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Revista de historia del derecho

versão On-line ISSN 1853-1784

Rev. hist. derecho  no.59 Ciudad Autónoma de Buenos Aires jun. 2020

 

INVESTIGACIONES

Saber jurisprudencial, derecho científico y soberanía legislativa. Reflexiones iushistoriográficas sobre el proceso de codificación civil en la Argentina (1852-1936)

Jurisprudential knowledge, scientific law, and legislative sovereignty Legal. Historiographical considerations on the civil coding process in Argentina (1852-1936)*

María Rosario Polotto** 
http://orcid.org/0000-0003-1681-9523

**. Profesora de Historia del Derecho e Investigadora con dedicación especial en la Facultad de Derecho de la Pontificia Universidad Católica Argentina (Argentina). Dirección postal: Av. Alicia Moreau de Justo 1400 - Edificio Santo Tomás Moro, of. 424 (C1107AFB), Ciudad Autónoma de Buenos Aires (Argentina). Email: mariapolotto@uca.edu.ar.

Resumen

Este trabajo estudia la pervivencia de una interpretación jurisprudencial (en sentido amplio), que lejos de legitimar al código por su sanción legal, lo hace a partir del saber de los juristas. El examen se concentra en la codificación civil y el discurso civilista. Se analiza la proyección sobre el proceso codificatorio de distintas categorías que concibieron al código como un “cuerpo de doctrina oficial”, sustentado en el saber jurisprudencial, verificando luego su gravitación durante su sanción legal. Se examina también la resignificación de aquel concepto, entendido luego como “derecho científico” a la luz de las ciencias sociales y de una nueva teoría del derecho receptada a principios del siglo XX a fin de determinar su impacto sobre la conceptualización de la acción legislativa y sus límites. Se concluye explicando el peso de estas cuestiones en el primer intento integral de reforma del código civil, concretizado en el Proyecto de 1936.

Palabras claves: Codificación; Saber Jurisprudencial; Derecho científico; Poder legislativo

Abstract

The essay studies the survival of a jurisprudential interpretation (in the broad sense), which, far from legitimizing the code by its legal sanction, it does it upon the knowledge of jurists. The review focuses on civil codification and "civilist" discourse. It analyzes the projection on the civil codification process of different categories that conceived the code as a "body of official doctrine", based on jurisprudential knowledge, to verify its gravitation during its legal sanction. It is also examined the re-signification of that concept, later understood as "scientific law" in the light of the social sciences and a new theory of law received at the beginning of the twentieth century to determine its impact on the conceptualization of legislative action and its limits. It concludes by explaining the weight of these issues in the first comprehensive attempt to reform the civil code, which was embodied in the 1936 Project.

Keywords: Codification; Jurisprudential Knowledge; Scientific Law; Legislative Power

Sumario

I. Código y saber jurisprudencial: entre “cuerpo de doctrina oficial” y “derecho científico”. II. Código y soberanía legislativa. III. El derecho científico y la acción legislativa a comienzos del siglo XX. IV. Una revisión ilustrada y serena: La Comisión Reformadora del Código Civil y el Proyecto de 1936. V. Conclusiones. VI. Fuentes primarias. VII. Referencias Bibliográficas.

I. Código y saber jurisprudencial: entre “cuerpo de doctrina oficial” y “derecho científico”

Desde hace varias décadas, los estudios sobre la codificación han puesto de manifiesto la dimensión político-jurídica que involucró la sanción de estos instrumentos normativos, coadyuvante al proceso de centralización y unificación que llevaban adelante los Estados nacionales (Caroni, 2012, 2013; Tarello, 1988). Ellos se imponían como acto de voluntad, concreta e históricamente determinada, de una autoridad política que se extendía en el límite del Estado (Tarello, 1988, p. 43). En esta línea, Enrique Martínez Paz (1916) reconocía el “rol del código como factor de unidad” en tanto que “la unidad política ... ha encontrado en la legislación civil uniforme una poderosa aliada” (p. 340).

Los códigos eran vistos también, a partir de sus rasgos sistemáticos, como una obra científica (Caroni, 2012, p. 78). Con su abstracción y lógica, la codificación no hacía más que legitimar y naturalizar los postulados ideológicos del derecho liberal (el carácter absoluto de la propiedad privada, la autonomía de la voluntad, la libertad de contratar, etc.), presentándose como un programa racional (Álvarez Alonso, 2003, pp.1-23; Weber, 1922/2002, pp. 603-648), instrumentado desde la órbita estatal, que implementaba un nuevo orden jurídico en reemplazo del tradicional (Caroni, 2012, p. 49; Clavero, 1979; Grossi, 2002, pp. 7-11).

Suponíase, asimismo, una rotura con el pasado, con aquella cultura jurídica gobernada por una pluralidad de órdenes normativos que respondían a presupuestos bien diversos (Garriga, 2004, 2010; Grossi,1995/1996; Tau Anzoátegui, 1992). Se reconocía en este proceso un intento por parte del Estado de monopolizar la producción del derecho, incluso aquél que la antigua tradición había dejado en la órbita de los privados (Grossi, 1998, pp.1-10;Guzmán Brito, 2000, pp.169-183).La imagen del código bifronte -que encarnaba al mismo tiempo un quiebre y una continuidad con el pasado- se convirtió en una de las características peculiares de la búsqueda y de la afirmación de una identidad jurídica nacional(Cazzeta, 2012, pp. 2-6).

Por otro lado, la instancia codificatoria ha sido caracterizada como un proceso de “alienación y amputación” en la medida que el código expandió “sus criterios de legitimación sobre otras fuentes jurídicas, convirtiéndose en el centro y norma de reconocimiento de todas” (Hespanha, 2002, p. 150). Entre sus objetivos se destacaba la estrategia de “impedir cualquier operación de carácter abiertamente creativo -interpretar, colmar lagunas, comentar-, mediante las cuales jueces, abogados y profesores amenazaban continuamente la estabilidad de la ley” (Caroni, 2012, pp. 74-75; Costa, 1997). Se lo concebía como un “sistema cerrado en sí mismo, lógico y exhaustivo”, que alcanzaba una “completitud material” que le permitía la “previa y explícita solución de todas las controversias jurídicas (presentes y futuras)” (Caroni, 2012, p. 74).1

Algunos autores han comprendido estas características bajo los términos de “absolutismo jurídico” (Grossi, 1998), “paradigma lógico-positivista o cientificista(Costa, 1997),o “cultura del código” (Tau Anzoátegui, 1998), destacando, en lo que concierne a nuestro análisis, que la codificación impuso al jurista “un modo de razonar ajustado a estrechas pautas”, vedándosele salir de la órbita impuesta por este cuerpo legal, y originando una “doctrina autolimitada al comentario exegético” (Tau Anzoátegui, 1998, pp. 539-540). De esta manera, se confinó al intérprete a una “función meramente pasiva”, que se conformaba con elaborar “cuando hiciera falta, los aparatos ortopédicos necesarios para enmendar y corroborar técnicamente los entuertos del legislador” (Grossi, 1991, pp. 14-15).

En nuestro país el proceso codificatorio se desarrolló en un contexto y con unas características particulares que conviene aquí destacar.

En primer lugar, el código, entendido como ordenamiento nacional inserto en una matriz federal, con su peculiar pretensión de modernidad y uniformidad legislativa, convivía con otros ordenamientos provinciales, los códigos rurales, que no sólo recopilaron el derecho tradicional de las campañas, sino que también rigieron en vastos espacios de nuestro territorio nacional. Esta coexistencia marcó la complejidad jurídica de nuestro país, suscitando en el ámbito del derecho civil, por ejemplo, interesantes interpretaciones, donde la centralidad del código civil cedía ante estas legislaciones particulares argumentándose que éstos respondían en forma más adecuada a la estructura económica y las prácticas jurídicas arraigadas en lo local (Polotto, 2015).

En segundo lugar, e íntimamente relacionado con lo anterior, se destaca la subsistencia, a nivel provincial, de una instancia componedora y lega, encarnada por la justicia de paz, más cercana a un derecho de tipo consuetudinario y alejada del paradigma técnico que el código expresaba. Así, éste quedaba mediatizado en su aplicación por un tipo de jurisdicción que buscaba, antes que aplicar estrictamente la ley, “solucionar los conflictos y desavenencias concernientes a esas ‘pequeñas relaciones de derecho’ forjadas entre los miembros de las comunidades locales, muchas veces de carácter casi doméstico” (Sanjurjo de Driollet, 2014, p.36).

Como tercer punto se señala la estructura federal de nuestro país que complejizó la implementación de estos instrumentos normativos. El régimen mixto implementado por la Constitución de 1853 había previsto la sanción de códigos nacionales que, a pesar de lo establecido en el artículo 105, limitaba las atribuciones provinciales en esta materia. Por el contrario, la reforma de 1860, dispuso en el inciso 11 del artículo 67 de la Constitución Nacional, privilegiar las jurisdicciones locales en su aplicación, solución que trajo aparejada la multiplicación de las interpretaciones que los tribunales provinciales hacían de los códigos en detrimento de la uniformidad que éstos buscaban, propiciadas aquéllas por la ausencia de una instancia de casación (Abásolo, 2001, pp. 269-289; Agüero, 2014, pp. 359-361; Polotto, 2018, pp. 255-269; Ratti, 2019, pp. 88-114; Sáez, 1883, p. 32).

En cuarto lugar no puedo soslayar, en contraposición al rasgo secularizante que se señala para el movimiento codificatorio en general (Cappellini, 2002/2004, pp.112-115) el reenvío que nuestro código civil hiciera al derecho canónico en materia de celebración del matrimonio, conforme lo establecían los artículos 167 y 168 del texto original, en la tesitura que la misión de las leyes era “sostener y acrecentar el poder de las costumbres y no enervarlas y corromperlas”. Esta solución no fue ajena a críticas en la medida que implicaba para algunos la delegación de parte de la soberanía del Estado (López, 1920, p. 31).

Por último, y lo que será objeto de este trabajo, la pervivencia de una interpretación jurisprudencial, entendida aquí en sentido amplio como explicaré más adelante, que lejos de legitimar al código por su sanción legal, a través de una tópica y de prácticas enraizadas en el derecho tradicional, fundamentaron la validez de estos cuerpos en el saber de los juristas. Teniendo en cuenta la amplitud de la cuestión aquí planteada, me concentraré en la codificación civil y en el discurso de los primeros comentaristas y de los civilistas del período. Justifica esta aproximación el carácter prototípico del código civil, la centralidad que la cultura jurídica de la época le atribuía en el ordenamiento jurídico y el rango constitucional que se le confería en razón de las instituciones en él receptadas y en la medida que éstas expresaban las bases de nuestro orden social (Caroni, 2012, p.58; Grossi, 1998, p. 4). Abordaré esta hipótesis en cuatro momentos. Comienzo analizando la proyección sobre el proceso codificatorio de distintas categorías jurisprudenciales que concibieron al código como un “cuerpo de doctrina oficial”, sustentado en el saber jurisprudencial, para verificar luego su impacto en el momento de su sanción legal. Examino luego la resignificación de aquél concepto, entendido ahora como “derecho científico” a la luz de los aportes de las ciencias sociales y de una nueva teoría del derecho receptada a principios del siglo XX a fin de determinar su impacto sobre la conceptualización de la acción legislativa y sus límites. Concluyo explicando el peso de estas cuestiones en el primer intento integral de reforma del código civil, concretizado en el Proyecto de 1936. De ahí el marco temporal elegido que se inicia con la puesta en marcha del proceso codificador en nuestro país (1852) y la presentación de aquel proyecto (1936).

Me concentro en el pensamiento de los juristas conceptuados estos últimos en los términos que ya refiriera Tau Anzoátegui (2007), esto es, de “quienes estudian o profesan la ciencia del Derecho y su aplicación”, en la medida que ellos mantienen “un estilo y forma de estudiar, asimilar ideas, reflexionar y crear soluciones a los problemas que se detectaban” (p. 12). Constituyen éstos quienes procuran, como veremos, más allá de la teoría del derecho imperante en su época, hacer prevalecer su saber y controlar la producción normativa (Abásolo, 2008). De esta manera, la referencia al saber jurisprudencial y al derecho científico adquiere en este trabajo un sentido amplio, como aquél que forjan tratadistas y magistrados en su calidad de expertos (Garriga, 2010, p. 64). A pesar de esta definición, aclaro que no abordaré en este trabajo el análisis de sentencias o resoluciones judiciales, aunque algunas cuestiones aquí tratadas pueden tener interesantes proyecciones en la cultura forense de este periodo.Si bien este tema amerita una mayor profundización me remito a los estudios que Abelardo Levaggi (1989, 2014) ha hecho para nuestro medio.

Ampliándose la mirada se puede observar que las cuestiones aquí tratadas tienen significativas semejanzas con otras experiencias jurídicas, por lo menos aquellas pertenecientes al espacio iberoamericano. En primer lugar se destacan los trabajos de Carlos Petit, que tienen relación directa con una de las hipótesis medulares de esta investigación, esto es, la relación entre códigos y parlamentos en el derecho español (Petit, 2011, 2014,2019). En segundo lugar, y para el ámbito latinamericano, remitimos a la obra de Alejandro Guzmán Brito (2000) quien, en lo que aquí interesa, ha advertido sobre el peso de la ciencia jurídica en la elaboración y sanción de los códigos (pp. 53-56), la influencia en éstos, más allá de cierta retórica rupturista y de modelos seguidos, del derecho castellano-indiano (pp. 169-183), y la proyección de esta tradición en la interpretación del Código Civil chileno (Guzmán Brito, 1992a). También resultan sugerentes los aportes de Ramos Nuñez para el caso peruano, quien destaca, en su Historia del Derecho Civil Peruano,la relevancia del pensamiento de los juristas en la confección de los distintos proyectos y códigos que marcaron la historia de este país, las dificultades de las distintas comisiones expertas que los originaron (Ramos Nuñez, 2005, pp. 172-207, 2009, pp. 25-71) y las tensiones entre una matriz tradicional y el impulso modernizante que caracterizaba a la élite liberal (Ramos Nuñez, 1993, pp. 89-125). Consideraciones similares pueden hacerse para el Brasil en el proceso que finalizó con el Código Civil de 1916.2

I. Código y saber jurisprudencial: entre “cuerpo de doctrina oficial” y “derecho científico”

La propuesta codificadora exigió, entre críticas y descalificaciones, dejar atrás el pasado indiano que, por el contrario, y siguiendo los cánones del ius commune, descansaba en la “opiniones de los autores” como pieza clave de su estructura jurídica. Constituía ésta “el depósito del saber jurídico, en donde se encontraban los elementos para apoyar la decisión”, que concurría, en forma casi inescindible, en la textura casuista de aquella cultura jurídica, con la ley y la costumbre en la solución de los casos concretos (Tau Anzoátegui, 2016b, pp.97-101). La tarea del jurista no sólo exigía el saber adquirido en las aulas y en los libros específicos, sino también ciertos atributos personales que lo cualificaban, como la experiencia y la prudencia. De ahí que los vocablos prudentia y prudentia iuris sirvieran entonces para definir el saber del jurista (Guzmán Brito, 1977;Tau Anzoátegui, 2016a, pp. 19,2016b, pp. 97-101).

La opinión constituyó el embrión de esta fuente jurídica, cuya vigencia reposaba en la autoridad que se atribuía a determinados autores y obras. Se fundamentaba aquella en el reconocimiento social que gozaba el saber jurídico en el círculo de juristas, sin que hubiese necesidad de una sanción del poder público o respaldo alguno por otro medio (Guzmán Brito, 2000, pp.111-114; Tau Anzoátegui, 2016b, pp.104-105).

Con relación a la ley, ésta no se concebía aplicable en solitario, sino que se encontraba sometida a la labor de comentario e interpretación de los autores (Abásolo, 2015, p.145; Luque Talaván, 2003, pp.230-233), jugando un papel crucial en su aplicación la equidad (Tau Anzoátegui, 1992, pp.515-517, 529 y 534) y el arbitrio judicial (González Alonso, 2003, p. 232).

Así el indiano, considerado un derecho de juristas, resultó ser un derecho disputado, abierto a las controversias doctrinarias (Abásolo, 2015, p.145; Tau Anzoátegui, 2016b, pp. 101-106). En esta mentalidad se formó y abrevó Vélez Sarsfield, más allá de otras importantes influencias (Mariluz Urquijo, 1982). Es cierto que cualquier simplificación en esta cuestión puede ser peligrosa ya que, como señalara Tau Anzoátegui, el clima ideológico que rodeó a los juristas en la época de la sanción del Código Civil estaba dominado por un vigoroso eclecticismo (Parise, 2014; Tau Anzoátegui, 2000, pp 123-151). En este sentido, la tarea codificadora era comprendida en un marco conceptual mucho más amplio que remitía a valores y lógicas provenientes del derecho que se pretendía superar. En este contexto, Dalmacio Vélez Sársfield afirmaba:

Yo me proponía que en mi código apareciera el derecho científico, como lo llaman los alemanes al derecho que la ciencia establece, las doctrinas de los más acreditados jurisconsultos; que en él se viese, si era posible, el estado actual de la ciencia, si yo alcanzase a tanto; y por esto justifico las resoluciones del código con los escritores más conocidos de todas las naciones. (Vélez Sarsfield, 1920, p. 242).3

Queda claro que, para Vélez, el vigor normativo del código provenía del “derecho científico” invocado por él (Vélez Sarsfield, 1869, p. VI), y no de su sanción parlamentaria (Levaggi, 2014, p.106). En los resquicios de estos proyectos de cambio se apelaba a recursos conocidos, surgidos del derecho tradicional, en la medida que este cuerpo legal no podía ser entendido sin la “autoridad” de los juristas y obras citadas por Vélez Sarsfield (Abásolo, 2015, p.149). Es verdad también, que la sanción del Código Civil impuso un cambio de las doctrinas, autores y obras con las cuales se interpretaban este texto legal, pasando de la literatura castellano-indiana a un claro predominio de la escuela exegética francesa, aunque esta tendencia no fue sin resistencias como fue el caso de Gerónimo Cortés (Kluger, 1988; Tau Anzoátegui, 2000, pp. 136-139).

Esta cuestión tuvo una interesante proyección en las notas que Vélez introdujo en el Código Civil (Abásolo, 2015;Levaggi, 2011). Victorino de la Plaza, quien se desempeñara como secretario de Vélez Sarsfield en la redacción del código civil, nos brinda un testimonio calificado de lo que aquí sostengo en una extensa pero sustanciosa cita:

El comentador buscará y expondrá tanto las razones filosóficas como legales en que toman su fundamento las leyes, porque su trabajo consiste en interpretar, explicar y derivar todas las consecuencias de aquéllas en los distintos casos que puedan presentarse en la vida práctica4. Constituir un precedente para las analogías, no es un punto de la competencia del legislador, esta es una tarea que corresponde también a la doctrina del derecho, a la pericia del intérprete, o del abogado, al criterio del magistrado que conoce la ley, penetra en su espíritu, estudia la doctrina, y aplica la decisión al caso propuesto, fundándose en los principios generales del derecho, sino hay ley especial y expresa que le comprenda y resuelva. ...En efecto, las notas puestas en artículos de importancia, que resuelven controversias entre las diversas escuelas, o que crean, modifican o contrarían las disposiciones de nuestra legislación actual; o en aquellos cuya interpretación puede ser trastornada por la ambigüedad de la materia que resuelven, suplen ventajosamente a ese razonamiento cansado o infructuoso de las leyes de Partidas5, en las que muchas veces encontramos por todo fundamento que así lo dijeron los sabios antiguos6, que no son otros según las mismas, que los santos padres. Todas esas notas no son leyes, no forman parte de ellas, manifiestan sí de un modo auténtico el espíritu y pensamiento del legislador, sus razones y opiniones legales, y forman un cuerpo7 de doctrina oficial y auténtica para la aplicación de las leyes en los casos comprendidos, y el punto de analogía para las que no lo estén. (de la Plaza, 1920, pp. 403-406)

De esta manera el saber de los juristas mantuvo su sólida presencia en un mundo que pretendía regirse por leyes. Ese código, sostenido por la autoridad de Vélez Sársfield (Machado, 1898, pp.51-52), y que aspiraba introducir al país en la civilización y el progreso, necesitó, todavía después de su sanción, ser animado, explicado e iluminadopor toda una literatura de Comentarios y Concordancias que lejos de ser neutralizada, resultaba vital para “llenar el vacío que se nota aun después de la vigencia del Código”, y que no estaba precisamente “en la doctrina, sino en el modo de adquirirla” (Leguizamón y Machado, 1872, p. VI). Se apuntaba “al estudio concienzudo de la Legislación Civil … por la reunión del cuerpo de doctrina de que emanan sus disposiciones” (Moreno, 1873, p.X), que encontrara la “llave que abre la mente del legislador”(Varela, 1873, pp.8-9, 14). Ni el mismo Lisandro Segovia, a pesar de su adhesión retórica a los postulados de la exégesis francesa, pudo escapar del comentario y la explicación “por las muchas y conocidas ventajas de las concordancias exactas”. Para que el código, “monumento de la sabiduría”, se “baste a sí mismo” y resulte “completo”, precisaba de la mediación creativa del jurista que al “organizar, tejer y amalgamar los valiosísimos materiales del código”, formaba “un cuerpo de doctrina más lógico y así más homogéneo y compacto” (Segovia, 1881, pp. XVIII, XIX y XXV).

Es más, la tarea de los comentaristas no se restringió a esclarecer el texto legal, sino que se extendió a la “crítica jurídica” como Machado insistía (Machado, 1898, p.XXXIII). Al hacer notar “la oscuridad o repetición” del código o su “aparente o verdadera contradicción” (Leguizamón y Machado, 1872, p.VI), los cánones interpretativos indianos, basados en el ius commune, mantenían plena vigencia (Guzmán Brito, 1992b).

Ejemplo de ello es el alcance que se le dio al artículo 16 del Código Civil, donde aquellos cánones entraban en tensión con una conceptualización más rígida de las fuentes del derecho. Así en la segunda edición de Concordancias y comentarios del Código Civil Argentino Llerena (1899) advertía, por un lado, que la jurisprudencia no podía tener “nunca fuerza de ley”, y si bien aquélla que fuese uniforme “debía tener influencia...nunca podía convertir al juez en legislador” (pp. 55-56), por el otro explicitaba la tarea del intérprete en términos laxos, en tanto que si bien debía sujetarse a la “estructura material” del código, le correspondía también suplir sus vacíos:

Sobre los principios generales de derecho por más que la ciencia jurídica adelante, al legislador le sería imposible prever todos los casos que puedan presentarse. De aquí la necesidad de suplir esa deficiencia por medio de principios generales de derecho que han recibido la sanción universal, ya por medio de la opinión de los jurisconsultos, ya por medio de la propia conciencia fundada en el sentimiento íntimo de justicia y equidad que Dios ha inspirado en el corazón del hombre, y que casi siempre se abre paso aun en medio de la lucha de los intereses y las pasiones … La noción exacta de lo justo y lo equitativo es siempre el fundamento más robusto de la interpretación de la ley. Se dice que nuestros tribunales no son de equidad y que sólo deben aplicar la ley; es cierto, pero no siempre existe esa ley y entonces tenemos que hacer lo que los romanos: Prætorsuplet in eoquodlegideest. (Llerena, 1899, pp. 55-56).8

Por su parte, Machado conceptualizaba la interpretación como una “operación intelectual” que tenía como objeto “percibir la ley en toda su verdad”, y que no era exclusiva del juez, “sino de todo el que estudia y trata de penetrar el pensamiento de la ley”. No era necesario que ésta fuese oscura para interpretarla, aunque se manifestaba con mayor fuerza en ese caso. Cuando la cuestión civil no podía resolverse “ni por las palabras,lo que da á entender que hay defectos en la ley”, el juez debía examinar “la legislación en su conjunto para fijar la indeterminación de la expresión”. Si ello no bastaba debía remitirse a los motivos, o sea, la ratio legis. De esta manera, deducía, que había casos en que “el intérprete, siguiendo las reglas que hemos dado, puede corregir el texto de la ley por el pensamiento del legislador, y es lo que ha hecho decir a los jurisconsultos, que el espíritu es superior a la letra (Machado, 1898, pp. 49-50).9

Y agregaba, enfatizando la práctica seguida en el foro y en la doctrina, que:

Si el intérprete ha agotado sin resultado todos los medios para desvanecer la obscuridad de la ley, ocurrirá a las leyes nacionales con las que tengan mayor semejanza. En nuestra legislación codificada, las leyes civiles forman un solo cuerpo de disposiciones, y se pueden considerar como análogas las instituciones del mismo código que tengan entre sí alguna semejanza, ó las de los códigos que nos rigen en las mismas condiciones. Cuando son disposiciones tomadas de códigos extranjeros, se pude traer como elemento importante de interpretación, la opinión de los tratadistas de derecho de la nación donde rigen esos códigos y aún las decisiones de sus tribunales en los casos análogos; por eso ocurrimos con frecuencia al derecho francés y a sus comentadores para explicar las disposiciones del nuestro, que se ha inspirado en sus fuentes; pero este medio debe emplearse sólo después de haber agotado todos los recursos que ofrece nuestra legislación nacional. Los tratadistas o comentadores de nuestro derecho nacional, así como las decisiones de los tribunales de la nación, deben servirnos de guía en la interpretación de la ley. (Machado, 1898, pp. 50-51).10

Tanto los argumentos de Llerena y de Machado, si bien expresados en una retórica de respeto y exaltación del código, estaban lejos de erigir una imagen de un juez encadenado al texto de la norma. Por el contrario, ampliaban considerablemente la facultad de éste para interpretar la ley en base a toda una tópica -“obscuridad de la ley”, “percibir la ley en toda su verdad”, “opinión de los tratadistas de derecho”, “justicia y equidad”- que nos ubican en los antiguos caminos de la jurisprudencia indiana-castellana (Garriga, 2010, p. 64; Levaggi, 1979, pp.83-86).

En las primeras décadas del siglo XX, y con el código ya plenamente vigente, encontramos en Raymundo Salvat la fricción entre aquella tradición todavía vigente y las exigencias de una nueva teoría del derecho. Si cierta retórica legalista imponía a Salvat desconocer “toda autoridad”a la interpretación doctrinaria (Salvat, 1917, pp.46-47), a través de la porosa textura del artículo 16 del Código Civil se le abría a ésta la puerta a fin de establecer “el sentido exacto de la ley”, que debía hacerse:

No de una manera abstracta, sino desde el punto de vista práctico, es decir buscando la explicación del espíritu de la ley en los motivos que le han hecho dictar y el fin que se ha perseguido; esto es lo que comúnmente se dice la ratio legis11. Los motivos, el fin de la ley, deben buscarse en las circunstancias concretas que han dado lugar a su formación, en los trabajos preparatorios, en las opiniones de sus redactoresy de los jurisconsultos de la época y, por último, en el derecho anterior… Respecto a nuestro Código Civil, cuya preparación y redacción fue confiada al Doctor Dalmacio Vélez Sársfield, tenemos las notas de éste al pie de cada artículo. Esas notas tienen valor considerable, puesto que, sancionado el Código a libro cerrado, es decir, sin discutirlo en detalle, ellas contienen las opiniones del redactor que en este caso fue quien realmente legisló; no debe buscarse en ellas el comentario auténtico e infalible de la ley, porque no siempre responden a su letra o a su espíritu con exactitud; pero no es posible menospreciarlas y prescindir de ellas en absoluto, porque algunas veces estén en contradicción con el texto de la ley. Esas notas, además, son frecuentemente párrafos extraídos de las obras de los jurisconsultosy por consiguiente, para darles su verdadero alcance, es necesario estudiar también los párrafos de esas obras que preceden o siguen al que forma la nota. (Salvat, 1917, pp. 49-50)

Planteada así la ciencia del derecho y la labor a la que estaban llamados los juristas, analizaremos a continuación, el impacto de estas concepciones en el proceso de elaboración y sanción del código civil.

II. Código y soberanía legislativa

Petit ha destacado la fricción histórica que se ha verificado entre códigos y parlamentos. A pesar de constituir aquellas leyes competencia de este poder del Estado, “a lo largo del siglo XIX la teoría del poder legislativo convivió con una práctica doctrinal y política que negó a los parlamentos la ciencia y el sosiego necesarios para elaborar la ley … por el contrario, una buena ley debía ser redactada por expertos”, lo que originaba “las más variadas fórmulas de delegación legislativa” para “convertir en realidad esa pesimista visión”. De ello se seguía que “ese código des-politizado resultaría un producto científico y por ende universal”, donde “el momento ‘nacional’ de la determinación legislativa se reduciría a la simple formalidad de la sanción”; y que “el jurista ‘nacional’ tendría entonces que convertirse en una suerte de mediador (interpres), un ‘traductor’ del texto-base … y de su cultura” (Petit, 2011, pp.11, 16-17, 2014, 2019, pp. 36-39, 50-51).

Esta conclusión puede aplicarse a la experiencia codificadora de nuestro país, íntimamente ligada a comisiones expertas y mediaciones jurisprudenciales, adquiriendo una especial relevancia cuando se refiere al código civil. El examen del itinerario que lleva a la sanción de este instrumento normativo resulta elocuente para advertir esta tensión. Si la misma ya estaba presente tanto en el decreto del 24 de agosto de 1852,12 donde la consideración final por parte del Congreso de los proyectos de códigos se encontraba precedida de un engorroso sistema de comisiones y consultas,13 como en las discusiones en torno a la sanción del Código de Comercio en el Estado de Buenos Aires, lo cierto es que ella se manifestó con todo vigor al momento de dar cumplimiento con lo establecido por el artículo 67, inciso 11 de la Constitución Nacional (Cabral Texo, 1920, pp.44-61;Tau Anzoátegui, 2008, pp.309-325).

Así, el Congreso Nacional, al sancionar la Ley Nº 36 en 1863, no tuvo mayores reparos en facultar al Poder Ejecutivo para nombrar comisiones encargadas de redactar los proyectos de los códigos civil, penal, de minería y de las ordenanzas del ejército. En el debate de dicha ley, la intervención del senador Valentín Alsina ponía al descubierto la encrucijada que implicaba ajustarse al mandato constitucional. Reconocía que “la constitución no recomienda, sino en mi opinión, ordena la confección de los códigos al cuerpo legislativo, no al Poder ejecutivo”. Sin embargo, el Poder Ejecutivo podía “sin dificultad ninguna, nombrar esas comisiones para redactar los proyectos de códigos”, más “el deber riguroso gravita sobre el cuerpo legislativo y a mi juicio, en rigor, es el Congreso que debe nombrar las comisiones para cumplir ese precepto constitucional dentro o fuera de su seno”. Pero enseguida agregaba: “si el Congreso no procede así, a mi juicio, hace muy bien; esta clase de trabajos no es para ser confeccionados por los mismos cuerpos en razón de su movilidad y en razón de la interrupción de sus funciones”(Citado por Cabral Texo, 1920, p.67).14

En este sentido resulta elocuente lo sostenido por Vélez Sarsfield, en su nota de elevación del libro cuarto del proyecto de Código civil, al reconocer que éste, “obra librada a una sola persona”, y en tanto que “nunca es la última palabra de la perfección legislativa ni el término de un progreso”, debía ser puesto a consideración de la sociedad, pero también de “la experiencia de los letrados y de los tribunales”, quienes revelarían sus “errores y deficiencias innegables” (Cabral Texo, 1920, p. 127).En consonancia con estas ideas el gobierno ordenó, por decreto del 23 de junio de 1865, imprimir un número considerable de ejemplares del proyecto de Código Civil

para ser distribuido a los señores senadores y diputados, a la Corte suprema de justicia, a los tribunales de la Nación y de las provincias, a los abogados y personas competentes, a fin de que estudiándose desde ahora, váyase formando a su respecto la opinión, para cuando llegue la oportunidad de ser sancionado (Cabral Texo, 1920, p.127).15

Se insistía pues, que la sanción del código debía ser acompañada y sostenida por aquella opinión jurisprudencial que lo sustentaba como obra científica.

De esta manera, se fue gestando y consolidando, apoyado en la experiencia extranjera, especialmente la española, el consenso de otorgar un “voto de confianza” al proyecto de Código Civil y a su redactor y la su sanción a libro cerrado (Cabral Texo, 1920, pp. 130-134, 156-157).16Mientras que Nicasio Oroño se opuso férreamente a esta posición (Cabral Texo 1920, pp.167-168), Bartolomé Mitre fundaba esta decisión en el criterio científico que había presidido la elaboración del código(Tau Anzoátegui, 2008, p.389).

Sancionado por la Ley Nº340, ésta preveía también un mecanismo técnico de revisión. En primer lugar, la Suprema Corte de Justicia y los tribunales federales de la Nación darían cuenta al ministro de Justicia, en su informe anual, de las dudas y dificultades que ofreciese en su práctica la aplicación del código, así como de los vacíos que encontraran en sus disposiciones para presentarlos oportunamente al Congreso Nacional. Igual informe se recabaría de los tribunales de provincia por conducto de los respectivos gobiernos (Ley Nº340, 1869). Como recordara Cabral Texo (1920), dichas disposiciones cayeron en letra muerta (p.172).

Los avatares de las distintas publicaciones y reimpresiones del Código Civil y la necesidad de contar con una edición auténtica,peripecias reseñadas por Cabral Texo(1920, pp. 191-292), abrieron el debate sobre la necesidad de una revisión integral de ese cuerpo legal. La discusión de las leyes Nº527 (1872), que declaraba auténtica la edición de Nueva York yNº1196 (1882), conocida también como “Ley de Fe de Erratas (Levaggi, 2001) mostraron el conflicto que existía entre el ejercicio de las funciones legislativas por el Congreso y la “autoridad” de un código que resistía éstas (Cabral Texo, 1920, p.278; Díaz Couselo, 2003, pp.387-389). Para Domingo F. Sarmiento las correcciones al código debían ser reclamadas por los Tribunales ya que era en la práctica de éstos donde debían verse sus defectos (Cámara de Senadores de la Nación ArgentinaCámara de Senadores, 1879, p.41). Igual tesitura sostenía el senador Manuel D. Pizarro quien insistía en una comisión de expertos para “hacer correcciones fundamentales al código, sin romper la unidad de la legislación”. Ésta debía estar formada

de los abogados más competentes, para que en la soledad, en la vida privada, rodeados de todos los elementos de decisión propios de la materia, aborde un estudio tan grave con el tiempo y la preparación debida para una empresa como esta … la verdadera inteligencia del Código ... tiene que hacerse por la jurisprudencia, ... formando un cuerpo de doctrina que haga autoridad.(Cámara de Senadores, 1879, pp. 69-70, 72)

Estas expresiones contrastaban con las posturas sostenidas, por ejemplo, por el diputado Juan Segundo Fernández, quien reconocía que nada autorizaba “a que el Congreso abdique de su propio criterio” asumiendo un “rol pasivo y humillante de votar a ciegas lo que le traen para que vote” (Cabral Texo, 1920, pp.264-265). O también la crítica irónica esgrimida por el senador Juan Eusebio Torrent:

¿Sobre qué materia se quiere sellar los labios de los miembros del Congreso? Sobre nuestra legislación civil … ¿Y respecto de qué código, señor Presidente? De un código confeccionado sin duda por un jurisconsulto competente, pero que no ha sufrido la menor revisión por una comisión de peritos. ¿Y a quién se niega el derecho de proponer una triste fe de erratas a ese código? Al Congreso de la Nación ¿Por qué, señor Presidente? Porque es la obra de la sabiduría, porque tocar una letra puede importar destruir todo el código. (Cámara de Senadores, 1879, p.79)

En 1902, José M. Guastavino y Agustín de Vedia, en cumplimiento del encargo efectuado por el Poder Ejecutivo(Decreto del 26 de julio de 1900), presentaron a éste un “Proyecto de Correcciones al Código Civil”. Los autores manifestaban en una nota de fecha 28 de junio de 1902,que elevaron al entonces Ministro de Justicia e Instrucción Pública, Osvaldo Magnasco, que el Código Civil constituía “una de las leyes fundamentales del Estado” y necesitaba de “larguísimo tiempo para alcanzar su entero desenvolvimiento al favor del estudio diario de los profesionales del foro y de la jurisprudencia cada vez más ilustrada de los tribunales, preparada en no escasa proporción por el estudio privado, paciente y fecundo de jurisconsultos que iluminan el texto legal”(Proyecto de Correcciones al Código Civil de la República Argentina Proyecto de Correcciones, 1908).17

Siguiendo esta tesitura, el proyecto fue girado por ese ministerio a la Universidad de Buenos Aires, a fin de “someterlo al estudio de los Señores Profesores de la materia sobre que versa” antes “de elevar á la consideración del H. Congreso el trabajo adjunto” (Proyecto de Correcciones, 1908). El Decanato de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de Buenos Aires por resolución del 14 de agosto de 1902 designó con ese objetivo a los profesores Benjamín Paz, David de Tezanos Pinto, Calixto de la Torre, José María Rosa, Baldomero Llerena, Juan A. Bibiloni y Ángel S. Pizarro (Proyecto de Correcciones, 1908),que consideró que los autores del proyecto se habían extralimitado en el encargo originario dispuesto en el decreto de designación. En una nota dirigida al Rector de la Universidad, el ministerio reconocía no sólo la extralimitación, sino también la función que competía a la universidad “en sus estudios de investigación en las ciencias del Derecho argentino”.

Es en efecto, en el estudio paciente é intensamente ilustrado de los señores profesores de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, donde con criterio eminentemente científico podrán observarse las imperfecciones de nuestras leyes, transparentadas en el continuo comentario de la Cátedra; y la Comisión nombrada, que representa las más altas personalidades de nuestros civilistas, demuestra claramente con cuanta autoridad las reformas proyectadas por el P. E. podrán ser enviadas al H. Congreso Nacional para su discusión y sanción oportuna.(Nota firmada por J. R. Fernández dirigida al Dr. D. Leopoldo Basavilbaso, Rector de la Universidad de Buenos Aires el 30-09-1902, Proyecto de Correcciones, 1908)18.

Las discusiones parlamentarias fueron acompañadas de la reflexión doctrinal. José María Moreno, no solo como profesor de derecho civil, sino también como legislador, defendió el carácter científico del código. Apoyándose en las enseñanzas de Savigny, encontraba en este jurista una limitación clara al principio democrático en la formulación del derecho:

la reforma de la legislación civil, operada por medio de la codificación, ha constituido un Derecho esencialmente científico, cuya fuente es la doctrina, y cuyas reglas son la última palabra de la ciencia del DerechoLa razón de la ley, la forma en que aparece, el antecedente que la produjo, no son, entonces, el resultado de la conciencia del pueblo, ni la apreciación del espíritu general de los individuos de la nación sobre el conjunto de sus relaciones, ni el medio de llenar una necesidad, cuya existencia hubieran reconocido. El antecedente, la razón y la forma de la ley, son, en tal caso, extraños al espíritu general … el Derecho así constituido es un derecho puramente científico y ajeno, por consiguiente, al conocimiento del Pueblo. Su inteligencia, su reforma y su progreso son, desde luego, elpatrimonio exclusivo del jurisconsulto, a quien incumbe el deber de procurar su desenvolvimiento y de suplir, en cierta manera, la acción directa del Pueblo. (Moreno, 1873, pp.V-VII).19

Estos testimonios nos acercan a una serie de tópicos que fueron marcando la compleja relación que, en nuestro país, mantuvieron codificación y poder político: la necesidad de que estos cuerpos resultasen expresión de una ciencia jurídica, y la “incapacidad material e intelectual de las Cámaras para analizar y discutir una obra de esta naturaleza” (Tau Anzoátegui, 2008, p.334). Esta concepción limitativa del poder legislativo se sostenía también en la persistencia de una matriz tradicional en la noción de la ley, centrada fundamentalmente en su contenido material(Garriga, 2010, pp. 62-63). En este orden de ideas, para Luis V. Varela (1873) “una ley no es nunca la obra del capricho, ni el resultado de una improvisación”. Por el contrario, la ley es la concreción del “sentimiento moral que rige a toda la humanidad”, que, “guiado por la razón y por la justicia, trata de establecer las reglas que … mantengan el equilibrio social, dentro de los límites de lo más perfecto, en la imperfectibilidad humana”. Añadía también que la pasión política, o el extravío momentáneo, de una Legislatura o de un pueblo, pueden arrastrar a los hombres, a sancionar lo injusto y lo arbitrario, como ley; pero, el día de la calma y de la reflexión no tarda en llegar, iluminando los espíritus con la luz de la verdad, produciendo entonces la anulación de lo malo y equivocado, y sancionando lo bueno y lo justo.(Varela, 1873, pp.2-3)

Para Machado (1898) era el Poder Judicial quien ejercía esta función de barrera a la “omnipotencia del legislador”. Este jurista concebía la ley como “una regla establecida por la autoridad que determina la Constitución y es jurídicamente obligatoria para todos los que habitan el territorio de la Nación”. Sin embargo, el ordenamiento legal no era pura formalidad, sino que éste se fundaba en “las necesidades de una Nación y se traducen en forma de reglas, apoyándolas en el derecho natural, dándoles la sanción y fuerza que éste carece”. Esta concepción tenía su traducción en la práctica institucional. Si “el poder del legislador no puede ser limitado sino por su propio criterio”, ya que la “omnipotencia del legislador es la regla, que no puede ni debe admitir control de ninguna clase”, a renglón seguido esta afirmación categórica era relativizada. En efecto, agregaba que “nadie puede impedir que el Congreso dicte leyes inconstitucionales, o contra todas las conveniencias, violando la justicia y los más claros principios”, pero esa violación posibilitaba el control judicial -o sea, jurisprudencial- mediante la declaración de su inconstitucionalidad, que ponía, como última instancia, coto al legislador (pp. 7-8).20

De esta manera se fue gestando toda una concepción que tendría importantes proyecciones en la primera mitad del siglo XX. En primer lugar, el vigor normativo del Código Civil provenía no tanto de su sanción parlamentaria, de su calidad de ley, sino más bien del carácter científico de este cuerpo, presupuesto en el cual descansaba su “autoridad”. Este carácter científico reclamaba una instancia experta de revisión y aplicación, brecha por la cual los juristas pretendían mantener el control de la producción normativa.

Se sumaba también la persistencia, a pesar de las novedades filosóficas y jurídicas, de una matriz tradicional que resistía asimilar un concepto meramente formal de la ley, producto de la voluntad soberana de los poderes políticos. El Código Civil concebido como expresión jurídica de nuestro orden social, se convirtió en una valla para la misma ley, en tanto limitaba las funciones del Congreso Nacional para su revisión. Si bien es cierto que hubo reformas, primaba lo que acertadamente había señalado Machado:

Pero el Congreso no se atrevió entonces a corregir los errores de doctrina, ni a armonizar las disposiciones que están realmente en colisión, porque en las ideas corrientes de esa época, predominaba la creencia de que el Código Civil debía ser considerado como un monumento, que nadie podía tocar, sin correr el riesgo de perjudicarlo.(Machado, 1898, p.XVIII)

III. El derecho científico y la acción legislativa a comienzos del siglo XX

Las transformaciones sociales, tecnológicas y económicas que marcaron el fin del siglo XIX y el comienzo de la nueva centuria abrieron un intenso debate sobre los fundamentos epistemológicos de la ciencia jurídica, alimentado éste en gran parte por los aportes de las ciencias sociales (Polotto, 2006; Tau Anzoátegui, 2007). En este contexto puede advertirse una resignificación del vocablo derecho científico que, si bien no implicaba una ruptura total con la tradición anterior, partía de la crítica de ésta en la medida que la perspectiva exegética que cultivaba suponía desatender los fenómenos sociales llamados a regular.Resulta ilustrativa para este análisis, la descripción y crítica que Colmo (1915) realiza de aquella actitud exegética, observando que la misma excede un simple apego a la ley, como usualmente se la ha caracterizado, incluyendo argumentos y recursos derivados de la antigua jurisprudencia:

se parte del supuesto de que los códigos son el derecho, y se reduce el correspondiente estudio a los textos legales, a las notas legislativas (cuando las hay) y a comentarios como adosados a unos y a otros, en los cuales hacen el gasto una que otra referencia histórica (antecedentes, etc.) y toda una construcción de silogismos y argumentos sacados a lo sumo de la tradición y de la hermenéutica romanas: aquí hay que distinguir, allá no; esta es una regla, aquella es una excepción; en un caso corresponde interpretar extensivamente, en otro precisa hacerlo restrictivamente; ora se debe entender la ley con arreglo a su letra, ora se la debe referir a su espíritu; ya lo de ‘dura lex sed lex’ es de rigor, ya se debe temperar la disposición escrita ‘por razones de equidad’; bien hay que atenerse a la ‘magestad’ de la ley, bien es menester suplantarla nada menos que con una máxima romana, que no es ley para nosotros, no obstante el valor histórico que reviste, y que llega a fundar verdaderos mundos en el piélago de nuestro foro, sobre todo si se la cita en latín y se da prueba sí de una esotérica erudición, que por lo demás, cualquier manual hace inmensamente factible. (Colmo, 1915, p. 68)

Por el contrario, se propugnaba un saber jurídico integrado con los nuevos recursos y herramientas nacidos del análisis de la sociedad y de la economía (Zimmermann, 2013). Así el derecho científico, cultivado por juristas, se mantuvo como canal legitimador de la reforma legal, cualquiera fuesen las vías por las cuales ésta se materializara, al insistir que la misma debía sustentarse en criterios racionales (Polotto, 2012; Zimmermann, 1995, pp.91-96).

Esta corriente también estuvo mediada por el derecho comparado. El ejemplo del Código alemán, del suizo de las obligaciones o del brasileño en el ámbito latinoamericano, como también la recepción de distintas doctrinas como aquellas de Raymond Saleilles o François Gény, entre otros, tuvieron un fuerte impacto en nuestro medio (Díaz Couselo, 2009;Tau Anzoátegui, 2011, pp. 77-79). Las ideas de este último, difundidas en gran medida por Alfredo Colmo, influyeron poderosamente en nuestros civilistas y en el debate originado sobre la reforma del Código Civil (Colmo, 1916;Díaz Couselo, 2007, 2009).

Como podrá advertirse, estas nuevas concepciones mantuvieron la tirantez con el poder legislativo. La apertura democrática que implicó la reforma electoral de 1912 fue acentuando la desconfianza que algunos sectores manifestaban hacia la solución política, en particular aquella que se construía a través de la contienda parlamentaria, como recurso para el diseño del Estado y responder a las necesidades del país (Ciria, 1986, pp.157-163; Halperin Donghi, 2007, pp.183-196). Se reclamaba entonces que las decisiones se tomaran en una “sede puramente técnica”, relegándose al Congreso a un segundo plano (Ben Plotkin y Zimmermann 2012, pp.14-15). Acompañaba esta idea la autoconciencia de los juristas, como clase destinada al gobierno del país, desarrollada principalmente en el claustro universitario (Abásolo, 1997) y un saber jurídico que se concebía como una “ciencia experimental, ciencia de gobierno” (Bibiloni, 1911).

Estas tensiones repercutían también en la teoría del derecho, que presentaba perfiles equívocos. Si bien desde el discurso jurídico se intentaba fortalecer la ley dentro del elenco de las fuentes del derecho, acompañado de ciertos recursos como por ejemplo la obligación por parte de los jueces de motivar las sentencias (Tau Anzoátegui, 1982, 2011), ello no fue óbice para revalorizar otras, especialmente la jurisprudencia de los tribunales que, a partir de su rol institucional como órgano experto del Estado, esto es, integrado por letrados, se la concebía como “un modo original de creación del derecho” (Abásolo, 2008, pp. 430-431; Pugliese, 1994, 2007; Tau Anzoátegui, 2011, pp.85-108).

Ciertas argumentaciones necesitaban conciliar posturas contradictorias. Se advierte una pérdida de relevancia de la doctrina:

la opinión, el pensamiento del jurisconsulto, no puede tener fuerza de ley, consistiendo en un factor aislado, fruto del trabajo de un solo individuo, empero, ella ha sido elaborada con un afán desinteresado, alejada de toda influencia apasionada, viniendo a residir en esto, su fundamental razón de ser como fuente y su más principal ventaja sobre la jurisprudencia. (Lafaille, 1917, p.16)

Se destacaba también un rol más débil de los jurisconsultos que “estudian y explican el derecho, fijan el sentido exacto de la ley” teniendo sus opiniones “únicamente valor moral, fuerza de razón escrita” (Salvat 1922, pp.331-332). Sin embargo, a la hora de plantear la reforma del Código Civil se insistía en ella como una “cuestión científica”, elevando nuevamente el papel de los expertos de derecho.

Así, Llerena descalificaba aquellos proyectos que exigían la modificación parcial de aquel cuerpo, en la medida que no eran el fruto de “la experiencia adquirida por jueces, abogados e intérpretes” sino, “el resultado de la improvisación”, pues los consideraba “remiendos que deshacen el conjunto, que quiebran la armonía que el legislador ha tenido en vista al confeccionar el todo”. La innecesaridad de estos cambios se manifestaba en el hecho que “las leyes se aclaran por medio de la jurisprudencia y de los estudios fundamentales que de ellos se hacen” (Llerena, 2007).

Enrique Martínez Paz se avocó a un análisis pormenorizado del problema de la revisión del Código Civil. Alegaba que, a los cincuenta años de su redacción era necesaria una reforma. Reconocía también que:

La tendencia que pide una revisión y una revisión del Código Civil ha encontrado entre nosotros una tenaz resistencia de parte de elementos autorizados21 que, como hemos tenido oportunidad de ver, han encontrado siempre un eco en las discusiones del parlamento. Sea por respeto a la memoria del codificador, sea por fidelidad a la creencia en la teoría absoluta del derecho, toda vez que se ha presentado una idea de reforma ha tenido que luchar con fuertes resistencias. (Martínez Paz, 1916, p.352)

Asimismo, refutaba a aquellos que pensaban que dicha transformación podía venir de la jurisprudencia, como era el caso de Colmo, en tanto que aquella “nada puede contra textos expresos, si no damos a los jueces los poderes del legislador” (Martínez Paz, 1916, p.354). Pero también dejar la reforma del código librada a las fuerzas políticas representadas en el Congreso Nacional presentaba un grave escollo, aún en aquellos países donde “la función legislativa se cumpliera en una forma ideal”, en tanto que entendía que los procesos de la técnica legislativa eran “largos, difíciles, dificultados por todo género de intereses” (Martínez Paz, 1916, p.321). Tampoco le resultaba satisfactoria la sanción de leyes especiales,22 que consideraba un “procedimiento defectuoso”, ya que “el legislador no es, por regla general, ni un jurista, ni un jurisconsulto; si alguno lo fuera, por excepción, la mayoría, forzosamente ni estará a su nivel, ni sabrá comprenderlo”. Además, una ley proyectada y discutida “en ese ambiente de incompetencia agitado por las ráfagas políticas y destinada a ser injertada en un código que no conocen, entraña el más grave y peligroso atentado”. Conclusión: “la reforma no debe ser realizada directamente por el parlamento”(Martínez Paz, 1916, pp.352-353).

Hallaba igualmente reprochable la posibilidad de una reforma general, la cual importaba “muy serios peligros”, al ofrecer la oportunidad de que “los partidos extremos, que tanto halagan a la multitud con sus doradas promesas, lleguen a trastornar con sus innovaciones las bases de la ley civil” (Martínez Paz, 1916, p.352).

La solución vendría de la misma ciencia jurídica:

Para satisfacer estas necesidades y evitar en lo posible todo peligro sería necesario crear un órgano autorizado que asesorara al Poder Legislativo, compuesto por los jueces de la más alta magistratura, por los profesores de más prestigio, y por los publicistas más autorizados: las conclusiones de este cuerpo permanente, revestido de todo el prestigio de su origen, ofrecerían mayores garantías, impondría un respeto indiscutible y mantendría la legislación en un grado de armonía perfecta entre sí y con las necesidades de los tiempos.(Martínez Paz, 1916, pp. 353-354)23

Con estas precauciones “bien podría intentarse una revisión general del código”, pero ésta no tendría que “cambiar sus bases doctrinarias, sino para amoldarlas a las nuevas direcciones” (Martínez Paz, 1916, p.354).

La de Martínez Paz no era una posición aislada, sino que se reiteraba en un amplio espectro de los juristas argentinos. Al consenso sobre la necesidad de un cambio, se oponía el temor que las reformas menoscabasen no solo la unidad sistemática del código sino también conmoviesen sus fundamentos ideológicos, aquellas “bases doctrinarias” que eran la expresión jurídica de nuestro orden social (Zimmermann, 1999). Las palabras de Jesús H. Paz, en el Segundo Congreso de Derecho Civil, quien se oponía a la reforma integral que planteaba el Proyecto de 1936, parecen abonar estas ideas, al expresar que “el Código Civil, es, pues, tan importante, y en ciertos aspectos, es más importante que la Constitución Nacional”(Universidad Nacional de Córdoba. Instituto de Derecho Civil Universidad Nacional de Córdoba, 1939, p.21).

Esta vía científica de abordar el cambio jurídico ofrecía un filtro más confiable que la instancia parlamentaria (Zimmermann 1995, pp.34-35, 42), a través del cual no solo se podía considerar las nuevas cuestiones sociales, sino también se ofrecía una defensa contra la desnaturalización de los institutos jurídicos “de siempre” (Aragoneses, 2009, pp. 67-70; Cazzeta 2012, pp.52-54).

Quizás quien invirtió más tiempo y tinta en desarrollar este enfoque haya sido Alfredo Colmo. El autor de Técnica legislativa del Código Civil Argentino, influenciado por la experiencia de los tribunales franceses y su relación académica con Françoise Gény(Díaz Couselo, 2009), rechazaba la idea de una reforma total o general del código y propiciaba, en cambio, una reforma parcial a través de la doble acción de la jurisprudencia y de las leyes especiales (Colmo, 2007).

Crítico tenaz de la exégesis y de una visión dogmática e inmovilista del fenómeno jurídico, Colmo reconocía que el derecho era “una ciencia, tan orgánica, tan inductiva, tan sistemática y tan superior como cualquier otra” (Colmo, 1915, p.68), constituía también una realidad dúctil, alentando la conveniencia de un sistema plástico de adaptación de lo jurídico, en el cual la “flexibilidad jurisprudencial” jugara un rol clave: “el amoldamiento jurisprudencial a las cosas y al derecho-fenómeno, sobre la base de los códigos”. Ésta tendía a “interpretar la realidad ambiente, para acomodar a la misma los preceptos codificados, ya restringiendo o morigerando disposiciones amplias, ya entendiendo y hasta generalizando las estrictas” (Colmo, 2007, pp. 238-239).

Este argumento no pretendía adherir al “pretorianismo jurisprudencial creador de leyes y códigos”. Cuando “los principios no dieran pie para construcciones como las indicadas, entonces quedaría el recurso de las leyes especiales que llenasen la correspondiente omisión” (Colmo, 2007, p.239).

La dificultad se planteaba en la reforma por leyes especiales. Colmo (1917) no podía dejar de admitir que “los parlamentos han sido, y son todavía, pésimos legisladores”, porque “un parlamento es, en principio, un organismo político y de gobierno” que

se preocupa de lo actual e inmediato … antes que de lo razonado, lo metódico, lo relativamente frío, lo previsor y lo no directamente político de los códigos de derecho privado, que no se prestan para la oratoria efectista, que no representan capital de acción y que no reportan ventajas electorales o partidistas (p. 52).

Además, ordinariamente, éstos estaban compuestos

por gente no perita ni técnica en derecho … por individuos que son como profesionales de la política y que no pueden tener la preocupación ni el amor de las cosas jurídicas, máxime si éstas versan sobre asuntos tan amplios como los de todo un código.(Colmo, 1917, p. 52)

Concluía que “los parlamentos no tenían ninguna predisposición para una labor tan desapasionada y tan eminentemente técnica como la de un código” (Colmo, 1917, p.53).

Así proponía pautas concretas para encauzar la reforma, a través de una “comisión extraparlamentaria de gente perita”, conformada por “abogados del foro, jueces, profesores, autores”, la cual elaboraría, a través de un minucioso procedimiento, el proyecto definitivo que sería presentado “a la Cámara para que lo votase sin discutirlo”.La comisión extraparlamentaria debía, a los fines de elaborar el proyecto recabar previamente los informes de todas las instituciones cuyos intereses jueguen en el código de que se trate, así como el juicio de las corporaciones técnicas que puedan asesorarla en lo constructivo y orgánico del mismo … El proyecto elaborado sería enviado al P. E., donde, previo examen por una comisión ad hoc, se resolvería ya su envío inmediato al Congreso, ya la ampliación o modificación previa que se estimase conducente. La respectiva comisión parlamentaria, en que estuviesen representadas todas las tendencias políticas, lo estudiaría sobre la base de los informes y pareceres que hubiese creído necesario recabar. El despacho de la misma sería repartido a cada uno de los miembros de la Cámara, a objeto de que en el plazo prudencial que fijase la misma Cámara se indicase las reformas deseables, que serían luego convertidas y votadas en el seno de la comisión. Después de ello se presentaría el proyecto definitivo a la Cámara para que lo votase sin discutirlo, salvo en relación a los puntos observados (y admitidos o no por la comisión), a cuyo respecto hasta se podría señalar un límite máximo para los correspondientes discursos.(Colmo, 1917, pp. 54-55)

Este planteo apuntaba a conciliar los opuestos: “la intervención técnica (y bien objetiva y experimental), y la intervención parlamentaria”, con un serio detrimento de esta última, proponiendo “su reducción a un mínimo indispensable” (Colmo, 1917, p.55).

En Héctor Lafaille, que de oponerse a la reforma del código pasó a ser uno de los actores más importantes del Proyecto de 1936, se revelaba una tensión, que como jurista práctico le urgía resolver. Entendía que la capacidad normativa de este ordenamiento no se había agotado: “cuando la jurisprudencia carece de una orientación definitiva, cuando los comentarios son harto defectuosos, cuando un código no ha dado cuanto puede dar, no debe pensarse en sustituirlo por otro desconocido” (Lafaille, 1921, p. 93). La elección y lectura que hacía de Gény, si bien lo llevaba a revalorizar el papel de la jurisprudencia, no implicaba dar rienda suelta a aquello que denominaba la “tiranía de los jueces”, no sólo por las razones jurídicas que argüía, sino también por consideraciones políticas y culturales: “entre nosotros, dadas nuestras tradiciones e idiosincrasia, nuestra escasa cultura jurídica y, con mayor razón, si nos referimos a lo que ocurre en las provincias, hay que tener mucha prudencia en el otorgamiento de las facultades a los jueces” (Lafaille, 1921, p. 44).Abogaba por una interpretación judicial amplia, que no se asfixiara en los márgenes estrechos del texto legal, pero que por sobre todas las cosas fuera respuesta a los nuevos requerimientos sociales y económicos que surgían en la vida concreta y concreción de un ideal de justicia. Pero estos objetivos debían cumplirse en el respeto a la ley, y en todo caso se debía buscar en ella las vetas e intersticios por las cuales se colaban las pautas objetivas que brindaba la ciencia jurídica (Lafaille, 1921, pp.17,34,43, 45).

En su Historia del Código Civil, Cabral Texo se hace eco de estas discusiones. Sostenía este jurista que la práctica parlamentaria había demostrado que “los códigos no pueden ser la obra de los representantes del pueblo”, y que “la conclusión contraria a la iniciativa de los cuerpos deliberantes en materia de codificación es casi universal”. Se guiaba por la práctica extranjera para señalar la preponderancia de la iniciativa gubernamental en la elaboración de las leyes, especialmente cuando éstas revestían cierta extensión. Entendía que el poder ejecutivo poseía “más medios de información y recursos de toda clase para una buena redacción de los proyectos de leyes”, elogiando las experiencias belga y norteamericana en la creación de cuerpos técnicos que permitían “remediar los vicios de los sistemas legislativos contemporáneos”. Ponía también de relieve “los efectos perniciosos que produce en la labor legislativa el darle cariz político a las resoluciones que adopte el parlamento” (Cabral Texo, 1920, pp.146-148).

Para Cabral Texo, el Poder Legislativo, a pesar de las esperanzas que había fundado durante la primera mitad del siglo XIX, “había fracasado”:

No existe ejemplo de alguna ley de cierta extensión, y menos si se trata de un código que haya sido redactado por un parlamento; los códigos que imperan en la República Argentina tienen su origen extraparlamentario y cuando el Congreso se ha separado de esta norma no convirtiendo de inmediato en leyes los proyectos que se le presentaron, fiándose en la sabiduría de los autores, lo ha hecho al cabo de los años asintiendo a las ideas de algún miembro conspicuo, pues los congresos, según un principio hoy inconcuso, no son los cuerpos técnicos capaces de redactar códigos. Los años pesan en forma tal sobre cualquier resolución legislativa que hace desesperar de su eficacia.(Cabral Texo, 1920, pp. 148-149).

Discusiones similares se daban cita en las Conferencias Nacionales de Abogados. Un caso particular y significativo para nuestro examen fue el debate suscitado con respecto al proyecto de creación de la Comisión Permanente de Estudios Legislativos llevado a cabo en la Segunda Conferencia Nacional de Abogados celebrada en 1926. Decidida la reforma general del Código Civil, dicha Comisión se creaba con el objeto de prestar “apoyo técnico a los poderes públicos” y de “mejorar la legislación”, para lo cual estudiaría y aconsejaría “las modificaciones o el rechazo de cualquier proyecto de ley sobre derecho público o privado, que se presente a la misma Comisión -o que esta inicie- o al Congreso de la Nación, o a las legislaturas provinciales” (Federación de Colegios de Abogados de la República Argentina Federación de Colegios de Abogados, 1927, p.46).

La presentación del proyecto estuvo en manos de Víctor Daniel Goytía, quien advirtió sobre “la necesidad de crear un organismo especializado de jurisconsultos y maestros del derecho, que pueda asesorar y colaborar desde el punto de vista científico24 con el Congreso de la Nación y con las legislaturas provinciales”. Esta necesidad se apoyaba en la siguiente observación:

La obra de los parlamentos, si magnífica como expresión del sentir y las necesidades colectivas, no es, ni podrá ser nunca la obra esmerada y pulida, que dé la norma jurídica, clara y sencilla, que deslinde los derechos del individuo y cumpla el fin que se propuso y tuvieron en vista sus iniciadores… y condenan fatalmente a la norma jurídica a nacer con vicios y defectos pronto revelados, que a poco de andar, dejaran perplejos a los jueces… Los parlamentos podrán dar la sanción, la fuerza del consenso popular a la ley, pero su redacción, su forma jurídica y la previsión de los problemas económicos o sociales que suscitará la vigencia de la misma, debe quedar reservada y confiarse a juristas especializados, que tengan esa misión técnica de estudio.(Federación de Colegios de Abogados, 1927, pp.47-48).25

En igual sentido se expedía Alfredo Colmo en un trabajo publicado en los anexos de la Conferencia. Este jurista sostenía la conveniencia de limitar o reglamentar la discusión parlamentaria ya que “a los parlamentos les basta con exteriorizar la idea o las ideas de fondo, digamos los principios o bases. El resto es técnica eminente: medios, formas, coordinación, organismo, expresión y lo demás, y resulta propia de profesionales y juristas” (Federación de Colegios de Abogados, 1927, p. 227).

La creación de esta comisión, que contaba ya con antecedentes en la anterior conferencia de 1924, puede ser vista, aunque no de forma exclusiva, como una reacción frente a las leyes que fueron modificando la estructura del Código Civil. Alfredo Colmo, se quejaba, por ejemplo, de la “desarmonía insalvable en el código” que introdujo la ley de matrimonio civil; de las modificaciones de la Ley Nº9098 que “llegó a empeorar la legislación que procuró simplificar y mejorar”; de las “alteraciones tan originales que nadie las ha entendido” sancionadas por las LeyesNº 11.156 y Nº11.157; y especialmente de la Ley Nº11.357 que en “ocho artículos se ha querido consagrar toda la situación de la mujer en nuestras leyes, contemplada en centenares de disposiciones de los códigos de Comercio y Civil” (Federación de Colegios de Abogados, 1927, pp.226).

Años más tarde, en 1942, con una experiencia más consolidada, Julio O. Ojea, en una conferencia sugerentemente titulada “La misión del jurista en la elaboración de la ley”, desarrolló estas cuestiones en relación con el Instituto Argentino de Estudios Legislativos (de Moraes Silveira, 2017, pp.92-96). En esa oportunidad, explicó que no debían entenderse estos institutos “como laboratorios dedicados al análisis y estudio del Derecho”, sino rescatarse su función práctica: la de estructurar la ley “sobre más firmes bases y con un contenido de elaboración científica, donde el factor de la capacidad del elaborador adquiere real preeminencia” (Ojea, 1942, p.16).

En este sentido advertía que:

El perfeccionamiento de esa técnica en las asambleas parlamentarias, no ha llegado aún al grado de evolución requerida y este fenómeno que se advierte, constituye uno de los motivos que alienta la crítica de quienes creen ver, con error, la agonía del actual régimen adoptado en las naciones que mantienen el sistema representativo de gobierno.(Ojea, 1942, pp.16-17)

Frente a ello, analizaba distintas instancias que -no sin dificultad- abrían “camino a la idea de acudir en cierta medida a los centros de estudios y de investigación especializados, con sano criterio de objetividad y en función de asesoramiento”. Así repasaba la instalación de comisiones internas de estudio en las cámaras legislativas, el recurso a los órganos auxiliares de asesoramiento, entre los que se destacaba el Instituto mencionado (Ojea, 1942, pp.17-19).

Puede observarse entonces, que las nuevas acepciones atribuidas al término derecho científico fortalecieron el lugar que los juristas pretendían en relación a la elaboración y sanción de la ley. La exigencia de racionalidad y sistematicidad que debían caracterizar a nuestro ordenamiento jurídico intensificaron los reclamos de una mayor dependencia del Poder Legislativo de comisiones técnicas integradas por letrados. Esta exigencia se acentuaba frente al poder centrífugo de la legislación especial que atentaba la unidad legislativa y la sistematicidad que garantizaba el código y, en última instancia, la ciencia jurídica. De esta manera ellos se constituían en los legítimos intérpretes de los distintos factores sociales y económicos que se suscitaban en la sociedad y de su expresión legal. Esta dependencia garantizaba también, por lo menos para la élite letrada, la preservación de las bases ideológicas expresadas en el código civil y que peligran ante el ascenso al Congreso de nuevas expresiones políticas.

IV. Una revisión ilustrada y serena: La Comisión Reformadora del Código Civil y el Proyecto de 1936

A pesar de las numerosas resistencias a una reforma del Código Civil, en el año 1926, se constituyó la Comisión Reformadora (Parise, 2006). La creación de ésta y el proyecto que elaboró estuvieron rodeados de toda aquella retórica que acompañaba la sanción y reforma de los códigos: la necesidad de una actuación meditada y serena, propia de los juristas y del derecho científico que estos producían; el alejamiento de las preocupaciones y agitaciones partidarias que caracterizaba la actuación parlamentaria; el reconocimiento de un derecho que, identificado con el ser nacional, debía ser conservado; y el perfeccionamiento a través de la experiencia jurídica proveniente de las legislaciones más adelantadas (Díaz Couselo, 2007).

Así en el año 1926, el Decreto N° 12.542, que puso en marcha la comisión, marcaba la “conveniencia de una revisión ilustrada y serena de nuestra gran ley civil para su mejor armonía con las nuevas condiciones de la vida argentina”. Dicha comisión, conforme el artículo 1° del Decreto Nº13.156, incluía juristas representantes no solamente de las Universidades Nacionales del país, sino también de la magistratura y de la Academia de Derecho (Comisión Reformadora del Código Civil, 1936, IX-12).

La Comisión encargó a Juan A. Bibiloni (2007) la elaboración de un anteproyecto. En su presentación parcial, el jurista daba cuenta de su tarea, bajo el amparo de una tópica ya conocida. Destacaba que “todo ha sido revisado: lo que se ha reformado, y lo que se ha conservado, con el mismo espíritu sereno”. El cambio normativo propuesto buscaba un equilibrio entre la dimensión nacional del derecho (“la legislación civil es la obra de un pueblo. Nace de sus entrañas mismas. Es la obra secular de su conciencia nacional”) y la pretensión de ponerlo “a la altura de las grandes legislaciones modernas”. Para esto último,recurría a aquellas “soluciones que la legislación y la doctrina contemporáneas de las naciones de nuestro grupo de civilización occidental nos presentaban como firmes y convenientes”. Así no había una sola línea que no estuviera apoyada en las opiniones de las más altas autoridades científicas y adoptadas por las más perfectas legislaciones contemporáneas”(Bibiloni, 2007, pp.247-249)26.

El proyecto fue elevado al Poder Ejecutivo el 1 de octubre de 1936 con una nota firmada por Roberto Repetto, Rodolfo Rivarola y Héctor Lafaille, en la misma línea que Bibiloni:

No ha sido admitida modificación alguna al Código en vigor, sea de fondo o de valor meramente formal, sin pasarla por el tamiz de un estudio atento, en el que se procuró agotar de una manera breve, pero decisiva, las razones determinantes del voto de sus miembros. Esas actas darán cuenta igualmente, de cómo fueron puestos a contribución la doctrina, la jurisprudencia y el derecho comparado, para aceptar o rechazar los criterios o las figuras que recomiendan los autores o introducen las leyes más modernas. Pero si hemos tenido en cuenta la experiencia de otros países, nos hemos inspirado preferentemente en las exigencias del nuestro, siguiendo para ello la obra de la jurisprudencia nacional, los trabajos de nuestros comentaristas y las numerosas iniciativas parlamentarias, para innovar tan sólo en la medida indispensable. De ahí que hayamos conservado a menudo los textos del viejo Código, si bien remozando su doctrina o desenvolviéndola, para adecuarla a las circunstancias de la hora actual y al espíritu de la época, que nos reclama menos individualismo y más preocupación por el derecho de los terceros.(Comisión Reformadora del Código Civil, 1936, p.XVII)27.

El proyecto fue remitido al Congreso de la Nación como proyecto de ley y sometido a una Comisión Interparlamentaria de ese cuerpo, presidida por el senador Carlos Serrey (Parise, 2006, p.6), que remitió una encuesta destinada a obtener la opinión de las Universidades, cuerpos técnicos y juristas especializados del país (Universidad Nacional de Córdoba, 1939, p.96).

Como respuesta se generaron numerosos estudios y el Proyecto fue sometido a revisión y debate en distintos encuentros científicos como, por ejemplo, el Segundo Congreso de Derecho Civil, cuyo programa, en el tema 10°, proponía:

Convendría que el Proyecto, antes de su estudio por el Congreso de la Nación, fuere revisado por los cuerpos de especialistas de cada una de las Universidades del país, y que sobre la base del Proyecto y del Anteproyecto se redacte el que será sometido a aquél. (Universidad Nacional de Córdoba, 1939, p. 11)

En esta dirección, la Comisión plenaria del Congreso aprobó el siguiente despacho:

El II Congreso de Derecho Civil formula el siguiente voto: a) Por que la Comisión Interparlamentaria proceda a una amplia difusión del Proyecto de la Comisión de Reforma, acompañado de un llamado a la opinión del país, para que emita su juicio al respecto. b) Porque sin perjuicio de las medidas que la Comisión Interparlamentaria estime conveniente disponer a los fines de una mejor ponderación de las opiniones que reciba, colabore con ella una comisión técnica asesora integrada por los miembros de la Comisión reformadora y por representantes de las Universidades y de la Federación Nacional de los Colegios de Abogados. Y a los efectos de la realización de estos propósitos este Congreso solicita de las Facultades de Derecho de las Universidades del país, organicen el estudio del Proyecto por medio de los institutos y profesores de la especialidad, emitiendo opinión, en lo posible dentro de un plazo prudencial. (Universidad Nacional de Córdoba, 1939, p. 96)

Héctor Lafaille, cuya labor se destacó en la Comisión Reformadora, trató el tema en el Instituto Popular de Conferencias el 25 de junio de 1937. Una parte considerable de su exposición fue destinada a analizar el trabajo de la comisión especial designada por el Congreso Nacional para examinar el proyecto, que, según sus palabras, era “tan calificada como numerosa”. Lafaille (1937) sostenía “la conveniencia de un examen inmediato” y proponía un mecanismo que consideraba el más acertado para la aprobación del proyecto, puesto que, en definitiva, éste consistía en “una obra meditada y coherente, que sólo debe reformarse con extrema prudencia”. El primer paso radicaba en el trabajo en conjunto de los miembros de la Comisión Reformadora con los diputados y senadores designados: “se aprovecharía de esta suerte, la experiencia adquirida, el conocimiento integral de la obra y la aptitud de los especialistas” (p. 28). Convenía, asimismo, fijar un plazo prudencial para responder la encuesta, a fin de cerrar aquel período preparatorio. Luego se procedería a la última lectura del trabajo, pero dejando de lado las observaciones de índole puramente gramatical, para que las tuviera en cuenta la subcomisión encargada de redactar el Código, que se presentaría al Congreso en pleno. En este punto era donde toda esa labor, científica, dicho sea de paso, gravitaría de manera decisiva sobre las facultades legislativas de ese órgano:

Después de esta concienzuda labor, en la que habrían cooperado o intervenido, la ley actual, Bibiloni, la Comisión Revisora, el Poder Ejecutivo, las delegaciones del Senado y de la Cámara de Diputados, las entidades consultadas, nuestra jurisprudencia y nuestra doctrina, lo prudente sería reducir el debate en el recinto, con lo cual se descartaría el peligro de la improvisación. El Congreso no estaría tampoco, frente a un proyecto extraparlamentario, sino ante un despacho emanado de sus mejores juristas -elegidos con ese fin- que aprobaría o modificaría la obra primitiva. Con estas precauciones se concilia prudentemente la necesidad de modificar las leyes civiles, con el legítimo interés de hacerlo del mejor modo posible; la unidad del Código y la conveniencia de escuchar el mayor número de opiniones autorizadas”.(Lafaille, 1937, pp.27-28)

Cabe recordar que el Proyecto de 1936 no se sancionó, dejándose de lado la posibilidad de una reforma total del Código Civil. Interesaría profundizar su estudio, no sólo en su proceso de elaboración, sino también a pesar de su final trunco, la influencia que él ha tenido en la doctrina y jurisprudencia posterior.

V. Conclusiones

El estudio aquí cometido constituye una confirmación más de la insuficiencia de los paradigmas positivista y legalista para comprender la cultura jurídica del período en estudio, por lo menos en el caso argentino. Ellos no sólo simplifican el fenómeno del derecho, sino que invisibilizan las complejas variables que caracterizaron la experiencia histórica concreta de nuestro proceso codificatorio. Particularmente sesgan la proyección que la tradición castellana-indiana, arraigada en los cánones del ius commune tuvo, como hemos visto, en la interpretación y aplicación de estos instrumentos normativos. Estas consideraciones nos permiten relativizar la vigencia en nuestro medio de una “cultura del código” entendidos como sinónimo de aquellos paradigmas. No negamos la hegemonía de este cuerpo en nuestro ordenamiento y en el discurso jurídico de la época. Pero ella se fundaba principalmente en la “autoridad” de Vélez Sársfield, que la doctrina en general tendió a ensalzar, y en el carácter científico de la obra que lo ubicaba como “texto privilegiado” de obligada referencia, más allá de su sanción formal.

No es posible afirmar categóricamente, que nuestra experiencia codificadora, que buscó primeramente superar el antiguo derecho heredado del pasado colonial a través de una legislación moderna adscripta principalmente a la ideología liberal, hubiese conformado un sistema cerrado y legiscéntrico; ni que la sanción de estos textos legales pudiese anular, sin más, la tarea creativa del jurisconsulto. Nos parece también, que no puede equipararse simplemente la tarea de nuestros primeros comentaristas con aquella desplegada por la Escuela de la Exégesis francesa. Nuestro medio careció del entorno ideológico y de los recursos políticos para atar la jurisprudencia -entendida ésta en un sentido general- a la ley (Guzmán Brito, 1992a, pp. 83-84;Halperin, 2014, pp. 51-54). Es cierto también que el método exegético afianzado en nuestras facultades de derecho permitió el fortalecimiento, en una élite llamada no sólo al ejercicio profesional del derecho, sino también a ocupar importantes cargos en el gobierno y administración del Estado, de los principios liberales que consagró el código, consolidándolo como expresión y fundamento de nuestro orden civil (Peset, 1981, p. 673). El cultivo de una actitud exegética, en el ámbito académico y de la enseñanza, apegada a la norma codificada, si bien estuvo influida metodológicamente por aquella escuela, también se sustentó en antiguos recursos de la jurisprudencia indiana que apelaban a la “autoridad” de las opiniones doctrinales y a una interpretación más amplia del texto legal.

Advertimos, dentro del arco temporal elegido, dos momentos definidos en la forma de concebir e interpretar, en especial, al Código Civil. El primero, terciado por el proceso de organización nacional, estuvo signado por su redacción, sanción y sus primeros comentarios. Éstos eran juristas formados en el antiguo derecho, que, si bien vieron en la codificación una oportunidad de modernizar la legislación, no por ello pudieron sustraerse de la herencia jurídica en la cual habían abrevado. En este sentido, el código era entendido como “cuerpo de doctrina oficial”, un “texto privilegiado”, cuya vigencia no reposaba tanto en su sanción legal sino en el saber jurisprudencial que lo sustentaba.

Como reflejo, y no prediseño, del orden social que gobernaba, el Código Civil estaba llamado a ocupar un lugar central en nuestro ordenamiento, concibiéndoselo a la par, e incluso por encima, de la Constitución. En este contexto lo científico se identificaba con la autoridad de “las doctrinas de los más acreditados jurisconsultos” y de “los escritores más conocidos de todas las naciones” que lentamente desplazarían las obras castellano-indianas. La labor interpretativa del jurista mantenía su antiguo vigor a través del comentario iluminador que explicitaba el contenido de la norma.

La recepción del derecho comparado, de las nuevas escuelas jurídicas atentas a los avances de las ciencias sociales, junto a un fortalecimiento de la ley como instrumento de cambio de la sociedad, marcaron el segundo momento. Las concepciones sobre el “derecho científico” adquirieron nuevas significaciones que integraban el estudio de los factores económicos, sociales y políticos. Frente a una legislación especial que atentaba contra la centralidad del código, la ciencia jurídica aparecía como la garante de la unidad que este cuerpo representaba, convirtiéndose la cuestión de su sistematicidad una de las preocupaciones predominantes de la ciencia jurídica.

La ley, a pesar del lugar casi exclusivo que como fuente le asignaba la teoría del derecho, se encontraba mediada por la labor del jurista, no sólo en el momento de su aplicación, que era esencialmente interpretativo a través de una tópica que reenviaba al saber jurisprudencial frente a la “oscuridad”, “contradicción”, “vacío” del texto normativo, sino también de su creación y posible reforma, dado que el “derecho científico”, y el código como expresión máxima de aquél constituían una valla frente a la acción legislativa. Toda una retórica acompañaba este intento de limitar la acción legislativa por medio de este derecho científico: la ley era producto de un ámbito “sereno”, “imparcial”, propio de la actividad científica y lejano de la contienda política que caracterizaba los parlamentos.

La realización de este “derecho científico” aparecía como un eje transversal de la cultura jurídica que trabajamos. Según creemos, las cuestiones aquí analizadas pueden proyectarse al estudio de otros problemas como a la tarea de la jurisprudencia de los tribunales, la estructura argumentativa de las sentencias de esta época, el debate en torno a la corte de casación, entre otros.

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*El presente trabajo es fruto de las investigaciones llevadas adelante en el Proyecto IUS (PIP 800 201901 00003 CT): “Conservar, adaptar, reformar, sustituir. Itinerarios de las mudanzas en la codificación y en el constitucionalismo argentinos durante la primera mitad del siglo XX y sus vinculaciones con otras experiencias iberoamericanas”, codirigido por la suscripta y Ezequiel Abásolo y ejecutado en la Facultad de Derecho de la Pontificia Universidad Católica Argentina.

1 Jean-Louis Halperin relativiza esta “completitud” en la codificación napoleónica (Halperin, 2014, p. 50).

2Cabe destacar los trabajos reunidos por la Revista do Instituto Histórico e Geográfico Brasileiro, (473) en ocasión del Centenario del Código Civil de ese país. En particular, por su vinculación nuestra temática remitimos a los textos de Cerqueira-Leite Seelaender (2017), Cyril Lynch (2017), de Lima Lopes (2017), Flores (2017), Fonseca (2006), Neves (2015) y Reis (2015, 2017).

3El subrayado es nuestro.

4El subrayado es nuestro.

5El subrayado es nuestro.

6El subrayado en el original.

7El subrayado en el original.

8El subrayado es nuestro.

9El subrayado es nuestro.

10El subrayado es nuestro.

11En este caso el subrayado en el original. Los restantes son nuestros.

12El movimiento codificador en el Río de la Plata se inaugura con los intentos de sancionar un Código de Comercio en la Provincia de Buenos Aires (Guillamondegui, 1965; Tau Anzoátegui, 2008, pp. 117-129).

13El decreto establecía una comisión encargada de preparar los proyectos de los nuevos códigos civil, penal, de comercio y de procedimientos (art. 1°). Elevados al Gobierno los proyectos, éste los debía someter al examen primero de la Corte Suprema de Justicia (arts. 9° y 10°), luego en consejo de ministros, con la concurrencia del fiscal y asesor, y la presidencia del jefe de Estado (art. 11°) y por último cuando considere que los proyectos están en estado de pasar al soberano Congreso nacional, los pondrá a su consideración (art. 12°). Transcripto en Cabral Texo (1920, pp. 22-26).

14El subrayado es nuestro.

15El subrayado es nuestro.

16Otros códigos no tuvieron igual suerte, por ejemplo, el Código Penal, que fue sometido a un exhaustivo estudio por las comisiones parlamentarias, retrasando su sanción. Sobre el “voto de confianza” ver Agüero y Rosso (2018) y Tau Anzoátegui (2008, pp. 334-336). Es interesante observar la persistencia de estos tópicos y discusiones en el debate de nuestro actual Código Civil y Comercial de la Nación (República Argentina, 2013, pp. 5-9)

17El subrayado es nuestro.

18El subrayado es nuestro.

19El subrayado es nuestro.

20El subrayado es nuestro.

21El subrayado es nuestro.

22Las leyes especiales eran consideradas por los juristas de esta época, tanto americanos como europeos, la espada de Damocles que pendía sobre la codificación y amenazaba la “centralidad” del código (Alpa, 2000, pp. 237-239; Cazzeta 2012, pp. 52-53; Irti, 1979).

23El subrayado es nuestro.

24El subrayado es nuestro.

25El subrayado en el original.

26El subrayado es nuestro.

27El subrayado es nuestro.

Recibido: 30 de Agosto de 2019; Revisado: 16 de Diciembre de 2019; Aprobado: 14 de Mayo de 2020

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