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La zaranda de ideas

versión On-line ISSN 1853-1296

Zaranda ideas vol.18 no.1 Ciudad Autónoma de Buenos Aires jun. 2020

 

Artículo

Violencia carcelaria y precariedad desde la experiencia de expresidiarios en Monterrey, México

Prison violence and precariousness from the experience of ex-convicts in Monterrey, Mexico

Juan Carlos Ocampo Alvarado1  * 

Emilio González Cavalli2 

Juan Antonio Doncel de la Colina3 

1Centro de Estudios Interculturales del Noreste. Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey. Monterrey, Nuevo León, México. E-mail: A00825409@itesm.mx

2Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey. Monterrey, Nuevo León, México. E-mail: A01193850@itesm.mx

3Centro de Estudios Interculturales del Noreste. Monterrey, Nuevo León, México. E-mail: jdoncel@tec.mx

RESUMEN

Estadísticas señalan la frecuencia y ubicuidad de la violencia en las cárceles mexicanas, pero no se ha esclarecido su papel en la convivencia entre internos. Al respecto, pocos estudios han considerado la perspectiva de los internos dejando una brecha en la literatura. Este artículo pretende analizar el rol de la violencia en la estructuración social dentro del espacio carcelario. Para ello, se entrevistaron cuatro personas expresidiarias y un informante clave. A partir de sus narrativas se desarrolló una interpretación sistemática de su realidad social y material. Se concluye que el dominio sobre los recursos, saberes y demás internos, epifenómenos del microsistema económico carcelario condicionan la violencia instrumentalizándola y regulándola. No obstante, la violencia está supeditada a la condición de precariedad del espacio carcelario y sus actores vinculando la violencia entre internos con la violencia institucional, menos llamativa pero igual o más recalcitrante, que ejerce la autoridad penitenciaria.

Palabras clave: Violencia carcelaria; Precariedad; Microsistema económico; Expresidiario

ABSTRACT

Statistics reveal the frequency and ubiquity of violence in Mexican prisons but its role in the cohabitation of inma- tes has not been clarified. In this respect few studies have considered the perspective of the inmates, leaving a gap in the literature. This article aims to analyze the role of violence in the social structuring within the prison space. We interviewed four former prisoners and a key informant. Based on their narratives we developed a systematic interpretation of their social and material reality. We conclude that control over resources, knowledge and other inmates, epiphenomena of the prison’s economic microsystem, condition violence by instrumentalizing and regulating it. However, violence is subordinated to the precarity of the prison space and its actors, linking violence bet- ween inmates with the institutional violence, which is less conspicuous but equally or more recalcitrant, exercised by the prison authority.

Keywords: Prison violence; Precarity; Economic microsystem; Former prisoner

INTRODUCCIÓN

En los últimos años, los alarmantes índices de violencia del país llevaron al Estado mexicano a desplegar una política de seguridad punitiva caracterizada por el endurecimiento de las penas y no una mayor eficiencia en la detección y judicialización del crimen (Bergman & Azaola, 2007). Con 204000 personas privadas de libertad, México se convirtió en uno de los países con mayor número de prisioneros (Walmsley, 2018). Estos se encuentran recluidos en aproximadamente 308 instituciones penitenciarias (Comisión Nacional de Derechos Humanos 2018, 2019). Durante años, dichos centros han sobrepasado su capacidad entre un 10,24% y 29,6%, reportando que hasta el 47,3% están sobrepoblados (Gómez, Aguirre & García, 2016; Instituto Nacional de Estadística y Geografía, 2017).

Las consecuencias de estos y otros hechos, como la corrupción institucionalizada, fueron evidenciadas por la Comisión Nacional de Derechos Humanos (2018), la cual concluyó que de 165 centros estudiados el 72% tenía condiciones materiales deficientes, el 84% estaba falto de personal de seguridad y el 40% no era efectivo en prevenir o atender incidentes violentos. Los datos de la Encuesta Nacional de Población Privada de la Libertad (2016) soportan estos hechos, revelando que: el 45,6% de los encuestados compartió su celda con más de cinco personas, el 56,2% no identificó bienes básicos proporcionados por el centro y el 33,2% fue victimizado de alguna forma dentro de instalaciones penitenciarias.

Tal panorama, caracterizado por un explosivo crecimiento de la población penitenciaria y el deterioro gradual de su calidad de vida, ha configurado una auténtica crisis que cada entidad federativa enfrenta desde sus condiciones (Bergman & Azaola, 2007). En México, el objetivo del régimen penitenciario, como versa el art. 18 de la Constitución, es “lograr la reinserción del sentenciado a la sociedad y procurar que no vuelva a delinquir”. No obstante, la literatura presenta una realidad distinta. Hace más de una década y considerando las condiciones operativas de los penitenciarios, Coca (2007) advirtió:

[Las cárceles son] instituciones generadoras de odio hacia las autoridades, de rencores, y representan en sentido estricto un factor altamente criminógeno (...) pues en las prisiones se profesionaliza la delincuencia en distintas actividades ilegales y al alcanzar la libertad ejerce su acción perniciosa en contra de la propia comunidad (Coca, 2007, pp. 185-186).

Las cárceles son, en primera instancia, espacios. Wacquant (2002) define el espacio carcelario como un microcosmo dotado de sus propios tropos materiales y simbólicos donde convergen procesos sociales, políticos y culturales que resuenan dentro y fuera del amurallado. Por una parte, su componente geográfico se encuentra en permanente construcción, renegociándose iterativamente a través de las prácticas tanto físicas como discursivas de los actores sociales que lo habitan (Bello, 2013). Por otra, se produce intersubjetivamente desde la intersección entre la multifonía de experiencias que lo atraviesan (Fioravante, 2012). No obstante, las condiciones del sistema penitenciario mexicano han convertido estos espacios en el caldo de cultivo de aquello que se planeaba erradicar (Espejel & Díaz, 2015).

Formalmente ideado como un lugar regulado y administrado para el encierro, la cárcel ahora es un espacio que consiente las manifestaciones más horrísonas de violencia y normaliza sus modos más sutiles e insidiosos. En sus múltiples dimensiones (institucional, económica, física y simbólica), la violencia inunda el espacio y supedita a los actores de este. Afecta a internos y funcionarios, postulando un dilema deontológico y otro consecuencialista: por un lado, atañe los principios de justicia en términos de derechos fundamentales y por otro repercute no solo en la salud física y emocional de los involucrados, sino también en su moral y la legitimidad de la institución (Trajtenberg & Sánchez, 2019).

En este panorama, la violencia se torna un tema de amplio interés antropológico, especialmente aunada a la precariedad. Este concepto, ha transitado más allá de su uso generalizado para definir aquello de poca estabilidad relativo a lo económico y laboral hasta asociarse a una condición social o situación de vulnerabilidad, fruto de condiciones sistémicas que conducen a hablar de exclusión y marginalidad (Cavia & Martínez, 2015). En ese sentido, la precariedad da cuenta de la construcción de ciertos sujetos colectivos significados socialmente a partir de la carencia de determinados atributos sociales y materiales desposeídos de sus derechos y sometidos a relaciones de servidumbre aparentemente permanentes (Gil, 2014). Son quienes Butler (2009) señalaría como aquellos fuera del amparo que garantiza sus mínimas condiciones de vida, es decir, su posibilidad.

Si la precariedad no es una carencia precisa sino un inciso en la vida social, esta no puede ser vista como el subproducto luctuoso de las falencias de un sistema, sino como un mecanismo forzoso del funcionamiento del mismo. Interrogarse sobre la compleja interacción de la violencia y precariedad puede arrojar luz en la construcción del sujeto presidiario, la experiencia carcelaria y su confluencia con la institución. Con base en lo planteado, el objetivo de este estudio es analizar el rol de la violencia como elemento central en la estructuración social de la vida colectiva dentro de espacios carcelarios mexicanos. Específicamente, se analizan narrativas de la experiencia carcelaria de expresidiarios varones de un Centro de Reinserción Social (CERESO) del área metropolitana de Monterrey.

Antecedentes empíricos

Hace casi dos décadas, Rhodes (2001) advirtió del escaso trabajo empírico antropológico en prisiones. Hoy por hoy autores como Looman y Carl (2015) señalan que, aunque exista vasta literatura sobre la cultura carcelaria, la mayoría proviene de una visión externa y, a nivel global, son relativamente pocos los estudios que se han aventurado al estómago de la bestia por los muchos retos que ello implica. Muchas veces se presume que los internos serán sujetos poco cooperativos y retadores para trabajar o, en su defecto, que las prisiones, al ser ambientes altamente regulados, restringirán en demasía la labor investigativa (Waldram, 2009). Aunado a esto, las características distintivas de la realidad penitenciaria mexicana, como la presencia del narcotráfico, los cárteles y pandillas, lo vuelven un caso incluso más desafiante (Calveiro, 2010). No obstante, existen varios ejemplos a mencionar.

El trabajo de Payá (2006), publicado hace casi quince años, se centró en estudiar los sistemas de exilio, las instituciones carcelarias y su significado social aludiendo desde la realidad mexicana a la tradición foucaultiana del celebérrimo Vigilar y Castigar. El autor, haciendo uso de técnicas socioantropológicas, retrata la vida cotidiana de los internos en relación a sus pares, destacando los códigos informales, argot penitenciario, identidades como formas de adaptación y la resignificación del cuerpo a través de los tatuajes, cicatrices y otras expresiones. En una línea similar, Parrini (2007), a partir de exhaustivas entrevistas a quince internos, presenta una visión integral de los dos sistemas sociales que cohabitan y operan simultáneamente en los confines de la cárcel: la institución y los internos. Este estudio se concentra en describir las estructuras relacionales que se gestan entre internos y la forma en la que condiciona el desarrollo del día a día dentro de prisión.

Más adelante, Calveiro (2010), con base en entrevistas a ex reclusos de Ciudad de México, se interesó por cómo el orden político y social de los distintos modelos penitenciarios producen y reproducen un orden corporal específico que se exterioriza en el cuerpo de los privados de libertad. Bergman, Fondevila, Vilalta y Azaola (2014), desde un abordaje cuantitativo a través de encuestas, construyeron un perfil demográfico del criminal y caracterizaron el funcionamiento de varios centros penitenciarios en diferentes estados mexicanos. Lozano (2015), por otra parte, denunció la alta presencia de personas pobres en las cárceles mexicanas y la espiral de violencia en la que se ven sometidos por las organizaciones delictivas con presencia en ellas. Peñuelas (2016), desde su interés por las instituciones totales, entrevistó personas privadas de libertad en pos de atisbar cómo reproducen su cultura, normas, condiciones sociales y relaciones de poder a fin de construir una dicotomía sujeto dominado-sujeto dominante. Por último, en su estudio con extraficantes, García (2018) plantea el fenómeno de la violencia carcelaria en relación al discurso del narco y sus concepciones de género, pobreza y violencia.

METODOLOGÍA

Se empleó la entrevista a profundidad, técnica que, según Taylor, Bogdan y De Vault (2015), consiste en encuentros dirigidos a comprender la perspectiva de los informantes respecto de sus vidas, experiencias o situaciones, a partir de su discurso. Las entrevistas fueron realizadas por los autores en marzo de 2019 y el guion se organizó en cinco bloques de interés: vida antes de prisión, vida en prisión, vida después de prisión, percepción social e identidad propia. Considerando el propósito y alcance de este estudio, se analizó el bloque sobre vida en prisión. Siguiendo los lineamientos por Hernández-Sampieri y Mendoza-Torres (2018) para el diseño muestral de investigaciones cualitativas, se definieron la unidad de análisis, universo y muestra.

La unidad de análisis es el tipo de caso a estudiar que, con base en el propósito de este estudio, son las personas con experiencia convivencial en espacios carcelarios mexicanos. A continuación, considerando que el 95% de población reclusa mexicana es de género masculino, el universo de estudio se limita a hombres. Además, a fin de que se hayan integrado al ecosistema penitenciario, se limita el universo a hombres que hayan sido privados de su libertad por un periodo mayor o igual a cinco años. También, pretendiendo que hayan procesado la influencia identitaria del sistema penitenciario en el ámbito social, se considera que hayan sido liberados al menos dos meses previos a la entrevista.

Para la selección muestral se tomaron las siguientes consideraciones. Se reconoce que la experiencia varía drásticamente según el penal y región, por lo que se señala que los sujetos fueron recluidos en centros de la zona metropolitana de Monterrey. También la edad de los informantes al ser recluidos, liberados y entrevistados tiene incidencia en vivencia y discusión de su experiencia, por lo que se considera en la elección muestral. Por último y de la misma manera, la reincidencia penitenciaria también influencia la forma en la que es percibida la privación de libertad. Considerando las capacidades operativas y los retos para acceder a la población, se decidió una muestra de voluntarios por conveniencia, aquella compuesta por informantes a los que se tiene acceso y participan voluntariamente (Hernández-Sampieri & Mendoza- Torres, 2018). LaTabla 1presenta características de los informantes.

Tabla 1· Sumario de informantes 

Se pretendió incluir un espectro de sujetos que cubra en lo posible los criterios para la selección muestral que se consideraron más relevantes (Doncel, 2011). Finalmente, los informantes se encuentran en un rango etario similar, mientras que existe una mayor diversidad en el tiempo de reclusión y libertad. Por un lado, se cuenta con informantes que fueron recluidos de 5 a 22 años y, por otro, que han estado en libertad entre dos meses hasta más de un año. El primer acercamiento a la muestra fue posible dado que un autor tiene relación con personas que prestan servicios de desarrollo humano dentro de un penal de la zona señalada.

A partir de dicha relación con sujetos de la población y colaboradores de la institución, se contactó a la muestra final de cuatro sujetos expresidiarios y un funcionario con contacto cotidiano con los internos. Las entrevistas se realizaron de forma individual y en espacios públicos. La confianza entre el autor y los informantes permitió un abordaje abierto, capaz de indagar a profundidad las temáticas de interés. Tras recabar, registrar y codificar las narrativas expresadas, se empleó el método de análisis cualitativo de Taylor, Bogdan y De Vault (2015) a través del cual se desarrolló una interpretación sistemática de la realidad social y material de los informantes. A continuación, se exponen los resultados.

RESULTADOS

La suspensión de libertad como sanción judicial es comprendida temporalmente en tres momentos consecutivos y procedimentales: el arribo, el encarcelamiento y la liberación. En el primero, la persona llega al centro de detención, donde se ejecuta una retahíla de mecanismos burocráticos para su admisión institucional. El segundo abarca cronológicamente el grueso de la experiencia, pues el sujeto (ahora interno) transita el tiempo de su pena. Finalmente, el tercer momento refiere al fin de la detención, resultante de diversas circunstancias desde la cumplimentación del tiempo establecido hasta el desahucio médico. Este artículo se enfoca en el segundo momento.

La gestión del tiempo y de la propia vida: entre la rutina y la pelea

“Es muy diferente el rol de vida aquí [en prisión]. Cuando uno llega ahí al encierro, empiezas tú a hacer tu círculo de vida. Es un círculo que siempre haces lo mismo, lo mismo, lo mismo”, afirma el Informante 3.

Para la persona privada de libertad, el tiempo en prisión transcurre en forma de expectativa marcada por el término de la condena, deviniendo un tiempo de espera contenido entre un pasado que se rememora y un futuro que se ansía (Parrini, 2007). Paradójicamente, éste avanza de cierto modo hacia la promesa de liberación, pero se suspende por la reiteración incesante de hechos (“lo mismo, lo mismo, lo mismo”). Tal repetición ratifica la ilusión de un presente eterno, no progresivo, en el que los eventos parecen disolverse indistintamente en el horizonte temporal de la reclusión: una monotonía de ritmos minuciosos (Da Cunha, 2004). Para el Informante 3, la vida en prisión se percibe metafóricamente como un círculo, una permutación ordenada de hechos recurrentes que se perpetúan a sí mismos:

Un día normal, por ejemplo, hay una lista, una lista de internos. Uno tiene que despertarse y hacen un conteo, vaya. Eso es tres veces al día: a las siete de la mañana, a las seis de la tarde y a las diez de la noche. (...) A las cinco de la mañana ya tienes que estar al alba. (...) Para las ocho almuerzas algo, tratas de conseguir algo para comer y empezar a esperar cuando llega la gente de afuera. (...) Creo que como a las diez de la mañana ya empieza a haber juegos de fútbol y todo eso. (...) Ya después de las cuatro de la tarde, empezar a buscar que vas a cenar, empezar a hablar con las familias. (...) A las siete de la mañana tienes que estar donde duermes para que te tomen la lista. (…) Ahí tú estabas con reglas, a ciertas horas pasa la lista, a ciertas horas te encerramos y a ciertas horas te abrimos (Informante 3).

Por eso, un primer aspecto consustancial del encierro es la ordenación del tiempo. Para las personas privadas de libertad cada actividad dentro de la institución acontece como parte de una programación y horario predefinido con el fin de prevenir o disuadir contingencias no deseadas. Desde cubrir sus necesidades fisiológicas, como la alimentación y sueño, hasta las recreativas, como el deporte o la interacción con la familia, ocurren dentro de cuadro temporal específico y bajo condiciones delimitadas a priori por la autoridad, orden que los internos conocen y a la vez reconocen como una imposición: las reglas. La reglamentación, aunque también presente fuera de prisión, se torna patente en la vida intramuros, reafirmada a través de la repetición consistente.

La reglamentación temporal junto a la microgestión de los espacios constituye el quid de la administración carcelaria. Aunadas a otras prácticas como la sustitución de los nombres por identificadores, la estandarización de la vestimenta y el conteo compulsivo de los individuos, su finalidad tácita es alienar al reo de su identidad previa, rememorar la pérdida de las libertades individuales y corroborar la total dependencia al sistema. En última instancia, forman parte de un entramado extenso y complejo de dispositivos de vigilancia cuya pretensión última es contener las posibilidades de uso y manipulación de los cuerpos (Salazar, 2016). El éxito de estas medidas es que lo que ocurra dentro de prisión sea tan previsible que, para efectos prácticos, nunca ocurra nada. Sobre la monotonía en prisión, el Informante 1 lo resume así: “se vive y se muere al día en el penal, a diario”. Sobre esto otro informante agrega:

En la mañana, a las cinco de la mañana, se abren las puertas [de la celda]. Abriendo puertas tiene uno que estar con el ojo ya bien despierto, no puedes estar dormido. Cualquiera se puede meter a robar, te pueden pegar, depende de cómo ande uno. A las cinco de la mañana ya tienes que estar al alba (...) y cuidarse, cuidarse de la demás gente, que no te vayan a robar o que no te vayan a querer meter en problemas. (...) Hay muchas cosas, muchos detalles que tienes que estar cuidando, si te duermes o ven que andas sonseando te comen1. (...) Más que nada eso, vivir en la expectativa que nos vaya a pasar un detalle ahí que pueda perjudicar pues físicamente (Informante 3).

Esta rutina se ve afectada por quizás el fenómeno más ostensible para el recién llegado: la agresión entre internos. En la vida intramuros, las agresiones son una posibilidad omnipresente llevada a efecto en forma de una amenaza inminente e ineludible. La apertura de la celda, que principia el nuevo día y la renovada disposición para transitar a otros espacios penitenciarios, también actúa como una abertura por la que se cuela un peligro vuelto cotidiano. Estar dormido o sonsear signan vulnerabilidad. En el argot de los detenidos, ambos son antónimos de estar alerta, pues estar advertido del ataque obliga a un estado de hipervigilancia. La exigencia es clara: cuídate.

No obstante, aunque la posibilidad de agresión es axiomática, el elemento amenazante se mantiene inespecífico. En este fragmento, el Informante 3 explica que la amenaza no proviene de ciertos internos, sino de “cualquiera” o, dicho de otra forma, de todos a la vez. Para Parrini (2007), en la recepción de los novatos no es un individuo o grupo quien agrede, sino toda la estancia, pues el hecho se acomoda en una secuencia histórica de recibimientos violentos: se da lo que se ha recibido. El otro, como ente colectivo, es el elemento amenazante. De esta forma, se establece una primera pauta que supedita las relaciones interpersonales entre internos, la desconfianza. Mientras el elemento amenazante no devenga determinado, todo interno-otro encarna el peligro potencial. Uno de los informantes lo explica así:

Ahí [en prisión] que en cierto rato uno puede perder la vida, ahí por equis causas, ya sea por un motín, por muchas cosas, algún problema. (...) Cuando yo llego al penal, a los dos días que yo llegué lo primero que yo vi fue cómo mataron a veinte personas, entonces yo ahí dije: «Espero yo no un día estar en ese lugar, que a mí me vayan a hacer lo mismo». (...) A los seis meses yo estuve a punto de estar ahí. Fue cuando me cambiaron a (penal). Yo había pasado esa situación, había pasado lo de la fuga de reos, dos o tres motines ahí y ya cuando a mí me tocaba, ahí donde me iban a matar, ya otro intercedió porque ya no querían más problemas. (...) Entonces dije yo: «Si a mí me hubiera tocado primero, si hubiera estado yo ahí antes, yo ya estaría muerto». Estuve a punto de morir (Informante 3).

Tal peligro se materializa en la posibilidad de morir. Atestiguar los hechos letales que suceden dentro del espacio carcelario obliga al novicio a encarar abruptamente la noción de su propia mortalidad. Para Gaytán (2008), aquellos personajes que se mueven en la frontera de la ley saben que eliminar a otros desembocará en que posteriormente ellos sean la víctima: como en el adagio bíblico, el que a hierro mata, a hierro muere. En esta nueva realidad, el posicionamiento del sujeto frente a su fin adquiere o refuerza un carácter anticipatorio (“Ya cuando a mí me tocaba”) e incluso contingente (“Si a mí me hubiera tocado primero, si hubiera estado yo ahí antes”) que, quizás, permite lidiar con la angustia de muerte.

Entrevistador: “¿Cuáles son los primeros problemas con los que te enfrentas?”

Informante 4: “Pues primero es saber pelear, porque no falta el que te agarre de dejado2.”

A partir de esta extrospección inicial se puede examinar el principal imperativo del arribo: agenciarse de los saberes que permiten la supervivencia. La confrontación se presenta como un hecho inexorable, quizás introductorio, de la dinámica intracarcelaria. En este primer momento todavía no se es parte del grupo, un interno per sé, más bien, se es lo opuesto. En este marco se conforma una dicotomía entre aquellos quienes violentan y el novato quien defiende su integridad. El quid no radica en pelear o no, pues esta ya es una realidad irrefutable, sino en saber pelear. Aquí se atisba la brecha entre los saberes del novicio versus los del colectivo. Para el primero, el arribo supone una fatídica e impostergable carrera hacia la adaptación al nuevo medio, prisionización; para los segundos, un ejercicio de poder:

Sabes que tú vas cayendo, tú eres nuevo y no sabes qué rollo. (...) Te van a picar, te van a pegar, no sé; pero si quieres llevártela por la buena, mejor ponte a hacer deporte, ponte a hacer ejercicio, porque el día de mañana no sabes si se te va a necesitar pelear. «¿Pero por qué voy a pelear yo?» decían. Y yo decía: «vas a pelear por tu vida. Porque si no vas a pelear tú, nadie va a pelear por ti. Porque después se van a meter aquí. Al rato te van a matar a ti o si no te matan, te van a estar extorsionando, o matan a tu familia y los extorsionan» (Informante 1).

La integración al micromundo carcelario también supone un momento de extrema vulnerabilidad caracterizado por el desconocimiento de los códigos formales e informales de la convivencia entre internos y el temor a las posibilidades de agresión (Parrini, 2007). Pelear señala figurativa y manifiestamente el desenlace producto de la colisión del no-interno con la prisión: una lucha solitaria que obliga al primero a disponer de saberes (saber pelear) y condiciones (acondicionarse físicamente mediante el deporte o ejercicio) para salvaguardar en lo posible su integridad individual. El arribo impone abruptamente la necesidad de adaptación, bajo conminación de violencia, tortura e incluso muerte. La pelea se torna un ritual fundamental:

Yo me peleé varias veces cuando llegué. Entonces tienes que poner esa defensa de «no, güey, no me voy a dejar, si quieres pedo va a haber pedo». Eso es al principio. Muchas veces no pasa a mayores. No te peleas, nada más te tiran rollo a ver qué dices. A mí me tocó que me tuve que pelear, no sé si por mi fisionomía o por la forma en la que vestía pensaban que me iban a hacer de agua3. Me veían cara de fresa para los que están ahí. Tuve que accionar algunas veces y así me gané el respeto. Me refiero a unos chingasillos y ahí quedó. (...) Cuando llegas ahí no te pueden ver débil. Como dicen vulgarmente «que tienes miedo». Si te huelen el miedo o te ven el miedo te hacen garras4(Informante 3).

La magnitud de dicha vulnerabilidad responde a una constelación de moderadores entre los que prima el estatus, una evaluación más o menos intuitiva de un individuo en relación a otros sobre un plano social. Así, los internos adscriben al ingresando en una posición con base en atributos inmediatos (dimensiones corporales, edad, color de piel, ojos y cabello) y después otros mediatos como la personalidad, conducta, vocabulario, condenas previas, historial delictivo, apropiación de los códigos informales de conducta, etcétera (Novo, Pereira, Vásquez & Amado, 2017). Bajo este marco, la pelea es otro utensilio en un sofisticado aparejo agonístico cuyo fin es precisar el estatus del novicio (“no te peleas, nada más te tiran rollo a ver qué dices”).

En este ejemplo, el Informante 3 sugiere que su fisionomía o vestimenta pudieron ser desventajas, al igual que ser juzgado fresa, término despectivo que señala aspectos habituales, conductuales y de la apariencia estereotípica de la clase alta y privilegiada. Esto denotaría que el individuo no comparte los atributos típicos de los internos, tales como haberse socializado en ambientes delictivos y formado bajo las mismas condiciones socioestructurales. La distancia experiencial, entonces insalvable, lo tornaría una presa atractiva para abusar y explotar. Mientras que verse fresa, débil o miedoso actúan como agravantes de la pelea, mostrar disposición para pelear lo hace de atenuante, quizás signando valentía o la apropiación de los códigos informales de convivencia.

Caracterización de la violencia entre internos

Más que nada hay una palabra que uno usa: «meterle la concha a la gente». Quiere decir hacerla a tu manera. «Tú eres débil. Tú me vas a lavar la ropa». No es tanto ganarte a la gente si no infundirle miedo para que haga algo para ti. «Oye ese güey no se da un tiro, es bien miedoso para los chingasos». «Ah, bueno, tráelo para acá y ponlo a lavar la ropa y aquí lo vamos a proteger: lavar ropa, limpiar la celda». (...) «Quieres tranquilidad y que nadie se mete contigo, yo te voy a cuidar, pero me haces este favor». Y pues no, es estar bajo los huevos de otra persona (...) por eso uno se pone a la defensiva y siempre estás cuidando que nadie te haga nada (Informante 3).

La violencia entre internos no es arbitraria o de ninguna forma gratuita, sino más bien, tiene fuertes cualidades instrumentales. La violencia o su amenaza en sí misma son empleadas como medios para obtener beneficios personales. En aquel momento se configura un conflicto de objetivos en el cual el novato, en su búsqueda imperiosa por adaptarse al medio, también es un medio para la supervivencia de los demás. El resultado de dicha pugna primordial dispone al nuevo en un rol, mutable pero resistente, dentro de la dinámica intracarcelaria: débil o fuerte, agredido o agresor, víctima o victimario. En la cárcel se pelea no solo por salvaguardar la integridad física, sino también y quizás con más ahínco la posición en la escala social. Los prisioneros presentan una estratificación por clases altamente diferenciadas, en la cual el estamento inferior pertenece, entre otros, a los novicios y el superior, a líderes que ostenten poder y dominio sobre otros (Caldwell, 1956).

La debilidad es el epíteto propio del lumpen carcelario, aquel abusado y explotado por su condición de des-apoderado, y el miedo, el distintivo por antonomasia que permite su identificación. Durante la pelea, no solo se encara al oponente, sino también a un insistente dilema: luchar por dominancia o aceptar el estatus menor. En prisión el poder es clave y en muchos de los abusos cometidos entre internos, como en los de orden sexual, pueden distinguirse claros matices de ejercicio de este (Looman & Carl, 2015). En términos de los modelos relacionales de Fiske, sería una forma primitiva de Clasificación Autoritaria, símil a la lógica esclavista, en la que el superior se apropia de las condiciones objetivas de la labor del subordinado, pero se atribuye la responsabilidad de velar por la protección de este (TenHouten, 2006).

Más allá, esta violencia no se trata de agresión desmesurada con un carácter utilitario, sino que se encuentra regularizada a través de los códigos entre internos. “Cuando hay broncas de puntas es porque hay un robo. No te van a picar por nada más. Ya cuando hay broncas de puntas es que hay broncas mayores. «Ese güey me robo», y lo pican” (Informante 3). Esto sugiere la posibilidad de una aritmética de la violencia carcelaria. Desde el caso presentado, cada acto punible (robo) convoca una represalia específica (“bronca de puntas”) que, dentro de lo preestablecido por preceptos colectivos, le corresponde en gravedad o calidad al anterior. Este ejercicio opera de forma análoga o derivada a la lógica judicial en la que cada delito es enfrentado a una pena particular con base en un código formal de conocimiento para quienes suscriben de él.

Para el Informante 3, hay certeza de que ciertas represalias solo se efectúan con destino a determinados actos (“No te van a picar por nada más”). Más aún, el mismo fragmento advierte de una suerte de tasación entre peleas, pues si existen unas mayores, también unas menores y, por corolario, se pueden numerar. Al igual que en otras esferas, las manifestaciones de violencia en el contexto penitenciario pueden ser situadas en un continuum ascendente en el cual coexisten de forma ordenada. Esto da la pauta para pensar en sus extremos: por un lado, el acto punible con la represalia más endeble y, por otro, el mayor acto ominoso encarado a la represalia correspondiente. Esta última, en la experiencia del Informante 3, es el motín.

Para mí la cosa más negativa fueron los motines. En uno de los motines estuvieron a punto de quemarme vivo. (...) Me tocaron de golpizas por parte de los policías. Ahí agarran parejo5, aunque uno no anduviera metido, te veían y te golpeaban (...) porque eso desencadenaba mucha violencia, tanto con internos como con externos, en este caso la policía. La violencia que se generaba, aunque no estuvieras involucrado, te llegaba de cierta forma, porque la policía entraba y agarraba parejo. Como yo decía en aquel tiempo, «era una verguiza gratis». No estabas haciendo nada y venían los vergazos gratis, y buenos fregasos (Informante 3).

El motín es el punto álgido del continuum de violencia intracarcelario, no por el elevado potencial de muerte o la índole de las manifestaciones que contiene (quema, paliza, etc.), sino por el menoscabo de uno de sus atributos nucleares: la mesura. La gratuidad, mencionada repetidamente en el fragmento anterior, agrava el acto hasta traspasar los límites de lo colectivamente pactado, convirtiéndose en barbarie. Se presenta como una exposición violenta y exacerbada que, parafraseando al informante, genera más violencia no direccionada, sin norma ni límite. Si la violencia intracarcelaria opera bajo la lógica expuesta, al igual que las otras, esta manifestación corresponde, en proporción a su gravedad, a un detonante. Por lo tanto, es importante analizar el detonante del motín.

[Los motines] eran ocasionados por la incomodidad de la gente. La mayoría de las veces esta incomodidad era hacia cosas negativas que les querían quitar. Es lo que te digo, ahí adentro la mayoría de las personas están buscando un beneficio y la única gente que sabe sacar un beneficio o dinero es con lo mismo que hacían afuera: drogas, situaciones prohibidas, malas maneras (...) Les estaban quitando su sustento, el único sustento que tenían ahí adentro era ese (Informante 3).

Con base en este fragmento, los motines surgen como movilizaciones colectivas a raíz de imposiciones institucionales. Según el Informante 3, dichas imposiciones son hacia actividades reglamentariamente prohibidas que sirven de sustento a los internos. Si por sustento entendemos aquello que permite conservar la vida bajo condiciones estándares, al cubrir las necesidades básicas o deseables, entonces se admite el siguiente corolario. El motín, ápice de violencia intracarcelaria, es una manifestación colectiva de oposición, proporcional y correspondiente, a la afectación de las condiciones materiales de las personas privadas de libertad.

Condiciones materiales, microsistema económico y diferenciación ocupacional en prisión

Las condiciones materiales son entendidas como aquellas posibilidades de consumo de un grupo de individuos determinados que son percibidas como bienestar económico. A pesar de que los presidiarios no son integrantes regulares del sistema económico, las medidas de condiciones materiales se mantienen enteramente aplicables a su contexto. Desde los ingresos, activos y gastos hasta el empleo, vivienda y privaciones, la vida dentro de prisión se encuentra atravesada por los mismos parámetros que la vida fuera de ella: abundancia, escasez, precariedad, etc. No obstante, nuestro Informante clave, como parte del sistema penitenciario y habiendo observado la realidad material a las que están sujetas las personas privadas de libertad, señala la existencia de una premisa irremediable a través de las siguientes reflexiones.

[Otra dificultad] es que hay pocos servicios. El gobierno tiene poco dinero o le invierte poco a los penales, entonces muchas de las cosas que marca la ley no las llevan a cabo (...) Por ejemplo, la salud está muy limitada, que es un servicio importante. Otro podría ser la oportunidad de empleo adentro (...) La gran mayoría no puede acceder a ganar una buena cantidad de dinero entonces eso les genera otro problema porque la mayoría de ellos deja familias afuera. Ese es un obstáculo para ellos. (...) Atender a las necesidades de la salud es muy importante y el empleo (...) Digamos que se les atiende, pero parcialmente, porque lo mismo, porque no hay recursos. (...) La ley marca que ellos tienen acceso a los servicios de psicología, lo que es arte, cultura y deporte, religión, educación, atención de salud, el acceso a la familia. Tanto visita familiar como visita íntima, que también son partes importantes, también al trabajo. Todo existe, pero limitado. (...) Sería como repartir una pastilla para combatir una enfermedad y repartirla en diez personas: el tratamiento y el efecto va a ser muy menor. (...) Traer algo de afuera como artículos de higiene personal, es un apoyo que pueden tener (...). La institución a veces procura dar apoyos a ellos que no tienen nada. A veces les ayudan con una quincena. Es baja, pero ya les ayudan con algo para que se mantengan o al menos accedan a comprar lo más esencial como el jabón o papel higiénico (Informante clave).

La sentencia “todo existe, pero limitado” es crucial para esbozar las condiciones materiales de existencia a las que están circunscritos los reclusos. Las garantías por ley más esenciales, como los servicios de salud y la oportunidad de empleo durante el encierro, son escasos dentro de la prisión y aquellas de orden cultural, como el arte y el deporte, también. Esta precariedad no se restringe exclusivamente a los servicios, sino también a los insumos de uso cotidiano. La prisión, institución total por antonomasia, administra diligentemente la relación de lo interior y lo exterior, en particular, la entrada y salida de todo, desde personas hasta consumibles. Por extensión, aquello que la institución no suministre en suficiencia, es escaso dentro del espacio carcelario y, de ser requerido o deseado, ha de obtenerse por medios alternativos, entre ellos el contrabando o robo.

Utilizábamos el cacamaño: cagabas y te bañabas para limpiarte la colita porque no había rollo. Pues no hubo cepillo de dientes, no hubo pasta. Era un rastrillo para ochenta culeros. Y pues ahí se acabó cualquier tipo de «que no, es que yo soy ahí». Era el mismo rastrillo. Ahí éramos todos iguales. Ahí a alguien le llevaba pizza su mamá y un pedacito alcanzaba de la pizza, pero alcanzaba [para todos]. (...) A eso yo le digo que es unirte a lo que, o sea, son malos, pero te unes tanto a los malos que son tu familia. Conocí a chingos de bandas, miles de criminales, pues eran mis camaradas (Informante 2).

La escasez de recursos es una auténtica problemática para la cual los internos acomodan prácticas específicas de afrontamiento, las cuales se agregan al conjunto de saberes que comparten. Aquella precariedad también impacta la convivencia intramuros. Debido a las limitantes institucionales en la asequibilidad de ciertos bienes, las pocas existencias son comunificadas para uso del colectivo. Para el Informante 2, este acto de compartir genera una sensación de igualdad entre los miembros del grupo, símil a la familiaridad o camaradería; no obstante, se ve contrapuesto al imago a priori que tiene de los demás internos (“son malos, pero te unes tanto a los malos que son tu familia”).

La convivencia en una celda se puede ver afectada por muchas cosas, una de ellas es el hacinamiento. Si la celda tiene capacidad para dos personas o para cuatro y pones una o dos personas más, ya alteras lo que es la convivencia. (...) Si lo ves desde lo antropológico a lo mejor tiene que ver con la supervivencia: «¿Quién va a agarrar cama? Yo tengo más tiempo, ¿por qué tú?» (Informante clave).

El hacinamiento es sólo otra manifestación de la precariedad, como escasez de espacio vital. Sobre esto y con base en este fragmento, se puede extraer el siguiente corolario: si existe una limitación en los recursos usados por más de un individuo, debe existir un sistema de distribución de ellos. Bajo estas condiciones constrictoras, se gesta un microsistema económico. Las necesidades insatisfechas generan demanda que, a su vez, es enfrentada a una oferta. En este sistema, los insumos básicos que provee la institución, al ser escasos, son percibidos como bienes económicos, pues satisfacen una necesidad y por lo tanto adquieren valor dentro del mercado intrapenitenciario. Sin embargo, el dinero dentro de la institución carcelaria y el intercambio monetario son normativamente desfavorecidos, lo cual dificulta su establecimiento como equivalente general dentro del micromercado. Esto desemboca en una regresión a sistemas más primitivos de valor.

Como no existe la lana, es pura cajetilla de cigarros. (...) Cuando vives de a dos es porque tú hablas con el policía y le das dos o tres cajas de cigarro y arreglas para que viva uno en el piso y tú. (...) Cuando estás en conductas especiales es cuando llegas. Tienes derecho a una llamada al día, pero si tienes una caja de cigarros, tienes derecho a dos, tres, llamadas y el tiempo que tú quieras (Informante 2).

Los bienes escasos y con elevado valor de uso en la institución generan demanda sobre ellos, asumiéndose sustitutos factibles del dinero y posibilitando el intercambio. En el primer ejemplo, la cajetilla de cigarrillos es intercambiada por la posibilidad de vivir con un único compañero de celda, solucionando así la necesidad de la insuficiencia del espacio. En un segundo ejemplo, el mismo bien es intercambiado por llamadas y mayor duración en éstas, saciando el deseo de contacto familiar. Los bienes que adquieren una concomitante monetaria son múltiples, aunque otros estudios han identificado mayoritariamente drogas, teléfonos celulares y favores sexuales o personales (Looman & Carl, 2015). En el siguiente fragmento, ahora cambiando una bebida gaseosa, el informante dramatiza una transacción como cotidianamente sucedería dentro de prisión.

Digamos una coca. Tienes chance de salir a barrer para distraerte porque es una celda de tres metros por dos y si quieres salir a barrer es una coca en mano: «oye, déjame salir a ver si ya me ha contestado la ruca, güey. Pinche ruca, ya ha de estar cogiendo con otro» «¿Tienes una coca, güey?» «Si» «Ya está. Sálele cinco minutos, güey» (Informante 2).

En cada operación comercial se relacionan dos elementos personales, comprador y vendedor; mientras interaccionan otros impersonales como el objeto de compraventa, el valor acordado de intercambio, las condiciones del convenio, etc. Dentro del ámbito carcelario, debido a la informalidad del proceso es imprescindible hacerse de los códigos convencionales de la comunidad penitenciaria. Solo así el individuo tendría noción de qué bienes fungen como monedas (cajetillas de cigarrillos o gaseosa), por qué bienes se intercambian (condiciones de vivienda, llamadas y salir a barrer) y bajo qué valores (una coca corresponde a salir a barrer por cinco minutos). A continuación, se presenta otro ejemplo.

Yo les lavaba las cobijas. Yo hacía ese jale. Yo no me encajo cosas en la cola, pero mi jale «¿Qué onda, carnalillo? Ocupo una feria porque va a venir mi ruca para la botona. Te lavo las cobijas, dame trescientas bolas». Como las cobijas son bien cobradas, cobran a cuatro cajas de cigarros por cobija. «Son doscientos pesos. Ponme trescientas bolas en el número para comer el fin de semana. Viene mi ruca». «Ya está carnalillo, sobres». Mi jale era ese (Informante 2).

El ejemplo describe parte del proceso racional, transparentando algunos de los factores que operan en el intercambio, desde motivaciones hasta una valoración sencilla en términos de cajetillas de cigarrillos a pesos mexicanos. Más allá de eso, el informante define un servicio que presta en términos de labor, es decir, como su ocupación (“mi jale era ese”). Esto señala una organización de división del trabajo que no se encuentra adscrito al sistema de labor formal administrado por la institución; pero subsiste coordinado informal y desarticuladamente por los mismos internos. Esto sucedería, desde la visión de Treiman (2013), principalmente porque algunas tareas son mejor realizadas por individuos con características personales particulares, desde la edad y la contextura física hasta el talento y las habilidades adquiridas o dominadas.

«Hey, que trajeron a fulano, ¿qué se ocupa?». «Pues se ocupa llevarle droga». Se quedó callado. «¿Qué onda, (cita nombre)? ¿Te avientas la transmisión o qué?». «Simón, yo mero». Llevaba gramos de piedra en la boca, en la nariz y mamadas, o en el casco de la verga. Te haces la verga para atrás y ahí te la llevas o de colita de conejo, que tienes una cinta, le das vuelta a la cinta y te la pegas en los pelos del culo. Y te la llevas güey, ahí la llevas de colita de conejo. (...) La tira6de tanto estarme revisando se dio cuenta de que yo no me drogaba. «Déjalo, ese güey ni se droga». Ah, pero no sabía que yo llevaba los tamales de droga en los pinches calzones (Informante 2).

El transporte de objetos ilícitos o transmisión en el argot penitenciario es otro de los servicios ofertados dentro de prisión. La especialización ocupacional descansa sobre una serie de premisas, entre ellas que ciertas tareas requieren habilidades aprendidas o conocimientos especializados que son escasos, ya sea porque es costoso adquirir dichas habilidades o conocimientos, toma tiempo dominarlos, son exclusivos de un grupo particular, etcétera (Treiman, 2013). En este ejemplo, el informante describe una serie de prácticas asociadas a la labor que realiza, además de denotar el riesgo que conlleva. Se puede inferir que la escasez de conocimientos especializados, la oferta dentro del mercado intracarcelario, el grado de especialización y el riesgo implícito de la tarea influyen en el precio y, como se discute a continuación, en el prestigio del oferente.

La cajuela es el que se guarda la droga en el culo. Puede ser el vato más machín7que veas, más tatuado, a esos se les cuida. Esos vatos valen oro. Para empezar, son mil pesos lo que se les paga por semana por tener cualquier mamada guardada en la colilla. Puede ser un celular, un tamal, lo que sea. Pues cuando, cómo te digo, eres cajuela, todos te quieren. (...) Porque en un penal se cuida mucho a las cajuelas (Informante 2).

La cajuela es un rol de trabajo connatural de este contexto penitenciario surgido del conflicto entre la prohibitiva institucional y la demanda interna por droga, celulares y otros bienes. De este no sólo existe una noción generalizada de su emolumento típico, sino también de su valoración intragrupal. Toda ocupación acarrea un mayor o menor control sobre saberes o habilidades socialmente requeridas, recursos económicos escasos y autoridad sobre otros individuos, lo que resulta espontáneamente en diferenciales de poder (Treiman, 2013). Esto resulta en el establecimiento de una jerarquía de prestigio ocupacional que, entre otras cosas, atribuye privilegios particulares a ciertos grupos laborales (“Porque en un penal se cuida mucho a las cajuelas”). En última instancia, tales privilegios son epifenómenos del poder.

Según Looman & Carl (2015), los internos conectan unos con otros por una variedad de razones, entre las cuales priman el interés propio y el estatus. El Informante 3 ya explicaba la práctica común de “meter la concha”, aludiendo a aprovecharse de otro interno. Bajo esta, un interno amedrentaba a otro para que realice ciertas tareas como lavar su ropa o limpiar su celda, labores históricamente asociadas a lo femenino. En otro ejemplo, el capataz es un rol ocupacional que ejemplifica de qué forma el control sobre saberes, recursos y la autoridad sobre otros internos pueden ser empleados para percibir ganancias económicas. Su modus operandi, la extorsión, solo opera en conjunto a la troca, un grupo de individuos encargados de llevar a cabo un ataque en caso de que un interno no pague lo solicitado.

A todo el que va cayendo se le va cobrando, porque no saben cómo está. (...) «Se trata de que aquí vas a pagar: $10 por bañarte; $20 por hacer del baño; por dormir si quieres una cama y con colchón son $200 o $300, un buque de los más feos; si quieres dormir en el piso son $100; si quieres cobija son otros $50». Te empiezan a cobrar por todo. Casi casi por respirar te cobraban. (...) Se les llamaban capataces. Cada ambulatorio tenía un capataz y tú tenías que hacerle caso a cada uno porque era como que ellos eran jefes de cada área. (...) Si él viene y te pide $10 porque barrieron el día de hoy, tú se los dabas. Ya si tú no pagabas o nada, ya mandaban a ellos, les dicen la troca, a los chicos malos (...) Ya no más el capataz decía: «es que interno no quiere pagar la cama, no quiere pagar pasillo, (...) mándale cinco, seis vatos, que lo golpeen, lo amarren y lo encinten y ahora vamos a quitarle a su familia más dinero» (Informante 1).

El capataz se presenta como una figura que, dada su capacidad de comandar ataques, extorsiona a otros internos con menor poder. El Informante 1 hace alusión a estos diferenciales asimilando a los capataces a “jefes de cada área”, referenciando a su influencia dentro del colectivo (“tú tenías que hacerle caso a cada uno”) y aludiendo a la sumisión como configuración relacional para con dicha figura (“si él viene y te pide $10 porque barrieron el día de hoy, tú se los dabas”). Así, en prisión, se habitúa la conformación de relaciones marcadas por la dominancia y subordinación, supeditadas a la posibilidad de ejercer violencia física, económica y, en muchos casos, una combinación de ambas.

No obstante, tal ejercicio se ciñe a los códigos informales que comparten los internos y la estratificación social, atravesada por el estatus, que los organiza. En esta configuración, matizada por diferentes expresiones de violencia, la institución juega un rol protagónico al permitir, prohibir, abastecer o desproveer insumos y servicios dentro del cerramiento penitenciario. Su capacidad para transformar las condiciones materiales de existencia de los internos, a través de la provisión o exacerbando la precariedad, es capital para influir en el mantenimiento o desmantelamiento de la cultura de la violencia que permea la experiencia carcelaria del interno.

CONCLUSIONES

La pena privativa de libertad, una de las sanciones más comunes en el ordenamiento mexicano, judicialmente consiste en la restricción parcial de la libertad individual del condenado. No obstante, en la práctica, se traduce en someter al individuo sancionado a una constelación particular de violencias, provenientes de diversos actores, que componen un intrincado e inhóspito escenario: el micromundo carcelario. Desde su ingreso, el sujeto se ve encarado con una realidad alterna, preñada de códigos, dinámicas y estructuras de las que se tiene que rápidamente agenciar. La reglamentación del tiempo, la microgestión del espacio, el conteo compulsivo de los cuerpos y la sustitución de los nombres por identificadores son solo algunas de las prácticas institucionales que componen el marco ulterior, invisible y ordinario, en el que transcurre la experiencia carcelaria.

La posibilidad de violencia y muerte es de las primeras nociones que se patentiza en la vida intramuros. Con el ingreso a prisión, también empieza una imperiosa carrera contrarreloj en la que el nuevo ingreso emplea estrategias, prácticas y recursos con el fin de agenciarse de los saberes y códigos que aumenten sus probabilidades de sobrevivir. Entretanto, la estancia, como compuesto colectivo de internos que maquinan como uno solo, apuntala su potestad a través del ejercicio ordenado de la violencia. En este proceso, la estancia juega un doble papel: es aquella que golpea, pero también enseña. La estancia puede violentar, e incluso matar, pero es la única que alecciona en cómo pervivir dentro del amurallado de la institución.

Así, el novato inicia un doloroso fatídico proceso de socialización dentro de la instancia. Este es forzosamente implicado en rituales, prácticas y demás exposiciones agonísticas, como la pelea, que fungen de momentos comunicativos. Con base en una enrevesada operación de estatus, moderadores y otras variables, la estancia estará perpetuamente reacomodando a los individuos en el plano social carcelario. Debido a ello, al novato violentado en lo posterior se le presentará la oportunidad o quizás el deber de violentar a alguien más, a manera de introducción a la estancia. Así, se integra en un ciclo histórico en el que se paga lo recibido, pay it forward como el modismo anglosajón, y se perpetúa la tradición. Débil-fuerte, agredido-agresor, víctima-victimario, son solo posiciones relativas en el tiempo y dinámicas en esencia. Esta es la condición propia de la precariedad en el sentido butleriano, estar arbitrariamente expuesto a una violencia que la institución profiere o, en su defecto, falla en intervenir.

Una vez socializado, el otrora novicio y ahora interno à part entière no solo percibe intuitivamente su posición en la estratificación carcelaria, sino que también presume una miscelánea de saberes que le permiten navegar efectivamente en el hábitat social de la prisión. Ha asimilado, por intermedio de peleas, abusos y demás, los códigos informales que la estancia determina necesarios para su permanencia, entre ellos, los concernientes a la violencia en el espacio penitenciario. Ni gratuita, arbitraria o desmesurada, esta contrae matices de instrumentalidad y correspondencia, abriendo la posibilidad de interrogarse por una aritmética de la violencia carcelaria.

No obstante, tales propiedades se pierden al alcanzar el ápex de violencia carcelaria: el motín, una manifestación colectiva y desmesurada que es proporcional a la afectación de las condiciones materiales de los internos. En el espacio carcelario, ambiente marcado por la precariedad según tanto la literatura como el relato de nuestros informantes, el control sobre los recursos, así como su distribución, es un vértice de intersección. El microsistema económico que se gesta a partir de la escasez y el deseo o necesidad de bienes y servicios está profundamente relacionado con la violencia. La diferenciación ocupacional, aunada al prestigio y los diferenciales de poder que esta genera, refuerza el complejo.

En última instancia, el dominio de los recursos y saberes, así como la autoridad sobre otros individuos, epifenómenos del microsistema económico, condicionan la violencia carcelaria. No solo la instrumentalizan, sino que la norman con el fin de que supla una función urgente para este y la robusta jerarquía social con la que se interrelaciona. Sin embargo, la violencia también es un medio para hacerse de recursos, saberes y autoridad, explotando la coyuntura carcelaria y la aversión natural a la muerte. Esta configuración de retroalimentación positiva o círculo vicioso alimenta la preponderancia de la violencia en el espacio penitenciario, asegurando su permanencia a través del tiempo y las generaciones de internos. Sin embargo, está supeditada a la condición general de precariedad del espacio y sus internos, aquellos sujetos precarizados. Ahí yace el puente entre el espinoso entramado de violencia entre internos hasta la violencia institucional, menos llamativa pero igual o más recalcitrante, que ejerce la autoridad carcelaria.

En cuanto a las limitaciones del estudio, los autores recalcan el carácter intencional del diseño muestral, por lo que los sujetos entrevistados no son representativos de la población encarcelada. Debido a esto, las conclusiones aquí alcanzadas no pueden ser generalizadas. En la misma línea, la entrevista a profundidad, por su naturaleza cualitativa, es fácilmente influenciada por las tendencia e idiosincrasia personal. Más aún y como es bien conocido, la sola presencia del entrevistador, armado de sus características singulares, es suficiente para afectar las respuestas del informante. Como futuras líneas de investigación, los autores sugieren que posteriores estudios incorporen al personal técnico y administrativo de centros reclusorios, entendiendo que la dinámica carcelaria se gesta y desarrolla desde una comunidad mayor a la de las personas privadas de libertad.

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Recibido: 21 de Marzo de 2020; Aprobado: 29 de Mayo de 2020

*Autor para correspondencia: Juan Carlos Ocampo Alvarado, e-mail:A00825409@itesm.mx

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