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Mora (Buenos Aires)

versão On-line ISSN 1853-001X

Mora (B. Aires) vol.23 no.2 Ciudad Autónoma de Buenos Aires dez. 2017

 

DOSSIER

María Rosa Oliver (1898-1977) y Victoria Ocampo (1890-1979): Dos maneras de narrar el Yo

 

María Rosa Lojo
CONICET - Universidad de Buenos Aires Facultad de Filosofía y Letras, Instituto de Literatura Argentina Ricardo Rojas- Universidad del Salvador, Facultad de Filosofía y Letras y Estudios Orientales


Resumen:
Procedentes ambas del patriciado argentino, María Rosa Oliver y Victoria Ocampo construyen sus sujetos autobiográficos a partir de varios ejes enfocados de distinta manera: la unidad y la dispersión de la memoria; el cuestionamiento y la constante reinterpretación del Yo; y la relación con sus genealogías y con ciertos mandatos de género: belleza y fecundidad. Dos "anomalías" distinguen la vida de Oliver con respecto a la de Ocampo: un padre outsider en el circuito endogámico aristocrático local, y una enfermedad invalidante, la poliomielitis infantil.
Ambas escritoras establecen rupturas y torsiones en el tópico del linaje. Autorrepresentada como último eslabón de una larga cadena de fundadores y constructores de la nación, Ocampo deja de definirse solo como hija y heredera, para pedir el reconocimiento que se le debe a una madre intelectual: la de un país "ingrato", demandante de cuidados como un niño en crecimiento. Oliver evidencia los débiles y ridículos flancos de su genealogía aristocrática, reivindica las ramas bastardas dentro de su propia familia y se autoasume como miembro fraternal de la común humanidad. Incluso, desde una postura feminista, contempla con ternura protectora a su madre, dañada por la vieja crianza innecesariamente represiva, como si esta fuera su propia hija...
El esplendor de la Belleza como una forma divina fascinante y engañosa (Ocampo), o como una luz interior humana (Oliver), será contemplado y encarnado por ambas de distinta forma, pero sin atarlas a la cadena biológica reproductiva. En estas hijas primogénitas, la creatividad y la subjetividad femenina se conjugarán de manera inédita con respecto a todas las antepasadas de su estirpe.   

Palabras clave: Oliver; Ocampo; Yo; Memoria; Linaje

Abstract:
María Rosa Oliver and Victoria Ocampo, offsprings of the Argentine traditional upper class, build up their respective autobiographical subjects on several issues diversely focused : the unity and the scattering of memory, the questioning and the unending reinterpretation of Self; their relationship with their own genealogies and with certain gender-related commands: beauty and fertility. Two "anomalies" mark María Rosa Oliver's life respecting Ocampo's: her father, an outsider to the restricted local "aristocratic" circle, and the polio, her invalidating childhood disease.
Both writers establish ruptures and torsions in the lineage topic. Ocampo, selfrepresented as the last link in a long chain of founding fathers and nation builders, stops defining herself just as a daughter and heiress, but claims for the recognition owed to an intellectual mother. The mother of an "ungrateful" and care-demanding country, comparable to a growing child. Oliver exhibits the weak and ridiculous sides of her gentry genealogy, rescues the bastard branches within her own family, and views herself as a fraternal member of regular humanity. Even, from a feminine perspective, she beholds her mother with protective tenderness, as if she -the mother--, were her own daughter, damaged by the old and needless repressive parenting.
The splendor of Beauty, as a fascinating and also deceiving divine form (Ocampo), or as a human inner light (Oliver), will be contemplated and incarnated by both in different ways, but without binding them to the reproductive biological chain. In these firstborn daughters, creativity and feminine subjectivity will mix in a completely new style regarding all their female ancestors.

Keywords: Oliver; Ocampo; Self; Memory; Lineage


 

María Rosa Oliver y Victoria Ocampo, miembros de la llamada "clase patricia" argentina, compartieron similares métodos de crianza y educación, los prejuicios y los privilegios de un circuito endogámico y un pasado de figuras fundadoras.

No se trataron mutuamente, sin embargo, durante sus primeros años, aunque sus casas porteñas eran cercanas (se enfrentaban a través del atrio de la Iglesia de las Catalinas, templo que ambas familias frecuentaban). La diferencia de edades incidió en aquella incomunicación1 , que fue zanjada, paradójicamente, por un extranjero: Waldo Frank2 . Ambas traban amistad -afirma Oliver (1969: 259)- cuando Frank las convence de que deben aliarse para realizar un proyecto común: la futura revista Sur.

También las cruzan, aunque de manera opuesta, sus respectivos escritos autobiográficos. La imagen de Victoria Ocampo en el primer libro memorialístico de María Rosa Oliver es una huella indeleble en la retina:

…al entrar solía ver sentados junto al gran ventanal del hall a Victoria Ocampo, ya entre las chicas grandes, aunque todavía en vez de rodete llevaba el pelo recogido en la nuca con un gran moño de moaré negro, conversando con el hijo de Rostand, Maurice, y suscitando el comentario de mamá: ‘Mirá aquella preciosa…cómo puede perder el tiempo con ése….' Porque Maurice Rostand con su melena oxigenada y un traje a cuadros ciñéndole la cintura estrecha y las caderas anchas, no parecía hombre del todo.  (Oliver, 1970: 260-261).

Si Victoria sigue viva y "se aparece", in the flesh, en los otros dos tomos de Oliver, en los seis que forman la Autobiografía de Ocampo, en cambio, Oliver -sin imagen-es solo mencionada, no presentada, ya sea por Victoria misma, o por interpósita persona (por ejemplo, en las cartas de Waldo Frank, en las que se refiere a "María Rosa"3 ). La única alusión en el primer tomo (El archipiélago) enlaza a María Rosa tanto con el pasado como con el futuro, a través de la trágica historia de amor entre su tío abuelo Enrique Ocampo y Felicitas de Guerrero de Álzaga, vivida desde lados diferentes por las dos familias. (Ocampo, 1982, I: 27-28).

Del mismo modo, las autobiografías4 de Ocampo y Oliver, procedentes de un mismo estrato sociocultural, se complementan, tan distintas como las personalidades de sus autoras. Lo que no ve o sabe una, lo ve o sabe la otra; lo que no dice una, la otra lo escribe. Aunque coinciden en varios ejes tópicos, que analizaremos aquí, y en algunas experiencias fundamentales-como el rechazo dela condición minorizada de las mujeres en todas las clases sociales, y delos prejuicios y la estrechez mental de su propia clase- y aunque el interés por el conocimiento y la literatura sea compartido, no lo son la forma en que se miran a sí mismas, ni el centro y el acento de su enfoque, ni la manera en que construyen el relato de sus vidas. Y por supuesto, como ya se anticipa desde el primer libro autobiográfico de cada una, otra distancia que terminaría erosionando su amistad sería: "La política, que jamás jugó el menor papel en mi existencia, está tan mezclada a la trama de nuestros días desde el advenimiento de las dictaduras, que ha causado cantidad de derrumbes en mi vida amistosa. María [de Maeztu] (como Ortega, Drieu y ahora María Rosa), fue uno de esos derrumbes" (Ocampo, 1982, IV: 117).

Si Victoria planea una lectura póstuma de su Autobiografía (no, en cambio, de otros textos autobiográficos como los Testimonios), María Rosa Oliver publicó en vida los dos primeros volúmenes. Estos abarcan el mismo período temporal que toda la Autobiografía de Victoria; se detienen, como ella, en la década de1930. Victoria elige el hito de la fundación de Sur y sus primeros años (seguidos a través de cartas de Waldo Frank); para María Rosa, la última mención temporal la impone, por peso histórico, el comienzo de la Guerra Civil Española: "En julio de 1936, estalló la guerra civil en España. Supe enseguida qué lado era el mío5 y por ese lado proseguí el camino." (Oliver, 1969: 364).

Focalizaré este estudio en la comparación de los tomos iniciales de ambas autoras, que se ocupan del tiempo fundador de la niñez.

Mundo vs. Archipiélago ¿Dónde está el Yo?

Un mundo es un universo de sentido, una intrincada trama en la que todo se relaciona. Como una casa que habitan seres ligados por sus decisiones, por su biología, por su historia. Podemos leerlo aquí como el mundo de la infancia, protegido y cerrado, que se parece a una casa: el mundo doméstico de la madre, de las mujeres. El microcosmos hogareño de la alta burguesía en la que se refleja la sociedad, en su orden jerárquico de clase, género y etnia. Pero en este título también se anuncia otra relación que la autora, en el momento de la publicación, ya ha establecido con el mundo en el sentido más amplio posible, y a la que se aludirá en algunas de sus páginas. Comprometida en una labor cultural y política de sentido universal, la niña inválida, transformada en adulta, se ha apropiado de todas las distancias por medio de sus viajes geográficos y librescos, hasta el punto de considerar el mundo entero como su propia casa, la gran casa que todos los seres humanos tienen derecho a compartir de manera igualitaria (Lojo, 2015: 18). Entre el Yo de la enunciación -que se presenta identificado con el Yo autoral-y el Yo del enunciado se establece una continuidad deliberada y, a simple vista, sin fisuras. Es decir, que en esa criatura extraordinariamente perceptiva parecería haber existido, casi desde siempre, una marcada capacidad de observación crítica (que la Oliver mayor de edad transformará en acciones de ruptura) con respecto a su propio medio. Tal como sucedía en las biografías latinas (Amícola, 2007: 22), en el Yo infantil de la (auto) biografiada se presagia claramente el Yo público adulto en el que se convertirá. 

Ocampo problematiza esa relación desde varios ángulos. Por un lado, la narradora asume motu proprio la divisa de María Estuardo, aunque alterando el orden de los factores: "En mi comienzo, está mi fin"6 . La involuntaria elección de aquello que recordamos (u olvidamos) -afirma- habla de nuestro carácter, define nuestras tendencias y nuestra naturaleza. Por otro lado, no somos ya lo que recordamos haber sido: "me siento, por momentos, tan lejos de cierta mí misma como lo puedo estar del pelo que me han cortado y barren en la peluquería, o de la uña que me limo y vuela al aire hecha polvo" (1982, I: 62). Tampoco la interpretación de esos recuerdos es fiel a la experiencia originaria. Precisamente, es en una extensa reseña a Mundo, mi casa, donde Ocampo empieza a plantear este problema representativo que vive con angustia autoral, mientras que Oliver se expresa libremente, sin abrir una instancia metanarrativa. Victoria cuestiona los adjetivos, las distinciones y los juicios de valor que se atribuyen a la niña en las memorias de María Rosa, que solo una mentalidad adulta podría formular (Ocampo, 2000: 70-71); aunque reconoce que la intrusión hermenéutica del adulto en los recuerdos infantiles es algo "no solo lícito sino casi inevitable" (ibídem: 71). No obstante, en su propia Autobiografía infantil se obstina en producir una suerte de epojé que le permita sacudir el tiempo acumulado y devolver un lenguaje y una visión primigenios a la nena perdida bajo las capas de interpretaciones sucesivas:

En las páginas que siguen he anotado detalles -para mí importantes- con toda la fidelidad posible en estos casos y usando el lenguaje más simple e inclusive insulso: el reducido lenguaje de los niños, en que de vez cuando, si son precoces, aparecen palabras que sorprenden, porque no hacen juego con las habituales. (Ocampo, 1982, I: 71).

Este procedimiento le parece el más adecuado para acceder a lo que declara buscar: la verdad documental sobre la propia vida. Las notas (aide-mémoire) de treinta años atrás y la depuración consciente de lo añadido que pugna por llegar a la base del palimpsesto se ofrecen como garantías de esta batalla perdida de antemano-no menos artificiosa que la aparente ingenuidad de Oliver-para ganar la confianza del lector.

Por eso no hay "mundo" de trama compacta, sino "archipiélago": islotes de memoria vinculados por una instancia elusiva y en sí inaccesible: el Yo que juega a las escondidas, que se anuncia o se revela en ellos sin "ser" ellos, donde la mujer adulta escudriña, como en los fragmentos de un espejo roto, las premoniciones de su destino.

Cantos de linaje

En la cultura mapuche existe un concepto expresado por la palabra tayil, que suele traducirse como "canto de linaje". Se trata de cantos que renuevan los lazos de cada ser y cada familia con su identidad ancestral asignada dentro del cosmos. Aunque el linaje es patrilineal, solo las mujeres conocen y vocalizan el tayil, garantizando así la continuidad de una filiación que trasciende lo físico y atañe al lugar del individuo en la red energética que sostiene al mundo. El alma del linaje (kimpéñ) se expresa y se reconstruye en una ceremonia que compromete a la enunciante en todos los planos de su espiritualidad y su emotividad, religándola con los vivos y los muertos, y con el pasado, el presente y el porvenir (Robertson, 1989: 236-237). 

Las extensas y sin duda racionales prosas de Ocampo y Oliver parecen estar muy lejos de ese canto sagrado. Sin embargo, el linaje tiene para ambas una importancia constitutiva, aunque en distintos sentidos. En el primer tomo de Ocampo, la información genealógica inicial abruma hasta casi bloquear su luego declarado objetivo de expresividad literaria (Ocampo, 1982, I: 50-60). Las primeras cincuenta páginas acumulan un concentrado espesor de datos filiatorios de ambas ramas, los Ocampo y los Aguirre, que destaca el lugar de estos antecesores en la historia patria. El Apéndice aporta documentos (cartas de Carlos Ibarguren y de la irlandesa Mrs. Chadwick) referidos a dos líneas particulares: la que remite, por la rama Aguirre, a Domingo de Irala y Águeda, una de sus concubinas guaraníes; y la que apunta a una probable vinculación con los ilustrados O'Duigennan, a través de Rita Dogan, también antepasada materna. Los entrelazamientos de lo público y lo privado, y de la nación y la familia, característicos en los aspirantes a próceres del siglo XIX (Sarmiento, el gran amigo del Tata Ocampo es un buen ejemplo), se reitera, como lo ha señalado la crítica (Catelli, 2007; Amícola, 2007) en esta autobiografía femenina del siglo XX que se apropia de estrategias masculinas.

La invocación a los muertos/Manes comienza al amparo de un canto nacional de repercusión universal: el texto de la Marsellesa, laico, pero que habla del amour sacré de la Patrie. Quizá porque su  propia patria -la Argentina- fuera "insignificante", María Rosa necesitara, como Victoria, honrar a sus mayores en aquella otra lengua prestigiosa en la que había empezado a escribir antes que en castellano (Ocampo, 1981) y en la que redactó originalmente su Autobiografía.

Pero la proceridad a la que Victoria aspira como nuevo miembro de la estirpe, no es política, sino cultural e intelectual. Buscará su propio camino, su propio cursus honorum, más allá de los vínculos estrictamente familiares (ni les venger, ni les suivre). Será el primer miembro de esa familia en perseguir como objetivo prioritario este tipo de celebridad y ejemplaridad7 . Para ello, creará su propia genealogía alternativa: en su mayoría padres intelectuales alguna madre (Madame de Lafayette, Madame de Staël, las hermanas Brontë, Anna de Noailles) y algunas "hermanas mayores" (Gertrude Stein, Virginia Woolf) que no la miraron del mismo modo. Aunque, como bien señala Sylvia Molloy (2001: 103-104), se trata de mujeres más nombradas que realmente citadas (a través de sus textos) en el mapa de sus filiaciones y parentescos literarios.

Como termina declarando sin ambages antes de abrir un abanico de historias familiares vacilante entre la anécdota, el retrato y la ejecutoria nobiliaria (la de la sangre y la de las obras preclaras), su Autobiografía tiene un propósito fundamental: la obtención de un reconocimiento. Así como Manuel Hermenegildo Aguirre (otro antepasado materno) fue comisionado para comprar buques (y tuvo que pagarlos con su propio dinero, jamás devuelto); así como fue también a negociar el reconocimiento de la independencia argentina ante los Estados Unidos (y no lo obtuvo, porque los tiempos no eran aún propicios);así también, dice, ella escribe las páginas que leemos para negociar su propio reconocimiento (demorado también) por la proeza de haber traído "otros veleros, otras armas, para otras conquistas" (Ocampo, I, 1982: 15) a esa patria in the making. Es ahora cuando Victoria Ocampo deja realmente de ser solo hija y concluye afirmándose como madre nada menos que de todo un país "ingrato y querido, que precisa, hoy más que nunca, una suma enorme de amor desinteresado para criarse y crearse, como los niños chiquitos." (ibídem: 14). Esta laica apologiapro vita sua, es, bajo su aparente modestia, una fuerte declaración de autoría y auctoritas femenina. Mucho más que "justificar" o "hacerse perdonar" una vida marcada por la transgresión (acotada) y el privilegio, Ocampo aspira a convertirla en monumento genético.

La primera escena de Mundo, mi casa es un nacimiento. Una María Rosa de tres años entra sobre los hombros de su padre en el cuarto de baño donde higienizan a su primera hermanita, que aún lleva la marca del cordón umbilical. Intensamente física, esa relación con la carne y la sangre se transmutará luego, también por medio del padre, en materia de conocimiento científico y certificará su tránsito al mundo de los adultos. Con su padre repasará las páginas de la colección L'Homme et la Nature, donde se le revelará, con ilustraciones didácticas, cómo se gestan y nacen los bebés.

No menos vinculada que Ocampo con los fundadores de la patria (del lado de su madre), Oliver valoriza ese parentesco de otra manera: ante todo, ellos no se inscriben en el frontispicio de estas memorias en las que, advierte la narradora, los protagonismos no están regidos ni por la mera biología ni por el prestigio de la Historia: "puede cobrar mayor realce un figurante pasajero que alguien a quien me unieron los lazos de sangre. Lazos que, por lo demás, excepción hecha de mis padres, hermanos y algunos abuelos, nunca contaron mucho para mí" (Oliver, 1970: 8).

Entre los lazos que sí cuentan, Oliver incorpora otra genealogía: la bastarda. La representa Lolo, la niñera, cuyo modo de ser y cuya voz se parecen a las de Beba, madre de María Rosa. El padre de Lolo ("hermoso y ojizarco") era el fruto ilegítimo de un "niño" de la familia con una criada de la tatarabuela de la autora. Sirviente en casa de su propia tía, se casó a su vez con una criada negra. Lolo (empleada doméstica y familia vergonzante), ocupa un lugar central en el afecto de la narradora y confirma en su persona lo que el doctor Oliver, hijo de inmigrantes catalanes, le ha dicho a su hija: que las estirpes de la más rancia "aristocracia" argentina fueron fundadas por segundones o aventureros españoles y mezclaron sus sangres con indios y con negros. Y todos, en definitiva, no son sino otros inmigrantes venidos a más.

Francisco Oliver Dauzá, el outsider que rompe el circuito endogámico de los linajes coloniales, abogado, político y docente, todo lo progresista que puede ser un conservador, introduce rupturas en el narcisismo del clan y ensancha para su hija mayor las puertas de la percepción sobre su nicho de clase. Al venerable bisabuelo Tata Ocampo, el amigo de Sarmiento,  se le contrapone en la autobiografía de Victoria, desde la mirada zumbona de María Rosa, la bisabuela materna, cuya abuela, a su vez, era medio hermana de Remedios Escalada de San Martín. Autoritaria, amargada y arruinada por un marido jugador, recluida en un caserón oscuro y vetusto, la señora conserva una empedernida presunción de casta que le permite mirar por encima del hombro al mismo Libertador, el "tío Pepe", tan ordinario que "hablaba como un gallego" y tan advenedizo que se había casado con "una Escalada para hacerse conocer" (Oliver, 1970: 56). Al menos, comprueba después María Rosa, la bisabuela muestra la misma falta de respeto hacia todos sus tíos, políticos o no. Criolla vieja y de hablar franco, desestabiliza, en pocas e inquietantes palabras, el monolítico antirrosismo de la oligarquía liberal: "Pero Urquiza no era mejor… [que Rosas].También ahorcaba…Ya ves ya." (Oliver, 1970: 57).

En cualquier caso, el pasado le parece a la niña María Rosa "un baúl olvidado en un altillo", lleno de objetos semideshechos "y todo, para siempre, con olor a encerrado." (ibídem: 61). Sus modelos serán otros. Están en el futuro y forman una genealogía paralela. Es el caso de Olga, la fisioterapeuta escandinava a quien sus padres contratan para ayudarla en su rehabilitación después de la polio, y que se convierte también en su mentora intelectual, iniciándola en ideales de autonomía femenina y libertad responsable. Desde el porvenir diferente que Olga ha abierto para ella, el Yo de la enunciación podrá mirar a su madre con ternura protectora, como si esa mujer menuda, de aspecto frágil, a la que una educación estrecha le ha negado placeres legítimos e inocentes (ibídem: 241), fuera de algún modo su propia hija, merecedora de una tardía reparación. 

Belleza, fecundidad, enfermedad

La "belleza" es un tópico fuerte en el tomo de Ocampo, sometido a ambigüedades y tensiones. Es frecuente que se mencione la posesión o la falta de hermosura cuando se trata del linaje femenino. La abuela Angélica Ocampo, o Florentina Ituarte (hermana de su bisabuela) son descritas como las "bellezas" de su época. En el caso de Florentina, la pérdida de la frescura juvenil la lleva al enclaustramiento voluntario: sin salir de su casa, se dedica a cuidar flores y plantas y hace descolgar todos los espejos de su mansión. La narradora presenta el caso como emblemático de la función asignada al género:

Escribió en jardines sus poemas. No se miraba en otro espejo. ¡Qué parásito social!, exclamarán algunos con reprobación. ¡Claro! Una flor del aire. Pero fuera de que en aquellos años no se le reconocía a la mujer derecho a otro papel en las clases altas, habrá siempre mujeres nacidas para ser orquídeas, de esas que viven prendidas de los árboles. Y habrá siempre hombres árboles para ellas. (Ocampo, 1982, I: 41).

Cuando no se trata de damas agraciadas, parece imponerse alguna atenuación consoladora como la que se hace sobre Victoria Aguirre: "Aquella mujer, sin belleza física pero de gran distinción, era brusca y generosa. Además, le interesaba todo cuanto se refería a nuestra América…" (Ocampo, ibídem). La presumible fealdad (aunque Ocampo nunca la atribuye con este término a sus antepasadas) se equilibra también, en este caso, mediante un rasgo tradicionalmente masculino: el coraje (ibídem: 42) que "no se ha heredado en igual dosis entre los miembros femeninos de la familia". La adorada tía abuela Vitola (la única a quien la niña mimada obedece), tampoco es hermosa: "en ningún modo era una mujer linda. La cuestión de la belleza o de la fealdad no se planteaba para mí en su caso. Vitola era Vitola. Un ser aparte." (Ocampo, 1982, I: 66).

La relación con la "belleza" no se agota, empero, en la cuestión del mandato de género. Ocampo reconoce en sí misma, desde sus primeros recuerdos, "un deleite tremendo por la belleza física" (66) más allá del género, del color y de la clase social: varones y mujeres, rubios y morenos, amos y sirvientes, ejercen sobre ella, si son bellos, una similar fascinación que puede ser independiente del deseo sexual; o bien atravesarlo y, platónicamente, trascenderlo. La belleza como forma divina envuelve con un halo numinoso a los miembros de la familia que le parecen "dioses" (Ocampo, 1982, I: 133, 135),condición inquietante que conducirá al sujeto autobiográfico a la idealización total del objeto estético y a la vez erótico, desconocido en su humanidad real, vínculo que ya se proyecta en este tomo, con L.G.F.

La conciencia de su propio atractivo le llegará sobre todo en la adolescencia y se desplegará en los tomos posteriores de la Autobiografía. Si Victoria, niña, se veía "más bien fea en el espejo" (Ocampo, 1982, I: 149), la muchacha que entra en la pubertad descubre la humillación y el splendor formae al mismo tiempo. Ambos vienen del cuerpo. La humillación le es impuesta desde los tabúes del mundo adulto, por la necesidad de ocultar la sangre menstrual como un secreto vergonzante (147-148). Simultáneamente, advierte que su figura se asemeja a la famosa estatua de Diana dela escalinata del Jockey Club. La irradiación numinosa emana ahora también desde ella misma, pero manchada, para siempre, por un destino de sangre (la menstruación, los partos). Se rebela entonces, con una terquedad profética, contra el otro mandato del género, la fecundidad: "Y ningún poder en el mundo me obligaría a tener hijos" (151).

En el mundo de Oliver, la belleza física -aunque siempre grata para esta niña de fina sensualidad- es más humana y menos divina, y no necesariamente se relaciona con la perfección estatuaria. Como en un anticipado retrato de lo que su propio destino va a depararle, se detiene en una pariente: la Guagua, atacada por una tuberculosis en la columna vertebral. Su enfermedad, precisamente por deformante de la estructura corporal, hubiera debido despojarla del consabido splendor. Pero "el mal de Pott no deformó el carácter de la Guagua, que era alegre, enfática y hábil en las labores manuales" (Oliver, 1970: 54); "…si algo la diferenciaba físicamente de sus primas, era la mayor finura de su tez marfileña, el brillo de su pelo negro y la vivacidad de sus ojos rasgados." (ibídem).

Ese mismo splendor, que surge sobre todo del temple interno, es el que iluminará la vida futura de Oliver ya adulta, a la que nadie aplicará el sobrenombre de "Guagua" (niña), y que, como lo predice su mentora Olga, no vivirá enclaustrada ni exclusivamente entre mujeres.

Oliver no se priva, por otro lado, de referirse a las bromas sobre su propia apariencia infantil, que comienzan, al parecer, con su propio nacimiento, cuando, por ser "negrita, arrugada, con mucho pelo que [le] llegaba casi a los ojos" (Oliver, 1970: 30), el cochero gallego se refiere a ella (equivocando el orden silábico), como murciegalito. La Guagua la defiende de la comparación ("Si era una preciosa y vivísima", 30), pero la nena, al mirarse al espejo, se encuentra "efectivamente cierto parecido con los murciélagos" (31). Otras anécdotas refuerzan la imagen de la "negrita" que contrasta con el modelo materno (rubia, blanca, de ojos muy celestes) y la aproxima peligrosa (y solidariamente) a otros "negritos" o "morochitos": los africanos o los "cabecitas" argentinos (Oliver, 1970: 118, 119).

La enfermedad infantil que interrumpirá su crecimiento y le impedirá volver a caminar trivializará y complicará la cuestión de la belleza. Ya no se trata de un mero (y por momentos cómico) desajuste con los estándares familiares o de clase, sino de una inhabilitación y una mutilación que la madre intentará compensar con todas las estrategias del dinero y la alta costura (Oliver, 1970: 266). Por otro lado, aunque ya ha menstruado, los otros (sobre todo, la señora Oliver) dan por descartada toda posibilidad de novio, marido e hijos (265). La púber que estas memorias describen parece aceptar la interdicción no por obediencia, sino apelando a un criterio presuntamente realista que quizá sea la máscara del pudor y del orgullo. En determinados momentos, abre una ventana más clara hacia el porvenir, mostrando la privación de la normalidad y la maternidad como el pasaporte hacia una fecundidad de otro orden: el activismo intelectual, social y político que, entre otras cosas, la comprometerá con la lucha por los derechos femeninos y para evitar una tercera Guerra Mundial (Oliver, 1970: 224-225).

Conclusiones  

Procedentes ambas del patriciado argentino, María Rosa Oliver y Victoria Ocampo construyen sus sujetos autobiográficos a partir de varios ejes enfocados de distinta manera: la unidad y la dispersión de la memoria; el cuestionamiento y la constante reinterpretación del Yo; y la relación con sus genealogías y con ciertos mandatos de género: belleza y fecundidad. Dos "anomalías" distinguen la vida de Oliver con respecto a la de Ocampo: un padre outsider en el circuito endogámico aristocrático local, y una enfermedad invalidante, la poliomielitis infantil.

Ambas escritoras establecen rupturas y torsiones en el tópico del linaje. Autorrepresentada como último eslabón de una larga cadena de fundadores y constructores de la nación, Ocampo deja de definirse solo como hija y heredera, para pedir el reconocimiento que se le debe a una madre intelectual: la de un país "ingrato", demandante de cuidados como un niño en crecimiento. Oliver evidencia los débiles y ridículos flancos de su genealogía aristocrática, reivindica las ramas bastardas dentro de su propia familia y se autoasume como miembro fraternal de la común humanidad. Incluso, desde una postura feminista, contempla con ternura protectora a su madre, dañada por la vieja crianza innecesariamente represiva, como si esta fuera su propia hija…

El esplendor de la Belleza como una forma divina fascinante y engañosa (Ocampo), o como una luz interior humana (Oliver), será contemplado y encarnado por ambas de distinta forma, pero sin atarlas a la cadena biológica reproductiva. En estas hijas primogénitas, la creatividad y la subjetividad femenina se conjugarán de manera inédita con respecto a todas las antepasadas de su estirpe.   

Notas

1.Victoria (nueve años mayor que María Rosa) sí repara, en cambio, en la madre de esta: "Antes de conocer a María Rosa, antes de echarle una mirada distraída (por ser ella una chicuela) había fijado mi atención en su madre, cuando llegaba a misa a nuestra iglesia (…). Me gustaban su cara tan fina, su peinado cuidadoso, su aire de salir del baño recién jabonadita", (Ocampo, 2000: 69-70).

2. Victoria Ocampo comenta en su reseña de Mundo, mi casa, que quien las puso primero en contacto durante su vida de adultas fue Alfonso Reyes (ibídem: 69). Más allá de las prioridades, seguramente se cimentó el vínculo a través de Frank (presencia luego constante en la vida de las dos).

3. Se trata de las cartas que Victoria añade al tomo VI de la Autobiografía. Frank menciona a María Rosa en varias ocasiones (1984: 99, 116, 119, 121).

3. Por cierto, se puede hilar más fino sobre el estatuto genérico de los dos textos. El de Ocampo lleva deliberadamente el nombre de Autobiografía, que se desplegará en varios tomos con los subtítulos adecuados a cada etapa, a cada recorte temporal. El de Oliver lo evita y tampoco establece un plan posterior. La postura del sujeto, más testigo que protagonista, centrada en el "what", sobre todo en La vida cotidiana, aproxima su producción especialmente a las Memorias (Amícola, 2007: 16).

4. No pasó por aquí, ciertamente, el "derrumbe" al que se refería Ocampo. Aunque se ha señalado cierta laxitud de la revista Sur en cuanto al apoyo inicial a la Segunda República Española y durante la guerra (Schwarzstein, 2001: 121), esta postura fue evolucionando en el transcurso de la conflagración hasta posicionarse claramente en favor de los intelectuales españoles exiliados. Victoria Ocampo prestó su ayuda personal (con sus recursos materiales y su capital relacional) a algunos de ellos (Ricardo Baeza, Francisco Ayala, Rafael Alberti), que recalaron en la Argentina (op. cit.: 120-123). La posición decididamente antifascista que luego asumirían en la Segunda Guerra Mundial colocaría a Ocampo y a su revista en contra de quienes apoyaban al Eje, como el dictador Francisco Franco.

5. La divisa de María Estuardo rezaba: "En ma fin gît mon commencement". Cabe notar que Ocampo solo reivindica la procedencia originaria (también femenina) del lema, y en ningún momento alude al mismo uso inverso (y además iterativo) de esta divisa, en el poema East Coker, de los célebres Four Quartets de T.S. Eliot ("In my beginning is my end"), que tan densamente problematizan el tiempo subjetivo de la vida humana. Tampoco menciona su uso por parte de Borges, que la atribuye a Schiller.

6. Las bastardillas están en el original.

7. Puede exceptuarse, en otra cuerda: la puramente artística, no la intelectual libresca, al pintor Prilidiano Pueyrredón.

Bibliografía

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