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Revista de historia del derecho

versión On-line ISSN 1853-1784

Rev. hist. derecho  no.53 Ciudad Autónoma de Buenos Aires jun. 2017

 

SECCIÓN INVESTIGACIONES

Constitucionalismo y colonialismo en las Américas: El paradigma perdido en la historia constitucional*

Constitutionalism and colonialism in the Americas:  the lost paradigm in constitutional history

 

Por Bartolomé Clavero **

* Dado el carácter recapitulatorio de este texto procedente de una conferencia guardando su extensión, me remito esencialmente como soporte a obra propia. Al final la registro, añadiendo una relación sumaria de bibliografía ajena, oportuna a mi entender como respaldo en razón de que las ideas aquí expuestas pueden chocar en ámbitos tanto historiográficos como constitucionalistas. Pudiera parecer que la selecciono por última, pero lo hago por relevante para mis perspectivas, reparando sólo ahora en que pertenece toda ella al siglo XXI. Los títulos son lo suficientemente expresivos como para que la lectura, a semejanza de la exposición oral, no haya de ir tropezándose continuamente con remisiones. Hay acceso a algunos de los capítulos de los libros y a un libro completo de entre los míos (Clavero, 2011) en mi sitio web: http://www.bartolomeclavero.net. Agradezco la hospitalidad de la Revista de Historia del Derecho para con un escrito de estas características.

* * Catedrático de Historia del Derecho y de las Instituciones en la Universidad de Sevilla, España, E-mail: clavero@us.es

Original recibido: 04/04/17.
Original aceptado: 22/04/17.
Original recibido con cambios: 27/04/17.


Resumen:

He aquí la transcripción de una conferencia que toma como punto de partida un par de ideas muy llanas: el constitucionalismo es un invento más americano que europeo; además, responde a un proyecto no descolonizador, sino de aseguramiento del propio colonialismo. Desde esta perspectiva se revisa una historia que transcurre desde unos intentos imperiales, el británico y el hispánico, previos a la independencia, de una inclusión subordinada de pueblos indígenas a la puesta en práctica de una clase de constitucionalismo que recicla con mayor eficacia la condición colonial. El punto de llegada es de derecho no sólo constitucional, sino también internacional: el del giro reciente hacia el reconocimiento de los pueblos indígenas como sujetos del derecho de libre determinación. Internacional, bajo el derecho de gentes, lo fue igualmente el punto de partida. La conferencia finalmente se interroga sobre si, entre derecho constitucional y derecho internacional, todo esto no entraña un nuevo paradigma histórico.

Palabras claves: Constitucionalismo - Colonialismo - Derecho internacional - Descolonización constitucional.

Abstract:

Here is the transcript of a lecture that takes as its starting point a couple of very plain ideas: Constitutionalism is an American rather than a European invention; furthermore, it comes out of a project to reinforce colonialism, not to achieve decolonization. From this perspective history is checked; namely, the one ranging from pre-independence imperial attempts, both British and Spanish, at a subordinate inclusion of indigenous peoples to the implementation of a sort of constitutionalism which more efficiently recycles the very colonial status. The point of arrival is not just constitutional, but also international, that of the recent turns towards granting indigenous peoples the right to self-determination. International, under the law of nations, was the starting point as well. The lecture finally wonders whether, between constitutional law and international law, all this entail a new historical paradigm.

Keywords: Constitutionalism - Colonialism - International law - Constitutional decolonization.


 

Sumario:

I. Invención americana del constitucionalismo. II. Arranque constitucional en Latinoamérica. III. Trayectoria de un constitucionalismo colonial IV. Derecho internacional y descolonización constitucional. V. El paradigma perdido. VI. Bibliografía propia. VII. Bibliografía ajena.

 

I. Invención americana del constitucionalismo.

El constitucionalismo es un invento americano o, por decirlo con más precisión, un invento euroamericano, de contingentes europeos emigrantes a las Américas. La inmigración se producía en términos de invasión, esto es, ignorando el derecho de la humanidad preexistente e imponiendo el que se importaba consigo desde Europa. El mismo invento del constitucionalismo se efectuó con elementos tanto culturales como institucionales de tal procedencia europea, siendo la articulación de los mismos en un sistema político y jurídico lo que se realiza en las Américas; concretamente, por parte de las colonias que se independizaron de la Monarquía británica durante la segunda mitad del siglo XVIII, en un proceso que duró entre 1763 y 1776 o hasta finales de la década de los ochenta si se comprenden los años de redondeo de la invención constitucional.

1763 es el año en que la Monarquía británica adopta la decisión que provocaría desapego en aquellas colonias. Atribuyéndose la soberanía sobre la mayor parte del subcontinente norteamericano que sólo muy parcialmente además dominaba, desde esta posición tan netamente colonial, dicha monarquía reconoció la existencia y los gobiernos de los pueblos indígenas ubicados más allá de los Apalaches, recluyendo así a las colonias en el espacio de la estrecha franja atlántica que de hecho ocupaban. La medida no sólo se debía a reconocimiento del apoyo indígena en la guerra intercolonial recién saldada con la derrota francesa, sino también a la novedad de una política imperial inclusiva de humanidad no europea que también se plantearía por aquellos mismos tiempos respecto al subcontinente asiático de la India. Hasta entonces, en América, la invasión británica se había producido en unos términos de colonialismo de asentamiento con desplazamiento indígena que, ahora, en 1763, la Monarquía se planteaba superar para ampliar el propio espacio imperial en una línea que hoy diríamos multicultural, bien que en términos a su vez profundamente desigualitarios.

Las colonias no aceptaron el trazado de la frontera y se opusieron a la sucesión de medidas que pretendían asegurarla; principalmente, a unos nuevos impuestos para costear su militarización y a una reforma judicial para neutralizar la institución del jurado que, formada por los propios colonos, estorbaba la puesta en práctica de la nueva política imperial. La historia que suele contarse es esta segunda de imposiciones fiscal y judicial, no la primera de una frontera frente a la aspiración americana de seguir expandiendo el colonialismo de asentamiento. Cuando se cierre el proceso de independencia con la Constitución federal de 1787, ésta sería acompañada por una Ordenanza territorial que regulaba la expansión colonial por poblamiento europeo a expensas del indígena con vistas a la fundación de nuevos Estados de la federación a imagen y semejanza de los formados por las colonias sobre dichos mismos supuestos de exclusión mediante desplazamiento, confinamiento o incluso eliminación de pueblos. Los propios padres constituyentes de 1787 tenían fuertes intereses especulativos en sociedades de promoción de la expansión territorial, lo que acentuaba el empeño de potenciación del colonialismo. Es algo que sobre la marcha se olvida por la ilusión ideológica de que la independencia implicaba lo contrario, como si la descolonización consistiera en una ruptura bastante relativa de colonias europeas con la Europa matriz.

La formación de los Estados, de los fundacionales como de los sucesivamente agregados, se realizaba mediante Constituciones, mediante este flamante invento americano. Constitución era el documento normativo superior de las unidades y del conjunto de este nuevo sistema político conforme al entendimiento de las presunciones culturales que le inspiraban, las europeas. Vino a componerse de dos secciones, una de derechos o libertades y otra de poderes o instituciones. Los primeros, los derechos, tendían a formularse en términos universalistas, pero se entendían como atribuciones del sujeto colonizador, esto es, del padre de familia propietario, autónomo o patrón y de cultura europea. Sujeto constitucional no lo era ni el esclavo ni el emancipado ni el trabajador dependiente ni el inmigrante endeudado ni la mujer ni el menor ni el indígena. Los segundos, los poderes, se presentan en términos de separación entre legislativo, ejecutivo y judicial para evitarse el despotismo y garantizarse los derechos, pero había algo previo que suele menos subrayarse, y esto es la propia erección de los poderes mismos, pues el legislativo y el ejecutivo, los más políticos, no existían tal cuales en tiempos preconstitucionales. Se presentaban en clave de garantía de derechos, pero, una vez que sus sujetos formaban una extrema minoría con ansias además expansivas, sobrepasaban con creces tal función garantista.

Dicho tándem de poderes, ejecutivo y legislativo, fue también criatura de aquella invención del constitucionalismo. Las Constituciones estatales y la federal los crearon de forma que resultaba inédita en entidad o en grado. El poder ejecutivo del diseño constitucional, un poder de gobierno interior y al tiempo, a nivel federal, con menores limitaciones, de política exterior, no se había ni siquiera concebido, ya no digamos puesto en práctica, anteriormente. Existía el nombre, pero no la cosa. Poder ejecutivo es expresión que se había acuñado en Europa para identificar la función judicial. Por su parte, de poder legislativo ya venía hablándose en el sentido de facultad de establecer normas generales, pero, en el nuevo diseño del constitucionalismo, el mismo se potenciaba por su base íntegramente electoral, cabiendo ahora que se ejerciera con una intensidad o un alcance materialmente constituyentes. Y este poder normativo comienza por engendrar al padre de todos los poderes, el poder formalmente tal, constituyente, algo que todavía era por entonces inconcebible para Europa aunque pronto comenzara a adoptarlo pretendiendo incluso, con la revolución francesa, que era invento propio, europeo y no americano. Es tradicional la polémica sobre quién inventó qué y sobre dónde el invento se produjo, la cual no tiene mucho sentido en presencia, aunque sólo sean, de unas evidencias cronológicas. De lo que se hiciera con la invención del constitucionalismo en manos coloniales de Europa no es momento ahora de ocuparnos.

En los Estados Unidos de América los poderes se constituyeron de forma que sirviesen a la ciudadanía mediante representación por vía electoral, como para el legislativo y el ejecutivo, o por vía también de participación, como para el poder judicial con el jurado o, además, en un número creciente de Estados de siguientes generaciones, con la elección de los jueces. La ciudadanía la constituían los sujetos referidos de derechos, esto es, por decirlo del modo más sencillo, los invasores en el flujo de aquel colonialismo de asentamiento de población europea y desplazamiento de la indígena. Los Estados que formaban los Estados Unidos y éstos mismos se fundaron en tales términos constitucionales para consolidar la sociedad colonial frente a las veleidades imperiales de inclusión, aunque fuera desigualitaria, de los pueblos indígenas bajo la soberanía de la Monarquía británica. Había poderes que los Estados Unidos heredaban de la misma, como ese mismo de un principio de soberanía, pero entendiéndose ahora como derecho y poder, no a la subordinación incluyente, sino al desplazamiento excluyente. A este efecto se hizo la previsión, luego abandonada, de un Estado que recluyese a los pueblos indígenas, a todos ellos reunidos como si, indios al cabo, fueran uno solo y lo mismo. Se le llamó Oklahoma, nuestro hogar en lengua muskogee. Quien hoy visite y recorra este territorio se encontrará con una diversidad de reservas o de jurisdicciones indias, una cuarentena, dentro de un Estado más de los Estados Unidos.

 

 

II. Arranque Constitucional en Latinoamérica

La réplica que hoy podemos decir latinoamericana del arranque del constitucionalismo presenta características propias con un trasfondo común, no otro que el del colonialismo, en ningún caso el de una descolonización sólo existente en la imaginación de los padres emancipadores. Y hay además una marcada similitud de partida en el espacio del colonialismo español, el de una Constitución imperial que se planteó la inclusión indígena sobre bases que hoy llamaríamos multiculturales. No se trató de un mero reconocimiento como el británico de años antes, sino de toda una construcción de carácter constitucional, con sus poderes y con sus derechos, y de ese alcance imperial, desde una península europea hasta algunas islas asiáticas pasándose por buena parte de un continente y de sus archipiélagos, América. Es el caso de la Constitución de 1812, la conocida, por la ciudad donde se acordó, como Constitución de Cádiz, la Constitución efectivamente de todo un Imperio aunque no lograse regir con eficacia y, aún menos, estabilidad en toda su extensión. Pero marcó el punto de partida. Y fue, igual que el proyecto imperial británico, el detonante para unas independencias.

No es ésta la historia que suele narrarse. En el año 2010 se celebraron algunos bicentenarios de independencias latinoamericanas, como si éstas se hubieran efectuado antes de la Constitución de Cádiz, lo que no fue el caso. Ante la crisis del Imperio español por su entrega a Napoleón, se produjeron movimientos hacia una fuerte autonomía que no se decidieron por la independencia hasta encontrarse frente al proyecto neoimperial de la Constitución de Cádiz. De manera semejante a lo ocurrido años antes en colonias británicas, el contingente de procedencia europea entendió que dicho proyecto no reproducía el colonialismo a su satisfacción. Y la opción fue la misma que la del caso estadounidense, no sólo independizarse, sino hacerlo para dotarse de las garantías de los derechos propios de tal contingente y de los poderes oportunos para mantenimiento y gestión del colonialismo bajo su estrecho control. A esto vino igualmente el constitucionalismo latinoamericano. Salvo por lo que ahora subrayaremos respecto a ciudadanía indígena, en relación al sujeto constitucional de derechos no hay mayores diferencias con el caso estadounidense. En ocasiones se dice que los Estados latinoamericanos, al contrario que los europeos, son constitutivamente constitucionales, cualquiera que haya sido luego su trayectoria al respecto. Menos gusta recordarse que, por las mismas razones pues ambos aspectos coinciden, resulta que son constitutivamente coloniales, no menos que los Estados Unidos.

Entre proyectos imperiales mediaban también diferencias significativas que serán relevantes para el constitucionalismo latinoamericano. Respondían a las ya existentes en tiempos preconstitucionales. El colonialismo español era un colonialismo de asentamiento propio igual que el británico, pero, a diferencia suya, no lo era de desplazamiento de humanidad indígena. Desplazó y hasta eliminó tanto o más, pero su modelo era de sometimiento a tributo y trabajo, incluyendo de esta forma más bien relativa pues al tiempo mantenía o, dicho mejor, toleraba comunidades y jurisdicciones indígenas. Tal es la base del constitucionalismo gaditano, la de una inclusión en términos de subordinación que ahora se replantea convirtiendo la tolerancia en derecho. La Constitución de Cádiz contempla la conversión de las comunidades indígenas en corporaciones municipales dotadas de un régimen de autonomía con importantes competencias fuera de la disposición de las instancias superiores ya no indígenas. Aun siempre subordinados, participaban los indígenas así de la ciudadanía, con el acceso consiguiente de los padres de familia de dichas comunidades a derechos civiles y políticos. La Constitución también contemplaba expresamente el caso de la población indígena aún no sometida, realmente numerosa, previendo unos procedimientos de conquista supuestamente pacíficos con la misma finalidad de integración mediante la reducción a corporación municipal. Con todo, aquel constitucionalismo imperial seguía representando un modelo de colonialismo de asentamiento y supeditación, no de desplazamiento. La misma ciudadanía resultaba así de una pluralidad impensable en principio para el caso estadounidense. Junto a la multiculturalidad así tenemos en aquel constitucionalismo lo que hoy se llama pluralismo jurídico, de raíz igualmente colonial.

Ilustrativo fue el caso de México, donde la Constitución de Cádiz alcanzó aplicación. Se aplicó conforme a sus previsiones impulsando una dinámica imprevista desde España. Tras la celebración de elecciones, localidades y comarcas indígenas se constituyeron en municipios sin abandonar su estructura anterior de comunidades y jurisdicciones para el gobierno interno. Las autoridades municipales se superpusieron tendiendo a ocuparse de relaciones exteriores con entidades congéneres, esto es, con ayuntamientos de la misma región, lengua y cultura indígenas. Dicho de otra forma, se aplicaron a la reconstitución de pueblos por vínculos entre las comunidades. Esta dinámica literalmente aterrorizó al contingente colonialista. La independencia replanteó enseguida la condición de los municipios indígenas en la línea de reconducirlos hacia los términos preconstitucionales de tolerancia sin garantía constitucional ni derecho propio, con una autonomía suspendible o interferible por las instancias superiores no indígenas. Así y todo, el horizonte de participación en la ciudadanía se mantiene. Es el escenario en el que, para desprenderse de esta situación, Texas se independiza y acaba uniéndose a los Estados Unidos, lo que igualmente intentarían sin éxito Yucatán y con éxito California. O es también el escenario en el que Soconusco, la región costera de Chiapas, pudo mantenerse independiente durante unas décadas bajo el paraguas del gobierno municipal indígena de la Constitución de Cádiz.

No todos los Estados herederos del colonialismo español pasaron por la experiencia gaditana, pero todos procedían del modelo colonial de asentamiento y supeditación, no de desplazamiento. Ello no quiere decir que, una vez capacitados con poderes constitucionales, no recurrieran a esto último, a la conquista o apropiación de territorios con expulsión o eliminación de sus gentes. Fue una política de alcance hoy diríamos que genocida, la cual, como en el caso de Estados Unidos, tampoco era ajena en absoluto al constitucionalismo. Los Estados latinoamericanos se constituyen sobre la presunción de que sus fronteras eran contiguas a las del Estado vecino alcanzando a las mismas su soberanía sobre el territorio y sus poderes sobre la población. Convirtieron en una ficción de derecho interamericano la pretensión de que heredaban unas fronteras de espacios políticos o judiciales españoles que en realidad nunca en rigor las habían tenido. El colonialismo español jamás dominó el entero territorio ni mucho menos. Las presuntas fronteras eran anchísimos espacios de pueblos indígenas independientes.

El constitucionalismo, con su soberanía y sus poderes, facultó a los Estados para la incorporación, usualmente nada pacífica, de los territorios indígenas incluidos dentro de sus teóricas fronteras. Quien visite, por ejemplo, la ciudad de Tucson en Arizona se encontrará con un barrio yaqui por efecto de una inmigración forzosa tras la conquista de su territorio en Sonora por parte de México ya entrado el siglo XX. No fue algo excepcional. Si se visita Santiago podrá conocerse a multitud de gente mapuche inmigrada a la ciudad tras que su territorio fuera conquistado por Chile en las postrimerías del siglo XIX. Obsérvese que estamos hablando de fechas cuando los Estados europeos se apropiaban de territorios africanos. Aquí, en África, se ha descolonizado, sea mejor o peor, más bien peor por mantenerse las fronteras coloniales. En América, no se hizo ni el amago de descolonizar. Interesa todavía todo aquello no sólo como historia colonial, sino también como pasado y presente constitucionales.

 

 

III. Trayectoria de un constitucionalismo colonial

En las Américas, el constitucionalismo es consustancial al colonialismo. Lo fue y lo es. No son coextensivos, pues el segundo precede al primero, el colonialismo al constitucionalismo, pero éste se inventó y desarrolló al servicio de aquel, el cual ha podido así mantenerse hasta la actualidad. Entre ayer y hoy corre una larga historia en cuyo transcurso muchas cosas han cambiado, hasta el punto de que el colonialismo constitucional no es tan fácilmente reconocible a estas alturas. En todo caso, ahí está, representando un difícil reto no sólo por la fuerza asentada de la cobertura constitucional, sino también porque los Estados americanos son agentes importantes de un sistema internacional que les presta reconocimiento y garantiza sus fronteras. Se funda en un derecho hoy supraestatal que no entiende en absoluto que América sea un continente pendiente de descolonización. Es como si la Rodesia que se independizó a mediados de los sesenta del siglo XX bajo el dominio de los colonizadores hubiera sido aceptada por las Naciones Unidas. O como si la Sudáfrica que recibiera décadas antes de manos de la Sociedad de Naciones la colonia alemana de África Occidental, esto es Namibia, la conservara hoy bajo su dominio sin afrontar problemas internacionales.

He ahí un doble rasero, el africano y el americano, que no sólo se debe a las diferencias de tiempos, pues ya hemos visto que hay apropiaciones de territorios indígenas en América coetáneas a las que se produjeran en África. La misma conquista del Oeste por los Estados Unidos se sitúa en dicho arco de tiempo. Podría argumentarse que la diferencia procede de otro detalle, el de que, cuando Naciones Unidas adopta la política de descolonización a partir de 1960, tampoco antes, excluyó resueltamente los supuestos de territorios contiguos en los que pudieran alterarse las fronteras de Estados internacionalmente reconocidas. Dejando aparte la justicia o injusticia de la distinción, pudiera ser, pero el caso es que no lo es, pues la cuestión ni siquiera se planteó respecto a América. No hubo de argumentarse que la inclusión de pueblos indígenas sin su consentimiento por los Estados americanos constituyese un supuesto que requiriera descolonización porque el problema ni siquiera estuvo sobre la mesa. ¿Cómo ha podido llegarse a esa situación de invisibilidad del colonialismo interno americano, una invisibilidad que hoy no implica ceguera ante la existencia de los pueblos indígenas?

Para explicarnos la situación nada simple, con colonialismo invisible y pueblos a la vista, han de tomarse en cuenta unos factores tanto de derecho constitucional como de derecho internacional. En el interior de los Estados, un par de siglos de historia no han transcurrido en vano. El constitucionalismo latinoamericano ha evolucionado en serio, particularmente durante el último siglo, digamos que entre la Constitución de los Estados Unidos Mexicanos de 1917 y la Constitución del Estado Plurinacional de Bolivia de 2009. Hoy, una Constitución que ni siquiera menciona la presencia indígena, como la de Chile, es algo excepcional en la región. El hecho es que por Latinoamérica una serie notable de Constituciones ha ido recorriendo, con uno u otro lenguaje, un trayecto desde el registro y la garantía de la propiedad comunitaria indígena al de la consideración de los pueblos indígenas como sujetos de jurisdicción propia y hasta de un derecho de libre determinación pasando por el reconocimiento de sus lenguas y culturas en pie incluso presuntamente de igualdad con la española o portuguesa dominantes. Esto último, lo que ha venido a llamarse multiculturalismo constitucional y pluralismo jurídico, es lo más generalizado hoy. En sí, tampoco vamos a sobrevalorarlo pues el respeto de culturas y costumbres no pone en cuestión el extremo esencial de disposición de territorios y recursos por parte indígena. Recordemos que unos proyectos imperiales ya eran, aunque sin el lenguaje de hoy, multiculturales.

Más importancia de por sí tienen los otros reconocimientos constitucionales, el de propiedad y jurisdicción comunitaria indígena y, sobre todo, el del pueblo indígena como sujeto de derecho a la libre determinación. Lo primero puede implicar algo tan esencial como la disposición de territorios y recursos, lo que está resultando de hecho sumamente problemático, sobre todo si no se refuerza con el reconocimiento del derecho a la libre determinación. Perú y México lo están hoy especialmente demostrando de forma patente, en el segundo caso pese a reconocer constitucionalmente de modo expreso dicho derecho de libre determinación, sólo que no confiriéndole carácter operativo alguno. Las Constituciones actuales del Ecuador y de Bolivia también proceden a este reconocimiento de libre determinación tomándoselo más en serio con previsiones de autonomía o autogobierno indígena, así como de derecho a la consulta para la disposición de recursos de sus territorios, pero sin que todo esto venga tampoco despejando dificultades en la disposición de éstos, de territorios y recursos. En todo caso, la imagen constitucional es todo menos colonizadora. La Constitución de Bolivia incluso entiende expresamente que, con todo ello, está por fin descolonizando.

El mismo reconocimiento de cultura tiene indudable importancia cuando las propias culturas indígenas se hacen presentes de forma sustantiva en la Constitución. Es el caso también de las actuales Constituciones del Ecuador y de Bolivia. Se remiten a concepciones indígenas sobre la relación simbiótica de la humanidad y el resto de la naturaleza (sumak kawsay, suma qamaña, ñandereco.) a fin de perfilar unas políticas económicas ya no depredatorias de territorios y recursos, sino valoradoras de los mismos y respetuosa con ellos en cuanto que bienes comunes bajo titularidad indígena en su caso. Otra historia es que, hasta el momento, pese a sus Constituciones, el Estado, ni el ecuatoriano ni el boliviano, haya adoptado tales pautas, o que se esté incluso utilizando tal planteamiento constitucional, por Estados y por empresas, como cobertura ideológica de políticas llanamente extractivistas afectando en particular a territorios indígenas, cuanto más a los más biodiversos. En todo caso, para lo que ahora queremos explicarnos, todo ello abunda en una imagen constitucional del Estado a años luz del colonialismo de sus orígenes. Más aún, esto ocurre porque todo ello además responde a una efectiva participación indígena en el disfrute y ejercicio de derechos de ciudadanía, inclusive en el curso de los respectivos procesos constituyentes. En particular, la última Asamblea Constituyente de Bolivia ha sido la experiencia de comunicación intercultural de mayor intensidad nunca habida en la historia de las Américas.

En el espacio americano, para todo él, hay otra novedad de alcance. Por la Organización de Estados Americanos se ha adoptado en 2016 la Declaración Americana sobre Derechos de los Pueblos Indígenas. No sólo reconoce ésta el derecho de libre determinación, conforme a la Declaración de Naciones Unidas que le ha precedido y a la que enseguida me referiré, sino que también la aplica específicamente al caso de los pueblos indígenas todavía independientes, extremo sobre el que nada dice la otra Declaración, la de Naciones Unidas. Por América, tales pueblos independientes hoy existen en Colombia, Venezuela, Brasil, Ecuador, Perú, Bolivia y Paraguay. He aquí la previsión literal de la Declaración Americana: "Los pueblos indígenas en aislamiento voluntario o en contacto inicial tienen derecho a permanecer en dicha condición y de vivir libremente y de acuerdo a sus culturas". Es un principio ya anteriormente registrado en las Constituciones del Ecuador y de Bolivia. Para lo que ahora nos interesa, pone en cuestión todas las presunciones del constitucionalismo colonial.

La soberanía del Estado y sus poderes de disposición de territorios y recursos queda en suspenso respecto a unos determinados pueblos, situados en el interior de sus teóricas fronteras, por el hecho de mantener su independencia. ¿No tiene el mismo alcance el derecho de libre determinación para la generalidad de los pueblos indígenas? ¿La independencia está entre sus opciones, se adopte o no, pues en todo caso puede ser, como reserva de poder o, dicho mejor, de derecho, una garantía para otras posibilidades quizás más realistas? Las Constituciones del Ecuador y de Bolivia entienden que la libre determinación es el título de sustento permanente del derecho a la autonomía de cualquier forma que ésta se materialice. En todo caso, el alcance teórico del derecho a la libre determinación constituye una cuestión clave para la descolonización en lo que interesa a los actuales pueblos indígenas que debe formularse no sólo al derecho constitucional, sino también y, desde luego, ante todo al derecho internacional.

 

 

IV. Derecho internacional y descolonización constitucional

El proceso de descolonización presidido por Naciones Unidas entre los años sesenta y setenta del siglo pasado dejó el gran fleco de los pueblos indígenas en las Américas y los generó por otras latitudes al mantener fronteras coloniales. A continuación, bien que evitando cualquier conexión explícita con dicha descolonización, la organización internacional vino a interesarse por los pueblos indígenas como pueblos que mantienen algún signo de identidad en el interior de Estados constituidos sobre sus territorios y sin su consentimiento. La primera norma interestatal planteada en términos resueltos de reconocimiento de derechos de estos pueblos fue, en 1989, un convenio de la Organización Internacional del Trabajo, el Convenio 169 por el número de serie de los tratados multilaterales de este organismo, Convenio sobre Pueblos Indígenas y Tribales en Países Independientes. Actualmente, entrado 2017, está ratificado por veintidós Estados, quince de ellos latinoamericanos. De hecho, este convenio sobre pueblos indígenas se ha convertido en derecho interamericano. La Corte Interamericana de Derechos Humanos lo aplica hoy incluso a Estados que no lo tienen ratificado.

Lo primero que hace esta primera norma internacional sobre derechos de pueblos indígenas, la primera en plantearse desde este enfoque, no la primera en ocuparse de ellos, es identificarlos como pueblos y negarles la condición de tales: "La utilización del término pueblos en este Convenio no deberá interpretarse en el sentido de que tenga implicación alguna en lo que atañe a los derechos que pueda conferirse a dicho término en el derecho internacional", lo cual a efectos prácticos significa que entre sus derechos no se comprende el de libre determinación. Al cabo de un tiempo, en 2007, la Declaración de Naciones Unidas sobre Derechos de los Pueblos Indígenas se propone remediar esa especie de discriminación entre pueblos: "Los pueblos indígenas tienen derecho a la libre determinación. En virtud de ese derecho determinan libremente su condición política y persiguen libremente su desarrollo económico, social y cultural". Un resquicio de discriminación en todo caso subsiste: "Nada de lo contenido en la presente Declaración (.) se entenderá en el sentido de que autoriza o alienta acción alguna encaminada a quebrantar o menoscabar, total o parcialmente, la integridad territorial o la unidad política de Estados soberanos e independientes", extremo en el que insiste la Declaración Americana. He ahí el principio de intangibilidad de unas fronteras que en el caso de las Américas son plenamente coloniales, escindiendo y distanciando a los pueblos o naciones indígenas sin la preexistencia de otros definidos. No había peruanos, mexicanos o paraguayos junto a quechuas, nahuas o guaraníes. Había españoles americanos. Las naciones no indígenas se improvisaron entre ellos con la independencia. Las fronteras las conquistaron luego contra los pueblos indígenas.

Es algo que no ignoran por entero ni el Convenio 169 ni la Declaración de Naciones Unidas, como tampoco la Declaración Americana. Todos estos instrumentos reconocen el derecho de los pueblos indígenas transfronterizos a mantener todo tipo de relaciones directas entre sí, "incluidas las actividades de carácter espiritual, cultural, político, económico y social" como dicen las dos Declaraciones. El Convenio 169 no hace referencia a las relaciones políticas. La Declaración de Naciones Unidas dispone que "los Estados, en consulta y cooperación con los pueblos indígenas, adoptarán las medidas apropiadas, incluidas medidas legislativas, para alcanzar los fines de la presente Declaración", pero, en el asunto transfronterizo, los Estados, todos ellos, se resisten al máximo. Valga de nuevo una muestra. En el contencioso fronterizo que mantienen Bolivia y Chile en la zona de Atacama, ninguno de los dos, tampoco el Estado plurinacional, toma en cuenta a ningún efecto los derechos de los pueblos indígenas afectados. Y eso que la Constitución de Bolivia registra el imperativo de atender a la presencia de los pueblos indígenas en las políticas que afecten a áreas de frontera; comprende entre las directrices de la política internacional el respeto a los derechos de tales pueblos, y contiene el despliegue más desarrollado de estos derechos de la historia constitucional latinoamericana en base además a la libre determinación.

Más que alguna eventual independencia, el asunto más significativo de las dificultades de una descolonización en el momento actual parece que resulta el de las relaciones entre pueblos indígenas divididos por las fronteras de Estados. Son fronteras coloniales donde las haya no tanto por heredadas de colonialismos europeos como por establecidas en las conquistas territoriales de los Estados contra pueblos indígenas. El Estado mismo es el sujeto colonialista. ¿Qué sentido tiene que, entre el derecho constitucional y el derecho internacional, ahora se le erija en paladín de los derechos de tales pueblos? Hay en toda esta historia una cuestión previa que no se plantea a escala ni constitucional ni internacional. Antes que el reconocimiento de los pueblos indígenas y sus derechos por parte de los Estados habría de requerirse el reconocimiento de los Estados y sus poderes por parte de los pueblos indígenas. Aunque no expresada de este modo, la cuestión está en la agenda. Apunta en esta dirección la participación indígena en los últimos procesos constituyentes del Ecuador y de Bolivia con el corolario del reconocimiento de su derecho a la libre determinación en la Constitución resultante.

¿Puede un Estado descolonizarse a sí mismo? ¿Pueden descolonizarse Estados tan constitutivamente coloniales como los americanos? Por muy inverosímil que parezca, ya hay Constituciones que hacen el intento. La Constitución de Bolivia se lo plantea frontalmente: "Son fines y funciones esenciales del Estado (.) Constituir una sociedad justa y armoniosa, cimentada en la descolonización, sin discriminación ni explotación, con plena justicia social, para consolidar las identidades plurinacionales (.)", las de los pueblos indígenas ante todo por lo que resulta de la propia Constitución. Es sin embargo un horizonte que, al cabo de los pocos años transcurridos desde la formulación de tal propósito constitucional, no parece que esté despejándose ni en Bolivia ni en el Ecuador ni por ninguna otra latitud de las Américas. No se tenga la malicia de pensar que sólo se trata de hipocresía constitucional por parte de los Estados.

Cuando en Bolivia, conforme se debatía y acordaba la Constitución, parecía que el gobierno podría proceder en consecuencia, arreció un asalto interior con componentes racistas junto a un acoso exterior por parte de intereses corporativos con apoyo cerrado de gobiernos, como el socialista español, y de agencias internacionales, como el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo, un asalto y un acoso que le hicieron realmente tambalearse. Puedo ofrecer testimonio presencial por estancias en Bolivia, con acceso a palacios y cabañas, siendo miembro del Foro Permanente de Naciones Unidas para las Cuestiones Indígenas (2008-2010). Se estabilizó el gobierno boliviano tras un cambio de políticas a contramano de la Constitución no sólo además en materia de inversiones exteriores y empresas extractivas; también, afectando a comunidades indígenas, respecto a la propiedad privada agraria. El texto constitucional de 2009 sigue ahí, en vigor, si no siempre en práctica, como testimonio de un empeño descolonizador.

Es una parábola la boliviana que rinde lecciones. Si parece dudoso que un Estado a solas pueda descolonizarse a sí mismo, resulta seguro que la tarea es imposible si en el compromiso no le acompañan otros Estados, comenzando por los responsables del colonialismo preconstitucional, como sea España en el caso, y si, más aún, no le animan y respaldan el derecho y las políticas internacionales, el espacio donde en último término se sitúa dicha responsabilidad colonial. Ya un derecho de gentes, el que hoy se llama internacional, prestó cobertura a la invasión europea de las Américas. Hoy, a tales efectos de impulso y respaldo interestatales el panorama tampoco resulta halagüeño. Los antiguos Estados imperiales son los primeros que no están por la labor.

El orden internacional anda escindido en un doble frente. Sumariamente dicho, por una parte, se adoptan las Declaraciones sobre Derechos de los Pueblos Indígenas, la universal y la americana, con el derecho a la libre determinación; por otra, hay organizaciones internacionales que sistemáticamente atropellan tales derechos, como la Organización Mundial del Comercio, y algunas agencias de las propias Naciones Unidas que los ignoran en la práctica, como el susodicho Programa para el Desarrollo. La Organización Internacional del Trabajo menosprecia las Declaraciones por ensalzar su Convenio. En el conjunto de la constelación naciounitaria, se tiende a tomar como término de referencia regular, no excepcional, el llamado derecho internacional humanitario para eludir los compromisos mucho más exigentes del derecho de los derechos humanos en su integridad, derechos de los pueblos indígenas comprendidos.

En estas condiciones, ¿podrá la humanidad descolonizarse a sí misma una vez que no parece que quepa la descolonización separada por Estados? ¿Estará dispuesta la parte responsable, con los Estados americanos en primera línea, a hacerse cargo? Hay una parte de la humanidad que lo está. Naciones Unidas está constituida por Estados, pero su Declaración sobre Derechos de los Pueblos Indígenas basada en el derecho a la libre determinación no se debe a ellos, sino al activismo perseverante de organizaciones indígenas en instancias internacionales, todo un síntoma. Tal participación no la hubo para el diseño de la descolonización de hace medio siglo. La historia prosigue; los modos cambian; el derecho muda incluso cuando las instituciones todavía no lo hagan.

 

 

 

V. El paradigma perdido

La historia constitucional nos ha conducido a la historia del derecho internacional. En realidad esta segunda está presente desde un primer momento y con anterioridad. En las mismas vísperas de la invención americana del constitucionalismo, a mediados del siglo XVIII, un jurista centroeuropeo, Emer de Vattel por más señas, publica un Derecho de Gentes que define el Estado como organización que instituyen los hombres para defenderse a sí mismos y propone que tal ente se dote, para asegurar objetivo fijando obligaciones de los gobernantes, de una Constitución escrita. Aclara que no todos los hombres tienen el derecho a constituir Estado en defensa propia. Expresamente entiende de los pueblos americanos que no están capacitados para hacerlo, mientras que las gentes europeas la tendrían sobrada para suplirles desplazándolos de sus territorios y recursos. Esos pueblos serían de una especie incapaz de humanidad que, de oponerse beligerantemente a la penetración europea, cabe que sea legítimamente exterminada. No es de extrañar que estos planteamientos de derecho que hoy llamamos internacional estuvieran muy presentes en las independencias americanas.

Que el derecho de gentes tuvo un importante papel para la institución de Estados como elemento de formación de una primera cultura constitucional de las Américas es algo sabido y, particularmente en el caso pionero de los Estados Unidos, estudiado. Lo que menos suele destacarse o, dicho mejor, lo que usualmente no quiere observarse es que ese derecho ofrece el encuadramiento en el que puede entenderse y en el que debe ubicarse la invención americana del constitucionalismo, de este constructo teórico y mecanismo práctico del que enseguida participará también Europa. El propio constitucionalismo europeo presenta, desde la revolución francesa, un componente colonial que los nuevos poderes de índole más política, el ejecutivo y el legislativo, ayudarán a potenciar al extremo. Puede ser también algo constitutivo. Tampoco es de extrañar que hoy no estén por la labor de otra descolonización. Pero ya sabemos que del constitucionalismo europeo, algo derivado al cabo, aquí no nos ocupamos.

Si el cuadro colonial del derecho de gentes marca la perspectiva, lo primero que se pone en cuestión es el propio sujeto de la historia constitucional en cuanto que lo es de los poderes constitucionales, el Estado. Lo es convencionalmente hasta el punto que a menudo ni siquiera se contempla al otro sujeto, anterior teóricamente incluso, el de los derechos: los hombres que instituyen el Estado para defenderlos, ya sabemos quienes, pues no todos ni mucho menos. En lo que interesa al sujeto político ya hay una importante historiografía, no precisamente constitucional pero de sumo interés para el constitucionalismo, que sitúa, para tiempos contemporáneos, al Imperio en el lugar del Estado reduciendo con ello sustancialmente las presunciones constitucionales. Salvo el singular caso español de la Constitución de Cádiz, los Imperios no han tenido Constituciones que integren a pueblos indígenas en una misma ciudadanía. En la expansión imperial de los Estados Unidos se determinó, por vía tanto política como judicial, que la Constitución no acompaña a la bandera. La sustitución del protagonismo estatal por el imperial o la prevalencia de éste sobre aquel es movimiento que ningunea con toda justicia al constitucionalismo que se presume de entidad no colonial.

¿Estamos ante un nuevo paradigma de la historia constitucional? No exactamente. No hay necesidad de figurarse ninguna novedad. La perspectiva la tenemos desde un principio, en aquel panorama de un derecho de gentes o de derecho internacional en el que se comprende el constitucionalismo. Hace falta una historiografía conjunta, no escindida. El ilusionismo de la historia constitucional a solas se corresponde con el del derecho internacional y su historiografía a su aire. Entre la una y la otra se pierde lo esencial, aquel escenario colonial presente desde un arranque constitucional. Ahí tenemos el paradigma necesario. Basta para rescatarlo con atenerse a las evidencias de la historia, que no siempre son las de la historiografía.

 

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