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Mora (Buenos Aires)

versión On-line ISSN 1853-001X

Mora (B. Aires) vol.23 no.1 Ciudad Autónoma de Buenos Aires jul. 2017

 

RESEÑAS

Espacios de ficción. Espacio, poder y escritura en la literatura latinoamericana
Ostrov, Andrea (2013).
Villa María: Eduvim, 150 pp.

 

Tania Diz

¿Dónde vivir? ¿Cómo habitar el lugar en donde se está? ¿En qué medida los sujetos influyen en los lugares o son los lugares los que generan, incluyen o excluyen sujetos? ¿En la descripción del lugar estará la certidumbre de lo real? Hablar de espacio es sin duda referirse a los lugares que se transitan y se habitan: la casa, la calle, la ciudad, el campo. Aparentemente estáticos, los lugares están sujetos a cambios generados por los sujetos de manera permanente, por la naturaleza misma y también, por qué no, a la imaginación de los personajes. Así, el libro Espacios de ficción. Espacio, poder y escritura en la literatura latinoamericana de Andrea Ostrov invita a reflexionar acerca de las mutaciones, fusiones, usos que sufre el espacio producido por la máquina literaria, más específicamente, por los principales exponentes de la literatura latinoamericana del siglo XX. Así, la autora parte del supuesto de que en la literatura pueden analizarse los procesos de espacialización mediante los que se constituye cierto ordenamiento.

Es un libro de crítica literaria, escrito con rigurosidad académica, que se fundamenta en referentes clásicos como Lefebvre, De Certeau o Foucault para arriesgar su propia mirada: que la escritura misma está atravesada por una operación territorializante ya que todo texto configura un espacio.

La autora ha dividido el libro en cinco partes: una introductoria, dedicada a recorrer la problematización del tema y anunciarnos sus objetivos. Las otras cuatro están abocadas al análisis textual, en ellas se lee la construcción del espacio en relación a otros objetos: el poder, el cuerpo, la representación y las heterotopías. De esta manera, la autora se dedica con minuciosidad al análisis de textos de autores tradicionales de la literatura latinoamericana: Juan Rulfo, Felisberto Hernández, Pablo Palacio, José Donoso, Pedro Lemebel, Augusto Roa Bastos, Vicente Huidobro y César Vallejo.

Entre ellos, tiene sentido focalizar en aquellos textos en los que las cuestiones del género y/o del sexo se cruzan con el espacio. Sin ir más lejos, allí es cuando Ostrov se introduce en el mundo de los cuerpos travestidos, desobedientes, que viven en los márgenes de la ciudad. Al abordar El lugar sin límites (1966) de José Donoso, Ostrov se nutre de una lectura clásica de la crítica: la de la inversión como eje estructurante de la novela. El desarrollo de esta cuestión le sirve de base para proponer que en el ordenamiento que supone espacialmente el latifundio el cuerpo travesti no tiene lugar. Es interesante pensar que si el campo marcado por las viñas  no permite la circulación del cuerpo travesti, este sí podrá moverse en la ciudad, aunque sea de noche, aunque sea en territorios marginales. Puede pensarse, por ejemplo, aparte de en las crónicas de Lemebel, en el homosexual citadino de "La narración de la historia" (1959) de Carlos Correas.

Acertadamente, Ostrov se detiene en un género que casi exclusivamente se refiere al espacio, la crónica, y elige un autor clave para pensar el vínculo entre identidad sexual y ciudad: Pedro Lemebel. De esta manera, se dedica especialmente a la exploración de relatos que constituyen uno de los lugares privilegiados de cruce entre la sexualidad transgresora y la ciudad. Allí la autora dice, refiriéndose a La esquina de mi corazón (1995), que Lemebel hace un "mapeo de los circuitos libidinales de la homosexualidad proletaria" que se superpone al espacio urbano reconocible, visto, considerado en el sospechoso arco de lo normal y lo decente.

Ya en Loco afán (1996) aparece más explícitamente otro tema que es clave: el sida como amenaza y realidad que se cobró varias vidas en aquellos años. Así, las tensiones derivadas de la emergencia de otros sujetos sexuados -por ejemplo, la presencia perturbadora de la travesti en el mundo homosexual que analiza la autora- y de los usos del espacio urbano se cruzan ahora también con la alusión a la enfermedad que Lemebel lee en términos de castigo no moralizador, sino colonialista: "la plaga nos llegó como una forma de colonización por contagio" (81)  dice el cronista, fusionando así la represión sexual y el sometimiento del país al imperialismo norteamericano. Ostrov analiza este vínculo, además de hacer hincapié en la estética camp de la prosa y la transgresión de las identidades sexo-genéricas que conllevan a la subversión del lenguaje, y afirma que "ese estallido de identidades que se traduce en cortes, hiatos e incoherencias con respecto a la normatividad genérico-corporal, tiene correlato en la incongruencia genérico-gramatical evidente en algunas crónicas" (88) .

En esta cita resuena la voz de Molina -aquel entrañable personaje de El beso de la mujer araña (1976) de Manuel Puig- que juega con el yo-mujer y el yo-varón mientras seduce a Valentín en el pequeño espacio de una celda carcelaria. Desde el encierro, Puig provoca el encuentro de seres que, salvo ese, no comparten otro espacio y así permite imaginar el conflicto entre la identidad sexual y la identidad política, cuestión que ya en la década de 1990, gracias no solo a Lemebel, sino también a Perlongher, está mucho más pensada. El análisis de las crónicas de Lemebel provoca una mención que es más que obvia: la de Néstor Perlongher, quien transitó por los mismos espacios - el margen urbano en el que se mueven las locas -, los mismos temas y con una estética que los vincula en el gran paraguas que supone el neobarroso en la crónica latinoamericana.

Por último, me parece que es interesante ubicar este libro en relación a otros que, si bien difieren en cuanto al corpus literario, coinciden en la reflexión sobre el espacio. Me refiero a Un desierto para la nación. La escritura del vacío de Fermín Rodríguez y a Un país malsano. La conquista del espacio en las crónicas del Río de la Plata (siglos XVI y XVII) de Loreley El Jaber, ambos editados por Eterna Cadencia en 2010 y 2012, respectivamente.

Si por un lado, Rodríguez recorta un lugar, el desierto, no para afirmar la desoladora espacialidad que sugiere el término, sino para proponer de qué modos el desierto se resiste a ocupar el lugar de un origen o de una disputa y se niega al ordenamiento tanto de la identidad como de la nación, cuestiones largamente transitadas por la crítica de la literatura argentina del siglo XIX. Por otro, El Jaber da cuenta de una "escritura del desaliento" desde la que los cronistas recién llegados se enfrentan a ese espacio a veces hostil, a veces desconocido, a veces maravilloso. Evidentemente, el libro de Ostrov se integra a estas escrituras ensayísticas que vuelven en la actualidad sobre un tema que aún sigue generando nuevas preguntas, invitándonos a entrar, a deambular, a recorrer territorios de ficción.

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