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Mora (Buenos Aires)

versión On-line ISSN 1853-001X

Mora (B. Aires) vol.28 no.1 Ciudad Autónoma de Buenos Aires jun. 2022

 

Reseñas

El ensayo personal. Victoria Ocampo (2021). Buenos Aires: Mar Dulce, 480 pp. Introducción y selección de Irene Chikiar Bauer.

 

Guadalupe Maradei*

 

* UBA-Conicet.

 

El volumen El ensayo personal diseña un montaje novedoso de ensayos de Victoria Ocampo de distintos períodos, organizados en diez series y enmarcados por una lectura crítica con perspectiva de género condensada en un texto introductorio de inusual consistencia.

La documentada y minuciosa introducción “Victoria Ocampo. Testimonios de una ensayista personal”, firmada por Irene Chikiar Bauer y basada en la investigación de su tesis de posgrado, invita a repensar los postulados críticos que sostuvieron que Victoria Ocampo —en tanto lectora y autobiógrafa que buscó autodefinirse a través de su lectura— solo pudo edificarse apelando a un linaje de textos masculinos.

El libro pone de manifiesto en qué medida Victoria Ocampo fue una de las más relevantes escritoras testimoniales del siglo XX, una de las contadas mujeres que, sin haber tenido la oportunidad de recibir educación formal, se atrevió a escribir en primera persona y a cultivar el ensayismo de manera ininterrumpida durante cincuenta y siete años (desde su primer artículo, “Babel”, de 1920, hasta el último tomo de Testimonios, de 1977), haciendo frente a las críticas lacerantes de sus contemporáneos (Paul Groussac y Ángel Estrada, por ejemplo, le sugirieron que, dadas sus capacidades, abandonara o cambiara de rumbo su empresa).

Chikiar Bauer hace foco en el giro de ciento ochenta grados que evidencia la escritura ensayística de Ocampo tras la lectura de Un cuarto propio, de Virginia Woolf, a quien conoció en 1934 y entabló una amistad y de quien terminó convirtiéndose en la primera editora en lengua castellana. Según este análisis, Woolf le brindó motivación y aliento así como un “sistema femenino de representación” en el que pudo proyectarse e identificarse. De hecho, el primer libro de críticas de Ocampo (el primer tomo de Testimonios) comienza con el texto “Carta a Virginia Woolf”, que se publica un año después de que la escritora inglesa le escribiera en un intercambio epistolar: “Espero que escriba un libro entero de crítica…” (p. 64). De ese modo, el papel de Virginia Woolf fue mutando y ganando gravitación en la trayectoria de Ocampo: de autora admirada a amiga, mentora, intertexto inspirador y, fundamentalmente, tono escriturario: “[…] frente al avance de una crítica literaria profesionalizada, ella se inclina por el tono woolfiano que le permite comunicar e interpretar los textos sin necesidad de educación formal” (p. 77, las cursivas me pertenecen).

Tanto para Virginia como para Victoria, que —como todas las escritoras de comienzos del siglo XX— irrumpieron en un paisaje literario dominado por hombres y por personalidades con formación académica, “citar a los grandes hombres era la prueba de que los habían leído, de que los conocían, de que podían coincidir o debatir con ellos” (p. 22), indica Chikiar Bauer.

Pero Victoria Ocampo se consideró siempre a sí misma una “lectora no pasiva”. Dos operaciones críticas recurrentes en sus ensayos refrendan esa autopercepción: la “cita polémica” y la “cita seguida de polémica”. Por ello, tampoco la relación entre ambas autoras puede reducirse a un reflejo o imitación por parte de Ocampo. Chikiar Bauer propone, en cambio, recurrir a la categoría de canibalización, la cual involucra un proceso activo de metabolización. Esa canibalización condujo en la escritura de Ocampo a un giro feminista democratizador que impactó en su definición misma de intelectual y que la llevó a abandonar definitivamente su etapa inicial de “culto al héroe”. Dicha fase, posterior a su separación en 1924, estuvo signada por esfuerzos desmesurados por alojar, promover, y agradar a autores de diversa índole (el poeta hindú Rabindranath Tagore, Keyserling, Ortega y Gasset, Ansermet, entre otros), por constantes malentendidos y por prácticas de acoso de parte de los autores agasajados, que nunca la vieron como una par en el terreno de la escritura y permanecieron siempre escépticos a que una mujer pudiera tener inquietudes intelectuales genuinas. En una carta de 1963 a su hermana Angélica, dictaminó: “Basta de soportarles pavadas a estos genios so pretexto de que son genios. Hay que desenmascarar su recóndita tilinguería… o inseguridad frente a la mujer” (p. 53).

Otra línea argumental de los ensayos de Ocampo donde se evidencia que buscó horadar los linajes masculinos es aquella dedicada a la “temática americana”. A pesar de haber nacido con un abolengo privilegiado que incluye a varios representantes de la élite criolla, lo cual generó que durante su infancia las historias de la patria se confundieran con la historia familiar —San Martín, Belgrano, Pueyrredón, Rosas, Urquiza, Sarmiento, todos eran parientes o amigos—, Ocampo vuelve una y otra vez a la genealogía de mujeres de su familia, en especial, a la figura de Águeda —su antepasada guaraní—, de quien descendía su bisabuela. Lo que interpelaba a Ocampo de las mujeres de su familia era que compartían la sumisión a una cultura patriarcal que las sojuzgaba, deudora de una educación victoriana a la que se le sumaban las restricciones del estilo español, criollo, y los preceptos de la Iglesia católica.

Rastros de esos dispositivos de control, todavía operaban en su vida adulta. Victoria Ocampo tenía 39 años cuando perdió a su padre. Recién al año siguiente se decidió a fundar la revista Sur.

En relación con las relaciones América/Europa, contrariamente al mote de “europeizante” que Ocampo y la revista Sur han recibido, desde su primer viaje a Europa, la autora tiene la impresión de ser la propietaria de un “alma sin pasaporte”, un alma sin curso, incómoda, “que no se avenía a quedarse siempre en un rincón, y como en penitencia” (p. 124). Victoria llega a establecer la conexión europea-argentina como un intercambio que beneficiaría a las dos partes y, después de la tragedia humanitaria de la Segunda Guerra Mundial, advierte que la posibilidad de apropiarse de la cultura europea en tanto patrimonio cultural de la humanidad estaría condicionada —como indicó Gandhi para la India— a que América comprenda que “no debe copiar a Europa ciegamente” (p. 83). Para consolidar estos posicionamientos fue fundamental su relación con Gabriela Mistral, con quien compartió el interés por lo americano y quien le aportó conceptos como “violencia racial” y “mestizaje racial”.

Los últimos testimonios están atravesados por su preocupación por el feminismo, el pacifismo y la política. Manifestó su opinión sobre la violación, sobre la virginidad, sobre el control de la natalidad y sobre el aborto, afirmando que “algo que concierne vitalmente a la mujer, a su cuerpo, ha de depender principalmente de ella” (p. 102).

Con más de ochenta años, además de interesarse por el movimiento de Women’s Liberation nacido en los EE.UU., Victoria fue una ávida lectora de Susan Sontag, Ángela Davis, y Betty Friedan, entre otras, y llevó varios de sus interrogantes a sus escritos. Siempre indagándose a sí misma en relación con las violencias estructurales, lo que convierte su ensayística en personal pero no autorreferencial ni narcisista. Su impronta es fuertemente espiritual y política e intersecta ambos aspectos. La nueva ética política que imagina Victoria para un mundo devastado debe injertar lo espiritual en lo político. En ese proceso, invita a las mujeres a resistir y a ejercitarse en una ‘técnica de náufragos’, llamadas a formar parte de una élite “que no será la de nacimiento, ni la del dinero, ni la de la fuerza bruta” (p. 105).

De esa manera, la escritura del ensayo personal se transformó en Ocampo en “un género que atrapa todo” y en una “poética del pensar”, a la vez, dialógico y orientado a un proceso de autoconocimiento y autorrealización en términos de construcción de identidad. Su capacidad de transformar y reelaborar los conceptos e ideas recibidas hasta darles un sentido propio, concluye Irene Chikiar Bauer, convierte a sus ensayos en manifiestos de la no-epigonía, la no servidumbre, la no ancilaridad de Victoria Ocampo respecto, no solo de Virginia Woolf, sino de los otros escritores en los que basó su canon personal.

La lectura de esta selección de ensayos apuntalados por el exhaustivo estudio crítico de Chikiar Bauer no deja dudas de que la Gioconda de la Pampa —tal como la llamaba Ortega y Gasset—, mirada sin preconceptos, ciertamente ha significado bastante más que una madrina de escritores, un puente entre dos culturas, una excéntrica editora liberal o una cara bonita.

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