universidad" (Smith, 2010: 151).

La nómina no es aleatoria: del matrimonio de la poesía y el rock habían nacido los beatniks y sus primeras formulaciones de disidencia sexual. Allen Ginsberg había escrito Aullido, manifiesto y epitafio de su propio acontecer generacional, había experimentado con la doble etimología del fármaco hasta la verdadera apertura de las puertas de la percepción, había sido expulsado del paraíso revolucionario10 porque nunca hay paraíso para las locas. Esa revulsión que provenía de la literatura acompañó al espíritu del rock. Más allá de la histórica lectura del rock como aparato de culto héteromasculinista siempre existió en su poiesis (o sea en su creación) una línea de androginia y disidencia sexual que, desde la época de los beatnik en adelante, conformará un hilo de continuidad que atraviesa toda su historia.

Para la década del setenta, en vísperas del estallido punk, Ginsberg descubre, por error de su apetito sexual, a Patti, que lo encuentra por pulsión de su hambre literal. Dos formas del hambre se encuentran por obra y gracia de la ambigüedad sexogenérica. Porque es el hambre el que lleva a Patti a revolver entre los objetos de arte y la vorágine del delirio que constituía la habitación que compartía con Mapplethorpe en el Chelsea hasta encontrar cincuenta centavos. El único horizonte era el sándwich de lechuga y queso del "Automat" cercano. Pero la máquina no devuelve el objeto preciado porque el precio había subido a sesenta y cinco centavos. Alguien ofrece ayuda. Es Allen Ginsberg, con los 15 centavos de diferencia y un café, como redoble de la apuesta. Patti no pronuncia palabra mientras el poeta habla de Walt Withman, pero cuando por fin decide emitir sonido su voz rompe el efecto de encantamiento, de confusión creado por su imagen. "¿Eres una chica?", pregunta el maestro. Patti sabe de la decepción y pregunta si ahora debe devolver el sándwich. El poeta reconoce que pensó que era un muchacho muy atractivo simplemente, pero también que el error fue suyo. La conversación sigue por el camino de lo que constituirá el elemento de cohesión y conexión entre ambos creadores: los nombres propios, la invocación de la tutela de los poetas mayores, de Kerouac a Rimbaud (Smith, 2010: 136-137).

Patti resume la naturaleza del encuentro, que prefigura la base de la dinámica alimenticia de la relación, diciendo que Ginsberg le dio de comer cuando tenía hambre (Smith, 2010: 137). Pero la nutrición no consiste solamente en el sándwich de queso y lechuga. El suministro que provee Ginsberg para Smith, como amigo y maestro, constituye también una amplia provisión vital y literaria de habilitación prestigiosa. Porque Patti, en esos años del Chelsea, se coloca al margen de la inteligibilidad, inasequible para el reconocimiento social del que habla Judith Butler:

La performatividad de género está por tanto atada por las diferentes formas en que los sujetos acaban siendo elegibles para el reconocimiento. […] Ser un sujeto requiere en primer lugar cumplir con ciertas normas que gobiernan el reconocimiento, las que hacen a una persona ser reconocible. Y por tanto, el no cumplimiento pone en cuestión la viabilidad de la propia vida, de las condiciones ontológicas de pervivencia que cada uno posee. […] Quizás el asunto más importante es cómo los términos de reconocimiento -y aquí podemos incluir una cantidad de normas sexuales y de género- condicionan por anticipado quién será considerado como sujeto y quién no. (Butler, 2009: 325).

La ambigüedad como construcción genérica desplazada que instaura Patti Smith viviendo "al otro lado de los modos de inteligibilidad establecidos" (Butler, 2009: 325) puede situarla por fuera de la esfera de quienes serán considerados sujetos. Pero cuando Ginsberg no la reconoce como amante potencial pero sí como voz, cuando el reconocimiento proviene de quien ha bajado de la constelación de divinidades paganas de la transgresión sexogenérica, la habilitación es, además, prestigiosa. La conjunción lograda gracias al azar y a la lectura desplazada de género hace que Ginsberg, emblema de la generación beat, se vuelva padrino creativo de la madrina del punk.

El gesto reiterativo por parte de Smith de invocar continuamente, en su poesía y en sus memorias, el espíritu de los malditos, de canalizar sus voces disruptivas en la voz propia, como si fueran potencias tutelares, le permite recubrir su nombre propio con los nombres propios ya consagrados por la obra poética y ya inmolados en el fuego eterno de la tragedia. Por eso mismo, la voz de Patti es un tejido de ecos donde aún sangran los malditos del parnaso francés: Artaud, Rimbaud, Baudelaire, y donde resuenan los acordes de la poesía viva no solo de los beats, sino también de Dylan y de Morrison mismo. Mientras la relación de mecenazgo permite el sostén económico y emocional11 , el padrinazgo y los maridajes creativos permitirán la habilitación artística, ya que la admiración no se limita a los antepasados consagrados, sino que incluye a las vidas actuales de quienes también están haciendo arte desde la misma coyuntura.

En aquella intersección del ser y el tiempo que constituye la Nueva York de los sesenta y setenta empieza a configurarse lo que hoy los medios han convertido en una rutina cotidiana: la posibilidad de crear íconos imaginarios de culto. Ya sea que se trate de íconos eternos o de íconos difusos que el fuego de la celebridad efímera hace arder y brillar hasta la inevitable caída producida por el primer destello de un flash capturando otra novedad.

Aquel famoso vaticinio profético de Andy Warhol, que anunciaba que en el futuro todo el mundo tendría sus quince minutos de fama, no era tanto una declaración de carácter ominoso o inspirado como un simple manifiesto programático, ya que su obra artística y fílmica estaba sentando las bases para la institución de tal sistema de producción en serie de estrellas descartables. Fue el primero en producir celebridad instantánea y efímera, que pudo, quizá por error del tiempo y solo en algunos casos, convertirse en leyenda perdurable. Uno de sus films, Chelsea Girls (1966), retrata ese escenario en donde todo podía pasar (y pasaba) con una técnica de split screen que permite, del color al blanco y negro, ver los desincronizados aspectos oscuros e inocentes de la vida en yuxtaposición permanente. Por el film pasan muchas de las superestrellas de Warhol, como Nico o Brigid Berlin, pero las escenas de Edie Sedgwick, la más eterna de las estrellas de "The Factory", han sido eliminadas (se cree que a pedido de la misma Sedgwick). Musa incuestionable de la época, más que socialité, modelo o actriz, fue inmortalizada en todas las formas posibles de la producción artística, y aún habita los acordes de Femme Fatale de Velvet Underground (1967) o en el lamento corrompido de varios tracks del álbum de 1966 de Bob Dylan, Blonde on Blonde, al que Patti invoca en el poema de 1972 que lleva su nombre.

En sus memorias recuerda la muerte de Edie como una simple noticia recibida por teléfono desde California. La inspiración del poema que le escribe, dice, proviene no del conocimiento personal, sino de una foto suya que había visto en Vogue, en la que parece una niña ensimismada. Una elegía para semejante mujer, declara, solo es posible de componer canalizando la propia niña interior. Dos aspectos llaman la atención: a pesar de que Smith declare plantearse qué es ser mujer y sumergirse en su "esencia femenina" guiada por la foto en el recuerdo (Smith, 2010: 192) parece ser la imagen más amplia y conocida de Edie la que rezuma en el poema: la imagen de la musa de una generación, la imagen del objeto de culto sexual con que fue consagrada su leyenda. Y por más que Patti alegue instalarse en eso que ella llama "esencia femenina", los versos desbordan ambigüedad y deseo por el glamour de una ménade posmoderna cuya fuerza centrípeta de atracción absorbía a todo espectador:

Oh es injusto/cómo hacía volverse a los hombres/su pelo de armiño/tan rubio sobre rubio/ y sus piernas largas largas/cómo solía yo suplicar/poder bailar con ella/pero nunca tuve/ una oportunidad/oh es injusto/cómo su pelo de armiño/solía flotar tan lleno de gracia/solía cortar el aire/cómo todos los hombres/solían bailar con ella/nunca me dio una oportunidad/aunque realmente se la pedí/abajo en lo profundo/donde realmente sueñas/en la mente/leyendo amor/me metía/dentro/de su movimiento/y girábamos/y hacíamos girar la cabeza de todo el mundo en la ciudad… (Smith, 1996 [1972]: 86-87).

La voz del poema declara que desea bailar con ella como lo hacen los hombres y solicita tal don de la gracia, pero no obtiene más forma de entrar, a pesar de las súplicas, que esa proyección mental del sueño. De un sueño queer que, sin saberlo, cohabitó el Chelsea con ellas, aquel sitio emblemático del que hoy solo queda una imagen que empieza a fosilizarse en museo. Porque Patti le está escribiendo a la leyenda inmolada por la vida al borde sur de toda la experimentación de la época, no le escribe a Edie Sedgwick, la persona, sino al objeto de culto sexual, porque nada asequible queda de la persona, solo esa imagen del deseo absoluto. Por eso, en los últimos versos la eleva al número dos de la nómina de célebres espíritus incinerados en el exceso de vida: primero Brian Jones, después ella; sabemos que la seguirán Jimmy, Janis y Jim cerrando, en el vértice de la década, una época y un sueño.

Notas

1.  "El Chelsea Hotel cierra para turistas" es el título de la noticia publicada en Clarín, el 3 de agosto de 2011. En línea: <http://web.clarin.com/sociedad/Chelsea-Hotel-cierra-turistas_0_529147176.html>. Desde la época en que Mark Twain diseñó allí los paisajes literarios del Mississippi hasta que Nancy Spungen murió supuestamente acuchillada por Sid Vicius en una de sus habitaciones, en el Chelsea vivieron y produjeron su obra artistas como William Burroughs, Charles Bukowski, Janis Joplin, Jack Kerouac, Gregory Corso, Nico, Gore Vidal, Quentin Crisp, Edie Segwick, y la lista es tan abrumadoramente amplia que el libro de firmas de este hotel podría representar el paraíso perdido de los cazadores de autógrafos.

2.  En esta dirección en torno al "acontecimiento", cfr. Deleuze (1994: 26-27, 72-77, 156-169).

3.  En este sentido, estamos siguiendo básicamente la conceptualización de Deleuze y Guattari en torno al "nómade" y su producción de una máquina de guerra exterior al Estado. Leemos en Mil mesetas:
   Estamos ante algo que no se reduce ni al monopolio de un poder orgánico ni a una representación local, sino que remite a la potencia de un cuerpo turbulento en un espacio nómada. […] Lo que queremos decir es que los cuerpos colectivos siempre tienen márgenes o minorías que reconstituyen equivalentes de máquina de guerra, bajo formas a veces inesperadas, en agenciamientos determinados tales como construir puentes, construir catedrales, o bien emitir juicios, o bien hacer música, instaurar una ciencia, una técnica. (Deleuze y Guattari [2002], pp. 372-373).
   Y unas páginas más adelante:
   Axioma II: La máquina de guerra es una invención de los nómadas (en la medida en que es exterior al aparato del Estado y distinta de la institución militar). […]
   Un trayecto siempre está entre dos puntos, pero el entre-dos ha adquirido toda la consistencia, y goza tanto de una autonomía como de una dirección propias. La vida del nómada es intermezzo. Incluso los elementos de su hábitat están concebidos en función del trayecto que constantemente los moviliza. El nómada no debe confundirse con el migrante, pues el migrante va fundamentalmente de un punto a otro, incluso si ese otro punto es dudoso, imprevisto o mal localizado. Pero el nómada sólo va de un punto a otro como consecuencia y necesidad de hecho: en principio, los puntos son para él etapas de un trayecto…
   [A su vez] por más que el trayecto nómada siga pistas o caminos habituales, su función no es la del camino sedentario, que consiste en distribuir a los hombres en un espacio cerrado, asignando a cada uno su parte y regulando la comunicación entre las partes. El trayecto nómada hace lo contrario, distribuye los hombres (o los animales) en una espacio abierto, indefinido, no comunicante. (Deleuze y  Guattari [2002], pp. 384-385).
  Tal vez sea interesante agregar a esto una nota sobre teoría y vida que observe que si Deleuze y Guattari (juntos y/o separados) resultan tan interesantes y pertinentes para pensar esto, es sugestivo tener en cuenta que mientras "esto" (por ejemplo, el Chelsea) estaba ocurriendo, ellos dos (juntos y/o separados) estaban escribiendo.

4.  A propósito de tradiciones posibles, en el marco de los cruces que supone o imanta el Chelsea y que desafían la relación nomadismo-hotel, además de los beatniks, allí tenemos también a Sam Shepard viviendo en el Chelsea, escribiendo y representando con Patti Smith una obra de teatro (Boca de cowboy [1971]), convirtiéndose en amantes neoyorquinos (él, con esposa e hijo, pero "los tres -Patti, Sam y su esposa- nos adaptamos a aquel pacto tácito de coexistencia" (Smith, 2010: 196)) y escribiendo, años más tarde, sus Crónicas de motel.

5.  Seguimos la versión de Elvio Gandolfo (Kerouac en AAVV, 2006: 43). Pero en algunos versos -indicados con *- en los que la traducción no nos satisface, incluimos como segunda opción la traducción de Esteban Moore del poema (En Kerouac, 2008: 41), e incluso en un verso ensayamos una tercera versión propia. En estos versos con más de una opción, presentamos la versión original en inglés (Kerouac. 2008: 102) la cual se encuentra indicada entre corchetes.
Es sugerente observar, además, que en Kerouac: kicks joy darkness (1997), un disco de poemas recitados con música, la intérprete de "El último hotel" sea Patti Smith.

6.  Cfr. Kosofsky, Sedgwick (1998).

7.  Concretamente, cfr. Butler, Judith 2007 y 2008.

8.  El Max's Kansas City era un club nocturno situado en el 213 Park Avenue South. Pertenecía a Mickey Ruskin y constituyó un lugar de reunión para poetas, artistas y músicos durante las décadas del sesenta y del setenta.

9.  Se emplea el término en el sentido global educativo de la paideia (παιδεια) griega que instauraba la trasmisión del deber ser y el saber hacer, ambos culturalmente situados, ya que los antiguos no poseían la convicción de que la educación y la cultura constituyeran un arte formal o una teoría abstracta, distintos de la estructura histórica de la vida espiritual. Esos valores tomaban cuerpo, según ellos, en la literatura, entendida como la expresión real de toda cultura. Cfr. Jaeger, 1962.

10.  En 1965, luego de haber sido invitado a una conferencia de escritores por la ministra de cultura cubana es expulsado de la isla a causa de su lengua maldita y la mala costumbre de no reprimirla, y confesar un deseo de felatio hacia el Che, sin importarle que los micrófonos aún grabaran en una habitación de hotel, justamente, en este caso, de La Habana.

11.  Señala Pablo Schanton: "Sabían que la arrogancia romántica aprendida del rock no bastaba: sólo sumando "contactos" se harían un lugar. Cuando se publicó la foto de Horses, Mapplethorpe ya gozaba de los beneficios del mecenazgo: primero, en 1971, el curador del Metropolitan Museum of Art, John McKendry, le regaló una cámara Polaroid; después, en 1973, el coleccionista Sam Wagstaff le compró un loft y lo transformó en su amante" (Schanton, 2010).

Bibliografía

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