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Revista de historia del derecho

versión On-line ISSN 1853-1784

Rev. hist. derecho  no.59 Ciudad Autónoma de Buenos Aires jun. 2020

 

INVESTIGACIONES

Discusiones sobre el gobierno parlamentario en la Facultad de Derecho (1890-1920)

Debates on the Parliamentary government in the Faculty of Law (1890-1920)*

** Jefe de trabajos prácticos con dedicación exclusiva de Historia General en la Universidad Nacional de San Martín, Profesora Protitular de Historia de las ideas políticas III en la Universidad Católica Argentina y docente invitada en la Universidad Torcuato di Tella (Argentina). Licenciada en Historia y Doctora en Ciencias Políticas por la Universidad Católica Argentina (Argentina). Miembro del Centro de Estudios en Historia Política de la Universidad Nacional de San Martín (Argentina). Dirección postal: Avenida Santa María 4100 (1648) Tigre - Provincia de Buenos Aires (Argentina). Email: maria_pollitzer@hotmail.com

RESUMEN

La Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires ofició, desde sus orígenes, como un espacio fundamental de reflexión y producción intelectual. En sus aulas, profesores y estudiantes se interrogaron acerca de los desafíos políticos e institucionales que atravesaba la Argentina y presentaron nuevas alternativas a recorrer. Este artículo se concentra en una de las problemáticas que los interpeló, particularmente, en torno al cambio de siglo: la necesidad de repensar la naturaleza del poder ejecutivo, las atribuciones que la constitución le confiere y la manera en que debía vincularse con el poder legislativo. Busca reconstruir, en primer lugar, los canales a través de los cuales estas temáticas fueron discutidas e identificar a sus principales interlocutores. En segundo lugar, examina los argumentos invocados por quienes insistían en la conveniencia de adoptar un régimen parlamentario y los de quienes, con igual ahínco, defendían la superioridad del régimen vigente.

PALABRAS CLAVES: Parlamentarismo; Facultad de Derecho y Ciencias Sociales; Tesis doctorales; Poder Ejecutivo; Gobierno Representativo

ABSTRACT

Since its beginnings, the Faculty of Law and Social Sciences of the University of Buenos Aires was a forum for reflection and intellectual production, in which many political leaders and eminent public figures were trained. In its classrooms, teachers and students discussed Argentina's political and institutional challenges and explored alternatives reforms. This article focuses on one of the issues that attracted their attention around the turn of the century: the nature of the executive branch, its powers and, the way it should be linked to the legislative branch. In the first place, it studies the channels through which these issues were discussed, identifying the main interlocutors. Secondly, it examines the arguments presented by those who insisted on the desirability of establishing a parliamentary regime and by those who, with equal zeal, defended the superiority of the current regime.

KEYWORDS: Parliamentarism; Faculty of Law and Social Sciences; Doctoral Thesis; Executive Power; Representative Government

Sumario:

I. Introducción. II. Los protagonistas del debate. III. Congresos “pusilánimes”, presidentes “absorbentes” y ministros “obsecuentes”: un diagnóstico que a todos interpela. IV. Convocados a recorrer “el camino de Damasco”. V. Precavidos frente a un mal crónico: la práctica de la imitación. VI. “Observadores calificados de un tránsito fallido”: A modo de conclusión. VII. Fuentes primarias. VIII.Referencias bibliográficas.IX. Anexo: tabla 1 y tabla 2.

Introducción

La Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires ofició, desde sus orígenes, como una arena fundamental de reflexión y producción intelectual. En sus aulas, profesores y estudiantes volcaron su pluma y oratoria para interrogarse y dar respuesta a los desafíos políticos e institucionales que atravesó la Argentina y/o para presentar nuevas alternativas a recorrer. Como han demostrado numerosos estudios, fue también un espacio privilegiado de sociabilidad y de reclutamiento de las elites políticas y culturales de nuestro país (Buchbinder, 2005, 2012, 2013; Cantón, 1966; Halperín Donghi, 1962, 2000; de Imaz, 1964; Ortiz, 2012; Ortiz, Barbarosch y LescanoGalardi, 2011; Zimmermann, 1995, 2008, 2012).Se buscaba quesus futuros “elementos dirigentes”, esperados “estadistas”, se prepararan allí para “perfeccionar nuestra democracia” (Díaz Arana, 1916, p. 274) y “promover las reformas indispensables para el mejoramiento de la República” (Orma, 1917, p.826). En efecto, muchos de sus egresados y de sus profesores fueron también personajes de notable gravitación en la vida pública, ocuparon distintos cargos políticos en los gobiernos nacionales y provinciales, presentaron proyectos de reforma electoral y/o constitucional, y buscaron influir en la opinión pública a través de sus libros o publicaciones en diarios y revistas.

Varios fueron los temas que, en materia de derecho constitucional, ocuparon el centro de las reflexiones de estos claustros docentes y estudiantiles entre 1890 y 1920. Entre ellos, podemos señalar: el sujeto de imputación de la ciudadanía; la naturalización de los extranjeros; las vías de participación ciudadana; el problema del abstencionismo electoral; la legislación electoral vigente y la necesidad de su reforma; la cuestión del sufragio, su naturaleza y extensión; la organización de la Justicia; la relación entre el Estado y la Iglesia, la distancia observada entre la aspiración constitucional tendiente a consolidar un régimen federal y los resultados concretos que la experiencia de las últimas décadas había arrojado, o bien, la naturaleza del poder ejecutivo nacional, las atribuciones que la constitución le confiere, el modo en que ha de vincularse con el poder legislativo y la posibilidad de instaurar un régimen parlamentario. Es sobre este último aspecto que nos interesa concentrarnos en esta oportunidad.

Objeto de un sostenido estudio y análisis por parte de docentes y alumnos de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales entre 1890 y 1920, el interés por estos temas, cuya discusión era reputada por los interlocutores como de una “de indudable oportunidad” (Gordillo, 1892, p. 11) y de “palpitante actualidad” (González Calderón, 1919, p. 193), conoció dos momentos de mayor intensidad, entre 1892 y 1899 el primero, y entre 1910 y 1918, el segundo. El propósito del siguiente trabajo es reconstruir, precisamente, el marco en que dicho debate tuvo lugar. Así, en una primera parte, la atención se centra en los actores que se vieron involucrados en él y los espacios desde los cuáles éste se canalizó. En un segundo momento, el interés se circunscribe a uno de los aspectos que más disidencias trajo aparejadas en este ambiente: las supuestas bondades y la consiguiente conveniencia de la adopción de un esquema parlamentario como solución a nuestros problemas políticos. A partir del análisis de un rico corpus documental (integrado por tesis doctorales defendidas en el período trabajado por alumnos que aspiraron al título de doctores en jurisprudencia, discursos y artículos publicados por alumnos y docentes en revistas vinculadas estrechamente a la vida de la Facultad o lecciones impartidas por algunos de los profesores) se reponen los principales argumentos con los cuales algunas voces insistieron en la imperiosa necesidad de dar curso a los cambios institucionales requeridos y los de aquellos que defendieron, con igual ahínco, la superioridad del régimen vigente.

Consideramos que la indagación acerca de las formas en las que su claustro docente, sus autoridades y sus alumnos analizaron, discutieron y problematizaron este tipo de dificultades relativas al gobierno representativo puede contribuir a iluminar una compleja discusión y a complementar las lecturas que sobre este período y sus problemáticas se vienen realizando desde otros ángulos, como el del análisis de los debates parlamentarios, del discurso político presente en las obras de destacados publicistas o aquél que se manifiesta a través de la prensa periódica.

II. Los protagonistas del debate

Hasta 1909, en la Universidad de Buenos Aires, la carrera de abogacía duraba cinco años y los títulos de abogado y doctor se expedían simultáneamente una vez que el alumno defendía ante un tribunal su trabajo de tesis. A comienzos del siglo XX el número de inscriptos se había elevado considerablemente, y, si en 1890 la Facultad de Derecho contaba con apenas 310 alumnos, en 1909 éste rondaba en torno a los 1050. A partir de entonces, con la aprobación de un nuevo plan de estudios (que venía siendo discutido desde 1904), el doctorado quedó separado de la carrera de grado (a la que se sumaba un año) y se crearon asignaturas específicas para quienes, extendiendo sus estudios por un año más, aspirasen al título doctoral.1

En este marco, observamos que entre 1890 y 1908, 42 alumnos optaron por dedicar sus tesis doctorales a analizar distintos aspectos de la vinculación entre el poder ejecutivo y el legislativo: 7 de ellos se propusieron discutir la superioridad y/o conveniencia del gobierno parlamentario sobre el gobierno presidencial y las posibilidades de su adopción entre nosotros; 8, eligieron concentrar su atención en los ministerios y la cuestión de la responsabilidad ministerial; 3, abordaron las atribuciones del poder ejecutivo; 7, las atribuciones del poder legislativo; 6, los privilegios parlamentarios y 11, se centraron en el juicio político. La Tabla 1 da cuenta de sus nombres y los títulos de sus respectivos trabajos.

Las alusiones directas a estas temáticas apenas si aparecen en los discursos pronunciados por docentes y alumnos en los actos de colación de grados o aquellos a cargo de los decanos en la inauguración de los cursos, ocasiones en las que los expositores no dejaban de referirse a los problemas y desafíos por los que atravesaba la República. De ahí que se destaquen las palabras de W. Escalante (profesor de Filosofía del Derecho y más tarde-entre 1907 y 1910- decano de la Facultad), quien, al despedir a los graduados en 1891, les alertaba acerca del “extravío” en que se encontraba sumido el poder legislativo de la nación. Erigido por nuestra constitución como “guía y control del poder Ejecutivo” su actitud servil lo había convertido más bien en una “máquina de sancionar lo que orden[ase] el poder ejecutivo”. Sus críticas se dirigían, así, al “esclavo blanco disfrazado de legislador” que tiene “amarrada su inteligencia y su voluntad bajo el látigo del poderoso, como los corceles que arrastran el carruaje fruto de su ignominia” (Escalante, 1891, p. 238). Llama la atención el hecho de que, en los años inmediatamente posteriores a este discurso, varios alumnos hubieran elegido como tema de su disertación justamente las bondades del sistema parlamentario, tal como puede observarse en el cuadro anterior.

A partir de 1909 entró en vigor una nueva ordenanza que disponía un mecanismo especial para la elección de los temas sobre los que deberían versar, a partir de entonces, las tesis doctorales. Cada año, los profesores titulares debían sugerir tres puntos del programa de sus respectivas materias y elevarlos a la consideración del Consejo Directivo de la Facultad, órgano encargado de seleccionar uno solo por asignatura. Se contemplaba la posibilidad de que un alumno pudiera optar por un tema no incluido en el listado final, siempre y cuando contara con la autorización y aprobación del Consejo. El listado de temas final oscilaba entre 35 y 45 “cuestiones nacionales o de interés para la vida jurídica o social de la nación” (Bidau, 1912, p. 623). En laTabla 2 se detallan, a modo de ejemplo, algunos de estos temas sugeridos durante la década de 1910-1920 y los nombres de los doctorandos que los eligieron como tópico de su disertación.

La elección de los temas para las disertaciones doctorales, más libre hasta 1908 y restringida o direccionada a partir de entonces, nos habla claramente del grado de importancia, actualidad y/o atractivo personal que al menos estos 75 alumnos encontraban en los mismos. Si bien su reemplazo por otros (en el caso del resto del alumnado) no implica necesariamente una actitud contraria, lo cierto es que el porcentaje de graduados que optó por los temas aquí analizados fue significativamente bajo (oscila entre un 3 y un 3.5%) si tomamos el volumen total de las tesis presentadas en este período (entre 1890 y 1919 se defendieron cerca de 2260 tesis). Es conveniente recordar, a su vez, que el porcentaje promedio de estudiantes que optaron por algún tema vinculado con el derecho constitucional en esos años fue apenas del 20%. La gran mayoría se orientaba hacia el derecho civil y el derecho comercial. Para otros estudios basados en la revisión de las tesis doctorales de esta casa de estudios, cfr. Los trabajos de Buchbinder (2012),Di Gresia (2011), González Alvo y Riva (2015) oUbertone (1998-1999).

El espacio ocupado por estas problemáticas fue similar en el caso de la Revista publicada por el Centro de Estudiantes de la Facultad. En ella figuran: un artículo de Martín Acevedo sobre el “Juicio político” publicado en 1911, dos de Faustino Infante acerca de“Las atribuciones del poder ejecutivo” y “La razón de ser del veto en la República Argentina”, en 1912 y hacia 1918, una reseña de Emiliano Oliva sobre la tesis de Cabrera relativa a la elección presidencial.

Reconstruir en detalle la procedencia y trayectoria de los 75 doctorandos mencionados no es una tarea sencilla y escapa a las intenciones primeras de este trabajo. Por lo pronto, en el Archivo Histórico de la Universidad se preservan poco más de la mitad de los legajos de estos alumnos. En base a estos datos parciales podemos adelantar que cerca de 20 estudiantes eran oriundos de Buenos Aires y de la Capital Federal, mientras que la misma cifra representa a aquellos que provienen de distintas provincias, siendo las del litoral las que mayor caudal de alumnos aportaron. La gran mayoría de ellos (todos hombres, salvo Ma. Laura López Saavedra) iniciaron sus estudios con17/19 años y los culminaron en un lapso de 6 a 7 años. Al menos 8 de ellos escogieron como padrinos de tesis a miembros del Consejo Directivo de la Facultad, 5 se desempeñarían en los años próximos a su graduación como docentes de esta casa de estudios y 12 serían electos diputados nacionales.2 Uno de ellos, C. Meyer Pellegrini, será ministro de Obras Públicas durante la presidencia de R. Sáenz Peña, P. Díaz Colodrero será vice-gobernador y más tarde gobernador de Corrientes (1921-1925 y 1932) y dos de ellos oficiarán como interventores en la provincia de La Rioja (F. Quijarro en 1918-1919) y de Entre Ríos (A. Eguiguren en 1931).

Si volvemos la mirada sobre los profesores y autoridades de la Facultad observaremos que su interés por los desafíos planteados en torno a la organización del poder ejecutivo y los mecanismos e instituciones adecuados para hacer efectivo el gobierno representativo se manifestó a través de diversas instancias. En primer lugar, por medio de los premios otorgados. Como incentivo para la presentación de trabajos que demostraran “un mérito excepcional en el análisis del tema propuesto”, la Facultad contaba desde finales del siglo XIX con diferentesdistinciones: “Florencio Varela”, “Premio Facultad”, “Premio Gallo” y otro concedido por el Centro Jurídico. (Kluger, 2011). Este último, por ejemplo, propuso como tema especial para 1897 la consideración sobre el juicio político y Vicente Gallo fue quien obtuvo el galardón. En cuanto al “Premio Facultad”, en 1910 éste fue concedido a la mejor tesis sobre el Poder Legislativo (siendo J.A. González Calderón el alumno premiado) y en 1912, al trabajo más destacado sobre el Poder Ejecutivo (premio otorgado, en esta ocasión, a J.P. Ramos). Los tres doctorandos premiados se incorporarían en los años siguientes al claustro docente de la Facultad.

En otro orden y como parte de las reformas que afectaron el nuevo plan de estudios de la carrera de Abogacía, a partir de 1910 comenzaron a dictarse “cursos intensivos” o “monográficos” junto a los tradicionales “cursos integrales”. El objetivo perseguido era doble: por un lado, proporcionar un lugar desde el cual los profesores suplentes pudieran involucrarse más activamente en el ejercicio de la docencia en lugar de frecuentar la Facultad únicamente en los turnos de examen. Por el otro, se esperaba que en ellos la mirada del docente se concentrara durante todo el año alrededor de un solo tema, con el propósito de examinar sus diversas facetas en profundidad, familiarizando a los alumnos en “las complejidades, las lagunas, los puntos oscuros que la vista cinematográfica de la materia no les haría siquiera sospechar” (Bidau, 1911, p. 586). Los alumnos serían alentados a consultar diversas fuentes, a compilar datos y antecedentes y a plasmar el resultado de sus investigaciones en trabajo monográfico que entregarían al finalizar la cursada. Según señalara el decano E. Bidau en la apertura del ciclo lectivo de 1911, estos nuevos cursos versarían sobre cuestiones “que reclaman la atención de nuestros estadistas y legisladores y a los cuales este centro universitario de ciencias jurídicas y sociales tiene el inexcusable deber de prestar su contribución eficiente, el fruto de su labor serena, ilustrada y desapasionada” (Bidau, 1911, p. 582). La misma directiva reaparece en su discurso de 1912 (Bidau, 1912, pp. 619-26). Resulta de interés para este trabajo destacar que en 1911 el curso intensivo de derecho administrativo (a cargo del Dr. A.Orma) estuvo dedicado al análisis sobre la forma de elección presidencial mientras que el de 1912, a estudiar las atribuciones del Poder Ejecutivo (art. 86 de la Constitución). La naturaleza misma de este poder, su relación con el parlamento y el rol de los ministros fueron también objeto del curso intensivo dictado por Mariano de Vedia y Mitre en 1915, en su calidad de profesor suplente de la cátedra de derecho constitucional.3Por último, en 1919 J.A. González Calderón dictaría un curso intensivo sobre “El presidente y el congreso y en la teoría y en la vida de la Constitución” (González Calderón, 1919). El resultado de estas primeras experiencias fue saludado con entusiasmo y optimismo por parte de las autoridades de la Facultad, quienes encontraron “muy estimulantes” algunas de las producciones a las que los cursos dieron lugar y destacaron el aumento significativo en el número de lectores y de obras consultadas en la biblioteca de la Facultad. En efecto, en el discurso con el que dio inicio al ciclo lectivo de 1913, E. Bidau(1913) habla de un 58% más de lectores y un 45% más de obras consultadas por los alumnos en el último año (p. 632). No obstante, es preciso recordar que no todos compartían su optimismo. Para una lectura más cruda sobre la realidad del alumnado y el estado de la enseñanza impartida desde las aulas universitarias puede consultarse, a modo de ejemplo, el discurso de recepción ante la Academia de Derecho y Ciencias Sociales pronunciado por C. O. Bunge ese mismo año.

El rol de los profesores no se limitó, en esta materia, a incentivar su estudio en los trabajos doctorales o en el marco de los cursos intensivos. Sus opiniones y reclamos también encontraron asidero en sus lecciones magistrales, recogidas por sus discípulos y publicadas por el Centro de Estudiantes como “Apuntes” o bien, transformadas en manuales y tratados de lectura obligada para quienes cursaban derecho administrativo o derecho constitucional. Como han señalado ya Lanfranco (1957), Tau Anzoátegui (1974), Leiva (1989) y Tanzi (2011), Lucio V. López (1902), autor del Curso de Derecho Constitucional, estuvo a cargo de la cátedra de derecho constitucional entre 1884 y 1894. Fue sucedido por M. A. Montes de Oca entre 1896 y 1912, quien debió pedir licencia en varias oportunidades debido a los cargos públicos que hubo de desempeñar en dicho período (cónsul en Gran Bretaña entre 1899-1903, ministro de Relaciones Exteriores en 1906, ministro del Interior entre julio y septiembre de 1906 y diputado nacional entre 1910-1912). Sus Lecciones de Derecho Constitucional se publicaron en 1896 y conocieron varias reediciones. A. Orma, profesor suplente de derecho administrativo desde 1894 y titular a partir de 1900 publicó en La Biblioteca un artículo titulado “Ministerio Nacional” (Orma, 1898). Unos años más tarde, Mariano de Vedia y Mitre publicó un texto breve en 1915 bajo el título de La acefalía presidencial que reunía dos conferencias pronunciadas ese año al ser nombrado profesor suplente de derecho constitucional. A esta cátedra se incorporó también J.A. González Calderón en 1917 (sería su titular entre 1924 y 1947) y sus lecciones quedaron registradas en Derecho constitucional argentino. Historia teoría y jurisprudencia de la Constitución (1918).

Por otra parte, merecen destacarse las colaboraciones presentes en dos publicaciones periódicas de estrecha vinculación con la vida universitaria. Nos referimos a la Revista Jurídica y de Ciencias Sociales(RJCS), órgano de difusión del Centro Jurídico, fundada en 1886 y cuya dirección estuvo a cargo de varios profesores de la Facultad como C. Rodríguez Larreta, B. Llerena, C. O Bunge, M. A. Montes de Oca, C. Melo, T. Becú y A. Pestalardo, y a la que fuera fundada por R. Rivarola en 1910, la Revista Argentina de Ciencias Políticas(RACP), muy leída por los alumnos de la carrera (según consta en las referencias bibliográficas apuntadas en las tesis revisadas), y en la cual también tuvieron una activa participación varios de sus docentes.4 En la primera (RJCS) fueron publicados dos artículos de C. Rodríguez Larreta en donde el profesor de derecho constitucional hace explícito su cuestionamiento hacia las supuestas ventajas que supondría la implantación de un sistema parlamentario a nivel nacional.5 También desde este espacio se difundió en 1899 un texto de A. de Vedia específicamente dedicado a la organización y las funciones del Poder Ejecutivo, temas sobre los que volverá más adelante, cuando publique su Comentario a la Constitución Argentina(de Vedia, 1907), una obra de consulta frecuente por parte de los doctorandos. En 1905 la RJCS publicó la disertación completa de R. Naón elaborada para el concurso docente de la cátedra de derecho constitucional (cargo en el que resultó electo y que desempeñaría durante varios años) y que versaba sobre “Los Ministros”. En 1909 Perfecto Araya, graduado de la Facultad y autor de Comentarios a la constitución de la nación argentina(Araya, 1908)-también muy citado por los estudiantes en sus trabajos doctorales- difundió por este medio sus reflexiones sobre “La teoría de la división de poderes” (Araya, 1909). Al año siguiente, R. Wilmart, se quejaba desde esta tribuna de los errores difundidos por algunos profesores que, en su opinión, distorsionaban la comprensión de los estudiantes acerca de nuestro sistema de gobierno. Afirmaba que “desde hace años” venía “machacando el tema de que nuestro gobierno es de gabinete, no presidencial” (Wilmart, 1910a, p. 66). Por último, en 1916 en la RJCS se comenta el libro de C.A. Becú sobre “La elección presidencial”.

Si bien es cierto que la RJCS prestó su espacio para la difusión de artículos vinculados a los temas que venimos indicando, no se manifiesta en su línea editorial una voluntad explícita por promover o instalar un debate respecto del régimen de gobierno más conveniente para los desafíos del momento. Esta intención, en cambio, sí está presente la RACP(Roldán, 2006). En 1910 su director, Rodolfo Rivarola propuso como tema de discusión la función que nuestra constitución asignaba a los ministros, si ésta era meramente técnica o más bien política, si debían ser considerados simples secretarios del despacho presidencial o si cabía esperar de ellos ideas propias sobre los grandes problemas nacionales y si la estabilidad de sus cargos dependía o no de la opinión del congreso. Convocaba a responder su encuesta a “los estudiosos de nuestras instituciones políticas, escritores y profesores de la materia y a los que han sido ministros o podrán serlo” (Rivarola, 1910, p. 261). El único ministro que respondió al pedido fue N. Piñeiro, quien a su vez había sido profesor titular de derecho penal en la Facultad de Derecho. También lo hicieron otros profesores de esta casa de estudios, como R. Wilmart (profesor de derecho civil y derecho romano en los años previos), I. Ruiz Moreno (por entonces diputado nacional por Córdoba y a partir de 1912, profesor de derecho internacional público), y el mismo R. Rivarola (quien había dictado clases sobre filosofía general y derecho civil a finales de siglo). A su vez, se sumaron las voces de otros dos profesores que no ejercían la docencia en esta Facultad, pero cuyas obras eran frecuentadas por los alumnos: N. Matienzo (por entonces, titular de la cátedra de derecho constitucional en la Universidad Nacional de La Plata) y Enrique de Vedia (1910) (director del Colegio Nacional de Buenos Aires, por cuyas aulas también habían pasado muchos de los estudiantes de la Facultad). Por último, respondieron al llamado un joven egresado y futuro profesor de derecho constitucional, J.A. González Calderón y R. Orgaz, estudiante de abogacía en Córdoba y futuro profesor de Sociología en dicha universidad. Al año siguiente, instigado por González Calderón, Rivarola (1911a) preguntó abiertamente si era conveniente adoptar el sistema parlamentario entre nosotros. Esta segunda encuesta no cosechó tantas respuestas como la primera, pero entre ellas se destacan las del propio editor, la de Wilmart, la del español A. Posada y la de F. de Andreis (quien se reconoce como discípulo de Rivarola y había obtenido recientemente su doctorado por la Universidad de La Plata con una tesis sobre el gobierno parlamentario inglés).

Finalmente, nuestra reconstrucción sobre los espacios y los actores que se vieron involucrados en la consideración sobre los peligros asociados a las atribuciones y la dinámica del poder ejecutivo nacional por aquellas décadas no puede dejar de mencionar los proyectos presentados en el congreso de la nación que buscaron impulsar reformar concretas para corregir los males denunciados. M. Serrafero (1993) ha recopilado los proyectos de reforma constitucional que, si bien no pasaron del estado parlamentario, cuestionaron el fuerte presidencialismo y buscaron la incorporación de instituciones volcadas hacia el parlamentarismo. En el período que nos ocupa cabe señalar los siguientes: Un año después de la clausura del congreso por parte de F. Alcorta, el diputado conservador Juan Argerich propuso un proyecto para introducir severas penas a quienes obstruyera su funcionamiento. En 1911, el senador autonomista por Santiago del Estero, Pedro Olaechea y Alcorta, elevó un proyecto en el que llamaba la atención sobre la necesidad de revisar el mecanismo para prorrogar las sesiones ordinarias y dotar al poder legislativo de mayor independencia. Tres años después, otro senador (aunque en este caso proveniente de las filas socialistas), Enrique del Valle Iberlucea, propuso una reforma de la Cámara Alta y lo mismo hizo en 1916 el diputado radical de origen salteño, Joaquín Castellanos. En 1917, el diputado radical por Buenos Aires, que además ocupaba la cátedra de Filosofía del Derecho en la Universidad de Buenos Aires, Carlos Melo, elevó un proyecto que incluía importantes cambios: elección directa del presidente, modificaciones en la duración de los mandatos para los legisladores, renovación trienal del Senado, el inicio de las sesiones por propia convocatoria, la creación de una comisión parlamentaria que funcionaría durante los períodos de receso o la posibilidad de censurar al ministerio con el voto de las dos terceras partes de la Cámara, entre otras. En 1919, siendo presidente de la comisión de legislación de la Cámara de diputados lo volvería a presentar. Los casos mencionados hasta aquí corresponden a doctores en derecho, egresados de la Universidad de Buenos Aires. También en 1919, un alumno de esta carrera próximo a recibirse pero en este caso en la Universidad de Córdoba y que también militaba en las filas del radicalismo, el diputado J. M. Zalazar, justificó su propio proyecto (que contemplaba, por ejemplo, la responsabilidad política de los ministros ante las cámaras, eliminaba el artículo sobre la incompatibilidad entre el cargo de ministro y el de legislador, proponía la elección directa de los senadores o la posibilidad del congreso para autoconvocarse y para prorrogar las sesiones ordinarias) en los argumentos recogidos por la encuesta impulsada por la RACP en 1910. Sostenía, en sus fundamentos, que su compromiso con la causa del parlamentarismo se había robustecido en los últimos años, pero lo venía acompañando ya hacía tiempo. Recordaba allí que en 1911 había escrito en su favor algunos artículos en la prensa de su ciudad natal, Córdoba, la había defendido como diputado en la legislatura de la provincia e incluso había propiciado su incorporación dentro del programa de la Unión Cívica Radical (Zalazar, 1919, p. 13). Durante los primeros años de la década del 20’ también se conocieron nuevas propuestas: una a cargo del entonces ministro del interior, N. Matienzo; otra, del diputado conservador por Buenos Aires, Matías Sánchez Sorondo; un proyecto conjunto de los diputados santafesinos del partido demócrata progresista F. Correa, O. Geswind, L. de la Torre, E. Bordabehere y G. Costanti; otro, del diputado por el partido demócrata nacional, Adrián Escobar y, por último, el del diputado radical por la Capital Federal, L. Bard. La gran mayoría, también había transitado las aulas de esta Facultad.

La discusión que evocamos en este trabajo incluye -como vimos- a varios interlocutores, nucleados en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires y compañeros, muchos de ellos, de sesiones parlamentarias en el Congreso Nacional o de los diferentes gabinetes ministeriales que condujeron los destinos del país entre 1890 y 1920.6 Variadas son también las preocupaciones y los registros de análisis que, en más de una oportunidad, aparecen solapados en las intervenciones recogidas. En algunos casos, prima una orientación histórica que se limita a repasar en detalle los antecedentes constitucionales locales, en otros, una lectura comparada que confronta la experiencia y el diseño institucional propios con los modelos norteamericanos, inglés y francés. En unos, las referencias a la coyuntura política o los desafíos concretos que debían afrontarse son escasos o inexistentes, mientras que en otros ocupan el centro de la reflexión. Atendiendo a esta diversidad que presentan las fuentes, y en vistas al espacio disponible, abordaremos su análisis de la siguiente manera: en primer lugar, daremos cuenta de la lectura que desde este ámbito se hizo respecto de los preceptos constitucionales vigentes, la valoración de ciertas prácticas institucionales tal como se venían experimentando en los últimos tiempos y el grado de aceptación o rechazo que las posiciones favorables al parlamentarismo cosechaban tanto en el ámbito local como internacional. Luego, consideraremos con mayor detenimiento los argumentos esgrimidos por quienes creían, como R. Wilmart (1910b) haber “recorrido el camino de Damasco” (p. 497) y finalmente, las razones por las cuales otro grupo estimaba que la alternativa parlamentaria resultaba innecesaria, inadecuada y hasta peligrosa para nuestra nación.

III. Congresos

“pusilánimes”, Presidentes “absorbentes” y ministros “obsecuentes”: un diagnóstico que a todos interpela

Un primer nivel de análisis que convoca la mirada atenta de docentes y alumnos es aquel que se propone una minuciosa exégesis de los artículos que integran la segunda sección de la segunda parte de la constitución de 1853. El interés se circunscribe especialmente al artículo 86 (que precisa las atribuciones del poder ejecutivo) y al capítulo IV (destinado a los ministros). Amén de los desacuerdos que afloran en la interpretación del alcance de estos artículos o de las intenciones que con ellos abrigaban los constituyentes, se observa un consenso general a la hora de enfatizar la originalidad que reviste, en este aspecto, la propia constitución. Habiendo transcurrido medio siglo de su sanción, son varias las voces que consideran necesario matizar una opinión que por entonces -aparente y llamativamente- seguía siendo “muy difundida y arraigada” (de Vedia, 1899, p. 96): aquella que la presentaba como una mera copia de la constitución de Filadelfia. Como afirmaba Juan P. Ramos (1912) “nuestro poder ejecutivo no es una trasplantación del modelo americano, es de esencia netamente argentino” (pp. 7-8). De modo que tal ejemplo, al que de ninguna manera se había seguido “servilmente”, debía ser “restituido a su verdadero alcance” (de Vedia y Mitre, 1903, pp. 20, 23, 1915, p. 45). Así se expresaba M. de Vedia y Mitre, primero como alumnoy luego como docente. Aquellos interlocutores recordaban que otras fuentes habían servido, conjuntamente, de inspiración y guía a nuestros constituyentes en este campo: la constitución chilena de 1833, las enseñanzas de las primeras décadas de vida independiente, las disposiciones contenidas en las constituciones de 1819 y 1826, o bien, la constitución francesa de 1848.

Si algunos insisten en caracterizar el régimen político que la constitución del 1853 consagra como “unipersonal y netamente presidencial” (entre ellos, los profesores J. M Estrada, A. F. Orma, M.A. Montes de Oca, C. Becú y A. de Vedia, y los tesistas D. Flores (1898), J. F. Arechavala, A. Brondi, M. de Vedia y Mitre, A. De la Reta o S. Reta), la mayoría se inclina por destacar su carácter “mixto”, “intermedio”, “híbrido”, “ecléctico” o “sui generis” (a modo de ejemplo, cfr. L.V.López, I. Ruiz Moreno, N. Piñeiro, E. de Vedia, M. de Vedia y Mitre, J.A. González Calderón, P. Araya, P. Díaz Colodrero, C. Meyer Pellegrini, J. Villar Lami, F. Quijarro o S. López). Hay quienes incluso creen que la constitución ha establecido un “gobierno de gabinete” (son los casos de R. Naón, M. de Anchorena, R. Wilmart) o que ella misma admite ambas variantes, presidencial y parlamentaria (J.N. Matienzo, Orgaz, Rivarola, N.U.Matienzo y C. Linck). Tan sólo como botón de muestra valgan estos dos fragmentos:

No creo que haya asomo alguno del sistema parlamentario en la constitución argentina, ni me parece que semejante teoría haya tenido sostenedores aquí como los tuvo alguna vez en Chile. (de Vedia, 1899, p. 106)

El presidente de la república puede, moviendo los poderosísimos resortes institucionales de que la ley fundamental le encarga, y aprovechando ese carácter sincrético de la institución ministerial- acentuar de tal suerte uno de los términos del binomio que produzca o el presidencialismo vigoroso de que diera ejemplo la presidencia de Sarmiento o el parlamentarismo discreto que comienza a insinuar la presidencia de Sáenz Peña (Orgaz, 1911 p. 332).

En cualquier caso, el respeto que todos profesan abiertamente por la obra de los constituyentes no impide a unos recordar que las generaciones nuevas tienen el deber de juzgar las obras de las anteriores “y hacer notar sus errores” (Schickendantz, 1892, p. 96;Wilmart, 1910b, p. 489) ni a otros, señalar que los desafíos han cambiado, y que si en su momento la priorización del orden y la tranquilidad hizo necesario concebir un presidente con “poderes casi monárquicos”, las circunstancias del presente demandan, como enseñaba Bryce y repetía González Calderón (1919), un esfuerzo especial para “descubrir los medios que permitan a los ciudadanos dirigir o vigilar al ejecutivo del estado”(p. 195). Un poder ejecutivo que -para todos (independientemente de cómo caractericen el régimen vigente o de qué posición adopten respecto de las bondades y conveniencia de abrazar un régimen puramente parlamentario)- se presentaba como “excesivo”, “absorbente” y “peligroso” para los derechos y libertades de los ciudadanos. F. Quijarro (1902) afirmaba que hemos tenido “vulgares mandones divorciados de la opinión pública” (p. 35) y según sostenía C. Becú(1916),el nuestro es uno de los poderes ejecutivos “más fuertes del mundo”, lo que lo lleva a hablar de una “hipertrofia de nuestra autoridad superior” (p. 436). Urge disminuir su discrecionalidad y revisar algunas de sus atribuciones. Entre ellas, una que cosecha fuerte rechazo es la disposición del inciso 11 del art. 86, que presenta al poder ejecutivo como el encargado de abrir las sesiones ordinarias del congreso, prorrogarlas y convocar a las sesiones extraordinarias. En la misma línea que Montes de Oca y A. de Vedia, J.A. González Calderón argumenta en su tesis acerca de la necesidad de suprimir la obligatoriedad de semejante precepto, al que califica como una “formalidad de relumbrón monárquico” que puede sugerir equivocadamente la idea de una superioridad del poder ejecutivo sobre el congreso. Más tarde como profesor, insistirá frente a sus alumnos sobre este punto: reclamará mayor autonomía para el congreso y se manifestará especialmente preocupado por el aumento del poder presidencial durante el receso parlamentario o por la práctica frecuente de las intervenciones provinciales, “consecuencia directa de la obvia ineficacia del control del congreso sobre el presidente” (González Calderón, 1919, pp. 203-204).

Dicha ineficacia también se revelaba tanto en las interpelaciones como en los juicios políticos. SegúnSchickendantz (1892),“así como los católicos aseguran que el infierno está sembrado de buenas intenciones, también nuestra historia parlamentaria está sembrada de interpelaciones. Ninguna de ellas ha producido hasta ahora resultados prácticos” (p.59). Sólo han servido, repiten otros tantos siguiendo las lecciones de Montes de Oca, para quebrar la monotonía de los debates, agitar las pasiones o conmover la opinión nacional, pero carecen de eficacia práctica en la medida en que la suerte de los ministros no depende del Parlamento, sino que descansa exclusivamente en la voluntad del presidente. Una apreciación análoga recibió el juicio político. Apenas si utilizado en el orden nacional (y escasamente, en el orden provincial), este instrumento no ha arrojado los resultados esperados. Se lo ha empleado como un “arma de combate en lugar de como una alta medida de moralidad política” (Carranza, 1908, s/p,) y ha sido más bien “funcional a las pasiones políticas extraviadas que a los verdaderos anhelos de la opinión pública” (Díaz Colodrero, 1895, p. 120). Mientras que algunos doctorandos advierten acerca de la vaguedad con la que la letra constitucional indica los delitos por los cuales pueden entablarse acusaciones en un juicio político y otros proponen la creación de un tribunal especial para entender en este tipo de acusaciones, el análisis que ofrece V. Gallo (1897) hacia el final de su tesis se concentra sobre lo que considera las verdaderas causas que explican tal fracaso. En su opinión, el problema no era de índole institucional (no resultaba necesaria la creación de un tribunal extraordinario sino, que, separando la responsabilidad política de la penal, la cámara de diputados se reservaba el derecho de acusación y al Senado le cabía el juicio y la sentencia), sino más bien moral. Acusa así, por partida doble, al Congreso y a la opinión pública: al primero por su falta de independencia y de energía, por no haberse movido como debiera, buscando la regularización administrativa; y a la segunda, por no haber provocado tal acción a través del “eco vigoroso de sus quejas y la expresión concreta de sus agravios” (Gallo, 1897, p. 323). Se lamenta de que, hasta el momento, sólo se hubieran conocido apenas murmuraciones y protestas, pero nunca un movimiento de opinión pública prestigiado por la prensa, autorizado por nombres respetables y fundado en hechos concretamente expuestos

(…) que lleve al congreso la solicitud de acusación y juicio contra un funcionario culpable o contra un juez prevaricador. (Gallo, 1897, p. 323)

Encuentra a la opinión argentina “altiva e incansable” cuando se trata de enfrentar a la entidad-gobierno, pero “floja y vacilante” cuando ha de hacerlo con la entidad-funcionario, aun cuando esté convencida de su culpabilidad (Gallo, 1897, p. 323). Por ello, antes que desconfiar de la eficacia del juicio político, la atención debería estar puesta en alentar una mayor energía en la opinión:

El pueblo argentino, constata, tiene valor sobrado para sacrificarse en los campos de batalla, entusiasmos ardientes en las luchas electorales, pero la tranquila energía cívica que se requiere para formular una acusación de la naturaleza de un juicio político, para sostenerla y afrontar todas sus responsabilidades, no la tenemos o por lo menos no la hemos revelado. (Gallo, 1897, p. 325)

IV. Convocados a recorrer el “camino de Damasco”

Frente a este escenario, signado por “ministros obsecuentes, presidentes absorbentes y congresos subordinados” (Wilmart, 1911, p. 530) o “pusilánimes” (Acevedo, 1911, p. 266) no son pocos los que proponen adoptar el régimen parlamentario, tanto si ello implica una reforma de la constitución cuanto si de lo que se trata es de interpretarla correctamente, vigorizar o hacer buen uso de los resortes que ella misma habilita (Díaz Colodrero 1895, p. 128; Martínez, 1914, p. 93). La cuestión debe ser “materia de discusión urgente entre los hombres de gobierno” (Gordillo, 1892, p. 12), creen algunos doctorandos a comienzos de la década del 90’, alentados probablemente por las lecciones impartidas por L. V. López. Afirman que su adopción “se impone” y que tal cambio, “más que una necesidad, es un deber” (Schickendantz, 1892, p. 95). Tan es así que, para F. Quijarro, por ejemplo, “no debiera ni discutirse el tema” (1902, p. 36). Con renovado ímpetu, el reclamo parece cobrar fuerza en torno al Centenario, un “momento propicio para estas discusiones”, según R. Rivarola (1911b, p. 290), quien tiende a coincidir con la apreciación de R. Orgaz (1911) acerca del “parlamentarismo discreto” que insinúan los primeros pasos del gobierno de R. Sáenz Peña (p. 332). Es frecuente leer en estas tesis o en los artículos de opinión referidos previamente, comentarios alusivos a la existencia de esta nueva tendencia favorable al parlamentarismo que va haciendo camino en el ámbito local. (Linck, 1912, p. 106; Matienzo, 1911, p. 146; Piñeiro, 1910, p. 612; Ruiz Moreno, 1910, p. 328;). Y que no es más que el reflejo de un movimiento mundial, en el que se han embarcado no sólo Bélgica, Holanda, Italia, Grecia, España, Portugal, sino también en parte Alemania y Austria, Japón y Persia. Hasta China y Rusia se encaminan en tal dirección, argumenta Wilmart (1911), convencido de que el régimen parlamentario es la única forma de destronar “el cesarismo sudamericano” (p. 526). Este “conspicuo y tenaz gabinetista”, como lo llama R. Orgaz (1911, p. 328) asevera que ideas afines se han ido propagando “mucho” entre los profesores de Instrucción Cívica y de Historia del Colegio Nacional y entre los jóvenes doctores, aunque reconoce que tal cambio no se ha producido con la velocidad que a él le hubiera gustado entre los profesores de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires. Cabe recordar que tanto R. Wilmart como R. Rivarola habían dejado sus cátedras en esta casa de estudios a comienzos de siglo (en 1906, el primero y 1902, el segundo). Con más razón celebra la reciente creación en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad de Córdoba de una cátedra destinada específicamente al estudio de las constituciones parlamentarias (Wilmart,1910a, p. 63).

Ahora bien, amén de las consideraciones sobre el apoyo que el régimen parlamentario cosechaba en el ámbito local o las discusiones acerca de los antecedentes que -según argumentaba N. Matienzo (1910, pp. 161-174) y repetían algunos doctorandos como B. Martínez (1914, p. 90)- nuestra propia historia y nuestros textos constitucionales ofrecían en tal sentido, resulta oportuno repasar las razones en las cuáles estas voces fundaban su apuesta.

En primer lugar, el gobierno parlamentario es presentado como “la conquista definitiva de la ciencia constitucional” (Schickendantz, 1892, p. 22) y, más precisamente, como el “último término” (Díaz Colodrero, 1895, p. 20) o la “fase más evolucionada” (Matienzo, 1911, p.146)del sistema representativo. En opinión de Díaz Colodrero (1895), es la forma más compatible con las exigencias de un pueblo libre, de ahí que circunscriba el sistema presidencial tan sólo a las “épocas de transición” (p. 109). Su reputada superioridad estriba en la mayor eficacia con la que impide que el poder ejecutivo proceda arbitrariamente y se convierta en déspota (Díaz Colodrero, 1895, p. 37; Quijarro, 1902, p. 46). A diferencia del juicio político, el derecho de interpelación (que, entendido en su amplia extensión comprende el voto de censura) dota al poder legislativo de un recurso constitucional que le permite ejercer un “control constante y de todos los momentos sobre los actos del poder ejecutivo” (Díaz Colodrero, 1895, p. 44), una vigilancia que no priva a aquél de la energía necesaria para la conducción política, pero que presenta una clara valla a sus ambiciones desmedidas (Meyer Pellegrini, 1896, p. 59). En paralelo, y si el principio de la división de poderes está fuera de discusión, algunos tesistas y profesores entienden que el ministerio parlamentario es “el único sistema” que hace posible no solo una saludable limitación del poder sino una adecuada y eficaz articulación entre el poder legislativo y el poder ejecutivo (Naón, 1905, p. 47). Siguiendo de cerca las enseñanzas de Bagehot y del conde de Francqueville, argumentan que lo que han de propiciarse son las “relaciones íntimas” entre ambos y no su separación (Gordillo, 1892, p.16),“su roce continuo y armónico” (Quijarro, 1902, p.37), su acción “combinada y concurrente” (Schickendantz, 1892, p. 53). Sólo de este modo se conseguiría la preciada tranquilidad y se evitarían la conmoción y la discordia en el organismo social: ni el pueblo “necesitaría recurrir a las revoluciones para deshacerse de los malos gobernantes” (Schickendantz, 1892, p. 93), ni los presidentes verían seriamente debilitado su poder con cada crítica, agresión o descontento (Matienzo, 1915, p. 439). Tal como señala N. Matienzo (1910).

El gobierno personal,con sus apariencias de poder, es en realidad el más frágil de todos, porque asumiendo su jefe toda la responsabilidad, atrae sobre sí todas las críticas, todas las censuras, todos los descontentos y todas las agresiones, hasta que llega un momento en que el presidente (…) tiene que optar por uno de los términos de este dilema: o renunciar a poder o conservarlo por la fuerza. Rosas escogió el segundo; Juárez Celman y Sáenz Peña prefirieron el primero. Así, con las mismas instituciones aparentes, lo que en Francia es una crisis ministerial de solución más o menos fácil, en la República Argentina es una crisis presidencial de graves consecuencias, que perturba el orden constitucional y la marcha general de los negocios, agitando hondamente el espíritu público. (p. 172)

En otro orden, desde estas filas se sostiene que este sistema consigue estrechar el lazo representativo al hacer que los representantes se vean impelidos a “seguir y obedecer” los cambios sucesivos de la opinión pública (Díaz Colodrero, 1895, p. 43). Gordillo (1892) advierte que,“interviniendo el poder legislativo en el nombramiento de los ministros del departamento ejecutor, se aleja el peligro de presidentes que, desconociendo las manifestaciones de la opinión pública, persisten en el sostenimiento de ministros en pugna con las conveniencias nacionales” (p. 88). Esta cambiante opinión pública requiere, para S. López (1897), de “intérpretes en las esferas del poder ejecutivo” (p. 50), y son los legisladores quienes están más cerca suyo y la pulsan a cada momento (Brondi, 1901). Es conveniente recurrir a ellos, aparentemente exentos de la “metamorfosis” por la que atraviesan los hombres que ascienden a la cúspide del puesto público y que los convierte en “vulgares mandones divorciados de la misma opinión que les era propicia”, para evitar que los gobiernos sucumban ante “la propensión de ser impopulares” (Quijarro, 1902, p.35). El gabinete parlamentario viene a representar, así, el elemento móvil que complementa la estabilidad encarnada por el poder ejecutivo.7

Otra de las ventajas que trae aparejado el gobierno parlamentario, para algunos la “primera”(Díaz Colodrero, p. 43) o la “más interesante” (López, 1897, p. 86), estriba en el hecho de que da mayor participación al pueblo en el gobierno de la sociedad. Supone y promueve una ciudadanía más activa, que, en lugar de abdicar su soberanía tras el acto eleccionario, se involucra en la vida pública de manera “constante e influyente” (Díaz Colodrero, 1895, p. 86). El ejemplo del pueblo inglés aparece como modelo y prueba de tal afirmación. Sus instituciones abren caminos a la opinión y sus “singulares resortes legales” mantienen despierto en sus ciudadanos el interés por los asuntos públicos. Entre dichos resortes se destacan los debates que engendran los gabinetes y los órganos de publicidad a través de los cuales es posible hacer llegar al recinto los deseos e intereses de la comunidad aún antes de que las resoluciones perjudiciales puedan llevarse a efecto. Inapreciable escuela política, los debates parlamentarios son la fuente más segura tanto para conocer el manejo de los destinos públicos como para formarse una opinión acerca de los grandes intereses en pugna (Quijarro, 1902, pp.64-65). Entre nosotros, en cambio, el sistema presidencial ha sido fatal en este aspecto. Así lo entiende R. Wilmart (1911), quien lo responsabiliza de “haber dejado perecer la vida cívica

(…) en lugar de desarrollarla” (p. 524). Con “instituciones adecuadas”, la actividad popular que se había experimentado al menos entre 1853 y 1880 habría podido evolucionar, “perfeccionándose y purificándose” (Wilmart, 1911, p. 522).

De igual modo, una de las ventajas de este modelo consiste en que no requiere la presencia de un “personaje extraordinario”, “excepcionalmente sabio y virtuoso a toda prueba”, casi semejante a un “mesías”, ocupando el cargo de la presidencia (Quijarro, 1902, p. 45-46). Para Quijarro (1902), la adopción del gabinete parlamentario es el instrumento capaz de volver bueno al presidente malo y mejor, al bueno (p. 45).Schickendantz(1892) agrega que, bajo este esquema, la mirada atenta de los ciudadanos se posa con preferencia sobre el poder legislativo (p. 92). Y es la dinámica que impera en sus cámaras la que al mismo tiempo convoca a los hombres mejor preparados y más idóneos, y promueve y hace posible el desarrollo de determinadas cualidades entre todos sus miembros. Más de un doctorando parafrasea a Bagehot al recordar que un parlamento que es apenas un apéndice del poder ejecutivo, y cuyo rol se reduce al de una mera sociedad de debates literarios resulta un objeto poco inspirador para las nobles ambiciones. A menos de ser incitado por la esperanza de tomar parte en la política activa y de sentirse responsable, “un hombre de primer orden no se cuidará de ocupar un sitio en la asamblea o bien hará allí poca cosa” (Schickendantz, 1892, p. 93). En la misma línea, S. López(1897) advierte que el sistema que defiende “incita a los hombres de talento a tomar la palabra y les da ocasión de hablar” (p. 23). Por su parte, Díaz Colodrero (1895) dedica varias páginas de su trabajo para señalar los principios a los que la oposición minoritaria debería ajustarse en orden a desempeñar adecuadamente su función fiscalizadora. Entre ellos, menciona la instrucción, la honradez, la doctrina, la prudencia, el respeto por las mayorías, la disciplina, la constancia y la tolerancia. Considera que en un modelo parlamentario esta última, la tolerancia hacia el adversario, se convierte en una práctica cotidiana que reemplaza la tentación de aniquilarlo y vencerlo, propia del sistema presidencial (p. 80). Si el gobierno representativo es esencialmente un gobierno de discusión, ella tiene su asiento de modo preferencial en las cámaras: es allí donde “los gobiernos de opinión se convierten en gobiernos de lucha, [dónde] las ideas y los juicios más encontrados pasan por el crisol de una viva e ilustrada discusión antes de ir a predominar en las influencias del gobierno” (Díaz Colodrero 1895, p. 83).Por añadidura, se espera que el confiar al leader de la mayoría de un cuerpo de estas características la elección de los miembros de un gabinete responsable asegure mayor idoneidad en los mismos. Según R. Wilmart(1913) tal mecanismo implicaba “una selección superior a la elección” (p. 492)8. La preocupación por la idoneidad y capacidad de los ministros es compartida por todos. Independientemente de la interpretación que cada uno hacía sobre los preceptos constitucionales o las simpatías que profesaba hacia uno u otro sistema, es posible apreciar cierto consenso respecto del perfil ideal que debía caracterizar a tales funcionarios. Se esperaba de ellos aptitudes propias de un estadista, que sean hombres con ideas personales sobre los grandes problemas que comprende su departamento y estén preparados para resolverlos, con asistencia de sus respectivos asesores, con claridad y precisión (González Calderón, 1911, p. 49; Naón, 1905, p. 51;Orma, 1898, pp. 45-49). N. Piñeiro (1910) sostiene que si éstos debían manejar alguna técnica ella debía ser la “técnica política, la ciencia política” (p. 610). Los profesores Orma (1898, p. 45) y Ruiz Moreno (1910) insistían, en simultáneo, en la conveniencia de estimular la carrera administrativa, “a fin de que, cualquiera sean los cambios ministeriales, subsista permanentemente un personal idóneo en todas las reparticiones, capaz de continuar aplicando los planes orgánicos de la administración” (Ruiz Moreno, 1910, p.321). En cuanto a las cualidades primordiales que estos funcionarios deberían encarnar, Ruiz Moreno (1910) destaca la “honestidad, iniciativa, ponderación, vistas generales, conocimientos y capacidad bastantes para poder darse cuenta de los grandes lineamientos en materia administrativa” (p. 321). En opinión de Rivarola (1911b), los requisitos deberían ser:

ciencia, experiencia y conciencia, dignidad para defender la entidad del cargo, celo de sus atribuciones, susceptibilidad en materia de responsabilidad, programa propio y declarado antes de aceptar el puesto y anualmente en sus memorias al congreso, pero todo ello conocido en sus líneas generales de antemano por la vida pública que debe preceder a su designación. (p. 288)

Para quienes defendían un esquema parlamentario estaba claro que la responsabilidad de estos funcionarios era innegociable, porque era la que mejor satisfacía las necesidades de la administración pública (Matienzo, 1911, p. 143).

Dos comentarios finales merecen ser apuntados antes de reseñar los argumentos de quienes respaldaban el sistema vigente. Aun cuando algunos tesistas reconocían que una composición parlamentaria como la descripta más arriba resultaba difícil de conseguir en un contexto en el que las masas carecían de suficiente instrucción, pero estaban habilitadas para votar, convenían en que “un parlamento sumiso produce siempre degeneración moral y mata los sentimientos de dignidad política, mientras que un parlamento mediocre es susceptible de perfeccionamiento” (Schickendantz, 1892, p. 89), y tal mejoría sólo se conseguía con la práctica del gobierno parlamentario (Rivarola, 1911b). Por último, no faltó quien trajera a la discusión la cuestión de los partidos políticos. N. U. Matienzo (1913), segundo hijo de J. Nicolás, concluye su tesis afirmando que la implementación del sistema parlamentario contribuiría, entre nosotros, a organizar partidos políticos orgánicos o de principios, encargados del control de las instituciones libres. El mismo argumento será recogido por J.M. Zalazar en los fundamentos de su proyecto de ley (1919, p. 11).

V. Precavidos frente a un mal crónico: la práctica de la imitación

En disidencia con las enseñanzas impartidas por los profesores L.V. López, R. Naón, R. Wilmart, R. Rivarola, N. Matienzo, Ruiz Moreno, N. Piñeiro o C. Melo, otras figuras de la talla de Montes de Oca, C. Rodríguez Larreta, A. Orma, A. de Vedia, M. de Vedia y Mitre o González Calderón manifestaron sus dudas acerca de las bondades asociadas a la adopción de un régimen parlamentario. Consideraban que, entre nosotros, éste resultaría inadecuado, innecesario y sobre todo inconveniente.

Así, Montes de Oca (1910) admite que los resultados del ministerio parlamentario en Inglaterra son seductores y atractivos y reconoce incluso que no es fácil concebir una forma de gobierno que “más se cimente sobre la libertad, que de más firmeza y energía a los actos públicos [o] que más radique el orden” (p. 389). No obstante, advierte que sus efectos no se han sentido por igual en todas partes. “El ministerio, como todos los rodajes del mecanismo político, no se puede trasplantar ciegamente de un país a otro sin consultar la idiosincrasia especial de cada pueblo”- enseñaba desde su cátedra (Montes de Oca, 1910, p. 389). En igual sentido se posiciona uno de sus alumnos, el entrerriano A. Redoni, quien hacia fines de siglo convocaba a no dejarse seducir por los resultados que ciertos resortes podían producir en otras naciones pero que “no se acomoda[ban] a nuestra sociabilidad” (Redoni, 1899, p. 30). Entre las carencias que volvían tal régimen inadecuado en estas latitudes, Montes de Oca (1910) señala que el orden republicano no cuenta con un sustituto adecuado del rey, “resorte admirable que ejerce un poder latente en momentos de bonanza y eficaz en momentos de crisis” (p. 391). Utilizando un lenguaje afín a las enseñanzas de B. Constant, recuerda que un presidente que es elegido después de una contienda que apasiona y exaspera, “no puede estar revestido de esa augusta aureola de majestad que es una de las fuentes de que emerge el amor y el respeto de los pueblos por las casas reinantes” (Montes de Oca, 1910, p. 391). El mismo argumento aparece en la tesis de J. M. Arechavala (1895).9 Algunos alumnos y profesores destacan también la falta de un sistema bipartidista. Entre nosotros, los partidos se dividen y subdividen y el pueblo se fracciona en bandos y “camarillas”. El horizonte previsto augura, entonces, una preocupante inestabilidad en la que los gabinetes se sucederían con una frecuencia desesperante: “estaríamos expuestos a mayorías de sorpresa que harían imposible una administración regular”, estima Martinolich (1901, p. 46), o a “mayorías accidentales compuesta únicamente para disolver las cámaras” (de Vedia y Mitre, 1903, p. 86).

En rigor de verdad, para este grupo el gabinete presidencial es “el único compatible con el sistema republicano” (Arechavala, 1895, p. 9). Impugnan el argumento de quienes justifican la superioridad del sistema parlamentario afirmando que los legisladores son quienes mejor representan la opinión pública por gozar de una mayor cercanía con el pueblo. Lo hacen al recordar que, en un ordenamiento republicano, el jefe del poder ejecutivo deriva su imperium del pueblo, a diferencia de lo que ocurre en Inglaterra con el rey. Poder Ejecutivo y Poder Legislativo comparten aquí el mismo origen y merecen, por tanto, la misma confianza de su pueblo. El presidente es un auténtico representante de la opinión y es responsable ante ella (Cabrera, 1917, p. 6; de Vedia y Mitre, 1903, p. 82).

Si acaso estas razones resultaran insuficientes, los peligros que traería aparejados la adopción del parlamentarismo deberían alcanzar, creían éstos, para rechazar tal propuesta. Para empezar, recuerdan que los constituyentes del 53’ y quienes se ocuparon de su revisión en la convención de 1860 tuvieron especial cuidado en no comprometer el principio de unidad, independencia y responsabilidad del poder ejecutivo. El carácter pluripersonal que la propuesta parlamentaria le asigna a aquél no haría más que debilitarlo, dificultaría la prontitud y rapidez de sus resoluciones y volvería más difusa su responsabilidad. La firmeza y la energía en la constitución del poder ejecutivo no debían ser pensadas, entonces, como exigencias privativas del pasado sino como demandas todavía vigentes y necesarias (Arechavala, 1895, p. 24; de Vedia, 1899, p. 100; de Vedia y Mitre, 1903, p. 87). Al respecto, cabe señalar que Naón(1905) defiende una posición contraria cuando afirma que los constituyentes argentinos han querido

evitar que la voluntad de un solo hombre pudiera producir actos perjudiciales para los intereses del país, poniendo a su lado un funcionario responsable ara obligarlo a que, por temor a esas mismas responsabilidades, medite los actos ejecutivos en que debe intervenir y controle la acción del otro magistrado que, con él, está autorizado a proceder en el ejercicio del gobierno (p. 51).

Algunos sugerían que, de inclinarnos hacia el parlamentarismo sin conceder (al mismo tiempo) al presidente la facultad de disolver el Parlamento, lo único que conseguiríamos sería quitarle al poder ejecutivo sus medios de acción: éste quedaría supeditado a la voluntad omnímoda de las cámaras, exentas de cualquier contralor (Arechavala, 1895; López, 1897; Meyer Pellegrini, 1896; Quijarro, 1902). Para Reyna, más que temer la posibilidad de que el poder ejecutivo suprima manu militari al poder legislativo, debería preocuparnos un escenario que dé cabida a la tiranía parlamentaria.

Por el mismo hecho de ser un poder colegiado, la responsabilidad se encuentra grandemente repartida, y cuando ella se entroniza no la detiene en sus propósitos ni siquiera los horrores de los crímenes más execrables, como nos lo atestigua la historia. (Reyna, 1899, p. 16).

Pero, además, la mayoría de las veces los despotismos parlamentarios terminan engendrando despotismos personales, según adviertenRedoni (1899, p. 19) y Pividal (1917, p. 13). En cambio, si se le otorgara dicha facultad le estaríamos dando mayor poder que el que actualmente tiene al tiempo que le permitiríamos suprimir al tribunal encargado de juzgarlo. Con semejante poder, el presidente “sería juguete de sus pasiones y se hallaría con una frecuencia peligrosa en las vecindades de la dictadura” (Montes de Oca, 1910, p. 391). En opinión de M. de Vedia y Mitre (1903),

veríamos que a cada instante se disolvería el congreso para consultar la voluntad de la nación, mientras que la única razón real, la única que inspiraría actos semejantes, la que no se confesa porque es inconfesable (…) sería destruir una oposición incómoda. (p. 32)

Martinolich(1901) añade que, en dicho escenario, habría elecciones con mayor asiduidad, lo que no deja de ser reputado como un inconveniente en la medida en que, “entre nosotros votar significa un sacrificio dado que el lugar de votación suele encontrarse a muchas leguas” (p.44).

De aceptarse el sistema parlamentario, carecería de objeto la elección popular del presidente-agregan algunos. Otros entienden que habría que suprimir directamente el cargo, puesto que éste sería reemplazado en sus funciones por el leader del partido mayoritario en el congreso. De resultas de ello, se terminaría violando abiertamente el principio de la independencia de los poderes (Arechavala, 1895, p.24; Martinolich, 1901, p.46;Pividal, 1917, p.12;de Vedia y Mitre, 1903, p. 85). Finalmente, en lugar de conseguir la armonía deseada, Arechavala (1895) sostiene que caeríamos en

un estado de anarquía y lucha continua, en el que la ambición y las pasiones jugarían un papel importante, llegando a tal grado de excitación ocasionada por los frecuentes cambios en la política, que producirían un verdadero desaliento y la depresión consiguiente en todos los órdenes de la vida humana. (p. 45)

Un último inconveniente es señalado. Para P. Araya, Arechavala oMartinolich, la incompatibilidad a la que alude el artículo 91, que impide que los ministros desempeñen cargos en el Senado o la Cámara de Diputados mientras se encuentran al frente de su cartera debe ser defendida como una previsión saludable. La destacan como una “disposición moralizadora”, por cuanto no hace lugar a la acumulación de empleos y sueldos y permite, además, llevar al ministerio a hombres de talento y energía que no se encuentran necesariamente ocupando escaños en las cámaras. En otras palabras, creen que bajo el sistema presidencial vigente la idoneidad de los funcionarios está mejor resguardada. De todas maneras, P. Araya (1909) sugiere (en un artículo publicado en la Revista Jurídica y de Ciencias Sociales) la incorporación de un precepto inviolable que impida que los legisladores sean reelectos por más de un período, debiendo mediar entre toda elección y reelección un intervalo, aunque sea breve. Una limitación similar también sería conveniente para los cargos ejecutivos. Se opone, así, a los “idólatras de los hombres indispensables” y encuentra en tal limitación un freno eficaz a la temida omnipotencia de los poderes (Araya, 1909, p.50).

A las razones antedichas añaden, como argumento supletorio, los resultados (a su juicio negativos) arrojados por las experiencias recientes que habían buscado implementar un régimen parlamentario o semi parlamentario. El caso de Chile y el de la III República Francesa es señalado con desaprobación y la misma actitud se repite al recordar la tentativa de Luis Saénz Peña o la reforma de 1889 de la constitución de Buenos Aires (Arechavala, 1895, p. 64; Montes de Oca, 1910, p. 385; Redoni, 1899, p. 31; Rodríguez Larreta, 1902, p. 378;de Vedia, 1899, p. 116). Una valoración contraria sobre la experiencia chilena y el caso de la III República Francesa se observa, por ejemplo, en las tesis de S. López (1897), Díaz Colodrero (1895), Quijarro (1902) o Linck (1912).

En definitiva, para este grupo, las modificaciones que algunas voces sugieren no sólo no se condicen con nuestros antecedentes ni nuestros hábitos, sino que su implementación traería “funestas consecuencias para el porvenir político del país” (de Vedia y Mitre, 1903, p. 78).

VI. “Observadores calificados de un tránsito fallido”: A modo de conclusión

Convencidas de la necesidad de combatir la orientación excesivamente profesional de la enseñanza superior y las deficiencias en la formación de las clases dirigentes, las autoridades de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires y parte de su claustro docente buscaron incentivar entre sus alumnos la discusión acerca de las grandes cuestiones de interés para la vida jurídica de la nación. Entre ellas, la naturaleza y el rol de la ciudadanía; la distención del lazo representativo y la necesidad de repensar las instancias de intermediación entre la sociedad y el estado; la naturaleza del sufragio y el problema del abstencionismo político; o bien, la distancia entre el espíritu y el diseño institucional previsto por la constitución y las limitaciones o desviaciones que su aplicación práctica ponían de manifiesto. En esta ocasión, nuestra atención se centró específicamente en la manera en que fueron analizadas la naturaleza del poder ejecutivo, las atribuciones que la constitución le confería y el modo en que éste debía vincularse con el poder legislativo.

Como se mencionó, la principal estrategia implementada para promover su estudio fue alentar su análisis detenido tanto en los cursos especiales como en la instancia de elaboración de las tesis que debían presentar quienes aspiraran a obtener el título doctoral. Junto a las lecciones impartidas desde las cátedras de derecho constitucional y derecho administrativo, algunos profesores ofrecieron su colaboración en revistas de consulta frecuente por parte del alumnado, principalmente la RJCSy la RACP, para discutir los aspectos que aquí hemos reseñado. Entre los resultados cosechados por esta iniciativa, contamos con 75 tesis doctorales (7 de las cuales fueron premiadas) y 5 proyectos de reforma constitucional presentados entre 1910 y 1917 por egresados de esta casa de estudios, a los que se suman 5 más en 1923.

En lo que respecta al debate puntal acerca de la superioridad y conveniencia de adoptar un régimen parlamentario entre nosotros, la pluralidad de actores consultados, de procedencias disímiles y filiaciones partidarias también diversas, vuelve indispensable extremar las precauciones para evitar conclusiones inadecuadas. Lo que podemos afirmar es que, entre el claustro docente, el número de quienes abogaron por un gobierno parlamentario y quienes defendieron el sistema presidencial vigente se mantuvo relativamente parejo durante todo el período trabajado. Entre los alumnos, en cambio, la causa del parlamentarismo consiguió más adhesiones hacia fines de siglo (cuando la proporción -entre quienes se refirieron explícitamente a la cuestión- fue de 64% a 36%, número que se eleva a 77% si consideramos a los autores de los proyectos de reforma mencionados, que se egresaron también hacia fines de siglo aunque sus tesis doctorales hayan versado sobre otros temas) y parece haberse acercado a la de quienes valoraban positivamente el esquema legado por la constitución del 53/60 a partir de la década del 10’. Si entre las primeras cohortes de graduados la prédica de Lucio V. López encontró varios seguidores, entre las siguientes, las enseñanzas de M. de Oca y de Orma oficiaron de contrapunto a las ideas impulsadas por Rivarola, Wilmart y Matienzo, entre otros. Aunque los datos reunidos sobre este aspecto son insuficientes, la impresión es que se trata de una discusión que atraviesa las banderías partidarias. Según apunta Zalazar (1919), el crecimiento que observa en la tendencia parlamentaria se había ido operando “al margen de los partidos políticos” (p.11). En cualquier caso, el triunfo de Yrigoyen y con él, el de una concepción más rígida de la división de poderes a la que se suma una visión excepcional del rol de la figura presidencial y una teoría de la representación que pareciera asociar la elección con la autorización (Mustapic, 1984) convierten a nuestros interlocutores en “observadores calificados de un tránsito fallido” (Serrafero, 1993, p. 63). Serrafero sostiene que, si bien este debate quedó inconcluso y postergado durante unas cuantas décadas, muchos de los argumentos esgrimidos entonces serán retomados luego por otras voces.

Finalmente, las razones invocadas en el debate que hemos buscado reconstruir dan cuenta de un abanico de preocupaciones que no se agotan en los reclamos por la ampliación de la ciudadanía, o la promoción de una mayor participación cívica en los actos electorales capaz de robustecer la legitimidad de los gobiernos de turno. A su lado asoma con fuerza la voluntad de encontrar mecanismos que aseguren con mayor eficacia tanto la limitación del poder (en especial, del ejecutivo) como la debida articulación entre el poder ejecutivo y el legislativo. Se confía, asimismo, en que un adecuado diseño institucional convoque a los hombres más idóneos a ocupar tanto los cargos ministeriales como los asientos en el Parlamento. En paralelo, se reafirma la idea de que el verdadero gobierno representativo es aquél en el que la opinión pública ejerce un control activo y constante sobre los actos de gobierno. Como telón de fondo, se observa un distanciamiento crítico con respecto al modelo norteamericano y un interés manifiesto por incorporar a la exégesis jurídica de los textos constitucionales una perspectiva de análisis histórica.

Anexo

Tabla 1 Tesis doctorales defendidas entre 1890 y 1908 en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires sobre el Poder Ejecutivo y el Poder Legislativo 

Tabla 2 Temas sugeridos por los docentes de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires para la elaboración de las tesis doctorales en jurisprudencia durante la década de 1910 

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*Una versión preliminar de este artículo fue presentada en el XIV Congreso Nacional de Ciencia Política. Sociedad Argentina de Análisis Político-Universidad Nacional de San Martin. 17 al 20 de julio de 2019.

1 En 1913 se aprobó un nuevo plan que volvió la carrera de abogacía a 5 años y organizó el doctorado en dos años. Este nuevo plan entraría en vigor recién en 1918. Para las discusiones sobre el perfil de la carrera que tuvieron lugar en 1904 ver Leiva (2007).

2Contaron con padrinos que integraban el Consejo Directivo de la Facultad los siguientes alumnos: Arechavala, C. Barlett, J. A. González, F. Quijarro, L. Perazzo Naón, F. Ortiz (C.O.Bunge), J. M. Tessi y S. Herrera. Se incorporarían al claustro docente en los años próximos a su graduación, Vicente Gallo (en la cátedra de derecho administrativo), Horacio B. Varela (en economía política), J.A. González Calderón (en derecho constitucional), M. de Vedia y Mitre (en derecho constitucional y más tarde en la cátedra de derecho político) y J. P. Ramos (incorporado en la cátedra de derecho penal en 1916, será designado decano de la Facultad en 1927). Fueron diputados nacionales, por la Capital Federal: L. Peluffo (1904-1908), C. Meyer Pellegrini (1905-1906 y 1908-1912), V. Gallo (1912-1920); por Buenos Aires: J. Vergara Campos (1940-1944); por Tucumán: E. Gallo (1909-1912); por Entre Ríos: A. Redoni (1914-1918), B. Hernández (1926-1930); por San Luis: A. Gatica (1917-1920); por Corrientes: J.M Reyna (1898-1902), B. Martínez (1906-1910 y 1920-1924); por San Juan: A. Quiroga (1918-1922) y por Catamarca: S. Galíndez (1916-1920).

3Según consta en los Anales de la Facultad, 72 alumnos entregaron sus respectivas monografías tras la finalización de este curso. Lamentablemente, éstas no se encuentran disponibles para ser consultadas

4La Revista de Derecho, Historia y Letras, fundada en 1898 por Zeballos también contó con varios profesores de esta casa de estudios entre sus colaboradores y publicó a comienzos de siglo unos artículos sobre los privilegios parlamentarios y en 1916, otros vinculados a la cuestión de la elección presidencial. Acerca de las revistas mencionadas, consultar los trabajos de Abásolo (1997), Frontera (2006), Pugliese (2014) yRoldán (2006).

5C. R. Larreta fue profesor suplente desde 1896 y titular entre 1899 y 1908.

6Entre los profesores de la Facultad que fueron convocados a ocupar cargos ministeriales durante este período podemos mencionar los casos de Bermejo, Piñeiro, M. Pellegrini, Cullen, M. de Oca, Zeballos, Naón, Orma, Becú, Pueyrredón o V. Gallo.

7N. Matienzo (1915) proponía también la renovación integral de la cámara popular de tiempo en tiempo para que este órgano revelara de manera más fiel la voluntad actual de los comitentes. La misma propuesta está presente en el proyecto de reforma de Zalazar (1919).

8Cfr. Brondi (1901),Linck(1912, p. 106) ySchickendantz(1892, p. 37).

9Para Wilmart, en contrapartida, los presidentes deben y pueden ser colocados “fuera y arriba de los partidos”. Es el ministerio, precisamente, quien debe funcionar como “el fusible, portador de toda la energía eléctrica, pero que desaparece y salva a todos cunado algo anda mal en la poderosa corriente”. Por ello insistía: “Dejen que elpueblo los coloque [a los presidentes] en la más alta esfera donde no se ve en ellos mas que la sana, serena, imparcial, argentina representación de la nueva y gloriosa nación” (Wilmart, 1910b, p. 508).

Recibido: 25 de Julio de 2019; Aprobado: 09 de Marzo de 2020

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