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Revista de historia del derecho

versión On-line ISSN 1853-1784

Rev. hist. derecho  no.58 Ciudad Autónoma de Buenos Aires dic. 2019

 

INVESTIGACIONES

Secularizar el desastre. El Artículo 45 del Código Civil Chileno de 1855.*

Secularizedisaster. Section 45 of the Chilean Civil Code of 1855.

**Investigador de la Escuela de Derecho de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso (Chile).Doctor en Historia y comparación de las instituciones políticas y jurídicas europea por la Universidad de Mesina (Italia). Investigador Responsable del Proyecto Postdoctoral CONICYT FONDECYT 3170402 patrocinado por la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso (Chile). Dirección Postal: Limache 1270 (2520000) Viña del Mar (Chile). Email: lorisdenardi@gmail.com

Resumen

El Código Civil Chileno de 1855 contiene algunos elementos característicos que resultan muy innovadores por la época de su redacción. Entre estos, sin duda, figura el Artículo 45: la norma que por situarse en el Título preliminar eleva el caso fortuito a categoría general. A partir de esta premisa, después de presentar la codificación iberoamericana decimonónica y el proceso de elaboración del Código Civil Chileno, se exhibirán las dinámicas históricas que llevaron a los codificadores a incluir el Artículo 45 en el Título preliminar; se particularizarán las necesidades políticas que determinaron esta decisión; y, finalmente, se avanzará en la hipótesis que sostiene que Andrés Bello podría no ser el padre de este artículo del Código.

Palabras claves: Civil Chileno; Caso fortuito; Amenazas de origen natural; Historia de Chile; Andrés Bello

Abstract

Chilean Civil Code of 1855 contains some characteristic elements that are very innovative for the time they were written. Among these, section 45 is, undoubtedly, prominent: the rule that by placing itself in the preliminary Title raises the fortuitous case to a General Category.

Based on this premise, after presenting the nineteenth-century Ibero-American codification and the process of elaboration of the Chilean Civil Code, the historical dynamics that led the coders to include article 45 in the preliminary Title will be exhibited; the political needs that determined this decision will be identified; and, finally, the hypothesis that Andrés Bello might not be the father of this article of the Code will be advanced.

Keywords: Chilean Civil Code; Fortuitous case; Threats of natural origin; Chile's history; Andrés Bello

Sumario

I. Introducción. II. La codificación iberoamericana decimonónica. III. La codificación civil chilena. IV. El Artículo 45. V. Para concluir … Algunas reflexiones acerca de la paternidad del Art. 45. VI. Fuentes primarias. VII. Referencias bibliográficas.

Introducción

Entre los elementos más característicos del Código Civil Chileno de 1855 figura -sin duda- el Artículo 45: la norma que por situarse en el Título preliminar eleva el caso fortuito a categoría general y lo define como “el imprevisto a que no es posible resistir, como un naufragio, un terremoto, el apresamiento de enemigos, los actos de autoridad ejercidos por un funcionario público, etc.”. Ello implica una novedad en relación con la cultura de su tiempo, que lo trataba habitualmente en sede de contratos en particular y de su incumplimiento (Barrientos Grandon, 2016, pp.23-24); y se le define con cierta precisión y apego a una larga tradición del derecho común (Barrientos Grandon, 2016, pp.188-201).

Debido a esta premisa, después de presentar la codificación iberoamericana decimonónica y el proceso de elaboración del Código Civil Chileno, se exhibirán las dinámicas históricas que llevaron a los codificadores a incluir el Artículo 45 en el Título preliminar; se particularizarán las necesidades políticas que determinaron esta decisión; se avanzará en la hipótesis que -con toda probabilidad- no fue Andrés Bello el padre de este artículo del Código.

Este esfuerzo interpretativo permitirá profundizar en uno de los aspectos más característicos del Código chileno, hasta hoy aún no abordado por la historiografía, y subrayar el papel que siempre tuvieron los desastres relacionados con amenazas de origen natural en la historia humana, en general, y en la chilena, en particular. De hecho, como subraya Mauricio Tapia Rodríguez (2013),

el caso fortuito es una excusa al incumplimiento de una obligación, contractual o extracontractual. Es una causal de justificación que pertenece, en términos generales, al deudor de una obligación, y que le permite eximirse del pago de la misma. Es un concepto que proviene del derecho de los contratos, aunque también se encuentra presente en los ilícitos extracontractuales. En consecuencia, al referirnos al caso fortuito, nos situamos en una hipótesis en que se discute la subsistencia de la responsabilidad contractual o extracontractual de un agente. [Y] en ese escenario se sostiene que las catástrofes naturales serían situación de caso fortuito.(p.2)

Por lo expuesto, el estudio propuesto se caracterizará entonces por su matriz histórica-jurídica. De hecho, su objetivo principal pretende proporcionar una respuesta a las siguientes preguntas: ¿De qué manera la historia reciente de Chile y las características geomorfológicas del país influyeron en la decisión de los codificadores para incluir una definición de caso fortuito en el Título preliminar del Código? ¿A quién puede imputársele la decisión de incluir esta norma específica en el Título preliminar?

II. La codificación iberoamericana decimonónica

Como lo subraya Bernardino Bravo Lira (1984a), “es sabido que el derecho indiano siguió vigente en la América española después de su independencia” (p.5). En Chile, por ejemplo, la Constitución Provisoria de 1818 ordenó a los magistrados juzgar “todas las causas por las leyes, cédulas y pragmáticas que hasta aquí han regido”, claramente “a excepción de las que pugnan con el actual sistema liberal de gobierno”, ya que en ese caso habrían tenido que consultar con el Senado, que se encargaría de proveer el adecuado remedio (Bravo Lira, 1984a, p.5). Por otro lado, la independencia de los dominios americanos fue un acontecimiento exquisitamente político y como tal determinó un cambio en las leyes políticas, ya que “nunca una pura mudanza de régimen político, por radical que resulte, afecta necesaria e inmediatamente a la disciplina del derecho privado” (Guzmán Brito, 2006, p.119). La independencia, por lo tanto, se concretó en un primer momento únicamente en “la emisión de constituciones escritas que siguieron los cánones del régimen republicano liberal representativo” y en la promulgación de las leyes complementarias, necesarias para la implementación del nuevo orden político (Guzmán Brito, 2006, p.18). Así, la ruptura con la metrópoli produjo muy pocas innovaciones en la esfera del derecho privado: su disciplina continuó regulándose en los mismos términos de la época indiana, a través de la aplicación de las Siete Partidas, del Fuero Real, de las Leyes de Toro y el derecho romano (Guzmán Brito, 2006, p.18).

Naturalmente, como pasó en Europa, en las jóvenes repúblicas no tardó en desarrollarse “un vasto movimiento de crítica al ius commune, que puede ser considerado como uno de los antecedentes inmediatamente impulsores de la posterior codificación” (Guzmán B[rito], 2005, p.28). Sus exponentes sostenían, entre otras cosas, que las leyes heredadas de la dominación española, por ser demasiadas y tener un excesivo grado de heterogeneidad eran, en muchos casos, poco claras e inmediatas, además de incoherentes, por caer en desuso y por estar escritas en un lenguaje antiguo; incluso, por estar compiladas en muchos textos distintos, resultaban demasiado dispersas (Guzmán B, 2005, p.29); y, también, denunciaban que todo esto “producía dificultades para el conocimiento del Derecho, incertidumbre e inseguridad en su aplicación y, en definitiva, una mala administración de la justicia” (Guzmán B[rito],2005, p.28). Además, como si esto no fuera suficiente, había quienes acusaban a la antigua legislación de encontrarse en desarmonía con el nuevo régimen, constitucional y republicano, por haber sido promulgada por un gobierno “despótico y feudal”, que ya no tenía ningún poder en América (Guzmán B[rito],2005, p.28).

Las clases políticas de las nuevas repúblicas no pudieron ignorar por mucho tiempo estas justas y argumentadas instancias de reforma. La exigencia de dotar a los respectivos países de una nueva legislación se convirtió en toda Iberoamérica en uno de los puntos más importantes de la agenda gubernamental y, sin excepciones, la solución se encontró en la promulgación de nuevos códigos (civiles, comerciales, penales, etc.), elaborados a partir del Code civil, promulgado por Napoleón en 1804. Además, la elección fue casi obligada, ya que:

(…) los nuevos Estados americanos habían llegado al mundo político en una época en que la última palabra en materia de legislación estaba representada por la idea de código, y no era sino en ella en la que podían poner sus ojos cuando sus dirigentes concibieron el designio de reemplazar la vieja legislación. (Guzmán B[rito],2005, p.28)

Sin embargo, como lo señaló Luis Rodríguez Ennes (2006), “el objetivo propio de la Codificación no es el cambio sustancial del Derecho”, ya que la codificación por sí misma no es sinónimo de innovación jurídica” (pp.715-716). De hecho, resulta serlo sólo con referencia “a los modos de conservación, manifestación y fijación del Derecho y en cuanto a su estructura”, pero no con relación al contenido de las normas (Rodríguez Ennes, 2006, pp.715-716). Los códigos iberoamericanos decimonónicos terminaron así por ser “el reflejo del derecho tradicional por el que se ha regido un determinado pueblo a lo largo de su historia, y ello sin perjuicio de dar acogida a nuevas instituciones, o a otras preexistentes, ahora convenientemente reformadas” (Rodríguez Ennes, 2006, pp.715-716).1 El derecho presentado por estos cuerpos jurídicos fue, por tanto, “nuevo en cuanto a su presentación externa o formal y viejo en cuanto a su contenido, y lo que de nuevo había bajo este último respecto más era por lo que se había omitido del antiguo que por lo que se le había agregado” (Guzmán Brito, 1992, p.82).

III. La codificación civil chilena

El caso chileno a este respecto no hizo excepción. En la ex Capitanía General de Chile la “etapa del planteamiento de la fijación”, como la denomina Guzmán Brito, se desarrolló entre el 1822 y el 1833 (2006, p.230). En este periodo se intensificó la crítica “acerca del estado y del carácter de la legislación heredada de la monarquía” (Guzmán Brito, 2006, p.230), a pesar de que prevaleció la idea de que en definitiva el derecho privado de Castilla merecía conservase, necesitando sólo reordenarse en nuevos códigos elaborados en Chile (Guzmán Brito, 2006, p.230). Es decir, se excluyó desde el principio la posibilidad de adoptar sumisamente un código extranjero.2 El proceso de codificación, en consecuencia, empezó en 1833-1834 y se concluyó en 1855 con la promulgación del Código Civil de la República de Chile. Un cuerpo jurídico elaborado, de facto, por el jurista y humanista Andrés Bello, venezolano de nacimiento, pero chileno por adopción, que fue asesorado durante el largo proceso por varias comisiones gubernamentales, llamadas a revisar los varios proyectos redactados de vez en vez.3 De este modo, entre 1840 y 1845 asesoraron a Bello tres comisiones: la Comisión de Legislación del Congreso Nacional (1840-1843), la Junta Revisora (1843-1845) y la Junta Fusionada (1845-1846), las cuales despacharon los siguientes proyectos:

Proyecto 1841-1842, constituido por la publicación en el periódico Araucano del Título preliminar y de un libro sobre sucesiones (Guzmán Brito, 2006, p.230).

Proyecto de 1841-1845, igualmente publicado en el mismo periódico, entre el 26 de agosto de 1842 y el 18 de diciembre de 1845, y formado por la mayor parte del libro sobre obligaciones y contratos (Guzmán Brito, 2006, p.230).

Proyecto de 1846-1847, conformado por la publicación en dos volúmenes del libro sobre sucesiones (se omitió el Título preliminar) (1846) y del libro, incluso incompleto, sobre obligaciones y contratos (1847), que puede considerarse una revisión del Proyecto de 1841-1845 (Guzmán Brito, 2006, p.230).

En cambio, entre 1848 y 1853, Andrés Bello trabajó en solitario. Durante este periodo “reformuló el Título preliminar, redactó totalmente el libro sobre personas, completó la mayor parte del libro sobre bienes que tenía preparado desde antes, y que no fue discutido por la comisión, y volvió a revisar los libros sobre sucesiones y sobre obligaciones y contratos” (Guzmán Brito, 2006, p.230).

El resultado de este gran trabajo fue el Proyecto de 1853, que puede considerarse la primera versión de lo que se convertirá en el Código Civil. Éste, una vez sometido al examen de la Comisión Revisora (1853-1855), de varios tribunales de justicia, y de algunos magistrados togados de la república (Amunátegui Reyes, 1885, p.8), se convirtió en lo que se conoce como Proyecto de 1855, aprobado por el Congreso como Código Civil, el 14 de diciembre de 1855 (Guzmán Brito, 2006, p.231). Finalmente, años después, Miguel Luis Amunátegui, reuniendo los cuatro ejemplares del Proyecto de 1853, “que habían pertenecido a los miembros de la Comisión Revisora y que, por ende, presentaban sus márgenes con las transcripciones antes referidas, hizo una edición del proyecto resultante”, publicó lo que se conoce como Proyecto Inédito, que consiste en el proyecto despachado por la Comisión Revisora (1853-1855) que, por lo tanto, puede considerarse intermedio entre el de 1853 y el de 1855 (Guzmán Brito, 2006, p.231).

El resultado de este proceso fue un Código Civil conformado por un Título preliminar, compuesto por 53 artículos, sobre la ley, su concepto, su promulgación, obligatoriedad, efecto en el tiempo y el espacio, su derogación e interpretación; cuatro libros (I, Personas; II, Bienes, su dominio, posesión, uso y goce; III, Sucesión por causa de muerte y donaciones entre vivos; IV, Obligaciones en general y hacia los contratos); y un Título Final con las prescripciones adquisitiva y extintiva. El Código Civil Chileno fue un código que tuvo una amplísima difusión: “con mínimas modificaciones fue adoptado por Colombia y El Salvador a partir de 1860, Ecuador en 1861, Nicaragua en 1871, Honduras desde 1880 y Panamá desde 1917”; influyó en la codificación de Uruguay, Argentina y Paraguay; constituyó una de las fuentes del proyecto de Código Civil brasileño elaborado por Teixeira de Freitas (Rodríguez Ennes, 2006, p.720).4

Diversas fueron las fuentes que tuvieron un papel importante en la elaboración del Código chileno. La principal fue, sin duda, las Siete Partidas (glosadas por Gregorio López), ya que Andrés Bello, por ser un fino romanista, estaba convencido de que la legislación civil hispánica, “sobre todo la de las Siete Partidas, encerraba lo mejor de la jurisprudencia romana”, a las cuales tienen que añadirse el Corpus iuris civilis, “de cuyo carácter fundante de la ciencia jurídica Bello estaba convencido”, y los otros códigos castellanos, entre ellos el Fuero Real, la Novísima Recopilación de Leyes de España y las Leyes de Toro (Guzmán Brito, 2006, pp.242-243). Además, Bello, al momento de redactar el cuerpo de leyes que toma su nombre, consultó varios códigos civiles ya promulgados: el francés, el austríaco, el del Cantón de Ticino, el bávaro, el del Cantón de Vaud, el de las dos Sicilias, el holandés, el de la Luisiana, el napolitano, el prusiano, el de Parma, Placencia y Guastala, el peruano y el sardo, a los cuales hay que sumar el proyecto isabelino de 1851 (Guzmán B[rito],2005,pp.59-60; Harris Fernández, 1982, p.523; Jaksic, 2001, p.200; Rodríguez Ennes, 2006, p.720). De hecho,

su tiempo de exilio en Londres iniciado en 1810, y que duró hasta 1829, le permitió conocer el derecho europeo y seguir de cerca las consecuencias en el orden jurídico de la Revolución Francesa, plasmadas fundamentalmente en el Code de 1804. Finalmente, el conocimiento puntual que este ilustre jurista tenía de la labor codificadora que se realizaba en España al tiempo de la confección de su Código civil (1831-1855) se refleja en el influjo que tuvieron el Proyecto de 1851 y la obra de García Goyena en el código chileno. Es sabido que Bello recibió el proyecto isabelino a tiempo de tenerlo en cuenta en sus trabajos. (Rodríguez Ennes, 2006, p.720)

Por esto, en la elaboración del Código chileno destacaron también autores antiguos, como, por ejemplo, Acevedo, Baeza, Castillo, Gómez, Gutiérrez, Hevia Bolaños, Matienzo, Molina y modernos, como Escriche, Goyena, Llamas, Sala, Savigny, Pothier y Tapia.5

Las numerosas fuentes mencionadas no tienen pero que traer en engaño. De hecho, como subraya Alejandro Guzmán Brito (1992),

(…) el Código de 1855 hay que entenderlo como la presentación del antiguo derecho romano castellano hasta entonces vigente en Chile y en toda América, bajo la forma y técnica de la codificación moderna, sin perjuicio, naturalmente, de haber sufrido también la influencia del código francés y de los demás europeos existentes al momento de su formación. (p.85)

Al respecto Andrés Bello se había pronunciado muy claramente el 6 de diciembre 1839, en un artículo publicado en el periódico El Araucano, en el cual había declarado:

(…) sentado que las alteraciones no deben ser considerables; que el nuevo código se diferenciará del antiguo más por lo que excluya que por lo que introduzca de nuevo; y que han de subsistir como otros tantos padrones, todas las reglas fundamentales y secundarias que no pugnen con los principios o entre sí. (Guzmán Brito, 2006, pp.23-24)

Claramente esto no significa que durante el proceso de codificación no se adoptaron soluciones originales, que se convirtieron en elementos identificativos del Código chileno, al no encontrarse en los cuerpos jurídicos decimonónicos tomados en examen por Andrés Bello y los miembros de las varias comisiones revisoras.

IV. El Artículo 45

Un ejemplo a este respecto, como ya se ha dicho, es sin duda el hecho de que en el Código de 1855 el caso fortuito se sitúa como una categoría general, sistemáticamente ubicada en su Título preliminar, lo que implica una novedad en relación con la cultura de su tiempo, que lo trataba habitualmente en sede de contratos en particular y de su incumplimiento (Barrientos Grandon, 2016,pp.23-24).

El Artículo 45 define el caso fortuito como “el imprevisto al que no es posible resistir, como un naufragio, un terremoto, el apresamiento de enemigos, los actos de autoridad ejercidos por un funcionario público, etc.”. Como lo destaca Hernán Corral (2014), (…) la regla proviene de un pasaje del jurista romano Gayo que decía que un caso mayor (maoir casus) es “aquel que la humana debilidad no puede resistir, como un incendio, ruina o naufragio” (D’Ors, 1968, 1972, 1975, Digesto 44. 7. 1. 4), retomada por las Siete Partidas, ya que este cuerpo jurídico considera los casos fortuitos como la “ocasión que acaece por ventura, de que non se puede ante ver. E son estos: derribamiento de casas, fuego que se enciende a so ora, e quebrantamiento de navio, fuerza de ladrones, o de enemigos” (Partida7, tít. 33,ley11), y definitivamente fijada por el Diccionario Razonado de Legislación y Jurisprudencia de Joaquín Escriche Martin (1831), quien define el caso fortuito como

El suceso inopinado o la fuerza mayor que no se puede prever ni resistir: ley 11, tít. 33, Part. 7. Tales son las inundaciones, torrentes, naufragios, incendios, rayos, violencias, sediciones populares, ruinas de edificios causadas por alguna desgracia imprevista, y otros acontecimientos semejantes. (II, pp.228-229)

La elección del Diccionario por parte de los codificadores se debió al hecho de que en esta obra no se encuentra ninguna referencia al origen divino de los casos fortuitos, dado que Joaquín Escriche Martín fue un ilustrado español y fiero republicano, que por sus posiciones políticas fue perseguido y obligado a refugiarse en Francia. Y análogamente, su Diccionario, publicado en 1831, debido a sus claros intentos pedagógicos, y por ser originalmente escrito para un público general, como demuestra el hecho de que en su primera edición fueran omisas las citas de las leyes, puede considerarse expresión vívida del movimiento ilustrado español. Una obra ilustrada, entonces, que el mismo autor no dudaba en describir como

(…) una pequeña biblioteca de nuestra jurisprudencia y legislación, en que se hallarán las leyes vigentes con las variaciones que la mano de la reforma les hiciera sufrir, y en que con la claridad y exactitud que se ha procurado dar a las definiciones, con la explicación de las palabras técnicas y las diferentes acepciones en que pueden tomarse, con los principios y doctrinas, que oportunamente se desenvuelven, se tendrá una base para fijar las ideas en cada materia, una clave que facilite a todos la inteligencia del idioma legal, una luz que alumbre a los que emprenden este camino sombrío y tan sembrado de tropiezos y peligros. (Escriche, 1831, I, p.V[I])6

En consecuencia, el Diccionario se insertaba muy claramente “en el interior de un movimiento que confería especial importancia, por su efecto pedagógico, a enciclopedias, repertorios, lexicones, teatros de legislación y vocabularios jurídicos” (Ramos Núñez, 2003, I, p.123). Es decir, en una tradición pedagógica de una clara impronta ilustrada. Así que no ha de extrañar que la definición del caso fortuito contenida en el diccionario no mencione al origen divino, limitándose a definir esta categoría jurídica como “el suceso inopinado o la fuerza mayor que no se puede prever ni resistir”, como, por ejemplo, “las inundaciones, torrentes, naufragios, incendios, rayos, violencias, sediciones populares, ruinas de edificios causadas por alguna desgracia imprevista, y otros acontecimientos semejantes” (Escriche, 1831, II, p.228).

La omisión de Dios de la ecuación puede parecer sin importancia, pero resulta francamente interesante, sobre todo si se considera la caracterización ilustrada de la obra y la fe política del autor, que duró toda su vida; viene al caso repetir que fue un ferviente republicano, de tal modo que fue sujeto de persecución por la policía española, viéndose obligado a refugiarse en Francia, como se señalaba con anterioridad. De hecho, una abundante bibliografía ha demostrado que la puesta en discusión de la paternidad divina de los desastres, muy querida para los exponentes de la Ilustración, se convirtió rápidamente y también en una bandera del bando republicano, registrándose con particular contundencia en las colonias americanas de la Corona Española, que en las primeras décadas del siglo XIX tuvieron que luchar contra la metrópoli para conseguir su propia independencia. Por otro lado, la recusación de Dios como motor primero de los desastres resultaba tremendamente funcional para quitar una importante herramienta de legitimación a la Corona y a la Iglesia, que veían en las catástrofes de origen naturales fecundas ocasiones para reafirmar su papel de intermediarios entre el pueblo y Dios. En otras palabras, negar un papel activo de Dios en los desastres relacionados con amenazas de origen natural permitía a los insurgentes quitar eficaces armas de propaganda política al partido imperial. Como explica Rogelio Altez Ortega (2006):

Los revolucionarios de entonces intentaban darle un nuevo orden a la realidad ante los ojos de todos, explicando la necesidad de extinguir la sociedad de castas, desprenderse para siempre del yugo colonial y comenzar a formar un gobierno local, con intereses y personajes locales. Para ello, era imperante, entonces, el cese de la creencia en la monarquía y en la intermediación divina del rey, haciendo a un lado la culpa por ello y asumiendo la responsabilidad de empujar a toda la sociedad delante, al progreso y la libertad.(p.95)

Y para conseguir estos ambiciosos objetivos era por lo tanto necesario

(…) asumir una matriz semántica que incluyera a la naturaleza como una propiedad, viva por sus propias leyes de existencia y no por la voluntad incomprensible de Dios, así como también suponer la inmediata absorción de una nueva verdad, absolutamente empírica y positivista, alejada de castigos y condenas a los fieles pecadores.(Altez Ortega, 2006, p.95)

Lo que se está exponiendo se demuestra, por ejemplo, por el hecho de que “el 26 de marzo de 1812 a las 4:07 minutos de la tarde ocurrió un enorme sismo que cambió el curso de la historia de Venezuela” (Rodríguez, 2010, p.238). En realidad, los terremotos fueron dos, pero, por la gran intensidad, devastación y extensión geográfica que tuvieron, por mucho tiempo se consideraron como un único fenómeno telúrico (Altez Ortega, 2000, pp.1-32;Altez Ortega, 2006; Laffaille y Ferrer, 2003, pp.107-123; Rodríguez, 2010, p.238). El primero asoló la región costera, “destruyendo Caracas, La Guaira, Barquisimeto y otras poblaciones, y el segundo azotó la zona andina que destrozó Mérida” (Rodríguez, 2010, p.238). La peculiaridad de este evento sísmico fue que, por ocurrir en plena guerra de independencia y por golpear sólo a las ciudades controladas por el bando “patriota”, determinó el fracaso de la Primera República Venezolana, constituida un año atrás, y que todavía estaba luchando contra la Corona Española. Además, los dos terremotos ocurrieron en “jueves Santo, día de festividades solemnes en todas las sociedades católicas. Día de misas y procesiones rendidas al culto de la pasión de Jesús” (Rodríguez, 2010, p.238); y no en un Jueves Santo cualquiera, sino “justo en el aniversario de ese otro jueves santo, el de 1810, cuando el Cabildo de Caracas decidió desconocer la autoridad española” (Rodríguez, 2010, p.238). La coincidencia no dejó esperanzas para la joven república, ya que el fenómeno natural fue inmediatamente interpretado por el pueblo como claro testimonio que Dios condenaba la insurrección, y fue utilizado por el clero, siempre fiel a la causa monárquica, para deslegitimar a los “rebeldes”. A este respecto, hay una anécdota muy significativa. Para acallar al padre dominico Felipe Mota -que en medio de la emergencia “acusaba a los patriotas del terremoto, pues con su desconocimiento del monarca y sus afrentas a la Iglesia, habían colmado la paciencia del señor de los cielos”-, el entonces joven coronel de milicias Simón Bolívar exclamó que “si se opone la Naturaleza, lucharemos contra ella y haremos que nos obedezca”, y viendo el efecto que las prédicas estaban teniendo en la población lo hizo encarcelar (Rodríguez, 2010, p.238). Justamente, como subraya Pablo Rodríguez (2010), “estos hechos ocurridos en medio del desastre y en forma pública, revelaron muy pronto lo que sería la guerra simbólica e ideológica en torno al siniestro” (pp.240-241).

Lo que se acaba de mencionar demuestra claramente cómo durante las guerras de independencia, el origen divino de los desastres relacionados con amenazas de origen natural, y, por ende, el caso fortuito que los disciplinaba jurídicamente se había convertido en un terreno de lucha. Los patriotas, más “modernos” y progresistas, empezaron a subrayar siempre con más fuerza el origen natural, y por tanto apolítico de estos fenómenos, mientras que los monárquicos, y el clero en particular, defendieron el origen divino de los mismos, por considerarlo una de sus más preciadas armas de disputa política e institucional. Es necesario subrayar que recurrir a esta argumentación por parte de los círculos más reaccionarios no fue extraño al contexto chileno, ya que en este apéndice extremo del imperio español su utilización se registró aun después la independencia del país. El 28 de enero de 1813, el sacerdote, escritor y político chileno Camilo Henríquez, motivado de lo que había pasado en Venezuela por el temblor de 1812, escribió para la Aurora de Chile el artículo “Los terremotos no son más que fenómenos de la naturaleza” (Henríquez, 1813, pp.1-2). En este ensayo, después de haber comentado muy severamente las consecuencias políticas que el movimiento telúrico había provocado en la república venezolana, al afirmarque “el temblor ha despertado el fanatismo, y ha sido un escándalo para los enemigos de la libertad pública, mirándolo como un efecto de la cólera celeste”, el religioso constató que se trataba de “un modo de pensar tan indigno de unos tiempos de tanta ilustración y filosofía” e invitó a la administración pública a contrastar tal comportamiento con la vigilancia policial, promoviendo “en lengua vulgar los buenos estudios, para que se generalicen los conocimientos” (Henríquez, 1813, pp.1-2).

Desde el comienzo, entonces, el patriota chileno intentó quitar a los monárquicos una de sus armas más peligrosas, es decir, el supuesto apoyo de Dios a su bando demostrado, a través de un terremoto como un “apoyo”, o mejor dicho una eventualidad, que en América habría podido tomar forma en cualquier momento. De hecho, los independentistas eran perfectamente conscientes de esto y Camilo Henríquez decidió, por lo tanto, utilizar el espacio a él reservado por el periódico para impartir una clase de ciencias naturales a sus lectores. Y poco importa si las explicaciones científicas expuestas aparezcan hoy en días erróneas, ya que retoman aún las creencias antiguas que particularizaban como causas de los acontecimientos telúricos: la explosión de mucho material combustible (metales en particular) presente en el interior del planeta (Helly, 1989, pp.170-177; Macías, 2011, pp.37-67; Marmo, 1989, pp.170-177), porque el mérito principal del artículo está en el hecho de clasificar los terremotos como “fenómenos de la naturaleza” e intentar explicar a los lectores, con toda claridad, que como tales acaecían en todo el planeta y en América en particular, por ser este continente muy rico en minas (y por lo tanto rico en metales) y de volcanes, reputados por el autor como alguna clase de válvula de seguridad del planeta mismo (Henríquez, 1813, pp.1-2). Al respecto, estas fueron las palabras exactas del autor:

La América es una de las partes del mundo más expuestas á estos infaustos accidentes por la inmensa y prodigiosa abundancia de minerales que encierra en sus entrañas. Ella es cierto que abunda en volcanes, los cuales son un beneficio de la naturaleza, que dan salida al fuego, al ayre, ý al agua reducida á vapores, con lo que impiden en ciertos tiempos la subversión total del país. Pero por la acción del fuego se arruina lo interior de los mismos volcanes; tierra y peñascos se precipitan sobre las materias inflamadas, y en fusión; la salida de los fluidos enrarecidos se impide; todos estos agentes poderosos hacen esfuerzos por salir, y proceden terribles conmociones á la erupción de los volcanes. Por eso hay tanta relación entre estas erupciones y los temblores. Las erupciones del Cotopaxi, del Tunguragua, del Pichincha, han sido acompañadas de espantosos terremotos, que se han sentido con viveza, y á veces con estrago en toda la extensión de la zona ardiente. (Henríquez, 1813, pp.1-2)

Claramente, el esfuerzo de Camilo Henríquez no fue suficiente. Y si la independencia de la Capitanía General de Chile pudo conseguirse después de algunos años, muy pronto otros enfrentamientos políticos ofrecieron la oportunidad a los círculos más reaccionarios, apoyados por la Iglesia, de interpretar los terremotos como un signo inequívoco de la oposición de Dios para obstaculizar reformas no gratas para ellos. Por ejemplo, después del terremoto que sacudió a las provincias de Valparaíso y Santiago de Chile, el 19 de noviembre de 1822, el clero intentó utilizar el desastre para fines políticos. Como fue muy bien demostrado por Gabriel Cid Rodríguez, en estas circunstancias convulsas, el fraile Tadeo Silva proclamó públicamente que los remezones eran signos inconfundibles de la ira divina, provocada por la “creciente pecaminosidad colectiva” (Cid Rodríguez, 2012, p.62) y alimentada por “los libros irreligionarios, que corrompen la moral, el desprecio del sacerdocio, el lujo excesivo que destruye las familias, la arrogancia de muchos orgullosos fariseos, la mofa de las prácticas religiosas, y otros vicios que omitimos referir” (Cid Rodríguez, 2012, p.62). Y como subraya el autor apenas citado, es muy probable que esta lectura de los trágicos acontecimientos de 1822 tuviese como único objetivo quitar consenso popular al gobierno para obstaculizar la promulgación de “una reforma eclesiástica en el país”, que en aquellos meses se había empezado a discutir, “tomando como modelo el Río de la Plata” (Cid Rodríguez, 2012, p.62).

Por lo tanto, no debe extrañar que al momento de definir el caso fortuito, en el Artículo 45 del Título preliminar del Código Civil (decisión que como se dirá más adelante fue bastante tardía, ya que sólo la asumió la Comisión Revisora de 1853-1855), se tomara como referencia la entrada delDiccionario de Escriche (cuya primera edición se remontaba a 1831) que, como mostramos, por ser de carácter ilustrado seculariza de facto el caso fortuito, y no la incluida en otras obras de matriz mucho más conservadora y teológica, publicadas más o menos en los mismos años. Entre éstas, por ejemplo, podríamos incluir sin duda la celebérrima obra LasInstituciones de derecho real de Castilla y de Indias, publicada por primera vez en Guatemala, entre 1818 y 1820, por el eclesiástico y doctor en teología, profesor de Instituciones de Justiniano en la Pontificia y Real Universidad de San Carlos de Guatemala, José María Álvarez. Una obra que alcanzó un tremendo éxito y que, por lo tanto, los integrantes de la comisión revisora, y el mismo Bello, no podían desconocer. De hecho, este texto si bien en un principio fue destinado al alumnado universitario, muy pronto se convirtió en una obra de renombre internacional: en 1825 y 1834 se reimprimió en La Habana; en 1826, en México y Filadelfia; en 1827, una versión mejorada vio la luz en Nueva York; en 1829, 1839 y 1892 en Madrid; en 1836 en Bogotá (Ramos Núñez, 2003, I, p.139). A éstas se añadieron también versiones “patrias” de la obra. Así, por ejemplo, en 1834 se publicó “una edición bonaerense, preparada por el codificador argentino Dalmacio Vélez Sársfield, sobre la base de la legislación argentina” (Ramos Núñez, 2003, I, p.139), y en 1843 se imprimió “una edición mexicana al cuidado de Mariano Darío Fernández, bajo el título de InstitutaMexicana o Álvarezamplificado, obra elemental de derecho patrio” (Ramos Núñez, 2003, I, pp.139-140). Sin embargo, en las “Instituciones de derecho real de Castilla y de Indias”, José María Álvarez atribuye los casos fortuitos a la voluntad divina, y lo hace claramente al momento de analizar las obligaciones, cuando en el punto 16 profundiza en el daño, el dolo, la culpa y el caso fortuito. Por daño, escribe el autor, se entiende “todo aquello que disminuye nuestro patrimonio” (Álvarez, 1854, p.48). Es decir, por daño se refiere al “empeoramiento, o menoscabo, o destruimiento que ome recibe en si mesmo o en sus cosas por culpa de otro, que puede suceder, añade, por dolo, culpa o caso fortuito”. Por dolo, lo que “se verifica cada vez que alguien dañe algo con propósito o intención”. Por culpa, cuando “se registra la falta por negligencia o descuido” (Álvarez, 1854, p.48). Por caso fortuito, el daño que “viene de la providencia divina, que así lo dispone, y a la que no se puede resistir” (Álvarez, 1854, p.48), y al respecto el autor explica al punto 18 del mismo Título que “al caso fortuito, hablando en general, ninguno está obligado”, ya que “a ninguno se puede imputar lo que no puede impedir, sino que depende de la providencia divina que gobierna todas las cosas” (Álvarez, 1854, p.50).

Claramente, el Artículo 45 no se tomó simplemente del Diccionario de Escriche, sino que se adaptó, como se verá más adelante, por la Comisión Revisora de 1853-1855, a las características naturales y geológicas del país, añadiendo el terremoto a los ejemplos proporcionados por el jurista español. De hecho, ya a los contemporáneos quedaba claro que Chile era sujeto más que otros países a los movimientos telúricos de gran envergadura, si bien claramente por entonces nadie sabía que esto se debía al hecho que su territorio se coloca en el “Cinturón de Fuego del Pacifico”, una de las zonas más símica de nuestro planeta, por estar sobre la placa de Nazca y la placa Antártica (Urbina Carrasco, Gorigoitía Abbott y Cisternas Vega, 2016). Sin embargo, esta condición geológica, confiriendo “una periodicidad al tópico sísmico dentro de todas las épocas” habría ayudado “a que los terremotos se impusieran como los grandes referentes de la idea de desastre dentro del territorio”.7 En la mentalidad chilena la ocurrencia sistémica de los terremotos los convirtió en el prototipo perfecto de caso fortuito. Por otra parte, debe considerase que en 1853 (año de inicio de la última etapa de revisión del Código antes de su promulgación) se habían verificado en territorio chileno desde 1541 (año de fundación de la Capitanía General de Chile) veinticuatro grandes terremotos, es decir, sismos importantes y/o destructivos, con magnitud mayor o igual a 7.0 Richter, y de estos once habían sacudido la nación después de 1818 (año de la independencia e inicio oficial del gobierno republicano).8 De manera que, en promedio, durante la época colonial ocurrió un gran terremoto cada 21 años, mientras que durante la republicana este patrón se hizo muchos más impactante, ya que, calculándolo para el periodo 1818-1853, resulta de apenas tres años.

V. Para concluir… algunas reflexiones acerca de la paternidad del art. 45

Si resultó bastante simple explicar, o por lo menos deducir, el motivo que condujo al legislador chileno a incluir, en el Título Preliminar del Código Civil de 1855, un artículo específico para definir el caso fortuito y avanzar hacia una hipótesis del porqué la definición ahí presentada se diferencia de la fuente directa utilizada para redactarlo (el Diccionario de Escriche). Mucho más compleja resulta la identificación del padre de la norma. De hecho, como lo subrayó Hernán Corral, “la norma del art. 45, tal como la conocemos, no estuvo en los primeros proyectos de Código Civil. Apareció recién en el llamado “Proyecto Inédito” (Corral, 2014), en el que el artículo 44 relataba que: “se llaman casos fortuitos los imprevistos a que no es posible resistir, como naufragios, terremotos, apresamiento de enemigos, actos (de autoridad ejercidos por un funcionario público, etc. El caso fortuito se llama fuerza mayor cuando consiste en un hecho del hombre, como en los dos últimos ejemplos” (Consejo de Instrucción Pública, 1890, p.11).

Según Hernán Corral (2014) es muy probable que “haya sido el mismo Bello, quien, como integrante de la Comisión” redactara la norma que se acaba de reportar. La hipótesis podría ser cierta, y seguramente tiene sus fundamentos, ya que, como se dijo, el papel imprescindible de Bello en la redacción del Código, como la autoridad a él reconocida por la Comisión Revisora, está fuera de discusión. Sin embargo, el hecho de que esta norma se introdujo solamente hasta la fase final del largo proceso que condujo a la promulgación del Código, permite poner en duda que la paternidad de esta norma específica, o mejor dicho la idea de incluirla en el cuerpo jurídico, haya sido suya. Contrario a esta idea, por ejemplo, estaba también Luis Felipe Borja, autor del Estudio sobre el Código Civil Chileno (Borja, 1901), publicada en 1901, quien, analizando el Tomo Primero del Título preliminar, al momento de comentar el Artículo 45, afirmó: “Don Andrés Bello no definió en su proyecto el caso fortuito, y al revisarlo, se reparó la omisión” (Borja, 1901, p.468).

Por otro lado, y respaldando lo subrayado por el jurisconsulto ecuatoriano, si la idea de incluir en el Título Preliminar la definición de caso fortuito, había sido de Bello, ¿por qué no incluirla en uno de los proyectos precedentes? Como se dijo,el proceso de codificación dio sus primeros pasos en 1830 y se concluyó en 1855, y en este largo periodo su principal promotor tuvo la oportunidad de vivir o tener noticia directa de nueve grandes terremotos (1829, 1831, 1833, 1835, 1837, 1847, 1849, 1850, 1851)9 ocurridos en territorio chileno. Por cierto,estos acontecimientos no lo dejaron indiferente ya que él mismo en sus memorias recuerda que su casa natal en Venezuela, y la iglesia situada al lado de ésta, fueron arruinadas por el espantoso sismo de 1812(Amunátegui Aldunate, 1882, p.1).Así que resulta muy probable que Bello siempre se haya sentido de alguna manera cercano a las víctimas de estos espantosos acontecimientos. Un ejemplo de ello lo demuestra el hecho que el padre del Código Civil tuvo un papel muy activo en los momentos posteriores al tremendo terremoto que sacudió la ciudad de Concepción, en 1835. Como indicó Rafael Sagredo, al momento de inaugurar el año académico del Departamento de Ciencias Históricas y Sociales de la Universidad de Concepción, con su charla intitulada Ciencia, Terremotos y nación, Darwin en Chile, “el diario El Araucano, dirigido por Andrés Bello, comenzó a informar sobre el terremoto”, por ocurrir durante la presidencia de José Joaquín Prieto, y se convirtió muy pronto en “un importante catalizador del sentimiento de nacionalidad”, cuya importancia fue seguramente aumentada por el delicado momento político que por entonces estaba viviendo Chile, con “Portales gobernando de facto, con O’Higgins exiliado en Perú, con estado de sitio y disputas de todo tipo” (Sagredo, 2016). En estos concitados tiempos, Andrés Bello no se limitó a relatar los acontecimientos, sino que empezó a perorar la necesidad de asistir a los afectados, tanto que “el gobierno organizó una suerte de ‘Teletón’, que, seguramente no es erróneo decir, fue impulsado con fuerza por el futuro padre del Código de 1855 (Sagredo, 2016). Por lo tanto, como fue subrayado por Sagredo, el jurista naturalizado chileno fue determinante para conferir “al terremoto un carácter nacional, pese a que era un fenómeno que no había afectado a todo el país”, argumentando, entre otras cosas, que “lo ocurrido había sido “un golpe funesto para la República”, motivo por el cual llamaba a reconstruir y ayudar “por el honor nacional” (Sagredo, 2016).

Es posible plantear entonces que el Artículo 45 del Código Civil de 1855 fuera propuesto por alguien más. De otra manera no se explicaría su ausencia en los proyectos de Código presentados precedentemente por Bello. Es muy probable suponer que su inclusión haya sido sugerida por uno de los miembros de la Comisión Revisora (1853-1855),10 o por alguno de los tribunales o jueces togados encargados por el gobierno de examinar el proyecto de 1853 (Amunátegui Aldunate, 1882, p.7; Jaksic, 2001, p.198). Y esto resultaría conforme con la idea de Código del jurista y literato venezolano: una obra coral, escrita por la nación para la nación, y no un simple y estéril ejercicio de técnicos y juristas;11 que, por su naturaleza intrínseca, debía mirar a la actualización y modernización del cuerpo legislativo, considerando, entre otras cosas,

(…) la mudanza de las costumbres, el progreso mismo de la civilización, las vicisitudes políticas, la inmigración de ideas nuevas, precursora de nuevas instituciones, los descubrimientos científicos, y sus aplicaciones a las artes y a la vida práctica (…). (Jaksic, 2001, pp.198-199)

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* Este artículo es parte de una investigación financiada mediante elproyecto CONICYT FONDECYT Postdoctorado (N° 3170402), cuyo apoyo agradezco en esta nota.

1 A este respecto véase también Guzmán Brito, 2006, p.180.

2De hecho, “la proposición de O'Higgins, de mandar traducir los códigos napoleónicos y promulgarlos como chilenos, no tuvo la menor acogida ni fue reiterada; de ahí en adelante todo plan fijador que hubo de proponerse partía del supuesto de la elaboración de códigos fundados en el derecho patrio” (Guzmán Brito, 2006, p.230).

3Sobre Andrés Bello véase Amunátegui Aldunate, 1882; Amunátegui Reyes, 1885; Ávila Martel, 1981; Caldera, 1950; Guzmán Brito, 1982; Jaksic, 2001; Murillo Rubiera, 1986.

4Al respecto véase también Bravo Lira, 1984b, pp.71-106;Guzmán Brito, 2006.

5Sobre la cuestión en general, Guzmán Brito, 2006, p.243. Sobre la influencia de Sala, Barrientos Grandón, 2009. Sobre la de Pothier y Savigny, las notas del mismo Bello al Proyecto de Código Civil de 1853.

6El pasaje es citado también por Ramos Núñez, 2003,I, p.123.

7Y esto, claramente, a pesar de no ser los únicos acontecimientos desastrosos registrados, ya que desde los primeros años de la conquista se verificaron también erupciones volcánicas, tsunamis, inundaciones, incendios, hambrunas y sequías. Tanto que Chile llegó a recibir el apodo de “tierra de las catástrofes” (Onetto Pavez, 2017, pp.23-27).

8Para extrapolar estas informaciones se utilizaron los datos proporcionados por el Centro Sismológico Nacional(Grandes Terremotos en Chile, s.f.).

9Se sabe que Bello llegó a Chile desde Europa en el 1829. Respecto de los grandes terremotos registrados en el territorio nacional después de aquel momento confróntense los datos proporcionados por el Centro Sismológico Nacional(Grandes Terremotos en Chile, s.f.).

10La comisión estaba conformada por Ramón Luis Irarrázaval Alcalde, Manuel José Cerda Campos, José Alejo María del Carmen Valenzuela Díaz, Diego Arriarán del Río, Antonio García Reyes, Manuel Antonio Tocornal Grez, José Miguel Barriga Castro, José Gabriel Ocampo Herrera Manuel Montt. A este respecto véase Guzmán Brito, 2006, p.243.

11De hecho, aún en 1841, refiriéndose al proyecto de codificación que estaba armando en aquel tiempo, en un artículo publicado en El Araucano había escrito que: “ni debe ser ésta la obra de unos pocos individuos: debe ser la obra de la nación chilena. Deben concurrir á ella, con sus luces, sus consejos, sus correcciones, y sobre todo su experiencia, los jurisconsultos, los magistrados y los hombres de Estado chilenos” (Amunátegui Aldunate, 1882, p.7)

Recibido: 11 de Abril de 2019; Revisado: 10 de Septiembre de 2019; Aprobado: 12 de Septiembre de 2019

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