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Revista del Museo Argentino de Ciencias Naturales

versão On-line ISSN 1853-0400

Rev. Mus. Argent. Cienc. Nat. vol.14 no.2 Ciudad Autónoma de Buenos Aires dez. 2012

 

NOTAS BICENTENARIO DEL MUSEO ARGENTINO DE CIENCIAS NATURALES

Buenos Aires, 1884. De cómo la fragilidad de unos esqueletos derrumbaron el proyecto de un Gran Museo Nacional

 

Silvia Ametrang1, Irina Podgorny2 & Maria Margaret Lopes3

1MLP-FGNyM, 2MLP-GGNIGET, 3MAST, Museo de La Plata, Paseo del Bosque s/n, 1900 La Plata. ametrano@fcnym.unlp.edu.ar, ipodgo@isis.unlp.edu.ar, mmlopes@mast.br

 


Resumen: Los museos de nuestro continente resultaron de una combinación de distintos factores, tal como las modas culturales, la competencia o rivalidad entre ciudades, países o equipos de trabajo y las afinidades o intercambios con determinados centros metropolitanos. En un medio donde la continuidad de los proyectos inaugurados con rimbombantes discursos nunca estaba asegurada, las alianzas y guerras científicas determinaron el rumbo de estas instituciones. Gomo mostraremos en este trabajo, en las décadas de 1880 y 1890, la competencia entre el Museo General de La Plata de la provincia de Buenos Aires y el Museo Nacional de la capital nacional, haría que el primero dejara de lado el inicial interés en la antropología para volcarse a la paleontología de los grandes mamíferos. Esta carrera por la posesión de una gran colección fosilífera puede remontarse al fracaso del proyecto de Francisco Moreno para crear un monumental museo en la nueva capital de la Nación y enviar a la campaña -allí donde se instalara la capital de la provincia- a las colecciones y director del entonces desvencijado Museo Público.

Palabras clave: Museo de La Plata; Museo Público; Francisco P. Moreno; Hermann Burmeister; Florentino Ameghino.

Abstract: Buenos Aires, 1884. How the fragility of a few skeletons triumphed over the project for a Grand National Museum. The museums of our continent are a result from a combination of factors, such as cultural trends, rivalry between cities, countries, and research teams, and the affinities or exchanges with metropolitan centers. Alliances and scientific wars determined the course of these institutions. As we show in this paper, in the 1880s and 1890s, competition between individuals, the Museo General de La Plata of the Province of Buenos Aires and the Museo Nacional of Buenos Aires would define the paths they would follow and a race for the possession of a large fossiliferous collection.

Key words: Museo de La Plata; Museo Público; Francisco P. Moreno; Hermann Burmeister; Florentino Ameghino.


 

INTRODUCCIÓN

Hasta hace unos veinte años, la historiografía sobre los museos sudamericanos de historia natural era prácticamente inexistente, mereciendo apenas una mención entre los establecimientos creados en el desarrollo de las ciencias. Abundaban, en cambio, los relatos donde el devenir de estas instituciones se entendía como la obra de alguna figura visionaria. En ese tipo de trabajo, los museos se planteaban como sujetos de un relato que los transformaba en una encarnación de la biografía de sus directores y en una empresa de creación de la grandeza nacional (Farro, 2009; Podgorny, 2007).
En ese marco de celebración de la individualidad de los museos y de sus fundadores, muy pocos pensaban en las conexiones existentes entre ellos en una escala iberoamericana o, mucho menos, transoceánica (cf. Lopes, 1997, 1998, 1999, 2000; Lopes & Podgorny, 2000a). Esto a pesar de la existencia del trabajo de la historiadora estadounidense Sheets-Pyenson (1988), quien había encuadrado al Museo de La Plata y al Museo Nacional de Buenos Aires en la expansión de la llamada "ciencia colonial". Inaugurando una línea de trabajo comparativa, mostraba las semejanzas entre museos situados en Australia, Canadá o la Argentina. Allí, los museos extra europeos, sus colecciones y directores se insertaban en una red internacional de intercambio de datos, de publicaciones, de saberes y prácticas ligadas a la promoción de un tipo arquitectónico, de formas de exhibición y organización de las disciplinas científicas. La similitud del mobiliario, las pautas de seguridad, la preocupación por la preservación de los ejemplares y los modos de iluminación parecían repetirse en cada ciudad. Las diferencias surgían, en todo caso, del contenido de las vitrinas. Los museos, incorporados en una red de referencias arquitectónicas y en una lógica de exhibición compartidas, se volvían, en ese sentido, comparables.
Sin embargo, el modelo planteado por Sheets-Pyenson (1988) no fue cuestionado, tampoco, aceptado. A su publicación se le respondió con silencio, no tanto como resistencia sino como expresión de la clausura y aislamiento que dominaba en el panorama historiográfico de las tradiciones científicas "nacionales". Muchas veces a cargo de quienes se consideran herederos de las mismas, estos relatos se referían a un pasado local, donde no tenía cabida la referencia a una bibliografía que hubiese mostrado el lado menos excepcional de estos emprendimientos. En esos años de estudio de las ciencias nacionales y de desinterés por los museos como objeto de estudio, "Catedrales de la ciencia" fue simplemente ignorado (cf. Lopes & Podgorny, 2012).
Hubo que esperar hasta el fin del milenio para que esas discusiones, finalmente, empezaran a aparecer en Brasil y la Argentina (Lopes, 1997; Pérez Gollán, 1995; Podgorny, 1995).
Para entonces, el estudio de estas instituciones había ido mucho más allá de los planteos de la llamada historiografía de la "ciencia colonial". Casi de manera paralela, la década de 1990 fue testigo del surgimiento del interés en los espacios del saber: los gabinetes de rarezas, las colecciones de los objetos más diversos y la sociabilidad urdida a través de la recolección de naturalia y memorabilia en distintos momentos de la historia europea generaron una enorme bibliografía, nuevas revistas y renovadas discusiones. Los criterios de clasificación, la circulación de imágenes y especímenes, el viaje de campo, las instrucciones para recolectar y observar mostraron que el museo ocultaba, en realidad, un mundo de dimensiones mayores a las comprendidas por las salas de exhibición y los depósitos. En forma concomitante a la consolidación del estudio de la cultura material y a los diversos giros que la historia de la ciencia fue incorporando a partir de 1985 (Secord, 2004), esos nuevos trabajos buscaron inspiración en la bibliografía que estaba surgiendo sobre coleccionismo y circulación y formas del conocimiento, donde la microhistoria y la micropolítica institucional jugaban un papel fundamental.
Curiosamente, el mayor impacto de la obra de Susan Sheets-Pyenson no provino de su riqueza historiográfica sino de la sonoridad del título. Subrepticiamente y, quizás, como efecto no deseado, las "catedrales de la ciencia" y, sobre todo, la metáfora de los museos como "templo", hicieron que muchos aficionados a la historia jugaran con esa imagen, enfatizando el aspecto meramente simbólico o representativo de estas instituciones y olvidándose de la complejidad allí escondida. Muchos hasta creyeron que los museos habían sido creados para ocupar el lugar de las iglesias (cf. Podgorny, 2005a). Esta línea, promovida por la crítica ideológica de los llamados "estudios culturales" y "postcoloniales" se combinó con el furor que en la década de 1990 desencadenaron los trabajos sobre el nacionalismo, la construcción de las tradiciones y la creación de "comunidades imaginadas" de Eric Hobsbawm y Benedict Anderson. En ese marco, se instaló el lugar común que desde los museos se establecían como máquinas de representación de la Nación. Nadie, sin embargo, se encargó de demostrar este enunciado. Dejándose impresionar por los edificios monumentales, creyeron en la eficacia de los mismos, repitiendo los tópicos que los creadores usaban al defender la necesidad de construirlos. En esos relatos llenos de juegos de palabras, los museos aparecen como instrumentos del poder y ojos de un estado que, con un poco de suspicacia y oficio historiográfico, hubiesen descubierto menos fuerte del requerido por la lógica de estos ensayos. Contrariamente a lo revelado por la historiografía más reciente sobre los Estados iberoamericanos del largo siglo XIX, ese tipo de trabajos refuerza las conclusiones de las posturas más tradicionales sobre la ciencia y sus instituciones pero valorándolo con el signo contrario: se insiste en el papel fundamental que habrían tenido en la creación de los estados nacionales pero ahora ya no como vehículo del progreso sino de la dominación y consolidación del lado oscuro de la modernidad.
No obstante, esta oleada empezó a mostrar la complejidad del tipo de actores involucrados y las tensiones entre la expansión de un modelo internacional y la emergencia de las instituciones locales. Asimismo, las nuevas investigaciones mostraron las flaquezas del modelo de Sheets-Pyenson y la mediación de los que algunos dieron en llamar las "escalas" americana en la difusión "los modelos europeos" (Lopes, 1997): los museos de estas regiones más que inspirarse "directamente" en los de París, Washington o Londres, surgían en respuesta a las instituciones creadas en ciudades mucho más cercanas. Montevideo, Buenos Aires, La Plata o Río de Janeiro fueron, para muchos, aún para los científicos europeos radicados en estas regiones, ejemplos más palpables que los transatlánticos (Lopes, 2000; Lopes & Podgorny, 2000b). En esa misma línea, se hacían evidentes los intercambios entre los naturalistas e investigadores del hemisferio sur. Interesados en describir la fauna, la flora, el reino mineral y las características de los grupos humanos de la parte austral del continente, pronto aprendieron que se hacía necesario conocer el estado de la cuestión en las zonas equivalentes de África, Oceanía, Australia y algunas zonas del Océano Índico (Podgorny, 2005; Lopes & Podgorny, 2007). Esa circulación permitió, asimismo, pensar qué tipo de museo se quería. Por ello, no llaman la atención los argumentos que Florentino Ameghino, Director del Museo Nacional de Historia Natural de Buenos Aires entre 1902 y 1911, usara ante el gobierno argentino para negociar un nuevo local (Figs. 1, 2).


Fig. 1
. "El Museo Nacional", Caras y Caretas, 1911


Fig. 2. "El Museo Nacional", Caras y Caretas, 1911

"por su edificio e instalación actual se encuentra a un nivel más bajo que los museos de provincia, departamentales y municipales de poblaciones o ciudades de último orden. Hasta colonias aisladas en la inmensidad del Pacífico, en los últimos confines del mundo civilizado, como Nueva Zelandia, tienen sus museos instalados en edificios monumentales construidos expresamente." (Ameghino, 1934: 455)

En la medida que los directores de los museos conocían los progresos de las instituciones análogas de otros lugares del mundo, la historiografía también hubo de dar cuenta de esas dinámicas que mediaron en la recepción de las ideas y los modelos de un museo de primer orden: las imágenes del museo ideal resultaron de una combinación de distintos factores, tal como la cercanía geográfica, la competencia o rivalidad entre ciudades o equipos de trabajo, las afinidades o intercambios con determinados centros metropolitanos.

¿PARA QUÉ UN MUSEO?

Aunque la posesión de "un museo" se equiparaba a un símbolo de civilización y con el tono de los tiempos, este argumento más de una vez fue entendido como lo que era: un mero lugar común. Tal es así que hacia 1900, un viajero, al constatar el estado ruinoso de varios museos creados en las provincias argentinas, se preguntaba:

¿Por qué existen? ¿Para qué, si no responden a necesidad alguna? (...) Fundados los museos más por la necesidad de tener iniciativas y hacer algo muy importante, que por otras razones, los gobernantes hallaron en su obra un título digno de honrosa mención, como que a nadie puede decírsele, usted ha hecho mal en darnos un museo" (Holmberg, 1902: 272-3).

Lejos del sentido común, la reflexión de Eduardo Alejandro Holmberg exhibe los problemas afrontados por los museos más allá del discurso o decreto de fundación. Asimismo, nos recuerda que todas las instituciones, argentinas o no, para sobrevivir deben negociar permanentemente sus funciones y presupuesto y que muchos proyectos no sortearon ese desafío (Farro, 2009; García, 2010). Otros lograron instalarse gracias a complejas negociaciones donde se proclamaba las enormes ventajas que traerían a la Patria. Sin embargo, los políticos no terminaban de convencerse y, en el mejor de los casos, requirieron pruebas de la capacidad de adaptación de sus promotores. Como lugar común, la necesidad de un museo fue compartida por políticos, profesionales y aficionados a la ciencia, asociándose también a la exploración del territorio y a un fin que parecía no completarse nunca: el conocimiento de las riquezas de estos pueblos y la exploración del país. Estos problemas nos remiten también al papel que los museos de historia natural adoptaron en países como la Argentina y Brasil: un locus privilegiado para la producción del conocimiento (Lopes, 1997). En ese sentido, los museos se armaron como el repositorio de la evidencia y de las observaciones de las distintas disciplinas científicas que, en muchos casos, se creaban o consolidaban alrededor de las colecciones. Sin embargo, como un problema estructural estos museos de fines del siglo XIX amasarían grandes colecciones que no catalogarían. En ese sentido, el supuesto inventario de recursos se postergaba hacia un horizonte cada vez más lejano. Los museos, lejos de ordenar los recursos del territorio, parecían promover su propia saturación, el desorden interno y la incapacidad para procesar los datos, debida no a una carencia esencial sino a la falta de una burocracia capacitada y remunerada como para registrar las entradas de los objetos. De esta manera, los engranajes de funcionamiento de los museos movilizaron enormes volúmenes de materiales pero no pudieron garantizar el acceso a ellos una vez guardados en el espacio del museo. Esta situación, repetida con pocas variaciones en Berlín, La Plata, Buenos Aires y Londres, llevó al egiptólogo inglés William Flinders Petrie (1904) a definir a los museos como "osarios de pruebas asesinadas" (Podgorny, 2008, 2012), queriendo decir con esto que sin el ajuste entre las coordenadas del trabajo de campo y las del catálogo, las cosas acumuladas no servirían para nada.
Estos aspectos nos remiten a las redes de intercambio y de provisión de datos y artefactos tendidas entre los científicos y las administraciones de los museos a nivel continental y transcontinental. Los intercambios y circulación de datos y objetos a veces fueron favorecidos por la afinidad lingüística y cultural de aquello que se ha dado en llamar las "comunidades científicas diaspóricas" que, en otros casos o circunstancias, actuaron, también entorpeciéndola gracias a la competencia desencadenada entre los integrantes de esa supuesta comunidad (Podgorny, 2002; Rieznik, 2011). Alemanes, franceses, estadounidenses, sardos, portugueses y "nacionales" se aliaron y desarmaron alianzas en función de los intereses que surgían del estudio de la ciencia y la necesidad de supervivir. En un medio vivido como hostil a la ciencia (Vessuri, 1995), donde nunca estaba asegurada la continuidad de los proyectos, las alianzas y guerras científicas estuvieron a la orden del día entre connacionales. En las líneas que siguen se analizará una de esas contiendas ligadas al establecimiento de un gran museo nacional monumental en Buenos Aires, una vez que esta fuera declarada capital de la Nación.

EL GRAN MUSEO NACIONAL

En 1880, Francisco P Moreno y Florentino Ameghino se encuentran en París. Mientras el segundo, buscando reconocimiento, había llegado con sus colecciones para la exhibición y venta en la gran vidriera de la exposición de 1878, el segundo lo hacía instigado por el Ministro de Gobierno de Buenos Aires, huyendo de la acusación de desertor de una misión oficial en Patagonia (Podgorny, 2002, 2009). En 1881, casi coincidiendo con la inauguración del edificio de las colecciones de historia natural del British Museum en South Kensigton, ambos se asocian para pergeñar un gran museo monumental en Buenos Aires, nueva capital de la Nación y para desplazar a la campaña, allí donde se estableciera la capital de la provincia, las colecciones y director del anticuado Museo Público. Este, como la biblioteca y el archivo, pertenecían a esa serie de creaciones postindependentistas, localizadas en la ciudad de Buenos Aires bajo la égida de la administración provincial. El museo público provincial, creado en 1823, localizado en la Manzana de las Luces y dirigido por Hermann Burmeister desde la década de 1860, merecía las críticas de las generaciones más jóvenes por su estado vetusto y por su carácter de gabinete, desde donde exclusivamente se alimentaba la gloria científica internacional del director1. Mientras para algunos políticos esa notoriedad terminaba impregnando el nombre de la provincia, los jóvenes -alemanes y argentinos- deseosos de ascender en el mundo científico local veían en la arcaica visión de las ciencias naturales de Burmeister, una traba a sus carreras y un impedimento para ponerse a tono con las ciencias más modernas (cf. Podgorny & Lopes, 2008). En los años que van de 1881 a 1884 se dan dos procesos: primero, como hemos relatado en otro lado (Podgorny & Lopes, 2008), el debate en las cámaras sobre el proyecto del Gran Museo Monumental Nacional, a establecerse en Buenos Aires, dirigido por Moreno, alimentado por las colecciones del Museo Antropológico de la Provincia y enriquecido con las colecciones prehistóricas europeas y americanas que Ameghino traía de Europa. En las cámaras el asunto se trató haciendo énfasis en dos cosas: la competencia con otras ciudades americanas -Río de Janeiro y Washington- que ya poseían sus "museos nacionales" y la "deuda" que se tenía con Moreno. Ameghino estaba convencido que el museo comenzaría a instalarse en enero de 1882. Burmeister estaba furioso y, según Ameghino, a punto de renunciar y regresar a Europa. Con ese entusiasmo, Ameghino le escribe a Pizarro, ministro de Instrucción Pública de la Nación (de quien dependería el Museo) para donar su colección destinada al nuevo establecimiento. Sin embargo, días después Pizarro renuncia sin antes haber firmado el decreto necesario para organizarlo. El ministro Eduardo Wilde, en Julio 1882, se declara enemigo del proyecto, mientras Ameghino inicia su relación científica y política con los hermanos Adolfo y Oscar Doering de la Academia Nacional de Ciencias de Córdoba. Urdida alrededor de los moluscos fósiles y la geología del Cenozoico, esa alianza se propone "demoler la orgullosa villa de los Diluvianista", es decir, los "caprichos de Burmeister" (Podgorny, 2011).
El fracaso de 1881-2 muestra la labilidad de las leyes y de las alianzas necesarias para la creación de nuevas instituciones pero también la capacidad para reacomodarse a esas condiciones de trabajo. Como hemos dicho en otro lado, Moreno, gran amigo de las leyes de la supervivencia, logró que la provincia de Buenos Aires cobijara la idea del Gran Monumento para sus huesos. Aunque en su autobiografía Moreno hizo del Museo de La Plata un destino presagiado desde su infancia, en realidad, como acabamos de mencionar, el Museo General de la Provincia de Buenos Aires surgió de las cenizas del proyecto de museo nacional (Podgorny & Lopes, 2008).
Poco después, en enero de 1884, Julio A. Roca creaba una comisión encargada de convenir con el gobierno de la provincia la nacionalización del Museo Público y la repartición de los documentos y objetos de la Biblioteca Pública y Archivo General. Burmeister, como recuerda Lopes (2000) apeló a la fragilidad de los huesos de los grandes mamíferos de la Pampa para anclarse en la ciudad del puerto:

"Con respecto a la traslocación del Museo me permito decir como causa meritable que todos los fósiles preciosos formando un verdadero tesoro científico serán rotos por cada modo de transporte porque los huesos privados de un sustrato orgánico de la cola se descomponen por el solo movimiento de los carros sobre el pavimento de las calles y todavía más por el movimiento rápido de los vagones del ferrocarril..." "También debe negándose que la [...] de los objetos del museo del tiempo de antes de mi dirección son regalos, hechos por familias habitantes de Buenos Aires mismo, para decorar [...] que pueblo porteño y dar a si mismo una satisfacción patriótica, pero no para dejarlos en otro lugar de la provincia."

El Museo Público de la Provincia se transformaría en Museo Nacional el 1 de octubre de 1884. Burmeister prefirió un museo chico y deteriorado, enclavado a pocos metros de la Plaza de Mayo, a cualquier promesa de expansión hacia el futuro. Antes, en julio de 1884, ya habían llegado a La Plata las colecciones del Museo Antropológico, depositadas en el edificio del Banco Hipotecario de la Provincia hasta que el museo, según los promesas del gobernador, tuviera su propio edificio, proyecto aprobado en septiembre de ese mismo año. El Museo General La Plata se crearía dos días después. La competencia con Buenos Aires no se cerraría durante todo el proceso de construcción y armado de las colecciones: por varios años Moreno, al pedir recursos al gobierno de la Provincia planteaba que era necesario proseguir con la obra que cimentara "un establecimiento que rivalice con el que tan patrióticamente cedió a la Nación". La contienda con el Museo Nacional solo se moderaría gracias a la guerra fosilífera desatada entre Moreno y los hermanos Ameghino a partir de 1887, que pondría gran parte del interés en los yacimiento de la Patagonia (Podgorny, 2002).

CONCLUSIONES

La ubicación del museo en la ciudad, las grandes salas de exhibición y los edificios monumentales cobraron para los científicos un valor simbólico y político. Representaron su capacidad de negociación y las alianzas tejidas para conseguirlos, ya no tanto como necesidad para su trabajo cotidiano sino como monumentos a su capacidad de gestionar recursos para el desarrollo de disciplinas hasta entonces encarriladas privadamente (Podgorny, 1997, 2005, 2009). Permanece como un tema pendiente la relación entre los científicos y las exhibiciones, un espacio que, aparentemente, estuvo dedicado casi con exclusividad al público general. Poco a poco, los científicos irían abandonando hasta su interés en las mismas, apareciendo nuevas profesiones encargadas exclusivamente de su cuidado y diseño. La práctica de la ciencia se refugiaría en los laboratorios, los depósitos y las clases universitarias, lejos de la mirada pública. Sin un uso verdadero de los materiales expuestos, el museo -como institución-continuaría actuando como vitrina y espacio de representación de la ciencia. El gran museo decimonónico pudo haber surgido como necesidad de disputar nuevos nichos para estas nuevas prácticas científicas y, sobre todas las cosas, para lograr los favores y la protección económica del Estado. En la Argentina, como en Inglaterra y en otros países, tales iniciativas, para concretarse, necesitaron de individuos flexibles a los rumbos de la política. Quienes supieron entretejer su prestigio personal y sus redes sociales con los supuestos intereses de la Nación lograron llevar adelante dichos proyectos. En el caso argentino, la labilidad del Estado complica la historia aún más y quizás nos sugiera explorar con más cuidado ciertos lugares comunes sobre la alianza entre "la ciencia", "el poder" y "el control estatal".
Y aquí surge un problema: si el Estado y la Nación no son los sujetos que empujan la creación de museos, ¿cómo evitar una historiografía que se centre en la voluntad de esos artífices de su supervivencia y contar la historia de los museos tomando a los fundadores como centro, o peor aún, como autor? Más allá de la ilusión biográfica, tampoco se trata de una situación como la que se da en los Estados italianos de la modernidad inicial, cuando la identidad del coleccionista estaba íntimamente ligada a su colección (Findlen, 1994). Entender al museo como una herramienta del Estado permitiría salvar este aspecto. Sin embargo, los datos concretos atentan contra ese argumento. Exagerando, podríamos decir que los museos no son el resultado de grandes políticas sino de pequeñeces y alianzas imprevisibles. En los museos, como en todas las instituciones, científicas o no, rige la política del poder de las relaciones urdidas en el seno de las mismas; la contingencia de los acontecimientos y los automatismos de las acciones y del discurso. Sin dudas, es un desafío para las nuevas generaciones pensar cómo escribir estas historias sin un sujeto claro o, dicho de otra manera, incorporando a los agentes humanos y no humanos y a las constelaciones de acontecimientos y circunstancias que sostienen sus éxitos y fracasos.

NOTAS

1. En otros trabajos hemos analizado la ruptura y discontinuidad de la creación rivadaviana con la circular de la década de 1810 que -en este caso- permite festejar, de acuerdo a la marca de los tiempos, este bicentenario del Museo Bernardino Rivadavia (cf. Podgorny & Lopes, 2008)

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Recibido: 28-09-2012
Aceptado: 01-01-2012

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