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Revista de historia del derecho

versão On-line ISSN 1853-1784

Rev. hist. derecho  no.53 Ciudad Autónoma de Buenos Aires jun. 2017

 

SECCIÓN INVESTIGACIONES

El estatus jurídico de América en la monarquía española *

Revisiting the America's Colonial Status under the Spanish Monarchy

 

Por Rafael D. García Pérez **

* Versión española del trabajo publicado en THOMAS DUVE Y HEIKKI PIHLAJAMÄKI (Eds.), New Horizons in Spanish Colonial Law. Contributions to Transnational Early Modern Legal History, Global Perspectives on Legal History 3, Frankfurt am Main, Max Planck Institute for European Legal History, 2015, 268 págs. Disponible en (http://www.rg.mpg.de/gplh_volume_3.pdf).
** Profesor Titular de Historia del Derecho e Investigador del Instituto Cultura y Sociedad (ICS) de la Universidad de Navarra (España). E-mail: rgperez@unav.es

Original recibido: 30/01/17.
Original aceptado sin cambios: 28/03/17.


Resumen:

Desde que en 1951 Ricardo Levene impugnara la condición colonial de las Indias, la historiografía americanista no ha dejado de reflexionar sobre el estatuto jurídico de los territorios americanos en el seno de la monarquía española. El estudio de la doctrina jurídica y de la estructuración institucional de la monarquía en sus diferentes niveles ayuda a comprender  tanto la limitación de la unión accesoria como categoría explicativa del lugar de las Indias en la monarquía, como la insuficiencia del paradigma colonial para entender este mismo problema. Su clarificación exige tener en cuenta tanto la peculiaridad de la estructuración plural de las sociedades del Antiguo Régimen, como los cambios que  durante la Edad moderna experimentó el gobierno de América en el marco de un paradigma jurisdiccional del poder, que el discurso colonialista del siglo XVIII no logró suprimir.  En este sentido, el concepto "colonia", con su densa carga semántica, resulta poco adecuado para comprender históricamente el estatuto jurídico-político de las Indias.

Palabras claves: Provincia - Unión accesoria - Reformas borbónicas - Paradigma colonial -  Consejo de Indias.

Abstract:

In 1951 Ricardo Levene denied in a well-known book the colonial condition of the Indies. Since then, historiography has not failed to reflect on the legal status of the American territories within the Spanish monarchy. The study of the legal doctrine and the institutional structure of the monarchy in its different levels shows both the limitation of the "accessory union" to explain the place occupied by America within the monarchy and the insufficiency of the "colonial paradigm" to understand this same problem. Its clarification demands to take into account both the peculiarity of the plural structure of the Old Regime societies and the changes that the government of America experienced during the modern age within the framework of a jurisdictional paradigm of power that the colonial discourse of the eighteenth century failed to suppress. In this sense, the concept "colony", with its dense semantic load, is not fully adequate to understand historically the legal status of the Indies within the Spanish Monarchy.

Keywords:  Colony - Province - Accessory union - Bourbon reforms - Colonial paradigm  -  Council of Indies .


 

Sumario:

I. De Las Indias no eran colonias al Livre noir du colonialisme. 1. La propuesta de Levene: Las Indias no eran colonias. 2. La aportación de Zorraquín Becú. 3. Le livre noir du colonialisme y la reapertura del debate. 4. Conclusiones de un debate sin final. II. Un intento de clarificación historiográfica. 1. Las Indias en la monarquía de los Austrias. 2. Los Borbones y la españolización de la monarquía plural. 3. El discurso colonial y su incidencia institucional. III. Reflexiones finales.

 

El estatuto colonial de la América española es un presupuesto asumido por la mayor parte de la historiografía americanista. Con algunas excepciones, sobre las cuales volveremos a lo largo de este trabajo, el período comprendido entre la conquista y la independencia de la América española es calificado como "colonial", e incorporado así a una historia de longue durée del fenómeno colonial en el mundo[1]. Dentro de este marco común, existen interpretaciones variadas sobre la naturaleza de esta relación colonial, su grado de continuidad con las experiencias coloniales decimonónicas, o el carácter más o menos típico de las sociedades coloniales americanas entre los siglos XVI  y XVIII. No es éste el lugar para reconstruir la genealogía de esta interpretación colonial de la América hispana, aunque no cabe duda del papel que el discurso postcolonial ha tenido y sigue teniendo en su consolidación[2]. En éste, la naturaleza colonial es un instrumento heurístico en manos del historiador, un punto de partida para un estudio histórico concebido en último término como deconstrucción de discursos que enmascaran y reproducen dinámicas de poder y dominio entre potencias europeas y países colonizados[3].

El punto de partida que asumimos en este trabajo es algo distinto. La naturaleza colonial de la relación entre las entonces denominadas Indias occidentales y la corona de Castilla no es el presupuesto sino el objeto de estudio. Enlazamos de esta manera con un debate iniciado en 1951 por el historiador argentino Ricardo Levene que, a pesar del dominio casi indiscutido en la historiografía actual, especialmente anglosajona, de un relato propiamente colonial de la América española, no ha perdido su interés.

En efecto, la pregunta por el estatus territorial de las Indias en la monarquía española informa a priori cualquier interpretación histórica que se realice de estos siglos. No es mi intención resolver de una vez por todas un problema que permite lecturas muy diversas según el ámbito disciplinar que se adopte y la interpretación que del fenómeno colonial se defienda. El objeto de estas páginas es tratar de ofrecer, desde la historia del derecho, una lectura del problema que permita mantener vivo un debate cuyos ecos en la historiografía anglosajona ha sido más bien escaso. La reflexión sobre los presupuestos del discurso histórico y la pertinencia y consecuencias del uso de categorías historiográficas es siempre necesario. Más aún cuando se trata, como en nuestro caso, de categorías que pueden condicionar fuertemente nuestra percepción del pasado. 

Para ello comenzaremos por reconstruir críticamente el debate sobre la condición política de las Indias iniciado en Argentina en 1951 por Ricardo Levene (I). Atenderemos a las principales aportaciones realizadas sobre el tema, deteniéndonos en las tesis defendidas por otro argentino en la década de los setenta, Ricardo Zorraquín Becú, y en el debate que sobre el tema acogió en el año 2004 la Revista Nuevo Mundo, Mundos Nuevos. Pasaremos a continuación a estudiar el lugar que las Indias ocuparon en el seno de la monarquía española desde una perspectiva diacrónica que atienda los cambios experimentados tanto en América como en la Corte durante la Edad Moderna (II). Concluiremos con unas reflexiones que esperamos que contribuyan a arrojar alguna luz en este debate historiográfico (III).

 

I. De Las Indias no eran colonias al Livre noir du colonialisme

1. La propuesta de Levene: Las Indias no eran colonias

Se cumplen ahora sesenta años de la impugnación por Ricardo Levene del tratamiento de colonias que la historiografía otorgaba, y sigue otorgando, a los dominios españoles en América durante la Edad Moderna[4]. La publicación de las tesis del historiador argentino, condensadas en el título de su trabajo Las indias no eran colonias,  culminaba una  serie de acciones promovidas por Levene y acogidas favorablemente desde el año 1948 por la argentina Academia Nacional de la Historia. Su propósito era sustituir el calificativo "colonial" por otros que pusiesen de manifiesto la plena integración de América en la monarquía española en calidad de "provincias, reinos, señoríos, repúblicas (esta última denominación en sentido etimológico)"[5]. La obra de Levene abordaba el problema desde una perspectiva jurídica con un marcado carácter positivista. En su argumentación, el historiador argentino concedía una especial relevancia a las leyes dictadas por los reyes castellanos y, en particular, a la Recopilación de leyes de Indias[6].

Los pronunciamientos argentinos encontraron eco inmediato en España[7]. En 1949, el I Congreso Hispanoamericano de Historia había acordado dar el nombre de "período de gobierno español" al período colonial[8]. En 1954, el Instituto Gonzalo Fernández de Oviedo, adscrito al Consejo Superior de Investigaciones Científicas, organizó dos sesiones de trabajo entre sus miembros para debatir la cuestión. Las conclusiones alcanzadas por el Instituto resultaron algo más matizadas que las aprobadas por la Academia argentina, pero la coincidencia de fondo entre ambas instituciones era palmaria. Según el Instituto, los términos utilizados por la legislación indiana y por el "derecho constitucional español" para referirse a los territorios americanos había sido el de "reinos", "dominios" o "provincias", equiparándose en la denominación a los peninsulares. No cabía, por ello, referirse a las relaciones entre ambos mundos con expresiones como "colonialismo", "colonialista", "colonista" y "coloniaje", por entenderse lesivas para la dignidad de aquellos pueblos. Sin embargo, el mismo problema no se planteaba con las voces "colonia", "colonización", "colonizador" y "colonial", siempre y cuando fueran utilizadas en su sentido técnico[9]. En este punto, el Instituto no dejaba de marcar con claridad las diferencias entre la colonización española y el moderno colonialismo. Por ello, añadía que, dado que éste había "desvirtuado el prístino sentido" de los términos señalados anteriormente como "colonia" o "colonización", se aconsejaba su utilización siempre y cuando no fuese posible emplear otros de significado más restringido, como "período de gobierno español", "época española", períodos "hispánico", "virreinal", "previrreinal", "protovirreinal", etc. Por último, el Instituto destacaba la necesidad de resaltar, en el cuadro general de las colonizaciones, la española, debido a "los altos valores que en los órdenes espiritual y humano la caracterizan"[10].

No procede exponer aquí con detalle este primer momento de la discusión historiográfica que la iniciativa de Levene provocó, y su continuación hasta mediados de los años setenta, pues ha sido ya debidamente reconstruido  por Tau Anzoátegui[11].  Sin embargo, sí merece la pena poner de relieve los términos en que el debate se planteó, y el trasfondo ideológico que lo presidió, pues, a pesar del tiempo transcurrido desde entonces, algunos de estos rasgos siguen informando el tratamiento de la cuestión.

El debate en torno a la pertinencia del uso del vocablo "colonia" no fue entendido entonces en términos puramente nominales. De manera implícita y, en ocasiones también explícita, lo que para muchos de los participantes en el debate se ventilaba era no tanto el lugar ocupado por los territorios americanos en el seno de la monarquía hispánica, cuanto el papel desempeñado por "España" en América. El resultado de tal disputa, que parece entroncar con la que en el siglo XVIII protagonizaron otros actores[12], aparecía cargada de consecuencias políticas a uno y otro lado del Atlántico. En Argentina, y en otros países americanos, lo que se hallaba en juego era el protagonismo que lo hispánico debía desempeñar en la definición de las naciones americanas. Lo reconocía con claridad Levene en la "advertencia" a su obra de 1951 al afirmar que la "historia de América comienza con la de España, que es nuestra ascendencia espiritual y por cuyas raíces entroncamos con los orígenes remotos de la civilización"[13]. En este sentido, el historiador argentino no sólo excluía de su pasado histórico las culturas indígenas, ajenas a ese conducto histórico a través del cual América entroncaba con la "civilización" (que sólo podía ser europea), además ligaba directamente el debate sobre la naturaleza colonial de la dominación española a su presente, pues en definitiva en España se encontraban tanto las raíces como el origen espiritual de América.

Por todo ello, no era un problema de palabras. El intento de desterrar el término "colonias" del vocabulario histórico no respondía a un mero prurito academicista. En palabras del propio Levene,

 

no es mera cuestión logomáquica o discusión en que se atiende sólo a la palabra y no al asunto mismo. (.). Se trata de evidenciar, como se hace en este libro de síntesis histórica, los valores jurídicos y políticos de la dominación española -no vistos seguramente por el resplandor de la leyenda roja más bien que negra-, valores que son los fundamentos de la tesis de que las Indias no eran colonias[14].

 

En España, el debate fue entendido también en términos de aprobación o condena de la labor realizada en América. El contexto político del momento, los primeros años de construcción del Estado franquista, favorecía una lectura en clave nacionalista de la historia de la conquista e incorporación de las Indias a la monarquía española[15]. Sin embargo, ello no condujo -como hemos visto- a una condena sin paliativos del término "colonia". Del análisis de las diferentes acepciones que este término había recibido en la historia se podía concluir la posibilidad de emplearlo para designar a los territorios americanos siempre y cuando no se hiciese en un sentido peyorativo, es decir, identificándolo con la mera explotación económica del Nuevo Mundo[16].  Puede afirmarse, por tanto, que el debate iniciado por Levene versaba en el fondo sobre la identidad cultural e histórica de las naciones americanas; y, al mismo tiempo, sobre la acción histórica de España en las Indias. Partía en este sentido de un cierto esencialismo patriótico: en la España franquista, en los más crudos términos nacionalistas, aunque (o precisamente por eso) lo que se intentase defender fuera el viejo imperio; en Argentina, en la defensa de una identidad hispana, una vez superado el período de su consolidación como nación y en un momento de creciente inmigración europea y de desarrollo paralelo del indigenismo como corriente ideológica.

Por otro lado, a pesar de la condición de historiadores de los participantes en este primer debate, la aproximación en la mayor parte de los casos adolecía de una cierta falta de atención tanto a la historicidad del problema planteado, como del tema propiamente de estudio. En este sentido, la imagen que se proyectaba del estatus territorial de las Indias en la monarquía española se aproximaba bastante a la de una foto fija cuya observación detallada permitiera resolver los interrogantes planteados. Se prescindía así, de manera inconsciente, no sólo de la evolución en el tiempo de las relaciones entre la Corona y sus dominios americanos, sino de la misma historicidad de "ambos sujetos". Tanto España como América eran presentados como entidades compactas e idénticas a sí mismas desde el siglo XVI hasta el XVIII. De manera consecuente, también las relaciones entre ellas y su proyección en el estatuto, colonial o no, de las Indias debían ser únicas y constantes durante estos tres siglos. Esto no impedía en modo alguno exponer de modo detallado y preciso el desarrollo en el tiempo de la legislación indiana o del aparato institucional erigido para su gobierno. La "atemporalidad" de la perspectiva adoptada incidía en un nivel más profundo, en el de los presupuestos que sustentaban todo el discurso.

En tercer lugar, cabe señalar la escasa trascendencia que este debate académico, a pesar de las implicaciones de sus planteamientos, tuvo en la producción historiográfica, no sólo anglosajona, sino también latina. Desde luego no condujo a la eliminación del concepto de colonia. En el mejor de los casos, apenas sirvió para tomar conciencia de la densidad semántica del concepto y de las implicaciones que su acrítico empleo llevaba consigo. 

 

2. La aportación de Zorraquín Becú

La irrupción de la historia económica en el análisis de la realidad americana, por influjo de la Escuela de los Annales, se tradujo en la centralidad indiscutida de la voz "colonia" en los estudios americanistas. El debate iniciado por Levene quedó en buena medida aparcado. El binomio metrópoli-colonia ofrecía desde el punto de vista de la economía un marco interpretativo que se daba por supuesto[17]. En los pocos casos en que se reparó en ello fue para confirmar, sin matización alguna, la pertinencia de este esquema de comprensión "colonial"[18].

En este nuevo contexto historiográfico se inserta la contribución de Zorraquín Becú al debate. Para este autor el problema de la "situación constitucional" del Nuevo Mundo en el seno de la monarquía española constituía el problema más importante del derecho indiano. A pesar de ello, eran pocos los autores que se habían ocupado de él y, además, sin demasiada profundidad[19]. Espoleado por esta convicción, Zorraquín presentó en el Segundo Congreso Venezolano de Historia, celebrado en Caracas en 1974, una ponencia dedicada a este tema, que fue publicada en las actas del Congreso[20] y en la Revista de Historia del Derecho[21]. Posteriormente la recogería en sus Estudios de Historia del Derecho[22].

Para Zorraquín, la pregunta por la condición política de las Indias debía responderse acudiendo a los "hechos y las leyes", y no a las teorías de quienes participaron en las controversias indianas del siglo XVI, ni a las opiniones modernas. Marcaba así, desde el comienzo, los límites que iban a presidir su análisis del problema. Ello no le impidió, sin embargo, llevar a cabo un trabajo bien documentado y con propuestas de interpretación todavía válidas en muchos puntos.

Las cuestiones particulares que pretendía resolver eran el estatus político de las Indias dentro de la monarquía, la naturaleza de su anexión a Castilla y las consecuencias institucionales que de esto se derivaron[23]. Para ello, Zorraquín estructuró su trabajo en cuatro partes, correspondiéndose cada una de ellas con un período histórico determinado: la primera trataba de las Indias como señoríos de los reyes católicos, y comprendía el período entre el descubrimiento y la muerte de Fernando el Católico (pp. 61-79); la segunda, titulada "las Indias como provincias descentralizadas de Castilla", se extendía desde la incorporación de las Indias hasta la instauración de la dinastía Borbón (pp. 80-133); la tercera, "La progresiva centralización de la monarquía", se cerraba con la abdicación de Bayona y la entrada de las tropas napoleónicas en la península (pp. 134-143); y la cuarta se centraba en la crisis de la monarquía (pp. 144-161).

Como había sido puesto ya de manifiesto por la historiografía, Zorraquín constataba que las Indias habían quedado accesoriamente unidas a Castilla. Esto se había traducido en la práctica en una situación de dependencia política, jurídica y económica respecto del reino de Castilla[24]. No había existido, pues, igualdad con Castilla ni integración en la Monarquía hispánica comparable a la realizada por otros reinos. América importaba en función de la política europea y no al revés. Sin embargo, en opinión de Zorraquín, tampoco las Indias podían ser catalogadas como colonias y ello por dos motivos fundamentales: en primer lugar, porque los territorios americanos no fueron privados de su gobierno y, además, existió un derecho especial creado para ellos; en segundo lugar, porque la voz "colonias" entendida como "meras dependencias explotadas por otro Estado" resultaba anacrónica aplicada al Nuevo Mundo. El significado que entonces revestía esta palabra era el clásico romano y, como tal, aparecía pocas veces en las leyes de Indias. Por todo ello, Zorraquín estimaba que las Indias se situaban en una situación intermedia: ni se hallaban totalmente subordinadas a Castilla, ni disfrutaban de una autonomía perfecta, comparable a la de los reinos unidos a la monarquía española. A falta de una categorización disponible en el lenguaje de los tiempos premodernos, Zorraquín hablaba de "entes descentralizados de la administración castellana", entendiendo que se trataba de una descentralización territorial y autárquica, dado el alto grado de autogobierno que llegaron a alcanzar, a pesar del centralismo impuesto en el gobierno por el Consejo de Indias. Resumiendo su postura escribía que "hubo autarquía del conjunto frente a Castilla, centralismo impuesto por el Consejo respecto al Nuevo Mundo, y descentralización si se contempla la existencia de cada una de las grandes regiones en que se dividían las Indias"[25].

Como se desprende de los mismos títulos de los apartados, las Indias habían pasado de ser señoríos a adquirir el estatuto jurídico de provincias. Sobre este último concepto, de honda raigambre histórica, Zorraquín articulaba su interpretación, destacando el contraste entre la autonomía adquirida por las provincias americanas durante los siglos XVI y XVII, con el proceso de "centralización" a que fueron sometidas a partir del siglo XVIII. Esta política concluyó con la crisis de la monarquía y la constitución de las nuevas naciones tras la independencia. La interpretación de Zorraquín, pues, parecía poner el acento, sin decirlo expresamente, en las tensiones que la contemplación de conjunto del régimen de gobierno indiano revelaban. Por un lado, percibía una clara dependencia de Castilla, junto a la existencia de unos territorios dotados de una cierta personalidad política y jurídica. Por otro, hablaba de centralización manifestada en las instituciones de justicia y gobierno situadas en la Corte, particularmente el Consejo, junto a una indudable autonomía de funcionamiento en América.

La percepción de estos contrastes constituye, en mi opinión, uno de los aciertos mayores de Zorraquín. A ello hay que sumar, como ha puesto de relieve Tau, la adopción de una perspectiva dinámica materializada en la división en cuatro períodos históricos y -siguiendo en este punto a Demetrio Ramos[26]- la relevancia otorgada a la voz provincia como la designación históricamente más apropiada para referirse a los territorios americanos[27].  

Sin embargo, y sin restar mérito alguno al trabajo de clarificación histórica realizada por Zorraquín, su empleo de categorías iuspublicísticas acuñadas en el siglo XIX para la construcción del moderno Estado liberal, como centralización o descentralización, conducía al ocultamiento de dimensiones esenciales de la estructuración política de las Indias en el seno de la monarquía española. De manera inconsciente, Zorraquín asumía una concepción del poder esencialmente vertical, estatalista, y monolítica, fundamentalmente ajena a la cultura jurídica que presidió la formación y desarrollo de las monarquías del Antiguo Régimen. En este mismo sentido, pero con mayor elegancia, señala Tau que "la aplicación al pasado de estas figuras modernas pensadas por la teoría política para el Estado contemporáneo (.) conlleva la aceptación de la idea de que el Estado -en este caso la Monarquía- se crea y organiza desde los niveles superiores proyectando sus normas fundamentales y su accionar sobre todos los ámbitos, aun los más pequeños y alejados". Por ello, entiende Tau que esta visión debe ser completada con otra que asuma la variedad americana derivada de la situación geográfica, temporal o espacial, y la existencia de "una pluralidad de pequeños poderes y jurisdicciones que se desenvuelven al margen del gobierno central"[28]. Sobre estos "pequeños poderes y jurisdicciones" se articuló fundamentalmente el régimen de gobierno en América, por lo que toda interpretación que pretenda explicar el lugar de las Indias en la monarquía española debe partir de esta perspectiva para reconstruir también, de abajo arriba, el orden político indiano.

3. Le livre noir du colonialisme y la reapertura del debate

La publicación en 2003 del Libro negro del colonialismo, dirigido por Marc Ferro, fue aprovechada por la revista electrónica Nuevo Mundo, Mundos Nuevos para reabrir el debate sobre la cuestión colonial en América latina[29]. Más que reabrir un debate, cabría hablar del comienzo de otro nuevo, pues, con la excepción de Garavaglia, ninguno de los participantes se hizo eco de las diferentes posturas que la historiografía jurídica había avanzado desde los años cincuenta. E incluso en el caso de Garavaglia, la referencia iba dirigida exclusivamente a Levene y su tratamiento era más bien superficial y despreciativo.

No por ello el debate fue totalmente ajeno a la perspectiva histórico-jurídica, aun cuando primaron otros planteamientos, más próximos a la nueva historia política o a la historia económica. Para nuestro tema, reviste particular interés la intervención en este debate de Annick Lempérière[30], y las respuestas que su trabajo suscitó en Carmen Bernand y en Juan Carlos Garavaglia . 

La pregunta que Lempérière se plantea y que orienta su reflexión es la capacidad de las voces "colonia" y "colonial" para describir adecuadamente cualquier fenómeno relativo a los dominios españoles en América entre los siglos XVI y XIX. Como señala esta historiadora, esta práctica -adelantada por exponentes de la ilustración europea como Raynal o Robertson- recibió una amplia acogida en el discurso de la independencia. Fue utilizada para rechazar en bloque la etapa de pertenencia a la monarquía española y poner las bases ideológicas de las nuevas naciones. Los patriotas criollos pasaron así de ser vasallos a convertirse en colonizados, atribuyendo a la voz colonia una significación peyorativa. Esta tradición de pensamiento se unió a la crítica anticolonialista del último tercio del siglo XIX, llevando a una reinterpretación del período de dominio español en América como "primer imperialismo moderno" o fijando en él el nacimiento del "colonialismo europeo".

Para Lempérière resulta necesario devolver a los conceptos su sentido histórico, evitando así lecturas anacrónicas del pasado, particularmente de las sociedades llamadas del Antiguo Régimen. Antes del siglo XIX resultaría inadecuado hablar de colonización salvo en el sentido tradicional del término, desprovisto en cuanto tal de cualquier carga negativa. En esta línea, la historiadora francesa reclama la necesidad de llevar a cabo una conceptualización de este período de la historia de América que tenga en cuenta las coordenadas espacio temporales que presidieron la formación de estas nuevas comunidades políticas a partir de su integración en la Corona de Castilla. De esta manera, y partiendo de la dimensión social o sociológica de los "reinos" de Indias, Lempérière entiende que se podrá superar la disyuntiva planteada por Levene entre colonias y reinos. Para ello, resulta conveniente interpretar desde una perspectiva histórica, esto es, abierta al cambio y a las mutaciones, una serie de conceptos tomados de la sociología, como "reproducción", "integración", o "control social", cuya asunción ha ocupado en muchas ocasiones el lugar que debería ocupar la reflexión sobre el objeto estudiado[31]. Volveremos más adelante sobre las propuestas apuntadas por esta autora, pues sus reflexiones podrán ayudarnos a replantearnos este debate desde nuevas perspectivas.

La tesis defendida por Lempérèriere fue directamente contestada por Carmen Bernard e, indirectamente, sin referencia a ella, por Juan Carlos Garavaglia. Para Bernard, que comparte con Lempérière su preocupación por evitar explicaciones históricamente descontextualizadas, las nociones de "colonialismo" e "imperialismo" remiten, sin embargo, a modelos útiles para comprender la política española en el Nuevo Mundo. Para ello, Bernard parte de sendas definiciones "minimalistas", de manera que tanto el concepto de "imperio" e "imperialismo" como los vocablos "colonial" o "colonialismo" se convierten en tipos ideales cuyas variantes pueden ser aplicadas a diferentes épocas. Por "imperialismo", según el diccionario Quillet-Flammarion, se entendería la "politique par laquelle un grand Etat cherche à étendre sa domination"; por "colonización", siguiendo el modelo descrito por Georges Balandier en 1955, cabe entender la "imposición de un poder exterior a las poblaciones sometidas"[32]. Para esta autora, ambos modelos son perfectamente aplicables a la expansión ibérica en el Nuevo Mundo, sin perjuicio de que adoptasen en cada caso contornos particulares[33]

Desde otra perspectiva, Garavaglia afirma también la existencia durante los siglos de dominación española en América de una "relación colonial", tanto desde el punto de vista económico como político. En el plano económico, Garavaglia estudia los flujos económicos constantes de las colonias a la metrópoli y los mecanismos de trabajo forzado implantados para la extracción de riquezas en beneficio de la Corona a lo largo de los siglos XVI, XVII y XVIII. En el plano político, el historiador argentino destaca el contraste existente entre los derechos que el rey podía tener en territorios como Nápoles o Aragón, de naturaleza dinástica, limitados en su ejercicio además por la existencia de unas instituciones y unos derechos preexistentes, de los que disfrutó el rey castellano en América como fruto de la conquista sobre pueblos no cristianos. De aquí -afirma Garavaglia- que en América fuera posible la imposición de unos derechos impensables para otros territorios de la monarquía. En este contexto de desigualdad, toda negociación -en los casos que se dio- aparecía condicionada por una política de fuerza. Ni siquiera el sentimiento alimentado por las élites blancas americanas en el siglo XVIII de pertenecer a una gran nación española pasó de ser un sentimiento, incapaz en cuanto tal de negar la existencia de una histórica relación de subordinación colonial entre América y España. Las Cortes de Cádiz, con sus cálculos electorales, y su discusión acerca de los derechos políticos de las castas, pusieron de manifiesto una vez más que la igualdad entre ambas riveras del Atlántico era una quimera[34].

 

4. Conclusiones de un debate sin final

Transcurridos ya sesenta años desde la publicación por Levene de su provocativo libro, no parece que la historiografía haya alcanzado un acuerdo  sobre la condición colonial de las Indias y, más en general, sobre su estatuto territorial. Sin embargo, en el fragor del debate cabe apreciar la formulación de algunas ideas cuya profundización podría aportar interesantes perspectivas de análisis. En este sentido cabe destacar la propuesta de distinguir (hasta qué extremos es algo todavía discutido) entre las colonizaciones del Antiguo Régimen[35] y las llevadas a cabo por las potencias europeas a lo largo de los siglos XIX y XX.

Al mismo tiempo parece razonable la adopción de una perspectiva propiamente histórica, que delimite espacios menores de tiempo, dentro de ese extenso período que es la Edad Moderna.

Además, resulta generalmente asumida  la naturaleza accesoria de la unión de las Indias a Castilla y, en consecuencia, de su condición jurídica de territorios pertenecientes a esta Corona. Partiendo de este presupuesto, afirma Garriga que "la pregunta por la condición política de las Indias (.) sólo puede responderse (.) diciendo que las Indias no tenían en sí mismas condición política". Con ello, Garriga pretende poner de manifiesto que, en cuanto territorios accesoriamente incorporados a la Corona de Castilla, carecían de constitución política propia, diferente de la castellana, en el seno de la plural monarquía católica[36]. La colonización del Nuevo Mundo no fue en este sentido más que una réplica en América del orden jurídico castellano. Las nuevas tierras fueron contempladas como espacios vacíos (aunque obviamente no lo estaban), dispuestos para ser jurídicamente rellenados según el modelo castellano[37].

Sin embargo, cabe también plantearse la capacidad de las categorías jurídicas de la época y, en particular, la caracterización como accesoria de la unión, para calificar adecuadamente la relación entre América y Castilla y, en definitiva, para definir el lugar ocupado por América en la monarquía española. Se trata de una pregunta que, como plantearemos a continuación, podría ayudar a repensar la debatida cuestión de la condición jurídica de las Indias. 

 

 

II. Un intento de clarificación historiográfica

El primer paso para renovar un debate que reúne en torno a sí posiciones tan encontradas puede ser comenzar por reivindicar su naturaleza eminentemente historiográfica y ubicar, por tanto, su ámbito de discusión en la academia, y no en la arena política, o en cualquier otro espacio determinado por la lucha ideológica. Desde su explícita formulación por Levene, el debate sobre la condición política de las Indias ha ido acompañado en la mayor parte de los casos de un juicio valorativo, más implícito que explícito, acerca de la legitimidad y justicia de la acción española en América.

La negación de la naturaleza colonial de los territorios americanos parecía implicar una cierta aprobación o, al menos, justificación por el contexto histórico, de los abusos cometidos por los españoles sobre los pueblos indígenas. Ciertamente, resulta utópica la escritura de una historia ajena a cualquier juicio de valor (y posiblemente tampoco sea deseable). Sin embargo, ello no permite sustituir el análisis histórico por el juicio ético o afirmar la imposibilidad de distinguir ambas esferas. Dicho de otra manera, y con aplicación a nuestro tema, debería resultar posible negar la naturaleza colonial de los territorios americanos, en aras de una interpretación más certera en términos historiográficos, y al mismo tiempo reconocer en su verdadera dimensión, a través de esta misma interpretación histórica, los numerosos abusos cometidos sobre los pueblos nativos americanos por castellanos, o españoles en general, europeos o americanos, como se distinguiría ya en el siglo XVIII. Y viceversa. De esta manera, el debate quedaría aliviado de su fuerte carga axiológica y se facilitaría la formulación de lecturas capaces de suscitar una mayor adhesión por parte de los especialistas en la materia. Se trata, en definitiva, de tomar una cierta distancia de nuestro objeto de estudio; distancia siempre necesaria para la comprensión característica del análisis histórico.

Una vez aclarado el ámbito epistemológico de nuestro estudio, cabe ahora formularlo en términos positivos. Las preguntas podrían ser las siguientes: ¿resulta historiográficamente acertado hablar de "colonias"  y de "relación colonial" para referirse a las tierras del Nuevo Mundo y a su relación con la Corona castellana en el período comprendido entre finales del siglo siglos XV y el primer tercio del XIX? ¿En qué medida la calificación como accesoria de la unión sirvió para categorizar adecuadamente la relación entre América y Castilla?¿Cómo evolucionó esta unión accesoria entre el siglo XVI y XVIII?

Formulada de esta manera, la cuestión planteada recuerda, no sin motivo, a otro de los grandes debates historiográficos de las últimas décadas: el relativo al nacimiento del Estado moderno. Entonces, como ahora, cabe abordar su resolución de varias maneras. Una de ellas es definir previamente el concepto debatido ("colonias", "estado") en unos términos tan amplios que permita su aplicación al período en cuestión. Es la opción adoptada por Benard para las colonias. Fue también la postura de un sector mayoritario de la historiografía centrada en el estudio del Estado moderno. Siguiendo a Jellinek, fue definido a partir de tres elementos básicos: un poder supremo, un territorio y una población[38]. Entendido en estos términos tan amplios, la fórmula "Estado" resultaba aplicable a formaciones políticas tan heterogéneas como las monarquías bajomedievales, las "absolutas" de la Edad moderna y los Estados liberales del siglo XIX. Incluso permitió alimentar un encendido debate en España sobre la posible existencia de un Estado visigodo[39].

El principal inconveniente que un planteamiento de este tipo presenta es, por un lado, el vaciamiento o pérdida de densidad semántica de los conceptos claves de la historia política y jurídica. La formulación en términos tan amplios de conceptos fundamentales para la comprensión histórica como son los  de "Estado" o, en nuestro caso, "colonia" se traduce a la larga en una disminución significativa de la virtualidad interpretativa de estos mismos conceptos. No es raro, por ello, que terminen siendo sustituidos por otros capaces de articular una explicación más precisa desde el punto de vista historiográfico.

El segundo inconveniente de semejante estrategia discursiva es la distorsión que la densa carga semántica adquirida por estos conceptos-clave en la cultura contemporánea puede provocar en el proceso de comprensión histórica[40]. Ciertamente es sólo una posibilidad, pues como cierta historiografía ha demostrado es posible tratar del Estado en el Antiguo Régimen sin dejarse contaminar por sus implicaciones contemporáneas, es decir, sin caer en anacronismos derivados de la proyección al pasado de categorías y modos de pensar entonces inexistentes[41].

Desde esta perspectiva adquiere sentido la pregunta formulada por Lempérière al inicio de su artículo sobre el paradigma colonial: "¿Permiten las voces "colonia" y "colonial" dar cuenta cabal de la historia hispanoamericana desde el siglo XVI hasta la independencia y nuestros días?"[42]. A esta cuestión cabría, además, añadir dos más: ¿Qué contenidos implícitos forman parte de las categorías "colonia" y "colonial"? ¿Se corresponden estos contenidos con el lugar ocupado por las Indias en la monarquía española, con el orden político instaurado en aquellas tierras tras la conquista, con el tipo de relaciones establecidas entre las Indias, Castilla y los demás territorios de la monarquía?

Estas me parece que son las preguntas que cabe plantearse. Excede de los propósitos de este trabajo dar acabada respuesta a cada una de ellas, pues ello exigiría analizar desde diferentes perspectivas las categorías objeto de nuestro debate, "colonia" y "colonial", y la extensa historiografía que sobre este particular se ha publicado en las últimas décadas. Sin embargo, sí cabe adelantar algunas propuestas de resolución que permitan arrojar nuevas luces en este viejo debate.  Y para ello conviene volver sobre el proceso de integración de las Indias en la monarquía española a lo largo de los siglos XVI y XVII, y las consecuencias que de la instauración de una nueva dinastía a comienzos del siglo XVIII se derivaron tanto para América como para los demás territorios de la otrora monarquía universal. Se trata, en definitiva, de determinar el alcance de la naturaleza accesoria de la unión a Castilla durante estos siglos, la evolución histórica de su "contenido".

 

1. Las Indias en la monarquía de los Austrias

Durante los siglos XVI y XVII, la monarquía española se fue configurando como monarquía compuesta, plural, donde cada reino mantuvo sus derechos y libertades originarios, conformando de esta manera una suerte de imperio plural, confesionalmente católico y extendido por todo el orbe conocido. Las Indias, en cuanto territorio conquistado e incorporado accesoriamente a la Corona de Castilla, formaba una parte "esencial"[43] de este conglomerado de reinos y coronas unidos en la persona pública del monarca.  En las bulas pontificias se concedía el dominio de las Indias  a los Reyes Católicos y a sus "herederos y sucesores los Reyes de Castilla y León"[44]

Como es sabido, los juristas del ius commune distinguían básicamente dos formas de unión entre reinos: principal y accesoria. Como escribía Crespí en el siglo XVII, los reinos o provincias unidos principalmente  "retienen su naturaleza y la conservan de manera separada, como si se mantuviesen bajo los mismos príncipes que tenían antes de la unión, observándose en cada una el derecho que tendrían si se mantuviesen separadas". Por el contrario, cuando una provincia era agregada o unida a un reino de manera accesoria, llegaban a formar un solo reino, debiendo regirse por el derecho y los privilegios del reino al que accedía[45].

En el caso de los territorios americanos, la naturaleza accesoria de su unión al reino castellano se impuso con rapidez. La inexistencia en el Nuevo Mundo de reinos cristianos consolidados, como el de Navarra en la península, facilitó concebir aquellas lejanas tierras como una mera extensión del Viejo Mundo, en concreto, de Castilla. Por ello, desde un primer momento el derecho castellano se aplicó en América con carácter general, junto al viejo ius commune, que también lo era del Nuevo Mundo, y los nuevos derechos propios particulares, expresados en una multitud de fuentes escritas o consuetudinarias. Desde este punto de vista, el orden de las fuentes aplicable en América no fue objeto de especiales conflictos, como lo había sido en otros territorios conquistados, como es el caso de Navarra. En las Ordenanzas de Audiencias de 1530, el emperador Carlos V había dispuesto que en defecto de las provisiones dadas para América se  guardasen las leyes del reino de Castilla conforme a lo dispuesto en la ley de Toro. Este precepto fue recogido en la Recopilación de 1681, junto con otra ley que establecía que "en lo que no estuviere decidido por las leyes de esta Recopilación, para las decisiones de las causas y su determinación, se guarden las leyes de la Recopilación y Partidas de estos Reynos de Castilla"[46].

Por otra parte, en las Ordenanzas del Consejo de Indias de 1571, Felipe II había dispuesto que los "Estados (de Indias) se gobernasen conforme al estilo y orden que regía en los reinos de Castilla y León", pues formaban con estos una misma Corona[47]. De esta manera, en las Indias se reprodujo el orden jurídico e institucional castellano, aun cuando las particulares circunstancias de aquellas tierras alterasen desde muy pronto el modelo original. Es decir, se produjo un proceso de territorialización de los nuevos dominios, en virtud del cual fueron convertidos en espacios políticos, dotados de jurisdicción. Formó parte de este proceso la división del espacio americano en provincias mayores, con sus respectivas Audiencias, y provincias menores, así como la fundación de ciudades.

Sin embargo, la distinción establecida por la doctrina jurídica entre uniones principales y accesorias se quedaba corta a la hora de explicar satisfactoriamente la articulación de una monarquía universal, como la española, y más en particular la unión de todo un continente a una Corona como la de Castilla[48]. Una cosa era que Crespí o Solórzano pudieran escribir que las Indias habían sido unidas accesoriamente a Castilla, y otra muy distinta que esta construcción jurídica reflejase adecuadamente la realidad jurídica e institucional del Nuevo Mundo en el seno de la monarquía católica. En mi opinión, la equiparación a estos efectos entre los así denominados reinos de Indias y los reinos de Granada o Murcia, como territorios accesoriamente unidos a Castilla, revelaba una rigidez en las "categorías" jurídica empleadas que ponía de manifiesto las limitaciones de una doctrina gestada en un tiempo donde sólo existía un mundo, el viejo.

De esta manera, con el paso de los años el estatuto territorial de las Indias, como provincias accesoriamente unidas a Castilla, fue poco a poco siendo superado por la realidad. Su condición política era la misma que la de Castilla, pues formaba parte de ella, como si de una mera extensión de su territorio se tratase. Sin embargo,  su excepcionalidad en el ámbito de la monarquía española, definida, entre otras cosas, por su enorme extensión y su localización a miles de kilómetros de la península, sus inmensas riquezas naturales y, muy particularmente, la variedad étnica de sus pobladores, no pudo dejar de proyectarse también en el plano jurídico e institucional.

Resultaba difícil ordenar jurídicamente aquel territorio acudiendo únicamente al derecho castellano, formado sobre las categorías del ius commune. Ambos derechos se trasplantaron a América, pero no sin experimentar hondas transformaciones. Además, fue necesario complementarlo con una multitud de disposiciones emanadas tanto desde la Corte como desde las diferentes instancias de gobierno americanas. Pero fue sobre todo la costumbre, como ha estudiado Tau, la fuente del derecho que mejor pudo aclimatarse a las nuevas necesidades[49]. La especificidad de este nuevo derecho no aparece reflejado sólo en la importante Recopilación de Leyes de Indias, promulgada en 1681 por Carlos II; una recopilación que no encuentra parangón en ninguno de los territorios accesoriamente unidos a Castilla. Se manifestó principalmente, aunque es un tema sobre el que todavía queda mucho por estudiar, en su dimensión consuetudinaria, tanto en la denominada república de españoles como en la de indios. Desde esta perspectiva, la constatación de la inexistencia de un orden jurídico propiamente indiano, diferente del castellano, no deja de tener su importancia, pero desde luego queda sustancialmente relativizada; si no en el plano del discurso elaborado por los juristas, con sus netas distinciones conceptuales, sí en el plano del derecho vivo.

La particularidad de aquellas tierras se proyectó también en el plano institucional. Baste pensar en aquellas instituciones creadas ex novo, o sobre la plantilla de figuras existentes en el derecho común, para el gobierno de los indios, como las encomiendas o los pueblos de indios. En otros casos, se aplicaron directamente soluciones jurídicas pensadas originalmente para otras situaciones, haciendo un uso amplio de la analogía como herramienta interpretativa y ordenadora de estas nuevas realidades. El caso más notorio, y que afecta más directamente a nuestro tema, es probablemente la aplicación a los indios de la condición de personas miserables o menesterosas, reconocida en el derecho común a los "rústicos", viudas, o a los huérfanos menores de edad[50]. De esta manera, los indios, que habían visto reconocida su libertad natural y su condición de vasallos de la Corona desde fecha muy temprana (1500), quedaban jurídicamente incluidos en el orden corporativo de la monarquía, pero en una situación equiparada a la minoría de edad, sometidos por tanto a la tutela del soberano a través de sus oficiales en América.

Ahora bien, esta condición jurídica compartida no puede ser entendida en términos de homogeneización social. Realmente los "indios" fueron una creación de la conquista. Antes de la llegada de los españoles, el continente americano estaba poblado por comunidades étnicas enormemente variadas: mayas, aymaras, mexicas, arahucanos, etc., pero no por "indios". Después de la conquista, y bajo el paraguas común de "personae miserabiles", los "indios" siguieron formando grupos heterogéneos, dedicándose a actividades de muy diverso tipo y gozando de derechos y obligaciones también variados que fueron evolucionando con el tiempo. Por tanto, estas comunidades, que integraban la denominada "república de los indios", a su vez internamente compuestas siguiendo una pluralidad de estatutos "personales" diversos, tampoco permanecieron estáticas a lo largo de los siglos.

Una serie de factores muy diversos explican la diversidad de resultados que la conquista militar, cultural y jurídica del territorio produjo entre los nativos de aquellas tierras. Entre estos factores, cabe destacar la transformación de sus antiguas tradiciones, su actitud de aceptación o rechazo de los conquistadores, su capacidad de supervivencia frente a enfermedades hasta entonces desconocidas, o a la violencia y maltrato de los españoles, su adaptación a nuevos parámetros religiosos y culturales o a los mecanismos políticos impuestos por la Corona. En unos casos, el resultado final fue simplemente la extinción de la población amerindia o la disminución drástica de su población. En otros, la integración forzada o negociada en una nueva estructura social y política, la monarquía española, dentro de la cual interaccionarían con otros grupos y comunidades, en un proceso continuo de redefinición identitaria. No faltaron tampoco ejemplos de huida a los márgenes del sistema, en una resistencia prolongada a lo largo de los siglos que no evitaría, sin embargo, intercambios culturales y económicos con los españoles.

En última instancia, y con esta pluralidad de situaciones de fondo, se reprodujo en América una sociedad del Antiguo Régimen fundamentada en criterios de ordenación de tipo fundamentalmente socio-político, más que económico. Se implantó, como la historiografía ha puesto de manifiesto en numerosas ocasiones, una sociedad corporativa estructurada a partir de relaciones de dependencia articuladas en espacios geográficos más limitados, fundamentalmente en ciudades, pueblos, villas o haciendas, cimentadas en una religión común y unidas en la persona del soberano, del cual todos eran vasallos. En una fecha tan tardía como 1806, el Consejo de Indias afirmaba, en una consulta relativa al matrimonio y acceso a oficios de pardos,  que

 

es innegable que en un estado monárquico son de suma importancia a su subsistencia y buen régimen las diversas jerarquías y esferas, por cuya gradual y eslabonada dependencia y subordinación se sostiene y verifica la obediencia y respeto del último vasallo a la autoridad del soberano, con mucha más razón es necesario este sistema en América, así por la mayor distancia del trono (.)[51].

No es que los criterios económicos carecieran de relevancia; simplemente no se les reconocía el papel social y cultural estructurante que adquirirían en los siglos XIX y XX. Por este motivo, y aunque existieran conquistadores y conquistados, explotadores y explotados, resulta poco adecuado analizar la realidad social americana, sobre todo tras el primer período de conquista, sólo en estos términos[52]. Tampoco sería pertinente representarla oponiendo una clase de sujetos subordinada, "indios", a otra que aparecería por contraste como "independiente" o "dominante", los blancos. Como se percibe claramente de las palabras del Consejo arriba reproducidas, la entera sociedad americana, como las europeas, aunque con diferentes manifestaciones, se integraban por grupos o estamentos dependientes, en mayor o menor medida, unos de otros. Es cierto, sin embargo, que en las Indias se daba un fenómeno inédito en la península: la existencia de criterios de supeditación étnicos que afectaban precisamente a los habitantes originarios de aquellas tierras. Ahora bien, estas relaciones de dependencia formaban parte de un orden político premoderno idealmente articulado sobre situaciones de desigualdad dentro del cual hallaban su sentido, sin que esta constatación presuponga justificación alguna, como tampoco se supone en las demás situaciones de desigualdad que el historiador descubre en aquellos siglos.

  El grado de integración y estabilidad social alcanzado en América sólo se entiende a partir de un modelo social diferente, el propio de las estructuras estamentales del Antiguo Régimen. En este sentido, y como ha puesto de relieve Poloni-Simard, la integración era posible, entre otras cosas, porque en la colonización española, la justicia del rey, canalizada a través de sus oficiales, se hallaba emplazada en el núcleo de las relaciones sociales[53]. Con esto no se pretende defender ninguna representación idílica de las sociedades del Antiguo Régimen, y mucho menos de la fundada en las Indias españolas, sino tan sólo destacar los mecanismos sociales, institucionales y los imaginarios compartidos que hacían posible el funcionamiento y la conservación de aquel orden político constitutivamente desigual. La justicia, secular o eclesiástica, actuaba como lugar privilegiado en la mediación de conflictos y en la preservación de un orden que se concebía preestablecido. A ello se unían, además, otros factores coadyuvantes cuyo análisis excede de las posibilidades de este trabajo[54].

La "especificidad americana" se tradujo igualmente en la adaptación al nuevo medio de instituciones típicamente castellanas como las Audiencias y los municipios que, sin alterar de manera radical sus rasgos originarios, adquirieron en Indias perfiles propios[55].

Más relevante todavía para nuestro tema resulta la creación en 1524 de un supremo Consejo, el Consejo de Indias[56]. La fundación de este supremo tribunal equiparaba simbólicamente las Indias al resto de reinos unidos de manera principal en la persona del monarca. Los Consejos eran la máxima expresión institucional de la pluralidad constitutiva de la monarquía católica. Como exponía Crespí de Valldaura después de describir esta estructura plural, la imposibilidad en que se encontraba el soberano de impartir justicia personalmente en cada territorio hacía necesaria la constitución de una especie de "patria común" de toda la Monarquía donde cada provincia y sus súbditos pudieran obtener justicia. En esta "curia regia" -continuaba Crespí- no debía darse confusión alguna de jurisdicciones, sino conservarse la justa división de ellas, como si se realizase la justicia en cada provincia, de manera que el supremo Consejo de Castilla no conociese de las causas que correspondían a los reinos de la Corona de Aragón, que debían sustanciarse en el Consejo de Aragón, de manera igual que los de Italia debían conocerse en el Consejo de Italia y los de Portugal en el de Portugal[57]

El orden polisinodal reflejaba de esta manera la "constitución" plural de la monarquía, sirviendo de cauce de unión entre el soberano y sus súbditos. Como escribía Bermúdez de Pedraza,

 

El govierno superior de esta monarquía está con admirable traza en doce Consejos dividido, y distribuidos los negocios por Reynos y materias diferentes. De cada uno de estos consejos se formó un cuerpo místico, cuya cabeça es su presidente, los consejeros sus miembros y sus acciones el expediente de los negocios que le tocan. Los presidentes, regularmente no votan en materias de justicia, pero son los medios inmediatos de la comunicación entre Vuestra Majestad y sus Reynos[58].

 

El sistema de Consejos no sólo constituía una solución más o menos funcional al problema que planteaba el gobierno de un complejo entramado de territorios desde la Corte. Los Consejos constituían además el punto de encuentro entre el Rey, cuya persona desdoblaban, y los territorios sometidos a su jurisdicción, a quienes también representaban, es decir, se hacían espiritualmente presentes ante el rey. En este sentido afirmaba Solórzano que "la calidad, y preheminencia de los Consejos, y Magistrados, se mira, y regula por la de los Reynos, y estados que goviernan, y representan". De manera semejante, anotaba este jurista a pie de página, se actuaba con los embajadores que eran "mas, ó menos honrados, y preferidos, segun el lugar, y estado de los Príncipes, ó Provincias, cuyas veces tienen y á quien representan". De aquí, entre otras cosas, que los conflictos de precedencia entre los Consejos revistiesen una trascendencia que desde una perspectiva ajena a la cultura entonces imperante resulta incomprensible. En este caso, y con estos presupuestos, Solórzano no dudaba en afirmar la preeminencia en los actos públicos del Consejo de Indias respecto del de Flandes, pues aquél tenía a su cuidado "no solo el govierno de un Condado, ó Reyno, sino el de un Imperio, que abraza en sí tantos Reynos, y tan ricas, y poderosas Provincias: o por mejor decir, de una Monarquía la mas estendida, y dilatada que se ha conocido en el mundo, pues comprehende en efecto otro mundo"[59].

Esta dimensión representativa de los Consejos, como ha señalado Rivero con referencia al Consejo de Italia, permitió dotar de unidad a los diferentes territorios sometidos a su jurisdicción, les confirió organicidad, dentro de la estructura corporativa de la monarquía, como lo estaban los demás reinos y Coronas[60]. Así actuó el Consejo de Indias con relación a las tierras americanas, aun cuando las diferentes provincias no constituyesen cada una de ellas comunidades perfectas, como era el caso de los territorios italianos. A pesar de su enorme diversidad y de la complejidad de sus estructuras jurisdiccionales, ligadas a la evolución misma de la conquista y colonización, la existencia de un Consejo para las Indias, progresivamente diferenciado del de Castilla, permitió también dotar a aquellos territorios de una cierta entidad política propia dentro de la Corona castellana. Este proceso no fue automático. De ser en 1511 una Junta dentro del Consejo de Castilla para el conocimiento de los asuntos de Indias, pasó a constituir en 1524 -como ya adelantamos- un Consejo distinto. En las Ordenanzas de 1571, Felipe II prohibió que los demás Consejos y tribunales se entrometiesen a conocer de los negocios de Indias, consolidando así su posición en el sistema de Consejos y, de manera refleja, de las Indias dentro de la Corona castellana[61]. En 1600 se dotó, a semejanza del Consejo de Castilla, de una Cámara propia, para la tramitación de los asuntos de gracia y la provisión de oficios en Indias[62]. En 1614 Felipe III ordenó que no se cumpliese en las Indias ninguna cédula ni despacho de otro Consejo que no hubiese pasado por el de Indias,  y en 1626 Felipe IV dispuso que no se ejecutase en América ninguna pragmática promulgada en los reinos de Castilla, a no ser que se ordenase su observancia mediante cédula despachada por el Consejo de Indias[63]. Diez años más tarde, este mismo rey otorgaba al Consejo el conocimiento de las fuerzas eclesiásticas, con inhibición del Consejo de Castilla[64].

Si en la Corte la fundación del Consejo permitía escenificar institucionalmente la unidad del Nuevo Mundo, sin alterar jurídicamente su estatus de territorio accesorio de la Corona de Castilla, en las Indias la consolidación de una cultura ciudadana y la formación de una élite criolla hizo posible la formulación progresiva de un discurso identitario que, partiendo de su localización ciudadana, remitía también a las Indias como entidad diferenciada de Castilla en el seno de la monarquía española. Se trataba de un discurso articulado principalmente en torno a la reserva natural de oficios para los nacidos en aquellas tierras[65]. Lógicamente esta reserva se defendía frente a los castellanos . Se pretendía así hacer de América una comunidad perfecta, un territorio separado dentro de la común monarquía española, en el mismo sentido en que lo era, por ejemplo, Navarra. Este discurso fue acompañado desde finales del siglo XVI por un aumento notable del grado de autogobierno de los poderes locales en las Indias, lograda en buena medida a partir de la adquisición mediante compra de la mayor parte de los oficios en América, particularmente en las Audiencias y en los cabildos[66].

 

2. Los Borbones y la españolización de la monarquía plural

A la muerte de Carlos II, la monarquía española presentaba esta composición plural en el seno de la cual las Indias habían ido poco a poco adquiriendo una cierta entidad política, tanto en el plano institucional como en el ámbito del discurso jurídico. Con estos presupuestos de partida, la instauración de la dinastía Borbón ha sido tradicionalmente interpretada como el inicio de un claro cambio de rumbo. En este sentido, la entronización de Felipe V no habría supuesto únicamente la extinción de las instituciones de justicia y gobierno propias de los territorios de la Corona de Aragón y con ello su desaparición como entidad política diferenciada de la Corona de Castilla. Habría supuesto, sobre todo, el inicio de una nueva manera de pensar "España", marcada por el "centralismo" y el "autoritarismo" creciente de los sucesivos monarcas. Este proceso habría culminado en el reinado de Carlos IV con el valimiento del todopoderoso Godoy, cuyo despotismo habría conducido directamente a la crisis de la monarquía y, consecuentemente, a la extinción del imperio hispánico, con la excepción de algunas colonias como Cuba, Puerto Rico y Filipinas.

No es éste el momento de realizar una crítica de esta lectura del siglo XVIII español, bastante consolidada en la historiografía, ni de buscar los orígenes  de este paradigma interpretativo[67]. Sin duda, existen numerosos motivos que avalan esta interpretación. A los ya citados decretos de Nueva Planta y a la lógica patrimonialista en la concepción del poder que se descubre detrás de estas actuaciones de Felipe V[68], cabría añadir otras muchas medidas que ponían de manifiesto el interés creciente de la Corona por disponer de mecanismos de decisión y ejecución política más expeditivos y eficaces, así como por recuperar espacios de poder. En este sentido, cabe citar a título de ejemplo la creación y desarrollo de las Secretarías de Estado y del Despacho, la implantación de las intendencias, la profesionalización del ejército, la supresión (temporal) de las aduanas internas, la racionalización del sistema impositivo, la reforma del sistema de flotas y galeotes y la introducción del sistema de compañías en regiones periféricas o la lucha por el control de la venta de cargos.

Sin embargo, conviene no perder de vista las limitaciones "estructurales" que la propia "constitución" de la monarquía imponía a cualquier proceso de estatalización y uniformización del espacio político. A pesar de éstas y de otras medidas de calado introducidas por los sucesivos reyes Borbón, la monarquía española mantuvo su pluralidad institucional y sus estructuras jurisdiccionales. Las Secretarías de Estado y del Despacho no sólo no eliminaron los seculares Consejos, sino que algunos de ellos, como el de Castilla o, en menor medida, los de Navarra e Indias, siguieron ejerciendo un papel de primer orden en el gobierno de sus respectivos territorios[69]. Por su parte, los intendentes convivieron en la península y en América con los corregidores y alcaldes mayores, y  las Audiencias mantuvieron su protagonismo a lo largo de todo este tiempo. A ello hay que sumar  la relevancia de la jurisdicción eclesiástica y de las diferentes jurisdicciones especiales que fragmentaban enormemente el espacio público y limitaban cualquier pretensión monopolística del poder político. Esta "duplicidad" institucional, que ha llevado a la historiografía a hablar de la coexistencia conflictiva durante este siglo de una "monarquía administrativa" enfrentada o paralela a otra "jurisdiccional"[70] explica algunas de las dificultades de comprensión que el siglo XVIII plantea desde el punto de vista del funcionamiento de las diferentes dinámicas del poder.

Esta variedad de aparatos institucionales y de lógicas de poder se percibe con especial claridad en el ámbito superior del gobierno de la monarquía. Aquí, el Consejo de Indias vio su dominio disputado por la creación de una Secretaría de Estado y del Despacho de Marina e Indias. Su erección en 1714 junto a las de Guerra, Estado y Justicia ponía de relieve no sólo la asunción de un nuevo modo de gobierno en los asuntos relativos al Nuevo Mundo. Manifestaba además la consideración de las Indias como mero ramo de la "administración", junto a otros como la marina o la guerra. En cierto sentido, la medida puede ser interpretada como una negación del estatuto político implícitamente reconocido a través de la fundación y consolidación durante los dos siglos anteriores de un Consejo de Indias, paralelo al existente para otros territorios de la monarquía.

La evolución de la Secretaría de Estado y del Despacho de Indias a lo largo del siglo XVIII fue accidentada[71]. Tras su extinción en 1715, fue restaurada en 1720 en una Secretaría de Guerra, Marina e Indias que en 1721 volvería a ser sólo de Marina e Indias. Así permanecería hasta 1754 en que los asuntos de Indias se separarían de los de Marina para formar sendas Secretarías de Estado y del Despacho, aun cuando el secretario siguió siendo el mismo. En 1787, tras la muerte de Gálvez, y a la vez que se formaba  la Junta Suprema de Estado, la Secretaría de Indias se dividió en dos con el objetivo de agilizar la tramitación de los asuntos americanos. En 1790, siguiendo las previsiones de Floridablanca de unir los intereses de ambos lados del Atlántico, los asuntos de Indias se repartieron entre las cinco Secretarías de Estado y del Despacho restantes. En la instrucción reservada para la Junta de Estado (nº CXLV) se había previsto ya esta solución. Con ello se pretendía no sólo agilizar y asegurar "los gastos, recursos y socorros de Hacienda y Guerra" en ambos hemisferios. Además, "se desterraría en mucha parte la odiosidad de esta separación de intereses, mandos y objetos, que destroza la monarquía española, dividiéndola en dos imperios"[72]. Sin embargo, como veremos más adelante, la idea poco colonial que tenía Floridablanca del gobierno de América no era la única, ni siquiera la prevalente en la Corte, durante la segunda mitad del siglo XVIII.

La tramitación de buena parte de los asuntos de América por la vía reservada, esto es, a través de la correspondiente Secretaría de Estado y del Despacho, no anuló el protagonismo del secular Consejo de Indias. Además de seguir constituyendo la máxima instancia judicial para los asuntos de América, el Consejo experimentó a partir del reinado de Carlos III una transformación en su composición que lo convirtió en punto de referencia de la mayor parte de las reformas introducidas durante estos años en América[73]. Su continuidad durante este tiempo siguió siendo una manifestación palpable en el plano institucional de la especificidad de los territorios americanos dentro de la Corona de Castilla. También lo era de la continuidad de una concepción del gobierno ligada a la garantía de la justicia.

En el marco de esta complejidad institucional, aquí apenas esbozada para la cúspide de la monarquía, se inserta la política impulsada por los ministros de Carlos III a raíz de la derrota en la guerra de los siete años, en una línea que había sido ya adelantada en los dos reinados anteriores. En el ámbito internacional, la expansión imperial de las potencias extranjeras, principalmente Inglaterra, Francia y Holanda, exigía la adopción de medidas políticas que aseguraran el dominio español en el Nuevo Mundo. La situación creada en América tras la independencia de las Trece Colonias hizo aún más necesario la reforma de un orden tradicional de gobierno que había permitido el logro de un alto grado de autogobierno en aquellas tierras.

 En este contexto se comprende también mejor la consolidación en la Corte de un discurso y una política con rasgos coloniales, así como las reacciones que suscitó en las élites indianas. Ahora, en el siglo XVIII, y no antes, se empezó a hablar de las Indias como colonias. Conviene, sin embargo, tener presente que, así como no es posible reducir la planta institucional de la monarquía en el siglo XVIII a una unidad coherente y sistemática, pues fue más el fruto de un acontecer histórico marcado por la acumulación de lógicas institucionales distintas que de un diseño de gabinete proyectado sobre un espacio vacío disponible para el soberano, tampoco resulta posible reducir a unidad las diferentes políticas impulsadas desde la Corte para América en el siglo XVIII, ni los discursos legitimadores que les daban apoyo. Por ello, la atención al nacimiento de un discurso propiamente "colonial" en el siglo XVIII no debe hacernos olvidar su coexistencia con otros de naturaleza distinta, dirigidos a lograr una mayor unidad de intereses entre las élites criollas y la Corona. Lo acabamos de ver al tratar de la extinción de las Secretarías de Estado de Indias en 1790 con Floridablanca como cabeza de los ministros del rey. Algunos años antes, en 1768, el Consejo extraordinario formado en el Consejo de Castilla había defendido la necesidad de enviar españoles a Indias para ocupar "los principales cargos, obispados y prebendas, y colocar en los equivalentes puestos de España a los criollos". De esta manera, se estrecharían lazos y se formaría un "cuerpo unido de Nación". De esta manera, se pretendía apaciguar los ánimos en América tras la expulsión de los jesuitas y prevenir cualquier movimiento de independencia[74]

A este discurso uniformador cabe unir, además, la persistencia durante todo el siglo XVIII de concepciones políticas antiguas que guardaban una clara continuidad con las ideas predominantes en los siglos anteriores. Sobre este fondo plural se puede valorar el alcance del discurso colonial defendido por algunos ministros y materializado en la adopción de concretas medidas políticas para América durante las últimas décadas del  Antiguo Régimen.

 

3. El discurso colonial y su incidencia institucional

No es éste el lugar para exponer con detalle las reformas promovidas por la Corona a partir de 1763: la política de nombramiento de altos cargos que privilegiaba a los peninsulares frente a los criollos; la extensión a la mayor parte de América del sistema de intendencias; la creación de nuevos virreinatos y demarcaciones provinciales; la introducción de importantes reformas fiscales; la formación de un ejército real permanente y la activación del sistema de milicias, etc.[75]. Aunque no es posible hablar -como ya hemos señalado- de la existencia de un programa político coherente diseñado para América desde la Corte, pues los actores, intereses y principios que intervinieron en la adopción y ejecución de estas decisiones fueron muy variados, sí cabe hablar de la existencia de algunos objetivos detrás de muchas de las reformas llevadas a cabo en la segunda mitad del siglo XVIII.

Por un lado, como ha sido puesto de relieve en numerosas ocasiones, las "reformas borbónicas" iban dirigidas a garantizar la defensa de los territorios americanos, cuya financiación exigía un aumento considerable de las rentas procedentes de América. Se trataba de políticas que, si bien tenían por objeto América, miraban fundamentalmente a España, a la conservación de su imperio en un contexto internacional diferente al de los siglos anteriores. Al mismo tiempo, y por lo que se refiere al ámbito de las Audiencias, pieza central en el gobierno americano, las medidas buscaban hacer posible un gobierno de la justicia deteriorado durante décadas por prácticas como la  venta de oficios de justicia o, en términos más generales, el arraigo de los magistrados en la sociedad indiana[76]

Estas reformas fueron acompañadas por la publicación simultánea de proyectos relativos al gobierno americano. La penetración en buena parte de los ministros de la Corte de los ideales ilustrados de gobierno, con su énfasis en las virtudes del comercio y del desarrollo económico para el progreso de los pueblos, y el ejemplo de la política impulsada por las potencias extranjeras en sus dominios ultramarinos, se tradujo también en España en la formulación de nuevas propuestas para el gobierno de América que sacasen aquellas tierras de la "decadencia en que se encontraban", como era entonces un lugar común afirmar.  En la mayor parte de los casos se trataba de propuestas que guardaban una clara continuidad con las realizadas en la primera mitad de siglo por autores como Macanaz, Jerónimo de Ustáriz o el autor del "Nuevo sistema de gobierno para la América", fechado en 1743 y falsamente atribuido a José del Campillo[77]. Aun cuando en muchos casos sea posible establecer conexiones entre las propuestas teóricas y las reformas institucionales, conviene mantener diferenciados ambos planos. Ambos son importantes desde un punto de vista histórico. Ambos revelan las concepciones entonces imperantes en los círculos de la Corte del lugar que América debía ocupar en el seno de la monarquía española. Pero la trascendencia práctica de unos y otros no fue la misma.

En el vocabulario de los ministros y alto oficiales de Carlos III, junto a los términos "reinos" y "provincias", que seguirían dominando el lenguaje político, particularmente en el ámbito letrado, se comenzó entonces a hablar de "colonias". Con todo, el término se reservó habitualmente para referirse a las colonias de las potencias extranjeras, francesas, inglesas, holandesas o portuguesas. Aun cuando haría falta realizar un estudio empírico para poder afirmarlo de manera inequívoca, cualquier historiador familiarizado con las fuentes de archivo del siglo XVIII es capaz de percatarse de ello.

En otras ocasiones, la utilización del binomio metrópoli-colonias revela únicamente una modernización del lenguaje dentro de un discurso que sigue pautas todavía tradicionales o, al menos, no ha adoptado los parámetros propios del moderno colonialismo. Los ejemplos que se podrían alegar al respecto son numerosos, pero vamos a centrar la atención en uno que consideramos suficientemente representativo de la política llevada a cabo por la Corona en América durante el reinado de Carlos III. Se trata del conocido plan de intendencias elaborado por Gálvez tras su visita a Nueva España, y los informes que por indicación del virrey de la Nueva España, el marqués de Croix, realizaron los obispos de Puebla y de "esta metrópoli", es decir, de México. 

Una lectura atenta del proyecto permite percibir la coexistencia de lenguajes y políticas de cuño colonial con otras que responden a lógicas propias del reformismo típico del Antiguo Régimen, donde la preservación del buen orden político aparece unido al funcionamiento de mecanismos que aseguren la buena conducta, la justicia, de los oficiales. La reforma que plantea Gálvez va dirigida a "uniformar el gobierno de estas grandes Colonias con el de su Metrópoli", pues las intendencias habían sido ya introducidas en la península cincuenta años antes.  Si bien Gálvez emplea las voces "colonias" y "metrópoli", la uniformización de unas y otra contradice toda política de naturaleza colonial. Podría ser calificada por los americanos como una decisión despótica en la medida en que violase derechos adquiridos, pero no colonial. El problema radicaba más bien en que "los vastísimos Reinos de la América Española" se hallaban en decadencia por mantener un gobierno "a imitación del que hubo antes en la Metrópoli". Por ello, nada más lógico que aplicar en aquellas tierras "los saludables remedios que han curado los males de su cabeza".

El problema según Gálvez era que el sistema de gobierno existente en "esta importante y dilatada Monarquía de la Nueva España" impedía al virrey "establecer el buen orden y la justicia". Los culpables de ello eran los más de ciento cincuenta alcaldes mayores y corregidores que, desprovistos de salarios, arruinaban con sus negocios tanto a los vasallos del rey en aquellas tierras como a la misma Corona, que perdía cuantiosos ingresos. La creación de los intendentes era, en opinión de Gálvez, el remedio a esta "ruinosa constitución"[78].

Al mismo tiempo, el plan incluía indicaciones que ponían de manifiesto la supeditación de los intereses americanos a los peninsulares, como las referencias al establecimiento de fábricas "prohibidas en las Colonias". No se trataba de una idea original de Gálvez. La subordinación desde esta perspectiva de las empresas manufactureras en Indias a los intereses de la península había sido defendida años antes por el autor del Nuevo Sistema de Gobierno atribuido a Campillo y reelaborado por Ward[79].  Sin embargo, no era éste el único, ni siquiera el principal, objetivo de la política reformista borbónica, dirigida más bien a recuperar el control de espacios de poder, a ambos lados del Atlántico, así como a garantizar la integridad de sus posesiones americanas[80]. Tampoco era nueva la atribución al indio de una "natural desidia y pereza". Sin embargo, la propuesta insistía en la necesidad de suprimir un negocio que les perjudicaba considerablemente: el reparto de mercancías[81].

El informe del obispo de Puebla, altamente favorable a las propuestas de Gálvez, incidía en la necesidad de uniformar el gobierno a ambos lados del Atlántico, sin que el lenguaje empleado ni las propuestas realizadas permitan hablar de la irrupción de una nueva mentalidad colonial. En primer lugar, negaba el obispo que el proyecto fuera nuevo, pues ya existía en España. Su extensión a América  -según el obispo- evitaría la pérdida de muchas almas y las vejaciones que sufrían los indios a manos de los alcaldes mayores, así como los perjuicios que la Real Hacienda padecía. Además de por sus efectos, el plan se justificaba por sí mismo, pues siendo España (identificada con Castilla) y América "un solo Reino" debían tender en lo posible hacia la uniformidad en el gobierno. Así lo justificaba la historia de las colonizaciones. El obispo no estaba pensando en la política exterior de otras potencias extranjeras, sino en los pueblos antiguos. Las naciones conquistadoras transformaban en sí, a través fundamentalmente de recíprocos casamientos, a las conquistadas. Por ello, era deseable que por medio del matrimonio enlazaran familias de españoles y naturales, al menos con las de los principales y caciques. Muy distinta era la consideración que le merecían los indios plebeyos, incapaces de autogobernarse[82].

Por otra parte, la dependencia respecto de España se justificaba también apelando a motivos tradicionales. Las Indias eran miembros de la monarquía española, ramas de un árbol que debían dar buenos frutos en el reino que era cabeza de aquélla. Las intendencias no sólo remediarían los males que padecían los vasallos; además reportarían numerosas utilidades al real erario[83].

También el obispo de México aprobaba el plan propuesto por Gálvez, viendo en los abusos de los alcaldes mayores la raíz de los males del gobierno americano. Los intendentes vendrían a rellenar el hueco existente entre los alcaldes mayores y los virreyes. Eran incluso más necesarios que en España donde los habitantes de los pueblos eran más racionales. No se detenía, sin embargo, en otras consideraciones más teóricas, pero sí traía a colación la conquista para subrayar la necesidad de acomodar la vida de los naturales a las leyes y costumbres de los conquistadores[84].

El objetivo impulsado por la Corona de recuperar espacios de poder en América, como medio de garantizar tanto el gobierno de la justicia como la extracción de los recursos necesarios para llevar adelante su política atlántica, se tradujo -como es sabido- con Gálvez como ministro de Indias en un intento de exclusión de los criollos de los principales oficios de gobierno y justicia[85]. Sin embargo, una cosa era la adopción de medidas en la Corte y otra muy distinta las posibilidades que la estructuración del poder en América ofrecía a los ambiciosos proyectos reformistas. En cualquier caso, no cabe duda de que tanto el discurso que subyacía en buena parte de los proyectos, como las medidas adoptadas en la segunda mitad del siglo XVIII, lesionaban derechos e intereses de buena parte de las élites americanas. En ambos casos se iba abriendo camino una visión utilitarista de América que se traducía en una divergencia entre monarquía y nación. Las Indias formaban parte en este discurso de la monarquía, pero no de la nación[86].

Se trataba de un proceso que venía de antes. La pérdida de los dominios españoles en Europa tras la Guerra de Sucesión favoreció la "nacionalización" de la monarquía. Castilla iba consolidándose cada vez más como centro de la monarquía y, como consecuencia, iba formándose una periferia. Impulsada desde la Corte y apoyada desde diferentes instancias culturales, se fue consolidando una interpretación de la historia que tendía a identificar Castilla con España[87]. Sin embargo, este proceso encontró resistencias en territorios como las provincias vascas y el reino de Navarra que habían gozado desde antiguo (más el segundo que las primeras) de un derecho y unas instituciones de gobierno y justicia propias. También aquí se formó un discurso alternativo de naturaleza constitucional que, como sucedería en América, tendía a acentuar su "separación" respecto de Castilla, es decir, su naturaleza de comunidad política perfecta, ya fuera como provincia, señorío o reino.

 Las consecuencias de la afirmación de una nación española parcialmente distinta de la monarquía no eran, sin embargo, las mismas para los territorios peninsulares que para los oceánicos. Navarra y las provincias vascas seguían formando parte de ambas, aun cuando sus derechos y libertades, especialmente en el ámbito fiscal y militar, fueran puestos cada vez más en entredicho. Por el contrario, las Indias aparecían de manera creciente como espacios políticamente disponibles al servicio de los intereses de la parte principal de la monarquía, es decir, de la Nación. En este sentido, no parece casualidad que uno de los ministros que, como fiscal del Consejo de Castilla, tuvo más protagonismo en los conflictos que enfrentaron al reino de Navarra con la Corte a partir de 1770[88], Pedro Rodríguez de Campomanes, fuera a la vez autor de uno de los tratados donde la naturaleza subordinada de las Indias a la Nación, de la que parecía no formar parte, apareciese con mayor claridad. Basta leer la dedicatoria con que inicia sus Reflexiones sobre el comercio español a Indias para percatarse de ello[89].

La desigual condición de las Indias se percibe también en los conocidos proyectos del intendente José Ábalos (1780), del Conde de Aranda (1783) y del todopoderoso Godoy en 1804. Este último llegó a ser conocido y aprobado por Carlos IV. Los tres coincidían en la conveniencia de dividir las Indias en varias monarquías en cuyo trono se sentasen miembros de la realeza española[90]. Con independencia de lo factible de semejantes propuestas, en ellas las Indias se presentaban como territorios políticamente disponibles por el soberano. En el plano de los hechos, esto quedó claro durante el gobierno de Godoy con la cesión de Santo Domingo a Francia en  1795, y de La Luisiana y Trinidad a Inglaterra, en 1800 y 1802, respectivamente[91].

El detonante fundamental de la formación de un discurso de denuncia colonial fue la crisis de la monarquía tras la entrada de las tropas francesas en España y la abdicación de los soberanos españoles en Napoleón. El vacío de poder creado y las diferentes soluciones que entonces se defendieron fueron el marco propicio para la formación en América de un discurso anticolonial. En este nuevo e imprevisto contexto, la voz colonia se convirtió en instrumento de lucha al servicio de proyectos políticos, a uno y otro lado del Atlántico. En la península para ganarse el apoyo  de los americanos a la causa constitucional gaditana y, en general, a la guerra de liberación contra Napoleón. En América, para defender los diferentes proyectos autonomistas, primero, e independentistas, después[92]. Se forjó así lo que Lempérière denomina el "paradigma colonial" que ha dominado la historiografía americanistas hasta nuestros días.

 

 

III. Reflexiones finales

Constituye un lugar común entre los historiadores afirmar la necesidad de comprender  las sociedades antiguas desde sus propias categorías interpretativas. No es una tarea fácil. Para algunos se trataría de un objetivo ilusorio en cuanto las fronteras temporales marcarían rupturas culturales de imposible superación. Sin necesidad de entrar en estos debates más teóricos que prácticos, nadie cuestiona la conveniencia en el quehacer del historiador de evitar la proyección al pasado de categorías o conceptos acuñados o reelaborados en el presente para dar respuesta a problemas del mundo actual[93].

En el caso que  nos ocupa, resulta bastante claro a partir de lo expuesto en estas páginas, que las Indias, tras su conquista e incorporación a Castilla, pasaron a formar parte de la monarquía universal española. El modelo de colonización al que los españoles podían referir sus conquistas no era el que triunfaría a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, y particularmente durante los siglos XIX y XX, por obra de las principales potencias europeas. Remitía, al menos idealmente, al romano[94]. Por ello, hasta finales del siglo XVIII las palabras colonia y colonizar se entendían tanto en los diccionarios al uso como en los textos jurídicos como sinónimos de población y poblar[95]. A partir de esta última centuria, más hacia su segunda mitad, la voz colonia adquiriría el sentido moderno de explotación económica tanto en la república de las letras como en las Cortes europeas[96].

La referencia ideal al modelo de colonización antiguo no impide afirmar la particularidad o especificidad de la colonización de las Indias, donde -entre otras cosas- el factor religioso gozó de un papel dominante, aunque no exclusivo. No hubiera podido ser de otra manera. Los tiempos históricos eran muy distintos. En el siglo XV la conquista y colonización americana supuso, además, la incorporación accesoria de las Indias a Castilla y, con ella, el traslado a las nuevas tierras del orden jurídico castellano. Sin embargo, la diferencia de tratamiento que exigía el Nuevo Mundo se tradujo con los años en un progresivo aumento de su identidad política como territorio distinto de Castilla, aun cuando formalmente no fuera sino una parte accesoria de él. Esta particularidad o especificidad se plasmó tanto en el plano institucional, con la creación del Consejo de Indias y la evolución particular de sus Audiencias y de sus municipios, de españoles y de indios, así como en el de las fuentes, con el notable protagonismo de la costumbre y la especialidad de la legislación indiana, paradigmáticamente representada en la Recopilación de 1681.  En este sentido, la naturaleza accesoria de la unión se fue dotando de un contenido que hacía de las Indias un territorio más semejante a Navarra o a Aragón que a otros reinos accesoriamente unidos a Castilla, como Granada o Murcia.  Este proceso fue paralelo a la formación de un discurso criollo -estudiado desde esta perspectiva por Garriga- que buscaba imaginar América como una comunidad perfecta separada de Castilla. La finalidad era garantizar la reserva de los oficios de Indias a sus naturales frente a los peninsulares[97].

También el orden social estamental castellano, constitutivamente desigual, se trasladó al Nuevo Mundo, aunque con algunas diferencias claras. Además de la política de los reyes de limitar al máximo los señoríos jurisdiccionales, la integración de los nativos en este orden importado planteó problemas no sólo teóricos, sino sobre todo de orden práctico. Aunque jurídicamente los indios fueron considerados "personas miserables" y, en cuanto tales, sometidos a tutela de la Corona, las consecuencias de este estatuto fueron muy diversas, en función de los diferentes pueblos, espacios y tiempos. También lo fueron el grado de asimilación de la cultura europea y de la religión católica, así como las diferentes transformaciones que las culturas autóctonas experimentaron. En cualquier caso, y a pesar de la relación de subordinación y dependencia que la conquista supuso para los indios, así como de los numerosos abusos que, a pesar de la política proteccionista impulsada por la Corona, sufrieron en estos siglos, no parece que el modelo de relación colonial, entendido en su sentido moderno, sea el más adecuado para comprender el lugar de las Indias en la monarquía española. Coincidimos en este sentido con Tau cuando defiende la "impropiedad de la palabra 'colonia' para designar genéricamente la condición política de las Indias". Ni en los textos jurídicos o políticos, ni en la costumbre o en la misma práctica aparece una entidad política en la monarquía española con ese nombre[98]. Además, la aparición de un discurso político colonial en el siglo XVIII y la adopción de medidas que revelaban una concepción colonial de las Indias no se tradujo en una transformación sustancial del modelo político de la monarquía española. Por ello parece historiográficamente más acertado y posiblemente más fecundo asumir las categorías jurídicas que los contemporáneos emplearon para edificar el espacio americano. Las Indias eran provincias o reinos accesoriamente unidos a la Corona de Castilla. A partir de aquí corresponde a los historiadores determinar en cada momento histórico el significado concreto de estas categorías, evitando comprender con esquemas demasiado racionalistas, ajenos al período estudiado, una realidad que entonces, como ahora, escapa a cualquier intento de sistematización simplificadora.

Por otra parte, la adopción de perspectivas que asuman la pluralidad de poderes y jurisdicciones concurrentes en América, superando coordenadas de pensamiento demasiado ligadas a parámetros estatales, puede aportar una aproximación más real a las relaciones entre la Corona y el Nuevo Mundo. Desde esta perspectiva, cabe también reconocer a los pueblos indígenas, con sus derechos y tradiciones, el protagonismo que les correspondió en la construcción del orden jurídico americano. Sin minusvalorar la trascendencia de las políticas impulsadas desde la cabeza de la monarquía, a través del Consejo de Indias, de Juntas o de las Secretarías de Estado y del Despacho, la atención a los lugares donde los distintos actores sociales confluían, principalmente las ciudades y pueblos, pone de manifiesto la improcedencia de explicaciones demasiado planas u homogeneizadoras de las sociedades políticas del Antiguo Régimen[99]. En este plano, dominado por la actuación de redes clientelares o familiares, o por la interacción de grupos unidos por intereses de muy diversa naturaleza que, en no pocas ocasiones, unían las dos orillas del Atlántico, la aplicación generalizada de esquemas binarios como peninsular-criollo, o español-indio se muestran insuficientes. También en este contexto, la simple contraposición colonizador-colonizado puede dejar fuera de su campo de atención buena parte de las relaciones humanas propias del Antiguo Régimen en América.

Por último, como sucede con la voz "Estado", la pertinencia del empleo del término "colonia" aparece ligado en último extremo a los significados y connotaciones que el historiador le atribuya. En este sentido, resulta posible un empleo de la voz colonia o colonial que preserve la lógica política característica de la monarquía española durante el Antiguo Régimen. Se trataría, en cualquier caso de colonias poco "coloniales".

 

[1] Una muestra representativa de la asunción de este "paradigma colonial" es el título de la obra, muy bien documentada, de Gisela von Woseber, Dominación colonial. La Consolidación de Vales Reales, 1804-1812, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 2003. No existe explicación por parte de la autora de la denominación empleada para dar nombre a su obra: "Dominación colonial". Su  pertinencia se da por descontada.         [ Links ]

[2] Acerca de la formación del postcolonialismo y sus diferentes proyecciones, v.: Robert J. C. Young, Poscolonialism: an historical introduction, Oxford, Blackwell Publishing, 2001.         [ Links ]

[3] Mabel Moraña, Carlos A. Jáuregui, Revisiting the Colonial Question in Latin America, Madrid-Frankfurt am Main, Iberoamericana-Verbuert, 2008.         [ Links ]

[4] Ricardo Levene, Las Indias no eran colonias, Madrid, Espasa-Calpe, 1951.         [ Links ]

[5] Ídem, p. 10. El 2 de octubre de 1948, la Academia Nacional de la Historia debatió la propuesta realizada por su presidente "sugiriendo a los autores de obras de investigación, de síntesis o de textos de Historia de América y de la Argentina, quieran excusar la expresión "período colonial" y sustituirla entre otras por la de "período de la dominación y civilización española". Finalmente se aprobó la propuesta realizada, con la opinión contraria de Ravignani, si bien se prefirió la expresión "período hispánico" a la original presentada.  El acta viene reproducida al final de Levene, Las Indias., cit., pp. 153-156.         [ Links ]  

[6] Sintetizando los argumentos que desarrollaría a lo largo del libro, Levene sentenciaba en la "advertencia" preliminar que "Las Indias no eran colonias, según expresas disposiciones de las leyes: porque fueron incorporadas a la Corona de Castilla y León, conforme a la concesión pontificia y a las inspiraciones de los Reyes Católicos, y no podían ser enajenadas; porque sus naturales eran iguales en derecho a los españoles europeos y se consagró la legitimidad de los matrimonios entre ellos; porque los descendientes de españoles europeos o criollos, y en general los beneméritos de Indias, debían ser preferidos en la provisión de los oficios; porque los Consejos de Castilla y de Indias eran iguales como altas potestades políticas; porque las instituciones provinciales o regionales de Indias ejercían la potestad legislativa; porque siendo de una Corona los reinos de Castilla y León y de Indias, las leyes y orden de gobierno de los unos y de los otros debían ser los más semejantes que se puedan; porque en todos los casos que no estuviese decidido lo que se debía proveer por las Leyes de Indias, se guardarían las de Castilla conforme al orden de prelación de las Leyes de Toro; porque, en fin, se mandó excusar la palabra conquista como fuente de derecho, reemplazándola por las de población y pacificación". Levene, Las Indias., cit., pp. 10-11.

[7] Hay que recordar, sin embargo, que en 1946 Alfonso García Gallo había publicado una conferencia sobre "La constitución política de las Indias españolas". En ella, este historiador del derecho afirmaba que jurídicamente las Indias constituían una "entidad política con personalidad independiente". Ello no impedía, sin embargo, reconocer la especial unión que tenían con Castilla hasta el punto -señalaba García Gallo- de que tan estrecha unión "llegue a veces a ser una verdadera fusión y el título de Reinos de las Indias tenga sólo un valor honorífico, como el de los Reinos de León, de Toledo, de Granada, etc., fundidos en la Corona de Castilla". Además, rechazaba el calificativo de colonias para referirse a las Indias, recordando que en las leyes se denominaban como reinos, provincias o, ya en el siglo XVIII, dominios. Alfonso García Gallo, La Constitución política de las Indias, Madrid, Imprenta del Ministerio de Asuntos Exteriores, 1946, pp. 16-17.

[8] Julio Ycaza Tigerino, "El primer congreso Hispanoamericano de Historia", en Revista de Estudios Políticos, núm. 48, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1949, p. 337.

[9] Como se recoge en el acta de las sesiones, la calificación de los territorios americanos como reinos, provincias o dominios en las fuentes jurídicas, no suponía para el Instituto ningún obstáculo "para situar la acción española en Indias en el ámbito de los múltiples procesos de colonización que  se han producido a lo largo de la historia de la humanidad, si bien valorándola, como queda antes expuesto, en su debida singularidad, y sin que el ciclo de 'colonización española' rebaje su grandeza, por recibir tal denominación ni pueda tenerse lesiva para aquellos Estados que a aquél deben la base de su actual existencia nacional". Acerca del término "colonia", Instituto Gonzalo Fernández de Oviedo, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid, [s.f.], p. 176.

[10] Ídem, p. 180. Entre las conclusiones de la primera sesión celebrada figuraba la afirmación de que España había llevado a cabo en América "un proceso de colonización" pero que "no sometió a las regiones americanas bajo su gobierno a un régimen de explotación, sino que les otorgó una personalidad jurídica, y en este orden jurídico es evidente la ausencia del término colonia". Ídem, p. 159.

[11] Víctor Tau Anzoátegui, "Las indias ¿provincias, reinos o colonias? A propósito del planteo de Zorraquín Becú", en Revista de Historia del Derecho, núm. 28, Buenos Aires, Instituto de Investigaciones de Historia del Derecho, 2000, pp. 80-92.  Como expone Tau, en el debate intervinieron los más destacados especialistas del momento, con diferentes tendencias políticas, como Ots Capdequí, Rafael Altamira, Alfonso García Gallo, Mario Góngora, Richard Konetzke o Demetrio Ramos.  Aunque la opinión general coincidía con las tesis defendidas por la Academia argentina, existían también voces discrepantes. Para Altamira era correcto hablar de colonias, en el sentido clásico del término, como resultado de la acción de poblar, aunque la denominación territorial fuera la de provincias, dominios y reinos. Ots compartía las tesis de Levene, aunque negando la igualdad entre peninsulares y americanos, y sin que ello implicase planteamientos políticos de presente. Para Mario Góngora el vocablo colonial era correcto si se usaba en el sentido de trasladar un núcleo de población a otro territorio. Sin embargo, la pertinencia de su sentido económico exigía mayores investigaciones. Ibídem.

[12] No es casual que la "cuestión colonial" se plantease precisamente en el siglo XVIII, en un contexto intelectual marcado por las concepciones de la Ilustración europea acerca de la América española y su respuesta criolla. V.: Antonello Gerbi, The dispute of the new world: the history of a polemie: 1750-1900, Pittsburgh, University of Pittsburgh Press, 1973; y Jorge Cañizares-Esguerra, How to write the history of the New World: histories, epistemologies, and identities in the eighteenth-century Atlantic World, Stanford, Stanford University Press, 2001.

[13] Levene, Las Indias., cit., p. 9.

[14] Ídem, p. 10.

[15] Con todo, la lectura en clave nacionalista de la historia americana no era algo original del nuevo régimen franquista. Respondía a una línea de actuación común a las élites políticas y académicas de cualquier signo político desde finales del siglo XIX. Antonio Feros, "Spain and America: all is one. Historiography of the Conquest and Colonization of the Americas and National Mithology in Spain c. 1892-c. 1992", en Christopher Schmidt-Nowara, John M. Nieto-Philips, Interpreting Spanish Colonialism. Empires, Nations, and Legends, Alburquerque, University of New Mexico Press, 2005, pp. 109-134.

[16] Acerca del término., cit., aunque a las sesiones del Instituto Fernández de Oviedo fueron invitados historiadores extranjeros.  La única voz discordante que se recoge en el resumen que se publicó de las discusiones fue la del historiador de origen ucraniano Juan Friede, que defendió la existencia de "un fenómeno de colonización", incluso en el caso de ser considerada como "explotación material del indígena por el pueblo civilizador". Ídem, p. 158.

[17] Tau Anzoátegui, "Las Indias.", cit., pp. 90-91. Tau cita como ejemplo paradigmático la postura de Ruggiero Romano que se refería a la voz colonia y a la consiguiente dependencia colonial como un "hecho de economía general". Ídem, p. 91.

[18] El debate fue reabierto en la historia económica por Tandeter, pero no para impugnar la asunción colonial de estos estudios, sino para poner de manifiesto la falta de caracterización teórica de la dependencia colonial para los siglos XVI, XVII y XVIII. Que se trataba de una relación puramente colonial no era algo cuestionable. Es más, para Tandeter, el debate sobre la naturaleza colonial de las Indias era una mera continuación de la obra de historiadores hispanófilos que trataban de ofrecer una visión positiva en términos globales de la acción española en América.  "Así se desarrolla -afirma este autor- la nefasta polémica que niega el carácter de colonias a las Indias bajo el dominio español". Enrique Tandeter, "Sobre el análisis de la dominación colonial", en Desarrollo económico, núm. 61, Buenos Aires, Instituto de Desarrollo Económico y Social, 1976, p. 156.

[19] Ricardo Zorraquín Becú, Estudios de Historia del Derecho, vol. I, Buenos Aires, Abeledo-Perrot, 1988, p. 55.

[20] Ricardo Zorraquín Becú, "La condición política de las Indias", en Memoria del Segundo Congreso Venezolano de Historia, vol. III, Caracas, Academia Nacional de la Historia, 1975, pp. 389-476.

[21] Ricardo Zorraquín Becú, "La condición política de las Indias", en Revista de Historia del Derecho, núm. 2, Buenos Aires, Instituto de Investigaciones de Historia del Derecho, 1974, pp. 285-380.

[22] Zorraquín Becú, Estudios., cit., pp. 55-161.

[23] Ídem, pp. 59-60.

[24] La dependencia de las Indias respecto del reino de Castilla fue sintetizada por Zorraquín en ocho puntos: no podían decidir respecto de la elección, reconocimiento o aceptación del rey; no gozaron de Cortes propias como otros reinos de la monarquía; no participaron en el gobierno del conjunto de la monarquía ni se integraron en los organismos comunes al imperio; los tratados internacionales y las guerras, aun cuando afectasen a América, se decidían en Europa; las decisiones más importantes del derecho indiano se tomaron sin participación de los pobladores, autoridades locales y, en ocasiones, tampoco del Consejo de Indias; tanto el rey como los organismos más importantes del gobierno indiano residían en Castilla y sometidos a las influencias castellanas; los altos oficiales, tanto en la Corte como en América eran peninsulares de origen y, por último, existía un monopolio comercial con Castilla. Ídem, p. 106.

[25] Ídem, pp. 107-113.

[26] V.: Demetrio Ramos Pérez, "Sobre la posible sustitución del término época colonial", en Boletín Americanista, núm. 1, Barcelona, Universidad de Barcelona-Departamento de Historia de América, 1969, pp. 36-39. Para este autor, el término provincia, además de enlazar la tradición romana con la historia posterior a la independencia, era aplicable en su significado fundamental a toda la monarquía, siendo todos los reinos al mismo tiempo provincias.

[27]  Tau Anzoátegui, "Las Indias.", cit., pp. 101-102 y 120. 

[28] Ídem, p. 113.

[29] "Para seguir con el debate en torno al colonialismo...", en Nuevo Mundo Mundos Nuevos, Debates, 2005. Disponible en (http://nuevomundo.revues.org/430). [Fecha de consulta: 26/05/2012]. En los debates intervinieron Jean-Michel Sallmann, "Les royaumes américains dans la Monarchie catholique"; Sanjay Subrahmanyam, "Imperial and Colonial Encounters: Some Reflections"; Annick Lempérière, "La cuestión colonial"; Carmen Bernard, "De colonialismos e imperios: respuesta a Annick Lempérière"; Gastón Gordillo, "El colonialismo y los límites del relativismo: comentarios sobre "La cuestión colonial" de Annick Lempériére"; y Juan Carlos Garavaglia, "La cuestión colonial".

[30] Una versión corregida de este trabajo fue publicada posteriormente con el título "El paradigma colonial en la historiografía latinoamericanista", en Istor, núm. 19, México, CIDE, 2004, pp. 107-128. Citaremos por esta versión.

[31] Lempérière, "El paradigma.", cit., pp. 107-120.

[32] Un concepto igualmente amplio, aunque no expresamente definido, de lo colonial es el empleado, por ejemplo, por Lauren Benton, Law and Colonial Cultures. Legal Regimes in World History, 1400-1900, Cambridge-New York, Cambridge University Press, 2002.

[33] Bernard, "De colonialismos.", cit. No podemos detenernos en el desarrollo de los argumentos esgrimidos por Bernard, por lo que remitimos al lector, como en el caso del trabajo de Lempérière y de los demás que analizamos en este epígrafe a los textos originales. En su trabajo publicado en el Libro negro del colonialismo, Bernard había defendido que si bien tanto la imposición de tributos a los indios, como la transferencia de una parte importante de la riqueza del Brasil y la América española a la península, eran claros rasgos de dominación colonial, el Perú y la Nueva España no eran propiamente colonias, sino reinos unidos a la Corona, de la misma manera que lo eran Nápoles o Navarra. Carmen Bermard, "Impérialismes ibériques", en Marc Ferro (Dir.), Le livre noir du colonialisme. XVIe-XXIe siècle: de l'extermination à la repentance, París, Robert Laffont, 2003, p. 138. 

[34] Garavaglia, "La cuestión.", cit.

[35] La expresión remite al trabajo de Jacques Poloni-Simard, "L'Amérique espagnole: une colonisation d'Ancien Regime", en Ferro, Le libre., cit., pp. 180-207.

[36] Carlos Garriga Acosta, "Patrias criollas, plazas militares: sobre la América de Carlos IV", en Horizontes y convergencias. Lecturas históricas y antropológicas sobre el Derecho, 2009. Disponible en (www.horizontesyc.com.ar). [Fecha de consulta: 15/04/2012].

[37] Parte del artículo de Garriga se centra en la exposición de esta replicación de Castilla en Indias a partir de la territorialización de las nuevas tierras, es decir, de su conversión en espacios dotados de jurisdicción.

[38] Georg Jellinek, Teoría General del Estado, Buenos Aires, Albatros, 1954. Traducción y prólogo de Fernando de los Ríos.

[39] Manuel Torres López, "El Estado visigótico", en Anuario de Historia del Derecho Español, núm. 3, Madrid, Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas, Centro de Estudios Históricos, 1926, pp. 307-475.

[40] Una buena exposición crítica del debate en torno al denominado "Estado moderno", en Carlos Garriga Acosta, "Orden jurídico y poder político en el Antiguo Régimen", en Istor, núm. 16, México D.F., CIDE, 2004, pp. 1-5.

[41] Me refiero a la obra de Paolo Grossi y de la Escuela florentina de historiadores del Derecho, entre los cuales destacan, en este ámbito, los trabajos de Pietro Costa, Maurizio Fioravanti, Lucca Mannori y Bernardo Sordi.

[42] Lempérière, "El paradigma.", cit., p. 107.

[43] Como se lee en la Recopilación de leyes de Indias, Carlos V había jurado en 1519 que las Indias "siempre permanezcan unidas, para su mayor perpetuidad y firmeza, prohibimos la enajenación de ellas. Y mandamos que en ningun tiempo puedan ser separadas de nuestra Real Corona de Castilla, desunidas ni divididas en todo o en parte, ni sus ciudades, villas, ni poblaciones por ningun caso, ni en favor de ninguna persona" declarando nula cualquier enajenación realizada por él o por sus sucesores. Recopilación de leyes de los Reynos de las Indias, libro III, título I, ley 1, Madrid, Imprenta de Julián de Paredes, 1681. Edición de Cultura Hispánica, Madrid, 1973. Prólogo de Ramón Menéndez y Pidal y estudio preliminar de Juan Manzano Manzano. Citaré siempre por esta edición.

[44] Sobre la incorporación de las Indias a Castilla v.: Juan Manzano Manzano, La incorporación de las Indias a la Corona de Castilla, Madrid, 1948. Más recientemente, y con especial tratamiento de la literatura jurídica sobre el tema, Javier Barrientos Grandón, "El sistema del ius commune en las Indias occidentales", en Rivista Internazionale di diritto comune, núm. 10, Roma, Il Cigno Galileo Galilei, 1999, pp. 53-137.

[45] Respecto de la monarquía católica afirmaba este jurista catalán que "Regna Castellae, Aragoniae, Lusitanae, Flandriae, Neapolis et Siciliae, unita esse in Monarchia Hispanica aeque principaliter: Regna vero indiarum occidentalium unita esse accessoriae Regno Castellae, et Indias Orientales regno Lusitaniae". Cristóbal Crespí  de Valdaura , Observationes Illustratae decisionibus Sacri Supremi Regnii Aragonum Consilii, Lugduni, ex Typographia Hugonis Denovälly, 1677, f. 187.

[46] Libro II, título. I, leyes 2 y 1.

[47] Libro II, título. II, ley 13: "Porque siendo de una Corona los Reynos de Castilla y de las Indias, las leyes y orden de gobierno de los unos y de los otros, deven ser lo mas semejante y conformes que se pueda. Los de nuestro Consejo en las leyes y establecimientos, que para aquellos Estados ordenaren, procuren reducir la forma y manera de el gobierno de ellos al estilo y orden con que son regidos y governados los Reynos de Castilla y de Leon, en quanto huviere lugar, y permitiere la diversidad y diferencia de las tierras y naciones". Felipe II, ordenanza 14 del Consejo de 1571.

[48] La limitación de esta distinción para explicar la complejidad de las uniones entre reinos en la Edad Moderna ha sido puesta de relieve por Elliott. El historiador inglés pone como ejemplo la unión entre Inglaterra y Escocia de 1707, como tipo de unión que no entra plenamente en ninguna de estas categorías. John H. Elliot, "Introduction", en Jon Arrieta, John H. Elliott (Eds.), "Forms of union: the British and Spanish Monarchies in the Seventeenth and Eighteenth Centuries", en Revista Internacional de Estudios Vascos, 5, San Sebastián, Sociedad de Estudios Vascos, 2009,  p. 15.

[49] Víctor Tau Anzoátegui, El poder de la costumbre: estudios sobre el derecho consuetudinario en América hispana hasta la emancipación, Buenos Aires, Instituto de Investigaciones de Historia del Derecho, 2001.

[50] V.: Thomas Duve, "La condición jurídica del indio y su condición como persona miserabilis en el Derecho Indiano", en Mario Losano (Ed.), Un giudice e due leggi. Pluralismo normativo e conflitti agrari in Sud America, Milán, Giuffrè, 2004, pp. 3-33. De este mismo autor, puede también verse, Thomas Duve, Sonderrecht in der Frühen Neuzeit. Studien zum ius singulare und den privilegia miserabilium personarum, senum und indorum in Alter und Neuer Welt, Frankfurt am Main, Klostermann, 2008.

[51] En esta misma consulta, el Consejo juzgaba que la igualación entre los pardos y los blancos en los asuntos que eran objeto de la consulta, "produciría disputas, alteraciones y otras consecuencias que es preciso evitar en una monarquía, donde la clasificación de clases contribuye a su mejor orden, seguridad y buen gobierno, y donde la opinión supera todas las ideas de igualdad y confusión". Consulta del Consejo sobre la habilitación de pardos para empleos y matrimonios, Madrid, julio de 1806, en Richard Konetzke, Colección de documentos para la Historia de la Formación Social de Hispanoamérica, 1493-1810, Vol. III-2, Madrid, Instituto Jaime Balmes, 1962, pp. 825 y 822.

[52] En este sentido v.: Pedro Pérez Herrero, La América colonial (1492-1763). Política y sociedad, Madrid, Síntesis, 2002, p. 117.

[53] Para este autor, "la justice doit être envisagée comme l'institution centrale de la colonisation espagnole en Amérique entre XVIe et XVIIIe siècle". Poloni-Simard, "L'Amérique espagnole.", cit., pp. 197-198.

[54] Una introducción al tema para Nueva España puede verse en Felipe Castro Gutiérrez, Nueva ley y nuevo rey. Reformas borbónicas y rebelión popular en Nueva España, Zamora, Colegio de Michoacán, 1996, pp. 19-37.

[55] Destaca esta "americanización" de las Audiencias Rafael Diego-Fernández, "Una mirada comparativa sobre las Audiencias indianas", en Oscar Mazín Gómez (Ed.), México en el mundo hispánico, vol. II, Zamora, El Colegio de Michoacán, 2000, pp. 517-553. Sobre el municipio en América puede verse María Luisa Pazos Pazos, El ayuntamiento de la ciudad de México en el siglo XVII. Continuidad institucional y cambios social, Sevilla, Diputación de Sevilla, 1999.

[56] Ernst Schäfer, El Consejo Real y Supremo de las Indias: Su historia, organización y labor administrativa hasta la terminación de la Casa de Austria,  vol. I, Sevilla, Imp. M. Carmona, 1935, p. 44; Demetrio Ramos Pérez, "El problema de la fundación del Consejo de Indias", en Anuario de Estudios Americanos, núm. 26, Sevilla, CSIC, 1969, pp. 385-425.

[57] Christophori Crespi de Valldaura, Observationes illustratae decisionibus sacri supremi Regni Aragonum Consilii, Supremi Consilii S. Cruciatae, et Regiae Audientiae Valentinae, I, Lugduni, Ex Typographa Hugonis Denovälly, 1677, ff. 187-188.

[58] Francisco Bermúdez de Pedraza, Panegírico legal. Preeminencias de los secretarios del rey deducidas de ambos derechos, y precedencia de Luis Ortiz de Matienzo, Antonio Carrero y don Iñigo de Aguirre, sus secretarios y de su consejo en el Supremo de Italia, al fiscal nuevamente criado en él, Granada, 1635, pp. 1-3, citado en Manuel Rivero Rodríguez, "La preeminencia del Consejo de Italia y el sentimiento de la nación italiana", en Antonio Álvarez-Ossorio Alvariño, Bernardo J. García García (Eds.), La Monarquía de las naciones. Patria, nación y naturaleza en la Monarquía de España, Madrid, Fundación Carlos de Amberes, 2004, p. 507.

[59] Juan de Solórzano y Pereira, "Memorial y discurso de las razones que se ofrecen para que el real y supremo Consejo de las Indias deba preceder en todos los actos públicos al que llaman de Flandres", en Obras varias posthumas del doctor Juan de Solórzano  Pereyra, Madrid, Imprenta Real de la Gaceta, 1776, pp. 177-178. En otro pasaje de este mismo memorial, Solórzano afirma que en virtud de la unión accesoria puede entenderse que el Imperio de las Indias, como el Consejo que las gobierna, es parte del de Castilla (p. 188). También expone que el Consejo de Indias nació a consecuencia del crecimiento de los negocios de aquellas tierras, de manera que es posible afirmar que habiéndose separado la administración de estos asuntos del Consejo de Castilla, quedó "unida y entera la autoridad" (p. 189). Sendas afirmaciones, que parecen negar la personalidad del Consejo de Indias  como institución diferenciada del de Castilla, deben interpretarse en el contexto en que Solórzano las formula, esto es, para demostrar la mayor antigüedad del Consejo de Indias respecto del de Flandes. En otro apartado de este mismo memorial argumentará que el Consejo de Indias es verdaderamente Supremo sin recurso posible a ningún otro tribunal, como expresamente dispuso Felipe II en la segunda ordenanza de las de 1571 (p. 198).

[60] Rivero Rodríguez, "La preeminencia.", cit., p. 507.

[61] Recopilación de leyes de Indias, Libro II, título II, ley 2: "El Consejo de Indias tenga jurisdicción suprema sobre las Indias occidentales, descubiertas  y por descubrir, y de los negocios que de ellas resultaren y dependieren, y para la buena gobernación y administración de justicia pueda ordenar y hacer con consulta nuestras leyes, pragmaticas ordenanzas, etc.".

[62] Schäfer, El Consejo Real., cit., p. 179.

[63] Recopilación de leyes de Indias, Libro II, título I, ley 39.

[64] Ídem, Libro II, título II, ley 3.

[65] V.: Tamar Herzog, "Los americanos frente a la monarquía. El criollismo y la naturaleza española", en Álvarez-Ossorio Alvariño, García García, La Monarquía., cit., pp. 77-92; Carlos Garriga, "El derecho de prelación: en torno a la construcción jurídica de la identidad criolla", en Luis E. González Vales (Coord.), XIII Congreso del Instituto Internacional de Historia del Derecho Indiano. San Juan, 21 al 25 de mayo de 2000. Estudios, vol. II, San Juan, Historiador Oficial de Puerto Rico-Asamblea Legislativa de Puerto Rico, 2003, pp. 1085-1128.

[66] V.: el ya clásico, M. A. Burkholder, D. S. Chandler, From impotence to authority: The Spanish Crown and the American Audiencias, 1687-1808, Columbia, University of Missouri Press, 1977.

[67] Una explicación para la primera mitad del siglo, basada en la labor propagandística de los partidarios de la dinastía Borbón en el conflicto sucesorio, se puede ver en Giovanni Stiffoni, Verità della storia e ragioni del potere nella Spagna del primo 700, Milán, Angeli, 1989.

[68] Sobre la lógica patrimonialista de las medidas adoptadas por Felipe V, v.: Pablo Fernández Albaladejo, Fragmentos de Monarquía, Madrid, Alianza, 1992, pp. 380 y ss.; Garriga, "Patrias criollas.", cit.

[69] José María Sesé Alegre, El Consejo Real de Navarra en el siglo XVIII, Pamplona, Eunsa, 1994; Rafael D. García Pérez, El Consejo de Indias durante los reinos de Carlos III y Carlos IV, Pamplona, Eunsa, 1998. En sentido más favorable a la marginación del Consejo de Indias como consecuencia de las nuevas Secretarías de Estado y del Despacho, Gildas Bernard,  Le Sécretariat d'Etat et le Conseil Espagnol des Indes (1700-1808), Genève, Droz, 1972; María Isabel Cabrera Bosch, El Consejo Real de Castilla y la ley, Madrid, CSIC, 1993.

[70] Vid. al respecto el clásico trabajo de Ernest Hinrichs, "Giustizia contro amministrazione. Aspetti del conflicto politico interno al sistema Della crisi dell'Ancien Regime", en Carlo Capra (Ed.), La società francese dall'ancien régime alla Rivoluzione, Bolonia, Il Mulino, 1986, pp. 199-227. Acerca de la dificultad en el Antiguo Régimen de sustituir el modelo jurisdiccional del poder por otro de naturaleza puramente "administrativa" v.: Lucca Mannori, "Per una preistoria della funzione amministrativa. Cultura giuridica e attività dei pubblici apparati nell'età del tardo diritto comune", en Quaderni Fiorentini per la Storia del Pensiero Giuridico Moderno, núm. 19, Florencia, Centro di Studi per la Storia del Pensiero Giuridico Moderno-Giuffrè, 1990, pp. 323-504.

[71] V.: Margarita Gómez Gómez, Forma y expedición del documento en la Secretaría de Estado y del Despacho de Indias, Sevilla, Secretariado de Publicaciones de la Universidad de Sevilla, 1993; José Antonio Escudero, Los orígenes del Consejo de Ministros, vol. I, Madrid, Editorial Complutense, 2001.

[72] Escudero, Los orígenes., cit., vol. II, p. 68.

[73] Me he ocupado de esta cuestión en García Pérez, El Consejo de Indias., cit. Llamó la atención sobre este "renacimiento del Consejo", Mark. A. Burkholder, "The Council of the Indies in the Late Eighteenth Century: a new perspective", en Hispanic American Historical Review, núm. 56-3, Duke University Press, 1976, pp. 404-423.

[74] Reproduce el informe Luis Navarro García, "El Consejo de Castilla y su crítica de la política indiana en 1768", en Homenaje al profesor García Gallo, vol. III-2, Madrid, Editorial Complutense, 1996, pp. 187-207. Las citas en p. 205.

[75] La atención dedicada por la historiografía a las reformas experimentadas en el siglo XVIII en la política americana es abundante. Para una visión general, con las correspondientes indicaciones bibliográficas, me remito a Pedro Pérez Herrero, Consuelo Naranjo, Joan Casanovas Codina, La América española (1763-1898). Política y sociedad, Madrid, Síntesis, 2008, y a los ya clásicos trabajos de John Lynch, El siglo XVIII, Barcelona, Crítica, 1991, y Luis Navarro García, Hispanoamérica en el siglo XVIII, Sevilla, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Sevilla, 1991.

[76] Vid. Carlos Garriga Acosta, "Los límites del reformismo borbónico: a propósito de la administración de la justicia en Indias", en Feliciano Barrios, Derecho y administración pública en las Indias hispánicas, vol. I, Cuenca, Cortes de Castilla La Mancha-Universidad de Castilla La Mancha, 2002, pp. 781-821.

[77] Vid. Luis Navarro García, "El falso Campillo y el reformismo borbónico", en Temas americanistas, núm. 12, Sevilla, Secretariado de Publicaciones de la Universidad de Sevilla, 1995,  pp. 10-31.

[78] "Informe y plan de intendencias que conviene establecer en este reino de Nueva España", reproducido en Luis Navarro García, Las reformas borbónicas en América. El plan de intendencias y su aplicación, Sevilla, Universidad de Sevilla, 1995, especialmente pp. 112-114.

[79] José del Campillo y Cosío, Nuevo sistema de gobierno economico para la América: con los males y daños que le causa el que hoy tiene, de los que participa copiosamente España, y remedios universales para que la primera tenga considerables ventajas, y la segunda mayores intereses, Madrid, Imprenta de Benito Cano, 1789; Bernardo Ward, Proyecto económico, Madrid, Imprenta de Joaquín Ibarra, 1779.

[80] Pérez Herrero, Naranjo Orovio,  Casanovas Codina, La América española., cit., p. 40.

[81] "Informe y plan de intendencias.", cit., pp. 123 y 125. El plan de Gálvez es de 15 de enero de 1768.

[82] "Informe de 20 de enero de 1768". Navarro García, Las reformas borbónicas., cit., pp. 128-130.

[83] Ídem, p. 131.

[84] "Informe de 21 de enero de 1768". Ídem, pp. 131-134.

[85] Burkhoder, Chandler, From impotence ., cit., pp. 103-106.

[86] José María Portillo, Revolución de Nación. Orígenes de la cultura constitucional en España (1780-1812), Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2000; y del mismo autor, Crisis atlántica. Autonomía e independencia en la crisis de la monarquía hispánica, Madrid, Marcial Pons, 2006, pp. 32-34.

[87] En el ámbito de la construcción de una historia del derecho castellano como español, v.: Jesús Vallejo, "De sagrado arcano a constitución esencial. Identificación histórica del derecho patrio", en Pablo Fernández Albaladejo (Ed.), Los Borbones: dinastía y memoria de nación en la España del siglo XVIII, Madrid, Marcial Pons, 2002, pp. 423-484.

[88] Me refiero a los conflictos sobre quintas y traslado de aduanas. En este contexto, Navarra se vio obligada a desarrollar un elaborado discurso constitucional en defensa de sus derechos y libertades en materia militar y hacendística. Permítaseme remitir a Rafael D. García Pérez, Antes leyes que reyes. Cultura jurídica y constitución política en la Edad Moderna (Navarra, 1512-1808), Milán, Giuffrè, 2008, pp. 205-262.

[89] Para Campomanes, la decadencia "de nuestros Labradores o artesanos consiste en no tener despacho sus frutos ni sus manufacturas", lo cual perjudicaba la fuerza de la monarquía, radicada en "su población y en su Comercio". Sin embargo, se preguntaba Campomanes "¿Quién creerá, Señor, que dominando V.M. la mayor y mejor parte de la América, en que ay tantos millones de vasallos de V.M., no tengan salida estos efectos?".  La obra que presentaba se proponía desvelar  la causa de este mal que -en palabras del fiscal del Consejo de Castilla- sólo podía residir "en el Cuerpo de Nación o en las reglas hasta aquí observadas sobre el Tráfico de Indias". El problema radicaba, en efecto, en lo segundo. La prohibición de comerciar decretada de "los puertos de América no es de admirar -señalaba- porque las Colonias no deben tener navegación concurrente con la matriz. Pero que la España padezca esta exclusión es cosa inaudita". En este contexto, las Indias no eran la Nación, sino colonias a su servicio. Pedro Rodríguez Campomanes, Reflexiones sobre el comercio español a Indias, 1762, edición, transcripción y estudio preliminar de Vicente Llombart Rosa, Madrid, Instituto de Estudios Fiscales, 1988, pp. 3-4.

[90] Demetrio Ramos Pérez, "Los proyectos de independencia para América preparados por el rey Carlos IV", en Revista de Indias, núms. 111-112 1968, Madrid, CSIC, 1968, pp. 85-123; Carlos E. Muñoz Orán, "Pronóstico de la independencia de América y un proyecto de monarquías en 1781", en Revista de Historia de América, núm. 50, México D.F., Instituto Panamericano de Geografía e Historia, 1960, pp. 439-473; Mario Rodríguez, La revolución americana de 1776 y el mundo hispánico, Madrid, Tecnos, 1976, pp. 54-66; Luis Navarro García, "La crisis del reformismo borbónico bajo Carlos IV", en Temas Americanistas, núm. 13, Sevilla, Secretariado de Publicaciones de la Universidad de Sevilla, 1997, pp. 14-23.

[91] Como expresión paradigmática de la declarada política colonial  de Godoy cabe señalar la Junta de Fortificaciones y Defensa de Indias, como ha sido puesto de relieve por Garriga, "Patrias criollas.", cit.

[92] Francisco Ortega, "Colonia, nación y monarquía. El concepto de colonia y la cultura política de la independencia", en Heraclio Bonilla, La cuestión colonial, Bogotá, Norma, 2011, pp. 109-134.

[93] John Lewis Gaddis, The Landscape of History: How Historians Map the Past, Oxford-New York, Oxford University Press, 2002; Gordon S. Wood, The Purpose of the Past. Reflections on the Uses of History, New York, The Penguin Press, 2008.

[94] V.: Anthony Padgen, Lords of All the World: Ideologies of Empire in Spain, Britain and France, c. 1500-c. 1800, New Haven, Yale University Press, 2005, capítulo 1.

[95] "Colonia: es puebla, o territorio de tierra que se ha poblado de gente estrangera sacada de la Ciudad, que es señora de aquel territorio, o llevada de otra parte. También llamaban colonias las que pobladas de sus antiguos moradores, les había el pueblo Romano dado los privilegios de tales (.). En España hubo muchos pueblos que fueron colonias de romanos". Sebastián de Covarrubias Orozco, Tesoro de la lengua castellana, o española, Madrid, 1674, p. 154. Edición digital de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, Madrid, Biblioteca Nacional, 2006.  La definición de la voz "colonia" en el Diccionario de Autoridades de 1729 es prácticamente la misma. V.: Diccionario de la lengua castellana, en que se explica el verdadero sentido de las voces, su naturaleza y calidad, con las phrases o modos de hablar, los proverbios o refranes, y otras cosas convenientes al uso de la lengua, Madrid, Imprenta de Francisco del Hierro, 1729, p. 419. Este mismo sentido antiguo reviste el término colonia en la Política Indiana de Solórzano Pereira, como ha puesto de relieve Tau Anzoátegui, "Las Indias.", cit., pp. 102-103.

[96] Lempérière, "El paradigma colonial.", cit., pp. 114-116.

[97] Garriga, "Patrias criollas.", cit.

[98] Tau Anzoátegui, "Las Indias.", cit., p. 121.

[99] Sobre la necesidad de estudiar la historia de la nación en España y también de América desde esta perspectiva municipal antes que desde la historia de los reinos o de la formación del Estado ha llamado la atención, entre otros, Tamar Herzog. Una buena muestra de las posibilidades de esta aproximación es su obra Defining nations. Inmigrants and Citizens in Early Modern Spain and Spanish America, New Haven-Londres, Yale University Press, 2003.

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