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Revista de historia del derecho

versión On-line ISSN 1853-1784

Rev. hist. derecho  no.47 Ciudad Autónoma de Buenos Aires ene./jun. 2014

 

RESEÑA DE LIBROS

Ignacio Martínez; Una Nación para la Iglesia argentina. Construcción del Estado y jurisdicciones eclesiásticas en el siglo XIX, Academia Nacional de la Historia, Buenos Aires, 2013, 576 págs.

 

Desde el supuesto de que Estado-Nación e Iglesia se fueron conformando en simultáneo durante el siglo XIX, la obra de Ignacio Martínez nos plantea una serie de interrogantes fundamentales a los interesados en la historia jurídica y la historia de la iglesia argentina. El patronato, el rol de la religión católica luego de la Revolución, las justificaciones teóricas de las nuevas autoridades, son analizadas a través de los numerosos conflictos jurisdiccionales provocados por la cuestión eclesiástica entre 1810 y 1865.

El libro se encuentra dividido en tres partes, cronológicamente delimitadas y simétricas entre sí. Cada una cuenta con introducción y tres capítulos. El sentido de los capítulos se reitera: primero un análisis normativo, luego otro de los conflictos derivados de la implementación legal, y por último el estudio de los argumentos que justificaron tanto las normas como las resistencias. La primera parte se ocupa del ocaso del patronato indiano y de su reformulación en la primera década de la Revolución (1810-1820); la segunda parte analiza el largo período de las soberanías provinciales y las nuevas disputas por el patronato entre los poderes locales, el encargado de las relaciones exteriores y la autoridad papal (1820-1852); y la tercera parte trata la organización del patronato nacional luego de la Constitución (1852-1865). Al final, hay una conclusión que resume las cuestiones principales y los ejes de toda la obra. El libro se cierra con una completa y útil orientación de fuentes y bibliografía para quien pretenda ahondar en la temática.

El autor, adscripto a una línea historiográfica que ha renovado los estudios sobre la iglesia argentina, descarta desde el comienzo el supuesto de la preexistencia de una Nación y de una Iglesia como actores históricos a comienzos del siglo XIX. A una Nación que se fue construyendo con el Estado, en un proceso similar, acompañó la lenta conformación de una Iglesia en el actual territorio argentino. Antes, la pluralidad de intereses y valores que expresaba la religión católica no era representada exclusivamente por una sola institución. En ese marco conceptual, en el que la religión era constituyente del orden social, incluso absorbiendo y reformulando corrientes de signo laicista, como la Ilustración, Martínez traza el objetivo de analizar "los conflictos provocados por los ajustes que sufrieron las jurisdicciones civiles y eclesiásticas en el Río de la Plata entre 1810 y 1865". La cuestión central de la obra, evidentemente, gira en torno al ejercicio del patronato y a las nuevas formas de justificarlo y ejercerlo ante la disolución del virreinato borbónico.

El libro propone una tesis interesante: la formación del espacio político nacional, la construcción de un poder supraprovincial, fue posible (no exclusivamente, queda claro), por las características de las jurisdicciones eclesiásticas rioplatenses y los límites de facto que encontraron los gobiernos provinciales para controlar a las instituciones religiosas. La variable eclesiástica, alejada de un análisis meramente local, permite al autor apreciar algunos rasgos del surgimiento del Estado-Nación en Argentina. Martínez pretende demostrar, apoyado en la normativa y en múltiples ejemplos de conflictos suscitados por el ejercicio del patronato, que un poder político viable requería de unas dimensiones territoriales mínimas. La imposibilidad de las provincias de llevar adelante el patronato por sí mismas, a raíz de circunscripciones diocesanas que incluían a varias de ellas, hizo necesario un poder supraprovincial que oficiara de árbitro o ejerciera esa potestad.

Otro de los objetivos, probar que el origen "secular" del nuevo poder surgido tras la Revolución, significó un conflicto con los fundamentos teóricos del patronato, es un tema que nos permite una rica discusión.

Ya desde el título del libro se nos indica orientación intelectual y programa. La referencia a la obra clásica de Tulio Halperín Donghi, Una nación para el desierto argentino, nos sugiere que si una nación se construía redefiniendo los vínculos que ligaban al poder político con los habitantes, la cuestión de las atribuciones inherentes al patronato y el papel de la religión en el nuevo esquema político, representan un dilema insoslayable al historiador.

Lejos de practicar una historiografía de tipo confesional, el autor utiliza el marco teórico de la renovación intelectual producida en los estudios de historia eclesiástica (llegados a la Argentina en los años noventa), cuyo objetivo fue recobrar la historicidad de la Iglesia y enfocarla desde múltiples dimensiones. Esta mirada permite, y además se beneficia, de los aportes que la sociología, la historia política y la historia jurídica realizan al tema. Así, con base sociológica, el autor estudia el proceso de secularización; con apoyo en la nueva historia del derecho pone en cuestión el concepto de Estado moderno, para abrirse al más rico y complejo universo de la pluralidad de jurisdicciones de la monarquía; y la historia social le permite indagar en las múltiples relaciones de poder entre los actores de la sociedad rioplatense. Algunos trabajos de J. C. Chiaramonte, especialmente La Ilustración en el Río de la Plata, le sirven de marco intelectual para una justificación del patronato en tiempos patrios, que da cuenta de la mixtura de tradiciones antiguas y modernas, y especialmente de las relecturas de viejas doctrinas al calor del cambio de las circunstancias políticas. Y por supuesto, su apoyo más decisivo viene dado por la excelente obra de R. Di Stéfano, quien al cuestionar la imagen de la Iglesia tardocolonial como una institución monolítica, y vincularla con el gobierno y la sociedad, despeja el camino para comprender las medidas eclesiásticas de las autoridades temporales, no como una injerencia sino como partes esenciales del mismo régimen de la colonia. No había, entonces, una Iglesia coherente y unificada sino una jurisdicción eclesiástica, una más, con toda su importancia, de las que conformaban el mosaico plural de jurisdicciones en la sociedad corporativa del Antiguo Régimen.     

El autor plantea y busca respuesta para una buena cantidad de preguntas: ¿Cómo se justificó el ejercicio del patronato luego de la Revolución de Mayo, qué proponían los sucesivos ensayos constitucionales, cómo se resolvió la cuestión en tiempo de provincias soberanas, cómo se relacionaron las autoridades locales con la Santa Sede en época de incomunicación, qué doctrinas ampararon las decisiones de las autoridades seculares y las de los cabildos catedralicios?, ¿es posible pensar que el ejercicio del patronato resultó determinante para la conformación de un Estado unificado?, ¿los argumentos para repensarlo en tiempos patrios, replicaron o reformularon los utilizados durante la colonia? (aquí el autor analiza algunas obras del período indiano, como la Política Indiana de Solórzano Pereira, el Manual compendio del regio patronato indiano de Rivadeneyra Barrientos, y el Syntagma de las resoluciones prácticas cotidianas del derecho del Real Patronazgo de las Indias, de Pedro Vicente Cañete). ¿Cómo empezó a tallar la figura del Papa en esta coyuntura?, ¿puede pensarse en la figura del Encargado de las Relaciones Exteriores como una suerte de "protopatrono confederal", es decir, una autoridad patronal de hecho?, ¿fue un fracaso la Misión Muzi, o abrió las puertas, a través de la creación de una red confiable de contactos, para una comunicación directa con las iglesias australes?

Uno de los puntos más interesantes para la historia jurídica, se encuentra en el análisis de las doctrinas que fundaron el ejercicio del patronato en tiempos coloniales, y su permanencia y reformulación luego de la Revolución. Coincidimos en que los argumentos para apoyar el patronato patrio ya estaban explicitados por los autores regnícolas del período borbónico. Sólo fue necesario adaptarlos a las nuevas circunstancias políticas. Sin embargo, creemos que podría matizarse la afirmación de que "el cambio radical en la forma de concebir el origen de la soberanía minó los fundamentos" que avalaban la intervención de las autoridades civiles en asuntos eclesiásticos. Martínez sostiene que cuando la Asamblea de 1813 abandonó el ejercicio de la "soberanía en depósito", para fundarla en la voluntad popular, alterando así la legitimidad de origen divino asociada a la Monarquía que justificaba el patronato, los fundamentos entonces a disposición del gobierno patrio se debilitaron y se abrió otro debate: si el gobierno de las iglesias correspondía a las nuevas autoridades o debía reasumirlo el Papa. Creemos que ese cambio no fue tan radical, que la legitimidad del nuevo orden también pretendió fundarse en la religión, y que esto no fue una simple estrategia. Las justificaciones bíblicas de la revolución y la guerra, las invocaciones de protección de los ejércitos, el temor al desorden social y al caos que pudiera aparejar una excesiva libertad de conciencia, derivaron en un aval intelectual del orden nuevo que buscaba orientar los acontecimientos por el seguro cauce del catolicismo, entendido como pilar del cuerpo social. Es decir, las fuentes que nutrían al nuevo poder político no se desacralizaron, y por lo tanto pudieron utilizarse los argumentos de los tratadistas de la colonia (readaptados, mixturados) que explicaban el patronato en términos de derecho adquirido por servicio a la religión. 

Resulta un acierto plantear el proceso de centralización y subordinación de la estructura eclesiástica a las autoridades civiles, como parte de un movimiento anterior a 1810, que tuvo un hito importante con la redistribución jurisdiccional de la Ordenanza de Intendentes, y que el poder revolucionario aceleró en su primera década. Más allá de cierta tentación historiográfica, por fortuna cada vez menos frecuente, en explicar los cambios institucionales y las fuentes intelectuales de la Revolución sólo en términos de ruptura o de persistencia, parece más sensato hablar de reformulaciones, readaptaciones y mestizajes. Los recientes estudios sobre la cultura jurídica de la primera mitad del siglo XIX coinciden en señalar esta característica: relectura de antiguas doctrinas al calor de las circunstancias, refracción de nuevas ideas que terminan desviando de su curso originario al localizarse. 

Un interesante y adecuado tratamiento brinda el autor a los distintos modos de concebir el poder político (y por tanto, el eclesiástico), vinculándolo con la existencia de dos lógicas jurídicas diferentes. Una de Antiguo Régimen, casuista y con fuerte anclaje en la equidad; otra contemporánea, fundada en la norma y la autoridad legislativa. Hay ya una abundante bibliografía sobre los rasgos centrales del orden jurídico precontemporáneo y sus diferencias con nuestro derecho actual, parte de la cual el autor conoce y cita en la obra. Martínez dedica un buen espacio a desarrollar el papel de la epiqueya o equidad, como dato jurídico proveniente de cultura anterior, para explicar algunas justificaciones argumentales o medidas tomadas en pleno siglo XIX. En este punto, sin embargo, aunque coincidimos en el planteo general, creemos conveniente unas breves observaciones. De la lectura puede quedar la idea de que la equidad funcionaba sólo como un recurso para "justificar omisiones o abiertas desobediencias a la ley", sin desconocer la autoridad que la había emitido, o como un "resquicio" para burlar la autoridad revolucionaria en asuntos eclesiásticos. En el Antiguo Régimen, el recurso a la equidad no puede considerarse excepcional, frente a un supuesto predominio de la ley, sino que forma parte esencial del orden jurídico. La ley, comprendida como la traducción de un orden indisponible, actúa junto a múltiples campos normativos, sin jerarquías de aplicación. En ese orden, la equidad no podría ser concebida como un resquicio o una excepción para suavizar o flexibilizar la norma sino como un recurso central, de utilización frecuente, en el mismo rango que otros.

Por otra parte, en tiempos en que ya la epiqueya comenzaba a perder virtualidad bajo el discurso de un sistema fundado en leyes, debemos ser cuidadosos al detectar pervivencias, que algunas veces no responden al modelo jurídico tradicionalista sino más bien a razones argumentales más prácticas. Es cierto que el caso concreto, el razonamiento tópico, la oportunidad, constituían caracteres constituyentes de la cultura jurídica del Antiguo Régimen pero en algunos de los casos ejemplificados en el libro, parece que estamos frente a una oportunidad de otro cariz. El autor en algún momento expresa que el recurso a la equidad era una "estrategia argumental", y coincidimos, aunque matizando la idea de que aquí nos encontremos ante una pervivencia del orden tradicional. En los ejemplos del libro (reforma de la liturgia de 1812, nombramiento de autoridades en 1813, y reforma del calendario de festividades de 1817), su utilización, incluso explícita, debe observarse no sólo como el arrastre de un modo de razonar sino con el sentido práctico de la justificación inmediata. Es cierto que no podemos leer el fenómeno de la equidad desde un parámetro contemporáneo de ley y sistema pero también es cierto, que en muchos de los casos presentados, debemos observarla sin ingenuidad, ya que se recurre a ella en tiempos de crisis para justificar decisiones favorables para quien las produce.      

Otro tema central, que sostiene la tesis del libro sobre la construcción del espacio político nacional, es el de los obstáculos y la incapacidad de las soberanías provinciales, a partir de 1820, para ejercer el patronato. Estas limitaciones, a veces territoriales, a veces de competencia, las obligaban a reconocer o recurrir a otras autoridades fuera de su alcance. Si el patronato era un atributo de la soberanía, las provincias no podían ejercerla completa, ya que las diócesis, de antigua configuración colonial, ocupaban el espacio de varias de ellas. La fragmentación política, la "convivencia contradictoria" de poderes que pretendían injerencia en el gobierno eclesiástico rioplatense, llevó a negociaciones constantes entre cabildos catedralicios que funcionaban en sede vacante, provincias, papado y encargado de las relaciones exteriores. También determinó un tiempo en que lo único permanente parecía ser la provisoriedad. La tendencia de estas negociaciones, según el autor, decantó en la gradual consolidación de autoridades supraprovinciales, que a la larga contribuirían a la construcción de un Estado centralizado.  

Estamos en presencia de una obra destinada a perdurar como referencia, para quienes se interesen en la construcción de la iglesia argentina y en los conflictos suscitados por el ejercicio del patronato. Una obra que nos propone una hipótesis interesante, justifica sus argumentos con el archivo, se apoya en una sólida tradición historiográfica de estudios eclesiásticos, y está al tanto de las nuevas corrientes de la historia jurídica. Y además, una obra que realza su valor por las discusiones que habilita, sobre un tema tan relevante como el rol de la religión católica en la conformación de unas nuevas instituciones y un nuevo espacio político.

Esteban F. Llamosas
Universidad Nacional de Córdoba

           

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