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Revista de historia del derecho

versión On-line ISSN 1853-1784

Rev. hist. derecho  no.57 Ciudad Autónoma de Buenos Aires jun. 2019

 

INVESTIGACIONES

El liberalismo hispanoamericano en el espejo del derecho

Hispano-American Liberalism in the Mirror of Law

**Professeur des Universités. Université Paris 1 Panthéon-Sorbonne (Francia). Directrice du Centre de Recherche d'Histoire de L'Amérique Latine et du Monde Ibérique - CRALMI(UMR 8168-American Worlds - Centre national de la recherche scientifique [CNRS] / École des hautes études en sciences sociales [EHESS]) (Francia). Dirección Postal: 4bis rue Jules Romains (75019) Paris (France). Email: agl.lemperiere@gmail .com

Resumen

Este artículo se propone examinar el complejo proceso de articulación entre los principios del liberalismo político, que se impusieron en Hispano-América durante la revolución de inicios del siglo XIX, y el orden jurídico heredado del Antiguo Régimen, o sea las tensiones y contradicciones entre legicentrismo y pluralismo jurídico. Basándose en la historia crítica del derecho, que privilegia su dimensión cultural, el artículo estudia sucesivamente la suerte de los derechos individuales y sus garantías, asi como de los nuevos poderes públicos, al aplicarse dentro de la cultura católica-jurisprudencial plenamente asumida por el liberalismo republicano. Se analizan los conceptos de jurisdicción y poder juridiccional para enfrentarlos con el principio constitucional de separación de los poderes, y se presentan los problemas planteados por el proceso de codificación civil en el contexto de la cultura jurídica tradicional, todavía viva en la segunda mitad del siglo XIX.

Palabras claves: Liberalismo; Cultura jurídica; Constitución; Codificación

Abstract

This article is intended to examine the intricate process by which, the principles of political liberalism that prevailed in Hispanic-America since the revolution of the early 19th Century and the legal order inherited from the Ancient Regime, linked together. It examines the discrepancies between the traditional legal pluralism and State-centred legalism. Based on a new critical legal history, that emphasizes the cultural dimension of law, the paper successively examines the lot of individual rights and their guarantees, and of the new public authorities and administration, confronted with the legal-catholic culture of Hispano-American liberalism. Concepts such as jurisdiction and jurisdictional power are brought face to face with the constitutional principle of separation of powers. The paper concludes with the examination of the problems that the still alive traditional legal culture posed to the process of civil codification in the second half of the 19th Century.

Keywords: Liberalism; Legal culture; Constitution; Codification

Sumario:

I. Introducción. 1. Liberalismo y “revolución del derecho natural”. 2. El “giro jurídico” de la historiografía latinoamericanista. II. “Revolución política sin revolución jurídica”. III. Liberalismo jurisdiccional vs. liberalismo autoritario. IV. Codificación. V. Conclusión. VI. Fuentes primarias. VII. Referencias Bibliográficas.

No podía quedar la revolución en la Constitución y el antiguo régimen en la legislación civil; la democracia en el régimen del Estado y la autocracia en el sistema de la familia; la democracia en el ciudadano, y el absolutismo en el hombre

(Alberdi, 1887, p.82)

Introducción

Uno de los avances notables de la nueva historia política, que nació durante las últimas décadas, reside en el hecho de haber renovado profundamente la interpretación del liberalismo hispanoamericano. En contra de la crítica que se le hizo al liberalismo ya desde el siglo XIX, según la cual no hubiera sido otra cosa que la importación indiscriminada de principiosforáneos inadecuados al contexto cultural y social de Hispanoamérica, los historiadores acabaron por reconocer el carácter indiscutible de su arraigo en las sociedades hispanoamericanas. Mientras según las interpretaciones culturalistas (Veliz, 1980; Wiarda, 2001), el liberalismo no se hubiera jamás impuesto plenamente a las tendencias autoritarias y personalistas que, según ellos, caracterizaban el ejercicio del poder después de las independencias, la nueva historia política puso en evidencia la ruptura provocada por el liberalismo respecto del orden monárquico y absolutista (Guerra, 1997; Breña, 2012). Esta reevaluación historiográfica permite hoy en día hablar no del liberalismo en América hispánica sino de una versión hispanoamericana del liberalismo a escala atlántica.

Por cierto, el liberalismo hispanoamericano presenta tantos matices como países nacidos de los procesos de independencia y, además, sufre evoluciones significativas entre inicios y finales del siglo XIX. Pero este artículo se propone considerarlo desde el punto de vista de lo que constituye su especificidad hispanoamericana: su articulación con el orden jurídico heredado, y cómo construyó su orden jurídico siguiendo los pasos de una cultura jurídica específica. Garriga distingue “tres componentes” en todo orden jurídico: las “normas jurídicas, es decir, las reglas de conducta jurídicamente relevantes”; “las formulaciones de lasnormas jurídicas” o “fuentes del derecho”; la “cultura jurídica” que les da sentido y tiene carácter de evidencia para los participantes de esta misma cultura (la bastardilla es original, Garriga, 2006, p.37). La “cultura jurídica” se vuelve por lo tanto la “clave de lectura: si es la que aglutina y compone las normas en un orden que las trasciende y tiene sus propias reglas, entonces la cultura ha de proporcionarnos al menos el contexto que les da sentido” (Garriga, 2006, p.37). Se trata de examinar el liberalismo “en el espejo del derecho”, o sea de qué manera la tradición liberal se elaboró confrontándose a las exigencias “de la normatividad jurídica” (Brachofen, 2008, pp.7-27). ¿En qué medida se esclarecen sus características históricas a la luz de su relación con el derecho? Antes de responder a esta pregunta, conviene primero esclarecer las razones que la hacen pertinente desde un punto de vista tanto histórico como historiográfico.

Liberalismo y “revolución del derecho natural”

La primera razón es histórica y remite a la íntima comunidad epistémica que existe entre la “revolución del derecho natural moderno” (Halpérin, 1992, p.51 y ss.), por una parte, y el ideal liberal en germen, por la otra. Efectivamente, si bien no todos los pensadores que ubicamos en la tradición liberal creyeron en el derecho natural (tal fue el caso de Montesquieu o, más tarde, de Bentham), el liberalismo tiene una deuda respecto del derecho natural racionalista. La nueva concepción del derecho que fue elaborada durante el siglo XVII por Hugo Grocio, Samuel Pufendorf, o Locke cuyas teorías pusieron en primer plano al individuo (en el sentido más abstracto y universal de la palabra) y la ideade derecho subjetivo; esta nueva concepción contribuyó de manera decisiva a fortalecer y legitimar las ideas emancipadoras respecto de las jerarquías y autoridades tradicionales. El individuo, al dejar de ser el súbdito del príncipe para volverse sujeto de derechos se perfiló desde entonces como el objeto central del ideal emancipador respecto del poder absoluto, así como de la concepción del derecho como “un sistema construido, un artefacto susceptible de verse completamente modificado en base a nuevos principios” (Halpérin, 1992, p.53). Durante el siglo XVIII, la temática de la reforma de la legislación y la de la codificación dejaron de ser preocupación exclusiva de los teóricos del derecho para volverse asunto central del programa político de los pensadores ilustrados; el voluntarismo que, según los iusnaturalistas, implicaba la idea de crear un nuevo derecho, se movió hacia el pensamiento político bajo la forma del constitucionalismo que, terminando con la idea de leyes fundamentales o de constitución histórica, se basaba en el poder constituyente como expresión de la voluntad política. Desde el punto de vista intelectual y cultural, el constitucionalismo y el ideal codificador fueron contemporáneos: constituyeron dos vertientes complementarias de un mismo movimiento de emancipación frente al poder absoluto, la potestad de los magistrados, lo que durante el Antiguo Régimen se denominaba jurisdicción. Los significados de jurisdicción en la larga duración histórica son mucho más complejos de lo que deja suponer el sentido actual de la palabra. Desde la Edad Media hasta finales del Antiguo Régimen, jurisdicción fue el término utilizado para significar el poder (que hoy en día llamamos) político, que fundamentalmente se definía como una potestad inseparable de la facultad de “declarar el derecho”. En la potestad no existía distinción entre la facultad de juzgar y la de gobernar (o “administrar”) o la de legislar; este poder incluía facultades coercitivas (imperium) (Costa, 1969, pp.95-181; Garriga yLorente, 2007, pp.59 y 65). La jurisdicción era una potestad a la cual en adelante se opuso el principio de la separación de los poderes (Clavero, 2007). Estamos hablando de dos postulados de una nueva concepción del derecho, de una nueva cultura jurídica según la cual la fuente exclusiva del derecho no podía ser otra que la ley escrita promulgada por un cuerpo legislativo representativo. Mientras la constitución era la encarnación del código político, las leyes, que se querían expuestas de manera clara y racional en códigos jurídicos y sancionadas por un poder específico -el legislativo- debían, con exclusión de cualquier otra fuente de derecho, regular la conducta de los individuos reunidos en sociedad y dictar sus sentencias a los jueces. Tal y como lo recordó Tau Anzoátegui con toda claridad, el ideal de las luces se difundió por las Américas mediante una “variada literatura jurídica”que se inspiró en “las obras de Montesquieu, Rousseau, Filangieri, Grocio y Pufendorf -por mencionar a algunos de los más representativos” (Tau Anzoátegui, 1977, pp.23-24).

2. El “giro jurídico” de la historiografía latinoamericanista1

La segunda razón que justifica la perspectiva adoptada aquí remite al movimiento historiográfico. Mientras ocurría la profunda renovación de la historia política surgió también una nueva historia del derecho que, basada en perspectivas antropológicas y críticas, proporciona hoy en día instrumentos para comprender mejor, por una parte, el orden jurídico e institucional de la Monarquía católica y, por otra parte, las especificidades de la producción constitucional de las revoluciones española e hispanoamericanas (Garriga y Lorente, 2007). Asimismo, sacó a la luz cómo coexistieron, no sin tensiones y contradicciones, el pluralismo jurídico heredado del Antiguo Régimen, supuesto reflejo del orden natural encarnado en el territorio, la familia y la desigualdad de condiciones entre los seres humanos, por una parte, y el legicentrismo, la centralidad de la ley ideada por el liberalismo naciente, focalizado en el individuo sujeto de derechos, por la otra (Lempérière, 2014a).

Esta corriente crítica de historia del derecho, especialmente bien representada por el grupo de investigación HICOES (Universidad Autónoma de Madrid),2 hasta ahora no deja de ser poco mencionada y utilizada por los historiadores latinoamericanistas -aunque su influencia vaya creciendo- a pesar de que sus avances teóricos y metodológicos rompieron completamente con la antigua historia institucional que durante décadas se impuso en las facultades de derecho tanto españolas como hispanoamericanas. Una de las razones de esta (relativa) invisibilidad es que, comparada con las ciencias sociales con las cuales los historiadores tienen un diálogo ya bien establecido, la historia del derecho (y la nueva no hace excepción) utiliza un lenguaje y moviliza conceptos y herramientas analíticas cuya tecnicidad bien puede desorientar a los historiadores, quienes en muchos casos -nosotros nos incluimos- carecen de cualquier iniciación al derecho como disciplina. Más aún, el tipo de razonamiento que moviliza y los objetos de estudio que privilegia parecen alejarla del mundo social que constituye, al contrario, la materia prima del trabajo de los historiadores. Como lo muestra R. Breña, es también cierto que la historia política no conoció una mejor suerte con cierto tipo de “populismo historiográfico” (Breña, 2012, p.64, nota20). Sin embargo, desafiando al perjuicio de larga data que es el de los historiadores desconfiados respecto del “mundo normativo” que conciben como ajeno al “mundo físico” y a los “hechos sociales”, la historia del derecho renovada nos invita a concebir “las leyes como hechos sociales” (Tau Anzoátegui, 1992b pp.3-5). Un hecho tanto social como político: si admitimos que el derecho expresa y formaliza relaciones de poder y que las normas cambian cuando esas relaciones se modifican, entonces el derecho, lejos de ser algo exterior a la sociedad, remite a y determina relaciones muy concretas dentro de ella (Costa, 1969, p.77). Tratándose del constitucionalismo y la separación de los poderes, de la concepción del derecho y la ley, de la administración de justicia o de la codificación, y demás realidades institucionales que son omnipresentes no sólo en la historia política sino también en la vida social del siglo XIX tales como los jurados (Clavero, 1997), los historiadores ganarían mucho aprovechando los recursos que les pueden proporcionar los saberes específicos de los juristas e historiadores del derecho. Si admitimos, por una parte, que en las sociedades occidentales el derecho es uno de los instrumentos del poder, y por otra parte que uno de los objetivos del liberalismo fue limitar el poder político para garantizar los derechos individuales, el hecho de estudiar el liberalismo en el espejo del derecho significa cuestionar una gama amplia de problemas sociales, políticos y jurídicos que van desde el concepto general de gobierno y gobernabilidad hasta las prácticas más cotidianas de los recintos parlamentarios, de las oficinas de la administración pública o de los tribunales de provincia, pasando por las relaciones entre ciudadanos y representantes de la autoridad y la manera como se concretizan -o no- los derechos individuales. Otros tantos problemas políticos que merecen ser vinculados, como lo hacen los mismos actores sociales, con hipótesis y datos de naturaleza jurídica, más aún si tomamos en cuenta cuan ilusoria se revela la historia social cuando pretende dar cuenta de los contextos de tensión y conflicto como si se tratara de interacciones puramente sociales, dejando de lado el marco jurídico e institucional dentro del cual se van desarrollando.

Explorar la manera como el liberalismo se vinculó con el derecho -entendido en su significado más amplio- en el contexto histórico de las independencias hispanoamericanas, debería permitir calificar de manera más precisa y sutil las peculiaridades que lo caracterizaron en su versión hispanoamericana.

II. “Revolución política sin revolución jurídica”

Mientras Kant pudo afirmar que la Revolución francesa fue al mismo tiempo un “advenimiento del derecho” (por la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano) y una “negación del derecho” (por el derrocamiento del Antiguo Régimen) (Halpérin, 1992, p.15), la historia crítica del derecho no formula la misma apreciación sobre las revoluciones hispanoamericanas de inicios del siglo XIX. Efectivamente, aun cuando algunos revolucionarios hispanoamericanos radicales propugnaron la completa destrucción del derecho vigente, al denunciar la incompatibilidad entre las normas del orden monárquico y los nuevos principios de libertad e igualdad, no ocurrió nada parecido a una revolución jurídica. Aunque en todos los territorios -incluso los que aceptaron la autoridad de las Cortes de Cádiz en 1810- fueron promulgadas leyes de carácter liberal tales como la de libertad de imprenta, esta nueva legislación tuvo más impacto como propaganda política que como derrocamiento del orden jurídico vigente (Tau Anzoátegui, 1977, pp.20-31). Como lo señala C. Garriga, no surgió ningún programa de derogación del derecho tradicional (Garriga, 2006, pp.33-77; Garriga, 2010b, pp.68-69)entre los diputados de las Cortes de Cádiz (Lorente y Portillo, 2012) o de los congresos hispanoamericanos, fuera antes o después de la proclamación de la independencia. Tau Anzoátegui señaló hace más de veinte años, hablando de cómo se transformó la noción de ley con el advenimiento del gobierno representativo, que esta “nueva construcciónno se levantó de modo súbito ni tampoco mediante una demolición del antiguo edificio, pese a las retumbantes voces políticas en este sentido” (Tau Anzoátegui, 1992b, p.64). Conviene tomarlo en cuenta para calificar de manera más apropiada la aparente moderación del liberalismo hispanoamericano, por una parte, y la conflictividad que provocó la aplicación de las constituciones y los problemas de gobernabilidad a los cuales se enfrentaron los gobiernos liberales.

Carlos Garriga (historiador del derecho) y AndréaSlemian (historiadora) reformularon el problema en estos términos: “as independênciasforamrevoluções políticas, mas não jurídicas” (Garriga ySlemian, 2013, p.187). Si tal es el caso y el nuevo orden político siguió apoyándose en el orden jurídico de la monarquía, ¿es apropiado calificarlo como liberal? La respuesta parece obvia si uno se limita a los principios proclamados en la mayoría de los reglamentos constitucionales y constituciones proclamadas en América hispánica a partir de 1811: gobierno representativo; establecimiento de tres poderes asumidos por instituciones distintas, el legislativo, el ejecutivo y el judicial; declaración de derechos civiles fundamentales (libertad, igualdad, propiedad, seguridad) y garantías para su cumplimiento; aparición de la figura del ciudadano y declaración de sus derechos y deberes políticos. Así dice, por ejemplo, la Constitución de Cundinamarca: “Los derechos del hombre en sociedad son la igualdad y libertad legales, la seguridad y la propiedad”(1811, art. 1, Tit. XII); o el Reglamento Provisorio para la Dirección y Administración del Estado de 1817, promulgado por el Congreso de Tucumán: “os derechos de los habitantes del Estado son la vida, la honra, la libertad, la igualdad, la propiedad y la seguridad”(art. 1, cap. 1).Asimismo, el “imperio de la ley” reivindicado en todas partes, el carácter obligatorio de la ley que se impone tanto a los gobernantes como a los gobernados, son rasgos de carácter liberal indiscutible.

Sin embargo, aquí se perfila un primer problema. ¿De qué ley se estaba hablando? En discursos oficiales y solemnes, o bien en contextos de agudo conflicto político, la ley de que se trataba remitía a la Constitución, suprema lex. Pero en muchos casos, cuando por ejemplo se aludía a la necesidad de castigar a los delincuentes o perturbadores del orden público, la idea de ley adquiría un sentido bastante borroso si se toma en cuenta el hecho de que los actores no la consideraban, como lo hacemos nosotros, desde un punto de vista legicentrista (la ley, discutida y adoptada por el poder legislativo, como única fuente de derecho) sino a partir de una concepción pluralista e historicista según la cual el derecho vigente, heredado de la tradición, provenía de una multitud de fuentes que abarcaban tanto el derecho canónico como el ius communey sus controversias (Halpérin, 2000) y el derecho consuetudinario local pasando por la jurisprudencia. Puede ser que la idea de “ley” remitiera, en la manera de ver de algunos publicistas y políticos, exclusivamente a la legislación republicana producida por la representación nacional. Sin embargo, tanto para la mayoría de los ciudadanos como para los juristas y jueces, el imperio de la ley se entendía como la posibilidad de hacer uso, entre las múltiples soluciones jurídicas disponibles, de las que se adaptaran mejor al caso: el estatuto de las personas, las circunstancias, y por supuesto los intereses, determinaban cuál era la ley -en otras palabras, en esta cultura jurídica, la ley no determinaba la sentencia sino que la sentencia declaraba cuál era la ley.

Efectivamente, el hecho de que el derecho heredado quedara vigente, junto con una cultura jurídica y una concepción del derecho, determinó tanto la función de los jueces como los usos que los actores sociales y políticos hicieron de las leyes y de las constituciones. No sólo los jueces, según una práctica multisecular, componían el derecho al buscar para cada caso la fórmula jurídica más apropiada; la jurisprudencia (tanto de la doctrina como de la práctica) siguió orientando la lectura de las leyes aunque estas fueran republicanas. Lo que dicen al respecto los historiadores del derecho es que, en ausencia de códigos de leyes, o sea antes de la era de la codificación, el derecho en Hispanoamérica no fue un “derecho de leyes” sino un “derecho de jueces”. El juez no se limitaba a cumplir el papel de “boca de la ley” (la figura que corresponde a una concepción legalista del derecho), sino que “declaraba el derecho” (juris-dicción). Formulándolo de otra manera: mientras en un constitucionalismo legicentrista la ley es la que determina el derecho, en el constitucionalismo jurisdiccional hispanoamericano (Garriga y Lorente, 2007; Lorente, 2010, pp.12-13)lo que regía era la casuística (Tau Anzoátegui, 1992a)-a menos que el poder legislativo derogara las normas existentes de manera explícita-.

Tal es una de las dimensiones de la ausencia de “revolución jurídica” señalada en varias ocasiones por Carlos Garriga. ¿Se puede, por lo tanto, concluir que el liberalismo político tuvo que enfrentarse a obstáculos insuperables, opuestos tanto a la puesta en marcha de las nuevas libertades nacidas del derecho natural moderno como a la afirmación de la voluntad política de los gobiernos independientes? Por cierto, “a ordem jurídica tradicional era, em si mesma, constitutivamente limitativa de capacidade de disposição política” (Garriga ySlemian, 2013, p.191). Sin embargo, al menos que renunciemos a la idea misma de revolución para la década de 1810, compartiendo la ironía de Laureano Vallenilla Lanz cuando hablaba de las “constituciones de papel” (Thibaud, 2015a, p.151) ¿Acaso convendría enunciar el problema de otra manera, con la hipótesis de que reconocer de manera explícita la validez de la cultura jurídica y del derecho heredado no fue síntoma de inercia frente a la tradición, sino expresión de una voluntad política contradictoria, o sea, que consintió autolimitarse?

Un rasgo específico del liberalismo hispanoamericano de la primera mitad del siglo XIX sugiere que así fue. En todos los antiguos territorios españoles de América, en contradicción con la declaración de la libertad como uno de los “derechos naturales” del “hombre en sociedad”, las constituciones declararon al catolicismo religión del Estado y de la nación con exclusión de cualquier otra. Los mismos reformistas gaditanos, que se autodenominaron liberales, asumieron sin restricción la contradicción con los mismos principios liberales que suponía la “asimilación entre nación, religión e Iglesia” (Lorente y Portillo, 2012, p.172). Hispanoamérica se separó de la Monarquía católica para volverse un conjunto de repúblicas católicas en las cuales la catolicidad se volvió condición sine qua non de la ciudadanía. Ahora bien, catolicidad y derecho objetivo -este derecho heredado/prorrogado- eran indisociables, entre otras razones porque el derecho seguía siendo considerado expresión del orden natural: este concepto tiene que entenderse en su significación más bíblica -el orden de la Creación- (Lempérière, 2014a) por un lado, pero también como encarnado en la existencia muy concreta de las comunidades naturales -la familia, la comunidad local, fuera ésta parroquia, pueblo, o ciudad con sus respectivos territorios-, por otro lado. La familia y la comunidad local estaban vinculadas tanto al orden jurídico tradicional como al nuevo orden político. O, según la elocuente formulación de Marta Lorente, “los pueblos juraron la Constitución reunidos en las iglesias” (Lorente, 2010, p.32).

Mientras la ciudadanía fue en todas partes identificada y, de hecho, limitada al respetable paterfamilias arraigado en un pueblo -el vecino del Antiguo Régimen- (Guerra, 1999), la familia como institución siguió regulándose principalmente en base al derecho canónico. En cuanto a las comunidades locales, los trabajos de Antonio Annino, hablando de México y de los Andes, muestran hasta qué punto salieron fortalecidas de las revoluciones (Annino, 2014, p.429): desde un punto de vista cuantitativo, mediante la emancipación de los pueblos subalternos respecto de sus cabeceras, origen de una “eclosión municipal” que fue al mismo tiempo conquistada por los mismos pueblos y promovida tanto por los liberales gaditanos -quienes la “consideraron fundamental para la ‘regeneración’ de la monarquía” (Annino, 2014, p.427)- como por los republicanos hispanoamericanos, como garantía de no retorno del despotismo ; y cualitativo, porque la libertad municipal se entendió ante todo como autonomía jurisdiccional de un territorio, desde el momento en que los alcaldes ordinarios de los ayuntamientos siguieron asumiendo el papel de jueces (Morell Ocaña, 2003; Lorente, 2010, pp.45-69; Portillo, 2016; Vallejo Flores, 2017), lo cual consolidó la identificación entre política, por un lado, y derecho y justicia, por otro.

La multiplicación del número de pueblos, que mediante este proceso se volvieron actores políticos colectivos y territorializados, produjo simultáneamente la ampliación de la ciudadanía y su arraigo al nivel local. Los espacios del Cono Sur, pampas del Río de la Plata y llanuras chilenas en las que las ciudades y pueblos eran mucho menos numerosos que en Mesoamérica y los Andes, y entre los cuales casi no se encontraban pueblos amerindios con tierras colectivas, tampoco se quedaron apartados de esta dinámica (Verdo, 2018). En Chile, la caída del Director Supremo Bernardo O’Higgins en 1823 fue caracterizada por la movilización de los pueblos del norte y del sur del Valle central mediante pronunciamientos (Thibaud, 2006; Calderón, 2017) y la dinámica de la emancipación local se manifestó en los años siguientes por la aparición de un federalismo que, en sus bases, no tenía mucha diferencia con el federalismo mexicano de la misma época (Lempérière, 2017, pp.40-42).

Ahora bien, todas las constituciones hispanoamericanas, a diferencia de la Constitución de Cádiz, enunciaron desde el inicio de la revolución “derechos del hombre”, derechos civiles individuales, entre ellos, el deigualdad. ¿El iusnaturalismo moderno quedaría en letra muerta mientras triunfara, enbeneficio exclusivo de los pueblos y de los patricios el iusnaturalismo católico (Annino, 2014, pp.415 y ss.) politizado por la revolución? ¿Ya no sería más la joya filosófica e ilustrada del constitucionalismo? Como lo mostró muy bien Clément Thibaud, evocando el espacio caribeño de Nueva Granada y Venezuela, a finales del siglo XVIII fueron estrategias individuales (entre ellas el alistamiento en las milicias) y “lógicas de promoción del estatuto” las que permitieron a individuos de la “gente de color” acceder a la dignidad de vecino, siendo tal acceso un “privilegio”, “un elemento fundamental en las estrategias dedicadas a esquivar el estigma racial” (Thibaud, 2015b, pp.12-13). Ahora bien, en 1811

El Congreso constituyente de Venezuela decidió borrar la indignidad de los Pardos e incluirlos con pleno derecho en una ciudadanía que era también un honor, igualándolos a los Blancos. Pasó lo mismo con los Indios, y todas las constituciones que florecieron en la región entre 1811 y 1815 declararon la igualdad de todas las antiguas ‘clases’ racializadas. (Thibaud, 2015b, p.15)

Por cierto, volvemos a encontrar en la formulación del principio de igualdad ideas que remitían a la comunidad natural ya mencionada, así por ejemplo cuando las instrucciones electorales formuladas en 1810 por la Junta de Cartagena llamaban al sufragio a “todos los vecinos de los distritos de las parroquias, blancos, indios, mestizos, mulatos, zambos y negros, con tal que [fueran] padres de familia, o [tuvieran] casa poblada y que [vivieran] de su trabajo” (Lasso, 2013, p.363); pero, tal como intenta mostrarlo Marixa Lasso, fueron alianzas concretas entre criollos revolucionarios y gente de color las que produjeron las dinámicas sociales y políticas que desembocaron en la constitucionalización de la igualdad civil sin distinción de “raza” (Lasso, 2013, pp.363-367). Las guerras civiles entre patriotas y realistas movilizaron en los dos bandos a indios y gente de color por millares; después de la independencia, los conflictos políticos armados entre republicanos contribuyeron a arraigar en la sociedad el principio constitucional de igualdad civil y acceso a la ciudadanía activa. La declaración de la igualdad abrió “una brecha entre el orden legal y el orden social” (Thibaud,2015a, p.151). De ahora en adelante los prejuicios de color no remitirían al orden jurídico vigente sino a la cultura social. Según Lasso, “la evidencia de la participación política popular moderna cuestiona el caracterizar a las sociedades latinoamericanas de tradicionales, y a su modernidad política de superficial y cosmética” (Lasso, 2013, p.373). Puede ser que esta evidencia sea, historiográficamente hablando, muy optimista, sin embargo, tendríamos que admitir que, en paralelo a la emancipación lograda bajo la forma de la autonomía local, territorial y jurisdiccional de los pueblos, las revoluciones produjeron la posibilidad de una forma alternativa de emancipación, la de los individuos anteriormente estigmatizados a raíz de su origen (su “raza”). Sin embargo, esta emancipación relacionada con los derechos individuales, en la medida en que quedó grabada en el orden natural, remitía a los sujetos a su estatus de paterfamilias, vecino de un pueblo: un ciudadano (sea cual fuera su “color”) territorializado y cabeza de familia.

Por lo tanto, y mientras numerosas constituciones mencionabanlos derechos como propios del “hombre en sociedad” ¿qué pasó con el individuo stricto sensuy sus derechos civiles (Clavero, 2013, pp.242-253)? Para decirlo de otra forma: en el dispositivo jurídico-político nacido de las revoluciones ¿podía un individuo verse dotado de derechos civiles si no gozaba primero de la calidad de ciudadano-paterfamilias? Al comentar el artículo 1° de la ley electoral española de 1873 (“Son electores todos los españoles que se hallen en el pleno goce de sus derechos civiles, y los hijos de estos que sean mayores de 21 años”), Jesús Vallejo (2010, p.187) señala que, según esa formulación,

El español que se hallaba en pleno goce de sus derechos civiles no era, sin más, el mayor de edad, sino el padre de familia […] Si lo era el padre de familia, esto es, si la posición de titular pleno de derechos civiles dependía de la de ser cabeza del cuerpo familiar, he aquí ya perdida la individualidad de la persona civil. (pp.187-188)

A pesar de la distancia temporal y de las diferencias de contexto que distinguen el “sexenio revolucionario” español de los inicios del constitucionalismo hispanoamericano, se puede observar una evidente similitud en términos de concepción de los derechos civiles, que remite a bases culturales, tanto religiosas como jurídicas, compartidas. Estamos frente a una explícita inversión de la lógica propia del iusnaturalismo moderno, según la cual los derechos del hombre, fuente de los derechos civiles, se libraban de todo tipo de jerarquía social o jurídica, eran anteriores y superiores tanto al derecho vigente como a los derechos adquiridos a título de “privilegios”. Así lo confirma el estudio dedicado por Alejandro Agüero a la justicia penal en la provincia de Córdoba (Río de la Plata) entre finales del siglo XVIII y mediados del XIX, donde el autor articula de manera sutil datos sociales muy precisos con el análisis del marco constitucional y legal y con las argumentaciones jurídicas de los actores de la administración de justicia. Se puede observar la confrontación entre el mundo de la “mayor y saniorpars” de la ciudad y del campo, y el de los “vagos”, de los “indios, mestizos, negros y mulatos a los que calificaban como gente tan depravada (…); el de “quienes se veían marginados de las estructuras domésticas tradicionales(sin pueblos, lejos de la Justica, y de los Curas, como diría el primer gobernador intendente)”, de la “plebe y gente vil” (Agüero, 2010, pp.273 y 275).

Al mismo tiempo, Agüerodemuestra que una perspectiva exclusivamente socialno puede por sí sola dar cuenta del carácter implacable de la “justicia expeditiva” que practicaban los primeros en contra de los segundos, y por qué razones los derechos individuales y sus garantías formulados en la Constitución de Córdoba de 1821 sólo podían quedar en letra muerta. Aunque esté muy claro que los intereses sociales de los ciudadanos-propietarios se satisfacían de las drásticas disposiciones legales aplicadas a los delincuentes, la “configuración doméstica” tanto de las figuras de jueces como de los procedimientos judiciales expeditivos del mundo rural y del castigo (penas de azote en la mayoría de los casos) no sólo derivaban de las prácticas ya establecidas a finales de la época colonial, sino también y sobre todo de la creencia invariable en “un orden social ya constituido” (Agüero, 2010, pp.286-289) en el cual no se podía admitir cualquier otra forma de existencia social que no fuera la del paterfamilias arraigado y propietario. En estas condiciones, las declaraciones construidas bajo el amparo “del lenguaje de los derechos individuales, del principio de legalidad y de la división de poderes” sólo podían quedar en letra muerta, dentro de “un sistema en el que nada de lo que se preveía para garantizar tales derechos llegaría, jamás, a funcionar” (Agüero, 2010, p.286).

Llegados a este punto podemos advertir que el iusnaturalismo moderno, aun formalmente constitucionalizado, se borró en provecho de la consolidación -sin duda voluntarista- del derecho y de la cultura jurídica tradicional, y que en definitiva el derecho objetivo limitó de manera singular el goce de los derechos subjetivos. Otro artículo de Agüero muestra como las referencias a Montesquieu, a las declaraciones francesas de los derechos del hombre de 1789 y 1793, o a Thomas Paine, fueron instrumentalizadas de manera deliberada por el cabildo de Córdoba, en 1814, para reafirmar sus “privilegios corporativos” y su autonomía jurisdiccional frente al gobierno de Buenos Aires, mientras que “las autoridades [jurisprudenciales] determinantes para el caso seguían siendo los tratadistas castellanos como Hevia Bolaños, Castillo de Bobadilla y Fernández de Otero”, en otras palabras el “bagaje de doctrina tradicional” (Agüero, 2016, pp.13-14).Citando a ZorraquínBecú en referencia a la apropiación de la idea de libertad por parte de las capitales de provincia que “en vez de acordársela al individuo,se apoderaron del término que fue así sinónimo de independencia”, y de la idea de igualdad que “no fue aplicada al hombre, sino a los grupos que formaban la república” (citado en Agüero, 2016, pp. 14-15), Agüeromuestra cómo “la antigua noción colectiva de libertad fue resignificada en un concepto de ‘derechos de los pueblos’”, alterando de manera radical su significación iusnaturalista al interpretarla como “capacidad colectiva de autogobierno”. Asociar los derechos del hombre a los privilegios del cabildo local equivalía a “anclarlos al orden de la naturaleza” (Agüero, 2016, pp.14-15), un orden que tiene que entenderse en su sentido más iuscatólico.

III. Liberalismo jurisdiccional vs. liberalismo autoritario

En la asombrosa variedad de nuestras transformaciones políticas, nosotros hemos tenido sucesivamente juntas, congresos, división de poderes, constituciones, y toda la barahunda de disposiciones relativas a un gobierno representativo y popular; pero nada menos hemos sabido que gobernar bien

(Discurso sobre la insurrección de América, Lima, 1813 citado en Lorente, 2012, p.339)

Para un “jurista positivista que sólo define el derecho en relación con la voluntad del Estado que lo produce de manera continua”, “el derecho es la expresión de la voluntad del Estado” (Maulin, 2002,§4), y

(…) el derecho positivo deja simplemente de ser derecho cuando deja de estar en contacto con la voluntad del Estado. El derecho del pasado, el derecho derogado, el derecho caduco, el derecho que dejó de ser irisado por la voluntad del Estado, ya deja de ser derecho, o sea, pierde esta autoridad que caracteriza su fuerza obligatoria bajo la amenaza de coacción en la ejecución por una autoridad estatal. Dejó de ser expresión de la potestad pública [subrayado en el original]. (Maulin, 2002, §4)

Según el jurista positivista Carré de Malberg citado por Maulin, “el derecho constitucional de la Revolución francesa no sólo es el fundamento del orden jurídico francés, sino también la raíz del Estado moderno” (Maulin, 2002, §6). La mención de Carré de Malberg nos sirve para señalar, si fuera todavía necesario, la distancia que separa a los gobiernos hispanoamericanos recién independizados del Estado moderno en los trajes del cual la historia política e institucional tradicional los disfrazó con tanta obstinación. El deslizamiento que se operó en las páginas anteriores desde los derechos del hombre hacia los derechos de los pueblos, partiendo de la constatación que los derechos subjetivos del iusnaturalismo moderno, aun constitucionalizados, no lograron imponerse sobre el derecho objetivo propio del orden jurídico (con sus fundamentos culturales) asumido por las revoluciones hispanoamericanas, nos lleva de manera lógica a plantear el problema del poder político concebido como poderes públicos. ¿Acaso los principios liberales sostuvieron más firmemente la organización de los poderes y de las instituciones de gobierno que las garantías a los derechos individuales? ¿O más bien el Estado, tal como el individualismo abstracto del iusnaturalismo moderno, se borró frente a la potencia de la cultura jurisdiccional heredada? Asimismo ¿es adecuado recurrir al concepto de Estado, sea como instrumento de análisis, objeto historiográfico o encarnación del poder, el Estado en su significación moderna de potestad pública (Lempérière, 2014b), cuando el concepto de individuo parece que no puede conceptualizar de manera adecuada el sujeto de derechos que surgió de la revolución política?

Por cierto, en los orígenes del constitucionalismo -tanto en Europa como en América hispánica-se afirmó la idea de terminar con el absolutismo, el despotismo, la arbitrariedad del Antiguo Régimen, dividiendo y limitando el poder por la separación de los poderes y por la declaración de los derechos individuales.Sin embargo, como lo señala Jeremy Waldron respecto de un contexto muy distinto, las cuestiones propiamente institucionales no se quedaron a distancia de los principios políticos y morales que enunciaron pensadores como Locke o Montesquieu, Sieyés o Bentham. En otras palabras, una constitución no sirve sólo para limitar el poder sino, también y tal vez principalmente, para constituirlo (Waldron, 2016, pp.30-36). Ahora bien, uno de los rasgos específicos de los regímenes políticos que nacieron de las revoluciones hispanoamericanas radica en su abrumadora debilidad institucional. Esta fue más a menudo atribuida a la famosa inestabilidad política por la historiografía tradicional, que no cuestionó el hecho de que esta inestabilidad bien pudiera haber sido no tanto la consecuencia de conflictos por el poder como la manifestación de las tensiones y contradicciones del orden -o desorden- jurídico y constitucional vigente, el mismo que fuera la fuente de la conflictividad política. Mientras los gobiernos independientes, como vimos, prorrogaron el orden jurídico antiguo, asumieron y reactualizaron en el propio orden constitucional mecanismos de control del ejercicio del poder heredados de la monarquía. El “liberalismo jurisdiccional” del título se hace eco de la fórmula “constitucionalismo jurisdiccional” que, forjada por los historiadores del derecho para describir la Constitución de Cádiz (Garriga y Lorente, 2007), se adecua también a las constituciones hispanoamericanas de la primera mitad del siglo XIX. El repertorio semántico de la idea de jurisdicción durante el Antiguo Régimen fue mucho más complejo de lo que deja suponer el sentido actual de la palabra. Desde la Edad Media hasta finales del Antiguo Régimen,jurisdicción es el término que sirve para nombrar el poder, que se define fundamentalmente como potestad, un poder indisociable de la facultad de “declarar el derecho”. En la potestadno se distingue la facultad de juzgar de la de gobernar (o administrar), tampoco de la de legislar, y viene con facultades coercitivas (imperium) (Costa, 1969, pp.95-181). “Poder jurisdiccional” -única forma de poder durante el Antiguo Régimen- significa que “el poder político se manifiesta como lectura y declaración de un orden jurídico asumido como ya existente y que debe ser mantenido” (Garriga, 2007, p.59) mediante su interpretación y la adaptación casuística de las sentencias o de las leyes; por esa razón, según Carlos Garriga (2007)se puede afirmar que “el derecho cumplía una función constitucional en el Antiguo Régimen”(p.65).

La ideade constitucionalismo (o liberalismo) jurisdiccional remite en primera instancia a una concepción y mecánica de los poderes constituidos que restringe su capacidad para decidir y actuar como actores políticos (o, en el caso de los “empleados públicos”, administrativos) al ponerlos, a nombre de la inviolabilidad de la Constitución, a veces bajo la amenaza, a veces en el ejercicio de una jurisdicción de “control de constitucionalidad”. Por un lado, este control se aplica no sobre las leyes votadas por el poder legislativo sino sobre la conducta y la acción de los agentes del poder ejecutivo y, en la mayoría de las constituciones, del mismo Ejecutivo; por otro lado, no se encomienda a una jurisdicción ad hoc -por ejemplo la Suprema Corte de justicia- sino a las dos cámaras del poder legislativo. Los historiadores del derecho, al estudiar la ausencia de separación entre “justicia” y “gobierno” y los mecanismos de recurso en contra de los jueces o de la decisión de cualquier autoridad (Garriga, 2009),o el juicio de residencia, es decir el control jurisdiccional que se aplicaba a las conductas públicas y privadas de las autoridades reales cuando se ponía fin a sus funciones (Lorente, 2012), pusieron de relieve la apropiación y reformulación de formas tradicionales de control del ejercicio del poder y de la autoridad, mediante la constitucionalización del principio de responsabilidad de los empleados públicos. El caso de la Constitución chilena de1828permite medir el alcance institucional de esta disposición: la “responsabilidad” está enunciada implícita o explícitamente en los artículos 86 (responsabilidad de los ministros respecto de los decretos firmados de su mano); 92 (id. de la Comisión permanente del Congreso); 131 (id. del poder ejecutivo); 128 (“Todo funcionario público está sujeto a juicio de residencia”); 130 (“Todo funcionario público sin excepción de clase alguna, antes de tomar posesión de su destino, prestará juramento de guardar esta Constitución”); 131 (“El Congreso, en virtud de sus atribuciones, dictará todas las leyes y decretos que crea convenientes, a fin de que se haga efectiva la responsabilidad de los que la quebranten [la Constitución]”). Entre las “atribuciones exclusivas de la Cámara de Diputados” (art. 47), la más importante consistía en

2°. Conocer a petición de parte, o proposición de alguno de sus miembros, sobre las acusaciones contra el Presidente y Vice Presidente de la República, Ministros, miembros de ambas Cámaras y de la Corte Suprema de justicia, por delitos de traición, malversación de fondos públicos, infracción de la Constitución, y violación de los derechos individuales; declarar si hay lugar a la formación de causa, y en caso de haberlo, formalizar la acusación ante el Senado.

Por consiguiente, según el artículo 48,“Es atribución exclusiva del Senado: Abrir juicio público de los acusados por la Cámara de Diputados, y pronunciar sentencia con la concurrencia, a lo menos, de las dos terceras partes de votos”.

Varios datos se desprenden de estas disposiciones constitucionales. Primero, la ausencia de acusación en contra de un empleado público mientras estuvo cumpliendo sus funciones no lo eximía del antiguo “juicio de residencia” (Lorente, 2012, p.354) que descansaba en el binomio “denuncia de agravios / reparación de los mismos” (Lorente, 2012, p.347). Además, la responsabilidad de los empleados era estrictamente personal, lo que implicaba que todos sus actos, públicos y privados, pudieran ser denunciados delante de la cámara de diputados (Lorente, 2012, p.352),mientras que no podían defenderse acudiendo a las órdenes que les hubieran dado sus superiores. Finalmente, se puede señalar que mientras la cámara de diputados tenía por sí misma capacidad de poner en marcha el procedimiento de exigencia de responsabilidad, esta posibilidad estaba abierta también a una amplia gama de demandantes (“a petición de parte”), fueran estos particulares, autoridades o empleados en conflicto, o corporaciones. Con la idea de garantizar, a través del respeto a la constitución, el derecho de los individuos a denunciar los abusos del poder, el principio de responsabilidad de los empleados públicos terminó siendo devastador: 1° desde el punto de vista de los márgenes de maniobra de los poderes públicos en el marco de la constitución; 2° del punto de vista de la división y equilibrio de los poderes.

1° Los mecanismos previstos para hacer aplicar la constitución implicaban una manipulación jurisprudencial de la misma, porque la exponían a ser interpretada por una multitud de actores desde el momento en que estos decidieran denunciar sus supuestas violaciones por parte de los empleados públicos (Calderón, 2014). Bajo el pretexto de control de constitucionalidad, el principio de responsabilidad de los empleados públicos abría la puerta a una conflictividad política endémica y exponencial: así lo ilustra el caso, ejemplar aunque extremo, de la crisis de la Gran Colombia cuyo proceso de disolución política se inició, como lo demostró María Teresa Calderón, con un procedimiento de exigencia de responsabilidad en contra del general Páez, en 1826, en el departamento de Venezuela (Calderón, 2017, pp.119-176). Pero el principio de responsabilidad personal de los empleados no afectó sólo la estabilidad política, sino también complicó la consolidación institucional, empezando por la del poder ejecutivo: volvió impracticable la creación de cualquier “jerarquía administrativa” (Lorente y Vallejo, 2012, p.357),dado que cualquier empleado, obligado a dar cuenta de sus actos personalmente, estaba en condición de negarse a obedecer las órdenes recibidas siempre que las considerara contrarias a la Constitución. De este modo el poder ejecutivo se encontraba despojado de cualquier control efectivo sobre la actividad de sus propios agentes. El principio de responsabilidad era capaz de bloquear la voluntad política de los titulares del poder ejecutivo (presidente y ministros) puesto que ellos mismos se encontraban sometidos a la exigencia de responsabilidad.

Desde este punto de vista, dicen mucho las reformas que se hicieron en la Constitución de la República chilena, jurada y promulgada el 25 de mayo de 1833 (Lempérière, 2017, pp.42-47), dictadas con la voluntad de reforzar las atribuciones y la autoridad del presidente de la república y del Ejecutivo en general. Entre ellas aparecieron en primer plano las disposiciones respecto del principio de responsabilidad y el papel atribuido al Congreso en el mecanismo jurisdiccional. Lo más decisivo fue sin duda que el presidente de la república no sólo estuviera exonerado de cualquier “responsabilidad”, sino que viera su misión y sus funciones definidas en términos mucho más precisos que en cualquier otra constitución hispanoamericana de la época:

Administra el Estado y es el jefe supremo de la Nación (art. 59°)

Al Presidente de la República está confiada la administración y gobierno del Estado; y su autoridad se extiende a todo cuanto tiene por objeto la conservación del orden público en el interior, y la seguridad exterior de la República, guardando y haciendo guardar la Constitución y las leyes. (art. 81°)

En cuanto al principio de responsabilidad, se veía al mismo tiempo renovado, precisado y limitado respecto de las disposiciones de 1828. El artículo 38° asignaba a la Cámara de diputados la iniciativa para formular una acusación en contra de funcionarios públicos cuya lista era, además, especificada, y presentarla al Senado para que dictara la sentencia. Pero los artículos 92° a 98°, que se referían a los procedimientos que debía seguir la Cámara cuando se tratara de la responsabilidad de los ministros del gobierno, limitaban considerablemente su margen de acción al multiplicar los obstáculos para la concretización de la acusación. Finalmente, el artículo 99°, si bien permitía a “cualquier individuo particular”acusar a un ministro, confiaba la denuncia al examen del Senado, único habilitado para decidir si había causa o no. La reforma constitucional chilena, que también hacía del intendente de provincia “el agente natural e inmediato” y el ejecutor de “las órdenes e instrucciones del Presidente de la República” (art. 116°), demuestra que, sin romper abiertamente con la tradición jurisdiccional, un reparto más equilibrado de los poderes y una exigencia de responsabilidad más favorable al ejercicio efectivo del poder ejecutivo se podían pensar durante los años 1830. Sin embargo, como veremos más adelante, otras disposiciones constitucionales, así como el uso sin restricción de la fuerza pública y de poderes de excepción en contra de los opositores al régimen de 1833, evidenciaron el hecho de que el fortalecimiento del Ejecutivo, al violentar la cultura jurídico-política vigente -sobre todo entre los liberales opositores- tuvo que imponerse mediante una mano de hierro.

2° La Constitución chilena de 1833 quedó como lo que era, una excepción. La separación de los poderes en todas las constituciones de la primera mitad del siglo XIX, así como las prácticas que desarrollaron los poderes constituidos, sin hablar de la legislación (o escasez de la legislación) de las asambleas, revelan interpretaciones jurisdiccionales del principio de “división de los poderes”, así como la reconducción de poderes de índole jurisdiccional a nivel provincial y local en lugar de funciones simple y llanamente administrativas. El antiabsolutismo, luego el rechazo de la monarquía y el principio de soberanía del pueblo materializado por el sufragio y la elección de representantes, tuvieron una traducción constitucional en la amplitud y diversidad de las atribuciones del Congreso, especialmente de la Cámara de Diputados. Si bien es inútil exponerlas en detalle, en cambio debe señalarse que la cultura jurisdiccional no sólo empujó a una gran diversidad de actores -ciudadanos, corporaciones, procuradores, empleados públicos- a presentar peticiones y demandas frente a las cámaras legislativas, sino que impulsó a estas últimas a tomarlas en cuenta de manera sistemática.El fenómeno ha sido bien identificado por M. Lorente y J. Vallejo tratándose de las Cortes de Cádiz:

[…] las mismas Cortes destinaron el grueso de su actividad a responder consultas, demandas de justicia y peticiones de gracia procedentes de instituciones, corporaciones e individuos, reproduciendo con ello una lógica tendencialmente jurisdiccional similar a la propia de las antiguas instituciones de la Monarquía. (Lorente y Vallejo, 2012, p.356)

Tres casos de recursos al congreso estudiados por Andrés Lira en el contexto de la federación mexicana de los años 1820 a 1835 ejemplifican no sólo la diversidad de los demandantes (órdenes religiosas, cabildo municipal o eclesiástico, gobernador de estado, abogados en el papel de expertos o defensores) y la variedad de las fuentes argumentativas de los abogados para defender los derechos de las partes (desde las Sagradas Escrituras hasta el discurso de un diputado en las Cortes de Cádiz, pasando por reales cédulas de la época de Carlos IV), sino también los rasgos casuísticos de los decretos del poder legislativo, trátese de la expropiación de los bienes de una u otra capellanía, o aún más sorprendente, de una ley del Congreso nacional de 1833 que, condenando a seis años de destierro a unos 51 sujetos con nombre y apellido, señalaba que la misma pena se aplicaría a todos los que se encontraran “en el mismo caso”sin más precisión (Lira, 2012, pp.153-182). Los Congresos, sobre todo las Cámaras de Diputados, repartían el tiempo de sus sesiones entre la discusión de proyectos de leyes y decretos, y la vocación jurisdiccional a la cual no parecían dispuestos a renunciar, aun cuando las peticiones bien pudieran haber sido presentadas por los demandantes a las instituciones judiciales; de esta manera el Congreso asumía un papel de “juez-legislador” (Lira, 2012, p.174). La trama casuística de los debates parlamentarios resulta de la cultura jurídica vigente, que a su vez puede explicar la muy modesta productividad legislativa de las asambleas representativas de aquella época.

En efecto, los nuevos regímenes republicanos por lo general derogaron caso por caso el corpus jurídico plural que estaba en vigor antes de las revoluciones. Tratándose de las instituciones públicas, y tomando en cuenta los usos muy diversos de la palabra “ley” durante el siglo XVIII (Tau Anzoátegui, 1992b,p.33), quedaron en vigor las “leyes” de los reyes de España, empezando por las grandes ordenanzas de la era de las reformas borbónicas, que siguieron rigiendo, con o sin cambios superficiales, el “régimen interior” de los nuevos Estados (Ordenanza de Intendentes), el ejército y las milicias, las oficinas de Hacienda y las Aduanas. No sólo los Congresos no derogaron (o muy modestamente) las leyes antiguas, sino que las prorrogaron de manera explícita mediante decretos que especificaban qué disposiciones se modificaban y cuáles quedaban vigentes sin alteración. Así por ejemplo, la Ordenanza de Intendentes fue reformada de manera parcial en 1818 en Chile por el nuevo gobierno independiente, bajo la autoridad de Bernardo O’Higgins, y sin que existiera una asamblea representativa. El dispositivo jurisdiccional del poder se perpetuó en todos los niveles de la gobernación territorial. En el caso de Chile, por ejemplo, en los años 1820 los intendentes de provincia conservaron la plenitud de sus funciones de tiempos de la monarquía, como bien dice la ley del 12 de octubre de 1826: “2°. Estos majistrados [sic] arreglarán su conducta a las leyes existentes o que en adelante se dictaren” (Anguita, 1902,p.174). Nótese la calificación como magistrado. En el caso chileno, las cosas cambiaron sólo de manera parcial con la gran ley orgánica de 1844 sobre el “régimen interior” (Lempérière, 2017, p.53) que, sin derogar explícitamente la Ordenanza de Intendentes, enunció una “disposición general” según la cual “quedan derogadas todas las leyes, ordenanzas, reglamentos i decretos que fueren contrarios o en alguna manera estuvieren en oposición con lo dispuesto en cualquiera de los articulos que componen la presente lei [sic]”(Anguita, 1902, p.435). Numerosos artículos de esta ley ponían fin, sin ambigüedad, a la porosidad entre contencioso y gubernativo que había caracterizado la gestión pública durante el Antiguo Régimen (Garriga Acosta, 2009). La ley le quitaba al intendente cualquier poder jurisdiccional, como lo muestra el art. 29°:

El intendente debe oir y decidir, procediendo gubernativamente [subrayado por nosotros], las quejas o reclamaciones que se hicieren ante él por injurias o agravios que hubiese inferido un Gobernador en el ejercicio de sus funciones administrativas, a fin de amonestarlo, apercibirlo, dar cuenta de su mal proceder al supremo Gobierno, remediar el mal i aun proponer su remoción si la creyere necesaria […]. (Anguita, 1902, pp.418-419)

De la misma manera, mientras los art. 42° a 55°, y 57° a 82° detallaban con extrema minuciosidad las funciones de administración y policía del intendente, el art. 56° le imponía

Evitar toda injerencia de su parte i de la de todos los funcionarios que dependen de él, en lo que corresponde a las atribuciones esclusivas del Poder Judicial, sin que ninguno de ellos ni dicho jefe puedan conocer en negocios contenciosos […]. (Anguita, 1902, pp.421-422)

Por su parte el gobernador de departamento, cuyas funciones de policía podían conducirlo a imponer multas o a encarcelar a los delincuentes, “procederá gubernativamente, sin figura de contienda ni juicio” (art. 106-4°)(Anguita, 1902, p. 428). Ahora bien, en los niveles más bajos de la subdelegación y del distrito, quienes asumían la representación de la autoridad del Ejecutivo, los subdelegados y los inspectores, funciones definidas como “empleos honoríficos i cargas concejiles que se servirán gratuitamente” (art. 14°) (Anguita, 1902, p.417), sobrevivió la antigua jurisdicción en el sentido de que perduraron sus funciones propiamente judiciales tal como habían sido establecidas durante los años 1820, paralelamente a una multitud de funciones propiamente administrativas (Billot, 2019, p.30). Pero nuevamente aquí la especificidad del caso chileno a partir de los años 1830 se encuentra en la intimación hecha a los subdelegados e inspectores de ejecutar sin ninguna discusión las órdenes recibidas de sus superiores inmediatos: al neutralizar la conflictividad entre empleados públicos que derivaba del principio de responsabilidad, se trataba de crear una jerarquía administrativa a la cabeza de la cual, como lo recuerda la ley de 1844 en múltiples ocasiones, se encontraba el jefe del Executivo, precisamente porque la Constitución lo declaraba exento de cualquier “responsabilidad”.

Las especificidades socioculturales de Chile pueden explicar al contrario porqué, en todo el resto de Hispanoamérica, la conflictividad política y la debilidad de las instituciones estatales no fueron más que el Janus de un problema de doble cara: por una parte, la prevalencia de la cultura y de las prácticas jurisdiccionales por encima del principio de separación de los poderes, principio que normalmente debía darle al Ejecutivo la capacidad de actuar y al Congreso, si se dedicara sólo a la legislación, la posibilidad de desarrollar su voluntad reformadora; por otra parte, la dinámica autonomista de los pueblos, la cual, traduciéndose muy concretamente en la generalización del recurso al pronunciamiento, hacía de la construcción de una administración territorial un desafío imposible de superar. Chile contaba con pocas ciudades, siendo Concepción la única que podía pretender desafiar con alguna eficacia la preponderancia de Santiago; no existían pueblos rurales en condiciones de establecer su autonomía sobre la posesión de tierras colectivas o la prueba de una antigua jurisdicción territorial; sin embargo, incluso en estas circunstancias los años 1820 hicieron prosperar la fórmula del pronunciamiento, o sea la alianza pactada entre ciudades o villas y oficiales de la fuerzas armadas o facciones federalistas, para hacer escuchar sus aspiraciones autonomistas a los gobiernos de turno. Pero la oligarquía de grandes terratenientes que imperaban en el Valle central, muy coherente tanto social como ideológicamente, apoyó al régimen establecido en 1830 bajo la promesa de la vuelta al orden (Jocelyn-Holt Letelier, 1992, pp.252-264).La facultad atribuida al presidente de la República por la Constitución de 1833, de declarar el “estado de sitio” (el cual suspendía “el imperio de la Constitución”, art. 161°) con aprobación del Consejo de Estado “en caso de ataque exterior”, o del Congreso en caso de “conmoción interior” (art. 82-20°), asociada a la posibilidad de utilizar “facultades extraordinarias especiales, concedidas por el congreso” (Agüero, 2013), radicaba fundamentalmente en la voluntad de poner fin a la dinámica del pronunciamiento, de ahora en adelante calificado como “sedición”, como lo explicitan muy claramente los artículos 157° (“ningún cuerpo armado puede deliberar”) a 160°. Lo que aquí interesa no es tanto el uso ultra-represivo de estas disposiciones -que los gobiernos chilenos utilizaron sin moderación durante tres décadas- como la libertad que confirieron al poder ejecutivo para impulsar la reforma del orden jurídico vigente y afrentar la cultura jurisprudencial de las élites letradas. Es así como las “Leyes marianas” de 1837, promulgadas por el gobierno bajo estado de sitio (por lo tanto, estando de baja el Congreso), modificaron los procedimientos de administración de justicia; la más significativa establecía que de ahora en adelante los jueces tenían obligación de motivar sus sentencias:derogando una real cédula de 1778 que había reiterado la prohibición de motivar las sentencias, la nueva ley de por sí constituía una pequeña revolución jurídica y cultural, complementada por la definición legal de las cuatro “fuentes” del “derecho nacional”. Andrés Bello había defendido este principio desde 1834 en el periódico El Araucano (1834): “en ninguna parte del órden social que nos ha legado la España, es tan preciso emplear el hacha” (Bello, 1885, Vol. IX, p.279). El Estado chileno empezaba, muy modestamente, a tomar el control de su orden legal (Westermeyer Hernández, 2011).

A diferencia de lo que pasó en Francia en tiempos del imperio napoleónico y a partir de los años 1840 en España, en ningún país hispanoamericano surgió un sistema de contencioso administrativo. Según Andrés Lira (2008):

La experiencia mostraba los obstáculos que la intervención del Poder Judicial imponía a la marcha de la administración al interferir en la ejecución de decisiones del Ejecutivo atendiendo a las demandas de particulares (individuos o corporaciones) que alegaban la afectación de sus derechos. (p.296)

Es bien cierto que el derecho administrativo no es parte intrínseca de los genes del liberalismo; tanto es así que durante el siglo XIX, fuera en Gran Bretaña o en los Estados Unidos nunca se planteó en estos términos la cuestión de la administración estatal (Mannori ySordi, 2001).Sin embargo, al darle definitivamente la espalda a la herencia del constitucionalismo gaditano a inicios de los años 1840, los liberales moderados españoles contemplaron la creación de esta jurisdicción propia del Ejecutivo como un instrumento estratégico de construcción estatal (Lorente, 2013, pp.265-290). Tal como lo sintetiza Andrés Lira (2004) respecto del caso mexicano,

El dilema planteado era cómo asegurar la integridad de los derechos individuales en un ambiente lleno de contradicciones y en el que urgía dar fuerza al poder ejecutivo para que pudiera realizar las más elementales tareas administrativas sin tener que enfrentar no sólo al poder legislativo regateándole facultades, sino también al poder judicial, a través del cual se cuestionaban y posponían indefinidamente medidas que tendían a asegurar la hacienda y el orden público. (p.196)

En la América hispánica del siglo XIX, que sepamos existió sólo un caso en que se intentó crear una jurisdicción de contencioso administrativo. De manera muy significativa, tuvo lugar durante la única verdadera dictadura que hubiera conocido la república mexicana desde su acceso a la independencia: la del general Santa Ana entre 1853 y 1855 (Lira, 2008).Su ministro de Justicia, Teodosio Lares, gran lector del jurista administrativista AdolpheChauveau (Lares, 1852), consideraba al derecho administrativo “una teoría verdaderamente científica”, no sin haber entendido perfectamente su potencial institucional:

El derecho administrativo (…) es la ciencia de la acción y de la competencia del poder ejecutivo, de sus agentes, y de los tribunales administrativos, en relación con los derechos e intereses de los ciudadanos, y con el interes general del Estado.(Lares, 1852, p.2)

Una vez más se puede advertir que el “ciudadano”, no el individuo, es quien está en capacidad de oponer sus derechos a los de la administración. Mientras su régimen no tenía ni Constitución, ni asamblea representativa, Santa Ana promulgó el 25 de mayo de 1853 la “Ley para el arreglo de lo contencioso-administrativo” con su Reglamento. Directamente inspirado por la Constitución francesa de 1791, el art. 1° de la ley de Lares declaraba: “No corresponde a la autoridad judicial el conocimiento de las cuestiones administrativas”(Dublán y Lozano, 1877, p.416). Lares hacía de la “jurisdicción administrativa” la base funcional de la construcción estatal que ambicionaba (Lempérière, 2015, pp.409-420). El Plan de Ayutla, origen de un enésimo pronunciamiento, devolvió el poder a los Liberales en agosto de 1855: de la legislación de Lares sólo conservaron su código de comercio; un decreto de noviembre de 1855 derogó la totalidad de su legislación sobre la administración de justicia y su esbozo de jurisdicción administrativa.

Aun cuando la perspectiva general de este artículo no sea la de una historia intelectual, conviene subrayar que la apropiación, por parte de Lares, de la obra de un administrativista francés, lejos de ser un caso aislado en América hispánica remite al contrario a la intensa circulación transnacional de la literatura jurídica referida a la construcción de la administración estatal. Durante la primera mitad del siglo XIX tanto los trabajos de los juristas germánicos sobre la ciencia de la policía derivada del cameralismo como los de los juristas franceses que promovieron la ciencia de la administración y el derecho administrativo siguiendo los pasos de Charles-Jean Bonnin, circulaban en Europa y eran traducidos al italiano y castellano. Los primeros trabajos de administrativistas españoles aparecieron durante los años 1830. En Nueva Granada, el jurista y político liberal Florentino González, quien daba clases de derecho público en Bogotá, publicó en 1840 sus Elementos de ciencia administrativa (González, 1994), primera obra de esta naturaleza en Hispanoamérica y destinada a conocer una amplia circulación en el continente. Es muy poco probable que el libro haya sido una fuente de inspiración para los artífices de la ley de “régimen interior” chilena de 1844 que hemos comentado antes. No sólo González hacía de la “responsabilidad” de toda la jerarquía administrativa, empezando por la del jefe del Ejecutivo, el motor de una administración nacional bien articulada a las evoluciones de los “intereses y negocios sociales” (González, 1994, pp.112-113); también defendía la idea de una autonomía administrativa de los municipios y de un “gobierno municipal” que tuviera en sus manos los dispositivos legales adecuados para dirigir la “administración municipal”. Mientras según él, el “poder despótico” era siempre “centralizador”, pregonaba la “descentralización administrativa”, la “distribución del poder público entre diferentes autoridades”:

El poder limitado de las autoridades republicanas, dividido entre diferentes funcionarios populares, ha conservado a la sociedad sus fueros, y traído el bienestar a cada uno de los asociados […] Los partidarios más exaltados de un poder fuerte y vigoroso en manos de la suprema autoridad nacional, no pueden notar que le falta algo a esta para llenar su misión […] aún queda lo más precioso, lo que toca al individuo en el círculo social en que se fijan sus afecciones, en que goza y ayuda a gozar a aquellos de sus compatriotas a quienes conoce, por quienes tiene simpatías nacidas de los buenos oficios recibidos y de las esperanzas de obtener otros. Lo que se refiere al recinto reducido de las localidades, o al conjunto de grupos sociales, que más en contacto se hallan con aquellas, queda todavía sin consultar ; y la variedad de exigencias que pueden ellas tener no se halla satisfecha […] En las porciones de la gran sociedad, en las provincias y parroquias, las cámaras o concejos, con el gobernador, o con el alcalde, dan reglas más circunscritas, pero no menos interesantes, porque se refieren a negocios coexistentes con los nacionales y que afectan también a los individuos […] La autoridad municipal de la provincia, del cantón, de la parroquia se ocupa de atender a la [masa de la sociedad] que no puede verse, ni conocerse, ni manejarse bien desde el sitial de la magistratura suprema: es la que representa los intereses variados de las localidades, la que los conoce, la que tiene motivos, tiempo y razones para mirar por ellos. […] Sus grandes negocios, las importantes atenciones de su pequeña soberanía son los caminos, los canales, el arreglo de las poblaciones, la salubridad de ellas, los mercados, la belleza y ornato de los lugares, la seguridad de las vías de comunicación, la enseñanza primaria, el cultivo de las ciencias, la carta topográfica particular, el conocimiento de sus producciones, y algunos negocios de competencia mixta. (González, 1994, pp.273-275)

El proyecto de administración pública descentralizada de González descansaba en una concepción secularizada de lo social, que debía tanto a David Hume y Adam Smith como a su conocimiento de la literatura administrativa europea o del federalismo estadounidense. Las “localidades” de que hablaba estaban pobladas por “individuos” que hacían sociedad en base a sus “intereses”, sus actividades productivas y comerciales, y su dominio sobre los saberes útiles al progreso del territorio local. La ciencia administrativa tal y como la concibió González estaba al servicio de la economía política. Lejos de restar importancia a la conflictividad inherente a las relaciones de poder entre el gobierno central y gobiernos locales -el libro IV de su tratado lleva por título: “Del modo de evitar la colisión entre los actos de las diferentes autoridades administrativas y de impedir sus abusos” (González, 1994, p.387)- y de negar el principio de exigencia de responsabilidad, González resuelve el problema de la confusión entre poderes encargando al poder judicial la resolución de los litigios y conflictos de competencia entre administradores, y sugiriendo la creación de un “Ministerio público” encargado de

Llevar la voz en nombre de la nación, o de las secciones políticas en que se divida, ante los tribunales y demás autoridades que deban conocer de las instancias que hayan de entablarse sobre los intereses y negocios sociales que tengan el carácter de públicos. (González, 1994, p.401)

Con González surgió, por tanto, una tercera versión, utópica por así decirlo, del liberalismo hispanoamericano del siglo XIX, una alternativa a los dos oxímoron que fueron identificados a lo largo de este ensayo: un liberalismo jurisdiccional que se reveló inapropiado para construir las instituciones estatales necesarias para que el Estado pudiera actuar sobre el territorio y la población; un liberalismo “autoritario” (Loveman, 1993, p.3) y centralista del cual la república chilena fue el paradigma entre 1830 y 1860 -en cuanto al ensayo de Lares, un proyecto sin futuro-, que violentaba la antigua cultura jurisdiccional y jurisprudencial que, siendo el pilar de la autonomía de los territorios, no por ello se reveló en capacidad de emancipar a los individuos.

IV. Codificación

A diferencia del constitucionalismo que se impuso como algo evidente desde los inicios de las revoluciones hispanoamericanas, la codificación civil, que remite a lo que Carlos Garriga conceptualizó con acierto como “nacionalización” del derecho y del orden jurídico vigente (Garriga, 2010b, pp.73-98), fue un proceso largo, accidentado y conflictivoen los países hispanoamericanos. Algunos gobiernos promulgaron códigos civiles ya durante las décadas 1820 a 1840, como fue el caso en 1827 en el estado de Oaxaca (República federal mexicana), y también en Bolivia bajo el gobierno muy personal del Mariscal Santa Cruz, quien promulgó por decreto, en 1831, un código al cual dio su propio nombre (Guzmán Brito, 1985); pero estos códigos, copiados con ingenuidad del código napoleónico de 1804, nunca tuvieron una aplicación concreta. Los códigos del siglo XIX que sobrevivieron, a veces en la larga duración y con sucesivas reformas, fueron todos promulgados durante la segunda mitad del siglo XIX, empezando por el de Perú (1852), de corta duración porque incluía disposiciones sobre la esclavitud, que fue abolida dos años más tarde,y el de Chile (1855). Tratándose del código chileno, el hecho de que el proyecto, formulado ya a inicios de los años 1830, tardó 25 años en concretizarse, a pesar de la labor tenaz de su principal autor Andrés Bello (Jaksic, 2001, pp.190-207), remite a que los obstáculos culturales fueron mucho más fuertes que la misma voluntad política. Cuando el ministro de justicia Mariano Egaña presentó por primera vez el proyecto de código en 1831, el Congreso le opuso la idea de una “compilación” simplificada del corpus jurídico existente: las facultades extraordinarias del poder ejecutivo se revelaron impotentes para vencer la cultura jurídica vigente entre los senadores. Pero como bien lo señaló Halpérin respecto de los Estados europeos que, entre finales del siglo XVIII y finales del siglo XIX, fueron pioneros en materia de codificación civil, la codificación fue impulsada por regímenes absolutistas o autoritarios, porque siempre violentaba las tradiciones y la historia (Halpérin, 1992).

No tenemos ahora el propósito de exponer detalladamente el proceso de codificación que tuvo lugar en América hispánica en la segunda mitad del siglo XIX sino, apoyándonos en las mordaces críticas que fueron formuladas por Juan Bautista Alberdi en contra del proyecto de código civil argentino publicado por el jurista Dalmacio Vélez Sarsfield en 1867, explorar facetas renovadas del liberalismo hispanoamericano en el espejo del derecho (Sadler, 2015, pp.177-182). Las razones que puedan explicar la reacción negativa de Alberdi son múltiples y muy diversas, de índole tanto política como jurídica y cultural. El contexto político dentro del cual Alberdi formuló sus críticas, así como sus raíces en un liberalismo historicista en el cual reside la originalidad de su posición, fueron expuestos de manera muy convincente por Eduardo Zimmermann (2007). El historicismo de Alberdi se equipara sin ninguna duda al de Ernest Renan (Qu’est-ce qu’unenation ?, 1882), cuando escribe:

La vida de un pueblo no es el resultado de una Constitución escrita; el pueblo debe su ser individual, su anatomía de cuerpo político a su alma común, a su historia nacional, al vínculo de sangre y de territorio que lo hace ser una familia que no se confunde con otra; y su identidad de nación queda la misma, aunque cambie cien veces de Constitución escrita y de forma exterior de gobierno, es decir, de traje y de nombre. (Alberdi, 1887, p. 108)

Este contexto permite entender que la ferocidad de Alberdi en contra del autor del código (“mi antiguo amigo”, como lo llama al inicio de su ensayo, Alberdi, 1887, p.80) y contra la idea misma de un código civil para Argentina, remite entre otras cosas a su profundo desacuerdo político con la reforma constitucional de 1860, de la que Vélez Sarsfield fue uno de los artífices. Esta reforma cambió la constitución argentina de 1853, de la cual Alberdi había sido uno de los principales inspiradores, en el sentido de un federalismo más radical que respondía al deseo de las élites liberales de Buenos Aires (entre ellas, Bartolomé Mitre y Domingo Sarmiento, los dos primeros presidentes de la república post-1860) de dejar en manos y a beneficio de la capital de la nación en ciernes las ventajas financieras (los ingresos de las aduanas) de las cuales se había beneficiado como capital de la provincia antes de la creación de la República Argentina; o como lo escribió Alberdi: “la nación pertenece a Buenos Aires” (Alberdi, 1887, p.122). El jurista Vélez Sarsfield, encargado por el presidente Mitre de redactar el proyecto de código civil, había contribuido a formular la reforma constitucional de 1860 -estando, por otra parte, y al mismo tiempo, profundamente convencido de la necesidad para Argentina de una “vigorosa unidad de régimen” (Zimmermann, 2007, p.273)-. Se puede añadir que las circunstancias y procedimientos de esta reforma constitucional proporcionan un perfecto ejemplo de la instrumentalización casuística de un dispositivo constitucional, al servicio de los intereses de una ciudad capital de provincia antes quede una capital nacional. Sólo en este contexto de oposición política se puede entender la virulencia del ensayo del jurista Alberdi en contra del proyecto de Vélez Sarsfield.

Uno de los principales argumentos de Alberdi es muy radical: según él, no sólo el código no era una necesidad de la sociedad argentina, sino simplemente no debía existir en una república federal. ¿Cuáles fueron sus argumentos en contra de la idea misma de codificación en el contexto de la República Argentina? Por cierto, estaba bien convencido de que no bastaba con declarar, como lo hacían los artículos 14° a 20° de la Constitución de 1853, “los derechos naturales del hombre de orden civil y privado”, y que era necesario que la ley civil reglamentara su ejercicio. Pero, aunque el artículo 24 de la Constitución dictaba que el Congreso impulsara la reforma de la legislación “en todos sus ramos”, no definía el plan de la reforma y tampoco si tenía que “ser por Códigos o por leyes graduales y sucesivas” (Alberdi, 1887, p.82). Alberdi desarrollaba una serie de argumentos en contra de la idea de que fuera necesario un código: según él, el Río de la Plata, a diferencia de la Francia de 1789, no necesitaba uniformar el derecho civil en su territorio, porque ya era uniforme; la Argentina estaba actuando por imitación, siguiendo el ejemplo de los imperios y de las monarquías (Prusia, Austria, la Francia napoleónica) en lugar del de las “grandes repúblicas”, especialmente Estados Unidos, que no tenían código civil alguno; la idea de código era “esencialmente unitaria y centralista” (Alberdi, 1887, p.85), es decir incompatible con la estructura federal de Argentina: “en el Plata no falta unidad de legislación civil: lo que falta es unidad de legislación política, unidad de Gobierno, unidad de poder” (Alberdi, 1887, p.83). Por oposición al federalismo impuesto en 1860 por sus adversarios políticos, Alberdi contrastaba “la unidad de legislación civil” con la “unidad de legislación política”, porque

No son Códigos civiles lo que necesitan más urgentemente las Repúblicas de la América del Sur, sino Gobiernos, orden, paz, simple seguridad para el goce de las leyes uniformes que no les faltan, y que pueden darse bajo el dictado gradual de la experiencia. ¿Qué vale mejorar de un golpe todas las leyes si han de quedar letra muerta?(Alberdi, 1887, pp.86-87)

Alberdi señalaba los casos de Chile y de Brasil como los de países más cuidadosos que primero habían consolidado gobiernos estables “capaces de hacer de la justicia y de la ley civil una verdad práctica”, antes de promulgar su código civil (Alberdi, 1887, p.87).

Pero, además, Alberdi criticaba de manera muy severa lo que llamaba “el espíritu del código” de Vélez Sarsfield. La más fuerte de sus quejas en este campo era que Vélez Sarsfield hubiera renunciado deliberadamente a fundamentar su iniciativa codificadora en “la revolución democrática de América”, al mismo tiempo política y social, y en los artículos 14° a 20° de la Constitución que interesaban a la “familia” y la “sociedad civil” (Alberdi, 1887, pp.88-89), puesto que su proyecto descansaba en modelos (el proyecto de código español de Goyena, el proyecto brasileño de Freitas) o teorías (Serrigny sobre el derecho administrativo del imperio romano) que dejaban de lado la legislación argentina ya disponible (Alberdi, 1887, pp.100-104). Si la libertad se consideraba como el “gobierno de sí mismo” y la familia, “la democracia” o sea “la libertad constituida en gobierno”, si la propiedad era “la condición de la libertad” (Alberdi, 1887, p.91), entonces el proyecto de Código no se apoyaba en la Constitución en cuanto ésta declaraba los derechos. Respecto de las fuentes y del método de Vélez Sarsfield, las críticas de Alberdi eran tan numerosas como severas: desde el hecho de que se hubiera apoyado en modelos inapropiados, como el de Brasil -una monarquía que asumía la existencia de la nobleza y de la esclavitud, explícitamente rechazados por la Constitución argentina- hasta el hecho de que el proyecto dejara intactos “los fueros de origen eclesiástico y con las prácticas del derecho canónico, o más bien, con los escrúpulos religiosos de los argentinos, heredados de su régimen pasado” (Alberdi, 1887, p.98), no incluía dispositivos respecto de la adquisición de la nacionalidad y peor aún, se dispensaba de

(…) secularizar el contrato matrimonial, sin perjuicio de su carácter religioso; de dar al poder civil la facultad exclusiva de hacer constar el estado civil de las personas, que nacen, que se casan y mueren en el país, y de fijar las condiciones y garantías del domicilio civil, conforme al texto y al espíritu de la Constitución fundamental [subrayado en el texto]. (Alberdi, 1887, pp.109-110)

Lastbutnotleast, Alberdi estimaba que el código no correspondía de manera adecuada a las “necesidades económicas de la República argentina”, que consistían en poblar el territorio (de ahí sus críticas respecto de la ausencia de registro civil, que consideraba más adaptado a la inmigración), favorecer la propiedad y el comercio mediante la

Grande y bella innovación del Código Civil francés, que hace del contrato un título de trasmisión de la propiedad […] La tradición no es el origen real de la propiedad; lo es el convenio, es decir, la voluntad libre del propietario que cede y del propietario que adquiere; no necesita de dos orígenes. (Alberdi, 1887, p.111)

Para Alberdi, la tradición era “el símbolo material y grosero de la transferencia del dominio, hecho moral como el mismo dominio trasmitido” (Alberdi, 1887, p.95). También Andrés Bello incluyó la tradición romana en el Código Civil chileno de 1855, oponiéndose al igual de Vélez Sarsfield al código napoleónico que confiere al solo contrato la capacidad de transferencia de la propiedad (Barrientos Grandón, 2003).

Los comentarios de Alberdi concretizaban una crítica liberal, al mismo tiempo historicista, estatal y secularizada, del proyecto de codificación argentino que, tratándose de la familia, hacía del derecho canónico la base del derecho estatal al introducirlo en la legislación civil nacional, reafirmando de esta manera un componente esencial, cultural, del orden moral, social y político vigente en tiempos de la Monarquía católica y contrario a la libertad religiosa declarada por la Constitución.

Sin embargo, los historiadores del derecho hispanoamericano (Abásolo, 2004; Barrientos Grandón, 2003, 2009; Garriga, 2010b; Gálvez, 2010; Guzmán Brito, 1985; Guzmán Brito, 2001) concuerdan en reconocer que se trató, en Argentina y otros Estados hispanoamericanos, de una auténtica codificación en el sentido de que los códigos derogaban la totalidad del derecho civil vigente hasta su promulgación, incluso el derecho consuetudinario local y toda la jurisprudencia. El hecho de que los códigos hispanoamericanos descansaban en proporción nada marginal en el derecho indiano con toda su diversidad territorial no restringe de ninguna manera el alcance de esta derogación. Al considerar sólo la derogación, los códigos constituirían una ruptura fundamental con la cultura jurídica tradicional, al darle al derecho vigente un referente exclusivamente legalista. Sin embargo, los historiadores del derecho llamaron también la atención sobre una serie de datos que contribuyen a relativizar el alcance concreto de esa ruptura. Así, por ejemplo, el hecho de que algunos códigos, tales como el chileno redactado por Andrés Bello y más aún el de Vélez Sarsfield, integraron en su publicación oficial “notas” que, según E. Abásolo, constituían otras tantas “glosas y opiniones” de jurisconsultos, significa que no remitían a la cultura legicentrista de la modernidad jurídica, sino a “la arraigada vigencia de las formas mentales de la cultura del ius commune” (Abásolo, 2004). En ese sentido, el código argentino era “la obra de un codificador ajeno a principios tan caros a la codificación ‘clásica’ como los ideales de predominio absoluto de la legislación, de simplicidad y racionalidad interpretativa, y de facilidad de acceso por parte de los legos” (Abásolo, 2004). Por su parte Carlos Garriga señaló con razón que la promulgación de los códigos sólo indicaba el inicio de la “historia del código” y que el código no era lo mismo que la “recepción del código” (Garriga, 2010b, p.89 y ss.). Es muy posible que después de que el código empezara a aplicarse en los tribunales, acompañado por la motivación de las sentencias por parte de los jueces, la antigua cultura jurisprudencial y casuística haya seguido prevaleciendo, aunque sea porque fue necesario cierto tiempo antes de que el mundo académico modificara sus programas de enseñanza y las nuevas generaciones de juristas se familiarizaran con el espíritu de la modernidad jurídica.

Quedaría por preguntarnos porqué los regímenes liberales hispanoamericanos de la segunda mitad del siglo XIX hicieron tanto esfuerzo para promulgar códigos civiles, si tenemos en mente hasta qué punto la idea misma de codificación era contraria no sólo a la cultura jurisprudencial de los jueces y juristas, sino también a los usos y costumbres sociales. Sin duda la respuesta no es sencilla y nos limitaremos a sugerir algunas pistas de reflexión. Suponiendo que la codificación surge sobre todo en base a una “fuerte voluntad política” (Cabrillac, 2002, p.80), de hecho, la promulgación de códigos civiles en la mayoría de los países iberoamericanos entre 1850 y 1880 coincidió con el fortalecimiento de la legitimidad y estabilidad de los regímenes liberales, que aprovecharon esta dinámica para impulsar de manera decisiva la consolidación de las instituciones estatales y el “imperio de la ley”. Aunque la adopción de un código pueda resultar de “una crisis de las fuentes del derecho” debido a la proliferación legislativa (Cabrillac, 2002, p.83), en opinión de Carlos Garriga no fue lo que sucedió en Hispanoamérica: el motivo fundamental de la empresa de codificación radicó en la necesidad de que el Estado pudiera controlar su propio orden jurídico (Garriga, 2010b p.85). A eso se puede añadir una “necesidad social” (Cabrillac, 2002, p.86) que en el caso hispanoamericano remite tanto a la inmigración europea masiva, como fue el caso en Argentina, como a los intereses de las élites socioeconómicas, puesto que la codificación coincidió con el inicio de la ofensiva en contra de todas las modalidades tradicionales de propiedad colectiva o corporativa, la propiedad imperfecta según el pensamiento liberal, en beneficio de la propiedad absoluta o perfecta, individual y transmisible o vendible sin trabas de ningún tipo. Finalmente, además de proporcionar a los Estados hispanoamericanos el control del derecho vigente en sus territorios, la promulgación de códigos civiles los puso en congruencia con el surgimiento del derecho internacional privado, que había aparecido en Europa a mediados del siglo XIX (Halpérin, 1999).Uno de los pioneros en esta materia, el jurista y diplomático argentino Carlos Calvo, formaba parte de la lista de autores que citaba Asser en sus elementos de derecho internacional privado, debido a su obra Le Droitinternationalthéorique et pratiquecuya primera edición fue publicada en París en 1868 (Asser, 1884). La nacionalización del derecho se había vuelto condición ineludible de la participación de los hispanoamericanos en los negocios internacionales.

V. Conclusión

En qué medida tomar en cuenta el derecho y la cultura jurídica puede contribuir a entender mejor las especificidades del liberalismo hispanoamericano fue la pregunta planteada por este ensayo. Lo que esperamos haber demostrado es que, admitiendo que la idea o el proyecto de un nuevo derecho fue uno de los componentes originarios del liberalismo nacido en el siglo XVIII, en la primera etapa de la modernidad política hispanoamericano el derecho antiguo, tradicional, heredado de la monarquía pesó más sobre el liberalismo que este mismo sobre el derecho. Hasta mediados del siglo XIX por lo menos, los regímenes que nacieron de las revoluciones y del primer constitucionalismo asumieron deliberada y explícitamente el derecho objetivo, plural y multisecular que la cultura vigente consideraba representación y expresión del orden natural de la Creación. Gracias a los instrumentos conceptuales y analíticos propios de la historia crítica del derecho y sus avances en las últimas décadas, se puede afirmar hoy en día que mientras los regímenes liberales dejaron vigente el legado jurisdiccional de la Monarquía católica y su concepción tradicional del derecho (o sea, según la fórmula forjada por Carlos Garriga, del derecho como tradición), se privaron de la capacidad de imponer un orden legal y construir las instituciones estatales que les permitieran administrar su territorio y su población. Sin embargo, mientras la vitalidad del antiguo orden jurídico sin duda obstaculizó la institucionalización de la autoridad del Estado, es más que probable, aunque parezca paradójico, que fue también lo que hizo posible la supervivencia del liberalismo. Hasta mediados del siglo, los regímenes más autoritarios fueron los que más violentaron el orden jurídico tradicional; los que se ganaron la fama de la inestabilidad política desarrollaron una transición gradual y accidentada entre liberalismo jurisdiccional y liberalismo legalista. Hasta cierto punto, existe una buena dosis de lógica histórica en la profunda moderación del liberalismo hispanoamericano (incluso tomando en cuenta las tendencias más radicales que se perfilaron alrededor de 1850) si pensamos en que el supuesto “absolutismo borbónico”, “centralizador” y “administrativo” sólo existió en la ideología administrativista de una larga tradición de la historia del derecho, mientras al contrario, aun tomando en cuenta los inicios de una “dinámica estatal” en la época de las reformas borbónicas (Garriga, 2007, p.70), la Monarquía católica conservó vigentes hasta el final su tradición y sus prácticas jurisprudenciales. El liberalismo nació jurisdiccional en Hispanoamérica porque, cuando desapareció el monarca y la “justicia superior” que lo representaba en las Indias, la jurisdicción cayó en manos de las corporaciones territoriales como el bien más concreto y envidiable de su libertad. En estas condiciones, frente al desafío que representaba la integración de Hispanoamérica en el mercado internacional, una nueva generación de liberales emprendió, especialmente mediante la codificación, la tarea de proporcionar a sus Estados los instrumentos necesarios para que se consolidaran. De ahora en adelante, al sacar su inspiración no de la venerable jurisprudencia del pasado sino de las ciencias positivas, los regímenes políticos se apoyaron en constituciones liberales y prácticas autoritarias del poder -un modelo que la era porfiriana en México ilustró de manera perfecta.

Fuentes primarias

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1Una demostración de este “giro” en PolHis, 2012, pp.23-105.

2El grupo de investigación HICOES (Historia Cultural e Institucional del Constitucionalismo en España - y América);http://grupo.us.es/hcicea/index.html) que fue fundado por el historiador del derecho español Francisco Tomás y Valiente (1932-1996) y presente en las referencias bibliográficas de este ensayo bajo los nombres de B. Clavero, M. Lorente, C. Garriga, J. M. Portillo, J. Vallejo, tiene intensas relaciones intelectuales con historiadores del derecho tanto italianos (la “escuela de Florencia” alrededorde Paolo Grossi) como argentinos (V. Tau Anzoátegui, Alejandro Agüero) y portugueses (Antonio M. Hespanha), así como con historiadores latinoamericanistas de ambos lados del Atlántico (Antonio Annino, Andréa Slemian, María Teresa Calderón, Jean-Frédéric Schaub, y la misma autora de este ensayo).

Recibido: 29 de Abril de 2019; Aprobado: 01 de Agosto de 2019

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