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Revista de historia del derecho

versão On-line ISSN 1853-1784

Rev. hist. derecho  no.54 Ciudad Autónoma de Buenos Aires dez. 2017

 

INVESTIGACIONES

Jimaguayú
Apuntes de Historia Constitucional Cubana

Jimaguayú
Notes on Cuban Constitutional History

 

Por Santiago Bahamonde Rodríguez * y Fabricio Mulet Martínez **

* Doctor en Ciencias Jurídicas. Profesor Principal de Historia del Estado y el Derecho. Facultad de Derecho de la Universidad de La Habana (Cuba). E-mail: santiago@lex.uh.cu
** Máster en Derecho Constitucional y Administrativo. Profesor de Historia del Estado y el Derecho. Facultad de Derecho de la Universidad de La Habana (Cuba). E-mail: fabricio.mulet87@gmail.com

Original recibido: 11/07/17.
Original aceptado: 06/09/17.
Original recibido con cambios: 01/10/17.
Original aceptado con cambios: 11/10/17.


Resumen:

El presente artículo aborda el estudio del texto constitucional que fue aprobado en Jimaguayú, en 1895, en medio de la guerra de Independencia cubana que tuvo lugar entre 1895 y 1898.  El artículo no solo se encarga de analizar la estructura y el contenido de dicho texto constitucional, sino que por igual presta atención a las principales tendencias que se vieron manifestadas dentro de los debates de la Asamblea Constituyente en la cual este fue redactado, así como también toma en cuenta las principales cuestiones que fueron discutidas en el seno de dicha Asamblea. Asimismo se analiza la trascendencia que pudo haber tenido el pensamiento de José Martí en la configuración final de la forma de gobierno adoptada en la Constitución de Jimaguayú, y se esboza un panorama por los antecedentes inmediatos del texto constitucional en cuestión.

Palabras claves: Historia Constitucional - Cuba - Siglo XIX - Jimaguayú -Constitucionalismo.

Abstract:

The present paper approaches the study of the constitutional text that was approved in Jimaguayú, in 1895, in the middle of the Cuban Independence War, which took place between 1895 and 1898. The paper not only analyzes the structure and content of the mentioned constitutional text, but also pays attention to the main trends that were manifested in the debates of the Constituent Assembly in which it was redacted, as well as taking into account the main issues that were discussed in that Assembly. It also analyzes the importance that José Martí's thought could have had in the final configuration of the form of government adopted in the Jimaguayú Constitution, and outlines the immediate antecedents of the constitutional text in question.

Keywords: Constitutional history - Cuba - Nineteenth Century - Jimaguayú -Constitutionalism.


 

Sumario:

I. Planteamiento inicial. II. Marco general del constitucionalismo revolucionario cubano de la segunda mitad del siglo XIX. III. Las Constituciones de la Guerra de los Diez Años. IV. El pensamiento martiano y la organización del Gobierno de la República en Armas. V. La Asamblea Constituyente de Jimaguayú. VI. El texto constitucional de Jimaguayú. VII. A modo de epílogo.  

1. Planteamiento inicial

La Constitución de Jimaguayú marcó sin duda alguna un verdadero hito en la Historia Constitucional cubana. Dicho texto legal no solo implicó un nuevo punto de referencia en cuanto al constante afán de institucionalización y legalización patente durante el complejo proceso de guerra de liberación nacional, del que la Isla fue escenario durante la segunda mitad del siglo XIX, sino que marcó ciertas pautas diferenciadoras en cuanto al constitucionalismo revolucionario del período de lucha precedente, es decir, la conocida “Guerra de los Diez Años” que tuvo lugar entre 1868 y 1878. El constitucionalismo revolucionario de la segunda mitad del siglo XIX, o constitucionalismo mambí (término con que se calificaba al ejército cubano de liberación nacional en las guerras anticoloniales) ha sido objeto de interés por parte de los estudiosos cubanos. Si bien la mayoría de los trabajos que siguen esta línea se han enfocado el constitucionalismo mabí como fenómeno global y homogéneo, la Constitución de Guáimaro, primero de los textos promulgados en medio de la manigua, ha gozado de una mayor atención por parte de los autores, dejando relegados a las otras cartas que rigieron a lo largo de las guerras independentistas[1].  

El articulado del texto constitucional aprobado en Jimaguayú, del cual nos ocuparemos en la presente investigación, alberga una serie de cuestiones sumamente interesantes, las que, pese a su gran valor histórico, no han recibido un tratamiento acucioso de parte de los cultores del Derecho Constitucional cubano. Uno de los elementos que inevitablemente resaltan a la vista es el concerniente a la organización de los poderes que quedó plasmada en sus páginas. Este modelo de concentración de poderes, que obedecía a criterios evidentemente operativos y enfocados hacia las circunstancias materiales existentes, dígase el estado de beligerancia, sería utilizado a lo largo del siglo posterior en momentos de crisis nacional o provisionalidad institucional. Para respaldar esta última afirmación bastaría solo con traer a colación los esquemas gubernativos adoptados por el Gobierno de la Pentarquía o los reflejados en las respectivas Leyes Constitucionales de 1934 y de 1952, así como la Ley Fundamental de 1959.

En el presente trabajo no aspiramos a realizar un análisis enjundioso de la Carta Magna de 1895, sino solamente abordar algunas cuestiones acerca de su proceso de génesis y de su acabado técnico, así como las consecuencias de su aplicación durante el período de 1895-1897. Y es que desde que nos acercamos al estudio del espinoso camino que llevó a la Asamblea Constituyente de Jimaguayú, afloran interrogantes como los siguientes: ¿Cómo influyeron las contradicciones entre civiles y militares en la elaboración del texto constitucional? ¿Hasta dónde repercutió el pensamiento de José Martí sobre la organización republicana de la guerra en el acabado final de su cuerpo? Estos no son sino algunas de las aristas que pensamos abordar en el presente artículo, sin que ello signifique agotar un tema con el que la historiografía jurídica cubana mantiene aún una deuda.

 

 

II. Marco general del constitucionalismo revolucionario cubano de la segunda mitad del siglo XIX

Antes de adentrarnos en el tema que nos ocupa, es preciso que esbocemos un breve marco del fenómeno que se conoce como constitucionalismo cubano revolucionario, así como del contexto en el cual dicho fenómeno se inserta. Entre las particularidades que distinguen a Cuba del resto de América Latina, se halla el hecho de que la Isla permaneció bajo el dominio colonial español a lo largo de todo el siglo XIX. Mientras que durante las primeras décadas decimonónicas en América Latina la mayoría de los países del continente alcanzaban su independencia, Cuba lograba estar al margen de esta oleada insurreccional, aunque no por ello le era ajeno el clima cultural predominante en Occidente, especialmente en Europa. A ello habría que sumar el catalizador que resultó ser la invasión napoleónica a España y la subsiguiente convocatoria a Cortes Constituyentes, de las cuales emanaría la conocida Constitución de Cádiz. De ahí que, si bien “la siempre fiel Isla Cuba” mantuvo su estatus colonial, dentro de su territorio algunos círculos intelectuales alzarían sus voces a favor de reformular las relaciones políticas y jurídicas entre colonia y metrópoli. Es en este punto donde se puede comenzar a hablar de los albores del constitucionalismo cubano. 

El primer constitucionalismo cubano estuvo enmarcado, desde el punto de vista ideológico, dentro de tendencias de orientación autonomista y reformista. El independentismo es una corriente que no alcanza gran auge aún y uno de los pocos ejemplos que en este sentido podemos ubicar es la conspiración de Román de la Luz Silveira y Luis Francisco Basave, en cuyo seno el bayamés Joaquín Infante daría luz a un proyecto de Constitución de carácter separatista[2]. Pero ya para la segunda mitad de siglo XIX el independentismo se mostraba como una salida cada vez más viable y cobraba una fuerza inusitada. Es así como se organizan conspiraciones como las de Narciso López y la de la Sociedad “Ave María”, de las cuales surgieron sendos proyectos constitucionales[3], hasta que finalmente el 10 de octubre de 1868 estalló la guerra de independencia. Las guerras de independencia en Cuba, amén de que algunos historiadores la exponen como un proceso unitario[4], se dividieron en dos períodos esencialmente. Estos fueron el lapso de 1868 a 1878, conocido como el de la “Guerra de los Diez Años”, y la fase de 1895-1898, sin pasar por alto el efímero período de 1879 a 1880, correspondiente a la denominada “Guerra Chiquita”. 

Un rasgo característico de estos procesos de lucha anticolonial fue que desde sus mismos comienzos hicieron gala de una ferviente vocación legalista y constitucionalista. Algunos círculos, provenientes sobre todo del centro del país, hicieron latente desde muy temprano su afán de que la gesta emancipadora se hallara dentro de los límites de una institucionalidad republicana erigida sobre los postulados elementales de la Ilustración como el respeto a las libertades individuales y la división de poderes. De resultas, las dos etapas de beligerancia fueron escenario de instauración de ordenamientos republicanos en pleno campo de batalla. Esta intermitente “República en Armas” no solo se encargaría de llevar a cabo una para nada desdeñable empresa legisladora[5], sino que dio a luz cuatro textos constitucionales: el de Guáimaro, de 1869; el de Baraguá, de 1878; el de Jimaguayú, de 1895; y el de La Yaya, de 1897, conocidos de esta manera según los poblados en los que fueron promulgados. Para tener una idea de los principios que guiaban a los patriotas libertadores basta con remitirse al discurso pronunciado en su investidura como abogado por el camagüeyano Ignacio Agramonte y Loynaz, uno de los principales líderes de la guerra y además uno de los redactores de la Constitución de Guáimaro 

 

La sociedad no se comprende sin orden, ni el orden sin un poder que lo prevenga y lo defienda, al mismo tiempo que destruya todas las causas perturbadoras de él. Ese poder, que no es otra cosa que el Gobierno de un Estado, está compuesto de tres poderes públicos, que cuales otras tantas ruedas de la máquina social, independientes entre sí, para evitar que por un abuso de autoridad, sobrepujando una de ellas a las demás y revistiéndose de un poder omnímodo, absorba las públicas libertades; se mueven armónicamente y compensándose, para obtener un fin determinado, efecto del movimiento triple y uniforme de ellas[6].

 

No cabe duda que el constitucionalismo mambí representó un encomiable esfuerzo de los patriotas independentistas por tratar de sentar los cimientos de la futura República y de cultivar una conciencia ciudadana, incluso en medio de los avatares de un conflicto armado. Ahora bien, teniendo en cuenta las condiciones sui generis en que fueron gestados los textos constitucionales, es de suponer que dichos textos tuvieron un alcance en extremo limitado y una vigencia efectiva más que cuestionable, ya que éstos alcanzaron a regir solamente dentro de las estrechas fronteras de la denominada “Cuba Libre”, es decir, aquellos territorios momentáneamente ocupados por el ejército libertador. No obstante lo último planteado, los textos insurrectos encierran un inmenso valor histórico y son muestra fehaciente del ideario liberal imperante en el pensamiento cubano decimonónico, el mismo que nutriría posteriormente el nuevo ordenamiento constitucional que se erigiría una vez lograda la independencia y construido el Estado nacional cubano. Tal es así que a comienzos del siglo ulterior, dichas constituciones no pasarían desapercibidas a los ojos de algunos estudiosos de la política y del Derecho Público cubano como Rafael Montoro y Antonio Govín, ambos antiguos miembros del Partido Autonomista durante el coloniaje. Eso sí, ambos intelectuales tenían muy claro que los textos en cuestión podían tomarse únicamente a manera de antecedentes históricos del pensamiento constitucional cubano pero no más que eso[7]. Estas constituciones habían nacido “en la guerra y para la guerra”, sin que fuese posible atribuirles fuerza normativa alguna desde un punto de vista estrictamente legal[8].

Estos argumentos recién mostrados podrían parecer bastante sólidos, empero, a lo largo de la primera mitad del siglo XX aparecerían otras tendencias que servirían para redimensionar el valor del constitucionalismo revolucionario. Mucho contribuyó el fenómeno historiográfico conocido como “literatura de campaña”[9], el cual implicaba una Historia esencialmente testimonial y pre-científica, pero cuyos cultores no fueron sino los mismos veteranos de la guerra de independencia. Esta corriente, que tendría enorme influencia en la historiografía positivista que se desarrollaría en décadas posteriores, se encargaría de ensalzar el proceso libertario y de magnificar el rol desempeñado por sus protagonistas. En lo que a historiografía jurídica se refiere, resaltan los nombres de Ramón Infiesta y de Enrique Hernández Corujo, quienes ocuparían sucesivamente la Cátedra de Historia Constitucional de Cuba en la Universidad de La Habana. Para ambos autores, los textos constitucionales mambises debían introducirse en el tracto constitucional cubano no a modo de simples datos históricos, sino que su impacto debía estimarse en mayores términos. Por un lado, el constitucionalismo revolucionario independentista encarnaba la expresión más genuina del criterio separatista frente a otras tendencias políticas que afloraron en la Isla durante la época decimonónica[10], pero además, con éste se erigiría por primera un Estado propiamente cubano, al menos en fase embrionaria, pero dotado de soberanía y con un Gobierno, una población y un territorio propios. Este Estado además tenía desde un principio perfectamente trazado su fin histórico y transitorio, que era la consecución material de la independencia de Cuba, la cual ya había sido formalmente declarada[11]

Esta última tesis seguiría esgrimiéndose incluso por autores del período posterior al triunfo de la Revolución de 1959, quienes por demás intentaron establecer una continuidad entre el flamante movimiento revolucionario y el proceso independentista iniciado en la segunda mitad del siglo XIX[12]. El profesor Julio Fernández  Bulté, por ejemplo, aseveraba que la verdadera Historia del Estado y el Derecho en Cuba emergía a la par del constitucionalismo insurrecto, pues es este el momento a partir del cual un poder constituido comenzó a producir normas jurídicas concebidas por y para cubanos, en abierto desconocimiento del régimen jurídico colonial formalmente imperante. Antes de eso, sólo se podía vislumbrar una experiencia jurídica y estatal puramente española[13]. Criterios similares son igualmente sostenidos por autores más recientes como Carlos Manuel Villabella[14].

Más allá del hecho de concordar o disentir con la postura anteriormente mostrada, el objetivo asumido en el presente trabajo es estudiar el texto constitucional de Jimaguayú desde el nicho que representa su valor histórico y su impronta en el constitucionalismo cubano. Tampoco pretendemos adentrarnos en el debate sobre si dicho texto (al igual que las otras cartas constitucionales mambisas) era una constitución, técnicamente hablando, en toda la extensión que pueda englobar semejante término. Ello, ni es la meta que nos hemos trazado, ni puede observarse desde un único ángulo. Nos referiremos al texto de Jimaguayú como “Constitución” no solo porque en semejante calidad fue promulgado, sino porque además tales eran sus fines pretendidos, el ordenar un deseado régimen republicano y resguardar a un eventual ciudadano, independientemente de las circunstancias en que se suscitaron tales empeños. Asimismo vale recalcar que no obstante su restringido alcance, los textos insurrectos no fueron meros proyectos que quedaron en un tintero sino que gozaron de cierta vigencia, aunque ésta sólo se hiciera extensiva al ámbito libertador y fuera convenidamente provisional en tanto no se alcanzara la independencia.   

 

 

III. Las Constituciones de la Guerra de los Diez Años

No sería del todo exagerado afirmar que la ruta hacia Jimaguayú se emprendió al día siguiente de aprobarse la Constitución de Guáimaro, en 1869, en un momento en que la guerra apenas contaba con unos meses de iniciada. Contrario a lo que podía esperarse a la hora de organizar un gobierno en el campo insurrecto, el texto de Guáimaro consagraba una estructura con un marcado carácter civilista, que se sustentaba sobre la base de los temores (fundados o no) hacia el caudillismo y el autoritarismo. En aras de evitar que la República naciera bajo el signo de la dictadura militar, la fórmula finalmente implementada implicó la subordinación del ejército al gobierno civil. La más clara expresión al respecto puede encontrarse en su artículo Séptimo, que establecía una doble subordinación del mando militar al civil al expresar que: La Cámara de representantes tenía entre sus potestades nombrar al Presidente, encargado del Poder ejecutivo, y al General en Jefe, quien a su vez quedaba subordinado al Ejecutivo y estaba obligado a rendirle cuentas de sus operaciones.

 Esta posición quedaba reforzada por el artículo Noveno, que autorizaba a La Cámara para deponer a los funcionarios cuyo nombramiento le correspondía. En pocas palabras, aunque en la letra de la norma jurídica el General en Jefe sólo respondía ante el Ejecutivo la Cámara podía prescindir libremente de él, sin contar con el Presidente. Esto obligaba al mando superior del ejército a informar de su gestión a su superior jerárquico, y al mismo tiempo atender las interpretaciones emanadas del órgano legislativo acerca de su labor, pudiendo ser destituido si perdía la confianza de éste, aun contando con el favor presidencial. De hecho después de la salida del Cargo de Manuel de Quesada, dejó de existir éste como tal casi hasta el final de la Guerra del 68, porque la Cámara lo dejó vacante y asumió las funciones de General en Jefe.  

Ese sistema se oponía totalmente a la lógica de los tiempos de guerra, una guerra además “en la cual primaban (…) las deliberaciones sobre la orden coherente del jefe militar”, por lo que la solución adoptada en Guáimaro “fue casi tan lamentable para ponerle la lápida a la revolución”[15].

Estas limitaciones a la libertad de acción impuestas por la Ley Suprema a los mandos militares, así como su fiscalización e incluso la dirección directa de las operaciones militares por órganos civiles poco capacitados y donde primaba el debate sobre la acción, crearon, en la medida que mostraron sus ineficacias, un hondo malestar dentro del brazo armado de la Revolución. Tales descontentos cuajaron en connotados hechos como son las conocidas sediciones de Lagunas de Varona y Santa Rita. Resulta muy significativo que en los programas de ambas sediciones se pidiese la disolución del Gobierno vigente y la convocatoria a una Asamblea que procediera inmediatamente “a la revisión y enmienda de la Constitución, en todos los demás puntos que la experiencia ha demostrado ser imprescindiblemente necesarios”[16].

Sin dudas, la engorrosa fórmula de mando de Guáimaro y la evidencia de su fracaso llevaron a que en el contexto de la Constituyente de Jimaguayú, los militares se plantearan el dilema de cuál sería la forma de gobierno más conveniente a sus necesidades. En este sentido es válido remontarse a la denominada Constitución de Baraguá, aprobada en 1878 en el ocaso de la guerra, especialmente en lo que respecta a su parte orgánica, si así se puede llamar teniendo en cuenta la brevedad y sencillez de su texto. Alejándose de la complejidad del aparato estatal establecido en Guáimaro, los redactores de este nuevo cuerpo trataron de crear una estructura flexible y dinámica que no estorbase las operaciones militares. Se creaba así un Gobierno Provisional de cuatros individuos, que nombraría al General en Jefe. En resumen, puede apreciarse que “del complejo aparato civil de Guáimaro quedaba poco. Cuatro personas detentaban las funciones ejecutiva y legislativa”[17].

Más significativo todavía es el hecho de que los cuatro miembros del Gobierno electo resultaron ser militares, quedando como Presidente el Mayor General Manuel de Jesús Calvar; como Secretario el Teniente Coronel Fernando Figueredo; y como Vocales, el Coronel Leonardo del Mármol y el Teniente Coronel Pedro Beola. Sin embargo, esta estructura, que tenía la ventaja de la simplicidad, no estaba exenta de contradicciones. Se hace muy paradójico, por ejemplo, que la facultad de designar al General en Jefe permaneciera en manos del gobierno civil, y el articulado dejaba la duda de si éste podría ser depuesto al igual que en la Constitución de Guáimaro.

Otro aspecto interesante lo constituyó el hecho de que no se fijaban con exactitud las atribuciones del Gobierno, salvo en lo referente a la prohibición de hacer la paz sin independencia, tal como se consignaba en el artículo tercero. En realidad, resulta bastante probable que este texto no habría de sobrevivir si la guerra hubiese superado la crisis de 1878. Eventualmente, los elementos civilistas habrían solicitado su reforma. Ahora bien, desde el punto de vista histórico, la organización estatal aprobada en Baraguá se convirtió en la base de futuros proyectos presentados por elementos militares, y finalmente el antecedente directo del que se adoptara finalmente en Jimaguayú.

 

 

IV. El pensamiento martiano y la organización del Gobierno de la República en Armas

En la década de 1880, los intentos de reiniciar la lucha por la independencia se vieron marcados, entre otros fenómenos, por las discordias entre los elementos civiles y los elementos militares en relación a la organización del futuro Gobierno de la República en Armas. El caso más trascendental fue el desencuentro sostenido entre Máximo Gómez y Antonio Maceo por un lado, y José Martí por otro, a propósito de la organización del gobierno una vez reiniciada la lucha independentista, y en caso de que se lograse concretar el Plan Gómez-Maceo.

Las bases de este plan, publicadas en el Programa de San Pedro Sula, establecían una Junta Gubernativa de cinco miembros, muy similar a la estructura creada en Baraguá, que colaboraría con el jefe militar supremo. Esta Junta sería electa directamente por el voto de todos los cubanos que tuviesen la posibilidad de votar. Para el ejercicio de sus funciones, la Junta contaría con “amplísimas facultades para la organización del ejército y de los asuntos militares. Para dejarle expedito el camino y que este proveyese de todas las reglamentaciones, quedarían canceladas las pragmáticas de la contienda anterior”[18]. De resultas, el jefe militar vendría a ser la máxima autoridad civil y militar de la Revolución, centralizándose en él la mayoría de las funciones. La Junta Gubernativa apenas efectuaría tareas de apoyo, propaganda y diplomáticas, subordinadas al mando militar.

Los elementos novedosos de este Plan basado en la sustitución de la Cámara por un órgano colegiado más restringido y subordinado al aparato militar, y la creación del cargo de General en Jefe, electo directamente por el pueblo, lo que reforzaba su posición al frente del aparato político militar de la revolución, tendría alguna incidencia en textos posteriores. Uno de los aspectos más llamativos en derredor a este proyecto fue la famosa controversia desatada entre José Martí, Máximo Gómez y Antonio Maceo, acerca de la organización del aparato de gobierno. No cabe duda que los criterios eminentemente militaristas de la organización del Plan Gómez-Maceo resultarían sin dudas desagradables para aquellos que aspiraban a establecer un gobierno civil al estilo de Guáimaro, o para aquellos que temían el establecimiento de una dictadura militar, al estilo de las que afloraban en los Estados latinoamericanos. Martí, si bien no compartía los criterios de los que ansiaban retornar a los días de Guáimaro, sí sentía un fundado temor al establecimiento de una dictadura militar de la mano de un caudillo poderoso. De ahí que el Apóstol se apartara del plan, lo cual le comunicaba a Máximo Gómez en una célebre carta donde le espetaba al Generalísimo la lapidaria frase “un pueblo no se funda, General, como se manda un campamento”[19].

Desde entonces José Martí se volcaría hacia la búsqueda de una fórmula capaz de conciliar los distintos intereses tanto de civiles como de militares, en aras de lograr la unidad de todas las fuerzas revolucionarias posibles. Por otro lado, su afán de evitar discordias lo llevó a no pronunciarse en lo sucesivo acerca de la futura organización del gobierno de la República en Armas, al menos no de manera explícita. Sin embargo sí es posible identificar algunas de las pautas concebidas en esta dirección. Un ejemplo fehaciente de ello puede vislumbrarse en el discurso Nuestra América, donde se enunciaba que “El gobierno ha de nacer del país. El espíritu del gobierno ha de ser del país. La forma del gobierno ha de avenirse a la constitución propia del país. El gobierno no es más que el equilibrio de los elementos naturales del país”[20].

La primera aplicación práctica de esta política quedó plasmada en las Bases del Partido Revolucionario Cubano, donde se planteaba el ideal de fundar una República cubana sobre nuevas bases sólidas y distintas a las del resto del continente latinoamericano. Con ello además se pretendía evitar los peligros de una libertad repentina en una sociedad concebida para la esclavitud[21]. Por su parte, en los Estatus secretos del Partido Revolucionario Cubano, Martí sostuvo estos principios democráticos al establecer que el Delegado y el Tesorero del Partido serían electos anualmente por las Asociaciones. El Cuerpo de Consejo actuaría como órgano asesor del delegado y como intermediario entre éste y las bases.

Esta estructura profundamente democrática pudo servir de base a la formación de un gobierno en el campo insurrecto, si bien su autor evitó todo comentario al respeto. La solución martiana a las disputas entre el mando militar y el civil lo llevaron a concebir una organización donde ambos tuvieran la cuota de poder necesaria para obrar con libertad.

El 24 de septiembre de 1984 le escribiría a Máximo Gómez al respecto “que las formas de la República sean ayuda y no obstáculos. Que usted no tenga que estar volviendo la cabeza atrás, ni apeándose en el camino a preguntar cómo ha de ser cada botón”[22]. Esta posición sería ratificada en la carta a Manuel Mercado, escrita el 18 de mayo de 1895 y que pasaría a la Historia como el testamento político del Apóstol. En la misma expresaba que

 

 La Revolución desea plena libertad en el ejército, sin las trabas que antes le opuso una Cámara sin sanción real, o la suspicacia de una juventud celosa de su republicanismo, o los celos y temores de excesiva prominencia futura, de un caudillo puntilloso o previsor; pero quiere revolucionado sucinta y respetable representación republicana[23].

 

En resumen, la idea martiana de organización de poderes para la Constitución de la República en Armas se basaba en el equilibrio entre los mandos civiles y militares, así como en la creación de un aparato estatal pequeño que no significara un obstáculo a las operaciones de carácter militar. Resulta harto difícil conocer cuál era la posición de Martí con respecto a la estructura concreta que debía adoptar el Gobierno revolucionario, ya que sobre este asunto él prefirió no pronunciarse, posiblemente en aras de evitar las posibles oposiciones y discusiones que ello pudiese suscitar, lo cual innegablemente repercutiría perjudicialmente en la causa independentista. Un buen indicio sobre la incidencia de la postura martiana en la configuración definitiva de la forma de Gobierno en Jimaguayú puede residir en que el criterio que al respecto se impuso fue el defendido por Fermín Valdés Domínguez, como veremos en los siguientes acápites. Y es que Fermín Valdés Domínguez no solo era uno de los más queridos amigos y de los más fieles seguidores del Apóstol, sino que su propuesta sobre el diseño gubernativo resultó ser bien coherente con los postulados suyos a los que hemos hecho alusión.  

 

 

V. La Asamblea Constituyente de Jimaguayú

El 24 de febrero de 1895 se reiniciaría la guerra por la independencia de Cuba. Desde sus mismos albores se haría evidente que las viejas disputas entre civiles y militares sobre la forma de gobierno distaban mucho de haber sido zanjadas. Para tratar de dar forma al aparato militar, desde 1892 José Martí había pedido a las sociedades revolucionarias que designaran al jefe militar de la Revolución. La elección recayó casi por unanimidad en Máximo Gómez. Resulta interesante que este procedimiento fuera muy similar al utilizado para designar al general en Jefe, en el Plan Gómez-Maceo de 1884. No hay dudas de que la forma de hacerlo tenía una honda base democrática tan cerca al ideario martiano, que no podría ser desconocida.

Aunque los Estatutos Secretos no incluían ningún cargo militar, el procedimiento para elegir a Gómez fue similar al utilizado para elegir los cargos del Partido Revolucionario Cubano, y podía conllevar, al menos teóricamente, al ejercicio de cierto control sobre la actuación del mismo. De esta forma, el nombramiento del General en Jefe no emanaba de una elección más o menos organizada de los cubanos residentes en el exterior, sino que provenía de una estructura política eficientemente vertebrada que por un lado podría exigir responsabilidades, y por otro lado era además de naturaleza civil[24].

Igualmente la orden de alzamiento no vino directamente de los jefes militares, sino del Delegado del Partido Revolucionario, después de consultar con éstos. Una vez iniciada la guerra el 15 de abril de 1895, se concedió a José Martí el grado de Mayor general, “con lo que se evitaban posibles dudas futuras acerca de la dirección del Delegado, no ya en la emigración, sino en el teatro de operaciones”[25].

Una vez iniciado el proceso revolucionario, comenzaron los planes para organizar el gobierno. Ya el 21 de abril Gómez y Martí firmaron una circular orientando que se eligiera un delegado para participar en una Asamblea Constituyente, que debía reunirse lo más rápido posible. El 5 de mayo de 1895 se reunieron los tres grandes líderes de la guerra para organizar las futuras acciones, entre ellas la organización del Gobierno. Aquí afloraron nuevamente las discordias entre civiles y militares, siendo Antonio Maceo de los que consideraban que la formación de un gobierno era un “lujo prematuro”[26]. No obstante su criterio en cuanto a este punto, Maceo proponía la creación de una Junta de Generales con mando y de una Secretaría General que fungiese como órgano asesor.

En esta disputa el propio Martí admitía apesadumbrado que Antonio Maceo lo acusaba de ser un “defensor ciudadanesco de las trabas hostiles al movimiento militar”. No hay dudas de que sobre Maceo pesaba el temor de un gobierno civilista que sembrara lastres a la acción militar[27]. Esto no era sin embargo compartido por todos los jefes mambises, y en tal sentido llama la atención que José Maceo, hermano del Titán de Bronce, ya se había tomado la atribución de elegir a Rafael Portuondo Tamayo como Delegado para la futura Asamblea Constituyente[28]. Martí, por su parte, mantenía su teoría de separar los poderes. “El ejército, libre; y el país, como país, y con toda su dignidad representado”[29].

Pese a la temprana muerte de José Martí, el 19 de mayo de 1895, continúo el proceso para formar el Gobierno civil de la Revolución. En agosto se realizaron la mayoría de los procesos electorales, aunque como vimos, ya había representantes electos desde antes. Las elecciones se realizaron a través de los Cuerpos de Ejército, paso importante sin dudas, ya que con esto se evitaba intencionalmente la antigua división por Estados que había sido llevada a cabo durante la Constituyente de Guáimaro. Cabe recordar que las elecciones para integrar la Asamblea Constituyente de Guáimaro se efectuaron sobre la base de las cuatro regiones en que se dividía entonces la Isla, o sea Occidente, Las Villas, Camagüey y Oriente. El fuerte sentimiento regionalista entonces existente llevó a que la Constitución las declarara Estados, siguiendo sin remilgos el modelo norteamericano.

Otro rasgo distintivo de la Asamblea de Jimaguayú en relación a Guáimaro radicaba en el aumento del número de Delegados orientales, al haber sido dividida dicha región en dos Cuerpos de Ejército. Esta decisión previamente tomada por el General en Jefe Máximo Gómez coadyuvó a que el Oriente contara con ocho representantes sobre un total de veinte que integrarían la Asamblea[30].

Un dato interesante residía en el hecho de que, a pesar de no estar alzado en armas, la región occidental del país estuvo representada en la Asamblea Constituyente. Se seguía de esta manera la tradición establecida en Guáimaro de dar cabida a los cubanos de todas las regiones sin importar su participación en la guerra. Y es que por orden de Gómez, los villareños eligieron a los delegados de Occidente, por lo que de hecho la representación occidental era una ficción, siendo curioso que un habanero como Fermín Valdés Domínguez ocupara escaño por Camagüey y no por Occidente como le correspondía. Esta situación no era nueva, ya que en Guáimaro la imposibilidad de realizar elecciones en la zona occidental de la Isla llevó a que los Delegados occidentales fueron electos entre individuos de dicha región que servían en el Ejército Libertador. En 1895 era de entender que ante circunstancias muy similares se adoptaran soluciones de igual naturaleza.

La recién electa Asamblea comenzó sus sesiones con una reunión preparatoria el 13 de septiembre. En ella se debatió sobre la calidad de la representación y su número por cada cuerpo. La primera discusión entrañaba si los representantes debían serlo por sus respectivas regiones o de toda la nación. Al final triunfaría la propuesta de Enrique Loynaz del Castillo de que “los representantes deben considerarse en nombre del pueblo cubano, y no de Comarcas, en razón de que aún no existe una división política cubana”[31].

Con respecto a la segunda cuestión, el Diputado Rafael Portuondo Tamayo propuso que esta fuera proporcional al número de efectivos de cada cuerpo[32], lo cual sin dudas hubiera desequilibrado totalmente el cónclave en favor de los orientales, al disponer estos no solo de dos Cuerpos sino también de los más numerosos. De ahí el rechazo que sufrió esta moción, además de las dificultades para realizar un censo eficaz en condiciones de campaña, argumento utilizado por Fermín Valdés Domínguez para impugnarla[33].

Es menester destacar que en la Constituyente se manifestaron con respecto a la estructura del Gobierno tres tendencias. Salvador Cisneros Betancourt defendía la aplicación de la Constitución de Guáimaro con leves retoques, en defensa de los principios civilistas de 1869. Por su parte había otros como Portuondo Tamayo que defendían la idea de unir el mando militar al civil, con preeminencia del primero sobre el segundo. Esta posición tenía mucho en común con el pensamiento de Maceo expresado en 1884 y luego en la Mejorana. Tenía la ventaja de ser simple y evitar conflictos, pero podía conducir a la dictadura, y asustaba a los civilistas de antaño. Un tercer grupo formado por los jóvenes “que no tenían nada que ver con los antiguos problemas civiles o militares, deseaban una estructura sencilla, en la que el ejército y la dirección civil no se interfiriesen”[34]. Esta última tendencia se veía encarnada en los ideales de figuras como la de Fermín Valdés Domínguez.

Terminada la sesión preliminar se comenzaron los trabajos de redacción con la presentación de dos proyectos constitucionales previamente elaborados. El primero de los proyectos fue presentado por el mencionado Fermín Valdés Domínguez con el apoyo de trece representantes, en realidad estatuía unas bases para discutir la organización del Gobierno revolucionario. Contaba con cuatro artículos y se asemejaba al otro proyecto presentado y a la versión definitiva de la Constitución[35]. La estructura del Gobierno sería de un Presidente y un Vice Presidente, electos por la Asamblea; y cuatro Secretarios de Despacho (Guerra, Hacienda, Interior y Estado) designados por el Presidente, sobre la base de otorgar un cargo a cada uno de los antiguos cuatro Estados de 1869. No era difícil identificar en este mecanismo una marcada reminiscencia del antiguo ideario federalista de Guáimaro. En cuanto a las relaciones mando militar-mando civil, el proyecto establecía la designación del General en Jefe y su lugarteniente General por la propia Asamblea.  

El otro proyecto, mucho más amplio y apropiado para servir de base de discusión fue presentado por el también mentado Rafael Portuondo Tamayo con el respaldo de sus colegas del Primer Cuerpo de Ejército[36]. Éste en su proyecto reflejaba los ideales de su superior jerárquico, Antonio Maceo, sobre la organización del aparato estatal. Creaba una Junta de Gobierno integrada por un Presidente, un Vice Presidente y cuatro Secretarios (igual que en el anterior, Guerra, Hacienda, Exterior e Interior). El Presidente de la República sería el General en Jefe del Ejército Libertador y tendría derecho de veto suspensivo sobre las decisiones de la Junta, además de otras facultades. En el caso de los Secretarios, éstos designarían a sus segundos, que los suplirían en caso de vacante. La Junta funcionaría como un órgano colegiado, donde las decisiones se tomarían por mayoría absoluta, concediendo el voto de calidad al Presidente en caso de empate. Resulta algo extraño que el proyecto no incluyera la forma de elegir estos cargos. Otros dos aspectos a señalar lo constituyen el artículo 4, que pasaría íntegro al texto definitivo de la Constitución y que autorizaba al Consejo de Gobierno a intervenir en la dirección de las operaciones militares, que tantos problemas ocasionarían en los años siguientes; y el artículo 22, que establecía el plazo de vigencia de la Constitución en dos años y que de igual manera quedaría fijado en la Carta de Jimaguayú.

El debate comenzó en torno a las atribuciones del Presidente y del Vicepresidente, que serían al mismo tiempo General en Jefe y Lugarteniente General, en virtud de su artículo 13. Ante la propuesta de Rafael Portuondo, algunos representantes de Camagüey y Las Villas, estuvieron dispuestos a aceptarla si Gómez asumía la presidencia. Debido a que éste rechazara semejante propuesta, el proyecto se desestimó por abrumadora mayoría. Desde el punto de vista técnico, los integrantes de la Asamblea valoraron tres posibles soluciones. La primera era la ya expresada de Portuondo. La segunda, propuesta por Enrique Loynaz del Castillo[37], separaba ambos poderes dejando la parte civil en manos del Presidente y el ejército en las del General en Jefe. La tercera, defendida por Santiago García Cañizares[38], nombraba al máximo jefe militar como Secretario de Guerra.

Cada una de estas soluciones tenía sus aspectos positivos y negativos. La primera era simple, sencilla, evitaba las discordias y era un reflejo de la realidad de la guerra. Al respecto Joaquín Castillo Duany expresó que “siendo hoy el pueblo en armas el que ha de nombrar el Gobierno, los dos jefes superiores del Ejército deben ocupar los dos puestos civiles”[39]. En contra tenía los viejos temores de la dictadura militar, y el hecho de que la actividad civil del Presidente-General en Jefe podía entorpecer las operaciones militares y viceversa. Este criterio fue defendido por Manduley y Severo Pina, a los que no les faltaba razón.

La segunda variante, que fue en definitiva la adoptada, creaba de hecho una estructura bicéfala, poco adecuada para tiempo de guerra, y donde los conflictos eran inevitables. Hay que reconocer que tenía un precedente en el proyecto constitucional de Joaquín Infante, el cual establecía junto a los tres poderes clásicos, un cuarto: el militar, con relativa independencia. Por otra parte, se evitaban los peligros de una dictadura militar y trataba de agilizar la toma de decisiones dentro de las respectivas esferas de poder.

La tercera variante parece un compromiso entre las dos anteriores, al incluir al General en Jefe en el gobierno como Secretario de Guerra. Esto suponía darle una participación en la toma de decisiones pero sin la amenaza de dictadura. La propuesta resultaba interesante, pero no fue tomada en cuenta.

 

 

VI. El texto constitucional de Jimaguayú

La Constitución de Jimaguayú[40], como ya se ha dicho, tenía entre sus principales retos resolver el dilema de las relaciones entre el mando civil y el militar[41]. Las bases de dichas relaciones fueron sentadas en sus artículos 4 y 17, que establecían la existencia de ambos mediante órganos separados. En aras de lograrlo se tomaron dos providencias: en primer lugar, a propuesta de Santiago García Cañizares, se incorporó al texto un nuevo artículo (el sexto) que declaraba incompatible el cargo de Consejero con cualquier otro de la República, y que resultaba heredero directo de un artículo similar de la Constitución de Guáimaro. La otra medida tomada fue establecer la elección del General en Jefe y su Lugarteniente por parte de la Asamblea, tal y como se proponía en el artículo 2do del proyecto de Valdés Domínguez.

Sin embargo, la propia Constitución en sus artículos 4 y 3.7 propiciaba la intromisión del Consejo de Gobierno en las cuestiones militares. De hecho, ambos preceptos eran copias de los artículos 4 y 5 del proyecto de Tamayo, que fueron mantenidos pese a ya no existir la premisa necesaria para ello, dígase la unidad de mandos. En ellos se autorizaba al Consejo de Gobierno a intervenir en los asuntos militares para conseguir altos fines políticos y a conferir los grados de Coronel en adelante, a propuesta del General en Jefe.

No compartimos del todo el criterio de los profesores Eduardo Torres-Cuevas y Oscar Loyola acerca del papel negativo de la Secretaría de Guerra, que consideran innecesaria y fuente de conflictos. Es cierto que lo fue, pero al no tener asiento en el Gobierno, el mando militar necesitaba un contacto permanente con éste. Lamentablemente, en lugar de jugar su papel de enlace, el Secretario de Guerra, sin atribuciones definidas, terminó por entorpecer al alto mando.

Con respecto a la forma de Gobierno, la Constitución produjo una variación interesante respecto al modelo de Guáimaro. En lugar de la Cámara de Representantes permanente que nombraba todos los altos cargos del Gobierno, se apostó por una estructura más sencilla. A tales efectos se creaba un Consejo de Gobierno, un órgano colegiado que asumía las funciones de Gobierno y la potestad legislativa[42]. En esencia se tomó la idea, presente en ambos proyectos, de formar un órgano de Gobierno que fuera capaz de centralizar estas tareas. Se eliminó del proyecto de Portuondo el veto presidencial[43], con razón innecesario, y se decidió que la elección de los Secretarios recayera en la Asamblea y no en el Presidente del Consejo de Gobierno[44]. Este esquema es encuadrado por el ya citado profesor Carlos Villabella dentro de la variante conocida como sistema de Gabinete[45]. Como el mismo autor expone, siguiendo la estela del alemán Carl Schmidt[46], este sistema viene a ser un desgaje del sistema parlamentario, donde la balanza de Poder se inclina hacia el órgano de Gobierno, debido a que éste está integrado por miembros del partido con mayoría parlamentaria, lo que le brinda un fuerte respaldo en materia de iniciativa legislativa y defensa ante los mecanismos de control, permitiéndole dominar todas las actividades estatales-gubernativas[47]. Respecto a este último planteamiento, no consideramos pertinente intentar enmarcar el diseño de Jimaguayú dentro de las formas clásicas de gobierno reconocidas por la doctrina. La solución adoptada por los asambleístas cubanos, más que mostrar apego a un modelo o tendencia en específico, obedecía a criterios meramente operativos, puesto que lo perseguido no era sino implementar un engranaje institucional que fuese capaz de funcionar en medio de la situación de excepcionalidad propia de un escenario bélico.   

Como bien decíamos, este sistema por el que se decantaron los redactores del texto de Jimaguayú era bastante atípico y se alejaba de los moldes clásicos por entonces imperante. En el contexto latinoamericano, donde la mayoría de los países bajo el influjo de los Estados Unidos habían asumido el presidencialismo, salvo algunas excepciones como el caso del parlamentarismo chileno de finales de siglo, los contrastes con el esquema de Jimaguayú podrían resultar bastante evidentes. En un sentido estrictamente nominal, algunos Estados habían integrado en su organigrama constitucional órganos igualmente denominados “Consejo de Gobierno”. Por citar dos ejemplos, tenemos la Constitución de Colombia de 1821[48] y la Constitución mexicana de 1836, también conocida como “la de las Siete Leyes”[49]. El Consejo de Gobierno colombiano se componía del Vicepresidente de la República, de un Ministro de la Alta Corte de Justicia, y de los Secretarios de Despacho; y al igual que su homólogo mexicano, tenía atribuciones más bien consultivas, por lo que poco o nada tenía que ver con el órgano cubano. Caso distinto es el de la Constitución de Bolivia de 1831, la cual depositaba el Poder Ejecutivo en el Presidente de la República y en tres Ministros del Despacho[50], acercándose más al diseño antillano, aunque sin coincidir con éste por completo.

Ya en la órbita del constitucionalismo cubano, es posible rastrear algunos antecedentes más inmediatos como el modelo constitucional elaborado en Baraguá, en 1878, y la Junta Gubernativa del Plan Gómez-Maceo, de 1884. Además de estos dos antecedentes, por demás ya mencionados en nuestro trabajo con anterioridad, reluce igualmente el Proyecto de Constitución de Joaquín Infante, que siguiendo el esquema del gobierno colegiado, establecía un órgano director de tres Ministros correspondientes respectivamente a los ramos de Guerra y Marina, Rentas e Interior. Sin embargo este último no refrendaba exactamente la misma estructura, ya que en él existía una clara división de poderes entre el ejecutivo de tres miembros, y el órgano legislativo (Consejo de Diputados), el cual designaba a los miembros del ejecutivo y demás empleados, por lo que este último se encontraba bajo control del legislativo. También cabe destacar que este proyecto, cuya forma de gobierno nos podría hacer recordar el esquema adoptado Convención Francesa de 1793, aparentemente no se conocía entonces en la Isla. Distinto es el caso del Proyecto de Constitución de Narciso López, que sí era de seguro conocido en el país y contenía en su artículo 4 una forma de Gobierno muy similar al Consejo de Jimaguayú. Las principales diferencias radican en que en el proyecto de López el General en Jefe asumía la presidencia del gobierno (como aparecía en el proyecto de Portuondo Tamayo).

Llama la atención que el constitucionalismo cubano del siglo XIX recurriera a esta fórmula apartada de los mecanismos clásicos de organización del gobierno, vigentes entonces. A nuestro juicio se debe a que se trataba en aquel entonces de actualizar una fórmula con la que los criollos se sentían seguros. Nos referimos a la estructura de los cabildos. Importado por los colonizadores, puede considerarse el antecedente más remoto de Jimaguayú. Su estructura simple, que combinaba facultades ejecutivas, normativas, e incluso judiciales, así como su defensa de los intereses locales, le ganó un grato recuerdo en la mayoría de los criollos[51]. No es de extrañar que copiar y modernizar esta estructura fuera visto como una solución para tiempos de crisis. No hay referencia a ello en los debates, pero no sería de extrañar que algunos pensaran inconscientemente en ella. Es una idea en la que, creemos, valdría la pena profundizar en posteriores investigaciones

Resulta paradójico que, pese a la adopción de una estructura tan poco ortodoxa, los constituyentes siguieran apegados a las fórmulas de la división de poderes, aunque en este caso no de manera tan irrestricta, pues las líneas delimitadoras no eran tan claramente visibles como sí lo fueron en Guáimaro. Es así que el artículo 8 designaba al Presidente, o en su defecto al Vicepresidente, como titular del poder ejecutivo. Igualmente el artículo 23 declara independiente el Poder Judicial. No deben quedar dudas que los autores del texto trataron de conciliar el pensamiento, entonces en boga de división de poderes, con la necesidad de un gobierno operativo.

Un punto que no queremos pasar por alto es el relativo a la parte dogmática. De los cuatro textos constitucionales aprobados durante las gestas independentistas cubanas, solo el de La Yaya contaría con un catálogo de derechos fundamentales. La Constitución de Guáimaro, en su artículo 28 prohibía a la Cámara de Representantes atacar las libertades de culto, imprenta, reunión pacífica, enseñanza y petición, así como cualquier otro derecho inalienable del pueblo. Pero dicho precepto, amén de proteger las libertades mencionadas no constituía per se una parte dogmática, o sea, un apartado dentro del cuerpo normativo que enumerara los derechos ciudadanos, tal y como exigía la teoría constitucional moderna. Por su parte, la Constitución de Jimaguayú, al igual que en su momento la de Baraguá, omitía totalmente dicha cuestión. Solo contemplaba en su artículo 19 el deber de los cubanos de servir a la Revolución con su persona e intereses, según sus aptitudes. Ahora bien, contrario a lo que podría pensarse, esta omisión era más que consciente y no resultaba para nada descabellada. Como bien se encarga de observar Leonel de la Cuesta[52], la consagración de derechos individuales no tenía razón de ser, ya que:

 

La única parte del pueblo que estaba organizada era la de los miembros del Ejército Libertador pero sometidos a la natural disciplina militar y al estado de excepción. Los civiles que habitaban en los ranchos de la manigua organizados en prefecturas vivían en un continuo estado de guerra. Los que habitaban las poblaciones y ciudades y compartían los ideales revolucionarios estaban bajo el control del enemigo. Los emigrados se hallaban sometidos a una soberanía extranjera.

 

Como afirmábamos con anterioridad, uno de los rasgos distintivos de los textos constitucionales mambises fue la provisionalidad. Éstos eran textos concebidos para regir solamente en tiempo de guerra, por lo que una vez alcanzada la independencia, su vigencia tendría que cesar, aunque curiosamente ello no quedase consignado expresamente en los textos de Guáimaro y Baraguá. Los redactores de la Constitución de Jimaguayú, empero, no solo tuvieron el cuidado de dejar sentado la provisionalidad del cuerpo normativo que había creado sino que se encargaron de fijar el término de su vigencia. Según el artículo 24, la Constitución regiría solamente por dos años, pasados los cuales habría de convocarse una Asamblea de Representantes que tendría a su cargo la revisión del texto y la elección de un nuevo Consejo de Gobierno, así como la censura del Consejo saliente.  

 

 

VII. A modo de epílogo

La Asamblea Constituyente completaría su obra con la elección de los cargos que le competían[53], y ratificaría a Máximo Gómez como General en Jefe. Pese a los esfuerzos realizados, la nueva estructura dio lugar a fuertes discordias entre mandos militares y civiles. Las atribuciones mal delineadas de ambas cabezas del gobierno, los intentos del aparato civil bajo la presidencia de Salvador Cisneros Betancourt de volver a los días de Guáimaro, y las discusiones sobre la aplicación de la tea incendiaria y el empleo de los recursos de las expediciones, llevaron a una situación insostenible.

El primero de septiembre de 1896, en sesión extraordinaria, el Consejo de Gobierno acordó derogar una serie de Circulares de Máximo Gómez, limitando sus atribuciones a ordenar las operaciones militares y el gobierno interior del ejército; se le exigió presentar el plan de operaciones. Se establecía también que los jefes de las fuerzas combatientes debían comunicar directamente a la Secretaría de Guerra lo referente al armamento, distribución de expediciones y cumplimiento de los acuerdos del gobierno. El Consejo de Gobierno también asumió la facultad de dictar leyes de reclutamiento, organizar el Cuerpo Jurídico Militar, así como la designación del Inspector General, Jefes de Departamento y Jefes de Cuerpo de Ejército.

Estas medidas contravenían el espíritu de la Constitución, pues realizaban una interpretación extensiva de la misma en su beneficio. Por ejemplo, la Constitución autorizaba en su artículo 3.7 al Consejo de Gobierno a nombrar los grados de Coronel hacia arriba, a propuesta del General en Jefe, pero no decía nada de que podía conferir destinos militares, tarea que solo correspondía a éste. No resulta extraño que Gómez dijera que el gobierno “ha barrenado la Constitución, se ha inmiscuido en asuntos puramente militares u operaciones de guerra”[54].

Pese al acatamiento de Gómez a estas medidas, las pugnas continuaron, y el Consejo de Gobierno decidió el 5 de diciembre deponerlo del mando de las fuerzas armadas si no se sometía a su autoridad en el plazo de 48 horas[55]. Este procedimiento no estaba previsto en la Constitución, y de hecho, solo la Asamblea podría deponer al General en Jefe que había nombrado. Las difíciles circunstancias de finales de 1896 hicieron que esta medida se dejara en suspenso, pero no fue del todo abandonada.

En resumen, los esfuerzos de los constituyentes por organizar de manera adecuada los mandos civiles y militar, que incluyeron una novedosa organización del aparato de gobierno civil, y la división en dos del poder, no dieron los resultados apetecidos. Quedaba la posibilidad de revisar la Carta Magna para acotar enfrentamientos futuros, pero esta tarea debería ser asumida por una nueva Asamblea Constituyente, sobre la que recaería tan difícil labor.

 

[1] Un ejemplo de ello es el volumen recopilatorio publicado recientemente con motivo a la conmemoración del 140 aniversario de la Constitución de Guáimaro: Andry Matilla Correa y Carlos Manuel Villabella Armengol (Comps.), Guáimaro. Alborada en la historia constitucional cubana, Camagüey, Ediciones Universidad de Camagüey, 2009.

[2] El proyecto puede consultarse en Andry Matilla Corea, (Comp.), El Proyecto de Constitución para la Isla de Cuba de Joaquín Infante. Aproximaciones histórico-jurídicas a propósito de su bicentenario, La Habana, Facultad de Derecho de la Universidad de La Habana, Archivo Nacional de la República de Cuba, 2012, pp. 70 y ss.

[3] Véanse los proyectos en Andrés María Lazcano y Mazón, Las Constituciones de Cuba, Madrid, Ediciones Cultura Hispánica, 1952, pp. 1022 y ss.         [ Links ]

[4] Véase Emilio Roig de Leuchsenring, La guerra libertadora cubana de los treinta años 1868-1898. Razón de su victoria, La Habana, Colección Histórica Cubana y Americana, Oficina del Historiador de la Ciudad de la Habana, 1958.

[5] Buena parte de las leyes aprobadas por los gobiernos de la República en Armas pueden encontrarse en Orestes Hernández Más, Antología de Documentos para la Historia del Estado y el Derecho en Cuba, La Habana, Instituto Cubano del Libro, 1976.

[6] “Discurso pronunciado por el Sr. D. Ignacio Agramonte Loynaz, en el acto de recibir la investidura del grado de Licenciado en Derecho Civil y Canónico, ante el claustro de la real Universidad de La Habana”, en Revista de la Facultad de Letras y Ciencias, vol. XV, 1912, La Habana, Universidad de La Habana, Imprenta “El Siglo XX”, p. 28.

[7] Véase Rafael Montoro, Principios de Moral e Instrucción Cívica, La Habana, Imprenta y Librería La Moderna Poesía, 1902, p. 144.

[8] Véase Antonio Govín y Torres, “Consideraciones Sobre las Constituciones Cubanas”, en José Manuel Carbonell y Rivero, Evolución de la Cultura Cubana (1608-1927). Vol. XV. La Prosa en Cuba, tomo IV, La Habana, Imp. Montalvo y Cárdenas, 1928, pp. 5-6.

[9] Una relación bastante completa de la obras comprendidas entre la conocida como “literatura de campaña” puede encontrarse en Antonio Álvarez Pitaluga, Revolución, Hegemonía y Poder. Cuba-1895-1898, La Habana, Fundación Fernando Ortiz, 2012, Anexo 1, pp. 227 y ss.

[10] Véase Ramón Infiesta, Historia Constitucional de Cuba. Prefacio de Emeterio Santovenia, La Habana, Editorial Selecta, 1942, pp. 236 y ss.

[11] Véase Enrique Hernández Corujo, Historia Constitucional de Cuba, t. I, La Habana, Compañía Editorial de Libros y Folletos, 1960, pp. 227-228.

[12] Una muestra de esta tendencia puede encontrarse en Orestes Hernández Más, “El constitucionalismo revolucionario y su abandono en la República Neocolonial”, en Revista Cubana de Derecho, La Habana, Año 4, no. IX, enero-junio de 1975, pp. 145 y ss.

[13] Julio Fernández Bulté, Historia del Estado y el Derecho en Cuba, La Habana, Editorial Félix Varela, 2005, pp. XI-XII.

[14] Véase por ejemplo Carlos Manuel Villabella Armengol; María Eugenia Grau; y Yadermis Tejeda, “Una tesis polémica: el surgimiento del Estado cubano a tenor de la Constitución de Guáimaro”, en Andry Matilla Correa (Coord.), El Derecho como saber cultural. Homenaje al Dr. Delio Carreras Cuevas, La Habana, Editorial UH. Editorial Ciencias Sociales, 2011, pp. 150 y ss; y Carlos Manuel Villabella Armengol, “El origen del Estado en Cuba: una polémica no resuelta”, en Andry Matilla Correa y Álvarez - Ana María Tabío (Coords.), El Derecho Público en Cuba a comienzos del siglo XXI. Homenaje al Dr. Fernando Álvarez Tabío, La Habana, Editorial UH, 2011, pp. 254 y ss.

[15] Rolando Rodríguez, La forja de una nación, La Habana, Ed. Ciencias Sociales de La Habana. 2005, t. III, p. 105.

[16]  Véase Hortensia Pichardo, Documentos para la Historia de Cuba, t. 1, La Habana, Editorial Ciencias Sociales, 1971, 2da. Ed., pp. 389 y ss. 

[17] Eduardo Torres-Cueva y Oscar Loyola, Historia de Cuba 1492-1898. Formación y liberación de la nación, La Habana, Editorial Pueblo y Educación, 2002, 2da Ed., p. 289.

[18] Rodríguez, La forja…, cit., t. II, p. 120.

[19] Véase José Martí, Obras Completas, vol. 1, ­­­­ La Habana, Editorial Ciencias Sociales, 1991, pp. 177 y ss.

[20] La política en José Martí. Selección de textos, Ciudad de La Habana, Centro de estudio Martiano, 1998, p. 4.

[21] Consúltense las Bases del Partido Revolucionario en Pichardo, Documentos..., cit., pp. 480 y ss.

[22] La política en José Martí…, cit., p. 7.

[23] Pichardo, Documentos…, cit., pp. 494-495.

[24] En la práctica la división entre civiles y militares era un tanto artificial, y más en una organización como el Partido Revolucionario Cubano. Como ejemplo basta citar esta carta de Máximo Gómez dirigida a Antonio Maceo donde declara que “si el Partido Revolucionario cubano del que nosotros, los viejos soldados, componemos su parte principal”. Véase Rodríguez, La forja…, cit., t. II, p. 301.

[25] Torres-Cueva y Loyola, Historia de Cuba..., cit., p. 391.

[26] Rodríguez, La forja…, cit., t. III, p. 44.

[27] Martí, José, Obras…, v. 19, cit., p. 229.

[28] Rodríguez, La forja…, cit., t. III, p. 42.

[29] Martí, Obras…, v. 19, cit., p. 229.

[30]  Los diputados electos fueron, por el 1er Cuerpo de Ejército (Oriente): Mariano Sánchez Vaillant, Pedro Aguilera y Kindelán, Joaquín Castillo, Rafael Portuondo Tamayo. Por el 2do Cuerpo de Ejército (Oriente): Rafael Manduley, Enrique Céspedes, Rafael Pérez Morales, Marcos Padilla. Por el 3er Cuerpo de Ejército (Camagüey): Salvador Cisneros Betancourt, López Recio Loynaz, Enrique Loynaz del Castillo, Fermín Valdés Domínguez. Por el 4to Cuerpo de Ejército (Las Villas): Severo Pina, Santiago García Cañizares, Raimundo Sánchez, Francisco López. Por el 5to Cuerpo de Ejército (Occidente): Orensio Nodarse, José Clemente Vivanco, Pedro Piñán de Villagas, Francisco Díaz Silveira. Véase Academia de La Historia de Cuba, Actas de la Asamblea de Representantes y el Consejo de Gobierno durante la guerra de independencia, La Habana, Imprenta “el siglo XX”, 1928, t. I, p. 5.  

[31] “Academia de…”, cit., p. 5.

[32] Ibídem, p. 2.

[33] Ibídem.

[34] Torres-Cuevas y Loyola, Historia de Cuba…, cit., p. 356.

[35] Véase el proyecto en “Academia de…”, cit., pp. 5-6.

[36] El proyecto presentado por Rafael Portuondo Tamayo puede encontrarse en “Academia de…”, cit., pp. 12-13.

[37] “Academia de…”, cit., p. 17.

[38] Ídem, p. 16.

[39] Ídem, p. 7.

[40] La Constitución de Jimaguayú puede consultarse en Pichardo, Documentos…, cit., pp. 496 y ss.

[41] Para profundizar en el tema de la dicotomía entre el mando militar y el poder civil en el constitucionalismo mambí, consúltese Enrique Hernández Corujo, “Militarismo y Civilismo en las Constituciones de Cuba en Armas”, en Revista Cubana de Derecho, La Habana, Año XXI (Nueva Serie), núm. IV (84), octubre-diciembre de 1946, Imprenta de F. Verdugo, pp. 307 y ss.

[42] Pueden verse las funciones del Consejo de Gobierno, en el artículo 4 de la Constitución de Jimaguayú.

[43] Véase el artículo 7 del proyecto de Rafael Portuondo.

[44] Véase el artículo 4 del proyecto de Fermín Valdés Domínguez.

[45] Carlos Manuel Villavella Armengol, Historia Constitucional y Poder Político en Cuba, Camagüey, Editorial Ácana, 2009, pp. 88-89.

[46] Véase Carl Schmidt, Teoría de la Constitución, traducción de Francisco Ayala, Madrid, Editorial Revista de Derecho Privado, 1934, p. 356.

[47] Villavella Armengol, Historia Constitucional…, cit., pp. 27-28.    

[48] Véanse los artículos 133 y 134 de la Constitución de la República de Colombia, Rosario de Cúcuta, 1821.

[49] Véase la Cuarta Ley de la Constitución mexicana de 1836, Las Constituciones de México. 1814-1991, México, Cámara de Diputados del H. Congreso de la Unión, Comité de Asuntos Editoriales, 1991, pp. 96 y ss. 

[50] Véase el artículo 65 de la Constitución Política de la República Boliviana sancionada por la Asamblea General Constituyente de 1831, y reformada en algunos de sus artículos con arreglo a ella misma, por el Congreso Constitucional de 1834, Paz de Ayacucho: Imprenta del Colegio de Artes.

[51] Pueden consultarse al respecto las Ordenanzas de Cáceres en Pichardo, Documentos…, cit., pp. 112-119.

[52] Leonel Antonio de la Cuesta, Constituciones Cubanas. Desde 1812 hasta nuestros días, vol. II, Miami, Alexandria Library Incorporated, 2007, pp. 190-191.

[53] Se eligió Presidente a Salvador Cisneros Betancourt, Vice Presidente a Bartolomé Masó, Secretario de Guerra a Carlos Roloff, Secretario de Interior a Santiago Cañizares, Secretario de Hacienda a Severo Pina y Secretario de Exterior a Rafael Portuondo Tamayo.

[54] Máximo Gómez, Diario de Campaña, La Habana, Editorial Huracán. Instituto Cubano del Libro, 1968, p. 408.

[55] Ibrahim Hidalgo, Cuba. 1895-1898. Contradicciones y disoluciones, La Habana, Centro de Estudios Martianos y Centro de Investigación y Desarrollo de la Cultura Cubana Juan Marinello, 1998 p. 134.

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