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Revista de historia del derecho

versão On-line ISSN 1853-1784

Rev. hist. derecho  no.41 Ciudad Autónoma de Buenos Aires jan./jun. 2011

 

SECCIÓN BIBLIOGRÁFICA

Entre majestad y soberanía en la era de la revolución.

 

María Teresa Calderón y Clément Thibaud, La Majestad de los Pueblos en la Nueva Granada y Venezuela 1780-1832, con prólogo de José María Portillo Valdés, Universidad del Externado de Colombia - Taurus, Bogotá, 2010, 314 pp.

1. María Teresa Calderón, fundadora y directora del Centro de Estudios en Historia de la Universidad del Externado de Colombia, y Clément Thibaud, profesor titular de Historia de la Universidad de Nantes, ofrecen, en esta obra conjunta, una interpretación crítica de los procesos políticos implicados en la transición del orden colonial a la independencia de los antiguos territorios del Virreinato de Nueva Granada y de la Capitanía General de Venezuela. El trabajo de Calderón y Thibaud puede considerarse como parte de una historiografía política que viene cuestionando, a lo largo de las últimas décadas, los relatos tradicionales construidos sobre las grandes historias nacionales. Un elemento clave de esta nueva perspectiva radica, precisamente, en el esfuerzo por desnacionalizar el análisis de las dinámicas políticas que se pusieron en marcha tras la crisis del imperio hispánico. Como lo señala José María Portillo en el "Prólogo" a este libro, el propósito común de esta renovación historiográfica "ha sido el de prescindir de la idea de que las naciones conformaban una suerte de embriones que aguardaban solamente el calor de la Ilustración y la revolución para salir a la luz y manifestarse en toda su plenitud" (p. 17). Esta perspectiva es el resultado de un largo proceso de crítica historiográfica y de una concepción metodológica que podría definirse, en palabras de los propios autores, como "más genealógica que teleológica" (p. 31). Optar por una historia no teleológica implica procurar una comprensión de los eventos, en particular, de los discursos que dan sentido a las prácticas, haciendo abstracción de los procesos subsecuentes y de las formas políticas resultantes, asumiendo así el carácter contingente de los hechos y los condicionamientos culturales de unos actores históricos que no podían tener "recuerdos del futuro" (p. 31).

Desde esos postulados, los autores han procurado, expresamente, situar su relato en un punto medio entre dos lecturas tradicionalmente contrapuestas de las revoluciones hispanoamericanas: aquellas que proclaman su éxito contribuyendo al mito fundacional, de corte liberal, de las historias nacionales y aquellas que enfatizan su fracaso, señalando la continuidad de la tradición, de la religión, del organicismo, etc. Como lo recuerdan en el apartado final del libro, "A título de conclusiones" (pp. 259-262), han querido "desestabilizar la dialéctica tradición/modernidad, continuidad/ ruptura" (p. 260). Aprovechando los enfoques del "giro lingüístico", asumen que la revolución implicó un proceso de "desplome y recomposición del orden simbólico". Sin embargo, entendiendo que el devenir histórico opera a través de un circuito abierto de mutua determinación entre "prácticas y discursos", se proponen ir más allá del campo discursivo para preguntarse por aquello que, en un momento dado, proporciona efectividad a un conjunto simbólico. Si "la dinámica revolucionaria" se basa en una "reconfiguración interna del orden simbólico", existe también para ellos un elemento externo que irrumpe en el orden simbólico, un referente de "lo real" ("a falta de un mejor nombre") que viene desempeñado en este contexto por la guerra: "Su violencia enfrenta a los actores al fracaso de sus construcciones desatando dinámicas de recomposición simbólica que tienden a enmarcarse en una estructura binaria entre amigos y enemigos" (p. 37). Matizando así lo que podría ser una pura historia de categorías, señalan el efecto "neutralizador" que, sobre el orden simbólico, puede tener la guerra, como factor que empuja a los actores a asumir posiciones que no siempre van en el sentido de sus construcciones discursivas.

La propuesta implica, como se podrá advertir, el delicado desafío de armonizar elementos que, a priori, suelen ser pensados como antagónicos, como cuando sostienen, por ejemplo, que la "dimensión liberal" de estas revoluciones "no se afirma contra el organicismo; por el contrario con frecuencia se sirve de él" (p. 39). El punto de vista resulta así tan interesante como complejo, desde que obliga a los autores a asumir el riesgo de tensar los campos semánticos sobre el que se apoyan los extremos que se procuran conciliar. Sin embargo, ese riesgo parece inevitable cuando lo que se busca es dar cuenta del carácter no lineal de los procesos de transición, de la naturaleza compleja de las formas de reconfiguración del orden simbólico en el mundo hispanoamericano y, particularmente, de la convergencia de matrices culturales diferentes en el punto de vista de unos protagonistas para quienes, siguiendo con el ejemplo anterior, "no hay conciencia de estos cortes conceptuales entre el liberalismo y el organicismo, entre el individuo y la comunidad" (p. 38). Son los propios discursos articulados en esos contextos, los que se muestran atravesados por elementos de tradiciones divergentes y resultan así irreductibles frente a los parámetros de modernidad construidos por la historiografía a partir de las revoluciones angloamericana y francesa. Se prescinde explícitamente de la función normativa que han cumplido esos paradigmas para poder detectar los rasgos particulares de la experiencia estudiada. Entre otras cosas, los autores entienden que con este acercamiento es posible "restituir la historia de ciertas características del liberalismo colombiano, sin reducirlas a anomalías o a desviaciones irracionales" (p. 38).

Queda aquí abierto, para nosotros, el interrogante de si es posible una historia de los procesos constituyentes que evite por completo giros normativos con potencial incidencia en la valoración (no sólo) del pasado. No obstante, los autores ofrecen un enfoque metodológico sumamente auspicioso para un objeto tan complejo como lo es el de las revoluciones hispanoamericanas. La dificultad para clasificarlas siguiendo el paradigma clásico de la modernidad; la necesidad de repensar los modelos para reconocer las peculiaridades propias de cada experiencia, de evitar una historia normativa y teleológica, de esquivar senderos consolidados por la historiografía, o de aceptar la irrupción de "lo real" en el orden simbólico; todos estos elementos forman parte de una exquisita "Introducción" (pp. 23-40) que despeja el camino a los lectores para adentrarlos en un relato histórico político que los llevará desde la Majestad monárquica a la Soberanía de los pueblos (o del Pueblo, según momentos y circunstancias).

2. Una vez despejado el análisis de los condicionamientos teleológicos que situaban al Estado nación como incuestionada base de legitimidad y denominador común entre el antes y el después de la revolución, es necesario reconstruir el discurso de legitimación que daba sentido al orden político de antiguo régimen, considerándolo en su alteridad y analizando las formas complejas en que fue reconfigurado a partir de la revolución y la guerra. Aquí es donde entran en juego los dos conceptos centrales sobre los que gira el argumento de la obra: Majestad y Soberanía. Aunque suelen confundirse, Majestad y Soberanía remiten a dos órdenes simbólicos, a dos construcciones de sentido, a dos claves de legitimación del poder apoyadas en valoraciones, imaginarios y convicciones radicalmente diferentes.

La elucidación de esa diferencia resulta crucial para comprender el devenir revolucionario en el mundo hispánico, donde las novedades implicadas en el concepto moderno de Soberanía encuentran muchas dificultades para abrirse paso sobre la solidez de la antigua Majestad. En el Capítulo 1, "Monarquía y Majestad en los albores de la Revolución" (pp. 41-62), los autores analizan el orden de Majestad, es decir, la estructura de legitimación que sostuvo durante siglos a la Monarquía hispana, contrastándola con la formulación teórica de la soberanía moderna. Vale la pena reproducir la magistral síntesis con las que los autores marcan el contraste conceptual entre majestad y soberanía: "Si la soberanía <<moderna>> se basa en la noción de igualdad, si se trata de un poder que homogeneíza -sujetos y lugares-, la majestad es en cambio un principio jerárquico de distribución diferenciada de prerrogativas y honores, un dispositivo agregativo y segregativo de cuerpos y territorios articulados según una referencia al más allá divino" (p. 42). Si la Majestad articula jerarquías corporativas en un mundo en el que no es "pensable" un gobierno de los hombres sin una referencia a un "principio indisponible" (un absoluto sostenido por la religión), la Soberanía se entiende como poder indivisible, separado del mundo divino y es el "equivalente conceptual de la noción de individuo en el orden social" (p. 41). El argumento no es nuevo para la historia crítica del derecho, que ha insistido en la emersión conjunta de nación e individuo en el origen de una nueva forma de poder secularizado (se han explayado en ese sentido Giovanni Tarello, Pietro Costa, Bartolomé Clavero, entre otros). Pero vale destacar la aguda presentación que Calderón y Thibaud ofrecen aquí como punto de partida para su análisis político. Al fin de cuentas, no sería exagerado decir, por nuestra parte, que, desde el punto de vista político constitucional la historia de la "era de la revolución" (por usar la exitosa expresión de Hobsbawm) podría resumirse en la historia de la compleja transición que nos llevaría de un orden de Majestad a un orden de Soberanía.

Sin embargo, como bien advierten los autores, no ha de presumirse que el paso "de la majestad a la soberanía puede ser comprendido en términos evolucionistas"; más aún, ha de tenerse en cuenta la alteridad que separa ambos principios, rectores de dos órdenes diferenciados, pues la Majestad "no es la prefiguración" de la Soberanía ni ésta "el resultado de la primera" (p. 43). No obstante, aunque en su formulación teórica majestad y soberanía se presentan así, de forma antitética, los autores no dejan de subrayar, en lo que podríamos considerar como un elemento clave para el argumento que desarrollan, que dichas nociones, "en sus manifestaciones históricas concretas describen formas de compromiso entre ellas" (p. 46). Este posicionamiento ayuda a comprender cómo, a partir de la crisis del imperio hispánico desatada en 1808, la vieja majestad monárquica, sostenida en la trascendencia divina del orden, encarnada en cada comunidad perfecta (en el más puro sentido aristotélico), y articulada a través de una red de lealtades y privilegios (de toda una "economía de la gracia", en palabras de Hespanha), comienza a desmoronarse obligando a los actores a ensayar nuevas claves de legitimación sin desligarse por completo de aquellas que habían dando sentido al mundo que empezaban a dejar atrás.

3. Ese delicado momento inicial de la transición, en el particular contexto neogranadino, viene desarrollado en el capítulo 2, "La reincorporación de la majestad y de la soberanía en los pueblos" (pp. 63-90). Al igual que en el capítulo precedente, los autores ponen de relieve la importancia de la tradición del Ius Commune, con su matriz conceptual, romana y canónica, de la que emerge para los protagonistas de la época - gran parte de ellos graduados en "ambos derechos"-, "una especie de segunda naturaleza" (p. 64). El enfoque culturalista reconoce así la dimensión estructural de la cultura jurídica. Dos elementos esenciales de esa cultura son especialmente significativos para el análisis que los autores ofrecen de las dinámicas políticas que la crisis imperial puso en marcha: la religión, como fundamento de legitimidad del orden mayestático, y el protagonismo de los sujetos corporativos en el andamiaje político de la monarquía hispana. Si la defensa del catolicismo explica el rechazo manifiesto a la nueva dinastía impuesta por Bonaparte y apuntala el recurso discursivo de los protagonistas a la defensa de los derechos legítimos de Fernando VII, la textura agregativa y organicista impulsa a los cuerpos políticos a buscar una forma de recomposición del orden una vez que, por la vacatio regis, se ha extinguido el factor de comunión política que los había mantenido hasta entonces unidos. Faltando la cabeza común, cada cuerpo tiende a regenerarse así mismo, sin perder de vista su pertenencia a un agregado mayor: los cuerpos se revisten ahora "de una potestad hasta entonces encarnada en el monarca pero sin renunciar a su pertenencia a una unidad mayor que los abarque al modo de la majestad" (p. 75). Si la tradición jurídica facilitaba la recomposición corporativa a nivel local mediante la célebre "retroversión al pueblo"*, la dificultad mayor venía dada por la recomposición de la unidad del espacio mayestático que garantizaba la lealtad común al monarca. El proceso de incorporación de la majestad en los cuerpos "crea una incertidumbre fundamental sobre la forma de unidad de la comunidad política" (p. 76).

Mientras el poder mayestático resulta "incorporado" en forma de soberanía de los pueblos (con un deliberado plural que indica su anclaje organicista), la incertidumbre sobre las posibilidades para reconfigurar la unidad abre el campo a una dinámica de "disgregación" o "fragmentación" que se replicará en casi todos los dominios hispanos. Es en esta coyuntura donde se "produce un choque entre majestad y soberanía" (p. 82). Con la crisis imperial "la jerarquía de los cuerpos territoriales se desploma y los pueblos subalternos recobran su autonomía" no solamente frente a la Regencia española, sino también frente a las capitales de provincia, como lo ilustra el caso de Mompox que se separa de Cartagena en 1810. Pero, de la lectura se puede colegir que la potestad que los pueblos asumen bajo el nombre de "soberanía" está lejos de ser el correlato de una revolución que procure la transformación de una sociedad de cuerpos por una sociedad de individuos. Aunque el contexto sea auspicioso para la introducción de prácticas electorales novedosas, las fuentes muestran que los actores de la época siguen pensando la sociedad en términos corporativos. Por ello, lejos de dar por resultado "un Leviatán que aplanara los cuerpos e hiciera emerger una sociedad de individuos", el momento inicial de la revolución neogranadina vino a consolidar un proceso de "corporativización de la sociedad" ya impulsado por las reformas borbónicas (p. 84). Al mismo tiempo, la tensión separatista será enfrentada desde las capitales a través de acciones tanto militares como diplomáticas, pues al fin y al cabo, de esa índole pasaron a ser las relaciones entre sujetos corporativos que, en ausencia de la majestad legítima, no reconocían superiores entre sus semejantes. Como se podrá advertir, el proceso que Calderón y Thibaud describen, guarda notables paralelismos con lo acontecido en otros escenarios hispanoamericanos. El fenómeno de la disgregación neogranadina no se explica pues por causas vinculadas con el contexto local. Éstas se reducen en todo caso a explicar el ritmo de una dinámica que, en esta particular región, se muestra extraordinariamente rápido y profundo (p. 87).

4. En ese contexto de tensión generado por el conflicto entre las manifestaciones de autonomía corporativa y las aspiraciones de unidad, vale decir, entre la "soberanía de los pueblos" y la "soberanía del pueblo" emerge un "nuevo principio de articulación y restauración de la unidad: el federalismo" (p. 89). El capítulo 3, bajo el título "El federalismo: entre pueblos, Estados y cuerpo de nación" aborda, precisamente, las múltiples facetas de esta forma de organización política tal como fue pensada y puesta en práctica en estas latitudes. Ya fuera por la impronta del legado colonial, ya por inspiración del modelo norteamericano (cuestión que permanece abierta), la opción por el federalismo que se impone durante la primera independencia, nos dicen los autores, "parece sentar un punto de partida reflexivo casi natural para la mayoría de los actores" incluidos aquellos normalmente etiquetados como "centralistas" (91). El "sistema federativo" como por entonces se le designa, se muestra como el más acorde a la lectura que, desde el derecho natural católico, hacen los actores sobre el proceso de retroversión de la soberanía. En palabras de Miguel Pombo, las "leyes de la federación" y la constitución política fundada en ellas, descubren parte del "orden y plan general de la naturaleza" (p. 98). Podríamos sugerir que el federalismo aparece así como la expresión más genuina del sustrato cultural e ideológico común de la herencia colonial que las elites criollas se muestran decididas a conservar.* Es comprensible así que el autogobierno que reclaman los cuerpos políticos se presente como una independencia relativa, abierta a la incorporación a unidades mayores, no descartándose incluso la reincorporación a la Monarquía cuando el posible regreso de Fernando VII genera todavía cierta expectativa.

Tan arraigado se muestra el principio de identidad y autogobierno corporativo que incluso entre las voces que se alzan para defender la necesidad de un gobierno central fuerte, capaz de enfrentar los desafíos comunes que impone la guerra, no aparecen todavía los rasgos de una noción plena de soberanía moderna. La idea de un poder completamente desincorporado de los pueblos, en relación directa con los individuos y actuando por vía de mecanismos de representación no imperativos sigue siendo ajena incluso para aquellos que se dirán centralistas. Como bien lo señalan los autores, analizando el discurso de Antonio Nariños, "los centralistas criollos" se asemejan a los "federalistas" que impulsaron la constitución estadounidense de 1787, mientras que los federalistas neogranadinos estarían más cerca de los "anti-federalistas" norteamericanos que resistían la unión federada de los estados. La ecuación es bien explícita acerca de lo ajenas que resultaban entonces las tesis fuertes de la soberanía, como aquellas que se situaban tendencialmente más orientadas hacia el extremo jacobino del espectro. Sin embargo, los autores entienden que en este juego de soberanías de los pueblos, se ha introducido un elemento novedoso: la noción de "igualdad". Por ello sostienen que la amplia aceptación de la idea "(con)federal" no puede ser interpretada como una "simple transposición de la majestad". Aunque a nuestro juicio la afirmación es problemática, puesto que la noción de igualdad a la que hacen referencia resulta apenas contrastada discursivamente -no digamos ya en el terreno empírico de la historia hispanoamericana- los autores la asumen para sostener que a través de ella el discurso de centralistas y federalistas se ha revestido de "un carácter más cercano a la noción de soberanía <moderna>" (p. 118), puesto que ambos compartirían una aspiración igualitarista (p. 123, nota 265).

De este modo, según los autores, la primera independencia neogranadina habría articulado en su conjunto, elementos que hoy asociamos con "el organicismo, el voluntarismo y el igualitarismo" (p. 124). Aun admitiendo, como lo hacen los autores, el carácter ajeno de dicha articulación frente a nuestra percepción actual de la experiencia democrática, resulta inevitable retomar aquí la cuestión sobre las tensiones semánticas a las que hemos hecho alusión al comienzo de estas páginas. Cabe preguntarse si en un conjunto simbólico en el que se articulan elementos conceptualmente contradictorios, todos ellos tienen la misma valencia. Podríamos sugerir que mientras algunos de ellos parecen sólidamente enclavados en la tradición colonial, como el organicismo, y por ello resultan más determinantes, otros, los novedosos, como el igualitarismo, parecen jugar en un nivel más superficial, quizás en una dimensión puramente retórica. Sólo así se puede asumir el significado de ciertos giros textuales igualitarios en el contexto de una "soberanía relativa del federalismo" que, desde el punto de vista social, producía un "fortalecimiento de las élites locales" (p. 123). Esta observación no significa objetar las posibles novedades del discurso criollo, ni desconocer el valor de los elementos que la tradición proporcionaba para una legitimación ascendente del poder. Pero como bien se sabe, éstos operaban desde antaño con independencia de cualquier convicción política que pudiera calificarse de "igualitaria".

5. Justamente, a esos elementos tradicionales sobre los que se podía construir una legitimación ascendente del poder, está dedicado el capítulo 4, "Regalismo, jansenismo y revolución feliz". La discusión surgida con motivo de la pretensión de la provincia del Socorro de erigirse en obispado una vez que se había constituido su "Junta de gobierno", en 1810, sirve como punto de partida para analizar la influencia de la "teología histórica" en la configuración del orden postrevolucionario. Aparecen entonces las referencias al conciliarismo, al regalismo o al jansenismo, como factores de unas dinámicas políticas que, si bien no constituyeron la causa de las revoluciones hispánicas "contribuyeron a crear las condiciones para la crisis y a proporcionar herramientas para enfrentarlas" (p. 130). Mientras las doctrinas galicanas y regalistas brindaban argumentos para pensar en la subordinación de la estructura eclesiástica al poder secular, la tradición conciliarista proveía fundamentos para aspirar a una legitimación ascendente, a una línea de poder que iba del cuerpo hacia la cabeza. En el caso de la erección del obispado de Socorro, sostienen los autores, se combinan estos argumentos tradicionales "con el lenguaje de la emancipación corporativa" (p. 131). Estos recursos culturales muestran también que la reivindicación de un poder de base popular, dependía aún de una legitimación religiosa que los autores describen como un "horizonte infranqueable de esta época" (132).

Infranqueable o no, ese horizonte implicaba, por un lado, una noción del derecho dominada por la "heteronomia religiosa" (derecho como expresión de un orden trascendente) y, por el otro, una concepción de la representación más bien orgánica y corporativa que los autores denominan "representación-signo", por connotar una relación directa, espontánea y unanimista entre representantes y representados (que bien podría asimilarse a la noción histórica de representación por identidad desarrollada por Hasso Hofmann). En cualquier caso, ambos rasgos (que un lector familiarizado con la historiografía crítica del derecho reconocerá como aquellos que daban sentido a la cultura jurisdiccional del antiguo régimen) resultan igualmente deprimentes del valor de la voluntad deliberativa como fundamento de los actos del poder público. Tanto en la producción del derecho como en la elección de autoridades, operan formas providencialistas de identificación de lo justo o de legitimación de la autoridad, explicándose así el predominio de actitudes como la adhesión espontánea, la aclamación popular, los pronunciamientos, la compulsión a la unanimidad, la condena del disenso, todos mecanismos propios de una experiencia en la que "el cerco religioso del poder político sigue matizando el liberalismo revolucionario" (p. 146). El interés de los autores por poner en evidencia estos componentes religiosos del proceso de transformación política no pasa por demostrar el carácter "tradicional", "conservador" o "reaccionario" ni por afirmar su naturaleza "progresista", "liberal" o "emancipadora", sino más bien por comprender por qué y de qué manera los conocimientos religiosos fueron empleados en la comprensión de dicho proceso (pp. 128-129). Por ello asumen una posición crítica frente al "relato liberal que asocia la religión y la Iglesia a la inamovilidad y la tradición y niega cualquier contribución de éstas a la revolución", en sintonía con trabajos recientes que han puesto de relieve el aporte cultural innovador de ciertas corrientes internas del catolicismo (pp. 127-128). Sin embargo, no pueden dejar de hacer referencia, hacia el final del capítulo, al consenso que predomina en el pensamiento de las élites criollas sobre la necesidad de mantener la intolerancia religiosa, producto de una "incapacidad, o por lo menos gran repugnancia" hacia la posibilidad de concebir "una política secular privada de fundamento" (p. 150). Fuera ya por incapacidad o - agreguemos por nuestra cuenta - por deliberada adhesión de las elites a un orden socioeconómico sostenido por la religión, la persistencia "de la referencia a una verdad absoluta culmina así -concluyen los autores- en la constitución de una soberanía unitaria y monista de cariz antiliberal" (p. 151).

6. ¿Qué clase de ciudadanía puede surgir bajo dicha noción antiliberal de soberanía? La respuesta a nuestro interrogante puede desprenderse del capítulo 5, "Guerra y ciudadanía inmediata" (pp. 153-174) donde los autores analizan cómo la tensión consustancial a la democracia entre "pueblo principio" y "pueblo sociológico" -en términos de Ronsavallon- se procura resolver, en el contexto de la primera independencia neogranadina, a través de la articulación entre "ciudadanía y milicia". Mientras las guerras de la primera independencia (1810-1816) "transformaron a las fuerzas armadas en actores centrales del proceso revolucionario" (p. 153), el pensamiento político generó proyectos y textos legislativos en los que se concibe "una relación inmediata entre comunidad política y milicia" o "entre el ciudadano en armas y el ciudadano civil, entre la comunidad militar y el cuerpo político, capaz de asegurar su plena legitimidad" (pp. 156-157). Se perfila así una "ciudadanía inmediata" cuya manifestación más tangible se observa en la proliferación de las milicias. A diferencia de los ejércitos regulares, sugieren los autores, las milicias guardan correspondencia con la "soberanía compuestas de los pueblos". Al mismo tiempo, constituyen un canal de inclusión de sectores que tradicionalmente habían quedado fuera de la ciudadanía (entendida ésta todavía desde de la vieja matriz restrictiva de la vecindad colonial). En palabras de los autores, "la ciudadanía colectiva de los defensores de la comunidad política" aunque no se identifica con el estatus requerido para un ejercicio pleno de derechos políticos, opera "como un dispositivo integrador que permite incluir en la ciudadanía política a los que ésta excluye". De este modo, si bien la ciudadanía inmediata "no supone la ciudadanía política, sí la predispone" (p. 169). Como en su tiempo lo señaló Halperin Donghi para el Río de la Plata (Revolución y guerra), Calderón y Thibuad ponen de relieve las consecuencias de la guerra y la militarización sobre la participación popular en la vida política, señalando, sin embargo, que la resistencia a los reclutamientos, las deserciones y las derrotas militares, se encargarían pronto de destruir "la equivalencia soñada entre pueblo, ejército, ciudadanía, virtud y patria" (p. 172). Si la noción de ciudadanía inmediata y la estrecha articulación entre patriota y soldado estimularon la encarnación del poder en forma dictatorial, mediante el conocido expediente de la concesión de potestades extraordinarias, serían aquel señalado fracaso y la imposibilidad de consolidar la unidad y el orden interior los que llevarían a pensar otra vez en una soberanía "despojada de su carácter compuesto y agregativo para dar paso a una noción más concentrada de la potencia [sic] y más voluntarista de la autoridad". Pero para ello será necesario recurrir al "estado de excepción" (p. 173).

7. El estado de excepción crearía las condiciones para intentar la constitución de un poder indiviso y abstracto capaz de lograr la unidad por sobre la majestad incorporada en los pueblos, dando lugar a "La desincorporación de la soberanía". El capítulo 6 (pp. 175-200) que lleva por título ésta última expresión, ofrece un recorrido por los intrincados derroteros de ese proceso, retomando los elementos conceptuales previamente analizados. Partiendo de una aguda lectura de las reformas borbónicas y de su efecto -frecuentemente olvidado por la historiografía de corte estatalista- de fortalecimiento de los poderes locales, los autores examinan con mayor nivel de detalle el proceso de incorporación de la majestad en los pueblos y los primeros ensayos de constitucionalización de la soberanía entre 1810 y 1826. A una dinámica de disgregación caracterizada por las declaraciones de independencia y la formación de juntas, con constituciones donde predomina la concepción agregativa del cuerpo político (primera Carta de Cundinamarca de 1811, Constitución de Cartagena de 1812, primera Constitución de Antioquía 1812) sucederá otra en la que, tras el avance realista de 1816, y bajo los condicionamientos de la guerra y de la reagrupación patriota en la región de Los Llanos, propiciará la "desincorporación de la soberanía". El contexto de excepción facilita la posibilidad de hacer "tábula rasa del pasado" y pensar en una soberanía unitaria capaz de soslayar las limitaciones corporativas. (p. 195). Estas ideas se materializarán en La Ley Fundamental de la República de Colombia de 1819 en la que, aun cuando se conserven algunos giros agregativos, el poder se despliega sobre el territorio haciendo abstracción de los tradicionales espacios jurisdiccionales. Dos años después, la constitución Cúcuta de 1821 marcará "un punto de ruptura profunda con el pasado" al afirmar, siguiendo el lenguaje gaditano, que "la soberanía reside esencialmente en la nación". Sin apoyos de legitimación en el pasado, los constituyentes habrían concebido la soberanía de forma unitaria y abstracta, proyectándola sobre un territorio que ahora aparece dividido en "departamentos, provincias, cantones y parroquias" (p. 197).

8. Pocos elementos hay más característicos de un poder constituyente en sentido fuerte, liberado de hipotecas historicistas, que aquellos que denotan la pretensión de disponer sobre el territorio sin atender a los antiguos distritos jurisdiccionales. Sin embargo, más que fruto de una convicción compartida, la idea centralista aparece aquí como "una concesión a las circunstancias presentes". En 1821 Nariños lo resumirá en la fórmula "centralización actual, federalismo futuro" (p. 198). Con el federalismo siempre latente, rodado de un cierto "aspecto providencial", la tensión interna volverá a surgir tras la derrota definitiva del bando realista en 1824. En ese contexto entrarán en juego, por un lado, las formas autoritarias (desde las facultades extraordinarias hasta la exaltación paternalista y mesiánica del caudillismo) y por el otro, las fuerzas centrífugas corporativas que terminarán por profundizar "la desmembración colombiana". El capítulo 7, "Un gobierno vacilante 1826-1831", analiza la fragilidad interna de la Gran Colombia, donde la cadena de pronunciamientos que evoca "la secuencia juntista de la primera independencia" pone en evidencia "la imposibilidad de los actores de asir la mutabilidad y el cambio, su apego a una visión unanimista y monolítica del orden y su consecuente incapacidad de incorporar la heterogeneidad" (p. 207). Como si se tratase de un peculiar algoritmo, el proceso vuelve a poner en primer plano a los cabildos, como representantes naturales de sus pueblos que reclaman otra vez el derecho a darse sus propias autoridades, impugnando una autoridad central acusada ahora de tiranía. Las milicias acompañan al unísono la voz de los cabildos, en la defensa de una libertad que sigue siendo concebida en forma organicista (p. 215). El fracaso de la llamada Convención de Ocaña de 1828 que pretendía reformular el orden constitucional, movilizará los intentos de imponer el orden "desde arriba" dando paso a la dictadura de base carismática legitimada a través del recurso al estado de excepción. La muerte de Bolívar en 1830 marcará un punto de inflexión en ese juego de fragmentación y agregación que han mantenido las comunidades políticas desde el final de la época colonial. Los autores describen la dinámica del período de 1826 a 1831 como "un círculo vicioso" que, alimentado por la imposibilidad de atribuir al orden vigente una fuente absoluta, "erosiona todas las soluciones que imaginan para construirlo, ya sea desde arriba, a partir de la figura del dictador o del héroe, o desde abajo, a partir de cuerpos constituyentes" (p. 233). A lo largo de estos movimientos, la Gran Colombia terminará por desmembrarse definitivamente. Los departamentos del norte formarán Venezuela y los del sur integrarán Ecuador, mientras que los del centro se reagruparán en la República Neogranadina cuya constitución será promulgada en 1832.

9. Este año, 1832, sirve a los autores para dar título, a modo de final abierto, al último capítulo: "1832: La regeneración incierta" (pp. 234-257). La muerte del libertador devenido en tirano, según la lectura de algunos protagonistas, exige un nuevo proceso de recomposición que sirve a los autores para reflexionar sobre la concepción de libertad, de la política y del liberalismo que han modelado a lo largo de esos años las élites neogranadinas. 1832 es un momento en el que los pueblos, otra vez protagonistas, logran refundirse en una nueva legitimidad constitucional. Sin embargo, la política sigue conservando la impronta monista que lleva a mirar con sospechas a los partidos, a rechazar el disenso, a consagrar nuevamente el liderazgo carismático con tintes providenciales (en este caso, en la figura del presidente Santander) como garantía de unidad. Los vínculos políticos, entre tanto, siguen siendo regidos por una lógica antidoral que los determina en términos binarios de amistad y enemistad, rechazándose también por esta vía la heterogeneidad. La imposibilidad de dar fundamento absoluto -trascendente- a las aspiraciones de unidad monistas (pues a pesar de la intolerancia católica reinante, la política se ha asumido en términos cada vez más secularizados) lleva a los contemporáneos a dar forma a un "liberalismo monista" en el que parecen convivir armónicamente dos nociones diferentes de libertad: la antigua libertad corporativa, que borra incluso al individuo, con la "libertad de los hombres" que habría "alentado la lucha de los revolucionarios desde 1810". En términos casi conclusivos, los autores sugieren que dicho liberalismo habría articulado "derechos individuales, contractualismo, equilibrio de poderes y fiscalización con derechos colectivos, una imagen orgánica de la sociedad, la virtud como mecanismo de contención del poder, el unanimismo y la intolerancia" (p. 255). Aunque puedan admitirse dudas sobre la naturaleza de este liberalismo desde el plano "filosófico" y aún cuando se asuma que dicha trama "encubre las tensiones que la subtienden", los autores entienden que desde el punto de vista de los contemporáneos dicho liberalismo "no admite duda": el discurso de los protagonistas revela un liberalismo que se refiere de manera muy general "a la noción de libertad, independientemente de sus matices", explicándose así la extensión del concepto y su "vaciamiento ideológico" (p. 257).

Se cierra aquí el desarrollo argumental de un libro cuyo epígrafe final -"A título de conclusiones" - ofrece todavía una breve recapitulación y algunas reflexiones de índole metodológica que ayudan a la comprensión global de la obra. Los autores dejan aquí en claro, como ya lo adelantamos al comienzo, que su propósito ha sido evitar tanto aquellas perspectivas historiográficas que proclamaron el éxito de la revolución, sin más, como aquellas otras que han puesto el énfasis en su fracaso. Para ello han procurado recuperar la voz de los contemporáneos, en particular, de las "élites menores", rastreando el lenguaje de "algunos actores colectivos e individuales - masculinos todos-, dando cuenta de sus prácticas políticas" (p. 261). La rápida referencia al carácter excluyentemente masculino de los actores no deja de ser una señal del acotado alcance que en este contexto tenían los discursos relativos a los derechos, en su sentido más estrictamente subjetivo. No podemos dejar de considerar aquí también otra limitación que hubiera sido deseable que fuese igualmente señalada, aunque lo fuera en mínima referencia. Nos referimos al problema de las naciones originarias, cuyas voces tampoco aparecen reflejadas. Este silencio no puede dejar de señalarse, aunque aceptemos que el objeto del análisis sea el discurso de las élites, porque de lo contrario corremos el riesgo de contribuir a una larga dinámica discursiva de ocultación, por no decir de abierto desconocimiento (en los dos sentidos posibles de esta palabra) de una buena parte de la humanidad cuya libertad también estaba allí en juego. Por último, además de las obligadas referencias a las fuentes y al aparato bibliográfico, se agregan al final del libro una cronología (pp. 263-286), que abarca tanto el escenario peninsular como el de la Gran Colombia, desde la crisis de 1808 hasta 1831, y un anexo cartográfico (pp. 307- 314) que brindan un útil instrumental de navegación para lectores no del todo familiarizados con la historia y la toponimia de la región.

10. En términos de conjunto creemos que "La Majestad de los pueblos" de Calderón y Thibaud proporciona un cuadro conceptual de gran valor analítico para los historiadores interesados en la transformación política del mundo hispano, más allá del particular contexto regional al que se ciñe la obra. Por este motivo, en nuestra lectura hemos pretendido hacer hincapié en el desarrollo argumental y en el aporte de herramientas conceptuales que entendemos válidas para otros escenarios, dejando en un segundo plano los aspectos que hacen a la concreta experiencia neogranadina y venezolana. Además, creemos que la forma de composición elegida por Calderón y Thibaud estimula este tipo de lectura, puesto que los sucesivos capítulos, sin dejar de guardar una cierta correlación diacrónica, muestran una mayor preocupación tópica y conceptual que exige giros y recapitulaciones imprescindibles, por otra parte, para la comprensión de unas categorías que se mueven en una dimensión temporal no episódica. La posible dificultad de lectura que esta forma de composición entraña para quien sea ajeno a la particular historia neogranadina y venezolana, resulta ampliamente compensada por la potencia comparativa del cuadro analítico que, a nuestro juicio, da cuenta de los profundos denominadores culturales comunes que atraviesan la historia contemporánea de Latinoamérica y con los que, sin dudas, el lector podrá trazar numerosos y fecundos paralelismos. Si esto es así, creemos que en buena medida obedece a la decisión metodológica de los autores de poner de relieve el papel central de lo político, su propia capacidad de determinación, no necesariamente supeditada a factores socioeconómicos y al atinado criterio de rastrear en la cultura jurídica (con su dimensión teológica incluida) las claves de la configuración del orden simbólico sobre el que se despliegan los discursos de los protagonistas. Como historiadores del derecho, no podemos menos que celebrar el notable acercamiento que en las últimas décadas se puede observar entre dos disciplinas históricas, como la política y la jurídica, que en otros tiempos parecían mirarse mutuamente con recelo.

11. Para finalizar, quisiéramos volver sobre la difícil cuestión de la deseable neutralidad valorativa que los autores han procurado mantener a lo largo de todas las páginas y que de algún modo tiene que ver con el enfoque culturalista que acabamos de mencionar. Es loable la búsqueda de comprensión del sentido local de unos discursos que muchas veces han sido interpretados con exagerada vocación anticipatoria (como ocurre con las tradicionales historias liberales de las revoluciones hispanas) o agriamente denostados a través del juicio normativo dictado desde unos patrones tan abstractos como anacrónicos de modernidad. En esta encrucijada, nos asalta la duda sobre la posibilidad de mantener la equidistancia cuando tratamos de historias y, sobre todo, de conceptos que alcanzan al presente. Nos preguntamos entonces por los límites de una historia que, basada en la comprensión de los discursos, termina dejando abierta la inquietud acerca de las razones por las cuales, el camino recorrido desde las revoluciones hasta ahora se ha mostrado muy poco propicio para la consolidación de instituciones democráticas, para el ejercicio efectivo de derechos individuales y colectivos, para el respeto hacia el disenso político, para una distribución equitativa de la riqueza, etc. Todos estos elementos han contribuido de alguna manera a la conservación de una desigualdad social que, como en los tiempos coloniales, sigue todavía hoy sostenida en muchos lugares de Latinoamérica por la interacción de factores étnicos y económicos de discriminación.

En este mismo orden de ideas, cabe también inquirir sobre los recaudos que debemos tomar en consideración para analizar discursos articulados en contextos en los que, como diría el fundador del partido Conservador de Colombia, José Eusebio Caro, en palabras que los autores han elegido para cerrar su argumento, "Los actos eran detestables. Los nombres eran atractivos" (p. 257). Nos preguntamos entonces, cómo debemos interpretar la afirmación de los autores cuando sostienen que "la lucha por la libertad y el anhelo de fundar un gobierno a partir de ella" eran "un propósito ampliamente compartido desde 1810", cuando se nos dice al mismo tiempo que, en ese contexto, la palabra "libertad" era usada en un sentido ideológicamente vacío (p. 257). ¿Acaso es posible un significado no ideológico de "libertad"? La cuestión se complica más aún si consideramos el carácter acomodaticio que muestran las élites criollas y la facilidad ("la enorme la naturalidad") con la que los actores se "realinderan" detrás de las autoridades en busca de seguridad (p. 249) o cambian de posición constreñidos por la lógica de amigo enemigo siempre latente. Hasta qué punto la articulación sincrética de elementos teóricamente contradictorios no oculta una utilización pragmática del discurso. Resulta imposible no rememorar aquí la descarnada pluma de García Márquez cuando en sus Cien Años de Soledad se refiere, desde la ficción, al uso vacío de las categorías ideológicas: "Los terratenientes liberales, que al principio apoyaban la revolución, habían suscrito alianzas secretas con los terratenientes conservadores para impedir la revisión de los títulos de propiedad". ¿No resulta acaso ingenuo descartar los cálculos pragmáticos, especialmente cuando se trata de articulaciones discursivas tan poco viables (esto es, tan difíciles de materializarse en órdenes institucionales más o menos estables) debido a sus propias inconsistencias?

No pretendemos con esto negar el valor de la historia culturalista de la política. Sólo señalar que su capacidad explicativa puede potenciarse aún más con la incorporación de variables socioeconómicas que puedan echar luz sobre los posibles usos puramente pragmáticos (o ideológicamente vacíos) de los conceptos articulados en los discursos de los protagonistas. Como decíamos al comienzo, el riesgo pasa por tensar los campos semánticos hasta el punto de desdibujar la función comunicativa de determinados conceptos (libertad, liberalismo, igualitarismo, etc.) haciendo que la "comprensión" (puramente hermenéutica) se acerque demasiado a la justificación. Los autores no han pasado por alto ese riesgo, reconociendo al final las dificultades éticas que la neutralidad trae implicada. Después de haber destacado que los elementos que conforman el "monismo liberal" no pueden ser pensados "como una simple continuidad, como remanentes del pasado" admiten que "es innegable que estas construcciones dificultaron el paso a una sociedad pluralista". Aunque reconocen que esta afirmación implica un juicio normativo basado en una categoría ahistórica, manifiestan que "desde una perspectiva ética y política" no han podido dejar de señalarlo (p. 261). Por los mismos motivos que los autores expresan, no hemos podido dejar de reflexionar aquí sobre este delicado punto a partir de una lectura que, entendemos, será obligada para cualquiera que procure comprender, desde una perspectiva cultural, los peculiares entresijos de la historia política latinoamericana.

Alejandro Agüero
Miembro del proyecto HICOES "Cultura jurisdiccional y orden constitucional: justicia y ley en España e Hispanoamérica III" (DER2010-21728-C02-02).
Investigador del CONICET

Notas

*Permítasenos recordar un lugar común de la cultura jurídica de antiguo régimen hispano, en palabras de Covarrubias, que bien podrían haberse aprovechado aquí: "aunque no hubiese ninguna ley humana que lo aprobase, es evidente que el pueblo, que necesita quien le rija, y no tienen ningún magistrado constituido por el príncipe tiene por derecho natural poder de constituirse magistrados". COVARRUBIAS y LEYVA, D., Textos jurídico-políticos. Selección y prólogo de Manuel Fraga Iribarne. Traducción de Atilano Rico Seco, Madrid 1957, p. 305.         [ Links ] El texto está extraído el capítulo IV de las Practicarum Quaestionum Liber, vol. I de las Omnium Operum, Salamanca 1577.

*Vale la pena recordar aquí la hipótesis de Beatriz Rojas sobre el federalismo mexicano como persistencia del sistema corporativo y de derechos privativos. Véase Beatriz Rojas (coord.), Cuerpo político y pluralidad de derechos. Los privilegios de las corporaciones novohispanas, Centro de Investigación y Docencia Económicas - Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora, México, 2007, pp. 78-79.         [ Links ]

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