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Revista de historia del derecho

On-line version ISSN 1853-1784

Rev. hist. derecho  no.46 Ciudad Autónoma de Buenos Aires Dec. 2013

 

RESEÑA DE LIBROS

Rodrigo Míguez Núñez, Terra di Scontri. Alterazioni e rivendicazioni del diritto alla terra nelle Ande centrali, Milano: Giuffrè Editore, 2013, 374 págs.

 

Rodrigo Míguez nos ha obsequiado una obra extraordinaria. Solo un académico con su sólida formación ius-histórica podría haber imaginado la posibilidad de escribir una historia de larga duración sobre la evolución de la propiedad de la tierra en los Andes centrales. El autor ha diseñado una aproximación interdisciplinaria que lo ha conducido por los campos de la historia prehispánica, la etnohistoria y la historia legal, política y económica, tanto colonial como republicana; explorando una cantidad y variedad impresionante de fuentes históricas e historiográficas; y escribiendo con solvencia y rigor un libro que en adelante será consultado, leído y estudiado por los interesados y especialistas en diversas disciplinas, en particular, en la Historia del Derecho.
Añado a estos atributos uno que me parece fundamental para comprender por qué en estos tiempos de lectura distraída, conocimiento superficial y pastillas digitales de saber instantáneo y banal, alguien como Míguez puede dedicar años de su vida a un proyecto de esta envergadura: su amor por el conocimiento y, en especial, por la disciplina que cultiva con inteligencia, tenacidad y pasión.
Míguez dedica su obra a estudiar qué sucedió con las formas de apropiación y aprovechamiento de la tierra cuando dos viejas tradiciones culturales colisionaron a raíz del asentamiento de la sociedad colonial en los Andes centrales. Mientras que en la concepción aborigen se privilegiaba una relación espiritual y colectiva con la tierra, y esta carecía de valor de cambio; en el universo mental importado por los conquistadores, la tierra era una mercancía apreciada bajo una óptica materialista que, además, incentivaba el individualismo propietario. Semejante disyunción conceptual y valorativa solo podía conducir a un desencuentro de proporciones bíblicas.
Si bien la historia de la apropiación de la tierra en los Andes es la historia de la introducción y el asentamiento de las categorías jurídicas occidentales que conducen a la instauración del régimen de los derechos reales, el autor resalta que ese despliegue geográfico y cognitivo no ha logrado desterrar del todo la concepción contrahegemónica, telúrica y colectivista, de los pueblos y comunidades andinos. De este modo, se configura el conflicto histórico entre el modelo legal importado y la cosmología jurídica alternativa vigente en los Andes.
Para el estudio de este proceso, en la Introducción se desarrolla un interesante esfuerzo teórico destinado a generar una categoría descriptiva y analítica alejada del concepto de propiedad imperante en el Derecho liberal moderno. Considera que los tintes ideológicos de la noción moderna de propiedad son imborrables y solo conducen a tergiversar la observación de otros regímenes de apropiación y aprovechamiento de la tierra, máxime cuando estos son tributarios de concepciones diferentes sobre la relación entre el hombre y la naturaleza. Se observa cómo los juristas del XVI redujeron las formas indígenas de apropiación a la noción dominante en el Ius Commune y les impusieron un nomen iuris que resaltaba la posesión física, el uso y disfrute y la disposición de los bienes. De manera similar, el concepto moderno de propiedad se encuentra tan identificado con las premisas ideológicas y políticas del liberalismo que resulta inadecuado proyectarlo anacrónicamente al estudio de otras realidades, sean estas culturales o históricas.
Ante este obstáculo, Míguez opta por resaltar el carácter telúrico, colectivo, contextual y holístico de las formas de apropiación de la tierra en los Andes. Cabe aclarar que no se trata de un colectivismo que disuelve a las personas o familias en una masa indiferenciada sino de una matriz social en la cual estas se desenvuelven y dan sentido a sus actos. En cualquier caso, llega a la conclusión de que estos atributos son intraducibles e irreductibles al concepto occidental de propiedad y lo reemplaza por el término de derecho o tenencia de la tierra, para emprender su análisis histórico-jurídico.
Si bien esta propuesta es interesante y está muy bien elaborada, el autor podría haberla robustecido apelando a la vieja polémica entre Max Gluckman y Paul Bohannan, dos afamados antropólogos del Derecho que hacia los años 1960 discutieron precisamente sobre el valor heurístico de las categorías del Derecho para estudiar otras realidades socio-legales. Mientras uno postulaba que era necesario crear un lenguaje analítico transcultural y químicamente puro (una quimera, por cierto), el otro sostenía que se debía recurrir a las categorías clásicas del Derecho Romano para usarlas como referentes fundamentales en el estudio de la diversidad legal.
De haber tomado nota de este debate, bien podría el autor haber mantenido el uso del concepto de propiedad pero transformándolo en una categoría analítica, tal como ocurre en la antropología del Derecho, sin necesidad de introducir un término esquivo. Este lo aleja de los debates centrales en esa disciplina y, sobre todo, de la redefinición del derecho de propiedad que la Corte Interamericana de Derechos Humanos (San José de Costa Rica) está realizando a través de su jurisprudencia, al amparar los derechos territoriales (colectivos) de los pueblos indígenas, reinterpretando así la concepción clásica (individualista) incluida en la Convención de Derechos Humanos. Esta tendencia, resaltada al inicio y al final de su libro, es un claro ejemplo de la plasticidad de las nociones jurídicas, en este caso con propósitos contrahegemónicos, en clara sintonía con la cosmovisión jurídica alternativa indígena que Míguez resalta.
A partir de esta elaboración teórica y a la luz de la etnografía contemporánea sobre las sociedades indígenas y campesinas de los Andes centrales, el autor dedica su primer capítulo a ofrecer una reconstrucción del sistema tradicional de tenencia de la tierra ab-origen. Aquí combina, con destreza y sagacidad, los aportes de la literatura antropológica e histórica para retratar el funcionamiento y la estructura de la organización tradicional andina en torno de la tierra. Resalta la filiación genética del ayllu (grupos residenciales corporados) con la marka, en tanto organización supralocal y la gestación de la denominada comunidad indígena durante los albores del período colonial. Hace bien el autor en resaltar que se trata de un término reduccionista y prescriptivo que el Estado colonial inventó para nombrar y normar paisajes humanos heterogéneos e irreductibles a una sola categoría administrativa y censal. Esto no obstó que las sociedades indígenas reasentadas en comunidades (i.e., reducciones) hayan resignificado y empleado el nuevo modelo para defenderse de embates como la apropiación de sus tierras o la exacción tributaria.

Es más, el cumplimiento de las obligaciones tributarias corporativas frente al Estado (colonial, republicano) y de los deberes personales propios de la jerarquía civil-religiosa al interior de la comunidad, fueron claves para generar y exigir los derechos de uso y disfrute de la tierra comunal. Ésta se halla generalmente dividida en un núcleo central de tierras bajo riego (sayana), consuetudinariamente asignado a las familias y controlado por éstas, y en una periferia (aynoqa) de tierras de secano y pastos en donde predomina la decisión comunal para asignarlas temporalmente y organizar la producción. Este entramado de derechos y obligaciones, condicionado por el aprovechamiento de un máximo de pisos ecológicos y de zonas productivas que se despliegan por kilómetros de territorios y miles de metros de diferencia de altitud (chala, yunga, sierra, puna, etc.), genera un complejo sistema regulatorio, una multiplicidad de regímenes de apropiación y uso comunal/familiar que Míguez hace bien en sistematizar pero que todavía nos falta graficar y comprender a cabalidad. Al tener bases colectivas, telúricas y cosmológicas radicalmente diferentes al individualismo, materialismo y antropocentrismo que caracteriza al régimen de los derechos reales, en particular al derecho de propiedad en su acepción liberal-moderna, es un acierto del autor enfatizar que se trata de una juridicidad alternativa, contestataria.
El segundo capítulo, destinado a graficar la irrupción del Derecho colonial y republicano en las sociedades indígenas y campesinas, es una gran síntesis del proceso de justificación y arraigo del Derecho occidental en los Andes. Es notable la forma en que Rodrigo Míguez articula los procesos políticos e institucionales propios del "Derecho Público" con el asentamiento del "Derecho Privado", en particular, del derecho de propiedad. Es por eso que su exposición versa sobre los justos títulos elaborados por los juristas y teólogos del siglo XVI para legitimar la ocupación de los nuevos dominios, el establecimiento del tributo indígena como retribución al monarca por gobernar a sus nuevos vasallos, la entrega en encomiendas de esa población tributaria a los primeros "beneméritos de las Indias" como pago por sus servicios a la corona, y la reducción de la población originaria en asentamientos nucleados para divorciarla de sus tierras, asegurar el control político-ideológico y facilitar el adoctrinamiento religioso.
Entrelazada con estos procesos iniciales de apropiación política, acumulación económica y desposesión de los ayllus y grupos étnicos andinos, Míguez detalla cómo la propiedad rural empieza a gestarse a costa de la tierra aborigen, mediante las capitulaciones y mercedes de tierras y la paulatina introducción de mecanismos de transferencia entre particulares (e.g. compra-venta, donación, permuta). Serán, finalmente, los sucesivos procesos de composición de tierras, iniciados a fines del siglo XVI, los que consolidarán el nuevo paisaje agrario colonial y estabilizarán la apropiación, legal e ilegal, de la tierra indígena. Aun en este contexto político e institucional desfavorable, los pueblos y comunidades andinos emplearon todas las herramientas legales (e ilegales, como la evasión tributaria) disponibles para reivindicar sus derechos a la tierra, controlar sus recursos y afirmar sus márgenes de autonomía, sellando así un pacto colonial que duraría hasta el siglo XIX.
Míguez dedica la segunda parte de este capítulo a explicar las transformaciones que sufrió este pacto a raíz de las revoluciones criollas y la introducción del liberalismo político. Aunque un tanto descentrado porque la evidencia documental que utiliza proviene de los procesos acaecidos en la Gran Colombia, Chile y Argentina, de todos modos logra graficar cómo este proceso tuvo un correlato jurídico compartido por las elites independistas de los Andes centrales, a saber, la introducción del concepto liberal del derecho de propiedad. Como bien señala, el objetivo era radicar al Code Napoleónico en los Andes (y América). Una gran diferencia con el régimen legal colonial fue la ofensiva contra las formas comunitarias de propiedad indígena y el desconocimiento oficial de los regímenes normativos consuetudinarios que se habían forjado a lo largo de siglos. Otra fue que la instauración del liberalismo político y económico favoreció, gracias al establecimiento de un absolutismo jurídico, la desposesión de las comunidades indígenas y la expansión del latifundio. Este último proceso documentado por Míguez al resumir cómo las revisitas generales de tierras en Bolivia fueron un mecanismo al servicio de la "liberación" de tierra indígena para transferirla a las élites agrarias criollas.
Finalmente, en los capítulos tres y cuatro el autor ensaya un contrapunto entre la trayectoria del tratamiento jurídico de la tenencia de la tierra en Bolivia y Perú durante el último siglo. Lo inicia con el estudio del aporte del indigenismo jurídico y el reconocimiento constitucional de inicios del siglo XX que garantizaba el carácter inalienable, imprescriptible e inembargable de la propiedad comunal; y lo concluye enfatizando la nítida disyunción ideológica y legal que hoy caracteriza a los marcos legales de Bolivia y Perú. Mientras la senda boliviana reivindica un modelo comunitarista, basado en el buen vivir y en el reconocimiento de la diversidad interna; la peruana ha desmontado el aparato tutelar pro-indígena y campesino y ha iniciado una ofensiva (neo)liberal destinada a desterrar la propiedad comunal para instaurar, finalmente, el reino de la propiedad privada e individualista decimonónica. Es interesante observar cómo esta última opción se está estrellando no solo contra la resistencia de los pueblos indígenas y comunidades campesinas sino contra la propia globalización del régimen de los derechos humanos, encarnada en la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Ambos, desde abajo y desde arriba, reivindican la vigencia de una cosmología jurídica alternativa, esa que tan bien retrata Míguez a lo largo de su valiosa contribución a la Historia del Derecho y a la lucha por la justicia en nuestro continente.

 

Armando Guevara Gil
Pontificia Universidad Católica del Perú

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